El sentido común nos ha habituado a asociar la positividad a la significación, y, la negatividad, a su falta. De ahí en más, positividad y negatividad se vuelven términos (y, por cierto, los conceptos que ellos recubren) no sólo contradictorios y excluyentes, sino también, valores absolutos. Es decir, aparecen cada uno de ellos constituyendo universos semánticos separados que, sin embargo, la propia axiología del sentido común compara, toma como puntos de referencia y establece jerarquías entre ellos y a partir de ellos. Luego, la ideología que emana de tales vinculaciones postula ese ordenamiento como “lo natural”.
Como sabemos, la semiótica marcha a contracorriente del sentido común, pero no por considerarlo exento de interés; si lo confronta y detiene su curso es para cuestionarlo y observar el comportamiento de lo que impone como su sabiduría, dado por natural, normal y, además, lógico.
Podríamos considerar que la semiótica, como reflexión general y como ciencia, es en sí misma una fuerza negativa que violenta la axiología dominante -y hasta podríamos decir metafísica- del sentido común, pues invierte su tendencia modal. Así, lo que desemboca en el ser y en el hacer del sujeto, sus acciones y sus pasiones, no es lo mismo en una perspectiva que en otra.
El sentido común -que también lo es el que erigen como principio rector ciertas comunidades de exclusión que, creyendo apartarse del “sentido común”, terminan por crear otro- tiende siempre a afirmar, aún cuando niega, y deja de lado -por considerarlo exento de sentido- lo que esa afirmación constituye como negativo. De esta manera, el sentido común hace automáticamente suya la significación; mientras que la semiótica, por condición y fundamento de su propia existencia, no puede sino relativizar el sentido común, y en definitiva todo sentido, pues observa el discurso (verbal o no verbal) en el que él se genera y manifiesta para convertirse en una realidad significante. Y hacer del discurso -que no es sino emergencia de relatividad- una problemática, es necesariamente reintroducir lo negativo. Entiéndase esto último como resultante o como fuente generativa de lo negado o lo excluido por un acto de enunciación.
En efecto, si adoptamos el punto de vista semiótico, la negatividad que proviene de lo negativo o que conduce a él se vuelve inherente a las modalidades del proceso de significación, pues posee o genera sentido y comparte con la positividad, y en igualdad de condiciones, su lugar en la estructura.
Con esto queremos decir que si alguna positividad emerge de un proceso de significación es porque el impulso inicial ha tenido lugar gracias a una negación engendradora: conminación negativa sobre el fondo amorfo del sentido, conminación negativa sobre la primera diferencia que de allí resulta y conminación negativa sobre el opuesto de esa diferencia que ha sido generada por la primera negación y, recién ahí, en la contradicción obtenida por el recorrido de las sucesivas negaciones se ejerce la primera aserción, pero no todavía como una aserción definitivamente positiva sino como una afirmación implicativa y condicional, orientada hacia la aparición de una categoría, es decir, una relación entre opuestos, los cuales, como corolario de todo el recorrido se presuponen mutuamente. Y, apenas entonces, estaríamos frente a una afirmación positiva aunque evidentemente provisional, pues ésta estaría siempre sujeta a las fluctuaciones del discurso que, siguiendo la misma dinámica, no tardarían en negarla para instaurar otra.
Esta suerte de verdad ha quedado demostrada por la teoría semiótica estándar al constituirse en la piedra fundamental de su edificio teórico-metodológico. Y si esto ha ocurrido es porque el mismo Greimas, no en vano autor del clásico ensayo Actualidad del saussurismo, encontró la manera de dar formalidad y representación visual, mediante el cuadrado semiótico, al hallazgo lingüístico de Saussure: la negatividad es la esencia del lenguaje. Claro está, se trata de un lenguaje ya concebido semióticamente. Sólo transcribimos aquí a modo recordatorio uno de los numerosos párrafos, que aparecen tanto en el Curso como en los Escritos, donde Saussure se refiere a ello. El fragmento siguiente pertenece a este último texto:
Me parece que se puede afirmar y proponer a la atención: no se estará nunca lo bastante convencido de la esencia puramente negativa, puramente diferencial, de cada uno de los elementos del lenguaje a los que atribuimos precipitadamente una existencia; no hay ninguno, en ningún orden que posea esta existencia supuesta, aunque admito que quizás nos vemos obligados a reconocer que, sin esa ficción, la mente se vería realmente incapaz de dominar semejante suma de diferencias sin encontrar en parte alguna y en ningún momento un punto de referencia positivo y firme.
Paradójicamente, estas afirmaciones de cuya lucidez nunca dejamos de asombrarnos nos conducen a una positividad de la negatividad, retruécano que de acuerdo al párrafo anterior se afirma en su sola existencia y convierte así en ficción a todo lo que no es él. Y, en consecuencia, esto nos envía al dominio de los valores absolutos que impiden una visión semiótica del mundo y que, por otro lado, pueblan el sentido común; valores de los cuales, por ser caros al esencialismo del que tanto quería escapar su visionario fundador, la semiótica se empeña en desprenderse.
¿Cómo relativizar la negatividad al mismo tiempo que postularla? Quizás la respuesta está en una relectura de estos mismos párrafos y en una hermenéutica contemporánea de la propia teoría de la significación que ha terminado por asumir sus bases fenomenológicas de origen. Nueva lectura, entonces, hecha desde la dinámica tensiva del discurso, la praxis semiótica, la semántica interpretativa y las ciencias de la cultura.
Este retorno a las fuentes hecho desde la madurez teórica, es lo que propone (y lo que él mismo hace) François Rastier en su contribución para este número; artículo con el que, precisamente, hemos decidido abrir la reunión de reflexiones aquí presentes sobre la función de la negatividad en la significación.
Para François Rastier, la fundamentación científica de Saussure en la negatividad como principio de la unidad lingüística, ha constituido, mucho más allá que la inauguración de una nueva era para los estudios del lenguaje, una verdadera revolución copernicana en el pensamiento occidental; desacomodo epistemológico del que todavía no logramos bien hacernos cargo, quizás porque ello implica, en el fondo, el paso de una ontología a otra, o a una deontología. Esto lo afirma Rastier aún admitiendo la incoherencia que puede imputársele a Saussure de haber creado una nueva metafísica (para salvarse de otra) en torno al lenguaje, la cual surge mediante una curiosa personificación de la lengua y la expresión de un sentimiento trágico que se advierte en su investigación. De este giro radical se desprenden dos consecuencias:
La primera consecuencia es que, mediante la forma,Saussure postula la unidad del lenguaje. Unidad, entendida como la propiedad en virtud de la cual una totalidad no puede descomponerse sin que su condición se destruya; unidad, entendida también como cualidad o parámetro por la que se explica esa totalidad. Ahora bien, la forma surge de la negatividad, que es lo que reúne, para él, el caos de lo inteligible y el caos de lo sensible. El vínculo se establece por aquello que no es sustancia sensible y no es sustancia inteligible. Así, la forma es relación pura e indisoluble, pero a la vez contingente, que proporciona significación. Esa forma, que no es ni uno ni otro caos sino una combinatoria al infinito de ambos que avanza siempre en profundidad y en extensión, establece un orden, un sentido, al que se le da en llamar signo, porque lo que se sitúa en el centro de la problemática del lenguaje es el sentido y la significación. Pero una vez planteada esa cuestión todo gira a partir de allí y se establecen las diferencias, entre otras, la de la lengua y el habla, pero también las semejanzas, como por ejemplo, entre las lenguas naturales y los demás lenguajes que hacen al mundo humano. Es decir, la consecuencia es que la lengua y los lenguajes constituidos negativamente dan orden o sentido a lo que fuera de esas formas no lo tiene, porque ellas son sus propias fuentes.
La segunda consecuencia se desprende de la primera y esque el lenguaje (como sistema o como proceso), verbal o no verbal, no es un vehículo para transmitir un contenido preexistente. Por lo tanto, no hay significación sino la que surge en la forma que hace al lenguaje. De medio de expresión, el lenguaje ha pasado a ser el actante productor y transformador del sentido, lo cual se dice y se repite en las teorías más fácilmente de lo que logramos comprender en la totalidad de su alcance y, más aún, de lo que hacemos en nuestras prácticas de análisis.
Estos dos puntos son tratados, de una o de otra manera, por todos los demás trabajos que, aparte del de François Rastier, escrito desde su postura de lingüista, respondieron según distintas perspectivas a la invitación a pensar en una negatividad vertiente de sentido. Después de una lectura general y particularizada vimos la posibilidad de asociar estas respuestas, pues ellas pueden vincularse entre sí en pares o en pequeños grupos que hemos tratado de ordenar en el índice de acuerdo a sus líneas epistemológicas y disciplinarias. Dicho índice propone un recorrido, el cual, habiendo arrancado en la lingüística con la participación de Rastier, es básicamente, un ir desde la semiótica a la filosofía, pasando por el psicoanálisis y otras disciplinas que constituyen aquí zonas de pasaje entre una y otra.
El lector podrá constatarlo: a medida que avanzamos desde la lingüística hacia las otras disciplinas, la negatividad se vuelve una figura que va cargándose de contenido, podríamos de algún modo decir: de positividad. Y como propio de ese transcurso, la negatividad se va integrando a un campo semántico del que difícilmente resulta ser aislable. Antes que a su propiedad contraria o al acto de negación o de prohibición, lo primero que aparece ligado a la negatividad es la nulidad, y su modo de objetivarse en la nada, y de ahí en más se la asocia con el vacío, la ausencia, la imposibilidad y la desaparición; luego, la muerte.
Dicho lo anterior, la decisión de cerrar esta serie de reflexiones con “Vacío, negación y nada, en Bergson”, cuya autoría se debe a Jesús Rodolfo Santander, encuentra su natural explicación. Puesto que, siendo el que está ubicado más decididamente en la filosofía, este trabajo es el que permite -junto con el de la apertura- establecer una relación que no puede ser sino complementaria entre las ciencias del lenguaje y el conocimiento filosófico, y, establecer también, por lo tanto, nuestra sugerencia de lectura en este flujo de retroalimentación que puede hacerse (de un extremo a otro) en una doble dirección.
Además, otra organización de conjunto se nos ha impuesto al atender a las características de la materia aquí reunida, pues el cuerpo mayoritario de los artículos se homogeneiza en torno a un estilo científico y académico -propio de esta revista de investigación- mientras que el aporte de Noé Jitrik proviene de una manera de contribuir a la ciencia que abreva en la tradición de las meditaciones. Hechas éstas desde el pensamiento filosófico y literario, la experiencia de la escritura y el análisis de los textos, tal la naturaleza de su género, terminan siendo, en sí mismas, prácticas literarias.
En consecuencia, hemos distribuido el espacio editorial según los modos de hacer la labor intelectual y así la addenda, acogiendo las reflexiones de Jitrik, suma y cohesiona, desde otro estilo, el contenido de los siete títulos que la preceden.
Ahora bien, si nos posicionamos en el punto intermedio del índice constituido por “La semiótica de los bordes”, de Juan Magariños de Morentín, trabajo por el que pasan las corrientes filosóficas y lingüísticas en una problemática cognitiva proyectada hacia lo social, la lectura se ordena como sigue: de esas siete contribuciones -que tienen a la lingüística y a la filosofía como extremos- las tres últimas, se van cohesionando (desde Morentín) gradualmente de arriba hacia abajo en torno a la filosofía; en cambio, las tres primeras lo hacen, siempre desde el punto intermedio, de abajo hacia arriba, en torno a la lingüística.
En efecto, considerando este último conjunto, las reflexiones de Guillermina Casasco en “La abnegación del deseo” introducen a esta discusión el psicoanálisis, como una corriente de pensamiento que no ha dejado de constituir una teoría de la negatividad implícita en la teoría del deseo.
Si, según Casasco, el deseo surge como un efecto del discurso, su sentido sólo puede ser atisbado en el análisis de los textos. Tales textos que integran la cultura remiten siempre a la prohibición de origen, principio negativo que constituye la fuente generativa del sujeto como una entidad fundada en la carencia.
Dichas operaciones de prohibición, formas al fin de la operación más abarcadora de negación que las engloba, constituirían para María Luisa Solís Zepeda una “carga semántica negativa” como un reservorio potencial de significación. En su artículo “La negatividad en el discurso religioso”, ella fundamenta esa fórmula haciendo una investigación en la semiótica estándar (y sin dejar de recurrir a la lingüística de Saussure), la semiótica de las pasiones y la semiótica tensiva, donde tal energía en negativo adquiere precisión como contraste de la “carga semántica” no especificada.
Podríamos decir que las figuras del sujeto, como “ser de deseo” al que refiere Casasco, como el “sujeto religioso” del que habla Solís Zepeda, tienden a configurarse en la zona átona de un esquema semiodiscursivo. Así, este par de trabajos se dirige hacia las fuentes saussurianas.
Por otra parte, yendo hacia el otro par de investigaciones que se inclinan hacia la tendencia filosófica, vemos que la intervención en este volumen de Zenia Yébenes Escardó no deja de someter la relación entre significación y negatividad al influjo de la escritura. Por cierto, “la demanda de la literatura” que ella pone en el centro de su artículo, “El caso de Maurice Blanchot: negatividad, muerte y errancia del lenguaje”, es una fórmula que en sí misma nos lleva hacia el dominio del discurso, donde, mientras el sujeto se diluye, la negatividad extrema o absoluta de la muerte adquiere protagonismo.
No obstante, es José Luis Barrios quien de manera decidida establece una relación contundente entre la negatividad y la muerte, pero ahora refiriéndose a los lenguajes no verbales pues, para él, es la imagen la que manifiesta en negativo la imposibilidad de morir. Su contribución “Invisible e irrepresentable: el despojo no es la muerte. Notas sobre la aporética de la imagen en el mundo contemporáneo”, configura un llamado a visualizar desde la ética las representaciones contemporáneas de la muerte, que devienen una negación de la negatividad.
Al cabo de estas lecturas, no puedo dejar de preguntarme, con un interés semiótico, cómo hacer para no quitarle a la negatividad su propiedad de manantial en la semiosis.
La interpretación tensiva de la negatividad como función semiótica, hermeneútica que está en pleno desarrollo, ha descendido hacia las fuentes de las precondiciones tanto de la negatividad como de la positividad y ha encontrando allí que la “carga semántica” está, a su vez, cargada de afectividad y que son las tensiones entre una y otra las que amarran las dependencias y hacen finalmente lo “puramente diferencial” que alega Saussure. Esto nos muestra, tal vez, que la “ficción” de la que él habla es más compleja y que una lógica concesiva puede atenuar su contundencia, sin por ello desconocer el simulacro con que a menudo se nos muestra la existencia.
Quiero, por último, tener un especial reconocimiento a dos colaboraciones sin las cuales esta entrega de Tópicos del Seminario no hubiera sido posible: la de Blanca Alberta Rodríguez Vázquez en el establecimiento de ciertos textos y la de María Luisa Solís Zepeda en la organización de las Noticias del Fondo.