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versión On-line ISSN 2594-0619versión impresa ISSN 1665-1200
Tóp. Sem no.33 Puebla ene./jun. 2015
Inmanencia de lo sensible
The Immanence of the Sensory
Immanence du sensible
Luisa Ruiz Moreno
Profesora e investigadora del Programa de Semiótica y Estudios de la Significación de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Apartado Postal 163, Centro, 72000 Puebla, Pue., México. Teléfono: (52) 222 229 5502. Correo electrónico: luisanrm@prodigy.net.mx
Resumen
Este artículo aborda la problemática de la inmanencia desde lo sensible. Toma como base el sexto capítulo de De la imperfección de Algirdas Julien Greimas, titulado precisamente, "Inmanencia de lo sensible". Siguiendo el desarrollo de dicho capítulo, se revisa la teoría de los cuatro humores a las que hace mención el autor. A partir de ahí, surge la problemática de la figuratividad compuesta por las dimensiones plástica e icónica. La figuratividad aparece así como un plano de la inmanencia del texto. De esta manera, el texto y el mundo de la percepción que él manifiesta, pueden ser considerados como pliegues de la inmanencia. El concepto de inmanencia, propuesto por Hjelmslev y desarrollado por Greimas, permite la estratificación del lenguaje como el dispositivo de los planos en mil hojas o en mil mesetas que la conforman. Esto da lugar a la posibilidad de asociar la inmanencia en semiótica, redefinida como inmanencia de lo sensible, con la noción de inmanencia en la perspectiva filosófica de Deleuze, la cual incluye el concepto deleuziano de deseo opuesto al de placer, en tanto el deseo estaría en las líneas de fuga que constituyen el proceso inmanente.
Palabras clave: inmanencia, sensible, figuratividad, deseo, línea de fuga.
Abstract
This article approaches the problem of immanence from the perspective of the sensory. It takes as its starting point chapter six of A. J. Greimas’ On Imperfection, entitled just that, "The Immanence of the Sensory." Following the structure of said chapter, we review the theory of the four humors the author discusses. At that point, the problem of figurativeness consisting of the plastic and iconic dimensions arises. Figurativeness becomes one plane of the immanence of the text. Thus, the text and the sensory world it manifests may be seen as different folds of immanence. The concept of immanence, proposed by Hjelmslev and developed by Greimas, allows us to stratify language as the device for the "millefeuille" or "thousand plateaus" planes of which it consists. This makes it possible to associate immanence with semiotics, redefined as the immanence of the sensory world, with the notion of immanence from the philosophical perspective of Deleuze, including the Deleuzian concept of desire as opposed to pleasure, in that desire would fall on the vanishing lines constituting the process of immanence.
Key words: immanence, sensory, figurativeness, desire, vanishing line.
Résumé
Cet article abordera la problématique de l’immanence à partir du sensible. Il s’appuiera sur le chapitre six de De l’imperfection d’Algirdas Julien Greimas qui a justement pour titre << Immanence du sensible >>. Tout en suivant le développement de ce chapitre, on révisera la théorie des quatre humeurs mentionnées par l’auteur. C’est à partir de là que surgit la problématique de la figurativité composée par les dimensions plastique et iconique. La figurativité apparaît ici comme un plan de l’immanence du texte. De cette manière, le texte et le monde de la perception qu’il manifeste peuvent être considérés comme des plis de l’immanence. Le concept d’immanence, proposé par Hjelmslev et développé par Greimas, permet la stratification du langage comme le dispositif des plans en mille feuilles ou en mil plateaux. Ceci nous permet d’associer l’immanence en sémiotique, redéfinie comme l’immanence du sensible, à la notion d’immanence selon la perspective philosophique de Deleuze qui inclut le concept de désir opposé à celui de plaisir, étant donné que le désir se trouverait sur les lignes de fuite constituées par le processus immanent.
Mots clés: immanence, sensible, figurativité, désir, ligne de fuite.
Antes que nada
Como se advertirá de inmediato, lo dicho aquí arriba es un préstamo de otro enunciado: de aquél con el que Greimas dio nombre al sexto capítulo de De la imperfección.1 El traslado exacto de ese sintagma constituye, desde luego, una apropiación, la cual, en este contexto, se vuelve una variante de inmanencia de lo cotidiano, como he llamado, por mi parte, a uno de los apartados de un trabajo reciente.2 De igual modo, el título de dicho apartado hace referencia explícita e inequívoca al mismo encabezado.
Con lo anterior, quiero retrotraer para estas consideraciones la presencia de un antecedente que marca, por sí solo, cierta trayectoria en la inquietud sobre lo que tal enunciado sustenta, la cual va, desde una aproximación previa en el ensayo al que acabo de mencionar al centro de la pregunta actual: ¿Cuál es el alcance de esa frase de sólo dos términos, frase que no deja de ser afirmativa y contundente y que, por otro lado, siendo casi tardía en la obra de quien la dice se vuelve una suerte de conclusión proyectiva?
Creo que emplazar uno de los pilares de su teoría, la inmanencia, en el componente menos explorado del universo semiótico, lo sensible, no era un azar para Greimas y, mucho menos, un descuido; se trataba más bien de un riesgo calculado. Pero hacia dónde apuntaba, cuál era la intención o la intencionalidad, es lo que el contenido de tal capítulo anunciado bajo esa fórmula no aclara en su desarrollo y, más bien confunde con su remate: "Los humores del sujeto recuperan, entonces, la inmanencia de lo sensible".
Y aunque es en las articulaciones de las partes que componen ese pequeño tratado de estética y de ética, donde haya que buscar, tanto la comprensión de la fórmula que intitula su sexta unidad, como la de la propuesta misma que se elabora en ella, quisiera detenerme en ese final, comenzar por allí. Sólo ese cierre conclusivo de lo que se viene de exponer, expresado por el adverbio de modo entonces, engarzándose con el título, indica al lector que en este capítulo se ha estado hablando de la inmanencia. Y, dado que, mientras esto se hacía se repasaba sintéticamente el contenido de los capítulos anteriores, resulta como si, finalmente, todo tuviera que ver con la cuestión de la inmanencia. Pero este término sólo aparece en esas dos frases, primera y última, las que parecen así dibujar un círculo. No obstante, dicha clausura abre un enigma.
En adelante, centraré mis reflexiones en el sexto capítulo de De la imperfección y desde allí haré algunas conexiones con el resto de la obra, sobre todo con el capítulo octavo y los apartados de inicio y final.
1. Complejidad de los humores
Tal vez el primer desconcierto sea la mención de los humores, porque no se puede identificar bien cuál es el significado que este término, utilizado así en plural, adquiere en el contexto del sujeto. Sabemos que el humor puede ser un sinónimo de timia (thymie) o disposición afectiva de base, tal como lo define el Diccionario de Semiótica,3 haciendo, a su vez, una cita textual del Petit Robert.4 Así, el humor o la timia, motiva o da lugar al establecimiento de la categoría tímica que, según dice la entrada que la define, sirve como término complejo o neutro para articular el semantismo que está vinculado a la percepción que el hombre tiene de su propio cuerpo. Entonces, de acuerdo con esta aptitud que podríamos designar como humórica, la categoría tímica se articula en euforia y disforia, siendo la foria lo que, para hacer una equivalencia con la carga semántica, se ha llamado también carga afectiva. Ésta fluctúa hacia eu- o dis-, lo positivo o lo negativo, lo que suma o lo que resta, hacia la elevación o el descenso de esa misma energía sensible.
Siguiendo con este buceo en las fuentes, las cuales no son muy claras y distintas y quizás por eso mismo interesantes para esta investigación, esa percepción mencionada más arriba es llamada, a su vez, propioceptividad, tal como aparece en otra entrada del mismo Diccionario, la que corresponde precisamente a este término.
La propioceptividad, por su parte, es el eje que constituye la oposición entre la exteroceptividad y la interoceptividad, las cuales se reúnen y se separan en el cuerpo del sujeto sintiente capaz de distinguir así los impactos que recibe del exterior de aquello que lo afecta desde su interior curiosamente designado en ambas entradas como el hombre, ya que son conceptos prestados a la teoría del lenguaje provenientes de otras zonas del saber. Y, por cierto, el mismo diccionario de la semiótica estándar que prácticamente fusiona las dos entradas al relacionar intrínsecamente las dos categorías prescribe que este término, por ser de inspiración psicológica, debe ser reemplazado por el de tímica ya que éste es portador de connotaciones que no sólo son psicológicas sino, además, psicofisiológicas. Es decir, la preferencia está dada por el término que además de lo inteligible, o sea, la percepción que discrimina las afecciones abarca el componente sensible del sujeto: la materia orgánica constituyente de los animales y los hombres, según una de las definiciones de cuerpo que ofrecen los diccionarios de lengua.
Ahora bien, ni el segundo volumen de Greimas y Courtés ni los diferentes desarrollos posteriores de la teoría, que van desde aquella primera semiótica hasta la actual, han hecho caso de esa recomendación y no sólo se ha seguido hablando de la propioceptividad, con sus términos contrarios constituyentes, sino que se ha continuado asociándola a la euforia y a la disforia en tanto estas contracorrientes internas de la foria la sobredeterminan y la valorizan, tal como se dijo en un primer momento.
Pero de lo que poco o casi nada se ha hablado es de la timia o humor que no es lo mismo que la foria, de la cual sí se ha reflexionado mucho en semiótica de las pasiones y en semiótica tensiva. Sólo por mencionar que en esta última se han logrado establecer los foremas, que le han dado a la sustancia sensible un estatuto teórico y formal del mismo rango que en la semiótica clásica le dieron los semas o los clasemas a la sustancia inteligible.
Sin embargo, la designación de la categoría que define a la foria sigue reconociéndose como tímica, lo cual produce una confusión empobrecedora entre dos instancias distintas. Estas son, a saber, la del humor cuya articulación estaría a cargo de lo que con toda propiedad se llamaría, entonces sí, categoría tímica y la instancia del ánimo, o, mejor dicho, del aliento, a la que habría que llamar de otro modo. En consecuencia, esta última sería la del dominio de la foria, con sus corrientes encontradas: disforia y euforia, cada una con sus más o sus menos y cuyos extremos serían reconocidos como lo que habría que denominar, para distinguirla de la otra, categoría fórica. Así, ese ámbito regido por la energía sensible, afectiva, quedaría mejor definido y el acceso a su significación sería posible por medio de una sintaxis de los tres foremas: dirección, posición e ímpetu.
Pero ese dominio del humor o de la timia que heredaría la actual denominación de categoría tímica, permanece sin figuras. Y aunque no sea nuestro propósito llegar a establecerlas en este trabajo, por lo menos nos parece necesario comenzar a plantear esa falta. Sobre todo, porque este sólo señalamiento nos ubica mejor en la indagación sobre la inmanencia de lo sensible, ya que la aptitud humórica parece jugar aquí un rol importante.
Por lo pronto, en este vistazo rápido a la semiótica de base hay un detalle que podría ser conducente hacia la forma del humor y es la preferencia que allí se manifiesta por lo psicofisiológico antes que por lo simplemente psicológico. Es verdad que tal preferencia aparece en esas explicaciones referidas más arriba donde lo tímico y lo fórico que, por lo demás, comparten el mismo rasgo de ser fluctuantes y de estar atravesados por corrientes encontradas no se hallan bien diferenciados como nosotros estamos proponiendo que deben estarlo y, por lo tanto, el acento puesto sobre lo psicofisiológico caería sobre lo uno y lo otro. Esto podría verse como un inconveniente en la perspectiva a donde quiero dirigirme, o bien como una suerte de contradicción. Sin embargo no lo es, porque la supremacía de lo psicofisiológico sobre lo psicológico, que la voz autorizada del Diccionario expresa, viene dada por el componente humórico de la instancia tímica más que por el fórico allí todavía indiferenciado. Y no queremos decir tampoco que lo fórico pertenezca a lo psicológico léase mental, inteligible sino que pertenecería a otro orden dentro de lo sensible mismo, el del aliento animado.
En efecto, el humor que es constituyente de la disposición afectiva de base sería de un orden que, haciendo honor a la etimología, humedad, tendría que ver con el componente acuoso de la materia orgánica. Pero hay que precisar que el humor no es un absoluto indivisible; muy por el contrario, es una materia compleja cuyos términos opuestos designan contradictoriamente dos estados de la afectividad y ellos son: el buen humor y el mal humor. Ahora bien, ¿podríamos pensar acaso que son estos dos humores, el bueno y el malo, a los que se refiere Greimas cuando dice que los "humores del sujeto" recuperan la inmanencia de lo sensible? ¿No se refiere más bien a otro contenido, diferente aunque con cierta filiación, del término humor al utilizarlo en su plural?
Efectivamente, el humor en singular significa ese estado de ánimo que puede ser calificado como positivo o negativo, pero la expresión los humores apunta hacia la existencia de esos cuatro elementos líquidos (sangre, flema, bilis negra y bilis amarilla) que, según un saber muy antiguo, eran causa de las enfermedades y factores determinantes de la constitución, física y psíquica, de los humanos.5 Así, la primacía de uno de los humores daba un tipo humano que comprometía su organismo biológico, su carácter, su sensibilidad y su comportamiento social. De allí que entre el humor y los humores no deje de haber ese parentesco común en la etimología (lo húmedo, lo líquido) y de igual modo en el nivel semántico, donde ambos hacen anclaje en la afectividad.
En la ciencia médica, tanto en Hipócrates como en Galeno, sólo para mencionar dos nombres paradigmáticos en la medicina, o como en la variante de los miasmas en la interpretación homeopática de Hahnemann que surgió a partir del romanticismo alemán del siglo xviii, la teoría de los cuatro humores alcanzó un desarrollo que atravesó toda la cultura occidental. El arte en general, la literatura y la filosofía acompañaron esta teoría, o formaron parte de ella, y crearon un espacio intelectual para reunir en una sola idea del hombre "una conjunción, íntima, absorbente, con lo sagrado, carnal y espiritual al mismo tiempo", para utilizar una frase del citado capítulo VI.
Lo anterior nos hace pensar que, aunque curioso y desconcertante, no sea tan extraño apelar a ese conocimiento antiguo hoy valorado más bien desde la literatura y el arte en un tratado de semiótica donde ésta es visualizada desde la estética. Sobre todo, si consideramos que la mención a "los humores del sujeto" está precedida por un párrafo donde el autor se plantea la posibilidad de "dar cuenta del hecho estético" y lo que habría que hacer para avanzar hacia allí.
Pero la clave de haber traído a colación la creencia de los cuatro humores, justo para el cierre de ese capítulo dedicado a la inmanencia, está en la relación que se establece entre ellos y la figuratividad, que es de lo que en definitiva Greimas ha venido exponiendo para hablar de lo sensible. Además, los humores son portadores de un vínculo primordial entre la corporalidad del sujeto y su universo simbólico, los reclamos de soma y las resoluciones de sema.6 Podríamos decir más bien que, interpretando desde nuestra perspectiva el postulado de los humores, en el fondo éstos sobredeterminan al sujeto y hacen que soma modalice a sema. Los humores, otorgando una gran preponderancia al componente líquido de la materia orgánica hacen ser y hacer al sujeto e, incluso, se encargan de procurarle un parecer y un aparecer ante la mirada de los otros. Estos últimos, fueran médicos, filósofos o artistas podían, a partir de sus observaciones, categorizar al sujeto en un tipo u otro, según cuál de los humores estuviera predominando en él. De algún modo, y salvando las distancias por supuesto, la teoría de los humores sería un antecedente cultural de la concepción fenomenológica del sujeto que lo ve como una compleja composición entre la chaire y el cuerpo propio.7
Hasta aquí el relevamiento de ciertos puntos problemáticos; acordarles atención permitiría comprender cómo los humores, por vía de la figuratividad, son capaces de recuperar la inmanencia que habrían perdido. A su vez, esto arrojaría una explicación, no sólo de cuál sería la propia injerencia de la teoría de los humores en una reflexión epistemológica fuerte sino, además, lo que más importa para este trabajo: la pertinencia de renovar mediante ellos un inmanentismo jamás abandonado.
2. La figuratividad
Si bien la figuratividad está aquí convocada luego de una reflexión sobre las adquisiciones de la semiótica visual, no se desconoce el hecho de que es un dominio general de toda entidad semiótica. Tal dominio es, además, el efecto resultante de la puesta en figura del proceso de discursivización y esto nos lleva a considerar a la figura en el contexto de todo ese proceso que es, nada menos, la dinámica que consolida la significación.
En efecto, el proceso semiótico general es lo que podemos llamar figuración ya que es la creación de los no-signos o formantes del signo, su condición de posibilidad, llamados figura y este dispositivo se lleva a cabo mediante dos modos que apuntan hacia direcciones distintas: el modo figural, según que las figuras que produce sean constantes del discurso porque su sintaxis de transformación es lenta y que, por lo tanto, funcionen como presupuestos de otras figuras, y, el modo figurativo, de transformaciones más rápidas y en el que las figuras resultantes son variables y presuponientes de las anteriores.8
De ahí que el modo figural tiende a la abstracción del discurso, mientras que la dirección del modo figurativo va hacia la concreción. Ahora bien, este último tiene a su vez dos subprocesos encadenados, pues uno se convierte en el otro aunque no sólo por simple aumento de la carga semántica sino también por la creación de redes y planos figurativos: el de la figurativización instalación de las figuras del mundo, natural o cultural y el de la iconización, particularización mayor de esas figuras como para que ellas, al convertirse en figuras patentes, de gran concreción y perfectamente identificables, produzcan efecto de realidad. Ésta puede ser, desde luego, una realidad semiótica, es decir, interior al propio universo de significación desde el que se habla o al que se está considerando, o bien una realidad extra-semiótica si se trata de figuras icónicas exteriores a él y pertenecientes quizás a otro universo semiótico. El esquema siguiente representa con más nitidez estas consideraciones:
De esta manera, la figuratividad del discurso se presenta como una prometedora vía de acceso para realizar una tarea que es básica y general de todo análisis semiótico: crear un simulacro, o, si se prefiere, un texto de representación que ofrezca la posibilidad de hacer explícitos los procesos de significación que subyacen en los objetos significantes.
Aunque esto siga siendo así y de esta manera lo hemos venido poniendo en práctica9 en el análisis no desestimable de diversos textos verbales y no-verbales, espaciales y visuales la relectura de este capítulo VI de De la imperfección nos hace ver que aquí se sugiere otra interpretación de la figuratividad que la misma teoría había provisto. En esas páginas, de manera casi imperceptible, se le da mayor amplitud a dicho concepto haciendo entrar en él a otro, que le estaba ligado pero no incorporado: el de semiótica plástica. Este último, elaborado y postulado de manera enfática por la semiótica visual, probado en los textos visuales, no ha sido aún extendido suficientemente a otras semióticas particulares, como era la intención de su creador, Jean-Marie Floch.10 Esta falta de generalización, cuya causa se debe al aún escaso tratamiento del plano de la expresión de los textos, para el que este aporte es específico, se resarce en esas reflexiones greimasianas.
Si hacemos una revisión escueta de aquello en lo que consiste esta noción, veremos que en realidad es un aprovechamiento profundo de la función meta-semiótica observada en el plano de la expresión. Así, gracias a dicha función que es inherente al universo semiótico, el plano de la expresión se desdobla. Entonces, la semiótica plástica es un lenguaje segundo que se establece por connotación de un primer lenguaje figurativo, o denotativo, ya que también podríamos entenderlo así. Este último, se vuelve soporte de una relación interna entre dos sentidos diferentes, siendo uno al que apunta el lenguaje plástico o connotativo la deformación coherente, como se ha dicho, del otro, al que se dirige el lenguaje figurativo o denotativo. Se instaura de este modo una interpretación de la existencia de las semióticas pluriplanas que se constituyen en la expresión, al hacerse un parangón con la existencia de las que se constituyen en el contenido. Y, como se ha constatado, estas últimas, sean científicas o no-científicas, se han mostrado más asibles conceptualmente desde una exploración semántica.
Ahora bien, siendo la existencia de ese dominio plástico el rasgo distintivo de la poeticidad de los lenguajes, como lo ha postulado Floch,11 ¿será una exploración orientada desde lo sensible la que pueda dar cuenta de ella, una semio-estética, una semio-estilística?
En fin, las preguntas son muchas, pero el caso es que Greimas, en este sexto capítulo donde aborda los problemas desde lo sensible, incorpora una dimensión plástica en la misma figuratividad, y lo hace en una dirección contraria a la esperable de una exposición objetivante. Es decir, se refiere a ese constituyente plástico pero no sólo como parte de la composición propia de los textos que se ofrecen a la interpretación y el análisis, sino como parte de la percepción que de éstos tiene el sujeto. La plasticidad, entonces, es cuestión de lectura, va del sujeto hacia los textos, considerados aquí directamente en su calidad de "objetos del mundo".
Y a través de un reconocimiento de los logros obtenidos por la semiótica visual es que menciona la coherencia lo cual daría aún más motivo a la sanción positiva de tales resultados de una doble lectura de los "objetos del mundo". Las dos lecturas armoniosas que constituyen esa suerte de pliegue, tanto en los objetos como en la interpretación, serían de dos tipos, una iconizante y la otra plástica.
Contrariamente a lo que expresa la gráfica anterior, no se habla de un tipo intermediario que fuera figurativizante, es decir, de un primer proceso que diera lugar a la construcción de figuras que, posteriormente a ser reconocidas, se volvieran icónicas. Encontramos aquí una síncopa entre la figurativización y la iconización. Se ha operado de este modo una simplificación saludable en la teoría.
Efectivamente, según lo antes dicho, la lectura que no es plástica posee una tendencia que, en última instancia, es iconizante, es decir que tiende a producir efecto de realidad, de alguna realidad, imaginaria o no pero siempre acordada por supuesto en implícitos contratos fiduciarios entre los miembros de una comunidad de lectores o de intérpretes, para seguir con los términos utilizados en nuestro texto de referencia.
Para reconstruir el proceso de percepción que se describe en el mencionado capítulo VI diremos que el sujeto percibiente, en su calidad de lector, de intérprete, asumido en el texto por nosotros es parte de una escena cuya actuación se puede reconstruir como un encuentro en tres actos:
1. El sujeto está ante las formas (gestalten), bajo las cuales se levantan las figuras del mundo.
2. El sujeto responde con una lectura socializada que proyecta hacia adelante, viste esas gestalten, que son en realidad conformaciones, las transforma en imágenes y de esta manera interpreta las actitudes y los gestos, inscribe las pasiones sobre los rostros, confiere gracia a los movimientos.
3. A veces, gracias a la deformación coherente de lo sensible, el sujeto realiza una lectura segunda, la cual, al ir al encuentro de las formas iconizables, es reveladora de las formas plásticas. Tal lectura es capaz de reconocer, en aquéllas, correspondencias invisibles cromáticas y eidéticas y otros formantes desfigurados con respecto a los icónicos, siendo asimismo capaz de otorgarles nuevas significaciones.
Aunque al término del párrafo donde se exponen estos pasos se dibuja una falta, una carencia, la que produce insatisfacción al semiotista, "[...] todavía será necesario..." todo se reúne en la figuratividad. Justamente, de ella se ofrece una definición pero no sin antes haber expresado lo que sería necesario para la existencia de quizás una tercera lectura, la cual se haría mediante una extensión de las otras dos. De allí que dijéramos más arriba que la figuratividad abarca tanto lo plástico como lo icónico, incluyendo en este último lo figural/figurativo, modificando así nuestras propias reflexiones. Entonces, veamos ahora una corrección del esquema anterior:
La representación gráfica de aquí arriba permite distinguir con claridad cómo las dos lecturas constituyen sendas dimensiones: la plástica y la figurativa, a las que podemos visualizar gracias al modelo mismo como dos planos de la figuratividad.
Estos planos están relacionados entre sí por una direccional que va en un solo sentido pues marca una implicación. Es decir, el plano constituido por la lectura plástica es presuponiente del plano constituido por la lectura iconizante, su presupuesto. Esto es lo propio de una relación metasemiótica llevada a cabo en el universo sensible, en el que las figuras icónicas son tomadas como objeto de sobredeterminación por las figuras plásticas que les confieren otro sentido. Claro está que estas operaciones son posibles gracias a la acción de una mirada.
Atendamos ahora la insatisfacción. ¿Qué es lo que falta? La respuesta está ahí mismo: "extender este género de análisis, generalizándolo, al conjunto de los canales sensoriales". Esta indicación a seguir nos produce la impresión de que no hemos salido de las primeras páginas de la Semántica estructural en las que se hace una clasificación de los significantes a partir de los órdenes sensoriales; estableciéndose así, en lo epistemológico, una estrecha relación con la fenomenología de la percepción, y, en las prácticas semióticas, con la actividad perceptiva de los cinco sentidos debido a que mediante ésta podría realizarse una captura de la significación.
Pero la aplicación de este programa no es fácil y, de hecho, ha seguido sin llevarse a cabo en el desarrollo de las investigaciones semióticas, ya que salir de la visualidad y de la verbalidad donde los procesos de figuración han podido ser mínimamente aprehendidos es entrar en un terreno no sólo inexplorado sino que parece abrirse hacia otra dimensión de lo sensible.
Ciertamente, el ejemplo que se ofrece es el del canal sensorial menos estudiado: el sentido del olfato. Se propone, o se sugiere, reconocer allí la figuratividad distinguiendo lo que podemos entender como los dos planos: el icónico y el plástico.
Dado que Greimas toma el caso de las flores en la ocurrencia el clavel y la rosa la lectura iconizante del perfume de cada especie haría posible identificarlo por la vista que se tiene de ellas y por sus nombres, además de una competencia floricultórica. Es decir, la significación del olor se haría en este plano por asociaciones metonímicas e incluso sinecdóquicas: el significado de cada perfume, en tanto puede ser atribuido, encontraría su significante en la flor que le está próxima y que lo emana, o bien, flor de la cual el mismo perfume es una parte.
Por otro lado, la lectura plástica de esos dos perfumes entre los cuales se ha creado, por iconicidad, una figura armoniosa, es decir, perfecta proporción entre las partes de un todo sería capaz de establecer, a partir de allí, correspondencias y convergencias de los olores florales de una manera independiente de la visión del clavel y de la rosa, y aún de las denominaciones que las comportan. En consecuencia, la plasticidad develaría para el sujeto otro dominio del olfato que fuera independiente del icónico.
Pero no sólo ello, como derivación de haber aplicado la función metasemiótica a objetos cuya sustancia sensible sería algo así como la olfatitividad, las figuras plásticas del olor serían una guía (a modo de las correspondencias baudelerianas casi parafraseadas) hacia nuevas significaciones que surgen de la conjunción, es decir, ya no únicamente del sujeto frente a sino con el perfume de las flores. Dicha conjunción "íntima, absorbente, con lo sagrado, carnal y espiritual al mismo tiempo" es el estado de fusión del sujeto con la materia semiótica, sensible e inteligible, animada por la energía fórica y semántica.
Y, en el texto de referencia, apenas después de estas consideraciones se ofrece, por denegación, una definición compleja de la figuratividad.
Cierto, lo primero es definirla por lo que no es:
1) Una simple ornamentación de las cosas.
Luego, por lo que sí es:
2) Esta pantalla del parecer cuya virtud consiste en entreabrir, en dejar entrever, gracias o a causa de su imperfección, como una posibilidad de otro sentido.
Cabe aquí la reflexión: la pantalla de la figuratividad que es el parecer no está solamente compuesta por los planos icónico y figurativo, lo está, también, por la imperfección inherente, lo que nosotros hemos expresado como el hueco del encaje discursivo que van tejiendo los dos planos, hueco que nunca termina de ajustarse como un punto en la trama del tejido.12
Es decir, la figuratividad integra lo imperfecto, la incompletud del encaje que es su hueco, la abertura constituyente y que permite entrever, no precisamente otro sentido, tan solo "una posibilidad de otro sentido". Y esto se entiende porque en los párrafos introductorios de De la imperfección se define el parecer como lo posible del ser o como lo que quizás sea el ser, en otros términos: el parecer, digamos, la figuratividad la pantalla que proyecta o donde se proyectan las figuras icónicas o plásticas, también pantalla entendida como la cortina o la veladura de humo sería, finalmente, el ser del ser. Esto último es lo que en otro lado, aplicando la teoría de las modalidades, se ha expresado como el hacer ser al ser y a esta acción transformativa que de acuerdo a estas reflexiones estaría a cargo del enorme dispositivo de la figuratividad es a la que se ha reconocido como la manifestación. Y la manifestación, como opuesta, semióticamente, a la inmanencia y, la inmanencia, nunca desligada del ser, aunque sí lo estuviera de la trascendencia filosófica.
Así, la figuratividad es el órgano que construye el parecer como el modo de manifestar al ser del que él mismo es su condición de existencia. A su vez, hemos visto más arriba que el parecer es el lugar de la percepción sensible y que el ejemplo del sentido del olfato nos obliga a pensar en un universo de correspondencias que sería revelado por una lectura diferente de la icónica y de la plástica, aunque propiciada por ellas en sus huecos constitutivos. Esta lectura sería inmanente y fundaría al parecer como la inmanencia de lo sensible, el plano de la inmanencia, el ser ahí, en el pliegue mismo del parecer, que permite vislumbrar ese fondo de fusiones, la vida o la muerte, como en la pregunta que cierra el primer apartado de De la imperfección.
Algo se esboza como una posible respuesta al porqué los humores del sujeto encontrarían, mediante la figuratividad, la inmanencia de lo sensible. Para las ciencias médicas de otra época la teoría de los cuatro humores constituye una figura icónica y, para las artes y las letras, una figura plástica. Para una perspectiva semiótica, preocupada por dar cuenta de las formas del plano de la expresión de los objetos significantes del mundo, los cuatro humores vendrían a configurar un plano de inmanencia. Un pliegue, un estrato más, que permite considerar al sujeto como un lugar de manifestación de eso que está ahí, la infinita y compleja relación entre soma y sema. Quizás allí también la organización tímica, configurándose en categorías o contrastes plásticos, encontraría un espacio teórico para su aprovechamiento heurístico.
Como corolario de estas últimas consideraciones sobre la figuratividad ofrezco una corrección del diagrama anterior:
3. Lo inesperado que fuga
Sin abandonar nuestra lectura focalizada en De la imperfección advertimos que el efecto de la proliferación de planos efectuado por la función metasemiótica, es retomado hacia el final del último capítulo.13 Como decíamos, la figuratividad cumple esa función concretando formas en la pantalla del parecer mediante el dispositivo plástico. Otra vez la presencia de la obra de Baudelaire es la que orienta las reflexiones y, en este punto, es traída a colación para consolidar la idea de que lo deforme, lo irregular, contiene el sentido estético. Lo cual es capaz de proyectar la lectura plástica en los objetos del mundo. Siempre será, entonces, una segunda mirada sobre lo ya visto, una segunda audición sobre lo ya escuchado, en definitiva, un volver a sentir no importa con cuál de los sentidos lo que descubre una deformación en las formas ya manifiestas. Y ese descubrimiento proyecta una nueva forma. Forma o figura, decíamos, en tanto las figuras son formantes de la forma, la que no es sino la relación entre expresión y contenido.
La novedad está aquí entendida, a partir de la cita de Baudelaire, como el percibir lo inesperado en lo ya percibido, como el asombrarse por el encuentro con una nueva dimensión que surge a partir de la irregularidad de lo icónico. La sorpresa consiste en el advenimiento de un nuevo plano. Pero, luego, al saber que siempre hay otro plano a partir de éste, al que puedo leer otra vez para que aparezca lo que está ahí, se produce una espera constante de que surja una instancia diferente como algo inesperado y esto es lo que se convierte en "espera esperada de lo inesperado", el sentimiento de experimentar lo ya experimentado. Se conjura así el asombro y, por contraparte, se hace presente el fracaso.
En consecuencia, el algoritmo generativo del desdoblamiento de planos y del sentimiento de lo inesperado, propiciador de la belleza según Baudelaire,14 funda la amenaza de su propio simulacro pero, al mismo tiempo, la posibilidad del encuentro con correspondencias que develen otro sentido que no sea sólo un símil de lo diferente. ¿Dónde reside esa posibilidad? Y la respuesta es: en el mismo dispositivo de la figuratividad, pero no en la dirección plástica sino en la dirección iconizante que es la que crea el sentido propio, o incluso figurado, de las cosas mediante la impresión de realidad, abstracta o concreta, constante o variable, pero siempre como esa instancia donde en principio no habría metasemióticas connotativas, ni deformaciones, ni irregularidades, pero sí la instalación de presupuestos para las lecturas plásticas.
Si bien este capítulo termina con una propuesta práctica15 para mantener la dinámica figurativa y la consecuente creación infinita de nuevas dimensiones, que verdaderamente produzcan la impresión de lo inesperado, no es en ese plan de acción en lo que quisiera detenerme para los propósitos de esta investigación.
Más bien, considero fructífero para avanzar en el concepto de inmanencia focalizarnos en aquello que conlleva tal proyecto, o mejor dicho, lo que lo alienta: la tentativa, aunque sea vana, el querer decir algo que no tiene cómo decirse, el modo de estar del sujeto tendido hacia la "busca de lo inesperado que fuga".16 De hecho, el mismo proyecto, con sus pautas programáticas, su método de fragmentación de la totalidad en partes, lo que se llama el desmenuzamiento, está visualizado como una ilusión: "Se puede soñar",17 dice.
Por lo tanto, no sería en el proyecto como tal donde se vislumbraría la inmanencia de lo sensible sino en el deseo del proyecto, en soñarlo, deseo que podría ser conducente al deseo de lo inesperado, de lo que siempre se sustrae fugándose en los planos que crea la figuratividad, la pantalla del parecer.
Entiendo semióticamente al deseo como una condición de posibilidad del querer provista desde el dominio de la foria en tanto energía pura, no relativa, apenas diferenciada en corrientes y gradaciones. En cambio el querer, ya como modalidad estructurable de la acción, hace una implicación del deseo y lo transforma en dos variables como si fueran dos lógicas volitivas que marchan en paralelo pero que a veces pueden interceptarse: a) la intención, guiada por el orden de lo consciente y, b) la intencionalidad, respondiendo al orden de lo inconsciente. El deseo estaría en la fuente impulsora de ambas y podríamos inscribirlo en el orden de los foremas, concretamente en el del ímpetu. Y, si a éste le hemos reconocido aspectualidad,18 con su fase incoativa como el aliento de arranque, fase convertida después en impulso durativo y, luego, en la terminatividad del auge, el deseo se encontraría en todo el proceso de constitución de los tres foremas y sería capaz de anclar en el ímpetu a los otros dos: posición y dirección. Entonces, el deseo tiene el poder de convertir la energía fórica en fuerza semiótica, quiere esto decir, que se une a la energía o carga semántica, propia del dinamismo discursivo, y juntas crean los recorridos narrativos y las trayectorias existenciales. El deseo proyecta los objetos en valores del sujeto. Y, de acuerdo con esto, el deseo está antes, en el aliento de arranque, y después, en la perspectiva del auge, mucho más allá de la posibles conjunciones del sujeto con el objeto deseado y que puede ser o no obtenido, o incluso perdido.
Así, el deseo queda semióticamente recuperado como condición integrada a la modalidad del querer, es decir, como una modalidad permanente de la acción de ir hacia con el afán de descubrir otro sentido y, también, donde la acción, en esa tendencia que no ceja sobredetermina otras acciones, como, por ejemplo, hacer que se arroje una nueva mirada sobre lo ya visto. De esta manera, el deseo hace hacer a la lectura y hace ser a los distintos planos que instala la lectura inmanente por figurativa, esto es: gracias al proceso continuo de las lecturas plásticas e icónicas.
Esta concepción del deseo como búsqueda incesante, como espera de lo inesperado que siempre está en fuga por su propia naturaleza constitutiva, nos permite hacer aquí una convergencia entre estas consideraciones hechas a partir de la expresión inmanencia de lo sensible, debida a Greimas y la concepción del deseo de Gilles Deleuze,19 la cual, precisamente, está ligada de manera intrínseca a la inmanencia. La asociación que postulo no es insólita puesto que la fuente epistemológica de la inmanencia es la misma.
Ciertamente, tanto para Greimas como para Deleuze y Guattari la inmanencia se desprende de su raigambre filosófica para inscribirse en el campo de la lingüística.20 Y es de Louis Hjelmslev21 de donde proviene para ambos el concepto de inmanencia y la estratificación del lenguaje como el dispositivo de los planos en mil hojas o en mil mesetas que la conforman.
Claro está que esta fuente común entre los dos pensadores produce el equívoco de la semejanza y a veces pareciera que sus discursos dialogan, cuando en realidad cada uno se orienta hacia fines diferentes que dependen de los ámbitos desde donde ellos hablan. Deleuze y Guattari siempre hablarán desde la filosofía22 y Greimas desde la semiótica. Teniendo esto presente para evitar confusiones, podemos establecer relaciones complementarias y que nos permitan sea por enriquecimiento de la materia inteligible, sea por contraste de dos pensamientos que utilizan las mismas fuentes y el mismo léxico pero con contenidos divergentes aprehender la significación del sintagma "inmanencia de lo sensible".
Hagamos, entonces, una síntesis de los elementos conceptuales que componen la noción de deseo para Deleuze* y que son recuperables para nuestros propósitos presentes:
1) El deseo se opone a placer, porque este último interrumpe el proceso inmanente del primero y desborda al sujeto.
2) El deseo es pura acción singularizante de un cuerpo sin órganos.
3) El deseo está en las líneas de fuga.
4) El deseo procura, agencia, siempre nuevos estratos. En ese sentido es desterritorializante (bajo la metáfora de máquina de guerra) pero al mismo tiempo constituye nuevas cartografías, nuevos diagramas en el que operan las líneas de fuga.
5) El deseo constituye el plano de inmanencia en el que no hay más que velocidades y lentitudes sin desarrollo y donde todo es visto, entendido.
El listado nos hace evidente que es la dimensión sensible lo que constituye el punto de separación entre el deseo deleuziano y un deseo integrado a la modalidad del querer decir, oír, tocar, escuchar, oler, ver, etc., como "pruebas de que la cosa, la única, está aquí, de que otra cosa es posible", y modalidad del querer que es al unísono la construcción inmanente de un plano o pantalla del parecer mediante la figuratividad, donde los humores del sujeto encontrarían su causa y razón. Plano que, a su vez, es inmanente porque es una dinámica sin descanso que hace ser al ser, la inmanencia, lo que está ahí y aquí, en el pliegue o en el estrato del mismo plano. Inmanencia que es sensible porque los sentidos la conforman como esas conjunciones que al mismo tiempo les son independientes y donde se fusionan "lo sagrado, lo carnal y espiritual".
Lo que enfatiza el deseo en la perspectiva de Deleuze y que me parece importante para el inmanentismo en semiótica, es la permanencia de la línea de fuga, la cual atraviesa los planos y los estratos que crea la dinámica del sentido. En consecuencia, el modelo de representación visual sería, ahora, el siguiente:
Así, el deseo está siempre en el proceso de la significación, en el aliento de origen y en la tentativa hacia el auge.
Para terminar, ofrezco una lectura sólo a modo de ilustración. Es un párrafo de Los cuadernos de Malte.23 Se trata allí de una descripción contenida en una larga carta, dirigida a Abelone y donde el autor de los cuadernos narra sus experiencias en París. Malte describe la tapicería que se encuentra en el Museo de Cluny, integrada por seis variantes de "La dama y el unicornio". El relator, simulando una visita a Cluny acompañado por Abelone, se detiene en cada escena donde siempre está la dama en una suerte de isla en medio del follaje simbólico, y rodeada de animales heráldicos, entre ellos, el unicornio. Cuando el visitante llega a la sexta escena dice así:
La isla se ensancha. Se ha levantado una tienda. Damasco azul flameado de oro. Los animales la abren y, casi sencilla en su vestido principesco, ella avanza, pues ¿qué son sus perlas a su lado? La criada ha abierto un estuche pequeño, y ahora saca una cadena, una pesada y maravillosa joya que había estado siempre encerrada. El perrito está sentado cerca de ella, subido en un sitio que le han preparado, y mira. ¿Has descubierto el verso encima de la tienda? Puedes leer: << A mon seul désir >>.
¿Qué ha sucedido? ¿Por qué el conejito salta hacia abajo, por qué se ve inmediatamente que salta? ¡Todo está tan turbado! El león no puede hacer nada. Ella misma tiene el estandarte. ¿O es que se agarra de él? Con la otra mano toca el cuerpo del unicornio. [...].
Pero ahora viene una fiesta; nadie está invitado. La espera no desempeña ningún papel. Todo está aquí. Todo para siempre. El león se vuelve, casi amenazador; nadie tiene derecho a venir [...]
Pero ella pliega su otro brazo hacia el unicornio y el animal se encabrita, halagado, y sube y se apoya en su regazo. Lo que ella tiene es un espejo. Ves: muestra su imagen al unicornio.
La enigmática dedicatoria, único enunciado verbal en la serie de imágenes, cobra explicación desde la inmanencia del deseo. La escritura literaria, creadora de planos y de estratos, es una metasemiótica en sí misma y, mediante la figuratividad, instaura una dimensión icónica y una dimensión plástica a partir de la semiótica visual, la tapicería, a la que toma como objeto. La deformación que introduce en una supuesta primera lectura de la imagen la palabra descriptiva, que es con la que cuenta el lector que no está frente a los tapices, es destacar el verso en el que se manifiesta el deseo mediante la lectura iconizante de la imagen. El lector empírico, con el libro en la mano, puede, en Cluny, constatar la dirección iconizante, pero el mismo ejercicio, puede hacer la lectura segunda, literaria, la que hace ver, plásticamente, la perturbación que aparece en la escena. Ello ocurre cuando todo está bajo el manto desterritorializante de la tienda que enuncia el deseo. Un nuevo estrato, un nuevo plano se perfila: no dice por sino para mi deseo, tampoco dice mi único deseo ya que la focalización en un punto podría augurar, siguiendo a Deleuze, lo que interrumpe el proceso inmanente. Es solamente el deseo que singulariza. El unicornio ve el rostro de la dama en el espejo. La entrega de los bienes tiene lugar en la escena, es una apuesta al deseo que está por delante: lo inesperado que fuga.
Referencias
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* El concepto de deseo va surgiendo en contraposición al de placer sostenido por Michel Foucault.
1 Algirdas Julien Greimas, De la imperfección, trad. de Raúl Dorra, México, FCE-BUAP, 1990.
2 Luisa Ruiz Moreno, Tríptico en tono menor. Estudio semiótico, México, Educación y Cultura, 2014, p. 155.
3 Algirdas Julien Greimas y Joseph Courtés, Semiótica. Diccionario razonado de la teoría del lenguaje, trad. de Enrique Ballón Aguirre y Hermis Campodónico Carrión, t. 1, Madrid, Gredos, 1990.
4 Dictionnaire alphabétique et analogique de la langue française, Le Petit Robert 1, París, Le Robert, 1983.
5 Cfr. "La doctrina de los cuatro humores" y capítulos subsiguientes. En Raymond Klibansky, Erwin Panofsky, Fritz Saxl, Saturno y la melancolía, Madrid, Alianza, 2006, p. 29 y ss.
6 Jacques Fontanille, Soma y sema. Figuras semióticas del cuerpo, Lima, Universidad de Lima, 2008.
7 Cfr. Edmund Husserl, Meditaciones cartesianas, "Meditación Quinta", trad. de José Gaos y Miguel García-Baró, México, FCE, 1986. Ver también, Maurice Merleau-Ponty, Signos, trad. de Caridad Martínez y Gabriel Oliver, Barcelona, Seix Parral, 1964.
8 Louis Hjelmslev, Prolegómenos a una teoría del lenguaje, trad. de José Luis Díaz de Liaño, Madrid, Gredos, 1974, en especial el capítulo xii, "Signos y Figuras". Y, entrada "Figura", del Diccionario de semiótica, op. cit., t. 2, 1991, a cargo de Claude Zilberberg.
9 Cfr. Luisa Ruiz Moreno, El árbol dorado de la ciencia. Procesos de figuración en Santa Cruz Tlaxcala, México, BUAP-Secretaría de Cultura del Estado de Puebla, 2003.
10 Jean-Marie Floch, Petites mythologies de l’œil et de l’esprit. Pour une sémiotique plastique, Hadès-Benjamin, 1985.
11 Jean-Marie Floch, Les formes de l’empreinte, Périgueux, Pierre Fanlac, 1986. Y, Jean-Marie Floch y Jérôme Collin, Lecture de la trinité d’Andrei Roublev, París, puf, 2009.
12 Cfr. Luisa Ruiz Moreno y María Luisa Solís Zepeda (eds.), "El hueco y el ajuste", Encajes discursivos. Estudios semióticos, México, Educación y Cultura, SeS-BUAP, 2008.
13 Cap. viii. "La espera de lo inesperado", De la imperfección, op. cit., p. 86.
14 De la imperfección, op. cit., p. 92. La cita es la siguiente: "Aquello que no es ligeramente deforme parece insensible; de donde se sigue que la irregularidad, es decir, lo inesperado, la sorpresa, el asombro son una parte esencial y la característica de la belleza".
15 Op. cit., p. 93.
16 Op. cit., p. 95.
17 Loc. cit.
18 Luisa Ruiz Moreno, Tríptico…, op. cit., p. 153.
19 Gilles Deleuze, Deseo y placer, trad., prólogo y notas de Silvia Barei, Córdoba, Alción Editora, 2006.
20 Gilles Deleuze y Félix Guattari, Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, Valencia, Pre-Textos, 1997. Ver, por ejemplo, la nota 27 del capítulo 3, p. 80, donde Hjelmslev aparece destacado entre todos los lingüistas que interesan a los autores. Además, a lo largo del capítulo 4, "Postulados de la lingüística", y, del capítulo 5, "Sobre algunos regímenes de signos", en la exposición de los autores hay una presencia constante de Hjelmslev.
21 Louis Hjelmslev, Prolegómenos…, op. cit.; y, del mismo autor, "La estratificación del lenguaje" en Ensayos lingüísticos, Madrid, Gredos, 1972.
22 Gilles Deleuze y Félix Guattari, ¿Qué es la filosofía?, trad. de Thomas Kauf, Barcelona, Anagrama, 2005. Esta obra dedica también un capítulo, el segundo, a la cuestión de la inmanencia ligada a esa pregunta que, de algún modo, reúne toda su obra
23 Rainer Maria Rilke, Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, trad. de Francisco Ayala, 2ª. ed., Buenos Aires, Lozada, 1958, pp. 102-103.