Contexto y planteamiento del tema
El presente número de la revista Tópicos del Seminario está dedicado al giro afectivo de la fenomenología, haciéndose eco del giro afectivo [Affective Turn] o giro al afecto [Turn to Affect] de la filosofía contemporánea, cuyo tema central sería, tal y como se nos indica en la invitación a la participación, el estudio de lo que los griegos denominaban pathos, esto es, de los afectos, las pasiones, las emociones, los temples de ánimo, los sentimientos, etc. Como también se nos recuerda explícitamente en esta invitación, Husserl, Heidegger, Pfänder, Geiger, Scheler o Landgrebe serían algunos de los nombres fundamentales que nos ha legado el pasado siglo para el abordaje fenomenológico de esta temática. En este contexto, la cuestión que me gustaría plantear aquí es la siguiente: ¿podríamos, es más, deberíamos incluir a José Ortega y Gasset en este selecto grupo de fenomenólogos? Es conocida la interpretación retrospectiva que el filósofo español hace de su trayectoria filosófica en 1947, según la cual, escribe, “abandoné la Fenomenología en el momento mismo de recibirla” (Ortega y Gasset, 2004-2010, IX, pp. 1119). Sin embargo, suele ser menos conocida la declaración que el mismo filósofo ofrece en su ensayo “Para una psicología del hombre interesante” (Ortega y Gasset, 1925), recogido posteriormente en Pidiendo un Goethe desde dentro (Ortega y Gasset, 1932), donde leemos lo siguiente:
Existe hoy en el mundo un grupo de hombres, dentro del cual me enorgullece encontrarme, que hace frente a la tradición empirista según la cual todo acontece al azar y sin forma unitaria, aquí y ahora de un modo, y luego de otro, sin que quepa hallar otra ley de las cosas que el más o menos de la inducción estadística. En oposición a tan vasta anarquía reanudamos la otra tradición más larga y más honda de la perenne filosofía que busca en todo la “esencia”, el modo único (Ortega y Gasset, 2004-2010, V, p. 190, nota 1).
Para Ortega, este “grupo de hombres” estaría representado, fundamentalmente, por Edmund Husserl y Max Scheler, esto es, por el grupo de fenomenólogos reunidos en torno a estas dos figuras a comienzos del siglo XX, de modo que la filosofía reivindicada aquí, y a la cual se adscribe orgullosamente Ortega, no es otra que la fenomenología eidética, es decir, la fenomenología en la forma en que era conocida en esas fechas por la mayor parte del mundo filosófico occidental. Esto quiere decir entonces que, entre “el momento mismo de recibirla” —en el año 1913— y la fecha de publicación original de este ensayo —1925— ha pasado más de una década de intenso trabajo filosófico (casi dos si nos atenemos al año de su reedición en 1932) enmarcado, según su propio autor, en esta tradición de pensamiento. De la compleja relación de Ortega con la fenomenología se ha ocupado Javier San Martín (1992, 1994, 2012) en numerosos trabajos durante las tres últimas décadas, desde el volumen colectivo sobre Ortega y la Fenomenología —donde se recogen las actas de la I Semana Española de Fenomenología— o sus Ensayos sobre Ortega, hasta la síntesis más reciente que de sus investigaciones nos ofrece en su libro La fenomenología de Ortega y Gasset. No voy a reiterar aquí, pues, los textos y los argumentos ya conocidos (y todavía no rebatidos por los intérpretes) que, más allá de las declaraciones del propio Ortega en una u otra dirección, nos permiten —y nos exigen— concederle un pequeño sitio en el selecto grupo de los fenomenólogos más importantes del siglo XX.
Mi propósito es, ciñéndome al tema que nos ocupa, exponer algunas de las contribuciones más importantes de Ortega al estudio de la afectividad. Tal como indica el título de mi ensayo, no pretendo ofrecer un análisis exhaustivo de esta temática en la obra orteguiana, tarea que excede con mucho los límites de este trabajo, sino, más bien, esbozar algunas notas básicas para un estudio sistemático ulterior, entendiendo por sistemático el análisis que nos permita dar cuenta del papel que juega la afectividad en la arquitectónica filosófica orteguiana. Para acometer esta tarea habría que distinguir, al menos, dos niveles de análisis, uno básico o general y otro específico. En el primero nos preguntamos por el rol que, en general, cumple la afectividad en la concepción orteguiana de la realidad, tanto en el plano individual como en el colectivo, es decir, tanto en su antropología filosófica como en su concepción de la realidad sociohistórica. En un segundo nivel de análisis, sobre las tesis básicas y generales asentadas en el primero, podemos preguntarnos qué papel ejerce la afectividad en las distintas dimensiones de su filosofía, tales como la epistemológica, la estética, la política o la ética. Esta distinción de niveles resulta pertinente y nos interesa aquí especialmente para dar cuenta con más precisión del papel fundamental que juega la afectividad en la filosofía orteguiana, esto es, para mostrar en qué sentido estaría en la base de todas las tesis centrales que articulan, por ejemplo, su concepción de la ética, de la sociedad, o de su filosofía de la historia.
Así, partiendo de este planteamiento, dividiré mi trabajo en tres apartados. En el primero ofreceré una panorámica general del lugar que ocupa la dimensión afectiva en la filosofía orteguiana. No me ceñiré, por lo tanto, a un determinado campo específico, sino que mi exposición se enmarcará en el primer nivel de análisis, aunque concluiré, en el tercer apartado, destacando el sentido ético-práctico de toda esta problemática en la obra de Ortega. Tanto en este primero como en los subsiguientes apartados iré ofreciendo una amplia base textual, para que sean los textos mismos los que se dirijan al lector, con el fin último de incitar su lectura. En el segundo apartado me detendré brevemente en la lectura que, apoyándose en Antonio Rodríguez Huéscar, nos ofrece Pedro Cerezo de esta temática en la filosofía orteguiana, destacando los puntos tanto de convergencia como de divergencia con la interpretación fenomenológica que aquí proponemos. Finalmente, en el tercer apartado, concluiré exponiendo y reivindicando la lectura que de la obra de su maestro ofrece Manuel Granell —de ahí el título de mi ensayo—, quien nos invita a leer los escritos de Ortega tomando como punto de referencia, precisamente, la dimensión afectiva o ethológica, según la acuñación más técnica y elaborada que propone el filósofo ovetense siguiendo a su maestro.
1. La dimensión afectiva en la fenomenología de Ortega: una aproximación general
Aunque pueda parecer una obviedad, lo cierto es que el hecho mismo de ocuparnos de esta temática recurriendo a los textos de Ortega presupone ya una primera tesis básica, a saber, que el filósofo español se ocupó, en mayor o menor medida, de este tema. Es decir, que la afectividad es un tema orteguiano, una cuestión a la que nuestro filósofo le prestó alguna atención. Resulta conveniente tener una primera panorámica global de los textos y contextos en los que Ortega aborda esta temática, para, ya en un segundo momento, analizar con más concreción y precisión el rol que la afectividad juega en los distintos campos de su filosofía.
Del mismo modo, dentro de este segundo nivel de análisis, podemos distinguir y jerarquizar las distintas dimensiones de su filosofía, puesto que la relación entre ellas es dispar. Para Ortega, la filosofía primera tiene cuatro funciones básicas, a saber, una metodológica —dedicada a la configuración de un método adecuado al tema u objeto de estudio— para, conforme a ello, articular una epistemología, una ontología y una antropología filosófica. Estas cuatro funciones se co-determinan recíprocamente, por eso la relación de fundamentación entre ellas es circular: una depende directa y esencialmente de la otra. Así, estas cuatro disciplinas o funciones de la filosofía primera son las que, a su vez, determinan y fundamentan todas las demás, su ética, su estética, su política, su filosofía de la historia, etc., de ahí que la relación entre estas últimas y las primeras no sea circular, sino vertical y jerárquica. Son las primeras las que sientan las bases de las segundas, y no a la inversa. Estas distinciones son importantes para mostrar con toda claridad la tarea fundamental que juega la afectividad en la arquitectónica filosófica orteguiana. Es decir, si Ortega sostiene que la afectividad tiene un papel relevante, por ejemplo, en la ética y en la política, la justificación última de estas tesis hay que buscarla en las tesis —axiomáticas— de los niveles previos que conforman su filosofía primera, concretamente en su ontología y en su antropología filosófica. De ahí que para calibrar el alcance real de la dimensión afectiva en la filosofía orteguiana debamos centrarnos, fundamentalmente, en estos dos últimos campos, el ontológico y el antropológico.
Se trata, en lo que sigue, de ofrecer un panorama general del tema, pero no de un modo anárquico y arbitrario, sino procediendo, conforme a las distinciones trazadas, de un modo más o menos sistemático. Así, la idea central que pretendo mostrar en este primer apartado es que toda la filosofía orteguiana se funda, de una u otra manera, en las siguientes tesis, en cuya base está, como se podrá comprobar, la dimensión afectiva, tanto en el plano individual como colectivo:
Ahora bien, eso que vagamente llamamos temperamento íntimo y que nuestros antepasados denominaban la índole del sujeto, consiste meramente en una estructura de simpatías y antipatías nativas, de preferencias y posposiciones, de estimaciones y repulsiones. Más allá del plano en que se mueven nuestras ideas operan ocultas nuestras personales valoraciones. Cada uno de nosotros es, en definitiva y antes que nada, un sistema de valoraciones, un preferir ciertas cosas y posponer otras, un amar esto y odiar aquello. En mis lecciones universitarias suelo llamar a esta primaria actividad de nuestro espíritu “función estimativa”; ella es la raíz de la persona y de ella depende la función intelectiva y la volitiva y cuantas pueda distinguir la psicología en nuestra vida mental. Conviene, para entendernos, dar algún nombre específico a ese “carácter estimativo” y, por ello, siguiendo la noble tradición del pensamiento griego le llamaremos ethos. Cada persona, pues, está primariamente constituida por un ethos individual, un sistema peculiar de amores y odios, de preferencias y negligencias. A su vez, un pueblo, una época, se caracterizan en última instancia por un ethos determinado. El derecho, la ciencia, la economía, el arte, de un pueblo o de una época dependen de su ethos (Ortega y Gasset, 2004-2010, VII, p. 755).
Este fragmento procede de un borrador inédito de Ortega, titulado “Militares y clases mercantiles”, de 1926,2 publicado en 2007 en el tomo VII de sus Obras completas, y he decidido partir de él por dos motivos. En primer lugar, porque, de entre toda la obra de Ortega, es en este borrador de apenas cuatro páginas donde, por sorprendente que pueda resultar, más amplia y detalladamente aparece tratado el concepto de ethos, en el que, como hemos visto, quedaría acotada y definida la dimensión estimativa, anímica y afectiva en el tratamiento de nuestro filósofo.
El segundo escrito en el que Ortega elabora este concepto es un artículo publicado en 1926 en El Sol, titulado “Destinos diferentes” (Ortega y Gasset, 2004-2010, II, pp. 616-618). Por ello, puede resultar sorprendente, incluso paradójico, que se haya tomado este concepto, ya desde el temprano libro de José Luis L. Aranguren sobre La ética de Ortega (1958), como uno de los ejes centrales de la filosofía orteguiana, especialmente en su ética, cuando, en realidad, salvo en estos dos textos, el concepto desaparece prácticamente de su obra.3 La razón por la que Ortega no sigue empleándolo nos la ofrece él mismo en el citado artículo de El Sol, y es que resulta “demasiado académico para no ser desagradable”, por más que reconozca que “urge inculcarlo en el uso banal, porque, de una parte, no es fácil sustituirlo, y de otra, se refiere a cuestiones sobre [las] que cada día será forzoso hablar más” (Ortega y Gasset, 2004-2010, II, p. 616).
En todo caso, más allá de los rótulos, lo decisivo aquí es, como enfatizará Manuel Granell, que este concepto recoge una de las intuiciones nucleares de toda la filosofía orteguiana —la fundamental, incluso—, intuición que subyace a todos sus escritos, desde el principio hasta el final, y es que el fenómeno que en El tema de nuestro tiempo (1923) denominó sensibilidad vital se nos presenta, escribe allí Ortega, como “el fenómeno primario en historia y lo primero que habríamos de definir para comprender una época” (Ortega y Gasset, 2004-2010, III, p. 562). No es otra la tesis que acabamos de leer en el borrador de 1926, encapsulada en el concepto de ethos. Son muchos los rótulos que emplea Ortega para acotar, definir y expresar este fenómeno, pero la tesis básica es siempre la misma: la realidad humana, tanto en el plano individual como colectivo, se constituye primariamente de un modo afectivo, ethológico, estimativo, axiológico. Y la misma idea aparece idénticamente formulada en sus escritos tardíos, como, por ejemplo, en el curso de Introducción a Velázquez de 1947: “Cada hombre, cada pueblo, cada época es, antes que nada, un cierto sistema de preferencias, a cuyo servicio pone el resto de su ser. La vida es siempre un jugarse la vida al naipe de unos ciertos valores, y, por eso, toda vida tiene estilo —bueno o malo, personal o vulgar, creado originalmente o recibido del contorno” (Ortega y Gasset, 2004-2010, IX, p. 901). Así, la tesis básica que reconoce en la dimensión afectiva el fenómeno primario y esencialmente constitutivo de la realidad humana individual y colectiva permanece intacta hasta el final de su obra.
Nos interesa aquí, sin embargo, retroceder hacia los textos más tempranos, para mostrar cómo Ortega, ya en su etapa neokantiana, es decir, antes de 1913, fecha en la que asume la fenomenología como paradigma filosófico, pone en primer plano la dimensión pática como eje directriz de sus análisis filosóficos. Así, en un ensayo de 1911, titulado “Arte de este mundo y del otro”, leemos lo siguiente:
Sí; donde concluye el español con su sensibilidad ardiente para las llamadas cosas reales, para lo circunscripto, para lo concreto y material; donde concluye el hombre sin imaginación, empieza un hombre de ambiciones fugitivas, para quien la forma estática no existe, que busca lo expresivo, lo dinámico, lo aspirante, lo trascendente, lo infinito. Es el hombre gótico que vive de una atmósfera imaginaria.
He ahí los dos polos del hombre europeo, las dos formas extremas de la patética continental: el pathos materialista o del Sur, el pathos transcendental o del Norte.
Ahora bien: la salud es la liberación de todo pathos, la superación de todas las fórmulas inestables y excéntricas. Hace algún tiempo he hablado del pathos del Sur, he fustigado el énfasis del gesto español. Mal se me entendió si se me diputaba encarecedor del énfasis contrario, del pathos gótico (Ortega y Gasset, 2004-2010, I, pp. 435-436).4
Efectivamente, en marzo de ese mismo año 1911 publicó Ortega un artículo con el significativo título de “El páthos del sur” (Ortega y Gasset, 2004-2010, II, pp. 82-85). Puede rastrearse, pues, ya en estos primeros escritos, la intuición germinal que desplegará a lo largo de su obra posterior, en la que la dimensión pática, afectiva y estimativa jugará un papel fundamental. Vale la pena recordar este otro pasaje, de Meditaciones del Quijote (1914), para mostrar cómo allí encontramos ya un claro precedente del citado concepto de sensibilidad vital, uno de los ejes centrales, según señalamos, de El tema de nuestro tiempo:
Olvidamos que es, en definitiva, cada raza un ensayo de una nueva manera de vivir, de una nueva sensibilidad. Cuando la raza consigue desenvolver plenamente sus energías peculiares, el orbe se enriquece de un modo incalculable: la nueva sensibilidad suscita nuevos usos e instituciones, nueva arquitectura y nueva poesía, nuevas ciencias y nuevas aspiraciones, nuevos sentimientos y nueva religión. Por el contrario, cuando una raza fracasa, toda esta posible novedad y aumento quedan irremediablemente nonatos, porque la sensibilidad que los crea es intransferible. Un pueblo es un estilo de vida, y como tal, consiste en cierta modulación simple y diferencial que va organizando la materia en torno (Ortega y Gasset, 2004-2010, I, p. 792).
No es de extrañar, pues, que El tema de nuestro tiempo gire en torno a conceptos de esta índole, tales como el de temple (Ortega y Gasset, 2004-2010, III, 563), temperamento (Ortega y Gasset, 2004-2010, III, pp. 10, 14, 20, 22, 73, 79, 80, 93, 94) o altitud vital (Ortega y Gasset, 2004-2010, III, p. 564), por citar sólo algunos, y todos ellos destinados al análisis de los fenómenos afectivos que constituyen primariamente nuestra realidad histórica, tales como el de la “apatía, tan característico de nuestro tiempo” (Ortega y Gasset, 2004-2010, III, p. 566), escribe allí Ortega. Y entre ambos escritos encontramos todavía otro concepto muy relevante para el tema que nos ocupa, claro precedente también de la recién citada sensibilidad vital, que sería el de tesitura, considerando Ortega “de tanta importancia para la psicología este fenómeno de la propensión a una cierta clase de objetos y la ceguera o preterición nativa de otros que he intentado fijarlo terminológicamente y le he llamado tesitura” (Ortega y Gasset, 2004-2010, VII, p. 630).5 Esta última propuesta terminológica procede del ciclo de conferencias bonaerenses impartido en 1916 bajo el título de Introducción a los problemas actuales de la filosofía, donde el tema aparece formulado ya en estricto lenguaje fenomenológico:
En música denominan tesitura a la porción de la serie sonora que puede cantar una voz: hay la tesitura de tenor, la tesitura de soprano, etcétera. Pues del mismo modo tiene cada conciencia su tesitura de objetos, su particular repertorio de realidades o idealidades. Y como hay quien no puede dar el do de pecho hay quien no puede concebir los objetos matemáticos o filosóficos. Hay, asimismo, ciegos para lo experimental, ciegos para el arte o los valores éticos. Y tan absurdo como fuera que el ciego negara la existencia de colores porque él no los ve es que el artista niegue el puro objeto matemático porque él, propenso a la plástica imagen, es incapaz de percibirlo (Ortega y Gasset, 2004-2010, VII, p. 630).
No estamos, pues, tan alejados de los ensayos que, apoyándose en Husserl, están realizando actualmente algunos de los fenomenólogos más prominentes dedicados a la temática del “colorido de la vida” y al “resplandor de la afectividad” (Zirión, 2003, 2009, 2019), o a la investigación del “temple de ánimo y los horizontes de la vida corporal” (Quepons, 2014), ni tampoco de los que, desde una perspectiva heideggeriana,6 presenta Xolocotzi (2007) en obras como Subjetividad radical y comprensión afectiva, sólo por nombrar aquí a nuestros colegas mexicanos. Por ello, quienes nos dedicamos a estudiar la obra de Ortega desde una perspectiva fenomenológica, no podemos más que lamentar que el filósofo español, al declarar que abandona la fenomenología, haya quedado excluido de las bibliografías internacionales de quienes hoy se dedican a estos temas. Sin embargo, puede discutirse —y de hecho se discute; o, sencillamente, se ignora y se obvia— que el tratamiento que ofrece Ortega de todos estos temas sea realmente fenomenológico. Tal es el segundo motivo por el cual he comenzado citando el texto de 1926, puesto que allí, según vimos, el concepto de ethos aparece expresamente ligado a la ciencia estimativa que Ortega, apoyándose explícitamente en Husserl y Scheler, concibe como una axiología fenomenológica, ciencia a la que en 1918 atribuye nada más y nada menos que la siguiente tarea: “Ética y Filosofía del Derecho, Estética y en cierto modo la Sociología tendrán que reorganizarse partiendo de la Estimativa o ciencia general del valor” (Ortega y Gasset, 2004-2010, VII, p. 736). En otros trabajos he intentado mostrar las bases fenomenológicas de la ciencia estimativa propuesta por Ortega, así como el papel fundamental que ésta juega en el conjunto de su filosofía, especialmente en su ética, por lo que no es mi intención reiterar aquí los textos y los argumentos allí esgrimidos.7 Sin embargo, al igual que sucede con la axiología en la ética orteguiana, también la dimensión afectiva, desligada de la ciencia estimativa, pierde su verdadera base y justificación filosófica-fenomenológica. Todo lo que hemos dicho hasta aquí sobre el concepto de ethos —y sobre la afectividad en general— hunde sus raíces, en última instancia, en la siguiente tesis fenomenológica, sintetizada por Ortega como sigue en su ensayo de 1923 sobre la Estimativa:
La conciencia del valor es tan general y primitiva como la conciencia de objetos. Difícil es que ante cosa alguna nos limitemos a aprehender su constitución real, sus cualidades entitativas, sus causas, sus efectos. Junto a todo esto, junto a lo que una cosa es o no es, fue o puede ser, hallamos en ella un raro, sutil carácter en vista del cual nos parece valiosa o despreciable (Ortega y Gasset, 204-2010, III, p. 533).
Por ello, por más que podamos encontrar una remisión expresa a la dimensión afectiva en los escritos tempranos de su etapa neokantiana, todas estas intuiciones sólo cobrarán plena formulación y justificación filosófica en el marco del paradigma fenomenológico al que Ortega se adscribe expresamente a partir de 1913. Esta última tesis no procede aquí de nuestra interpretación, sino del propio filósofo español, tal y como reconoce clara y tajantemente en el citado ciclo de conferencias de 1916:
No vacilo ni un momento en afirmar que esta idea de la conciencia como acto intencional, como acto de referencia a objetos, sugerida según indiqué por Brentano e impuesta triunfalmente a la ciencia más reciente por Husserl, está llamada a volver de arriba abajo toda la psicología y de rechazo toda la filosofía contemporánea (Ortega y Gasset, 2004-2010, VII, p. 646).
No es, pues, ninguna arbitrariedad sostener que todo el tratamiento que nos ofrece Ortega de los fenómenos afectivos, como, por ejemplo, los desplegados en sus Estudios sobre el amor,8 se enmarcan en el paradigma fenomenológico, sino más bien todo lo contrario. Sin embargo, lo cierto es que esta aproximación sigue siendo minoritaria entre los intérpretes de Ortega, y sólo en las últimas décadas, gracias a los trabajos de San Martín, se ha ido tomando poco a poco en consideración. Para mostrar la importancia de la asunción de este cambio de paradigma, dedicaré el siguiente apartado a comentar algunos puntos tanto de convergencia como de divergencia entre la lectura fenomenológica que proponemos y la que tradicionalmente ha predominado en los estudios orteguianos, resultando todavía hoy la más extendida y comúnmente adoptada. Con el fin de exponer lo más clara y sintéticamente posible esta problemática, me centraré, por los motivos que aduciré a continuación, en un reciente ensayo de Pedro Cerezo.
2. “Páthos, éthos y lógos” según Pedro Cerezo: ¿una clave orteguiana?
Como es sabido, Pedro Cerezo es una de las grandes figuras del pensamiento español contemporáneo, cuyos trabajos sobre esta misma tradición suponen una de las más importantes contribuciones realizadas en esta materia. En este contexto se sitúan, entre otros muchos de sus trabajos, dos libros sobre Ortega que han marcado un antes y un después en los estudios orteguianos, sobre todo el primero, La voluntad de aventura (Cerezo, 1984) y José Ortega y Gasset y la razón práctica (Cerezo, 2011). De este último año data un largo ensayo titulado “Páthos, éthos, lógos (en homenaje a Antonio Rodríguez Huéscar)” publicado en Revista de Estudios Orteguianos, al que me voy a referir en lo que sigue para señalar algunos puntos tanto de convergencia como de divergencia entre dos de las distintas formas de leer a Ortega que se nos presentan hoy. Como se indica en nota al pie, este sustancioso ensayo está “basado en la conferencia inaugural pronunciada el 15 de noviembre de 2011 en el Congreso Internacional Ortega y Gasset. Nuevas lecturas. Nuevas perspectivas. A propósito de la nueva edición de sus Obras completas” (Cerezo, 2012, pp. 85-86). Se trata, por tanto, de un escrito de gran relevancia institucional y académica.
Así, según va indicando en el título mismo de su ensayo, y así nos lo recuerda expresamente al comienzo del mismo, Cerezo se apoyará en el libro de Rodríguez Huéscar, Éthos y lógos, editado y publicado póstumamente por José Lasaga en 1996, de modo que, “Tan sólo he añadido para completar la tríada constituyente el término ‘páthos’, y no por disentir de él, sino por asentir más radicalmente a su planteamiento” (Cerezo, 2012, p. 96).9
Este ensayo de Cerezo (2012) resulta doblemente interesante para nuestro tema porque, por un lado, como indica también al comienzo, “analiza la estructura circular de estas tres dimensiones de la vida —páthos, éthos, lógos—, en relación de im-plicación y mutualidad, a partir de la constitución ontológica de la indigencia, según Ortega y Gasset” (p. 85), y, por otro, ofrece un claro ejemplo del modo convencional de abordar la obra orteguiana que, siguiendo la estela de los grandes discípulos, como Marías o Rodríguez Huéscar, ha predominado hasta nuestros días. Así, en lo que a las convergencias se refiere, no podemos estar más de acuerdo con una de las tesis centrales que, leyendo el texto orteguiano, defiende Cerezo en este ensayo, sintetizada como sigue:
El sentimiento es la forma de nuestra apertura estimativa a la circunstancia, al mundo en derredor, el modo primario de estar-en realidad y de experimentar cómo nos va en ella. Sentir-se es conjuntamente sentir lo otro, esto es, padecer la realidad circundante en un determinado temple o disposición anímica (Stimmung), de distinta valencia afectivo/valorativa según los casos (Cerezo, 2012, p. 88).
Sin embargo, y aquí suele radicar siempre la divergencia fundamental entre ambas lecturas, pensamos que, para lograr su auténtica justificación filosófica, todas estas tesis exigen ser reconducidas a sus bases fenomenológicas. Dicho de otra manera, tomados en rigor, los conceptos que propone Cerezo para leer a Ortega, páthos, éthos, lógos, apenas encuentran elaboración técnica y precisa en los textos del filósofo español, y menos aún desligados de la axiología fenomenológica que plantea Ortega en su ciencia estimativa. Respecto al primero, lo cierto es que el concepto de páthos aparece tan solo una veintena de veces en toda la obra de Ortega, casi todas ellas en los dos textos citados de 1911, y después desaparece prácticamente de su acervo filosófico.10 No hay, pues, en su obra, ni tampoco en la de Rodríguez Huéscar, como señala el propio Cerezo, una elaboración expresa, y no digamos ya técnica y precisa, de tal concepto. Por ello, aunque pueda resultar interesante el recurso a tales nociones para explicar, como expone Cerezo, las “dimensiones o funciones heterogéneas, que se encuentran entrelazadas necesariamente en una relación de ‘mutualidad’, por utilizar su expresión [de Rodríguez Huéscar], formando lo que podríamos llamar la estructura pato-eto-lógica de la vida” (Cerezo, 2012, p. 86), lo cierto es que la definición que ofrece de cada una de ellas, al hilo de su intrínseca relación y contraposición, nos resulta más bien poco definida y no del todo clarificadora:
La mutualidad misma de su co-pertenencia en la vida salva a cada función de su hipertrofia y aberración. El páthos es ciego sin lógos e incontinente sin éthos. El lógos, a su vez, sin páthos, es exangüe en su abstracción, e impotente sin éthos. Y en cuanto al éthos, si no tiene páthos, se extravía en el puro deber abstracto y sin lógos en el puro esfuerzo insensato (Cerezo, 2012, p. 86, nota 2).
Aunque Cerezo no lo cita en su trabajo, resulta prácticamente imposible no acordarnos aquí del primer ensayo sistemático que Ortega proporciona de su antropología filosófica, “Vitalidad, alma, espíritu” (1925), donde leemos lo siguiente:
En efecto: entre la vitalidad, que es, en cierto modo, subconsciente, oscura y latente, que se extiende al fondo de nuestra persona como un paisaje al fondo del cuadro, y el espíritu, que vive sus actos instantáneos de pensar y querer, hay un ámbito intermedio más claro que la vitalidad, menos iluminado que el espíritu y que tiene un extraño carácter atmosférico. Es la región de los sentimientos y emociones, de los deseos, de los impulsos y apetitos: lo que vamos a llamar, en sentido estricto, alma (Ortega y Gasset, 2004-2010, II, p. 576).
No sé hasta qué punto podría establecerse una equivalencia entre estas tres categorías o dimensiones, páthos, éthos, lógos y vitalidad, alma, espíritu, pero lo cierto es que, si de interpretar el texto orteguiano se trata, parece que serían más bien estas últimas, y no tanto las primeras, las que realmente se ajustan a su esquema filosófico. Y no sólo por la escasa presencia que estos conceptos —páthos y éthos— tienen en su obra, sino porque es justamente este esquema tripartito de vitalidad, alma, espíritu —definidos exactamente como hemos leído— con el que Ortega operará hasta el final de sus días, de ahí que en el curso sobre El hombre y la gente de 1949-1950 nos remita nuevamente a este ensayo de 1925, así como al publicado ese mismo año “Sobre la expresión, fenómeno cósmico”, donde se ocupa de esta misma cuestión, y, “aunque escritos hace mucho, creo aún vigentes” (Ortega y Gasset, 2004-2010, X, p. 215), dice el filósofo español en el citado curso.
En lo que al tema que nos ocupa se refiere, tal y como atestiguan los propios textos de nuestro filósofo, el estudio de la dimensión afectiva, de “la región de los sentimientos y emociones, de los deseos, de los impulsos y apetitos”, según hemos leído en el pasaje anterior, nos remite en la obra orteguiana a la dimensión anímica, entendida, no ya como páthos, sino como éthos, por seguir con la distinción de Cerezo. Ahora bien, como vimos más arriba, este último concepto aparece tardíamente en la obra de Ortega, en 1926, en el marco de la ciencia estimativa que comenzó a desarrollar en 1916, de ahí que el recurso al concepto de éthos, desprovisto de sus bases fenomenológicas, esto es, al margen de la reforma de toda la filosofía contemporánea que, según Ortega, implicaba la “idea de la conciencia como acto intencional, como acto de referencia a objetos” (Ortega y Gasset, 2004-2010, VII, p. 646), hace que tales conceptos, tanto el de éthos como el de páthos, en la formulación que propone Cerezo, aparezcan desligados de sus bases filosóficas y, en última instancia, del método que nos proporciona su legitimidad teórica. Y este método, al menos en la filosofía orteguiana, no es otro que el fenomenológico, es decir, el que “de las intenciones, conceptos o palabras va a las cosas mismas que son dadas en la intuición”, según sostiene en su Discurso de 1918 (Ortega y Gasset, 2004-2010, VII, p. 717).
En vista de lo anterior, constatamos que la divergencia central respecto a la lectura de Cerezo no es otra que la que nos hace distanciarnos en este punto de la interpretación defendida por el propio Rodríguez Huéscar (1982), para quien “el tramo final del idealismo estaba representado por Husserl y su fenomenología”, viendo en ella su último “canto de cisne”, según sostenía en su libro La innovación metafísica de Ortega (p. 77).11 Así, en esta misma línea, comentando la siguiente frase de Ortega, “La vida es para sí porque es por su propio esfuerzo, es lo que de sí haga” (Ortega y Gasset, 2004-2010, VIII, p. 199), Cerezo (2012) escribe lo siguiente:
Su darse cuenta, su reflexividad es, pues, activa o ejecutiva, en tanto que ejerce su acto de ser en la circunstancia. Este elemento equívoco, la circunstancia, es insoslayable, en contra de la ilusión de todo idealismo de reducirlo a mero objeto de conciencia; se impone de por sí. Por eso la vida no es, no puede ser, primariamente conciencia ponente, sino experiencia dramática de esta im-posición. Como precisa Ortega frente a Husserl (p. 92).
Cerezo está comentando aquí un texto bien conocido entre los intérpretes de Ortega, el “Prólogo para alemanes” de 1934 para El tema de nuestro tiempo, en el cual se apoyó también Julián Marías (1957) en su temprano escrito titulado “Conciencia y realidad ejecutiva. La primera superación orteguiana de la fenomenología” para exponer asertivamente esta misma crítica a la fenomenología. Allí, efectivamente, Ortega sostiene lo siguiente:
Este fue el camino que me llevó a la Idea de la Vida como realidad radical. Lo decisivo en él —la interpretación de la fenomenología en sentido opuesto al idealismo, la evasión de la cárcel que ha sido el concepto de “conciencia” y su sustitución por el de simple coexistencia de “sujeto” y “objeto”, la imagen de los dii consentes, etcétera— fue expuesto en una lección titulada “Las tres grandes metáforas”, dada en Buenos Aires en 1916 y publicada en extracto por los periódicos y revistas argentinas (Ortega y Gasset, 2004-2010, IX, p. 160).
Lo paradójico, y este es, como nos muestra San Martín (1998, 2015), uno de los detalles clave que omiten ambos discípulos de Ortega —y, al parecer, también Cerezo—, que esta crítica retrospectiva no se compadece con las tesis fenomenológicas que el filósofo español expresamente asumía y con las que, en coherencia, operaba en todos sus escritos. Y es que, sin ir más lejos, recordemos que es precisamente en esas conferencias bonaerenses de 1916 donde Ortega asume plenamente la reforma radical de la filosofía que supondría la idea de la conciencia como acto intencional instaurada por la fenomenología de Husserl. Tenemos, por tanto, que considerar, por un lado, las críticas y declaraciones explícitas de Ortega contra la fenomenología y, por otro, analizar con precisión las tesis y los conceptos que de facto operan en su filosofía. Y esto, por supuesto, sin perder de vista que la crítica y el “abandono” de Ortega se refiere, como acabamos de leer, a una determinada concepción de ésta, no al paradigma fenomenológico mismo, de ahí que el filósofo español, a pesar de todo, reconozca que asume este paradigma, pero adoptando una “interpretación de la fenomenología en sentido opuesto al idealismo”, según hemos leído.
En el caso que nos ocupa, se trataría, sencillamente, de atender la distinción básica entre conciencia directa y conciencia reflexiva, distinción que, como arguye San Martín (2013) en otro ensayo, nos permite vislumbrar en qué sentido preciso habría que entender “La vida radical como conciencia trascendental”. La idea central de Ortega, y en la que se basa su crítica a Husserl, es que la vida humana, antes que reflexión, es acción; antes que conciencia reflexiva, es conciencia directa, “coexistencia de sujeto y objeto”. Pero esta es, justamente, la tesis básica de Husserl, por eso, como sostiene San Martín, la noción orteguiana de vida radical no es sino otro nombre para la misma idea husserliana de conciencia trascendental. Por ello, aunque Ortega no emplee el término trascendental —pues ya sabemos los prejuicios y malentendidos que el término arrastra incluso en nuestros días—, lo realmente decisivo es que de facto está operando con este esquema fenomenológico, como él mismo reconoce expresamente en sus conferencias de 1916, a las que nos remite en el citado “Prólogo para alemanes” de 1934. Y es que, si Ortega realmente prescindiera de la noción de conciencia, si hubiese abandonado esa cárcel, ¿cómo podría sostener —sin caer en irresolubles contradicciones— las siguientes tesis, expuestas con toda nitidez en uno de sus últimos escritos, “El fondo social del management europeo” (1954)?
Sólo merece estrictamente el nombre de acción humana una acción que tiene estos atributos, a saber: 1.º, que su proyecto se origine en nuestra persona; 2.º, que, por tanto, eso que vamos a hacer sea para nosotros inteligible; y, 3.º, que su ejecución proceda originariamente de nuestra libre voluntad (Ortega y Gasset, 2004-2010, X, pp. 446-447).
No parece, pues, que la noción de conciencia, en tanto que condición de posibilidad de toda vida sabida, autoconsciente e inteligible, de ahí su carácter trascendental, haya sido aquí abandonada, sino que, más bien, resulta ser la misma conciencia trascendental husserliana que nos permite, como quiere Ortega, reconducirnos a la “Idea de la Vida como realidad radical” entendida como “coexistencia de sujeto y objeto”. Por ello, si aniquilásemos esta conciencia trascendental, apellídese así o no, la ejecución de acciones humanas, tal y como acaban de ser definidas por Ortega, resultaría, sencillamente, imposible. Tal es la razón por la cual, más allá de las declaraciones de nuestro filósofo en una u otra dirección, se torna necesario reconducir todos estos conceptos, tales como el de páthos, éthos, lógos, a sus bases fenomenológicas.
Así, lo que nos muestra este breve comentario del ensayo de Cerezo, magnífico y muy recomendable por lo demás, es que, por más que compartamos las tesis generales de fondo, tal y como he comenzado señalando, lo cierto es que estamos ante dos formas radicalmente distintas de leer el texto orteguiano. Y no se trata de una cuestión menor, pues, ciertamente, la lectura que nos propone Cerezo, siguiendo en este caso a Rodríguez Huéscar, difícilmente tendría cabida en este número monográfico dedicado al giro afectivo de la fenomenología, a la que considera una filosofía superada. Sin embargo, la tesis que aquí sostenemos, apoyándonos en otro discípulo de Ortega, el ovetense Manuel Granell, es justamente la contraria. Veámoslo en el siguiente apartado.
3. La intencionalidad afectiva según Manuel Granell: una clave orteguiana
Como hemos intentado mostrar en otro trabajo,12 Manuel Granell, el discípulo exiliado en Venezuela a partir de 1950, rompe en este punto crucial con la “interpretación oficial” que desvincula a Ortega de la tradición fenomenológica, invitándonos a leer los escritos de su maestro desde la perspectiva inaugurada por Brentano. Aunque nos hemos ocupado de él en el citado trabajo, dedicándole allí algunas páginas y poniéndolo en relación con la fenomenología de Husserl, quiero aprovechar esta ocasión para incitar una vez más a la lectura del amplio estudio introductorio —de casi cincuenta páginas— que el filósofo ovetense antepuso a la edición de El tema de nuestro tiempo publicado en 1987, ya que, hasta donde he podido comprobar, ha pasado desapercibido a los intérpretes de Ortega. Hay, al menos, dos motivos que podrían explicar este hecho. El primero es que, como también sucede, todavía hoy, con otros discípulos de Ortega —pensemos en los ensayos de Fernando Vela (1934) 13 reunidos en su libro El futuro imperfecto o los del propio Rodríguez Huéscar—, la obra de Granell apenas ha tenido difusión en el ámbito filosófico hispanohablante, por lo que sigue siendo prácticamente desconocida, a pesar de habernos legado libros tan impresionantes como La vecindad humana. Fundamentación de la Ethología (1969). Para remediar esta situación, la Fundación que lleva su nombre, bajo la dirección de su hija, doña Elena Granell, digitalizó sus Obras en 2008,14 pero, por avatares editoriales, el prólogo de 1987 no fue incluido, de modo que sólo circula en la citada edición de bolsillo de El tema de nuestro tiempo. A este primer motivo podríamos añadir un segundo, y es que, como constaremos enseguida, la aproximación que propone Granell rompe de raíz con los malentendidos y prejuicios que su propio maestro asumió a partir de los años treinta sobre la noción fenomenológica de conciencia, de ahí que adoptara la noción de intencionalidad afectiva como hilo conductor para interpretar los textos orteguianos. Así, como puede constatarse al leer este prólogo de 1987, sin grandes aspavientos, sin rastro de crítica alguna a sus colegas de la Escuela de Madrid, Granell muestra un camino que gracias a los posteriores trabajos de San Martín hemos podido comenzar a recorrer. No es de extrañar, pues, que este prólogo no haya tenido una gran difusión y repercusión en los estudios orteguianos. Por ello y, sobre todo, por su brillantez y su precisión conceptual, merece la pena citar por extenso una vez más el siguiente fragmento, para que el lector compruebe por sí mismo a qué nos estamos refiriendo exactamente:
El racionalista desdeñaba lo corpóreo, y en consecuencia ignoró la “sensación radical ante la vida”, que Ortega realza como “fenómeno primario en historia”. Es que partía de un peligroso error psicológico, justo por la parte de verdad involucrada, consistente en reducir la sensibilidad al interno alentar. Clausurada en sí misma, la sensibilidad quedó discriminada hasta que Brentano supo definir todos los fenómenos psíquicos por la intencionalidad (de intentio, a su vez de tendere, ‘tender a’). La actividad intelectual y la volitiva son muy claramente intencionales, tienden-a, se refieren-a. Por ellas está la conciencia abierta al mundo. Y comunica a los otros su pensar, su querer. Lo afectivo, al contrario, parecía recluirse. Es que, en verdad, quien siente se recluye, vive un estado de ánimo, permanece en lo subjetivo. Los sentimientos son inseparables de su acto consciente. Pero esta verdad del sentir no excluye la de su otra cara. Los fenómenos afectivos también son intencionales: no hay amor sin objeto amado. Lo que ocurre es que el sentir amoroso no sólo tiende a su término, sino que retorna para su íntimo goce. El acto intelectual objetiva y permanece neutral. Su intencionalidad es objetivadora. Los sentimientos dan un paso más: se “refieren-a” los objetos para vivirlos, sentirlos, valorarlos. Obsérvese que sin tal retorno, la conciencia sólo sería un espejo del ahí. Gracias, precisamente, al subjetivar y a la íntima reacción ante lo subjetivado, no estamos inermes ante el mundo. Un ejemplo máximo de esa entrañable reacción es el valorar, el estimar valores. Pero, en rigor, todos los actos de conciencia, intelectuales o volitivos, se producen desde la oscura decisión del sentir. Claro que en el sentir cabe distinguir cuatro capas, correspondientes a cuerpo, intracuerpo, psique y espíritu. La conciencia así está abierta al mundo; pero éste, a su vez, en entrega al sentir del hombre (Granell, 1987, pp. 33-34).15
Esta aproximación fenomenológica es justamente la que reivindicamos aquí para abordar temáticas tales como la axiología o la afectividad en la obra de Ortega, cuyos escritos, leídos desde esta perspectiva, quizás resulten de algún interés para los fenomenólogos contemporáneos dedicados a estas cuestiones —sobre todo en nuestra lengua. Así, para seguir concediéndole la palabra al propio Ortega, para que sean los textos mismos quienes se dirijan al lector, no me resisto a citar este último pasaje, extraído de los referidos Estudios sobre el amor, en el que, una vez más, a raíz del análisis de este fenómeno, nos remite a la dimensión afectiva como aquella que, de un modo primario y radical, constituye nuestro personal e intransferiblemente “sabor del mundo”, nuestro peculiarísimo “colorido de la vida”:
Probablemente, no hay más que otra cosa aún más íntima que el amor: la que pudiera llamarse “sentimiento metafísico”, o sea, la impresión radical, última, básica, que tenemos del Universo. Sirve ésta de fondo y soporte al resto de nuestras actividades, cualesquiera que ellas sean. Nadie vive sin ella, aunque no todos la tienen dentro de sí subrayada con la misma claridad. Contiene nuestra actitud primaria y decisiva ante la realidad total, el sabor que el mundo y la vida tienen para nosotros. El resto de nuestros sentires, pensares, quereres, se mueve ya sobre esa actitud primaria y va montado en ella, coloreado por ella. Precisamente, el cariz de nuestros amores es uno de los síntomas más próximos de esa primigenia sensación. Por medio de él nos es dado sospechar a qué o en qué tiene puesta su vida el prójimo. Y esto es lo que interesa más averiguar: no anécdotas de su existencia, sino la carta a que juega su vida. Todos nos damos alguna cuenta de que en zonas de nuestro ser más profundas que aquéllas donde la voluntad actúa está ya decidido a qué tipo de vida quedamos adscritos (Ortega y Gasset, 2004-2010, V, p. 503).
Todas estas tesis, fundadas en la que funge como axioma fenomenológico de todas ellas —“la función de estimar y desestimar es el más profundo y radical estado de la conciencia individual y colectiva” (Ortega y Gasset, 2004-2010, VII, p. 731, nota 3)—16 son las que nos hacen sostener que la filosofía de Ortega, además de adscribirse plenamente al movimiento fenomenológico, nos brinda una de las contribuciones más lúcidas, sugestivas e interesantes que ha dado el siglo XX en lo que al estudio de la dimensión afectiva de la vida humana se refiere.
4. A modo de conclusión: hacia la función ético-práctica de la fenomenología (una vez más)
Quisiera concluir este ensayo con una breve reflexión, suscitada a raíz del tema que nos ocupa, pero que atañe, en realidad, a toda la filosofía orteguiana. Como hemos visto a propósito del ensayo de Cerezo, la idea generalizada entre los estudiosos de Ortega, desde sus más directos discípulos hasta los más reputados especialistas, es que su filosofía rechaza, abandona o supera el paradigma fenomenológico. Esta consideración no tendría mayor relevancia ni repercusión filosófica si los fenomenólogos contemporáneos lo hubiesen reconocido como uno de los suyos; de mayor o menor interés, pero fenomenólogo. Sin embargo, como esto último tampoco ha sucedido, se da la desafortunada circunstancia de que, en no pocas ocasiones, su obra queda, si se me permite la expresión, “en tierra de nadie”; es decir, en el destierro filosófico.
Por la parte que aquí nos toca, siempre habrá quien considere que Ortega no es un estricto fenomenólogo, puesto que no encontramos en sus escritos análisis precisos y concienzudos de fenómenos tales como la conciencian interna del tiempo, la constitución pasiva de la experiencia o la intersubjetividad trascendental, temas, todos ellos, definitoriamente fenomenológicos. Sin embargo, creo que esta consideración resultaría tan parcial y sesgada como afirmar que Husserl desatiende la dimensión histórica y social porque no encontramos en su obra nada parecido a El tema de nuestro tiempo o La rebelión de las masas, por citar sólo dos de los más emblemáticos escritos orteguianos. Ante esta crítica fácil a la fenomenología, siempre me parece oportuno recordar lo que dice Ludwig Landgrebe ([1974] 1982) al final de su ensayo sobre “El problema de la constitución pasiva” a saber, que esta cuestión resulta crucial para comprender la génesis y el desarrollo del sujeto “en tanto que sujeto de una absoluta responsabilidad” y que, por tanto, “la teoría husserliana de la constitución es la base de una filosofía de la absoluta responsabilidad” (Landgrebe, 1982, p. 87).17 Es decir, que todos estos análisis responden a una profunda preocupación ética y, en última instancia, sociohistórica. En este sentido, nuestra tesis es que los escritos orteguianos podrían —y deberían— quedar respaldados y completados por los análisis fenomenológicos husserlianos, hasta desembocar, como nos permite hoy el tomo XLII de Husserliana, en los Grenzprobleme der Phänomenologie, en los problemas límite del inconsciente, del instinto y de la vida animal. Como nos recuerdan Rochus Sowa y Thomas Vongehr (2014, pp. XIX-XX) en su introducción a este mismo volumen, Husserl distingue allí diferentes grupos y niveles de análisis fenomenológicos, concebidos sistemáticamente como una “filosofía desde abajo” [als Philosophie von unten], de modo que, partiendo de ellos, “desde abajo”, podamos avanzar —siempre sistemáticamente— hacia los “problemas más altos y últimos” [höchste und letzte Fragen], hacia las “preguntas metafísicas” [metaphysische Fragen], hacia, en definitiva, las preguntas propias de la ética y del sentido de la existencia.
Pues bien, en la primera dirección, “hacia abajo” [nach unten], el nivel y la profundidad de los análisis husserlianos resultan difícilmente igualables, no sólo por Ortega, sino por cualquier filósofo pretérito o presente. Ahora bien, como atestiguan los propios textos recogidos en este mismo tomo XLII, todo ello apunta, en última instancia, hacia arriba [nach oven], hacia los problemas éticos, metafísicos y antropológicos. En esta otra dirección, quien pondrá el nivel a la altura más alta será Ortega, avanzando, incluso, las tesis centrales que defenderá posteriormente Husserl a partir de los años veinte, tras su llegada a Friburgo en 1916. Recuérdese, por ejemplo, la autocrítica retrospectiva que de su ética temprana nos ofrece Husserl en los manuscritos de trabajo de esos mismos años, donde aparecen reivindicadas expresamente, entre otras, las nociones de vocación y deber personal como ejes centrales de toda ética:
¿Debe la madre realizar tales consideraciones acerca del bien práctico supremo y solo entonces reflexionar? Toda esta ética del bien práctico supremo, tal como fue derivada por Brentano y aceptada por mí en sus rasgos esenciales, no puede ser la última palabra. ¡Requiere esencialmente de delimitaciones! Vocación y vocación interna no llegan aquí a hacer valer sus derechos. Hay un incondicionado “tienes que y debes” que se dirige a la persona y que aquel que experimenta esta afección absoluta no está sujeto a una fundamentación racional y que en la vinculación legal no depende de ella. Ésta antecede a toda disputa racional, incluso allí donde es posible.18
Tal es la tesis central de la ética orteguiana que, apoyada en su fenomenología de la afectividad, aparece una y otra vez en todos sus escritos, desde el primero hasta el último. Así aparece expresada ya, por ejemplo, en su ensayo “Estética en el tranvía” (1916):
Amor me mueve, que me hace hablar… Amor a la multiplicidad de la vida, que a veces los mejores, contra su voluntad, han contribuido a empequeñecer. Porque de la misma manera que hicieron los griegos del ser lo único y de la belleza una norma o modelo general, va a encontrar Kant la bondad, la perfección moral en un imperativo genérico y abstracto. No, no; el deber no es único y genérico. Cada cual traemos el nuestro inalienable y exclusivo (Ortega y Gasset, 2004-2010, II, p. 81).19
Y la misma idea, en torno a la noción de vocación, puede leerse, por ejemplo, en uno de sus más célebres escritos sobre el tema, “Pidiendo un Goethe desde dentro” (1932):
Si por vocación no se entendiese sólo, como es sólito, una forma genérica de la ocupación profesional y del curriculum civil, sino que significase un programa íntegro e individual de existencia, sería lo más claro decir que nuestro yo es nuestra vocación. Pues bien, podemos ser más o menos fieles a nuestra vocación y, consecuentemente, nuestra vida más o menos auténtica (Ortega y Gasset, 2004-2010, V, p. 126).
En este otro sentido, nach oben, hacia las Figuras de la vida buena, para decirlo con el ya clásico estudio de José Lasaga (2006), la obra de Ortega en general, y sus análisis de la dimensión afectiva de la vida humana en particular, tanto en el plano individual como colectivo, nos ofrece una de las contribuciones más interesantes y actuales que ha producido la tradición fenomenológica en el pasado siglo. Por ello, creo que la reciente publicación del tomo XLIII de Husserliana sobre los Estudios acerca de la estructura de la conciencia, de cuyos manuscritos dedicados allí a la vida afectiva y a la constitución del valor nos ha ofrecido recientemente Antonio Zirión (2020) una magnífica síntesis, pueden encontrar un buen complemento en los escritos de Ortega sobre estas mismas temáticas, leídos en camino de ida y vuelta, en fructífero diálogo filosófico. Así lo creemos al menos quienes pensamos, con el propio Husserl, que todo el sentido de la fenomenología reside, en última instancia, en su función ético-práctica, de ahí que todos los análisis minuciosísimos desplegados en sus manuscritos de trabajo, lejos de contrariar las tesis orteguianas, vengan, más bien, a sustentar con todo el rigor de la ciencia fenomenológica las ideas que el filósofo español sostenía ya en 1915, tales como la siguiente: “No hay enfermedad espiritual más honda que esa falta de jerarquía en los valores afectivos con que respondemos a las cosas. No hay perversión más repugnante, porque no la hay en que lo pervertido sea más interno, más inseparable de la personalidad” (Ortega y Gasset, 2004-2010, I, p. 891). En qué tesis y puntos concretos entroncan y divergen las propuestas teóricas de ambos fenomenólogos es tema ya de otro ensayo, tarea apasionante que exige hoy un tratamiento “a la altura de los tiempos”, para decirlo con la expresión orteguiana. Si el presente ensayo sirviera al menos para ofrecer una panorámica general del tema de la afectividad en la obra de Ortega y despertara algún interés entre los fenomenólogos contemporáneos por el filósofo que prematuramente —allá por 1913— se esforzó por verter la fenomenología a nuestra lengua y tradición hispanohablante, mi objetivo habrá sido felizmente cumplido.