Uno de los temas más relevantes en la obra de Maquiavelo es el de la guerra; ya que este problema lo trató particularmente en Del arte de la guerra, y, además, en El príncipe y los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, donde hay capítulos exclusivos y fundamentales que dedica al tema. Cualquier lector puede percatarse, fácilmente, de que no sólo destina los capítulos XII, XIII y XIV de El príncipe al arte de la guerra, sino que, en conjunto, uno de los propósitos explícitos y sustanciales de este famoso opúsculo es recomendar a los príncipes que hagan de la guerra uno de los objetos más importantes de sus reflexiones y actividades.
Asimismo, la Historia de Florencia que escribió por encargo del papa Clemente VII -uno de los miembros más prominentes de la estirpe de los Medici- contiene reveladoras reflexiones sobre el arte de la guerra; incluso La causa de la Ordenanza militar y la Provisión de la Ordenanza, dos textos menores que Maquiavelo escribió siendo secretario de la República de Florencia, están dedicados al mismo tema, y aun cuando tienen un carácter oficial, son fundamentales para valorar y comprender su pensamiento al respecto.
El gran interés de Maquiavelo en la guerra no es casual, sus contemporáneos italianos compartieron fervientemente la misma inquietud, por ejemplo, Baltasar de Castiglione afirmaba en El cortesano que una de las aptitudes más importantes debía ser la de las armas. Artistas emblemáticos del Renacimiento como Leonardo da Vinci, Miguel Ángel, Filipeo Brunelleschi, o Paolo Ucello no sólo dedicaron algunas de sus obras a temas bélicos, sino que también tuvieron contacto con esta actividad, sirviendo como ingenieros militares, secretarios o asesores. Algunos de ellos llegaron incluso más lejos, en una etapa de su vida, Leonardo acompañó, en calidad de ingeniero militar, a César Borgia en su campaña de la Romaña en 1502; o las hazañas casi épicas que Benvenuto Cellini narra en su autobiografía cuando describe cómo sirvió de artillero en la defensa del castillo de Sant Angelo durante El saco de Roma de 1527; o los conocimientos de ingeniería militar que el alemán, Alberto Durero, vertió en su Tratado de arquitectura y urbanismo militar, el cual apareció ese mismo año.
Los italianos de las primeras décadas del siglo XVI estaban experimentando en carne propia los rigores y las consecuencias de la guerra. Con la incursión del rey francés Carlos VIII en 1494, iniciaron las llamadas guerras italianas, cuyas consecuencias más definitorias fueron que a raíz de ellas la mayor parte de los Estados italianos perdieron su independencia; a partir de este suceso las potencias europeas, principalmente España y Francia, se repartieron porciones importantes de su territorio.
Maquiavelo, además de ser espectador de esta debacle, servía como secretario en la República de Florencia; dentro de sus funciones se encontraban importantes misiones diplomáticas y tareas de organización militar, por lo que el arte de la guerra se convirtió en una de sus competencias profesionales. Sin embargo, tenía otro poderoso motivo para interesarse en la guerra, pues siendo admirador de las instituciones políticas y de las glorias del Imperio romano, entre las que guardaba un sitio especial su organización militar y su ejército, veía con frustración la impotencia militar en la que se encontraba sumida Italia y cómo era sometida por los pueblos que en otra época los romanos consideraban bárbaros. Así, animado por el espíritu renacentista, estaba convencido de que el estudio e imitación de las antiguas instituciones y prácticas militares de los romanos darían la solución a los problemas de su tiempo.
Sin embargo, aunque muchos contemporáneos de Maquiavelo compartían esta preocupación e interés por la guerra, no podría decirse que fuese una actitud generalizada en la cultura europea de la época del Renacimiento. Por ejemplo, Erasmo de Rotterdam, quien fue uno de los pensadores más relevantes de este periodo y reune los valores y tendencias del Renacimiento con los de la Reforma, dedicó muchos de sus escritos a combatir este espíritu militar y belicista. Con el título de uno de sus adagios, La guerra atrae a quienes no la han vivido, parecía desarmar todas las ideas de gloria, valor y honor que se asociaban con ésta. Incluso, con su célebre discurso Querella de la paz descalificaba de manera enfática este ánimo belicoso y denunciaba no sólo la falta de razón que hay en ella, sino la distancia enorme que hay entre la religión cristiana y ésta.
También es cierto que Erasmo se distanció de toda una tradición teológica que venía desde san Agustín, pasó por santo Tomás y desembocó en su contemporáneo Francisco de Vitoria, que no sólo aceptaba la compatibilidad entre la religión de los cristianos y la práctica de la guerra, sino que también fue el eje principal de toda una reflexión y discusión en torno a la legitimidad de la guerra, es decir, al análisis y enjuiciamiento de las razones, que podían conducir a su calificación o descalificación; a etiquetarla como guerra justa o injusta.1
San Agustín, quien se apartó del pacifismo original de los cristianos, admitió la práctica de la guerra de sus fieles, pero invirtiendo el orden impuesto por los romanos, pues le dio entrada siempre y cuando ésta y sus motivaciones estuvieran sometidas en primer orden a la Iglesia y no al Estado. Así, cuando condicionó la calificación de guerras justas sólo a las que cumplieran dos condiciones: que persiguieran una causa justa y que fueran declaradas por una autoridad legítima, ambas pasaban por el filtro del cristianismo. Aunque en los siglos posteriores sus exigencias se convirtieron prácticamente en letra muerta para los estados cristianos, sentó el presente de toda la tradición cristiana que admitió la práctica de la guerra.
Asimismo, dentro de esta tradición no sólo se dio paso al examen e interpretación de los motivos y razones de una guerra, sino también a la forma de practicarla. No sólo se limitaba al análisis del ius ad bellum, el derecho a la guerra, sino también el ius in bello, el derecho en la guerra, vertiente de la cual abrevaron una gran cantidad de prácticas e instituciones de los libros de caballería y los primeros esbozos de la sociedad cortesana.
La tradición del pensamiento medieval y renacentista otorgaba una consideración muy especial al tema de la guerra, por lo que las motivaciones del interés de Maquiavelo en ella se multiplicaban, además de haber constituido una de sus principales funciones en los tiempos en que sirvió como funcionario en la República de Florencia. Por ello, es perfectamente comprensible que los historiadores, académicos y críticos contemporáneos del secretario florentino presten gran atención a sus ideas sobre el tema. De este modo, hay una abundante bibliografía que estudia diferentes aspectos del pensamiento militar de Maquiavelo y que versa sobre aspectos tan específicos como: las tropas mercenarias, los condotieros, la milicia, la caballería, las fortificaciones, la artillería, etcétera. No obstante, probablemente no se le ha prestado suficiente atención, o no se le ha dado la dirección adecuada, al análisis de las ideas generales de Maquiavelo sobre la guerra, a lo que se le podría llamar su teoría de la guerra. Ante un pensamiento tan relevante y atinente como el suyo, podrían plantearse preguntas tan pertinentes como: ¿qué significa la guerra para Maquiavelo, sus causas y sus fines?, ¿qué relación hay entre la política y la guerra?, ¿qué tanto de moderno, medieval o antiguo hay en sus planteamientos?
Al tratarse de un autor cuyas ideas políticas son fundamentales en el mundo moderno, vale la pena tratar de responder a estas interrogantes, lo cual es el objetivo de este artículo. Para exponer de una manera clara y detallada lo que considero que podría llamarse: la teoría de guerra de Maquiavelo, propongo nueve tesis que la detallan y desglosan puntualmente.
El uso de las armas por parte del Estado es algo natural y necesario, dentro y fuera del territorio
Para Maquiavelo, el uso de las armas en una sociedad políticamente organizada es natural, independientemente de cuál sea su forma de gobierno, república o principado. Desde su perspectiva, cualquier relación de mando y obediencia entre hombres o cualquier relación política, implica la necesidad de recurrir a las armas. Así, es necesario que los Estados cuenten con un brazo armado que actúe tanto dentro como fuera de su territorio: dentro, para asegurar que sus súbditos cumplan sus mandatos, es decir, un aparato policiaco y de seguridad pública; fuera, para garantizar que los otros Estados respeten su integridad e independencia, es decir, un ejército regular.
Maquiavelo no fue el único humanista destacado del Renacimiento que asumió la naturalidad del uso de las armas en una sociedad políticamente organizada. Leonardo Bruni, antes que él, y Donato Giannotti, poco después, plantearon con el mismo interés y énfasis la necesidad y naturalidad del uso de las armas por parte del Estado. Incluso, ambos coincidieron en la conveniencia e importancia de que Florencia contara con una milicia, una idea que Maquiavelo convirtió en reclamo reiterado y que identifica en buena medida su pensamiento en esta materia (Bruni, 1996 y Giannotti, 1974).
En el plano interno, Maquiavelo considera que la obediencia de los seres humanos que habitan un Estado se garantiza mediante las armas, a través de la coacción que se ejerce sobre ellos por medio de la amenaza de la violencia, pues “no es razonable que quien está armado obedezca de buen grado a quien está desarmado” (Maquiavelo, 2010: 107). De acuerdo con la concepción de la naturaleza humana del pensador florentino, esta circunstancia no se origina necesariamente en el carácter tiránico del poder, sino en la natural malevolencia de los hombres.
No obstante, las buenas armas no sólo son uno de los fundamentos más importantes del Estado en su interior, sino que tal vez sean el principal fundamento para asegurar su existencia y estabilidad en el plano externo, pues en sus relaciones con otros Estados no puede anteponer la bondad de sus leyes o la santidad de su religión, sino atenerse exclusivamente a la efectividad de sus armas.
Para Maquiavelo, es tan natural la existencia y uso de las armas en el plano interno como en el externo. En tanto es necesario que los gobernantes dispongan de armas para asegurar el orden del Estado, de la misma manera deben disponer de ellas para defenderse o atacar a otros Estados.
Los fundamentos más importantes del Estado son las leyes, las armas y la religión
Sin embargo, las armas no son el único recurso para lograr la obediencia de los ciudadanos, más aún, tal vez sea el último, pues antes de ellas se puede echar mano de las leyes y la religión. Por ello quienes plantean como característica distintiva de Maquiavelo estudiar la política en condiciones de ilegitimidad, pasan por alto la enorme importancia que concedía a otros recursos. Incluso podría decirse que para él hay tres fundamentos esenciales del Estado: leyes, armas y religión, mismos que se combinan para sostenerlo y darle legitimidad.
Una conocida premisa establecida en El príncipe es: las bases más importantes de todo Estado se encuentran en las buenas leyes y las buenas armas. Así, puede considerarse que las leyes son el primer fundamento del Estado, claro, cuando Maquiavelo se refiere a las buenas leyes seguramente las concibe como aquellas consensuadas por los súbditos, aceptadas y obedecidas por ellos.
La primera formulación de este planteamiento se encuentra en un breve escrito de 1506, muy importante para el tema de la guerra, llamado La causa de la Ordenanza militar: dónde reside y qué es necesario hacer, el cual podría considerarse la exposición de motivos de otro escrito del mismo año, igualmente importante, La provisión de la Ordenanza. Este es un documento oficial que en su calidad de secretario de la Segunda Cancillería escribió para proponer al gobierno de Florencia la restauración de su antigua milicia, misma que desapareció desde los tiempos comunales y que tanto Maquiavelo como el gonfaloniero vitalicio,2 Francesco Soderini, proponían que se convirtiera en la base del ejército de la ciudad (Maquiavelo, 2002). Es inevitable relacionar ambos documentos con los hechos acontecidos en Florencia en los años previos, sobre todo con el fracaso que se había sufrido el año anterior al tratar de recuperar Pisa, cuyo control se había perdido desde 1494, y que demostraba de una forma fehaciente y palmaria la ineficiencia e incapacidad militar de la ciudad. Maquiavelo visitó en 1505 el cuartel de las tropas que asediaban a esa ciudad y constató en persona los defectos y la malevolencia de los soldados mercenarios (Hörnqvist, 2002: 152-154).
En La causa de la Ordenanza, Maquiavelo se dirigía a la Señoría, el principal órgano de gobierno de Florencia, para decirle “que todo el mundo sabe que quien dice imperio, reino, principado, república; quien dice hombres que mandan dice justicia y armas”. A lo cual de inmediato agregaba “Vosotros de justicia no tenéis mucha y de armas nada en absoluto” (Maquiavelo, 2002: 237). Independientemente de la crítica dura y mordaz que dirige a la Señoría, inusual, por cierto, en un documento oficial como éste, ya que lo había elaborado en su calidad de secretario de la Segunda Cancillería, puede observarse que habla de justicia y no de buenas leyes, como lo estableció después en El príncipe, donde decía: “Pues bien, los principales cimientos y fundamentos de todos los Estados -ya sean nuevos, ya sean viejos o mixtos- consisten en las buenas leyes y las buenas armas” (Maquiavelo, 2010: 95). Sin embargo, lo más probable es que el sentido fuera el mismo, ya que se entiende que las buenas leyes son las que resultan justas para todos, en especial para los súbditos, pues quien las emite se coloca por encima de ellas.
El segundo fundamento del Estado son las armas, pues como Maquiavelo escribía en 1506, quien habla de mando, del gobierno de unos hombres sobre otros, necesariamente habla de armas; de los medios que garantizarán el cumplimiento de los mandatos dados por los gobernantes. El tercer fundamento del Estado es la religión, que se entrelaza íntimamente con las leyes y con las armas. Cuando se afirma en El príncipe: “Y, dado que no puede haber buenas leyes donde no hay buenas armas y donde hay buenas armas siempre hay buenas leyes” (2010: 95), da cuenta de estos dos fundamentos del Estado, aunque, como puede apreciarse, otorga una clara primacía a las armas, ya que considera que la primera y más importante misión del Estado es propiciar e imponer el orden social, si es necesario con las armas, y, a partir de estas bases, crear sanos principios de interacción y convivencia social, es decir, leyes.3
En los Discursos hace una derivación más y dice “donde hay religión, fácilmente se pueden introducir las armas, pero donde existen las armas y no hay religión, con dificultad se puede introducir ésta” (Maquiavelo, 2005: 69). Así, aquí parece trasladar la primacía de la fundamentación del Estado a la religión. No obstante, debe resaltarse que en este pasaje habla de religión y no de iglesia, en particular porque está refiriéndose a la religión de los romanos y a su contribución para fijar las bases del Estado. La distinción es relevante, pues cuando trata la relación entre la religión y la política, le interesa destacar la utilidad de aquella para la política, poco atiende al mensaje teológico; lo importante es su contribución al mantenimiento del orden social, la utilidad que de ella puedan sacar los gobernantes y, en este caso específico, para llevar a cabo sus objetivos militares. De la misma manera, cuando se refiere a estos términos al efecto que la religión causa en los creyentes, tampoco le interesan los alcances escatológicos de la misma, sino su efecto en la conducta humana, su utilidad y eficacia para infundirles principios ético-sociales, que fortalezcan la unión social así como, en consecuencia, la unidad política (Maquiavelo, 2005: Libro I, 11-14).
A partir de la Causa de la Ordenanza, Maquiavelo había advertido que la magistratura encargada de la milicia debía mezclarse con la religión para hacer más obedientes a los soldados, lo cual da una clara idea de la función que se le atribuye. De la misma manera, cuando en El príncipe refiere a cómo han triunfado los profetas armados y fracasado los desarmados, pues cuando los pueblos dejan de creer es necesario disponer de recursos para que “se les pueda hacer creer por la fuerza”, ilustra con mayor claridad y complementa su descripción del vínculo entre estos dos fundamentos, el cual no es unívoco, sino recíproco, bidireccional (Maquiavelo, 2002: 242; 2010: 68).
A su vez, si se considera que la religión también necesita de las armas para garantizar su continuidad y busca establecer sanos principios de convivencia entre la grey -como se deduce claramente del pasaje de Discursos, donde Maquiavelo expone cómo Numa, sucesor de Rómulo, “encontrando un pueblo ferocísimo, y queriendo reducirlo a la obediencia civil con artes pacíficas, recurrió a la religión como elemento imprescindible para mantener la vida civil” (2005: 67),4 un efecto que también, en última instancia, producen las buenas leyes- encontramos que estos fundamentos del Estado, más que un orden de precedencia, se conectan por medio de un circuito continuo que los refuerza recíprocamente y que al final establece las bases en las cuales descansa un Estado.
La guerra es monopolio exclusivo del Estado y ningún particular puede hacerla por cuenta propia
Una de las características más importantes de la teoría de la guerra de Maquiavelo y, en consecuencia, de su teoría del Estado, es que ésta debe ser la máxima prioridad de las autoridades políticas. Esta tesis la formula muy claramente en el primer párrafo del capítulo XIV de El príncipe:
Un príncipe, pues, no debe tener otro objeto ni otra preocupación, ni considerar competencia suya cosa alguna, excepto la guerra y su organización y dirección, pues este es un arte que corresponde exclusivamente a quien manda. (Maquiavelo, 2010: 106)
En esta afirmación la frase final es muy sugerente, ya que reclama para el príncipe autoridad absoluta y exclusiva sobre la guerra; de otro modo, recurriendo a una muy previsible paráfrasis, reclama para el Estado el monopolio legítimo de las armas.
De esta manera, Maquiavelo traza una zanja amplia y profunda entre el Estado moderno y el medieval, entre la guerra de los señores feudales y la guerra del Estado mayor. Si el Medievo había contado con una pluralidad de mandos políticos, el Estado moderno debía tener uno solo; si las armas medievales estaban repartidas en una multiplicidad de señores, en el Renacimiento, cuna de la Modernidad, debían estar concentradas la autoridad política soberana (Campillo, 2008: 37-115; Cruz, 2004: 48-55).
De este modo, la tradición medieval que había hecho de las armas una profesión -honorable y distinguida, completamente autónoma y al margen de la vida política, poseedora de sus propios reglamentos y códigos éticos, sometida a la voluntad divina y de los clérigos más que a la del príncipe- era cuestionada, criticada y rotundamente negada por Maquiavelo. Desde su perspectiva, no podía haber tal disociación entre la vida civil y la militar, pues no sólo debían estar muy unidas, sino que también la actividad militar debía supeditarse incondicionalmente a la autoridad civil. No obstante, ningún Estado bien ordenado debía permitir que los súbditos practicaran esta actividad por su cuenta. Sólo el servicio público podía disculpar y justificar el recurso a las armas; para usar términos simbólicos, era el único que podía purificar la actividad militar, fuera de éste la profesión de las armas debía resultar odiosa a la sociedad (Oman, 1991: 301-312).
Maquiavelo tenía muy claro que el control exclusivo de las armas por parte del Estado era un recurso imprescindible para asegurar la obediencia de los súbditos y su unidad. Así, aunque en tiempos de paz las divisiones en los Estados podían ser tolerables y, en algunos casos, hasta benéficas, en tiempos de guerra ni los principados ni las repúblicas podían permitírselo, pues podían ser dañinas e incluso letales, pues en esos momentos más debían estar unidos. De esta manera formulaba una de las máximas más claras y transparentes aplicables a todas las formaciones políticas que se han sucedido en la historia: las guerras promueven y fortalecen la unión de los Estados y la centralización del poder político (Maquiavelo, 2010: 137).
La guerra debe ser la principal ocupación del gobierno y éste debe tener poder absoluto en esta materia
Maquiavelo estaba plenamente consciente de esto, al grado que planteaba que los Estados bien ordenados debían atribuir a los monarcas el poder absoluto en el campo de las fuerzas armadas, único terreno en el que se les podía permitir, ya que en todo lo demás debían recabar consenso:
Porque [los reinos bien ordenados] no les conceden a sus reyes un poder absoluto más que en el campo de las fuerzas armadas, sólo en este ámbito son necesarias las decisiones rápidas, y por lo tanto una sola autoridad. En otros sectores no se puede realizar nada sin recibir consejo. (Maquiavelo, 2000: 20)
Mientras el resto de los asuntos del gobierno podían ser delegados, las cuestiones militares eran las únicas que requerían atención directa del príncipe, quien debía conducir personalmente al ejército, una exigencia y atribución cargada de simbolismo que se preserva en muchos Estados contemporáneos, cuya máxima autoridad civil también lo es de las fuerzas armadas.
En este sentido, no sólo los principados debían conferir poderes absolutos en el campo de la guerra, sino que las repúblicas debían estar diseñadas de manera que uno de sus magistrados pudiera también asumir poderes absolutos en esta misma competencia. Maquiavelo analiza detalladamente esto en los Discursos, donde explica, contrario a lo que algunos habían planteado, que no fue la institución de la dictadura la que arruinó a la república, sino su excesiva prolongación: “Y vemos que la dictadura, mientras fue conferida según las leyes, fue siempre beneficiosa para ciudad” (Maquiavelo, 2005: Libro I, cap. 34, 121. Véase también 123 y Libro III, cap. 24).
La vida civil y militar no están separadas, sino estrechamente unidas, aunque la segunda debe estar incondicionalmente subordinada a la primera
No debe pasarse por alto el título del libro de Maquiavelo Del arte de la guerra, porque resulta hasta cierto punto, equívoco y engañoso, debido a dos razones: en primer lugar, porque desde 1282 la constitución de Florencia experimentó una gran transformación, pues aunque ya operaba de algún modo como una república con representación política corporativa, es decir, fuertemente influida por los representantes de las principales profesiones que se practicaban en la ciudad, a las cuales se les denominaba artes, desde ese año estas corporaciones se convirtieron en la columna vertebral de la vida pública (Antonietti, 1985). Entre ellas, destacaban el arte de la lana (industria textil) y el arte del cambio (banqueros), en las cuales se agrupaban las personalidades que en términos económicos y políticos más sobresalían en la ciudad. De este modo, podría decirse que estas asociaciones tenían una buena dosis de legitimidad ante la sociedad; incluso no es un exceso decir que la misma república se preciaba de éstas y de su propia estructura corporativa. Sin embargo, la aceptación y renombre de estos gremios contrasta con la descalificación y el desprecio que el florentino dirige a quienes practican este otro arte, el de la guerra.
Desde las primeras páginas del libro, Maquiavelo tacha y descalifica a la profesión militar, por lo tanto, la posición en la que coloca a Fabrizio Colonna, el personaje central del diálogo y profesional de las armas, parece más que comprometida, pues con semejante preámbulo parece desautorizarlo irremisiblemente (Colish, 1998: 1152-1154). Sin embargo, sólo lo descalifica en lo moral, pero no técnicamente, ya que conserva la autoridad técnica con la que es presentado. Como puede verse, da un tratamiento distinto a los conocimientos que provienen del campo de la política y los que proceden del de la guerra. A los primeros, que se recopilan en El príncipe, no los enjuicia desde la moral, pues considera válido su uso para alcanzar los objetivos que se planteen, cualesquiera que éstos sean; a los segundos, contenidos esencialmente en Del arte de la guerra, los enjuicia y relativiza, pues afirma que sólo pueden ser utilizados honorablemente por el príncipe.5
En efecto, para Maquiavelo el arte de la guerra no es un oficio honrado, ningún hombre de bien puede dedicarse a esta profesión. Sin embargo, ¿cómo es que una profesión tan condenable merezca tanta consideración?, ¿cómo es que le concede tanta importancia e insta a los príncipes y los ciudadanos de las repúblicas para que la conozcan y practiquen? Es aquí donde la relación entre la vida civil y militar tiene mayor sentido, pues sólo cuando el arte de la guerra se ejerce como servicio público y no como actividad privada -para defender el bien común y no para promover el interés privado-, sólo entonces esta profesión adquiere estima y reconocimiento. De esta manera pueden relacionarse la vida civil y la militar, donde el arte de la guerra puede ser valorado. Un pasaje célebre de los Discursos dice:
Entre todos los hombres dignos de elogio los que más alabanzas merecen son los que han sido cabezas y fundadores de religiones. Inmediatamente después los que han fundado repúblicas o reinos. Después de éstos, son celebrados los que, puestos a la cabeza de los ejércitos han ampliado sus dominios o los de la patria. (Maquiavelo, 2005: 63)
Así, conjetura que el oficio de las armas no es reprobable de manera absoluta, sino sólo cuando se practica por cuenta propia, tal y como lo hacían los señores feudales o los condotieros, los capitanes de fortuna de su época, que hicieron de ello un oficio, una industria.
El Estado debe tener un ejército propio donde la base sea la propia ciudadanía
Uno de los propósitos y conclusiones más evidentes de los tres capítulos dedicados a la guerra en El príncipe es el imperativo de que todo Estado debe tener un ejército propio. De manera similar, el recuento y recorrido histórico que Maquiavelo hace de las instituciones de la república de Roma en los Discursos tiene como finalidad halagar sus prácticas de guerra, sobre todo su ejército y la manera en que su propia ciudadanía se incorporaba a él. La Historia de Florencia se propone el mismo objetivo de manera inversa, pues describe la trayectoria histórica de la ciudad como un proceso de deterioro y desgaste de su espíritu cívico y militar, así como el desplazamiento del adiestramiento en las armas por el interés en el comercio y el dinero. En consonancia, todo el Libro I Del arte de la guerra versa sobre la importancia de basar esta actividad en un ejército propio.
Puesto que disponer de un ejército propio es una necesidad, una prioridad y una virtud de todo Estado, los que asumen tal responsabilidad y se involucran en ello no pueden gozar de mayor elogio. Asimismo, de todas las actividades y funciones públicas, el arte de la guerra es el que retribuye mayor admiración para sus encargados. Sin embargo, representa enormes riesgos, pues, para un Estado resultaba tan dañino el que los individuos lo practiquen por cuenta propia, como que las autoridades civiles no ejerzan el control necesario sobre las militares. En la Provisión de la Ordenanza, Maquiavelo estableció que: “No se podrá elegir para el puesto de capitán de la guardia a ningún hombre de la ciudad, campo o distrito de Florencia ni de ninguna ciudad situada más cerca de cuarenta millas del territorio florentino” (Maquiavelo, 2002: 253). Además, tampoco podía estar al frente de una sección militar ningún individuo oriundo de ese lugar, ningún mando podía permanecer mucho tiempo al frente del mismo batallón, y era necesario dispersar y multiplicar los niveles de mando para impedir una unión demasiado estrecha entre los capitanes y la tropa. Como se observa, estas medidas daban cuenta de la enorme suspicacia y desconfianza que Maquiavelo tenía del ejército, en particular de sus jefes. Incluso podría presentarse como una paradoja el hecho de que demandara con tanta insistencia en todos sus escritos la creación de un ejército propio y que exigiera que el capitán de la milicia no fuera florentino, sino extranjero; para no hablar también del impedimento de que ningún individuo pudiera pretender ser jefe de la sección de la milicia del lugar donde vive.
Para explicar esta supuesta incongruencia se puede alegar que se trata de dos escritos diferentes, mientras El príncipe, los Discursos, la Historia de Florencia y Del arte de la guerra son de su personal autoría, es decir, expresan abiertamente su pensamiento político; la Causa de la Ordenanza y la Provisión son textos oficiales, escritos en su calidad de secretario y, en esa medida, quizá sean receptores de ideas, órdenes o sugerencias ajenas al propio Maquiavelo.
No obstante, queda la duda; pero en caso de que no se considere pertinente el anterior descargo o justificación, semejante paradoja sólo podría explicarse por la enorme desconfianza de Maquiavelo hacía los hombres de armas, la cual provenía esencialmente de dos fuentes. La primera tiene origen en la misma sociedad italiana de su tiempo, ya que por siglos había sufrido las consecuencias desastrosas de las numerosas guerras en las que se habían visto envueltos los Estados italianos, magnificadas o exaltadas por la rapacidad de los ejércitos mercenarios, la codicia y perversidad de sus capitanes. Lo cual era considerado por Maquiavelo como un infame agravio y una imperdonable irresponsabilidad. La segunda provenía de su interpretación de la historia del Imperio romano, cuyo Estado había ido a la ruina precisamente por su ejército, por la maldad y perversidad del conjunto de sus soldados, sobre todo de sus jefes, quienes al permanecer por un tiempo prolongado al frente de las mismas tropas y lejos de la supervisión civil, habían establecido relaciones estrechas que luego utilizaron para satisfacer sus ambiciones personales y reclamar el gobierno y administración de las provincias en las cuales se encontraban destacados (Maquiavelo, 2010: 133).
Maquiavelo no sugiere o exige la condición de extranjería para los mandos militares ni reproduce las citadas restricciones sobre los jefes de la milicia en ninguna otra parte, sólo en la Provisión; y aunque tenía razones para desconfiar de los capitanes del ejército, cabe la duda de si un capitán de la milicia extranjero podía ser más confiable que uno local; duda que él mismo respondió de manera negativa en otros escritos.6
La guerra no tiene leyes ni reglas, nada en ella puede calificarse de cruel o despiadado, de justo o injusto
Como se mencioné antes, desde la época de San Agustín el debate sobre la naturalidad y legitimidad de la guerra se encontraba bastante difundido, por lo que Maquiavelo incursiona aquí en un campo abundantemente sembrado. Sin embargo, no asume la discusión sobre este tema desde la perspectiva teológica, sino que encamina su reflexión por otro rumbo, pues no discute los reclamos de derecho o justicia en torno a la guerra; para él, la potencia y la fuerza están por encima del derecho y la justicia. La guerra no es natural porque sea el último recurso para vengar agravios o hacer justicia, como lo planteaban San Agustín y Santo Tomás, sino que es natural porque es un impulso congénito del Estado, es una fuerza inercial de toda asociación política, pues los Estados que busquen conservarse, al preservar sus propios límites, tarde o temprano sucumben ante los que buscan expansión.7
De este modo, el objetivo de que los Estados estuvieran armados no era el de buscar un esquema de contención que garantizara la paz internacional, al menos no era ese el objetivo que persiguió Maquiavelo, ya que no consideró posible este escenario. Desde su punto de vista, en el plano internacional, la guerra es inevitable, necesaria y útil. En los Discursos lo plantea de modo inequívoco:
[…] es imposible que una república consiga permanecer tranquila, gozando su paz y restringido territorio, porque aunque no moleste a nadie, los demás la molestarán a ella, y eso le provocará el deseo y la necesidad de conquistar […] Y quien se comporta de otro modo, busca, no su vida, sino su ruina y muerte. (Maquiavelo, 2005: 255 y 257)
La suerte de Florencia y casi de todos los otros Estados italianos de principios del siglo XVI, parecía confirmar su advertencia. En uno de los primeros pasajes de la Causa de la Ordenanza manifiesta su sorpresa de que Florencia hubiera conservado su libertad en los 100 años anteriores sin contar con armas, situación afortunada que no podía continuar en los tiempos que corrían, en lo cual Maquiavelo no se equivocaba, pues tan sólo unos años después Florencia ciertamente perdería su autonomía.
En este sentido, la concepción de Maquiavelo sobre el orden internacional parece un antecedente directo del planteamiento de Hobbes sobre el estado de naturaleza que priva en el ámbito internacional, incluso usa términos semejantes, pues advierte que “en las deliberaciones en que está en juego la salvación de la patria, no se debe guardar ninguna consideración a lo justo o lo injusto, lo cruel o lo piadoso, lo laudable o lo vergonzoso” (Maquiavelo, 2005: 433), es decir, fuera del marco ético-normativo que provee y garantiza un Estado no hay punto de referencia, todo está permitido, brota el estado de la naturaleza. Poco antes de ese pasaje había dicho que si bien el fraude es condenable en términos generales, en la guerra es algo válido y loable, confirmando la diferencia que hay entre el marco valorativo interno y el externo, donde toda coordenada ética desaparece (Maquiavelo, 2005: 431).
Podría decirse que muchos de los consejos más referidos en El príncipe, célebres por su crudeza, barbarie o malignidad, como quiera llamárseles, se relacionan precisamente con la acción estatal en el plano internacional. Este es el marco que motivó en buena medida el capítulo XVIII, que lleva por título precisamente “De qué modo han de guardar los príncipes la palabra dada”, en el cual, justifica que los príncipes falten a su palabra cuando ya no convenga a sus intereses, justificándolo así: “Se podría dar de esto infinitos ejemplos modernos y mostrar cuántas paces, cuántas promesas han permanecido sin ratificar y estériles por la infidelidad de los príncipes” (Maquiavelo, 2010: 119).8
Maquiavelo estaba a las puertas de un sistema internacional que tiempo después Hans Morgenthau caracterizaría como un equilibrio de poder, como un sistema de estados de similar poder, en el cual cada uno de ellos debía contenerse para no atacar a los demás y no alterar una estabilidad que garantizaba su misma existencia (Morgenthau, 1986). Sin embargo, más que un equilibrio de poder, el florentino concibió el orden internacional como un equilibrio dinámico, el cual ciertamente refleja las fuerzas de los diferentes Estados que lo integran y cambia de acuerdo con esa correlación: los Estados más fuertes crecen y se expanden, los más débiles se contraen o desaparecen (Maquiavelo, 2010: 119; Berridge, Keens-Soper y Otte, 2001: 7-32; y Mattingly, 1955: 51-59).
El objetivo de la guerra es la conquista, el enriquecimiento y el fortalecimiento del Estado
En efecto, Maquiavelo considera natural el uso de las armas no sólo para subsistir y defenderse, sino también para crecer y expandirse. El Capítulo III de El príncipe titulado “De los principados mixtos” no trata simplemente de los Estados y territorios que se agregan al principado por el mero azar, por donación y tampoco por sometimiento voluntario; se trata de Estados que devienen mixtos, esencialmente por conquista, debido a la intención expresa y deliberada de un príncipe para anexarse nuevos dominios. En el mismo capítulo lo expresa casi en términos heroicos: “Verdaderamente es algo natural y ordinario el deseo de adquirir, y cuando lo hacen hombres que pueden, siempre serán alabados y nunca censurados” (Maquiavelo, 2010: 57).
De otra manera, lo que Maquiavelo expresa aquí es la validez y necesidad de la política imperial, la legitimidad de la expansión territorial del Estado, la cual tendrá como único límite la capacidad de defensa y resistencia de los otros Estados. De ahí que él no pudiera imaginar una paz duradera y mucho menos un Estado pacifista. Sólo en este contexto puede tener interpretación su advertencia: “La guerra no se evita, sino que se retrasa para ventaja del enemigo” (Maquiavelo, 2010: 55), y es que si todos los Estados están en una carrera imperial, evidentemente un retraso propio es una ganancia ajena. Mismo motivo por el cual no puede admitir como sabia o prudente la neutralidad, y, por ello, considera que en la guerra es la peor decisión y situación, ya que en un entorno poblado de Estados ansiosos de crecer, la neutralidad simplemente significa postergar también en beneficio ajeno un conflicto que de seguro terminará con el engullimiento del neutral (Maquiavelo, 2010: 142).
Maquiavelo no sólo era admirador del ejército de los romanos, sino también de su política imperial. Como lo señala en los Discursos, el objetivo de Roma era el imperio y la gloria, no la quietud (Maquiavelo, 2005: 218). Evidentemente, él mismo lo reconoce, no se puede estar todo el tiempo en guerra, y recoge así la misma consigna romana de que el objetivo de la guerra es la paz, pero ¿qué tipo de paz?, paz con ganancia, con expansión, para sobreponerse a los demás. Precisamente por ello pone como ejemplo a Filipómenes, porque en tiempos de paz pensaba en la guerra, y de ello extiende esta recomendación a los príncipes de su tiempo: aunque no estén en guerra deben pensar en ella; deben ejercitarse, reconocer el territorio, salir de cacería, estar preparados en todo momento.
Los productos de la guerra deben beneficiar al erario y promover el bien común, y no el particular
De la misma manera en que Maquiavelo admiraba la política imperial de los romanos, también admiraba cómo administraban su economía de guerra. Resalta que los romanos hicieron de la guerra una fuente de riqueza y fortaleza; diseñaron un eficiente mecanismo por el que un elevado gasto militar era financiado con los mismos ingresos que obtenían de ésta. Con este sistema evitaban cargar de impuestos a los ciudadanos para financiar la guerra, con lo cual ganaban su aceptación y beneplácito. Además, la riqueza producida iba directamente al erario, donde se le tomaba para muchos fines que beneficiaban directamente al pueblo romano, lo que la hacía mejor recibida.
En cuanto, a la pregunta ¿cuál es el fin de la guerra? Maquiavelo respondió:
La intención de quienes promueven una guerra, ha sido siempre, y es lógico que así sea, enriquecerse ellos y empobrecer al enemigo; y la única razón por la que se busca la victoria y se anhelan las conquistas es el acrecentar el propio poderío y debilitar al adversario. (Maquiavelo, 2009: 293)9
La finalidad de la guerra es meramente económica e imperial; este propósito está presente desde la antigüedad, hasta la época moderna. A pesar de que la guerra medieval parecía limitarse exclusivamente a la obtención del honor y la gloria -donde más que la victoria parecía valorarse sencillamente el batallar, el medirse con un enemigo sin importar el resultado, pues la victoria quedaba a juicio divino-, en realidad eran rituales detrás de los cuales se encontraban empresas de conquista y dominación. El mismo Maquiavelo parece retomar en buena medida la esencia de la mitología y el ritual medieval, pues en repetidas ocasiones atribuye a la guerra una fuente incomparable de honor y gloria, incluso su concepto de virtud parece alcanzar la cumbre cuando se trata de la del guerrero, sin embargo, al final, se impone esencialmente esta concepción utilitarista, imperial, económica y estratégica (Taylor, 2012: 107-121).
Así, cuando Maquiavelo comparaba la manera de hacer la guerra de los romanos con la de los Estados italianos de su tiempo, el resultado no podía ser más desalentador. Lejos de seguir e imitar las antiguas instituciones, parecían hacer lo contrario. En vez de crear un ejército propio como los romanos, los italianos de su tiempo recurrían a ejércitos mercenarios y capitanes de ventura; en lugar de que los diversos Estados italianos se unificaran y construyeran uno sólo con la capacidad de conquistar y expandirse, permanecían separados, débiles y a merced de los otros Estados europeos más potentes; lejos de fortalecerse y enriquecerse con la guerra, se habían empobrecido, arruinado y cargado a sus súbditos con impuestos gravosos; y en vez de concentrar los recursos producidos por la guerra en el erario, los habían entregado a la discreción de los mercenarios y sus capitanes, propiciando así la rapiña y desorden típicos en ellos (Lynch, 2012: 2-3).
Evidentemente, las instituciones y prácticas militares de los Estados italianos en los siglos XIV y XV no eran buenas. Maquiavelo acertaba al señalar que una de sus grandes debilidades era la organización militar, sin embargo, quizá no reparaba o no le daba la suficiente relevancia al hecho de que no se trataba sólo de un problema de organización militar, sino que se debía buscar la raíz, pues se trataba de un problema de Estado, de la estructura e institucionalización del mismo. Es decir, los Estados italianos no sólo estaban atrasados respecto a sus contrapartes europeas en cuestiones de organización militar, sino también en la centralización y estabilización del poder estatal, la formación de una burocracia amplia y profesional, la creación de un sistema nacional de impuestos, así como la definición y delimitación de sus fronteras. De esta manera, los problemas de organización militar no eran necesariamente causa, sino síntoma de un mal mayor. El propio Maquiavelo incurría en el error de creer que una organización militar basada en la milicia era una opción viable y efectiva, cuando los Estados europeos más poderosos ya habían dado pasos importantes hacia la construcción de ejércitos permanentes y profesionales (Chabod, 1994: 294-345; Anderson, 1982: 9-37).
Por un lado, la concepción de Maquiavelo sobre la guerra como una propensión natural, necesaria y saludable de los Estados no está libre de contradicciones. Por otro lado, Maquiavelo está lejos de Dante y el sueño medieval del restablecimiento de un imperio universal; las realidades de la modernidad naciente parecían indicarle que ese escenario estaba fuera del alcance real de la humanidad. Por más admiración que guardaba hacia el imperio de los romanos, no parecía concebir su viabilidad en el mundo moderno. Tenía claro que en su época el escenario internacional estaba poblado de una pluralidad de Estados irreductibles a la unidad; en competencia por sobreponerse unos a otros, pero sin que ninguno de ellos pudiera tener la capacidad de engullir a los demás y quedarse sólo en la escena. Se trata entonces de una multiplicidad de Estados en competencia y en permanente ebullición, sin posibilidad de reposo. Así, para que se mantenga esa efervescencia es necesario que todos tengan un apetito insaciable, una vocación imperial irrefrenable, la cual, aunque coartada en sus fines últimos, los obligó a mantenerse alertas y febriles.
De esta manera, aunque en una buena parte de sus escritos Maquiavelo parece establecer como un valor absoluto la libertad de los Estados, al plantear la vocación imperial innata que también les atribuye, automáticamente se produce una incompatibilidad irresoluble, pues en estos términos se produce un juego de suma cero, pues nadie puede ganar sin que otro pierda. De tal suerte que la gloria militar de un Estado y la política imperial que resulta de ella es incompatible con otras formas de vida civil, con otros espacios de libertad, con otros Estados. En términos conceptuales, el republicanismo que por vocación defiende Maquiavelo no es compatible con el imperialismo que atribuye a todo Estado, chocan de manera absoluta.
Tan difícil es la resolución de este dilema que en Del arte de la guerra parece apartarse de su postura imperial para plantear que una nación bien ordenada va a la guerra sólo por necesidad. Sin embargo, aquí no queda del todo claro si esa necesidad se refiere solo a la defensa contra la agresión de otro, es decir, a la necesidad de emprender una guerra defensiva, o bien, a la pura y simple necesidad de agredir para crecer y expandirse, a una guerra ofensiva (Maquiavelo, 2000: 19).
Ya en El príncipe, Maquiavelo había dado múltiples consejos de cómo conquistar y conservar un Estado libre, donde una de las posibles opciones era exterminarlo si fuese necesario, lo cual no era un consejo emanado de sus meras conjeturas, pues como él mismo lo apuntó en los Discursos “el imperio romano, con sus armas y su grandeza, aniquiló todas las repúblicas y toda forma de vida civil” (Maquiavelo, 2005: 199), lo que da cuenta, en perspectiva histórica, del choque de estos dos principios. Sin embargo, Maquiavelo, que tan afecto era al método histórico, no advierte que al final el Imperio romano también fue presa de este mismo principio que lo impulsó y encumbró, pues una expansión imperial como esta no puede sostenerse ad infinitum, se agotará en algún momento, provocando una crisis en todo el sistema.
Conclusiones
En el último apartado Del arte de la guerra, Maquiavelo resume en 27 enunciados las principales enseñanzas que sobre esta materia brindó a lo largo de los siete libros en que se desarrolla el diálogo. En el presente artículo intenté analizar y concentrar lo que podríamos llamar su teoría de la guerra. Estas nueve tesis que describí, examinadas en conjunto, forman un corpus teórico estructurado, consistente e identificable, como se ha mostrado, en casi todos los escritos políticos que legó.
En estas tesis ha quedado expuesta su concepción de la guerra, la cual, como muchas otras ideas del florentino, constituye uno de los pilares del pensamiento político moderno. Los principios de integridad, seguridad y defensa del Estado moderno requieren imperiosamente de fuerzas armadas apropiadas, confiables y leales a las autoridades políticas legítimas, una realidad que se ha venido imponiendo en los últimos siglos y que Maquiavelo teorizó a principios del siglo XVI.
En un pasaje muy conocido de El príncipe, Maquiavelo cuenta que conversando con el Cardenal de Rouen acerca de las guerras italianas que iniciaron en 1494, éste le dijo que los italianos no entendían de la guerra, a lo cual respondió que los franceses no entendían del Estado, esto ciertamente es una brillante frase retórica del florentino, pero a la luz de lo que él mismo planteó como los fundamentos más importantes de la guerra y el Estado, y sobre todo conociendo lo que ocurrió después en Italia, tal vez sea necesario reconocer que los años siguientes, al parecer, los franceses comprendieron mejor las lecciones de la historia en lo que refiere a la guerra y el Estado.