Hay dos ideas centrales para descubrir la novedad de la propuesta arendtiana sobre la identidad del agente actuante. La primera es su esfuerzo por abrirlo al mundo y a los otros, por situarlo entre los hombres. La segunda es postular su indeterminación esencial como criterio de definición, es decir, postular aquello que lo hace único e impredecible. Ambas características se relacionan directamente con las actividades más importantes de la vida activa: la acción y el discurso. Ahora bien, el significado de la relación entre la acción y quien la lleva a cabo está fuera del actor mismo, es decir, el significado es un atributo de la red de relaciones comunicativas que forman los seres humanos y donde se insertan sus acciones. Arendt considera que los espectadores dan cuenta del significado del quién y no el agente. Si éste se revela en la acción y el discurso, entonces estas características y la relación que guardan con quién los ha llevado a cabo serán la mejor llave para comprender la idea arendtiana del quién como sujeto político. Sin embargo, en La condición humana, este vínculo es bastante oscuro, pues lo derivada de la original manera en que Arendt entiende la acción y el discurso. Nuestro propósito es analizar la noción del quién como sujeto político que se manifiesta en la acción desde la perspectiva de Arendt con sus respectivos alcances y limitaciones.
Acción y discurso como condiciones de descubrimiento del agente
Hannah Arendt publica La condición humana en 1958, donde considera que la acción, a diferencia de la labor y el trabajo, realiza las condiciones humanas de la pluralidad y la natalidad. La pluralidad significa que “los hombres y no el Hombre viven en la tierra y habitan el mundo” (Arendt, 2005: 35); natalidad que toda nueva vida irrumpe en la comunidad de seres humanos como el inicio de algo absolutamente nuevo, imprevisible, inédito (2005: 207). Pero para que la natalidad se realice es necesaria, como primera condición, la pluralidad. Esta última es la condición de posibilidad del agente político.
Arendt considera que “la pluralidad es la condición de la acción humana, debido a que todos somos lo mismo, es decir humanos, y por tanto nadie es igual a cualquier otro que haya vivido, viva o vivirá” (2005: 36). Paradójicamente, este ser lo mismo presentado como la razón que explica la condición humana de la pluralidad, es en realidad un ser distinto. Pero si la diferenciación es el atributo común, el cual define al conjunto, sólo puede ser porque hablamos de un tipo de diferenciación propiamente humana; muy distinta de aquella que todos los objetos particulares guardan entre sí por el simple hecho de ser.
Si los seres humanos somos iguales únicamente porque somos distintos unos de otros, es porque “solo el hombre puede expresar esta distinción y distinguirse, y solo él puede comunicar su propio yo” (Arendt, 2005: 206). Así, expresar esta distinción -el discurso- y distinguirse -la acción-, representan los modos propios de realizar nuestra humanidad. La revelación del quién es alguien se produce mediante la acción y el discurso, los únicos “modos en que los seres humanos se presentan unos a otros, no como objetos físicos, sino qua hombres” (2005: 206).
Ahora bien, si la pluralidad es la condición de la acción, ésta última condiciona, a su vez, la construcción de una comunidad política. En otras palabras, la acción no se reduce a la condición de la pluralidad de seres actuantes, sino que permite la creación de un mundo común al descubrir la singularidad de los agentes e instituyendo un espacio de visibilidad para actuar y deliberar. Desde esta perspectiva, como muy bien lo señala Étienne Tassin, la acción tiene tres dimensiones: revela la singularidad de los agentes; instituye el espacio púbico de visibilidad para que se exprese la vida política; y crea un entramado de relaciones humanas a pesar de los conflictos que existan entre los actores (Tassin, 1999: capítulo “L’action”).
Pero, ¿en qué sentido piensa Arendt que la acción es eminentemente política? Su respuesta es que no es política en el sentido de un acontecimiento histórico o una actividad social, para ella, ambas visiones empobrecen lo político. Por un lado, la visión histórica intenta relacionar los eventos con un juego de causas que se supone deberían explicarlos, reduciéndolos a efectos y quitándoles su novedad. Por otro lado, la visión sociológica es también empobrecedora de lo político al considerar dicho campo como algo objetivamente dado, de forma tal que sólo basta analizar los comportamientos sociales para extraer aquéllos definidos dentro de un dominio público de aplicación. La dimensión política no puede ser reducida a los modos de relación económica y social, ya que esta dimensión los transciende y, en cambio, la da sentido a la existencia social. Las acciones políticas de los ciudadanos son las que le dan forma y significado a una comunidad. De esta manera, actuar políticamente no significa comportarse; pues si la acción es reducida a un entramado de comportamientos, corre el peligro de convertirse en conformismo. Como señala Tassin:
Ni una sociología de los comportamientos que llevan las conductas a sus determinaciones sociales, ni una semántica de la acción que la defina desde la intencionalidad que se supone que ella debe cumplir, bastan para entender la dimensión específicamente política de la acción. (1999: 263-264)
Es importante destacar que la concepción arendtiana de la acción es completamente original.1 La autora deja de lado aquellas interpretaciones donde la acción es revisada dentro de un análisis intencional o un marco comportamental. Más bien construye una fenomenología de la acción, que intenta comprender su carácter existencial y, con él, su horizonte de significado; este último entendido como la constitución de un espacio público, donde la aceptación plural de la libertad de actuar permita el reconocimiento y la revelación de los ciudadanos. En este sentido, la acción tiene un significado político, porque actuar es propio de la existencia humana y permite la actualización constante de la libertad. Si dejamos de actuar, dejamos de ser libres y, por ende, dejamos de ser humanos.
En el marco de su fenomenología de la acción, Arendt realiza una fuerte crítica a las concepciones modernas de la naturaleza humana y el sujeto moderno. Considera que no es posible determinar la naturaleza humana, ni siquiera la exhaustiva lista de nuestras actividades y capacidades o el recuento preciso de nuestras determinaciones nos pondría en posesión de algo parecido a una esencia del hombre. Todas estas aproximaciones al fenómeno humano permiten responder a la pregunta ¿qué somos?, cuando la verdadera pregunta que hay que responder es ¿quiénes somos? El quién contrapuesto al qué, define lo propiamente humano en la humanidad del hombre. Al respecto, Bhikhu Parekh señala:
Arendt argues that the concept of human nature rest on a fundamentally mistaken assumption. To say that man has a nature is to assume that he has within him certain distinctive capacities and/or desires, and that we should therefore look at or within him to identify his nature. In Arendt’s view, this is a mistaken assumption because it implies that man can be detached from the world and studied in isolation, and further that he is […] self-contained and closed. For Arendt, man is an integral part of world. His capacities and dispositions are inextricably interwoven with its structure, and cannot be fully understood in isolation from it. (1981: 67)
El quién no es una sustancia ni sus cualidades definitorias se resuelven con un repertorio de las características que comparte como miembro de la especie humana con los demás hombres. Lo que prima en la determinación de lo propiamente humano en nuestra humanidad no es lo que tenemos en común (lo que somos), sino lo que nos distingue (quiénes somos); es decir, lo particular, singular e indeterminable a priori.
En palabras de Arendt, el quién se expresa en la acción, haciendo realidad la condición de la natalidad, dando origen a algo absolutamente nuevo, creando algo inédito. La acción es entonces una acción-discurso, la cual, en el acto de crear algo inédito, revela un alguien. Pero, de igual manera, el discurso sólo puede revelar el quién si, al mismo tiempo, es un discurso-acción, el cual va más allá del contenido de lo expresado. La acción como forma de comunicación y ésta como forma de acción son las razones que hacen de la pluralidad la condición de condiciones: porque revelar el quién es hacer algo, pero sólo se revela si hay ante quién revelarlo, es decir, si hay comunicación. Esta acción-discurso requiere de espectadores y pide una concepción especial del lenguaje; una concepción donde éste, más que trasmitir ideas o perseguir fines, es una forma de narración que da cuenta de la identidad de cada uno de los agentes.
A propósito de esto hay al menos tres caminos que explora Arendt en La condición humana. En primer lugar, el discurso es acción, cuando se trata de actos performativos. Utiliza la promesa y el perdón -dos actos performativos- como ejemplos del discurso-acción. En segundo lugar está el ejemplo griego, donde discurso y acción fueron considerados siempre como las más altas actividades humanas, en tanto iguales y coextensivas. No se entendía entonces el discurso como un medio para expresar los pensamientos, sino como una forma de acción: el pensamiento era secundario al discurso. No se trataba entonces de un medio para persuadir, sino que se entendía el lenguaje:
[…] como específica forma humana de contestar, de replicar y de sopesar lo que ocurría y se hacía. [En fin:] encontrar las palabras oportunas en el momento oportuno, es acción, dejando aparte la información o comunicación que lleven. Solo la pura violencia es muda. (Arendt, 2005: 53)
Este discurso-acción configura el espacio político de aparición en la polis al establecer las relaciones políticas entre los hombres. En tercer lugar, el discurso es acción porque revela la identidad de cada uno.
Podemos decir que para Arendt el discurso: 1) Habla de algo: su referencia, 2) hace algo: crea realidades y relaciones entre los hombres, 3) revela a alguien: una cosa es decir “te perdono”, otra que esa locución sea, al mismo tiempo, el acto de perdonar, y otra, finalmente, es que ese acto revele el quién de quien perdona. En otras palabras, si bien en los sentidos dos y tres, el discurso es acción, sólo en el tercer sentido se puede hablar de la cualidad reveladora del mismo. Aun así, puede afirmarse que tanto los actos performativos como el discurso político griego revelan la identidad del actor. En efecto, es posible decir que el discurso performativo o político al crear nuevas realidades, también crea un quién.
Por ejemplo, todo perdón es contextual y muestra por ello al sujeto que perdona; toda réplica, toda contestación y todo juicio como configuración del espacio político, muestran siempre la posición en ese espacio del individuo concreto que los origina. Ambas revelan la perspectiva particular, y con ella el lugar específico y único, que en la nueva realidad creada ocupa quien habla.
Una dificultad de este planteamiento es que limita la revelación del quién a ciertos discursos performativos que requieren condiciones muy especiales para manifestarse. Arendt señala que la cualidad reveladora del discurso pasa a primer plano cuando los hombres están con otros; y esa condición de igualdad es característica del espacio público, no del privado, es decir, es característica de la acción política. De manera que esta dificultad no es tal.
Ahora sabemos algo más sobre cómo se revela el quién, además no es posible preguntar por su esencia, pues sería querer hablar de un quién como si fuera un qué. Sin embargo, Arendt quiere que podamos captar este quién; que podamos distinguirlo, identificarlo, reconocerlo. Las preguntas que surgen son las siguientes: ¿cómo podemos aprehender el quién? La mayor dificultad para responder esta pregunta estriba en la sentencia de Arendt según la cual, esta revelación del quién “acaece de la misma manera que las manifestaciones claramente no dignas de confianza de los antiguos oráculos que, según Heráclito, ‘ni revelan ni ocultan con palabras, sino que dan signos manifiestos’” (2005: 211). Esto frustra la pretensión reveladora de la acción y el discurso. ¿Cómo la frustra? No porque impida su revelación o porque la haga oscura -que sería la interpretación más fácil de la alusión a Heráclito-, sino porque hace difícil la aprehensión discursiva de esta revelación. Esta dificultad se debe a que, por un lado, “en el momento en que queremos decir quién es alguien, nuestro mismo vocabulario nos induce a decir qué es ese alguien” y, por otro, a la incapacidad misma de cualquier discurso de capturar la singularidad propia del agente.
Además, la acción y el discurso dejados a sí mismos son frágiles, contingentes y fútiles. Su realidad depende de la pluralidad humana, es decir, de la presencia de otros que ven y atestiguan su existencia (Arendt, 2005: 117). Sólo sabemos qué escuchan y ven los otros por sus testimonios narrativos. El testimonio es parte de lo que sucede, de lo que se dice y de lo que se ve, es fundamental, puesto que tiene que ver con su significado. Más allá de las narraciones de los otros, no hay realidad de la acción y el discurso; no hay un quién. Esta es, sin duda, una afirmación de carácter ontológico: la realidad -en este caso, de la acción, del discurso y del sujeto- es lo que aparece ante los demás. Pero es también una afirmación de carácter gnoseológico: el significado es el que se revela a los otros, lo que los otros testimonian. Habría que retener dos ideas relacionadas de lo dicho. En primer lugar, la realidad de la acción, el discurso y el sujeto, dependen del testimonio de los otros (que ven y oyen); esto es parte de la ontología general de Arendt según la cual la realidad es lo que aparece ante la pluralidad de los hombres. Toda otra realidad que no aparezca así ante los otros “viene y pasa como un sueño, íntima y exclusivamente nuestro, pero sin realidad” (Arendt, 2005: 225).2 Así, la garantía de realidad de nuestras experiencias depende de los otros en tanto testigos o espectadores de las mismas experiencias, depende de la pluralidad; ésta es la condición que funda su espacio de aparición. En segundo lugar, si lo hecho-y-dicho comprende lo visto-y-oído, se debe a que la relación entre dicho-oído y hecho-visto es una relación de significación.
De acuerdo en esto, la acción y el discurso son entonces como aparecen a la pluralidad de los hombres. Pero, a diferencia de otros fenómenos, el significado de ambos requiere su vinculación con un quién: “La acción sin un nombre, un quién unido a ella, carece de significado, mientras que una obra de arte mantiene su pertinencia conozcamos o no el nombre del artista” (Arendt, 2005: 210). No hay que entender mal esta idea; no se trata de que la identidad del actor cope el sentido de la acción, sino de que la acción ilumine la singularidad del agente; y esa revelación constituye, al mismo tiempo, una necesaria condición de posibilidad para desentrañar su significado. De esta manera, es importante preguntarnos ¿qué entiende Arendt por la noción de acción?, ¿cómo manifiesta la acción la identidad del actor?
Acción, libertad y memorabilidad
Para responder a los retos planteados, Arendt recupera de Aristóteles la idea de la acción como praxis: pura actividad o energeia. Para comprender las características distintivas de la acción, conviene señalar que Arendt toma como criterios la instrumentalidad, la actualización y la temporalidad para distinguir esta actividad de otras. En primer lugar, desde la perspectiva de la instrumentalidad, la pensadora política señala que la acción como praxis no es un medio para alcanzar un fin exterior a ella. Por esta razón, no se debe confundir la acción con la poiesis o el trabajo (pues ésta es un medio para construir algo exterior a la actividad misma). En segundo lugar, desde el punto de vista de la actualidad, mientras que en la poiesis, la dunamis (el poder) y la energeia (el acto) son distintas y, por ende, el resultado final o la actualidad se encuentran en el producto final; en la praxis, la dunamis y energeia no están separadas, sino fusionadas y residen en el agente. Finalmente, desde el punto de vista de la temporalidad, a diferencia de la poiesis donde el tiempo para hacer el trabajo está separado del tiempo del trabajo hecho, la praxis como pura energeia implica que uno es al mismo tiempo el que actúa y el que actuó, el que vive y el que vivió. La praxis hace manifiesta una temporalidad que corresponde a la existencia de los seres humanos como seres políticos. Por esta razón, existir nunca es producir o fabricar algo, sino actuar.
Incluso, Arendt rescata la etimología griega y latina del verbo actuar para destacar otros aspectos de la acción política, y encuentra que en ambas lenguas se usaban dos palabras diferentes pero relacionadas: archein y prattein, en el caso de los griegos; agere y gerere en el caso de los latinos. Arendt señala que “parece como si cada acción estuviera dividida en dos partes, el comienzo, realizado por una sola persona, y el final en la que se unen muchas para ‘llevar’ y ‘acabar’ la empresa aportando su ayuda” (2005: 217). Lo inquietante para Arendt es que el uso de esta distinción terminara pervirtiéndose -en gran parte por culpa de la filosofía política-, de manera que archein y agere pasaron a designar “dar órdenes”; prattein y gerere, “realizarlas”. Con ello, la verdadera esencia de la acción fue remplazada por el modelo de la acción como fabricación, esto es, por el modelo utilitario regido por las categorías de medios y fines, en última instancia, por el modelo de la política como un asunto de mando y obediencia.
Arendt quiere rescatar la experiencia original de la acción con todos los peligros y posibilidades que trae consigo. Propone que a la acción -archein- hay que entenderla como inicio, o mejor, como comienzo: “en la propia naturaleza del comienzo radica que se inicie algo nuevo que no puede esperarse de cualquier cosa que haya ocurrido antes” (2005: 207). Actuar es tomar la iniciativa, dar origen a algo absolutamente nuevo y único. La acción es imprevisible; interrumpe el flujo de las actividades en el mundo, y cambia su curso sin causa alguna identificable en dirección desconocida. Es absoluta novedad que no puede reducirse a lo que ya existía, que no puede explicarse por ello. Arendt dice que “se da en forma de milagro”. La acción realiza la condición de la natalidad, es decir, da origen en el mundo a algo único, nuevo, inesperado, y nos recuerda que el hombre “aunque ha de morir, no ha nacido para eso sino para comenzar” (2005: 264). Si la condición de la mortalidad es la categoría metafísica por excelencia, la natalidad es la categoría central de la política.
Pero Arendt también considera que la acción -prattein- supone que el agente “se mueve entre y en relación con otros seres actuantes, nunca es simplemente un ‘agente’, sino que siempre y al mismo tiempo es un paciente” (2005: 217). Ésta es una idea sorprendente que redefine la relación del agente con la acción. No se trata simplemente de que toda acción y todo discurso se dan en un contexto de acciones y discursos; sino que supone sobretodo que a la acción pertenecen las reacciones, las acciones y las palabras que con ella se vinculan. Por ambas razones, el agente es actor y padece su acción, esto es así, porque actúa en un contexto previo inevitable y responde por las consecuencias de sus actos; mismas que no se pueden prever y escapan a su control. Es actor porque experimenta, asume este padecimiento como parte de su propio significado, como parte de lo que lo define como agente.
La acción y el discurso se manifiestan entre los hombres. Éste en medio de aunque incluye un mundo de cosas, también incluye una dimensión intangible: “A esta realidad la llamamos ‘trama’ de las relaciones humanas, indicando con la metáfora su cualidad de algún modo intangible” (2005: 207). La metáfora de la trama señala lo invisible, la red de relaciones o, en otras palabras, el contexto intersubjetivo de relaciones humanas que constituyen el horizonte de los asuntos humanos. De esta manera, cada uno comienza a vivir dentro de una trama de narraciones e historias que son tejidas antes de nuestro nacimiento, y que están presentes durante toda nuestra existencia. Esta característica de la acción se vincula estructuralmente a la pluralidad. En efecto, ¿qué significa lo que hemos dicho sino que la acción en solitario es imposible? Pero al ponerla en manos de esta red de acciones y discursos que exceden el control del agente, la acción se torna no sólo imprevisible, sino también ilimitada. Al margen de su contenido, la acción siempre establece relaciones que generan otras nuevas y así, potencialmente, hasta el infinito. No hay marcos o fronteras en los asuntos humanos que puedan detener las consecuencias de la acción ni preverlas (Arendt, 2005: 218).
El carácter imprevisible, irrevocable e ilimitado de la acción parece convertir al agente en víctima. En efecto, si cada uno de nosotros tiene que responder por todas las consecuencias impredecibles e ilimitadas que nuestras acciones generan, parece que “empeñamos nuestra libertad en el momento mismo en que hacemos uso de ella”:
[Los hombres] tienen plena conciencia de que quien actúa nunca sabe del todo lo que hace, que siempre se hace “culpable” de las consecuencias que jamás intentó o pronosticó, que por muy desastrosas e inesperadas que sean las consecuencias de su acto no puede deshacerlo, que el proceso que inicia nunca se consuma inequívocamente en un solo acto o acontecimiento, y que su significado jamás se revela al agente, sino a la posterior mirada del historiador que no actúa. (Arendt, 2005: 253)
El carácter impredecible e irreversible de la acción parece expropiar al agente no sólo del control, sino también del significado mismo de su propia identidad. Que el agente sea paciente, significa que no tiene el control de su identidad; ser actor, no accede a su significado (reservado a los espectadores). Al parecer, los peligros de la acción enajenan el actuar del agente y también la comprensión de su significado. A esta doble condición de actor y paciente, Arendt la llama protagonista. No somos productores ni autores de la acción, pero sí sus únicos protagonistas. Aquí vale la pena aclarar las acepciones arendtianas de actor, sujeto, protagonista y paciente. Cuando actúa públicamente, el agente adquiere el estatus de actor político; es un quién cuando revela efectivamente su identidad a los espectadores. Adquiere el estatus de protagonista cuando es el personaje principal de las narraciones y los juicios que se construyen en torno suyo; es paciente cuando asume o sufre las consecuencias impredecibles de sus actos.
La dificultad estriba en la relación entre el agente y la acción, esto es, la forma en la que recíprocamente se iluminan, porque la acción y el discurso son comienzo -archein-, el quién que revelan es absolutamente único e indeterminado, pues ambos se dan sobre una trama de acciones y discursos previos, y generan en ella nuevas conexiones potencialmente ilimitadas -prattein-. El significado de las mismas excede la voluntad y la comprensión del agente, y depende, para su realidad y significado, del testimonio de los otros. En otras palabras, la relación entre la acción y el quién que la ha llevado a cabo no está en manos del agente (no está en sus propósitos, en su voluntad, en sus pulsiones, en sus determinaciones psíquicas, biológicas, históricas o sociales); sino que el sentido de esta relación queda en manos fundamentalmente de los otros. Sin embargo, el significado de esa revelación se torna difícil de aprehender por la unicidad del quién, por su indeterminación, la ontología de la apariencia, el extraño lenguaje de signos heracliteanos en que se revela y la imposibilidad de reificar lo que es pura esencia viva. Esta limitación plantea a su vez un aspecto muy interesante: si bien son las narraciones de los espectadores las que tienden a configurar la identidad del agente, éstas no lo agotan. Debido a las condiciones de la pluralidad y la natalidad, siempre se construirán múltiples narraciones que intentarán comprender la singularidad de una persona, pero no se convertirán en la última palabra; la unicidad viva de una persona es imposible de comprender totalmente.
Ahora bien, si la acción es tan frágil, fútil e impredecible, ¿qué es lo que nos conduce a actuar? Arendt señala que la libertad nos define como seres actuantes. En su obra La vida del espíritu realiza un planteamiento aún más contundente: “Estamos condenados a ser libres por el hecho de haber nacido, sin importar si nos gusta la libertad o si abominamos de su arbitrariedad” (2002: 451). Por supuesto, Arendt propone una idea distinta de libertad. Ésta es la pura espontaneidad de la acción que realiza la condición de la natalidad; no la entiende como un insoluble problema de subjetividad. En otras palabras, la noción arendtiana de libertad no tiene nada que ver con las nociones de libre albedrío o autonomía.
Para Arendt, la libertad es “un estado objetivo de la existencia humana” (2005: 86). Así, ésta es consustancial a la acción, ni previa ni posterior; se realiza en la acción misma y desaparece cuando ella cesa. Lo importante ahora es retener que esta libertad contradice la noción de soberanía porque supone la pluralidad y que ésta es algo más que muchos hombres. En efecto, si la pluralidad es condición de la libertad, es porque supone un tipo específico de relación entre los hombres. No se trata de que sean muchos y no uno, sino de que esos muchos se relacionen en un espacio que permita el ejercicio de la libertad. Ese espacio no es otro que el de la igualdad, o -para ser más exactos- el que ofrece a todos los hombres la igual posibilidad de diferenciarse como seres únicos mediante la acción y el discurso. La pluralidad, como la libertad y la acción que dependen de ella, es un fenómeno que puede darse o no: es una conquista. Únicamente en ella se cumple la verdadera condición de lo humano: distinguirse, revelar el quién o el sujeto de la acción.
Es importante aclarar que la misma Arendt introduce la palabra sujeto con un significado novedoso para hacer referencia a la identidad del actor que se revela en la acción. Pero ¿cómo lo concibe? En el pensamiento arendtiano hay una tensión muy fuerte entre la concepción de la acción performativa y la concepción de la identidad narrativa que dificulta comprender su noción del sujeto. Por un lado, hay comentaristas, como Bonnie Honig y Michael Denneny, quienes consideran que en las reflexiones arendtianas la acción es básicamente un acto performativo.3 Mientras otros autores como Seyla Benhabib, Fina Birulés y Maurizio Passerin d’Entrèves, consideran que la noción arendtiana de acción no se agota en una performatividad, sino que también encontramos cómo a través de ella surge una identidad narrativa y distintos modelos o representaciones de la acción que pueden entrar en conflicto.4
En su libro The Political Philosophy of Hannah Arendt, d’Entrèves encuentra una tensión entre dos modelos de acción política: el modelo de acción heroica o agonal y el modelo de acción comunicativa. Señala lo siguiente:
Different assessments of Arendt´s theory of action can be explained in terms of a fundamental tension in her theory between an expressive and a communicative model of action […] Communicative action is oriented to reaching understanding and it is characterized by the norms of symmetry and reciprocity between subjects who are recognized as equal. Expressive action, on the other hand, allows for the self-actualization or the self-realization of the person, and its norms are the recognition and the confirmation of the uniqueness of the self and its capacities by others. (1994: 84-85)
Correlativos a estos dos modelos de acción son de la política: el primero es el modelo heroico o agonal de la política como una actividad de ejecutar grandes y memorables acciones en una élite cívica republicana. El segundo es el reino de la democracia o la política asociativa, donde pueden participar los ciudadanos, quienes pueden o no destacarse brillantemente, pero tienen la capacidad de hacer juicios políticos y de tomar la iniciativa en el proceso de auto-organización.
Por su parte, Seyla Benhabib emplea los términos agonal y narrativo para diferenciar los dos tipos de modelos de acción presentes en La condición humana. Benhabib observa que en el modelo agonal la acción es descrita a través de términos como la revelación de quién es uno y la manifestación de lo que está en el interior; mientras que en el modelo narrativo la acción es caracterizada a través de la construcción de una red de narraciones. Ambos modelos también muestran una tensión en el concepto de sujeto: mientras el modelo de acción agonal presenta una noción de sujeto de carácter esencialista, el segundo modelo revela una noción constructivista del sujeto que emerge a partir de la identidad narrativa (Benhabib, 2003).
Una postura interesante es la que Neus Campillo plantea. Él defiende la postura de que si bien la acción tiene un carácter performativo, es en los juicios de los espectadores donde emerge la identidad narrativa y, por ende, ambas dimensiones no son incompatibles:
Defendería, al respecto, que se dan ambas. Mientras que la performatividad es la característica de la acción, la identidad narrativa se formará en tanto que se cuenta una historia sobre el actor cuyo autor no es él, sino el espectador. La acción es performativa, pero es el juicio de los espectadores el que introduce la narratividad al contar una historia sobre esa acción. Es el momento de la reflexión el que establece la identidad como narrativa. (2013: 124)
La postura del autor es bastante razonable. Pero de aquí se desprenden dos preguntas: ¿Puede el actor crear una narración?, ¿esto implicaría que puede ser actor y espectador al mismo tiempo? La respuesta de Campillo es la siguiente:
Habría que señalar la importancia que da a la elección de cómo aparecer, porque Arendt atribuye así a la individualidad una capacidad que puede ir más allá de todo control y de toda desposesión de la identidad […] Es en la elección que hacemos de cómo aparecer a los demás donde podremos encontrar un elemento para armonizar la tensión entre la iniciativa y la narración que se realizará sobre el quién. (2013: 129)
Sin embargo, los nuevos cuestionamientos que surgen son: ¿Cómo se realiza esa elección sobre cómo aparecer?, ¿en qué consiste, teniendo en cuenta que Arendt postula una noción de libertad muy distinta a la famosa concepción tradicional del libre albedrío?, ¿cómo garantizar que esta elección sobre el cómo aparecer no caiga en la hipocresía y la simulación? Desafortunadamente Campillo no trata ninguna de estas cuestiones. Otro cuestionamiento que surge es: ¿cuáles son los criterios de los espectadores para juzgar las acciones de los agentes y construir una identidad narrativa? Arendt ofrece una pista en su interpretación de la oración fúnebre de Pericles:
Lo que es evidente en la formulación de Pericles es que el íntimo significado del acto actuado y de la palabra pronunciada es independiente de la victoria y de la derrota, y debe permanecer intocado por cualquier resultado final, por sus consecuencias para lo mejor o lo peor […] La acción solo puede juzgarse por el criterio de grandeza debido a que en su naturaleza radica el abrirse paso entre lo comúnmente aceptado y alcanzar lo extraordinario, donde cualquier cosa que es verdadera en la vida común y cotidiana ya no se aplica, puesto que todo lo que existe es único y sui géneris […] La grandeza, por lo tanto, o el significado específico de cada acto, solo puede basarse en la propia realización, y no en su motivación ni en su logro. (Arendt, 2005: 231)
Esos actos actuados y palabras habladas son la energeia (realidad) que designa las actividades que no persiguen un fin, ni dejan trabajo, sino que agotan su pleno significado en su actuación. Ese significado está en estrecha relación con el quién. Arendt piensa que ese modo puramente humano de diferenciarse, de revelar la unicidad, lo constituye la grandeza de la acción. De manera que, pese a los peligros de la acción, hay una razón fundamental para actuar: diferenciarse. Pero no se trata, por supuesto, de un motivo al estilo de los motivos biológicos, psicológicos o sociales que nos ligan a la acción, con alguna suerte de necesidad. En otras palabras, las razones subjetivas ocupan un lugar subsidiario en esta explicación arendtiana de la acción política, pues Arendt considera que la acción política emerge de unos principios políticos energéticos, los cuales se hallan relacionados con el tipo de relaciones políticas que se establecen en un determinado contexto político. En el artículo “¿Qué es la libertad?”, Arendt agrega lo siguiente:
La acción no está bajo la guía del intelecto ni bajo el dictado de la Voluntad […] sino que surge por algo por completo diferente que, siguiendo el famoso análisis de las formas de gobierno hecho por Montesquieu, llamaré principio. Los principios no operan desde dentro del yo como lo hacen los motivos […] se inspiran desde fuera, y son demasiado generales para indicar metas particulares, aunque cada fin particular se puede juzgar a la luz de este principio, una vez que la acción está en marcha. (1995: 164)
Arendt retoma la noción de principio utilizada por Charles-Louis Montesquieu en El espíritu de las leyes, para explicar los fundamentos de la acción política. El filósofo francés utiliza dicha noción para referir a ciertas pasiones colectivas que se convierten en la fuente de legitimación de una forma de gobierno. Algunos comentaristas, como George Kateb, por ejemplo, han denominado a la noción arendtiana de principio que inspira la acción como el espíritu adecuado:
Podemos decir que para ella los actores políticos demuestran estar animados por el espíritu adecuado cuando actúan con los siguientes propósitos: ejemplificar una pasión (lo que Arendt llama “principio”), ejercer sus capacidades políticas (lo que Arendt, siguiendo a Maquiavelo, llama “virtú”), por mor del júbilo que produce la acción (especialmente cuando se desencadena algo nuevo y viene a interrumpir un proceso aparentemente necesario o transgredir una práctica asentada). (Kateb, 2001: 11)
Al dejar de lado el problema de los principios de la acción, es importante recordar que en algunas ocasiones Arendt parece sugerir que la distinción del sujeto político requiere la realización de acciones extraordinarias y grandiosas, pero tal exigencia parece a todas luces una exageración que linda con la imposibilidad. A este precio, llevar una vida humana sería un privilegio -como sin duda lo era en el mundo griego-. Además, parece reclamar un espíritu agonal de lucha y confrontación, de competencia por el lucimiento. Pero quizá no son estos dos los aspectos que Arendt quiere resaltar más con la referencia a la oración fúnebre de Pericles antes mencionada. En primer lugar, la referencia a la polis como espacio para la política se presenta en la obra como el espacio donde vale la pena vivir juntos, precisamente porque en él “se comparten palabras y acciones” (Arendt, 2005: 223). Ese compartir palabras y acciones hace de la polis un lugar donde se promueve la distinción y la participación de los ciudadanos, es decir, un lugar que hace de lo extraordinario algo corriente, y ofrece un remedio para la futilidad de la acción y el discurso a través del recuerdo. La organización física y política de la polis se presenta así “como una especie de recuerdo organizado” (Arendt, 2005: 224). Además, esto compagina muy bien con la idea arendtiana de que las acciones no se miden por sus logros, pues los derrotados también pueden distinguirse (y de hecho, según Arendt, esa es la grandeza de los historiadores griegos, quienes supieron relatar con imparcialidad las virtudes de los ganadores y de los perdedores). Por otra parte, Arendt ha agregado a la acción extraordinaria un complemento que se presenta como necesario: el recuerdo. Aunque no resulta fácil entender cómo la polis se organiza como una garantía de memoria de las acciones individuales, lo importante es retener la idea de que con ello los griegos querían evitar la dependencia que la acción tiene del poeta para lograrlo.
Por supuesto, convertir lo extraordinario en ordinario es una manifiesta contradicción, salvo que por extraordinario no entendamos lo infrecuente o lo que casi nunca se da, sino lo que no está en la norma, lo que no se puede explicar por sus antecedentes, lo que tiene un carácter único. En este caso, lo que cabe resaltar de la polis como espacio público-político es que propiciaba la acción, el comienzo y la libertad, por contraposición a los comportamientos. Así, lo extraordinario, dice Arendt, hablando del perdón, “es la ‘infinita improbabilidad’ lo que se da regularmente” (2005: 265). Con esto, quizá, hemos evitado una interpretación que condene a la acción por improbable, pero volvemos a la misma incapacidad para determinar en qué consiste esa diferenciación que nos hace únicos. Con la grandeza, el combate, los vencedores y los vencidos; con la comparación y lo extraordinario como algo excepcional y poco frecuente, ese problema al menos, quedaba saldado. En otro apartado, Arendt señala que:
[…] la antigua estima por la política radica en la convicción de que el hombre qua hombre, cada individuo en su única distinción, aparece y se confirma a sí mismo en el discurso y la acción, y que estas actividades, a pesar de su futilidad material, poseen una permanente cualidad propia debido a que crean su propia memoria. (2005: 233)
En nota a pie de página, aclara que esta cualidad la adjudicaban los griegos al concepto de virtud o excelencia -areté-. La virtud no conoce el olvido, de manera que la acción puede concebirse al modo de ella. En efecto, sólo las actividades realizadas ante pares iguales en libertad pueden ser virtuosas: “[…] ni la educación, ni la ingeniosidad, ni el talento pueden reemplazar a los elementos constitutivos de la esfera pública, que la hacen lugar propicio para la excelencia humana” (Arendt, 2005: 70). De hecho, las virtudes son en sí mismas realidades “o cualidades que puedan o no realizarse” (2005: 232).
Entonces ¿en qué consiste la acción que nos revela en nuestra unicidad, de la que ahora sabemos que reclama la memoria? Pues bien, Arendt no da respuesta en esta obra a este espinoso problema. Parece que se encuentra con un terrible dilema. Por una parte, desea que la acción esté al alcance de todo aquel que se encuentre en las condiciones políticas necesarias para poder distinguirse y revelar quién es “el héroe […] no requiere cualidades heroicas” (2005: 215). Sin embargo, tal revelación está cargada de presupuestos que la hacen sumamente exclusiva, el más importante de ellos: su memorabilidad.
La acción, como la vida, es frágil y sucumbiría a su propia futilidad, desaparecería al final de cada proceso como si no hubiera existido, si no fuera posible convertirla en algo tangible. Para que esto se dé se necesita, primero, que sea vista, escuchada; después, recordada y, finalmente, transformada (Arendt, 2005: 117 ). Esto es posible, ya que toda acción, al insertarse en la trama previa de los asuntos humanos, interactúa con ellas creando historias que serán recordadas. Son estas historias las que pueden contarse, narrarse desde distintas perspectivas, reflejarse en monumentos o en obras de arte, etcétera. Así, el arte, la historia y la literatura redimen a la acción de su futilidad y le garantizan la inmortalidad en el recuerdo de los demás hombres.
Sujeto, identidad y pensamiento
Como hemos visto en las reflexiones arendtianas, la identidad del actor es una realidad que emerge de la acción. Esta identidad del sujeto se construye a través de los testimonios y las narraciones de los espectadores, quienes observan el performance del agente y pueden realizar juicios objetivos de sus acciones. En Political Theory and the Displacement of Politics, Bonnie Honig dice:
Identity is one of the new realities generated by action and resistant to judgment by general (moral) rules. Prior to or apart from action, the self is fragmented, discontinuous, indistinct, and most certainly uninteresting. A life sustaining, psychologically determined, trivial, and imitable biological creature in the private realm, this self attains identity -becomes a “who”- by acting in the public realm in concert with others. (1984: 80-81)
Arendt confina el yo biológico y psicológico a la esfera privada, pues las pasiones y las emociones no pueden aparecer como fenómenos en el mundo, si fuera así, todos seríamos totalmente observados. El yo adquiere una identidad cuando se convierte en un quién por medio de la acción y del discurso en la esfera pública in concert con otros. Antes de esto, el yo sólo es un qué, una vida definida (incluso determinada) por las funciones y características propias de la esfera privada, tales como los talentos, cualidades, intenciones, motivaciones y metas que se pueden tanto mostrar como esconder de los demás. La identidad sólo se logra cuando se actúa en la esfera pública y no depende del ámbito psicológico o biológico representado en los sentimientos, pasiones y emociones. Éstas, al igual que las cualidades y que las intenciones, no establecen diferencias entre los sujetos, como sí lo hace la identidad narrativa construida por los espectadores. Por consiguiente, la identidad del sujeto no se desprende de ningún ejercicio introspectivo, sino de las cualidades reveladoras de la acción cuando el individuo se relaciona con los otros en la esfera política. Desde esta perspectiva, George Kateb señala:
Arendt emphasizes the revelatory quality of political action. In political action alone is a person revealed. There alone is light. All others places are dark, and in them the person remains obscure. In his nonpolitical life, he is reduced to his biological species-being, or to the typicalities of social conduct, or to a losing struggle to preserve an amorphous personality against social pressure, or to dependence on the unreachable, inexpressible substratum of his mental life. The political self, publicity presented, is thus real self or what must pass for the real self. The real self can be only a defined self; it cannot be the infinite possibilities of inner process and outward response. Political action is the great definer and concentrator of self, the great stimulus to the formation of a self out of its own welter. Political action introduces coherence into the self and its experience. Such coherence is redemptive. Narrative, dramatic, or poetic art perfects the coherence. (1984: 8)
Según Kateb, el sujeto político revelado públicamente es el quién real, el cual tiene un carácter más definido, pues la acción política permite que los espectadores interpreten sus actos a través del arte narrativo, asignándole una coherencia. El autor reconoce que en la noción política arendtiana los motivos internos nunca pueden ser conocidos ni por nuestro propio ojo interno ni por la observación cuidadosa de los ojos públicos. Por lo tanto, las motivaciones internas no pueden ser reveladas. Si la identidad personal es definida como el conocimiento de los motivos internos, entonces tal conocimiento es inalcanzable por cualquier método, ya que éstos permanecen en la oscuridad del alma humana.
La acción, la palabra y el quién son parte de este mundo humano, fenómenos que se dan en la pluralidad de perspectivas sobre lo mismo. En este sentido, dice Arendt, “ser visto y oído por otro deriva del hecho de que todos ven y oyen desde una posición diferente” (2005: 77), y deriva de ese hecho porque es ese su espacio de aparición; la condición de posibilidad para que se dé la comunicación no es la opinión única (como en la sociedad de masas) ni la imposibilidad de hacer acuerdos (como en las tiranías), sino el terreno de la opinión, el debate, el juicio y la crítica: el espacio público. Sin él, los hombres no son vistos ni oídos por otros, ni ven ni oyen a los demás: permanecen completamente privados, encerrados en la subjetividad de su propia experiencia.
Sin embargo, es importante recordar que la acción y el discurso son sólo dos actividades humanas que no agotan, ni de lejos, el repertorio de capacidades humanas (sin contar los otros componentes de la vita activa -trabajo y labor-, faltarían otras actividades -como pensar-, y facultades como la voluntad, el juicio, etcétera). Lo anterior plantea varios problemas: ¿Qué importancia tendría la vida del espíritu en la concepción arendtiana del sujeto? Desde esta perspectiva, Kateb y Honig proponen interpretaciones muy interesantes al respecto. Por un lado, Kateb reconoce que si bien el quién se expresa a través de la acción política, también es necesario el yo privado con sus funciones biológicas y sus capacidades mentales: “Para que el sujeto público exista se necesita el yo privado que no tiene la necesidad de revelarse ni aparecer públicamente” (1984: 119). Ambas dimensiones constituyen las dos caras de una misma moneda, en otras palabras, ambas son dimensiones importantes de la condición humana y ninguna puede prescindir de la otra. Por otro lado, Honig considera que el yo de La condición humana no se encuentra bifurcado en las actividades que componen la vida activa, sino también la vida del espíritu:
The self of The Human Condition is not simply bifurcated; the laboring, working, and acting self is the site of several struggles: between its private and public self. That is, between its slavish mentality and its yearning for freedom, its risk-aversiveness and its courageous competitiveness, and among the three different, incompatible and rival mentalities of labor, work and action in the vita activa alone. Elsewhere, it is animated (and conflicted) by other mentalities as well, for example, by the attitudes presupposed and engendered by intimate or solitary pursuits and by the three distinct, incompatible, and reflexive mental faculties Arendt describes in The Life of the Mind. (1984: 82)
Según Honig, el yo es el escenario de una serie de conflictos, debido a las tensiones que surgen entre su mentalidad determinista y su anhelo de libertad; entre las tres distintas mentalidades de la labor, el trabajo y la acción en la vita activa. A esto se suman las actitudes engendradas por las tres facultades reflexivas que Arendt describe en La vida del espíritu: el pensamiento, la voluntad y el juicio. En esta obra, Arendt critica aquellas teorías filosóficas y sociológicas que han intentado reducir la pluralidad de la vida humana en una unidad:
Lo que merece la pena destacar en todas estas teorías y doctrinas es su monismo implícito, la afirmación de que tras la evidente multiplicidad de las apariencias mundanas, y de manera más apropiada para nuestro propósito, tras la evidente pluralidad de las facultades y capacidades humanas, debe existir una unicidad. (2002: 92)
Mientras que, en La condición humana, Arendt considera que la pluralidad, con su doble característica de igualdad y distinción, es “la condición sine qua non del […] espacio público”, es decir, la pluralidad es la condición fundamental de la intersubjetividad humana y la acción política; en La vida del espíritu, la multiplicidad, conformada por las tres facultades reflexivas (el yo pensante, el yo volente y el yo juzgante), es la característica esencial del espíritu. Sin embargo, aunque los hombres sean realidades plurales e indeterminadas, la acción y el discurso iluminan o revelan la identidad que hace únicos a los hombres, pues estas actividades realizan las condiciones básicas de la vida humana. Por supuesto, hay que destacar que en la interpretación de Honig hay una distinción clave entre las palabras yo y sujeto: mientras que la primera hace referencia a la dimensión psicológica y espiritual de cada ser humano en su esfera íntima y privada; la segunda remite a la singularidad manifiesta públicamente a través de la acción y el discurso.
Desde esta perspectiva, también es importante traer a colación las reflexiones arendtianas acerca de la identidad del yo pensante de La vida del espíritu, para comprender mejor su compleja noción de singularidad del sujeto. En esta obra, Arendt construye una fenomenología del pensar y destaca que tanto el pensamiento como la acción son actividades distintivas de los seres humanos. El pensar no es una actividad exclusiva de filósofos o sabios, sino que puede ser realizada por cualquier persona en la vida cotidiana. Al igual que la acción, el pensamiento es pura energeia. Si bien el pensar implica una retirada del mundo, ésta no es necesariamente una actividad de contemplación, sino un diálogo silencioso de uno consigo mismo que activa la facultad de juzgar.
Según Arendt, la experiencia de sí mismo como autoconciencia es fundamental para comprender la actividad del pensar; sin embargo, el problema que surge es ¿cuál es la identidad que le corresponde al yo pensante? Hay un pasaje de esta última obra donde se argumenta lo siguiente:
La consciencia de sí (consciousness) […] no solo acompaña “todas las representaciones” sino todas las actividades en las que, no obstante, uno puede olvidarse de sí mismo. La consciencia de sí como tal, antes de realizarse en solitud, solo alcanza la identidad del yo soy -“tengo conciencia no de cómo me manifiesto ni de cómo soy en mí mismo, sino simplemente de que soy”- y esto garantiza la continuidad idéntica del yo a través de las múltiples representaciones, experiencias y memorias de una vida: “El yo pienso expresa el acto de determinar mi existencia”. Las actividades mentales y, como veremos más adelante, el pensamiento pueden interpretarse como la actualización de la dualidad original o la separación entre yo y yo mismo propio de toda consciencia de sí. Pero esta “pura autoconciencia de la que soy, por decirlo así, inconsciente consciente, no es una actividad, puesto que acompaña al resto de las actividades, es la garantía de un silente yo-soy-yo. (Arendt, 2002: 96-97)
Como bien lo destaca Campillo, la identidad del yo pensante se caracteriza por ser oculta o por lo que Arendt caracteriza como un inconsciente consciente (Campillo, 2013). Además, en el pasaje antes citado, es importante rescatar la influencia de Kant en las reflexiones arendtianas sobre el problema de la identidad del yo pienso. Desde esta perspectiva, de forma similar a Kant, Arendt considera que la identidad oculta del yo pensante no se manifiesta en cuanto fenómeno, pues:
[…] la representación de que soy es, una representación, no una intuición […] El yo pienso parece introducir un espacio opaco, oculto, aunque con existencia determinada. Ese inconscientemente consciente […] se caracteriza por su retirada de las apariencias y de la acción. Se da mientras mantiene la actividad, cesa cuando cesa la actividad. (Campillo, 2013: 150-151)
La interpretación de Campillo es interesante al presentar la gran influencia de Kant en la concepción arendtiana de la identidad del yo pensante. Arendt comparte la posición kantiana de que sólo podemos tener una representación y no una intuición del yo pensante. No podemos tener una intuición, pues se requiere que aparezca en el marco de las condiciones del tiempo y el espacio. En Kant, la intuición es precisamente la presentación de algo, es decir, lo inmediato. Los fenómenos están presentes o están inmediatamente en el espacio y el tiempo y, por ende, lo intuido es una apariencia. En cambio, la representación como su nombre lo indica implica traer una imagen a la mente a través de la imaginación.
Sin embargo, en el caso del yo pensante su representación es vacía de todo contenido, ya que el yo es sujeto de conocimiento y no objeto. El yo no puede colarse frente a sí mismo; ni tampoco desdoblarse en sujeto y objeto a la vez para construir un concepto de sí. Es más, Kant considera que el yo pensante no puede ser conocido, sino pensado, pues el conocimiento requiere la experiencia y no tenemos manifestaciones empíricas del yo. Quizá por esta influencia kantiana, Arendt considera que el agente no puede dar cuenta de su identidad. Debido a que la identidad del yo pensante permanece oculta y, por ser incognoscible, no podemos determinar su esencia o construir un concepto de sí mismo. De ahí que solamente a través de las acciones, en cuanto manifestaciones fenoménicas en la esfera pública, sea posible que los espectadores emitan juicios que develen la identidad del agente.
Por supuesto, al presuponer que todos los seres humanos aparecen y son reconocidos por la pluralidad de espectadores y actores, la ontología arendtiana del aparecer no sólo implica que la distinción sujeto-objeto sea reevaluada por la de actor-espectador, sino que también cualquier ser humano, independientemente de la posición que tome, puede dejar de ser actor para convertirse en el espectador de las acciones de los otros o a la inversa. La pluralidad no solamente es la condición ontológica del aparecer ya sea como actor o espectador, sino que además es la condición de posibilidad del pensar, entendido como aquel diálogo interior consciente del yo consigo mismo. Ese diálogo interno alcanza una visibilidad a través de la capacidad de juzgar. Los juicios son los que introducen los pensamientos en el mundo de las apariencias; es gracias a ellos que las acciones de los agentes tienen un significado y se pueden convertir en historias; y es debido a estas narraciones que se puede otorgar una identidad a los actores y, en conclusión, estos pueden devenir sujetos políticos en el espacio público.