De las muchas facetas de la obra y pensamiento de Luis Villoro, querido maestro de varias generaciones, cabe resaltar una un tanto olvidada: la del filósofo de la historia. No hay duda de la importancia que Villoro concedió a la historia; de ello dan cuenta Los grandes momentos del indigenismo mexicano, El proceso ideológico de la revolución de Independencia y Los retos de la sociedad por venir, por mencionar algunas de sus obras. Resulta entonces un tanto sorprendente que de su idea de historia escribiera tan sólo unas cuantas cuartillas.1 Hay en aquéllos libros -sobre todo el primero-, una cierta filosofía de la historia, como su propio autor lo reconoce, pero en el ensayo “El sentido de la historia”, Villoro expone de manera explícita su concepción filosófica de la función, utilidad, método y relevancia social de la historia.
Como espero mostrar, estudiar ese texto tiene un doble interés: por una parte, recuperar su idea de historia2 -que, desde luego, se fue construyendo a lo largo del tiempo- y, por otra, reconstruir un aspecto del horizonte cultural e intelectual de una época aún no lejana en el tiempo, pero tal vez distante en cuanto a lo que hoy interesa, tanto a la disciplina histórica, como a la filosofía.
He dividido el texto en dos secciones: en la primera examino algunos pasajes de Los grandes momentos del indigenismo en México y de El proceso ideológico de la revolución de Independencia, con el fin de evidenciar cómo el interés de Villoro por la historia y su problematización fue una constante en su trayectoria intelectual; en la segunda sección hago una revisión puntual del ensayo “El sentido de la historia”, por ser el texto clave en el cual se revela su filosofía de la historia y, al mismo tiempo, propongo verlo como una muestra del momento crítico por el cual transitaba dicha disciplina; dejaré al final algunas observaciones críticas.
Villoro: filósofo historiador
En este apartado muestro la faceta de historiador de Luis Villoro en dos de sus obras más conocidas: Los grandes momentos del indigenismo en México y El proceso ideológico de la revolución de Independencia. Analizo el tema partiendo de los siguientes supuestos metodológicos: el interés de Villoro por la historia de México debe verse no como un mero agregado o extensión de su tarea como filósofo, sino como una parte integral de la misma. Como expondré, Los grandes momentos del indigenismo en México se inscribe en el contexto del surgimiento de una corriente representada por un distinguido grupo de jóvenes filósofos preocupados por hacer filosofía de lo mexicano. Desde luego no todos emprendieron la empresa por la misma vía. El caso de Villoro es notable porque, sin abandonar la reflexión filosófica, se dio a la tarea de construir una historia de hitos o momentos que determinaron nuestra visión del mundo indígena. En lo tocante a El proceso ideológico de la revolución de Independencia, Villoro estudia el tema de la gesta independentista no como una mera reconstrucción de hechos, sino a partir de una preocupación netamente filosófica, a saber, desvelar las ideas y visiones que impulsaron a los hombres a emprender esa lucha. En esta obra, en particular, ya se hace alusión a la necesidad de dotar de sentido a las acciones mediante de una interpretación de las mismas (elementos que aparecen más tarde de manera explícita en el ensayo “El sentido de la historia”), por ello considero que estas dos obras son indispensables para darle una dimensión justa a su idea de historia.
Los grandes momentos…
Obra que sigue suscitando un gran interés por parte de historiadores y filósofos, Los grandes momentos del indigenismo en México vio la luz en 1950.3 Desde entonces ha sido objeto de elogios y críticas por igual; el propio Villoro reconoce, en el prólogo a la segunda edición (1987), que tiene “lagunas e insuficiencias”, éstas últimas debidas, en gran medida, a que fue el producto de un “proyecto intelectual y a un clima cultural determinados”, el del grupo Hiperión, cuyo propósito era comprender la historia y la cultura nacionales con categorías filosóficas propias (Villoro, 1996: 7).
En efecto, durante esos años se dio un interés muy grande entre los filósofos profesionales -siendo Leopoldo Zea el líder intelectual de la generación de jóvenes, aunque ya se habían dedicado antes al tema Samuel Ramos, Antonio Caso y José Vasconcelos- por cultivar una filosofía desde y para lo mexicano, esto es, por acuñar categorías propias en lugar de imitar o adoptar las del canon filosófico occidental europeo. Villoro también reconoce la dificultad que representó integrar las influencias filosóficas más importantes del momento: el existencialismo, “cierto hegelianismo ligado a éste” (Villoro, 1996: 8) y el marxismo que empezaba a estudiarse de manera incipiente. Debe añadirse que
[...] los hiperiones vivían intensamente su circunstancia y se veían a sí mismos como una generación en el sentido orteguiano del término. Su tema era el de lo mexicano y la corriente en la que trabajaban era el existencialismo [querían contribuir a transformar de alguna manera la sociedad de su tiempo]. (Hurtado, 2006: X)
Así pues, Villoro aportó a ese proyecto un texto si no del todo original en cuanto al tema, “sí en el modo de tratarlo” (Olivé, 2012: 259), usando herramientas filosóficas provenientes del existencialismo y el hegelianismo para desentrañar una “dialéctica de la conciencia” implícita en la “manifestación de una lucha, mencionada pero no tratada expresamente: el conflicto entre clases y grupos dominantes y dominados” (referencia). Más adelante se criticará a sí mismo al calificar de idealista la premisa rectora del libro, porque no logró poner de manifiesto que “el proceso de conciencia obedece a una dialéctica que no tiene lugar en la conciencia misma sino en la realidad social” (Villoro, 1996: 8).
El objeto de estudio de esta obra filosófico-histórica fue el indigenismo mexicano, entendido como la manera en que se ha forjado en distintos momentos, tanto en la conciencia, como en las diferentes concepciones, la realidad indígena. Pero no desde una sola perspectiva -de aquí el recurso a la dialéctica-, sino siempre desde la pareja de opuestos: por un lado, el que representa y crea la idea del otro, y ese otro, el que sin ser reconocido en su genuina otredad, constituye el objeto de la representación en la idea, la imagen y el concepto. Los elementos de la relación dialéctica cambiarán en cada uno de los momentos que Villoro destaca como hitos del indigenismo mexicano. El primer momento corresponde a la “cosmovisión religiosa que España aporta al Nuevo Mundo”. Un segundo momento descubre la aportación del “moderno racionalismo culminante en la ilustración” identificada como “humanismo ilustrado”, siglo XVIII, y el “cientismo” del siglo XIX. El tercer momento corresponde a una “nueva orientación de preocupación histórica y social que culmina en el indigenismo contemporáneo” (Villoro, 1996: 15). A cada uno de estos momentos corresponden ciertos personajes destacados. En el primero está Hernán Cortés, representando al conquistador y fray Bernardino de Sahagún, como el misionero interesado en estudiar y comprender al indio. En el segundo momento, dividido en tres etapas, destacan: en la primera, la figura de Francisco Xavier Clavijero, ícono del “humanismo ilustrado”; en la segunda “una vuelta romántica a ciertos conceptos del primer momento”: fray Servando Teresa de Mier, y, finalmente, en la tercera, la de la “historiografía cientista” del XIX, Manuel Orozco y Berra (Villoro, 1996: 16-17). Para el tercer momento del indigenismo “contemporáneo”, Villoro no encuentra una figura suficientemente representativa, por lo que opta por seguir la huella de Francisco Pimentel, de la segunda mitad del siglo XIX, a las primeras décadas del siglo XX, quien, cabe recordar, planteó la tesis de la asimilación del indio a través de un segundo mestizaje, así como su recristianización con el fin de desterrar los resabios paganos de su catolicismo (Illades, 2008: 123-124).
Para Villoro es relevante mostrar el papel de la ideología en esta reconstrucción de los diversos momentos del indigenismo. Ideología en el sentido marxista, esto es, como falsa conciencia, “en el sentido de que interpretaba lo visto con un aparto conceptual y un sistema de creencias previas que necesariamente distorsionaba la realidad [...] Mi estudio intentó descubrir los aparatos conceptuales y las creencias básicas responsables de esos disfraces”. Sin embargo, se reprocha por no haber podido mostrar con suficiente claridad el carácter “ideológico de las concepciones indigenistas”. Por tanto, reconoce cierto fracaso al no esclarecer de qué manera se distorsiona la realidad indígena, señalando para cada caso cuáles eran esos conceptos “que ocultaban una realidad concreta, al expresarla en un lenguaje que la disfraza” (Villoro, 1996: 9).
También es importante detenerse en el siguiente punto: de acuerdo con Villoro, su estudio “arrojará [...] una doble historicidad: historicidad en el indigenismo e historicidad en el mismo ser indígena que aquél manifiesta” (Villoro, 1996: 15). Quizá lo primero a destacar es que para el autor resulta insoslayable poner al indigenismo en una perspectiva histórica si se le quiere tomar como objeto de estudio, misma que se despliega en dos niveles: la historicidad del indigenismo, es decir, el desarrollo histórico, tanto de la concienciación, como de la conceptualización de la realidad indígena (que por la imposibilidad de poder cubrir el despliegue completo, se eligen los tres momentos ya referidos) y, por otra parte, el carácter histórico del modo de ser indígena manifiestado en cada momento de su conceptualización. Dicha advertencia manifiesta claramente la inclinación de Villoro por un tipo de filosofía de la historia de corte “idealista” o “especulativa”,4 que con ciertas variantes, sostendrá tiempo después en el texto “El sentido de la historia”.
Efectivamente, no puede obviarse la influencia hegeliana en el planteamiento del filósofo mexicano-español: la conciencia y la conceptualización del indígena se despliega en la historia a partir de una realidad que no es mera facticidad. Los distintos momentos a los que alude Villoro no son de la historia de la realidad indígena, sino de su representación en el pensamiento y en la conciencia de su opuesto: “Lo indígena aparece, ante todo, como una realidad siempre revelada y nunca revelante” (Villoro, 1996: 292). Esa representación, a su vez, no es pura idealización sin sustento en la realidad, aun cuando exista en ella una fuerte carga ideológica. Otro elemento a subrayar es que los distintos momentos por los cuales transita el indigenismo descansan en una tesis teleológica implícita en el proceso de concientización del indio en un doble movimiento de interiorización; conforme adquiere mayor conciencia de sí, más se aleja de su pasado. Lo primero que ha quedado en el trayecto es la pesada carga religiosa, mientras que
[al] final del proceso, la conciencia indigenista se vuelve sobre sí misma. Su objeto llega a constituirla a ella misma. El indigenismo aboca a una toma de conciencia de sí, que sólo se hizo posible gracias a aquel largo camino. (Villoro, 1996: 290)
Ya he señalado las objeciones que el propio Villoro dirigió a su obra, pero también la propia filosofía de lo mexicano fue objeto de innumerables críticas, en un ambiente donde se impusieron la filosofía analítica y el marxismo. En su amplia y fructífera trayectoria, el filósofo dedicó su esfuerzo intelectual a cuestiones cada vez más alejadas de esa corriente de pensamiento. Sin embargo, “su preocupación por México y su convicción de que la filosofía tiene el deber de contribuir no sólo a comprender mejor sus problemas, sino a proponer soluciones efectivas, ha sido constante en su obra” (Olivé, 2012: 271-272). En efecto, nunca abandonó del todo su interés por la realidad nacional, de lo que dan cuenta algunos de sus libros de las dos últimas décadas, además de su propia actividad en favor de los pueblos indígenas, después de la emergencia del neozapatismo. Lo que sí puede afirmarse es que en ninguna otra obra Villoro repitió el experimento de hacer una historia filosófica o una filosofía de la historia de esa envergadura, considerada por él una “aportación a dos ramas actuales de la filosofía: la filosofía de la cultura y la filosofía de la historia” (Villoro, 1996: 17). También la definió como una contribución a “la historia de las ideas en México” (Olivé, 2012: 272), lo que fue igualmente apropiado para El proceso ideológico de la revolución de Independencia (1953), un texto más sobrio en cuanto a las tesis meta-históricas, del cual destacaré algunas ideas.
El proceso ideológico...
No muy lejano en tiempo a Los grandes momentos, en El proceso ideológico de la revolución de Independencia (1953)5 encontramos una aproximación a la historia desde una perspectiva alejada del existencialismo y cercana a una visión orteguiana, esto es, a la idea de que el hombre, objeto de la historiografía, nunca es un ente aislado, “una entidad abstracta, sino el hombre arrojado en el mundo”. El lugar donde habremos de encontrar al hombre es “su situación”. Asimismo está presente la influencia del marxismo, pues Villoro reconoce que el primer interés de la historia son las comunidades, los grupos (llega incluso a emplear el término clase) y “secundariamente [...] las individualidades” (Villoro, 1984: 11-12).
Estas observaciones, en el prólogo de la primera edición, indican cuál fue la manera en que emprendió su investigación acerca del proceso ideológico que sustentó la guerra de Independencia. Lo importante para él en su indagación era dar con las actitudes y respuestas de los personajes que respondieron a una situación determinada. Al preguntarse por esas actitudes, se le revela el sentido de las acciones, documentos y demás testimonios: “En nuestro ensayo, los comportamientos políticos y las concepciones teóricas tendrán siempre el valor de enigmas que interpretar, datos que remiten a un principio explicativo que los unifica en una conexión con sentido” (Villoro, 1984: 12). Parte desde los datos hacia la búsqueda del sentido mediante las actitudes que los unifican. Es decir, la evidencia empírica por sí misma no dice nada al historiador. Es labor de éste unificarla a través del descubrimiento de las reacciones de los hombres en una situación específica. Hacer historia no es recopilar datos, sino interpretar, encontrar el sentido de las acciones humanas:
Porque en cada avatar de su historia, el hombre se juega mucho más que su dominio político o económico; en cada uno se juega su ser: y un pequeño trozo de historia puede decirnos mucho sobre el misterio de nuestra propia condición. (Villoro, 1984: 13)
En efecto, en este párrafo se advierte la idea del doble juego de la historia que Villoro desarrollará en “El sentido de la historia”, a saber, como el conjunto de las acciones frente a una situación determinada, las cuales comprometen no sólo ese momento, sino el ser mismo del hombre y, en un segundo plano, la historia como relato o construcción de los eventos pasados que revela algo del misterio de nuestra naturaleza y condición humanas.
Partiendo pues de la idea de situación, Villoro emprende la labor de estudiar las diferentes -e incluso, antagónicas- reacciones de las clases sociales de la Nueva España, que enfrentaron el proceso de independencia del Imperio español; al respecto menciona:
Nuestra tarea consistirá, en gran parte, en desintegrarla (la revolución de Independencia) en sus elementos, a fin de poder explicar la resultante a partir de las distintas fuerzas que la componen. Por ello es indispensable empezar por el análisis, así sea somero, de la situación de las distintas clases sociales novohispanas en vísperas de la conmoción. (Villoro, 1984: 16)
Desde esta premisa metodológica, hará el recorrido por la clase media, las clases trabajadoras, los intelectuales de la época, con el fin de desentrañar las actitudes, el pensamiento político y religioso de las capas pensantes y describir las acciones emprendidas por estos grupos, lo que resultó en el movimiento revolucionario de la Independencia. Para nuestro autor, los grandes hechos históricos no son el producto de voluntades individuales, cuyas intenciones culminan en ciertas metas pensadas con anterioridad. Los hombres, esto es, las clases, los grupos, reaccionan ante situaciones y aprovechan las oportunidades que la realidad del momento les presenta. Con ello no niega la influencia que puedan tener ciertos personajes, pero no son ellos los hacedores de la historia. Para Villoro, el hombre siempre se debe a la situación. Las reacciones de las diversas capas sociales son, desde luego, muy diversas, e incluso antagónicas. Para el caso que le ocupa, cada grupo o clase quiere aprovechar en su favor los acontecimientos que conforman la situación. No hay homogeneidad en cómo conciben la separación de España ni tampoco todos la quieren. Ciertas contradicciones habrán de encontrar solución al final de la gesta revolucionaria, pero otras antinomias quedarán para ser procesadas y resueltas en los años venideros.
El proceso ideológico de la revolución de Independencia requeriría, tal vez, de un estudio aparte para valorar con justicia la interpretación que Villoro hace de ese hecho desde la respuesta de los distintos actores sociales, así como para calibrar su aportación historiográfica. En el tiempo que media entre esta obra y su ensayo “El sentido de la historia” (casi 30 años), Villoro escribió varios textos breves relacionados con la labor del historiador y la función de la ciencia histórica,6 sin embargo, también fue el tiempo en el cual produjo su obra filosófica más importante, extendiéndose esta etapa productiva hasta la década de 1990. De manera que “El sentido de la historia” quedó enmarcado por algunos de los libros de madurez de su pensamiento: Estudios sobre Husserl (1975), Creer, saber, conocer (1982), El concepto de ideología y otros ensayos (1985), El poder y el valor (1997). Ahora corresponde ocuparme de “El sentido de la historia”, texto central de la presente reflexión.
Historia ¿para qué?
El contexto
Historia ¿para qué?, colección donde se publica el ensayo mencionado, fue una iniciativa de Alejandra Moreno Toscano, quien reunió a los que a su parecer representaban lo más distinguido de la intelectualidad del momento para que respondieran a la pregunta ¿para qué la historia? El reto venía precedido de un suceso de gran relevancia, tanto para los estudios profesionales de historiografía en México, como para la propia memoria del país: la decisión presidencial de mayo de 1977 de instalar, permanentemente, el Archivo General de la Nación (AGN) en lo que había sido la cárcel de Lecumberri. No fue sencillo trasladar miles de documentos de las tres sedes anteriores a su nuevo espacio. Tampoco lo fue clasificar y organizar ese cuantioso material, así como remodelar el viejo edificio. Gracias al esfuerzo y empeño de un equipo dirigido por Alejandra Moreno pudieron completarse las labores de clasificación y organización del acervo, mientras que el archivo se reabriría al público en agosto de 1982. Es en ese contexto, que de manera casi inevitable, surgió la inquietud acerca de: ¿qué representa la preservación del pasado para una comunidad?, ¿qué valor tiene?, ¿cuál es su utilidad?, ¿qué función cumple? Nada mejor que unas conferencias para tratar de responder a la pregunta: ¿historia para qué?
De formaciones diversas, los académicos que participaron en el proyecto -colaboradores de la entonces joven revista Nexos- compartían el interés por reflexionar, desde cada una de sus disciplinas (filosofía, historia, literatura, ciencia política, antropología), acerca de la importancia de la historia, su vínculo con las ciencias sociales y los fundamentos teóricos de ésta. Hablamos de las postrimerías de la década de 1970, época de gran efervescencia social, política e intelectual y de renovación cultural bajo el influjo del movimiento estudiantil de 1968. Mucho se ha escrito acerca de la importancia que tuvo el movimiento para la transición democrática, el cual finalmente pudo concretarse en avances que hoy tal vez las nuevas generaciones dan por hechos naturales, como si no fueran el producto de largas y penosas luchas. Pero debería escribirse aún más acerca de cómo se transformó nuestra conciencia histórica a partir de 1968: “La incertidumbre sobre el futuro de la nación y su condición presente volvió a la historia un ‘saber útil’. O, como decía Monsiváis, con el 68, ‘[...] la Historia regresa a nosotros’” (Concheiro, 2013: 122).
En ese sentido, el volumen Historia ¿para qué? fue una tentativa mayor de problematizar y reformular el canon de la historia nacional (es el caso de los textos de Héctor Aguilar Camín y Carlos Monsiváis), de analizar la relación ineludible entre historia, política y poder (Arnaldo Córdova, Adolfo Gilly y Guillermo Bonfil Batalla), de consumar la aspiración explicativa de la historia (Enrique Florescano), de mostrar los múltiples usos de la historia (Luis González y José Joaquín Blanco) y, finalmente, de enfrentar las inquietudes filosóficas en relación con la función y el sentido de la historia (Carlos Pereyra y Luis Villoro). Lo que ligaba a estos intelectuales era la universidad, pues era “el lugar en donde ellos ubicaban las herramientas analíticas que creían necesitar para analizar la realidad mexicana de aquellos años” (Concheiro, 2013: 71).
El libro tuvo una magnífica recepción dentro y fuera del país, asimismo, ha sido reeditado7 varias veces:
Es parte del grupo de libros que cohesionan, que forman una identidad epistémica al funcionar como experiencia colectiva que permiten la configuración de un “nosotros”. Forma parte de aquello que se cita presuponiendo que el otro sabe de lo que se está hablando. Dicho de otro modo: es una de las lecturas que te hacen ser “historiador” en nuestro país. (Concheiro, 2013: 82)
Y permite a los filósofos hacer filosofía de la historia desde México, como lo muestran los ensayos de Carlos Pereyra, sobre la legalidad científica del discurso historiográfico, y de Luis Villoro, acerca del sentido de la historia, objeto último de estas páginas.
Pero a esto, que no es poco, debe sumarse otra aportación igualmente valiosa de Historia ¿para qué?: el libro llenó un vacío importante en textos donde se problematiza la historia como disciplina:
Los historiadores mexicanos y latinoamericanos de finales de los 70 no tenían, a excepción de las obras de E.H. Carr ¿Qué es la historia? y la Apología para la historia o el oficio del historiador de Marc Bloch, obras teóricas en donde se discutiera la utilidad de la disciplina. (Concheiro, 2013: 84)
En efecto, en un país donde los libros de historia de la Secretaría de Educación Pública -en aquellos años de mejor calidad que los actuales- tenían una cobertura casi total, no se puede decir que la materia no ocupara un lugar importante en el currículo escolar. Sin embargo, para los alumnos de la licenciatura en historia, hacía falta un libro donde se hablara y discutiera el objeto y función de la historia desde los distintos ámbitos de las ciencias sociales y las humanidades. Historia ¿para qué? cumplió ese papel. Esto explica, en gran medida, el éxito que tuvo en su momento y, no obstante que los planteamientos en la mayoría de los ensayos suenan hoy rebasados, el libro sigue siendo un referente importante para los estudiosos de la historia de las ideas y de la filosofía de la historia en México y América Latina.
Como en los otros casos, el ensayo de Villoro responde a la pregunta que da título al libro y, por tanto, representa la mejor muestra de su pensamiento y reflexión en torno a la historia. En lo que sigue haré un análisis de las diferentes secciones que conforman el ensayo y en la parte final adelantaré una reflexión crítica respecto al mismo.
El método socrático
Vale recordar que -fiel a la tradición clásica- para Villoro la filosofía es una actividad surgida de la inquietud humana por alcanzar la verdad; el inicio de toda reflexión filosófica es siempre una pregunta. El camino de la verdad tiene múltiples aduanas que transitar en forma de un nuevo cuestionamiento y un intento de respuesta. Cualquiera que se acerque a los textos de Villoro constatará este método con el cual va desentramando y finalmente dilucidando una posible conclusión. Así pues, a la pregunta: ¿historia para qué?, intentará varias respuestas que constituyen los ejes sobre los cuales elabora su idea de historia.
De inmediato se reconoce claramente su estilo, las primeras respuestas son aparentemente sencillas, incluso ingenuas. La sencillez inicial da lugar a planteamientos más complejos conforme incorpora nuevos elementos e interrogantes que nunca son eludidas. Así, en unas cuantas páginas (no más de diez), transita de la respuesta ingenua, la que daría un niño en edad escolar, a una visión cósmica de la historia. Entre un punto y otro ha tocado, sin desviarse del camino, sin excesos ni digresiones, los temas que siempre ocuparon su interés y preocupación: la inquietud innata por conocer; la necesaria separación de la ciencia de la ideología; el valor de la comunidad y la defensa de sus intereses, pero, al mismo tiempo, la urgencia de extender nuestra preocupación moral por los más alejados; la trascendencia de lo exclusivamente individual o personal para encontrarle sentido a nuestra existencia y, finalmente, la aspiración a una trascendencia cósmica o si se quiere divina, más allá de los credos, todo ello vinculado con la función que desempeña la historia en el conocimiento y en la práctica humana. Encaminémonos entonces al examen de las principales tesis desarrolladas en el ensayo.
Historia y autoconocimiento
Como ya anotaba, en una primera aproximación, Villoro señala que se hace historia para satisfacer la inquietud natural de conocer: la historia estudia un sector de la realidad, esto no se distingue “del interés que pudiera tener un entomólogo al estudiar una población de insectos o un botánico al clasificar las diferentes especies de plantas que crecen en una región” (Villoro, 1980b: 35). Sólo que el conocimiento histórico tiene una particularidad: va acompañado de un interés por comprender la actualidad, “la historia responde al interés de conocer nuestra situación presente” (Villoro, 1980b: 36), esto es, acudimos al estudio del pasado por nuestro interés en el presente. Para saber por qué somos lo que somos hoy es indispensable indagar en el pasado y esto puede llevar muy lejos: “Así, el intento por explicar nuestro presente no puede menos que estar motivado por un querer relacionado con ese presente” (Villoro, 1980b: 39). La historia se construye de acuerdo con los intereses del historiador, o bien, del horizonte cultural dominante. Las primeras historias de lo que hoy es México, dice Villoro, se escribieron durante la conquista respondiendo al hecho en el cual vivían inmersos: “el encuentro de dos civilizaciones”. Tan inusitada situación obligó a producir relatos con el fin de adaptarse a la realidad. Un mismo empeño que, sin embargo, tuvo resultados muy diversos: algunos intentaron justificar la conquista por ser hombres de empresa o bien militares; muy distinto es el relato de los misioneros “dirigidos principalmente a explicar y legitimar la evangelización, esto es, la colonización cultural” (Villoro, 1980b: 41). En suma, la historia se mueve por un doble interés, uno de tipo general, propio de todo conocimiento, el de adaptar nuestra acción a la realidad; el segundo, de carácter particular, que emana de nuestra comunidad, clase o etnia.
Esto da razón de la dificultad de la historia para lidiar con la carga ideológica que se le atribuye y, por ende, su falta de objetividad. Sin embargo, Villoro no se enreda aquí en una discusión que en ese tiempo conocía sus mejores momentos en México, y deja para otros escritos -particularmente El concepto de ideología-,8 su aportación más importante al tema. No obstante, podemos colegir, por lo que dice en dicho texto, que negarle objetividad a la historia por su carga ideológica sólo es posible si se comete el error de contraponer los conceptos gnoseológico y sociológico de ideología. El primer concepto tiene que ver con la insuficiente justificación de las creencias, mientras que el segundo remite a las creencias que se comparten al interior de la comunidad con base en las cuales adquiere una cierta identidad. Sólo haciendo clara esta distinción y la relación dialéctica entre ambos, puede comprenderse el por qué, a pesar de su falsedad, se siguen sosteniendo ciertas creencias y por qué el problema de la verdad o falsedad de éstas es irrelevante cuando se trata de comprender la función que desempeñan en los grupos sociales. Pero, al mismo tiempo, el significado gnoseológico permite, cuando es necesario, elegir la creencia mejor justificada y, por ende, más cercana a la verdad. Si bien el concepto de ideología acuñado por Villoro (un concepto de carácter crítico, como el propio Marx pretendió hacerlo) pasó por varias etapas de su larga trayectoria,9 nunca abandonó el significado gnoseológico, porque manteniéndolo se evita caer en el peligro del panideologismo,10 es decir, la tendencia a vincular toda creencia con algún contenido ideológico de clase o grupo social. Se puede concluir que, para Villoro, la historia es una disciplina que genuinamente aspira a la verdad y a la objetividad, al tiempo que reconoce la carga ideológica con la que, ineludiblemente, se ve impregnada.
Volviendo al texto, el afán por responder las inquietudes presentes permite superar el plano meramente individual, y proyectarnos hacia las necesidades y los afanes de la comunidad, aquello “en lo que participa un grupo, una clase, una nación, una colectividad cualquiera” (Villoro, 1980b: 42). Por medio de la historia reconocemos los lazos que unen a un ente común. Para nuestro autor, toda acción humana se da en un contexto de relaciones y reglas compartidas, aunque no siempre estamos conscientes de ello. Al reconstruir el pasado, ese inconsciente colectivo sale a la luz y puede tener reacciones diversas; recordemos lo visto a propósito de El proceso ideológico. Por una parte, puede servir como amalgama que une y fortalece a la comunidad, pero por otra, resulta un elemento crítico y disruptor del orden vigente. Esta segunda reacción es posible porque el conocimiento del pasado de una comunidad pone de manifiesto el carácter contingente, cambiante y, justamente, histórico de las instituciones. En esta variante, la reconstrucción del pasado no pretende justificar el statu quo apelando a derechos divinos ni dinastías hereditarias, sino a la posibilidad efectiva de cambio y revolución, esto es, de reconstrucción de un orden.
El sentido de la historia
Nuestro interés por conocer y comprender el presente, la necesidad de hallar una identidad común que justifique nuestras acciones colectivas, o bien, lleve a la transformación del estado existente, no parecen agotar las posibles respuestas a la pregunta, ¿para qué la historia?
Continuando su reflexión, Villoro se pregunta si acaso nace también la historia del interés por lo impersonal, esto es, por lo ajeno y remoto:
¿No tendríamos un interés especial, incluso, en la historia de los seres racionales más distintos a nosotros, los que pertenecieran a una civilización extraña o incluso un planeta extraño?” [Un interés así abriría el camino hacia algo] más profundo [...] el más entrañable de los que mueven a hacer la historia. Sería el interés por la condición y el destino de la especie humana, en el pedazo del cosmos que le ha tocado vivir. (Villoro, 1980b: 47)
Por fin el filósofo arriba a una respuesta que recoge y suma las anteriores: el interés por la humanidad coincide con dotar a la historia de un sentido. Nuestro interés por lo más alejado del ámbito en el cual nos desarrollamos y actuamos nos saca de la esfera de lo puramente personal o comunitario. “La integración en una totalidad conjura el carácter gratuito, en apariencia sin sentido, de la pura existencia” (Villoro, 1980b: 49). La historia no sólo es auto-conocimiento, amalgama de las comunidades, elemento crítico y disruptor, su función más elevada coincide con dotar de un sentido a la existencia. ¿Pero exactamente qué quiere decir Villoro con esto?
El sentido del cual habla Villoro se muestra ya en el ámbito más próximo al individuo, en la comunidad a la cual pertenece. Estos lazos son primordiales, es ahí donde se construyen y aprenden ciertos valores indispensables para la vida en común. Pero el sentido de nuestra existencia no se agota en la comunidad, debe trascender hacia esferas más amplias que la dotarán de su auténtica dimensión. Aquí se revela una faceta universalista del filósofo: trascender el mero interés personal, sea individual o de la comunidad, da sentido a nuestra existencia porque, a través de la historia, permite pensarnos como parte de la especie, lo que implica un compromiso moral con ésta, pues no sólo se trata de satisfacer una mera inquietud intelectual, sino de compartir un destino. Para Villoro, las acciones que los hombres emprenden frente a las circunstancias de las cuales forman parte representan un compromiso no solamente con ese momento, sino con el destino del grupo y, en última instancia, con el de la humanidad entera, donde justamente encuentra su sentido. Más aún, el sentido de la historia no tiene por qué agotarse en la esfera de lo exclusivamente humano, puede hallarse en algo mucho más amplio que abarca no sólo individuos pertenecientes a una comunidad, a una región del mundo, y a la humanidad: “Tal vez en un futuro incierto y lejano, en su persecución nunca satisfecha de una trascendencia, el hombre busque el sentido de su especie en el papel que desempeñe en el desarrollo de la razón en el cosmos” (Villoro, 1980b: 51). Con ello, el sentido de la historia se proyecta hacia el punto más alto, el cósmico, y a la posibilidad de la trascendencia de la especie como un todo.
Reflexión crítica
Son varias las cuestiones que vale la pena comentar respecto al sentido de la historia, tal como lo entiende Villoro en el texto revisado. En primer lugar, ¿con qué criterios debemos juzgar esta idea?, ¿tiene sentido hablar de un sentido de la historia?
Algunos de los filósofos más reconocidos, de las últimas décadas, han sentenciado el fin de los meta-relatos y el inicio de la era posmetafísica. Pero no sólo en la filosofía está desacreditado apelar al sentido, el significado o el progreso de la historia, difícilmente los historiadores podrían encontrar relevantes estos temas. Este rechazo, sin embargo, también se dio en el tiempo en que Villoro escribió su ensayo. De hecho, la filosofía de la historia pasaba por una difícil transición que puede plantearse así: por una una parte, la filosofía analítica y la neopositivista, ambas catalogables como filosofías de la historia crítica,11 habían mostrado excesos y limitaciones en su afán de rechazar todo planteamiento metafísico que pensara a la historia como un todo que ocurre, en lugar de un tipo específico de conocimiento con pretensiones de verdad, labor que desempeñó Carlos Pereyra en México, autor del ensayo que antecede al de Villoro en Historia ¿para qué?; por otra parte, quedaba poco de la filosofía de la historia tradicional -especulativa- a no ser la representada por el marxismo. En ese contexto, surgieron planteamientos novedosos que finalmente dieron lugar a un cambio de paradigma que recibe el nombre de narrativismo, incluyendo la escuela encabezada por Hayden White en su ya célebre Metahistoria (1973).
Tal vez porque la discusión más importante a nivel nacional se daba, en ese momento, entre la filosofía analítica y el marxismo, no encontramos alusión a estos debates y aportes en el texto de Villoro. Sin embargo, algunos estudiosos del tema ven cierta influencia de Karl Mannheim en la concepción de la historia de Villoro y en esa misma línea quieren asociarlo con el método tropológico desarrollado más tarde por Hayden White, quien, a su vez, se vio influenciado por el sociólogo húngaro radicado en Inglaterra. De acuerdo con Alfredo Ávila y María José Garrido Asperó, “las coincidencias entre las reflexiones de Villoro y el análisis tropológico de White, son evidentes” (Valero, 2014: 729). Su argumento va en el sentido de que Villoro y White “recuperan ciertos aspectos metodológicos de Mannheim” (Valero, 2014: 729), pues ambos coinciden en que los acontecimientos no son mera acumulación cronológica. Un mismo suceso, como en el caso de la revolución de Independencia -tema del cual se ocupó Villoro- no significa lo mismo para distintos grupos sociales. No todos sus actores fueron impactados de la misma manera; hubo quienes vieron, en las primeras evidencias de fragilidad por la cual transitaba el imperio español, la oportunidad de desarrollar un movimiento independentista y se apresuraron para tomar acciones encaminadas a ello; otros grupos actuaron en sentido contrario, de manera conservadora. Es decir, las fuerzas que intervinieron en lo que hoy llamamos Revolución de Independencia de México no actuaron nunca en la misma dirección. Esto puede ser así para Villoro, debido a que los sucesos adquieren significado en el momento en que son pensados y reconstruidos por el historiador. Pero para que éste logre dar cuenta de los mismos debe entender la situación y circunstancia de los actores, lo cual se traduce en la labor de recuperar actitudes e intenciones. En esta parte, entre otras, desde mi punto de vista, no puede asociarse a Villoro con la tropología de White. Algo que separa irremediablemente a la escuela narrativista de otras concepciones acerca de la historia es su insistencia en que lo importante es el relato y no la manera cómo se procesó la investigación, algo que Arthur Danto ya había adelantado en su tesis de que la explicación es el relato o la propia narración.12 No hay ninguna consideración en los textos estudiados para este ensayo que lleve a pensar que Villoro se acercó a este tipo de planteamientos.
En Los grandes momentos del indigenismo en México hay influencia de la filosofía de Hegel. En ese estudio se habla de una historicidad que se da en un doble nivel: por un lado, el de la conceptualización y concienciación de la realidad indígena; y, por el otro, el del propio desarrollo histórico del ser del indígena, ya que no se trata de una sustancia inmutable. Ahora bien, cuando nuestro autor se refiere al sentido de la historia, lo hace en términos de la función que cumple el conocimiento proporcionado por esta disciplina en el desarrollo del individuo, de las comunidades, teniendo como fin la trascendencia y la integración a la totalidad, la humanidad misma y, en última instancia, al cosmos. Así, el sentido de la historia en Villoro tiene un carácter subjetivo más que objetivo, pues no parece referirse a la dirección de la historia hacia un fin predeterminado ni a una posible racionalidad inherente a la misma. Por esta vía, no creo que sea errado señalar una proximidad mayor con el historicismo proveniente de Dilthey, quien rechazó la idea de un sentido de la historia como meta o providencia, sin embargo, resalta la importancia de la historia como ciencia del espíritu, esto es, como ciencia de lo humano, diferente de las ciencias de la naturaleza, en cuyo objeto de estudio está ausente la vida con todas sus complejidades. Si bien es cierto que Villoro reconoce en la historia un valor cognitivo indudable, para él parece tener mayor importancia que ésta es el medio óptimo para comprender nuestro papel en el mundo, como individuos y miembros de una comunidad. Me permito citar in extenso un párrafo del propio Dilthey para mostrar la afinidad a la que me refiero:
[...] es una ley interna de la ciencia histórica que a medida que el mundo histórico se va desplegando en el tiempo, crece a la par la comprensión científica de la naturaleza histórica del hombre. Porque el hombre no es comprendido a fuerza de cavilar y cavilar sobre uno mismo; esta cavilación no puede ser más que la gran miseria nietzscheana de una subjetividad hipertensa. Sólo por la comprensión de la realidad histórica que él mismo produce llega el hombre a la conciencia de sus capacidades, lo mismo para el bien que para el mal. (Dilthey, 1978: 245-246. Énfasis mío)
Esta inclinación lo acerca a una filosofía de la historia de cierto corte -la llamada escuela del Verstehen- y lo aleja de las filosofías materialistas, pero también de la nueva filosofía de la historia. Así, su ensayo pone de manifiesto esta coyuntura referida antes, es decir, es un ejemplo muy claro de cómo la filosofía de la historia se debatía por encontrar aún la ruta por la cual seguir más allá de la filosofía analítica, la filosofía especulativa13 o el marxismo.
Respecto del positivismo, Carl Hempel y su método nomológico deductivo, Villoro podría haber compartido algunas de sus tesis, desde luego no el monismo metodológico de los positivistas, ni la idea de la historia como conocimiento neutro al igual que la botánica o la geología. Aunque sí está presente en su texto la preocupación por subrayar el carácter racional y científico de la historia en tanto conocimiento que aspira y produce verdad. Y aunque en esto también coincide plenamente con Carlos Pereyra, entre otros autores de Historia ¿para qué?, es claro el contraste entre Villoro y la línea marxista. Sobre este punto, es pertinente señalar que, en efecto, a pesar de la influencia que el marxismo tuvo desde la década de 1960,14 tanto en varias facultades de la Universidad Nacional Autónoma de México, como en el ámbito intelectual extra muros, además de la nueva izquierda, Villoro mantuvo una postura distinta, si bien no distante, de aquél. Tuvo enorme simpatía por el carácter revolucionario y libertario de los movimientos de izquierda, concretamente, hacia el neozapatismo, en el cual participó activamente. Así, pues, se le puede considerar un pensador de izquierda acaso socialista (o comunitarista, para identificarlo con una postura filosófica), pero no un marxista, lo que queda evidenciado en la polémica que sostuvo con Adolfo Sánchez Vázquez, a raíz del conocido ensayo de Villoro sobre el concepto de ideología, referido párrafos antes. En ese intercambio, expresa su mayor objeción al marxismo: el peligro de que éste se convierta en un pensamiento único y, en esa medida, “puede entonces dejar de cumplir una función liberadora, para asumir la de encuadrar a las mentes en una doctrina indiscutida” (Villoro, 1995: 577), pero de igual manera recelará del neoliberalismo por haberse consolidado después de la caída del Muro de Berlín como la verdad indiscutible.
En suma, nada preocupaba más a Villoro, como filósofo de la política, que la permanencia de las condiciones que favorecen la opresión de los pueblos, a lo que contribuye de manera importante el discurso ideológico. En contraste, la historia, según hemos dicho, ocupa un papel fundamental en la posibilidad de transformación de tales condiciones porque al comprender el pasado nos hacemos conscientes de la historicidad de los procesos sociales, de que un estado de cosas puede dar lugar a otra cosa. Aunque no existe certidumbre absoluta acerca de qué pueden traer las transformaciones sociales, también lo es que los movimientos revolucionarios, si son genuinos, deben tener una orientación correcta, tanto gnoseológica como ética. En este sentido, para Villoro, la filosofía es la llamada a reforzar a la historia y equilibrar el rol de la ideología, por ser la que proporciona criterios confiables para pensar lo posible, lo imposible y lo utópico; asimismo, el bien común, frente al mero artificio y el engaño.
Por tanto, la idea de historia en Villoro y su idea del sentido de ésta deben enmarcarse en su crítica a la ideología y su proyecto de filosofía política, donde la dimensión ética es el contrapeso del poder. Quizá puede sorprendernos su alusión a conceptos propios de una idea de la historia -de corte idealista e historicista- que hoy sirve como referente para señalar el punto en el cual se cambió de curso, momento al que probablemente ya no se retorne. No obstante, “El sentido de la historia” es un texto que debe seguirse leyendo, en primer lugar porque, como he argumentado, es una muestra muy clara de cómo se debatía esta disciplina filosófica en una coyuntura de la cual surgieron nuevos enfoques y planteamientos para los cuales el centro de reflexión hoy es el relato histórico, algo que quizá Villoro hubiera encontrado insuficiente, pero que le hubiera dado mucha materia para seguir debatiendo. Una segunda razón, igual o más importante, es verlo como una muestra de lo que debe ser un ensayo filosófico donde el autor, a partir de una pregunta, se desplaza con la soltura que sólo da una formación sólida, una cultura vasta, una escritura impecable y la convicción irrenunciable de pensar por sí mismo, no como un ejercicio narcisista, sino para contribuir en lo posible con el cambio hacia algo mejor, en suma, muestra la vocación del verdadero filósofo.