Introducción
Para John Locke, la vigencia de la ley de la naturaleza en el estado de naturaleza supone un concepto de libertad natural que involucra tanto una definición abstracta como una dimensión negativa y positiva de la misma. Sin embargo, estas dimensiones producen derivaciones contradictorias entre sí, por un lado, condenan el poder político despótico y, por el otro, permiten derivar un poder privado igualmente despótico, el cual, a su vez, se pretende limitar, a pesar de que por definición es arbitrario y no sometido a la ley.
En el primer apartado se estudiará cómo la definición abstracta de libertad está supuesta en la dimensión negativa del concepto de libertad natural. En efecto, esta definición establece que un hombre es libre cuando puede, a través de la razón, determinar su acción y pensamiento acorde con su preferencia individual. Esto se encuentra implícito en la dimensión negativa del concepto de libertad natural, como desvinculación política del individuo en tanto no decida, de forma expresa, pertenecer a una sociedad civil.
En el segundo apartado se considerará la dimensión positiva del concepto de libertad natural, la cual supone tanto su dimensión negativa, como la definición abstracta de libertad. En este sentido, se verá que en el estado de naturaleza los hombres son libres, no sólo en tanto se hallan desvinculados políticamente y obran en concordancia con su propio parecer, sino en cuanto su conducta está sometida a la ley de la naturaleza, la cual deben observar mediante la interpretación de su razón individual. Si no lo hicieran, precisamente por ser libres en sentido abstracto y negativo, además del positivo, se exponen al castigo y la guerra justa con que otros hombres hagan regir dicha ley de la naturaleza. Es así que a través del castigo pueden perder el derecho sobre su vida, libertad y posesiones.
Finalmente, en el tercer apartado se considerará la derivación de la libertad natural -en su dimensión positiva- en un estado de guerra que puede desembocar, a su vez -por medio de la suspensión de un castigo de pena capital- en la figura de esclavitud legítima. Por tanto, se estudiará la idea de guerra justa, sus prisioneros y la noción de conquistador legítimo, así como la crítica que Locke realiza a la conquista cuando se lleva a cabo abusando del poder legítimo de castigo; así, se plantearán dos problemas fundamentales. En primer lugar, el que surge de sostener, por un lado, una noción de libertad natural que se define por oposición a la esclavitud de estar sometido a un gobierno despótico y, por el otro, justificar su derivación en una figura de esclavitud legítima como poder despótico y privado. En segundo lugar, el que se presenta al intentar limitar, a través de la figura del conquistador legítimo, el poder despótico que éste posee sobre un cautivo en guerra justa. En este caso, el problema se presenta al pretender limitar el poder despótico, reconociendo a los cautivos en guerra justa un derecho de propiedad que -según la teoría lockeana del castigo en estado de naturaleza- ya no poseían por haber entablado una guerra injusta.
De la definición abstracta a la dimensión negativa de la libertad frente a un gobierno estatal despótico
En el capítulo XXI del libro II de An Essay Concerning Human Understanding (Essay),1 titulado “Of power”, Locke define a la libertad como propiedad que se predica directamente del agente. En este sentido, debe distinguirse, en primer lugar, de la voluntad: “yo pienso que la cuestión no es propiamente si la voluntad es libre, sino si el hombre es libre” (Essay, II, XXI, § 21, véanse también §§ 14, 1617). En efecto, la voluntad se define como el poder de la mente para determinar la acción, tanto en lo concerniente a las ideas como al movimiento o el reposo del cuerpo (Essay, II, XXI, § 29 y § 5). En la medida en que versa sobre lo operativo de las funciones humanas, tanto del pensamiento como de la acción, lo voluntario tiene límites naturales: el hombre no puede tener, por ejemplo, la voluntad de volar (Essay, II, XXI, § 15), de aquí que ésta, en tanto determinada por la mente, no deba confundirse con el deseo (Essay, II, XXI, §§ 29-30). Este poder de determinar la acción y el pensamiento llamado voluntad es condición necesaria para que el agente sea libre.
Lo mismo ocurre con el entendimiento o la razón (Essay, II, XXI, §§ 9-10). Donde no hay razón no es posible obrar voluntaria ni libremente, pues si por libertad se entiende la acción irreflexiva, “sólo los locos y los tontos son hombres libres” (Essay, II, XXI, § 50; §§ 8, 9, 12, 71; TT,2 II, §§ 61-63, 54; Dunn, 1967: 158; Polin, 1969: 2, 4; Abdo, 2013: 397-398).
La libertad es definida como un poder para determinar la acción o el pensamiento acorde con la propia preferencia (Essay, II, XXI, §§ 8, 7, 15, 25-28, 47-48; Aarsleff, 1969: 100). De este modo, la libertad se opone a la necesidad y a la esclavitud (Essay, II, XXI, § 13). En efecto, lo distintivo de ésta no es el poder de determinar la acción, puesto que esto es lo que define a la voluntad, sino la posibilidad de hacerlo acorde con la propia preferencia. El esclavo puede determinar su acción, pero no según su preferencia (Essay, II, XXI, § 8). Simultáneamente, la libertad, como opuesta a la necesidad, es asociada con la ausencia de impedimentos externos que determinen la acción, sean físicos, como el viento, o producto de otras voluntades, como el encierro o la tortura (Essay, II, XXI, §§ 9-12, 27). Asimismo, la acción no es libre cuando el agente no cuenta con el tiempo necesario para deliberar cuál es su preferencia: en este caso, la acción será voluntaria, pero no libre (Essay, II, XXI, §§ 23-24). Locke ofrece el ejemplo sugerente de alguien que es llevado dormido a un cuarto y allí se encuentra con un amigo. Durante el tiempo que conversa con él, ignorando que se halla encerrado, obra de modo voluntario, aunque no libre: sin saberlo es prisionero (Essay, II, XXI, § 10). Esta definición de libertad no resulta identificable con la concepción hobbesiana, la cual se halla signada por elementos materialistas y mecanicistas (Hobbes, 1999: cap. XIV, 119). En efecto, aquí la libertad implica no sólo poder determinar la acción, sino también hacerlo acorde con la propia preferencia.
La dimensión negativa del concepto de libertad natural presentada en Two Treatises of Government, Book I (TT, I), se halla en concordancia con esta definición abstracta de libertad en cuanto se opone a la noción de esclavitud, en este caso política, que caracteriza a los súbditos bajo el absolutismo (Polin, 1969: 1, 3, 17-18). Si para Robert Filmer la libertad natural es una ilusión, puesto que todos los hombres nacen sujetos a un poder político que remite por vía patriarcal a la donación divina del mismo Adán, para Locke, nacer sometido a un gobierno político supone nacer esclavo.
Filmer entiende que Adán tuvo un dominio privado sobre el mundo y que sus hijos lo heredaron junto al dominio político sobre los hombres (TT, I, § 14; Cox, 1960: 70-71). Locke, por el contrario, sostiene que la libertad natural se define por no nacer sujeto a dominio político alguno en estado de naturaleza (TT, I, §§ 1-6).3 En efecto, sólo a través del consentimiento expreso de cada miembro de la sociedad civil, la ley de la naturaleza puede ser interpretada en forma colectiva e impuesta a los individuos que forman parte de ella (TT, II, §§ 15, 22, 95, 97-99, 102, 112-113, 119, 121, 134, 171, 175, 186, 189-193, 198, 212, 218; Gough, 1964: 31, 43; Ashcraft, 1968: 912-914). En oposición a la tesis de Filmer, Locke señala que si efectivamente los hombres nacieran bajo una monarquía cuyo origen fuera la donación del mundo de Dios a Adán, nacer y devenir esclavo sería uno y el mismo acto:
[...] entramos al mismo tiempo a la vida y la esclavitud, y nunca podemos abandonar una mientras que no nos separamos de la otra. Las Escrituras o la razón, estoy seguro, en ninguna parte dicen tal cosa, a pesar del alboroto4 del derecho divino, como si la autoridad divina nos hubiera sujetado5 a la voluntad ilimitada de otro. (TT, I, § 4; véase también § 5)
Locke rechaza los argumentos de Filmer apelando a la necesidad de la libertad natural para que la sociedad civil adquiera legitimidad a través del consentimiento (dado que sólo un hombre libre puede consentir), además de las inconsistencias que se siguen de su tesis. En primer lugar, Locke sostendrá que si sólo fuera legítimo el gobierno de los herederos de Adán por vía patriarcal, no habría sino una monarquía legítima en el mundo (TT, II, § 113; Cox, 1960: 66-67). En segundo lugar, le reprocha a Filmer tanto la incoherencia de que Dios permitiera pasar por alto de modo generalizado su regla, como el caos que generaría aceptar que todas las monarquías son ilegítimas excepto una (TT, I, § 3; §§ 11, 104, 139, 141-142, 147, 153).
En tal punto Locke muestra las inconsistencias de la tesis filmeriana, la cual reconoce en el Antiguo Testamento, sobre la voluntad divina de designar reyes, esto es, el derecho divino de los reyes por vía electiva.
“Escogió a Moisés y Josué sucesivamente para gobernar como príncipes”; un perspicaz argumento ha encontrado nuestro autor para probar el cuidado de Dios por la autoridad patriarcal y de los herederos de Adán [al elegir] como príncipes por encima de ellos [de los herederos de Adán] a aquellos que no tenían la menor pretensión a lo uno ni a lo otro. (TT, I, § 157).
De este modo, Locke avala la vinculación, de hecho existente, entre derecho divino de los reyes y el Antiguo Testamento (Hobbes, 1999: cap. XX, 184; Cox, 1960: 63-65), al reconocer el cuidado especial dispensado por parte de Dios al pueblo judío, siempre y cuando ello niegue conceder el principio de legitimidad basado en una donación divina del poder político a Adán y sus herederos (TT, I, §§ 159-160). En efecto, mientras se acepte que los hombres nacen libres e iguales, Locke está dispuesto a conceder la facultad divina de dispensar un gobierno a los hombres (aun cuando al hacerlo atente contra el principio de consentimiento como base exclusiva del gobierno legítimo).
La crítica de Locke se dirige, por tanto, contra el principio patriarcal de sucesión y el carácter despótico del dominio paterno (TT, I, §§ 168-169). En este sentido, Locke critica el uso de la referencia bíblica en la cual Filmer sustenta que se debe una obediencia política al padre. Locke muestra que el pasaje de las Escrituras referido por Filmer, concedía soberanía no sólo al padre, sino también a la madre, lo cual es contrario a la idea de un soberano único, y, especialmente, patriarcal: “Espero que no sea una injuria llamar media razón a una media cita; pues Dios dice ‘Honra a tu padre y a tu madre’; pero nuestro autor se contenta con la mitad y deja fuera ‘a tu madre’, como poco útil a sus propósitos” (TT, I, § 6; véase también TT, I, §§ 49, 61, 62, 65). Por otra parte, para Locke, el poder paternal está condicionado a que los padres cumplan con la obligación de proveer los medios de vida a los hijos; o perderían la potestad de dictarles la conducta, lo cual de hecho se restringe al periodo de minoría de edad (TT, II, §§ 64-65, 52-53). En este sentido, los hijos están muy lejos de deber a sus padres una obediencia política: “‘Honra a tu padre y a tu madre’ no puede ser entendido de ningún modo como sujeción y obediencia política” (TT, I, § 65).
Así, aun cuando Locke acepta la definición filmeriana de poder político, lo hace para demostrar su incompatibilidad con el poder paternal: “nuestro autor, siempre muy claro en este punto, nos asegura que es poder supremo, y semejante al de los monarcas absolutos sobre sus esclavos, poder absoluto de vida y muerte” (TT, I, § 51; véase también § 49). Locke recupera entonces esta definición de poder político aclarando que tal poder supone límites para evitar que en su ejercicio devenga absoluto (TT, II, § 3; Tuckness, 2010: 720; para una interpretación diferente, véase Simmons, 1994: 471-473). En este sentido, se traza una distinción entre un poder paternal, que no posee legitimidad para aplicar la pena de muerte sobre los hijos, y uno político legítimo, el cual sí dispone de este poder sobre los súbditos, aun cuando no de sus propiedades (TT, I, §§ 150, 52, 53, 56, 58-59).
La libertad positiva de infringir castigos bajo pena capital
Si la noción de libertad natural en TT, I es esencialmente negativa frente al absolutismo basado en el poder paternal, en TT, II,6 adquiere una dimensión positiva. En la medida en que se constituye como condición de posibilidad de formas precisas de castigo y guerra privada que, ya desde Grocio, daban lugar a la figura de esclavitud legítima (Grocio, 1925: I, I, II, 45-46; I, I, IV, 208; Grocio, 1987; Simmons, 1992: 132; Strauss, 1992: 222; Abdo, 2013: 413-415).
En el estado de naturaleza, los hombres realizan una interpretación hedonista, utilitaria y parcial de los mandatos divinos (TT, II, §§ 13, 90, 123-128, 184; Essay, IV, XVI, § 12; IV, XX, § 16; II, XXXIII, § 18; Yolton, 1958: 495; Seliger, 1963: 345, 354; Gough, 1964: 18; Ashcraft, 1969: 195; Aarsleff, 1969: 134).7 Se trata de un estado “de perfecta libertad para ordenar [cada uno] sus acciones y disponer de sus posesiones y personas como consideren oportuno, dentro de los límites de la ley de la naturaleza” (TT, II, § 4; véase Polin, 1969: 6). En este sentido, como anticipé, la libertad natural no implica nacer desvinculado de toda institución estatal, más bien supone, a su vez, un individualismo metodológico que se caracteriza por establecer un criterio de elección que tiene por fin maximizar la utilidad individual (Ashcraft, 1968: 898, 907; Polin, 1969: 8, 15-16; Chumbita, 2011, 2013a). Tal criterio se cristaliza en la identificación, bajo la acepción amplia de propiedad privada, de la persona, la vida, la libertad y las posesiones de los hombres (TT, II, §§87, 7, 123, 173, 222; Yolton, 1958: 496-497; Simmons, 1992: 228).8
En efecto, identificar la persona con las posesiones, como destaca Karl Olivecrona, ayuda a comprender mejor la dimensión positiva del concepto de libertad natural en cuanto permite castigar las ofensas: “Que una cosa sea ‘mi propiedad’ significa, según la opinión de Locke, que es parte de mí mismo. Por esa razón nadie puede tener derecho a ello” (1974: 222). Según Locke, cada individuo posee una potencia creadora (TT, II, § 27) semejante a su Hacedor (TT, I, § 40), la cual justifica, por medio del acto más simple, incluso recoger una bellota en el bosque, el derecho exclusivo sobre un bien, esto es, la propiedad privada del mismo (TT, II, § 28; Chumbita, 2011).
Ahora bien, en la medida en que las posesiones se identifican con la persona misma, quien atenta contra ellas debe recibir un castigo equivalente al que le correspondería por atentar contra la libertad o la vida de otro hombre (TT, II, § 18): “robar al propietario de un objeto es privarlo de su personalidad”, las posesiones son “extensión de la personalidad” (Olivecrona, 1974: 223-224), de aquí que robar a alguien suponga nada menos que violar su persona.
Por tanto, en el estado de naturaleza hay propiedad, lo cual supone un dominio exclusivo, que para ser efectivo requiere la plena vigencia de la ley de la naturaleza: “aunque este es un estado de libertad, no es, sin embargo, un estado de licencia” (TT, II, § 6). El estado de naturaleza no es anárquico. Si bien el individuo se halla libre de soberanos políticos, la propiedad divina sobre la vida humana obliga a cada uno de sus miembros a protegerse a sí mismo y, en cuanto sea posible, al resto de sus semejantes: “Cada uno, así como está obligado a preservarse a sí mismo, y a no abandonar su condición voluntariamente, por la misma razón, cuando su propia preservación no entre en competición, deberá, tanto como pueda, preservar al resto de la humanidad” (TT, II, § 6; véase Polin, 1969: 6-8, 12; Simmons, 1992: 135-136; Tuckness, 2010: 279). Del mismo modo, nadie debe -excepto en el caso de responder a una ofensa- atentar contra la vida, libertad o bienes de un semejante, pues todos los hombres son propiedad privada divina:
Pues siendo todos los hombres la obra de un Hacedor omnipotente e infinitamente sabio, todos siervos9 de un amo10 soberano, enviado a este mundo por orden suya y para su empresa,11 ellos son su propiedad, de quien son obra, hechos para durar tanto cuanto sea su gusto y no de otro. (TT, II, § 6; véase también §§ 7, 9, 16).
De este modo, el concepto de libertad natural está íntimamente vinculado con la interpretación de la ley de la naturaleza por parte de la razón individual (TT, II, § 61 y § 54; Dunn, 1967: 158; Chumbita, 2016). La libertad debe respetar los deberes impuestos por la ley de la naturaleza (Simmons, 1992: 77, 119, 3, 11-12). Ello supone y requiere del carácter racional del agente que la interpreta, corroborando la correspondencia entre el concepto práctico de libertad natural y la definición abstracta de libertad presentada en Essay (Polin, 1969: 1, 17-18; Chumbita, 2015). En efecto, el requisito de racionalidad, asociado con la correcta interpretación y observancia de la ley de la naturaleza, conjuga derecho y deber, poder y ley, como no lo hace el concepto de libertad hobbesiano que se ciñe a la oposición lógica entre libertad y obligación (Hobbes, 1999: cap. XIV, 119).
La paradoja de una libertad que requiere auto-obligarse no es la única que se sigue del concepto de libertad en estado de naturaleza. Resulta igualmente paradójico que la propiedad divina de la vida humana devenga en condición de posibilidad del castigo con pena capital (Dunn, 2005: 447; Ashcraft, 1968: 901; Cox, 1960: 75-76; Grant, 1988: 49-50; Abdo, 2013: 344-345, 415-419). En efecto, según Locke, el transgresor de la ley de la naturaleza se declara enemigo de la humanidad en su conjunto, y puede ser castigado con el rigor que la falta exija, apelando incluso a la pena capital (TT, II, § 8; Ashcraft, 1968: 904; Hall, 1981: 66-67; Simmons, 1992: 149, 137, 142).
La medida del castigo debe ser la necesaria para disuadir tanto al ofensor de reiterar el crimen, como a terceros de cometer la misma falta (TT, II, § 8; Tuckness, 2010: 722, 724-726). De ahí que:
[...] todo hombre, en el estado de naturaleza, tiene el poder de matar al asesino, tanto para disuadir a otros de cometer una injuria similar, que ninguna reparación puede compensar [...] como para proteger a los hombres de los intentos de un criminal [que] ha declarado la guerra a toda la humanidad. (TT, II, § 11; véanse § 19; Dilts, 2012: 61-62).
Quien atenta contra la vida humana “puede ser destruido como un león o un tigre” (TT, II, § 11; véanse también §§ 16, 181-182, 228; Olivecrona, 1974: 224; Ashcraft, 1968: 907; Simmons, 1992: 133; Waldron, 2002: 143; Tuckness, 2010: 729; Dilts, 2012: 72-73, 61, 63; Abdo, 2013: 407-409, 422). Quien derrama la sangre de su hermano, como Caín, se expone a la muerte violenta (TT, II, § 11; Grocio, 1925: I, II, I, 260-261; Simmons, 1994: 373-474). La exclusión del género humano se convierte así en condición de posibilidad de la aplicación de una pena capital sin contradecir el mandato divino de no atentar contra la vida humana como propiedad divina (TT, II, § 6).
A pesar del claro sentido retributivo de la formulación lockeana -que hace referencia a una ofensa pasada, un ofensor y un castigo consecuente-, Alex Tuckness señala que incluso la pena capital se inscribe en una lógica consecuencialista y basada en las bondades del efecto de castigar, antes que en la mera retribución (Tuckness, 2010: 723-726, 728-730; Abdo, 2013: 420). Según Tuckness, la pena capital no debe atribuirse al daño pasado, sino al riesgo futuro que representa para el conjunto social, quien atente contra la vida humana. De acuerdo con él, “los castigos están fijados con la meta del bien público, no de la retribución” (Tuckness, 2010: 722).
Esta argumentación es coherente con la idea de que el asesino resulta equiparable a un león o un tigre, mas no logra explicar la suspensión de la pena para dar lugar a la figura de esclavitud legítima (Simmons, 1994: 477). En efecto, el ofensor esclavizado sólo provee un beneficio económico para el amo, y si se parte de la premisa de que constituye un enemigo del género humano, equiparable a un león, el riesgo social futuro resulta evidentemente mayor que el beneficio particular para el amo.12 Sin embargo, Locke elige este último sobre el riesgo social futuro. Una vez más, la lógica podría considerarse consecuencialista y no meramente retributiva, pues está determinada por el beneficio del amo y no por la retribución de la ofensa pasada (contra esta interpretación, véanse Simmons, 1992: 122-123; 1994: 474, 477; Dilts, 2012: 74, 76). Pero de ninguna manera podría pensarse que la meta es el bien público, pues el riesgo colectivo futuro es subordinado al interés particular del ofendido, en virtud del cual se le perdona la vida al ofensor a cambio de obtener los frutos de su trabajo.
Resulta más complejo el derecho a matar a quienes no han atentado contra la vida, sino sólo contra la libertad o las posesiones de otros hombres. En consonancia con la identificación entre vida, libertad y posesiones -bajo la acepción amplia de propiedad privada-, Locke entiende que si alguien detiene a otra persona contra su voluntad, privándolo de su libertad, está en condición de atentar contra su vida, y por lo tanto, su acto resulta identificable con el hecho de hacerlo: “Porque yo tengo razón para concluir que aquél que quisiera tomarme en su poder sin mi consentimiento, podría utilizarme como le plazca cuando me hubiera agarrado allí” (TT, II, § 17; véase Cox, 1960: 83-84). En virtud del derecho a la auto-preservación, basado en la propiedad divina de las vidas del género humano, surge el derecho de matar al ofensor, no sólo cuando atenta contra la vida, sino también contra la libertad de un particular: “Estar libre de tal fuerza es la única seguridad de mi preservación; y la razón me sugiere considerarlo [a un hombre tal] como a un enemigo de mi preservación” (TT, II, § 17). Tal especulación sobre el daño potencial es llevado al extremo cuando no sólo quien atenta contra la vida o la libertad es merecedor de la pena capital, sino también aquel que, sin manifestar voluntad de daño sobre la vida del asaltado, simplemente utiliza la fuerza para robarle sus posesiones.
Esto hace que sea legal13 para un hombre matar a un ladrón que no le ha hecho el menor daño ni declarado ningún designio [de atentar] sobre su vida, sin ir más lejos entonces, por el uso de la fuerza, de tomarlo en su poder para quitarle su dinero o lo que le plazca de él; porque usando la fuerza, donde él no tiene derecho para tomarme en su poder, dejando [de lado] sus pretensiones, sean las que fueran, no tengo razón para suponer que él, quien me ha quitado mi libertad, no me quitará [también], cuando me tenga en su poder, todo lo demás. (TT, II, § 18; véanse Grocio, 1925: I, II, I, 260-261, 272-273, 275, 277; Dilts, 2012: 63; Cox, 1960: 82-83).
Para justificar un castigo tan asimétrico respecto al crimen, como bien destaca Dilts, Locke contempla el robo, así como el potencial riesgo sobre la libertad y la vida: “El ladrón es en este momento indistinguible del asesino” (Dilts, 2012: 65). Al asumir la perspectiva del ofendido en tiempo presente, el ladrón sólo deviene tal con posterioridad al hecho, cuando “retrospectivamente resulta que su designio no era mi muerte sino solamente la apropiación de mi caballo y mi abrigo” (Dilts, 2012: 65).
Ahora bien, esta interpretación no resuelve las inconsistencias de la teoría lockeana acerca del castigo, las cuales se manifiestan con total claridad en la figura de esclavitud legítima. El caso del ladrón muestra que -incluso con posterioridad a su identificación como meramente ladrón; es decir, una vez que el tiempo mostró que no era un asesino- aún pesa sobre él la pena capital. En efecto, como presentaré en el próximo apartado, la figura de esclavitud legítima sólo puede surgir a través del perdón de un cautivo al que no se le ha dado muerte, pero sobre el que continúa pesando una pena capital. Por lo tanto, en el caso del ladrón, se le sostiene su castigo ad eternum, a pesar de que ésta sólo resultaba justificada en virtud del riesgo inminente de la vida del propietario asaltado. Por tanto, en este caso también la esclavización del cautivo, como derivación de la guerra justa, muestra que la lógica consecuencialista del argumento lockeano, contra la interpretación de Tuckness, no toma como criterio el riesgo o el bienestar colectivo, sino el beneficio particular del conquistador legítimo. En efecto, el ladrón es perdonado en virtud de lo que el fruto de su trabajo genera para el ofensor devenido amo y no en función de un beneficio social.
La guerra justa: de la libertad positiva al poder despótico privado
En este apartado, consideraré el problema que representa la noción de guerra justa, como derivación posible del concepto de libertad natural, en cuanto puede dar lugar a un poder privado y despótico sobre un vencido. En este sentido, me interesa presentar las tensiones que surgen al contrastar la reivindicación de una dimensión negativa de la libertad, como potestad de determinar la propia acción frente a todo poder despótico, y la legitimación de un poder privado y despótico producto de la guerra justa en estado de naturaleza.
Dunn advirtió con toda claridad este problema al señalar lo paradójico que resultaba que “la teoría de Locke sobre la igualdad humana originaria”, a través de conceder la aplicación de un “poder ejecutivo de la ley de naturaleza”, diera lugar a “la esclavitud, un complemento sumamente desconcertante de la igualdad humana básica” (Dunn, 2005: 447-448; véase también Simmons, 1992: 150). En efecto, la figura de esclavitud legítima presenta la paradoja de que, invocando el riesgo sobre la vida humana y, en especial, su status como propiedad divina, resulta legítimo matar, aun cuando no fuera sino frente a un ladrón que no ha manifestado en absoluto intención de atentar contra dicha vida. Una vez dictada la sentencia privada de muerte, el propietario ofendido puede suspender la pena, dando lugar a la figura de esclavitud legítima.
En efecto, habiendo por su culpa perdido14 el derecho a su propia vida, por [cometer] algún acto que merece la muerte, él, aquel ante quien ha perdido el derecho a ella, puede (cuando él lo tenga en su poder [a quien ha perdido el derecho a su vida]) demorar [el acto] de tomarla [su vida], y hacer uso de él para su propio servicio, y él no le hace ninguna injuria por ello; pues, en cualquier momento que encuentre que la penuria de su esclavitud superara el valor de su vida, está en su poder, resistiendo la voluntad de su amo, acarrearse la muerte que desea. (TT, II, § 22; véanse Simmons, 1992: 150; Dilts, 2012: 67; Chumbita, 2013b)
La relación de esclavitud legítima que media entre un conquistador legítimo y un cautivo supone un poder despótico: “estos cautivos, tomados en una guerra justa y legal,15 y sólo ellos, están sujetos a un poder despótico” (TT, II, § 172; véanse §§ 24 y 85; Simmons, 1994: 476). En efecto, en tanto no pueden celebrar pacto alguno, los prisioneros de guerra justa sólo pueden hallarse bajo un poder arbitrario, “porque ¿qué pacto puede hacerse con un hombre que no es dueño [master] de su propia vida? ¿Qué condiciones puede cumplir? Y si alguna vez se le permitiese ser dueño [master] de su propia vida, el poder despótico [y] arbitrario de su amo [master] cesaría” (TT, II, § 172; véase Polin, 1969: 8). Mientras no se produzca un ofrecimiento de garantía sobre la vida del cautivo, Locke entiende que la esclavitud y el estado de guerra persisten (TT, II, § 172; véase Dilts, 2012: 67).
Considerando los efectos de la teoría lockeana del castigo, en especial el estado de guerra continuo al que puede dar lugar en la figura de esclavitud legítima, Dilts parece compartir la interpretación hobbesiana de Strauss y Cox, para quienes el estado de naturaleza lockeano, a través del castigo, deriva en un estado de guerra (véanse Strauss, 1992: 224 y 228; Cox, 1960: 75-79).16 Incluso en el caso de la aplicación de un castigo limitado, como es el caso -para Locke- de la figura de esclavitud legítima (de extralimitarse no suspendería la pena capital, sino simplemente mataría al cautivo), el estado de guerra continúa y su fin es incierto. Según Dilts:
[...] aun un castigo proporcionado difícilmente traiga el final del estado de guerra [...] es de esperar que el estado de guerra continúe indefinidamente, y el límite entre el agredido y el agresor se convierta progresivamente en indistinto. Es por tanto probablemente sabio para el ladrón no ceder en absoluto sino resistir abiertamente al castigo. (Dilts, 2012: 66 y 68).
Sin embargo, las inconsistencias que se siguen de la teoría del castigo lockeana no provienen -como entienden Strauss, Cox y Dilts- de su derivación en un estado de guerra de todos contra todos. Por el contrario, surgen de aceptar una idea de guerra justa que resulta completamente ajena a la concepción hobbesiana. En efecto, para Hobbes, en el estado de naturaleza ninguna de las partes tiene la potestad de arrogarse justicia (1999: cap. XIII, 117). En cambio, Locke propone una indistinción entre criminal y enemigo, lo cual no puede atribuirse a una perspectiva hobbesiana, que conduce inevitablemente a una idea de guerra total; y, asimismo, realiza una crítica de la conquista a partir de la distinción entre el ejercicio limitado del poder por parte del conquistador legítimo, y los abusos que se atribuyen a la figura del conquistador ilegítimo. Por lo tanto, lejos de asumir una perspectiva hobbesiana, el punto de partida de Locke es una afirmación de raigambre grociana, según la cual se identifican los conflictos entre particulares y las guerras entre los Estados:
[...] el estado de guerra no consiste en el número de los combatientes, sino de la enemistad de los bandos allí donde no tienen un superior al que apelar (TT, I, § 131). [...] aquellos que eran ricos en los días de los patriarcas, así como en las Indias Occidentales hoy, compran sirvientes y criadas, y por su multiplicación, así como por la adquisición de nuevos, llegan a tener grandes y numerosas familias, de las que sin embargo ellos hacen uso en la guerra y en la paz. (TT, I, § 130).17
Las inconsistencias del planteamiento lockeano surgen, por lo tanto, de sostener al mismo tiempo la pérdida de derechos por la criminalización y animalización del enemigo, además de pretender fijar límites al poder despótico del conquistador legítimo, siendo que éste se define precisamente por ser un poder arbitrario y absoluto. De aquí que este problema no se presente al criticar la figura del conquistador ilegítimo.
Que el agresor, que se pone a sí mismo dentro de un estado de guerra con otro e injustamente invade el derecho de otro hombre, no puede nunca, por tal guerra injusta, llegar a tener un derecho sobre el conquistado, [es algo con lo que] será fácilmente convenido por todos los hombres, que no piensen que los ladrones y piratas tienen derecho de imperar18 sobre quienquiera que han forzado suficiente para dominar [master]. (TT, II, § 176).
En efecto, el problema surge cuando “la victoria favorece al lado correcto”, esto es, cuando resulta vencedor el “conquistador en una guerra legal” (TT, II, § 177). La contradicción se presenta simplemente por intentar limitar un poder de naturaleza despótica, pues no se sigue de un contrato, sino que consiste en la continuación del estado de guerra con quien -habiendo perdido su humanidad por su crimen de guerra- no puede establecer pacto alguno, pues ha perdido el derecho a su vida, libertad y posesiones. Sin embargo, Locke introduce una crítica de la conquista, intentando restringirla a través de la figura del conquistador legítimo. Así, su poder despótico sólo cabe aplicarlo a los que participaron activamente en la guerra:
[...] pues el poder de los conquistadores sobre las vidas de los conquistados, debiéndose sólo a que ellos han usado la fuerza para hacer o mantener una injusticia, él [el conquistador legítimo] puede tener ese poder sólo sobre aquellos que han concurrido en esa fuerza; todos los demás son inocentes.19 (TT, II, § 179).
De este modo, Locke intenta evitar abusos de poder tanto en las posesiones de aquellos que participaron activamente de la guerra, como la vida, libertad y posesiones de quienes no tuvieron parte en ella (en especial, respecto a los hijos menores de edad de los vencidos). Tal abuso puede surgir a partir de la extralimitación en la aplicación del derecho -que, según Locke, tiene el vencedor, como conquistador legítimo- de exigir reparación por los costes de la guerra justa que ha debido librar. Ahora bien, el sólo hecho de exigir reparación limitada supone reconocerle derechos de propiedad a los vencidos y, en consecuencia, requiere justificar los montos de reparación impuestos. En este último sentido, Locke considera que no se justifica nunca la expropiación de la tierra, sino sólo de bienes monetarios o productos del trabajo de la tierra.
Pero suponiendo que los costos y daños de la guerra deben ser compensados al conquistador hasta el último centavo, y que los hijos [children] de los vencidos, despojados [spoiled] de todos los bienes de su padre, ser abandonados al hambre y a perecer; sin embargo, pagar lo que, según esta cuenta, es debido al conquistador, no alcanzará para darle un título a ningún país que conquiste: pues los daños de guerra no alcanzan la suma del valor de ninguna porción considerable de tierra, en ninguna parte del mundo donde toda la tierra es poseída, y ninguna [parte de ella] permanece yerma [waste]. [...] La destrucción del producto de uno o dos años [de cosecha] (pues raramente llega a cuatro o cinco) es el máximo despojo20 que usualmente se puede hacer. (TT, II, § 184).
La contradicción surge entre esta limitación y crítica de la conquista, bajo la figura del conquistador legítimo y el poder despótico que posee sobre la vida de sus cautivos, quienes han perdido todo derecho, incluido el de detentar propiedad. Ya que “su vida está a merced del vencedor; y su servicio y bienes él [el vencedor] puede apropiarse para darse a sí mismo reparación” (TT, II, § 183). Por lo tanto, el respeto de la propiedad de estos cautivos en guerra justa resulta inconsistente con el hecho de que, para Locke, el esclavo por definición no puede poseer propiedad, pues quien ha perdido el derecho sobre su vida, también pierde su derecho a disponer de propiedad:
[...] estos hombres, habiendo, como he dicho, perdido el derecho [forfeited] a sus vidas, y con ello sus libertades y perdido sus propiedades inmuebles;21 y hallándose en el estado de esclavitud, incapaces de [detentar] ninguna propiedad, no pueden en ese estado ser considerados como parte alguna de la sociedad civil. (TT, II, § 85).
De acuerdo con lo anterior, Locke lleva la pérdida de derechos al extremo de señalar que si al esclavo cautivo en guerra justa le resulta penosa su condición, tiene un modo de encontrar su muerte desobedeciendo la voluntad de su amo (TT, II, § 23). Tal pérdida de humanidad y sometimiento a un poder despótico, perdiendo no sólo la vida y la libertad, sino también la posibilidad de detentar derechos de propiedad, es inconsistente con la pretensión de limitación de la conquista bajo la figura del conquistador legítimo.
El único modo de entender tan flagrante contradicción es atribuir a Locke cierta oscura comprensión de la necesidad de matizar la pérdida de derechos en virtud de la dimensión social en la que se inscribe el enemigo. En efecto, al tratar la conquista, donde no se trata ya de un Robinson que se encuentra con otros como él, sino de centenares de hombres que pelean para defender un territorio con sus familias, Locke se ve obligado a reformular la pérdida de humanidad y de derechos, limitando la imposición de reparaciones considerando derechos previos de propiedad.
[...] siendo la ley fundamental de la naturaleza que todos, tanto como sea posible, deben ser preservados, se sigue que si no hay suficiente para satisfacer completamente a ambos, a saber: para las pérdidas del conquistador y el mantenimiento de los niños,22 el que tenga, y de sobra,23 deberá condonar algo de su completa satisfacción y darlo al más urgente y preferente derecho [title] de aquellos que están en peligro de perecer sin ello. (TT, II, § 183).
En resumen, Locke insiste en que los vencidos deben ser respetados en sus posesiones, aun cuando carezcan de derecho sobre sus vidas, en tanto sus derechos de propiedad involucran a terceros inocentes, como son los familiares directos (especialmente los hijos que no cuenten con otros medios de subsistencia). “De manera que el que por conquista tiene un derecho sobre la persona de un hombre, para destruirlo si le place, no tiene por ello un derecho, sobre sus bienes inmuebles, para poseerlos y disfrutarlos” (TT, II, § 182; véanse §§ 174, 179-180, 185, 187, 189-190, 193-194). Pero, como he mostrado, el cautivo en una guerra justa ha perdido todo derecho a la vida, libertad y bienes, y el único criterio para limitar la apropiación de sus bienes, más allá de la justa reparación, sólo puede surgir del carácter colectivo o público de la relación. Tal distinción resulta ajena a la concepción, de raigambre grociana, que entiende al castigo como guerra justa, y no distingue entre luchas privadas y guerra entre Estados. Por lo tanto, el problema se reduce a esta identificación entre criminal y enemigo, como ya lo advirtió tempranamente Jean-Jacques Rousseau, y luego Carl Schmitt.
[...] los hombres, mientras viven en su estado de independencia primitivo, no establecen entre sí lazos suficientemente constantes para constituir ni el estado de paz ni el estado de guerra [...]. Son las relaciones entre las cosas y no entre los hombres las que provocan la guerra [...]. La guerra no es, pues, una relación de hombre a hombre, sino una relación de Estado a Estado, en la cual los particulares no son enemigos más que accidentalmente [...]. El extranjero, sea rey, sea un particular o sea un pueblo, que roba, mata o detiene a los súbditos sin declarar la guerra al príncipe, no es un enemigo, es un salteador. [...] Siendo el fin de la guerra la destrucción del Estado enemigo, es legítimo matar a los defensores en tanto tienen las armas en la mano; pero en cuanto se entregan y se rinden, cesan de ser enemigos o instrumentos del enemigo, vuelven a ser simplemente hombres, y a partir de ese momento todo derecho sobre sus vidas desaparece. (Rousseau, 1995: 10-11;24 véanse Schmitt, 2005;25 Grocio, 1925: I, I, II, 45-46, I, I, IV, 208; Simmons, 1992: 144; Dilts, 2012: 64, 75; Abdo, 2013: 415-419).
Conclusión
Luego de considerar los supuestos y las consecuencias de la vigencia de la ley de la naturaleza en el estado de naturaleza, puedo decir que su principal problema está dado por las inconsistencias que conlleva. Por un lado, tanto el rechazo como la justificación de un poder despótico a partir de la noción de libertad natural y, por otro, intentar limitar el poder despótico mediante la figura del conquistador legítimo. En primer lugar, en concordancia con la oposición abstracta entre libertad y esclavitud, surge una dimensión negativa del concepto de libertad natural, opuesta al sometimiento del poder despótico de un gobierno al que no se ha dado consentimiento expreso. Sin embargo, la concepción lockeana del castigo y, en especial, de la guerra justa, permite derivar de la libertad natural una figura de esclavitud legítima, es decir, un dominio despótico privado y legítimo sobre un cautivo. En segundo lugar, la contradicción surge al pretender limitar el poder despótico, reconociéndoles un derecho de propiedad a los cautivos en guerra justa que, según la teoría lockeana del castigo en estado de naturaleza, ya no poseían por haber entablado una guerra injusta.