La radical inverosimilitud de un capitalismo antiguo
El historiador, antropólogo y filósofo social Karl Polanyi, nacido en Viena en 1886, mantuvo siempre un vivo interés por el estudio comparado de las instituciones económicas, entre ellas las de la Grecia antigua (2008). Y, desde luego, defendió la radical inverosimilitud de un capitalismo antiguo, tesis que había sido sostenida por historiadores modernizadores de la Antigüedad, tales como Eduard Meyer (1983) o Mijaíl Rostovtzeff (1967). En la obra colectiva Trade and Market in the Early Empires, aparecida en 1957, se dedicó Polanyi a desactivar y desmontar tales propuestas y a insistir en un hecho primordial, a saber, que la mera presencia de comercio y mercados no indicaba de manera inmediata la existencia de una sociedad institucionalmente organizada a través de un sistema de mercado equivalente al que habría de aparecer en la modernidad industrial europea. Rechazará tajantemente esa ecuación y, oponiéndose a lo que creían estos historiadores modernizadores, Polanyi sostendrá que la presencia de ciertos elementos de mercado o de ciertas formas de comercio en aquellas sociedades no autorizaba a postular, ejecutando ciertas maniobras de carácter teleológico, la existencia de una suerte de capitalismo embrionario lógica y evolutivamente conectado con el capitalismo moderno.
Pero de ningún modo recayó Polanyi en las injustificables exageraciones primitivistas de los defensores del teorema del oikos, tales como Johann Karl Rodbertus (Nafissi, 2005) o Karl Bücher (1893); pues, oponiéndose a éstos, entendía que tampoco se puede afirmar que en las economías antiguas hubiera una ausencia absoluta de toda forma de comercio, dinero o mercado, toda vez que se han encontrado evidencias claras de la presencia de todos esos elementos en aquellas sociedades. Otra cosa bien distinta, se ha de volver a señalar, es entender que dichos elementos no aparecían integrados en una institucionalidad socioeconómica que pudiera en algún sentido ser equiparada a la del moderno sistema de mercado. George Dalton, uno de los principales discípulos de Polanyi, ejercerá la misma crítica, refiriéndose en este caso a las sociedades arcaicas:
La economía primitiva es distinta del industrialismo de mercado no en grado, sino en clase […] El intento de traducir los procesos económicos primitivos en nuestros equivalentes funcionales, inevitablemente, oscurece justamente aquellos rasgos de la economía primitiva que la distinguen de la nuestra. (1976: 205)
Lo que aquí se ventila es aquella crítica frontal que los antropólogos substantivistas (Polanyi fue el más sobresaliente de todos ellos) lanzaron contra la antropología formalista. Las tesis fundamentales de los antropólogos formalistas giraban en torno a un eje o premisa fundamental, a saber, que las categorías analíticas elaboradas por la economía convencional moderna eran perfectamente válidas a la hora de construir explicaciones válidas y concluyentes de la vida económica de las sociedades premodernas (Kaplan, 1976). Esta interpretación formal establecía que más allá de todas las diferencias institucionales que pudieran apreciarse en los diversos sistemas económicos emergidos a lo largo de la historia humana (diferencias categorizadas como accidentales), un mismo procedimiento de asignación de recursos habría estado operando invariablemente en el comportamiento económico-social de todos los grupos humanos. No habrían existido nunca, por lo tanto, rupturas sincrónicas o cualitativas; a lo sumo, se habrían producido meras modificaciones de grado de un mismo tipo de forma económica (o, dicho en otros términos, de una misma racionalidad económica) que habría persistido y subyacido a lo largo de toda la evolución histórico-cultural de la especie humana (Firth, 1974).
La racionalidad maximizadora teorizada y sistematizada por la escuela neoclásica y marginalista sería utilizada, dentro de ese esquema formalista, para entender absolutamente todos los comportamientos humanos, incluidos los de las sociedades precapitalistas. Con ello pretendía establecerse, como de hecho hizo el austriaco Ludwig von Mises, que esas categorías, lejos de reducirse o circunscribirse a un periodo histórico contingente, tenían una validez universal y atemporal precisamente porque estarían inscritas en la lógica profunda (en la forma) de toda acción humana (1974).
También Harry W. Pearson, en el citado volumen conjunto orquestado por Polanyi en la Universidad de Columbia (Nueva York), escribió un pequeño pero incisivo trabajo que precisamente llevaba por título El debate secular sobre el primitivismo económico. En él arremetía sin contemplaciones contra esos posicionamientos modernizadores de algunos importantes historiadores de la Antigüedad que, hechizados por el moderno sistema de mercado, habían creído poder establecer estrictas equivalencias con los modos económicos de aquellos períodos (Pearson, 1976). Desde la perspectiva polanyiana, lo decisivo para comprender en sus justos términos la diferencia específica e irreductible de la economía moderna con respecto a todas las economías anteriores será su articulación institucional dentro de un mecanismo de mercado que determina todos (o casi todos) los elementos de la organización social. Esto último constituyó, en efecto, una inédita inflexión antropológica y una novedad histórica sin parangón. Y, por supuesto, esa perspectiva de la irreductibilidad desautorizaba cualquier hipótesis que insinuara que en el origen mismo de la civilización humana se hallaban pulsiones económicas mercantiles y competitivas enteramente análogas a las que después imperarían en la moderna economía de mercado (Polanyi, 1976a: 64).
Moses I. Finley, eminente historiador de la vida socioeconómica de la Antigüedad, se hizo eco en buena medida de los materiales y las interpretaciones aportadas por Polanyi. En efecto, mantuvo estrechos contactos con la Universidad de Columbia y, más en concreto, con el grupo de estudiosos que se había formado en torno a la figura de un Karl Polanyi que había tomado posesión de la cátedra de historia económica en 1946. Ya en 1973, Finley secundaría las tesis polanyianas a la hora de negar la interpretación modernizadora de la economía en las sociedades antiguas (Shaw y Saller, 2000). En su The Ancient Economy menciona el Oikonomikos de Jenofonte, datado en el siglo IV a. C., para resaltar que nada había en él que pudiera asemejarse a un moderno manual de teoría económica que contemplase conceptos tales como “elección racional optimizadora y maximizadora” u otros elementos teóricos modernizadores de semejantes características. La voz griega oikonomía, desde luego, no significa lo mismo que el moderno y contemporáneo término economía. No será sino a partir de 1750 cuando el término economía política empiece a cobrar un sentido inédito, en las obras de François Quesnay y Adam Smith; mientras que la más breve y aséptica noción de economía no alcanzará un estatus hegemónico (o, al menos, preponderante) hasta los Principles of Economics de Alfred Marshall (Finley, 1978: 20).
Cierto es que en la Grecia antigua había impuestos, acuñación de moneda y distintos tipos de comercio. Sin embargo, la nota diferencial decisiva estriba en que dichos fenómenos no quedaban articulados en un sistema teórico coherente o en un modelo explicativo que los integrase a todos en un mismo corpus. Y, en todo caso, si en los escritos de los antiguos, tan conspicuos en casi todos los aspectos del conocimiento, encontramos una raquítica y mermada atención a los asuntos económicos no puede deberse, sin más, a una estrambótica y accidental falla en la historia de las ideas (Finley, 1978: 21). Cualquier cosa no puede ser dicha en cualquier época. Y si la Antigüedad no desarrolló un pensamiento específicamente económico y tampoco un cuerpo analítico y doctrinal mínimamente unificado de teoría económica se debió, y esto es lo decisivo, a que la Antigüedad no cumplía las condiciones institucionales en las que un tal cuerpo teórico podía surgir; esto es, en las sociedades antiguas nunca llegó a institucionalizarse un sistema omnímodo de mercados interdependientes.
La economía política de la polis
Una temática tan amplia desborda con creces los límites de un trabajo como el presente y, por ello, queremos abordarla a través de la lectura que Karl Polanyi hizo de las reflexiones aristotélicas en torno al problema de lo económico, apropiándose de ellas precisamente para poder rebatir las tesis formalistas que impregnaban e impregnan el discurso económico hegemónico. Defenderemos en este trabajo, por lo tanto, el potencial teórico y crítico que representa la obra polanyiana en general, y su lectura de Aristóteles en particular, a la hora de confrontar con los modelos antropológicos y las interpretaciones históricas derivadas de la teoría económica ortodoxa (Borisonik, 2013a).
La riqueza en el mundo griego antiguo, durante los periodos arcaico, clásico y helenístico, y de igual modo durante casi toda la historia del imperio romano, se comprendió fundamentalmente como algo vinculado a la tierra, al cultivo de cereales y a otras actividades de tipo agrícola. Las clases poderosas de las sociedades griegas eran, por lo tanto, fundamentalmente terratenientes. El papel secundario jugado por la industria y el comercio con respecto a la agricultura, tanto en la organización social como en los marcos axiológicos dentro de los cuales estas actividades quedaban significadas y valoradas, ha sido cabalmente constatado. “Lo que se llama «industria» o «comercio» en la época arcaica e incluso bastante después, si nos fijamos bien, tal vez resultaría ser algo muy distinto de las actividades que ahora se designan con esas expresiones” (De Sainte Croix, 1988: 159). La prudencia debiera guiar incluso nuestro léxico, toda vez que algunos vocablos que se usan indistintamente bien pueden designar realidades socioeconómicas radicalmente distintas.
Sin embargo, y a pesar de lo anterior, refiere Polanyi esa celebérrima anécdota histórico-literaria, narrada por Heródoto, que consigna la respuesta que Ciro, el gran rey de los persas, ofreció a la delegación espartana que acudió a advertirle de la inconveniencia de un ataque a las ciudades griegas de la costa de Asia Menor (1994a: 243). La respuesta de Ciro consistió en decir que nunca podría sentir miedo de unos hombres que disponían de un lugar en medio de la ciudad al que acudían regularmente a practicar la estafa mutua. Heródoto señala que Ciro pronunció semejantes palabras a modo de reproche contra unos hombres que, en efecto, organizaban su vida social en torno a unos lugares destinados específicamente al mercadeo de la compra y la venta, una costumbre que según el relato del historiador y geógrafo griego resultaba desconocida entre los persas, los cuales nunca efectuarían compraventa en lugares abiertos, siendo así que no disponían en todo su territorio, presumiblemente, de un solo lugar destinado al juego del mercado (Heródoto, 1994: 126).
Polanyi plantea de ese modo la decisiva cuestión de determinar en qué momento, y a consecuencia de qué circunstancias, el ágora se convirtió también en un lugar de mercado y dejó de ser únicamente una asamblea de tipo político (1994a: 247). Advierte, en cualquier caso, que esas formas de aprovisionamiento a través de ciertos elementos de mercado no deben confundirse con un gran sistema de mercado integrador de toda la vida de la ciudad.
Es así, por lo tanto, que resulta de notable importancia el distinguir entre el mercado como lugar y el mercado como mecanismo de oferta-demanda-precio ya que, en efecto, no todos los mercados en el primer sentido implican un mecanismo de ese tipo. “Un mercado está al alcance de los arqueólogos, pero un mecanismo de mercado está más allá del alcance de la mejor piqueta” (Polanyi, 1994a: 206). La polis, en efecto, jamás quedó enteramente mercantilizada o subordinada por completo a la dinámica de un mercado formador de precios. Muy al contrario, la importancia de ese mercado era limitada, y era esta institución la que quedaba subordinada a la vida normativa y moral de la polis.
Aunque el mercado empezaba a jugar un papel clave en el aprovisionamiento del pueblo, tampoco debe exagerarse su importancia en el conjunto de la economía. El mercado y el ágora eran puramente internos a la polis, sometidos a sus límites físicos y políticos. El ágora no era más que un instrumento que facilitaba la operación del sistema redistributivo, que aún seguía prevaleciendo. La responsabilidad de la ciudad en el sustento de sus ciudadanos era el principio de la economía de la ciudad griega. (Polanyi, 1994a: 250)
Lo que nosotros llamamos “economía”, esto es, todos aquellos fenómenos relacionados con la producción, distribución y consumo de bienes materiales y servicios, se hallaban en la Grecia de la Antigüedad indisolublemente integrados en lo político; lo cual equivale a decir que tales fenómenos económicos no habían adquirido ningún tipo de autonomía social (Mossé, 1995: 35). En aquel mundo no podía descubrirse nada parecido a un subsistema económico diferenciado de otros subsistemas sociales, tal y como sólo empezará a suceder con el desarrollo de las modernas sociedades industriales (Luhmann, 1998). Las diferencias, contra toda tentación modernizadora, son radicalmente inconmensurables.
Es cierto que Polanyi señala que el mercado fue considerado desde la visión aristocrática del mundo como una invención dudosa y corrosiva para el viejo orden social (1994a: 249). La institucionalización de algunas formas de integración socioeconómica de tipo mercantil (siempre circunscritas y subordinadas al nomos político, se ha de enfatizar de nuevo) parecía propulsar y apuntalar una nueva situación para la Atenas democrática, pues al figurar como pionera en la constitución de un ágora comercial sentaba las bases fundamentales para el crecimiento de una nueva forma de vida política post-aristocrática. Pero aunque es cierto que Polanyi menciona la vinculación existente y constatable entre el ascenso de la democracia antigua y el establecimiento de algunos elementos de mercado, a pesar de este reconocimiento, no cabe dentro de los esquemas polanyianos otorgar carta de veracidad a aquellos planteamientos del pensamiento ultraliberal, y aquí debe considerarse eminentemente a Milton Friedman (1966), que postulaban una identificación plena y absoluta entre democracia política y economía de libre mercado. En efecto, Polanyi siempre argüirá que es una construcción de índole apriorista y sin fundamento histórico-empírico ésa que vincula de una manera lógica y necesaria el crecimiento sin trabas de los mercados y la expansión de la democracia, como si ambos elementos formasen parte de una misma continuidad indisoluble (Polanyi, 2012a).
La vida económica, en cualquier caso, no dejaba de estar sujeta al control político de la ciudad-estado, y si un mercado sectorial tenía derecho a funcionar era siempre a través de una existencia subordinada y plegada a normatividades que no emanaban de su propia dinámica interna:
La disciplina de la polis era ilimitada, y la subordinación del individuo a la polis completa […] La disciplina comprendía no sólo la esfera política y militar, sino también la económica. Lejos de apoyarse en un inexistente mecanismo de oferta-demanda-precio, insistía en asegurar la oferta adecuada a un precio establecido. (Polanyi, 1994a: 253)
Se trataba, en suma, de un mercado sometido y disciplinado por el poder político. “Si era imposible distinguir al individuo de la comunidad […] era evidente la responsabilidad de la polis para la subsistencia de sus miembros” (Polanyi, 1994a: 254). Nunca pudieron emerger unas relaciones mercantiles omnipotentes y emancipadas a las que la propia organización política y jurídica de la ciudad hubiera de someterme y plegarse. En suma, las relaciones de tipo mercantil siempre se definieron por su naturaleza subalterna con respecto a la legalidad de las formas políticas de la ciudad (Meikle, 1979).
Algunos estudiosos, que no por nada han ponderado muy positivamente la perspectiva polanyiana, han apuntado no obstante que los fenómenos de fluctuación de precios en función de las leyes (parciales) de la oferta y la demanda eran un fenómeno ya recurrente en la vida helena del siglo IV a. C (Finley, 1980: 185). A pesar de lo cual, y como ya quedaba apuntado hace un momento, la actividad económica era en buena medida eminentemente política, dirigida por el gobierno de la polis (Polanyi, 1994a: 255). Jenofonte, por la misma época en la que Aristóteles hacía sus reflexiones sobre la oikonomike y la chrematistike, componía su panfleto Medios y fines (o De los ingresos), obra en la que proponía que fuese el propio Estado el que se encargara de la explotación de las minas de plata con el fin de incrementar notablemente la extensión del erario público ateniense (Finley, 1980: 205). Es por todo ello que cuando se habla de la política económica de las antiguas ciudades-estado en Grecia se corre el peligro de deslizarse hacia un léxico modernizante, en el sentido de proyectar la imagen de una administración estatal dirigida en su totalidad hacia la consecución de una balanza comercial favorable en el juego de las importaciones y las exportaciones.
Resulta evidente, sin embargo, que lo mismo que el concepto modernizante de la economía ha de ser abandonado, tampoco se puede atribuir a los Estados griegos una mentalidad económica de la que, sin lugar a dudas, carecieron siempre. Se ha de partir del hecho, señalado ya anteriormente, de que la «economía» no constituyó para los griegos ninguna categoría autónoma, sino que fue absorbida, en la vida de los Estados griegos de época clásica, por la política. Por consiguiente, en la medida en que pudieran intervenir en su comportamiento factores económicos, éstos nunca fueron sentidos como tales, sino que se vieron subordinados a consideraciones políticas. (Austin y Vidal-Naquet, 1986: 112)
En cualquier caso supondría un error inadmisible e injustificado pretender equiparar la política mercantilista de los modernos Estados-nación con la actividad de las antiguas ciudades-estado del mundo helénico.
Por lo tanto, y a pesar de que la actividad comercial estaba experimentando un auge importante, todavía a ojos de Aristóteles dicho comercio se encontraba muy circunscrito y limitado, hasta el punto de que el Estagirita, como se verá en el próximo epígrafe, distinguía un comercio lícito y natural de otro antinatural e ilegítimo. “El comercio es «natural» cuando sirve para la supervivencia de la comunidad haciéndola autosuficiente” (Polanyi, 1976b: 126). Bien es verdad que en la época de Aristóteles estaba empezando a florecer una actividad comercial que excedía los límites autárquicos de la familia y de la polis, incluso podría afirmarse que emergieron algunos elementos o características propias de una economía incipientemente mercantil (Meikle, 1995). Todo lo cual, evidentemente, no pudo pasar desapercibido al propio Aristóteles, que en todo caso contemplaba tal florecimiento comercial con un recelo indisimulado. La emergencia de tal realidad inquietaba sobremanera al pensador griego, en el sentido de que tal vez una actividad comercial desaforada pudiera ser corrosiva para el equilibrio interno de la polis y para la philia vertebradora de las relaciones políticas:
El intercambio comercial, o, en términos modernos, intercambio de mercado, surgió de las circunstancias de la época como cuestión candente. Era una novedad desconcertante que no se podía situar, explicar o juzgar adecuadamente. Respetables ciudadanos ganaban ahora dinero por el simple método de comprar y vender. Esta práctica había sido desconocida, o, mejor dicho, había estado limitada a personas de las clases bajas, conocidas como buhoneros, por lo general extranjeros (metoikos) que se ganaban la vida vendiendo alimentos en el mercado. La ganancia procedía del hecho de que compraban a un precio y vendían al otro. Ahora esta actividad se había extendido al parecer a ciudadanos de alta condición, y producía grandes beneficios, a pesar de que hasta entonces se le había considerado deshonrosa. ¿Cómo debía clasificarse el fenómeno? ¿Cómo podía explicarse, de forma operativa, la ganancia que se conseguía sistemáticamente por estas prácticas? ¿Qué juicio merecería la nueva actividad? (Polanyi, 1976b: 129)
El descubrimiento que Aristóteles hizo de la economía, y así reza el título del trabajo de Polanyi, es un descubrimiento particular y lleno de inquietud, como se podrá comprobar a continuación. Porque se trata de un hallazgo que amplía el campo se los saberes, sin lugar a dudas, y su propósito no es otro que el de explicar teóricamente una serie de fenómenos vinculados al campo económico. Pero en Aristóteles, y es esencial comprender esto, el conocimiento de lo social se desarrolla en íntima e indisoluble conexión con preocupaciones de índole ética y política. Por lo tanto, es natural que un cierto descubrimiento teórico pueda ir acompañado en el Estagirita de un temor que no debe comprenderse sólo ni principalmente como una vivencia afectiva, sino más bien como una dislocación de la integridad ética y de la consistencia política que se derivan de los marcos intelectuales, morales e ideológicos propios de su visión del mundo.
Esta situación institucional de mercados subordinados y comercio disciplinado tiene evidentemente un correlato en el hecho de la ausencia en el mundo antiguo de formas de subjetividad análogas a las que habrían de predominar siglos después, con el auge histórico de la moderna sociedad comercial. “A diferencia de lo que sucede en el individualismo del siglo XVIII, la sociedad [antigua] no es una construcción posterior al individuo, derivada bien del contrato o bien del intercambio. La ciudad es anterior a los pactos y al comercio entre sus miembros” (Bilbao, 1996: 77). Sólo una ilegítima proyección modernizante del individualismo moderno en las sociedades antiguas puede pretender descubrir en estas últimas el predominio de formas de sociabilidad tamizadas enteramente por la comercialización exhaustiva de los lazos humanos y por el individualismo posesivo (Macpherson, 2005). En ese sentido, el desarrollo histórico-institucional de las modernas sociedades de mercado supone igualmente una profunda metamorfosis en la concepción de la racionalidad práctica y en la posición que dentro de ella se concede a la instancia del deseo, conjugándose con ello una aguda y densa inflexión psicohistórica. Aristóteles y Polanyi, en ese sentido, estarían de acuerdo en que no existe nada parecido a un inmarcesible impulso hacia la ganancia que proceda de los abismos de la naturaleza humana (Polo Blanco, 2014).
A la hora de abordar la concepción aristotélica de eso que hoy se denominaría asuntos económicos hemos de hacernos cargo de la enorme distancia cualitativa que media entre aquella economía griega y lo que para los modernos constituye la realidad económica. “Lo que sí salta a la vista es que para Aristóteles ética, política y economía están estrechamente ligadas” (Basañez, 1994: 137). Evidentemente no era un asunto menor, para un griego, todo lo concerniente al tema de la riqueza y su adquisición ya que, como era de esperar, había maneras virtuosas y poco virtuosas de adquirirla. Y la adscripción de virtud a un modo determinado de adquirir riqueza no venía propiciada por valores modernos tales como la obtención de la máxima rentabilidad productiva. Nada de eso había en la actitud general del hombre griego, y este es un punto crucial. “Y es que los valores predominantes eran políticos o éticos, no económicos: poder, virtud y gloria, no beneficio o productividad. En concreto, vivir para la ganancia, para la búsqueda del beneficio, era considerado por los griegos -también por Aristóteles- señal de inferioridad moral” (Basañez, 1994: 139).
Lo que Polanyi está proponiendo es la necesidad imperiosa de hacerse cargo de la radical diferencia de los marcos axiológicos, simbólicos y discursivos que operan en un momento histórico y en otro. La modernidad comercial y mercantil significará, de hecho, una drástica mutación radical de dichos marcos en tanto el trabajo productivo se alzará como la fuente de todo verdadero valor en detrimento de las actividades políticas y morales; se invertirán las jerarquías valorativas cuando, en efecto, la política quede reducida a una mera gestión instrumental y tecnocrática supeditada al incremento del verdadero valor, que ahora será el de la producción técnica y el trabajo.
En la Grecia clásica el marco era radicalmente otro. La praxis moral y política se encontraba en la cúspide valorativa de la jerarquía social, mientras que el papel cultural de la poiesis era siempre secundario y supeditado; y eso era así porque las actividades demiúrgicas nunca encontraban su propio fin dentro de sí mismas, sino que habían de buscar sus fines fuera de sí. Es por ello que las actividades eminentemente productivas aparecían socialmente devaluadas; compárese dicha devaluación con la glorificación moderna de la técnica y el trabajo industrial, con esa victoria del homo faber que tematizara Hannah Arendt de una forma tan magistral (2005: 325). La acción productiva se convierte en la fuente suprema de todo valor humano y se cumple un desplazamiento de aquellos marcos axiológicos dentro de los cuales el hombre aparecía ante todo como un ser cuya acción social se insertaba en la esfera pública de lo ético y lo político. El individuo moderno será, antes que nada, un sujeto que produce y fabrica, y todas las otras fuentes de inteligibilidad social empezarán a asumir un papel subsidiario con respecto a la esfera imponente del trabajo productivo.
El temor aristotélico
Cuando Karl Polanyi escribe su espléndido artículo sobre el pensamiento económico de Aristóteles, si es que tal cosa (pensamiento económico) puede decirse con visos de legitimidad cuando nos referimos a la obra del Estagirita, evidentemente no está queriendo indicar con ello que en la Hélade clásica pudiera hablarse de algo parecido a una esfera económica institucionalmente autónoma y desgajada; y mucho menos que pudiera efectuarse una tematización científica explícita sobre tal objeto inexistente. En ese sentido, observa Paz Moreno Feliu: “Sin embargo, y a pesar del magnífico título que le diera Polanyi a su célebre artículo Aristóteles descubre la Economía, lo que nos muestra Polanyi es la ausencia de economía, o de lo que nosotros entendemos por economía, en la Antigüedad” (2011: 48.). En efecto, lo que hoy entendemos comúnmente por problemas económicos, y lo que la ciencia económica ortodoxa postula como campo económico, es algo muy diverso a lo que por tal podrían entender los hombres antiguos (Dumont, 1999).
Cuando Schumpeter habla de los clásicos griegos en su monumental History of Economics Analysis, muestra una peculiar y significativa perplejidad ante el supuesto hecho de que los griegos no pudieron terminar de escapar, en lo que al campo económico se refiere, del sentido común, siendo así que su entendimiento permaneció enredado en un amasijo de fenómenos pre-analíticos del que ni siquiera Aristóteles pudo desprenderse (1982: 90). Pero evidentemente, y antes de apelar a una supuesta incapacidad o torpeza por parte del pensamiento heleno antiguo a la hora de descubrir las leyes que rigen el universo de los intercambios económicos, antes de verter tal acusación, debería comprobarse si la emergencia de un campo del saber específicamente económico era siquiera concebible o posible en el mundo antiguo.
En efecto, el propio Polanyi entenderá que cuando Aristóteles se refería a todas aquellas cuestiones que tienen que ver con la economía se estaba moviendo en un ámbito de significación vertebrado por las nociones de comunidad, autosuficiencia y justicia (Borisonik, 2013b: 198). En ese sentido, los análisis aristotélicos siempre se referían a la totalidad social, toda vez que lo económico no gozaba de un estatuto autónomo y emancipado. En cualquier caso, y teniendo en cuenta lo antedicho, nos hemos de situar en el Libro I de Política, donde se realiza la siguiente distinción, absolutamente medular a la hora de comprender aquello que Polanyi, precisamente, desea destacar de la filosofía económica del Estagirita: “Es evidente, entonces, que no es lo mismo la economía que la crematística. Pues lo propio de ésta es la adquisición, y de aquélla, la utilización” (Aristóteles, 1256a2). Puede decirse legítimamente que aquí se encuentra una comprensión anticipada o prefigurada de lo que siglos después también Karl Marx desarrollaría con su distinción de valor de uso y valor de cambio. “En cambio, es objeto de discusión si la crematística es una parte de la economía o algo de distinta especie” (Aristóteles, 1256a2). Lo que se estaba preguntando el pensador griego es si lo que él denomina chrematistiké (todo lo que tendría que ver, por así decir, con el valor de cambio) puede considerarse como una parte de la oikonomía (que haría referencia al valor de uso de las cosas), o bien es algo de distinta especie.
Y un poco más adelante, empieza a responder a esa pregunta primordial:
Así pues, una especie de arte adquisitivo es naturalmente una parte de la economía: es lo que debe facilitar o bien procurar que exista el almacenamiento de aquellas cosas necesarias para la vida y útiles para la comunidad de una ciudad o de una casa. Y parece que la verdadera riqueza proviene de éstos, pues la provisión de esta clase de bienes para vivir no es ilimitada, como dice Solón en un verso…Y la riqueza es la suma de instrumentos al servicio de una casa y de una ciudad. Por tanto, es evidente que hay un arte de adquisición natural para los que administran la casa y la ciudad. (Aristóteles, 1256b13)
El juego de las distinciones empieza a ponerse en marcha precisamente porque aparece una forma legítima y natural de adquirir riqueza; lo cual, evidentemente, ha de remitir a una forma de adquirirla enteramente ilegítima y, de hecho, peligrosa. Aristóteles está hablando de un peligro latente de corrosión y descomposición en el seno de la comunidad civil. Porque el telos de la medicina, por ejemplo, es curar y hacer recobrar la salud, no producir ganancia; y aquello que, por el contrario, empieza a ejecutarse no ya para cumplir su finalidad natural, sino a producirse para la venta, está siendo prostituido y desviado de su norma inherente (Basañez, 1994: 141).
Aristóteles, por lo tanto, advierte que existe otra forma de producir y adquirir riqueza, que no tiene ya nada que ver con un arte adquisitivo natural:
Existe otra clase de arte adquisitivo, que precisamente llaman -y está justificado que así lo hagan- crematística, para el cual parece que no existe límite alguno de riqueza y propiedad. Muchos consideran que existe uno solo, y es el mismo que el ya mencionado a causa de su afinidad con él. Sin embargo, no es idéntico al dicho ni está lejos de él. Uno es por naturaleza y el otro no, sino que resulta más bien de una cierta experiencia y técnica. (1257a)
En ese sentido, el filósofo griego procede a distinguir entre el uso propio de los objetos, que es un uso natural, y aquel otro uso (el crematístico) que no lo es:
Ambos usos son del mismo objeto, pero no de la misma manera; uno es el propio del objeto, y el otro no. Por ejemplo, el uso de un zapato: como calzado y como objeto de cambio. Y ambos son utilizaciones del zapato. De hecho, el que cambia un zapato al que lo necesita por dinero o por alimento utiliza el zapato en cuanto zapato, pero no según su propio uso, pues no se ha hecho para el cambio. Del mismo modo ocurre también con las demás posesiones, pues el cambio puede aplicarse a todas, teniendo su origen, en un principio, en un hecho natural: en que los hombres tienen unos más y otros menos de lo necesario. De ahí que es evidente también que el comercio de compra y venta no forma parte de la crematística por naturaleza, pues entonces sería necesario que el cambio se hiciera para satisfacer lo suficiente. (1257a2)
Para Aristóteles, como se muestra en este pasaje, el intercambio también puede ser considerado como algo benévolo y conforme a naturaleza siempre y cuando esté destinado a cumplir las necesidades de autosuficiencia y reproducción de la casa, del ámbito doméstico. Es decir, que no todo intercambio habrá de degenerar necesariamente en su forma mórbida e ilegítima. Un intercambio entre equivalentes útiles, cuando las comunidades humanas son ya de mayor población y no todas tienen de todo, no tiene por qué desembocar de forma ineluctable en un tipo desmedido de crematística (Aristóteles, 1257a5-6).
Pero cuando se sobrepasan los límites de la autosuficiencia y la autarquía, esto es, cuando se intercambia no ya con vistas a mantener dicha autosuficiencia de la casa (y de la polis) sino con el fin de incrementar sin límite la riqueza, nos hallamos ante otra forma radicalmente distinta de intercambio. Como se observa en Ética a Nicómaco, Aristóteles intenta hallar la forma de que todo intercambio sea justo y proporcionado, esto es, que pueda resultar mutuamente beneficioso o que al menos ninguno de los intervinientes resulte flagrantemente perjudicado (1164a22). Las relaciones comerciales, en ese sentido, también deben ser amistosas, con toda la carga semántica que dicho adjetivo arrastra dentro del léxico filosófico aristotélico (Aristóteles, 1159b/1160a28-30). Es por todo ello que algunas reflexiones contemporáneas sobre las relaciones entre ética y economía acuden al aristotelismo (Nussbaum, 1992).
Aristóteles escribe, en cierta manera, desde una posición de reacción ante los procesos de mayor comercialización y especialización del trabajo que empiezan a tener lugar en la Atenas de su época, y hay en él un evidente temor a que dichos procesos acaben produciendo una deriva disolvente en la comunidad de ciudadanos, koinonía ton politon (Parry y Bloch, 1989). El intercambio comercial, por lo tanto, debería permanecer siempre subordinado al mantenimiento y recurrencia de esa comunidad política; y por eso mismo, una actividad comercial que escapara de esos límites y se dedicara a la pura ganancia, al intercambio ilimitado que sólo persigue maximizar el beneficio una y otra vez, podría suponer una corrosión de los lazos comunitarios que sostienen la economía doméstica (Maucourant, 2006: 54).
Ese peligro siempre permanecería ominosamente latente, y de hecho comenzaba a emerger de una forma embrionaria pero lo suficientemente vigorosa como para que en Aristóteles fuese percibido, analizado y vivido como una potencia amenazante:
Sin embargo, de éste [del intercambio legítimo] surgió lógicamente el otro. Al hacerse más grande la ayuda exterior para importar lo que hacía falta y exportar lo que abundaba, se introdujo por necesidad el empleo de la moneda, ya que no eran fáciles de transportar todos los productos naturalmente necesarios […] Por eso para los cambios convinieron entre sí en dar y recibir algo tal que, siendo en sí mismo útil, fuera de un uso muy fácilmente manejable para la vida, como el hierro, la plata y cualquier otra cosa semejante. (1257a7)
Y es sólo entonces cuando surge esa otra forma de intercambio ilegítimo y antinatural, a saber, aquélla en la que todo el movimiento de bienes y servicios se hace sólo y exclusivamente para la obtención de un beneficio extra, esto es, para la obtención de un excedente de valor que no estaba presente al comienzo de dicho movimiento de intercambio. Aristóteles describe ese proceso del siguiente modo:
Una vez inventada ya la moneda por la necesidad del cambio, surgió la otra forma de crematística: el comercio de compra y venta. Al principio tal vez se dio de un modo sencillo, y luego ya se hizo, con la experiencia, más técnico, según dónde y cómo se hiciese el cambio para obtener un lucro. (Aristóteles, 1257b10)
Polanyi se apoyará también en estos pasajes aristotélicos para desmontar el prejuicio utilitarista. En efecto, la vida honorable no puede consistir en la acumulación indefinida de bienes y, si en todo caso, tal modo de vida llegara a generalizarse, no sería sino a causa de una degeneración antinatural de la vida social y política, esto es, de una desmesura (hybris) contraria al buen sentido de la vida pública (Crespo, 1993-1994).
Los textos aristotélicos constituyen una fuente ineludible de la que Polanyi hubo de beber a la hora de construir su crítica de una moderna sociedad de mercado en la que todos los lazos humanos tendían en el límite a ser absorbidos por lo crematístico en sentido aristotélico. Merece la pena intercalar un largo pasaje:
Sin embargo, otras veces hay la opinión de que el dinero es algo insignificante y completamente convencional, y nada por naturaleza, porque si los que lo usan cambian las normas convencionales, no vale nada ni es útil para nada de lo necesario, y siendo rico en dinero, muchas veces se carece del alimento necesario. Ciertamente extraña es esta riqueza en cuya abundancia se muere de hambre, como cuentan en el mito de aquel Midas, quien, por su insaciable deseo, convertía en oro todo lo que tocaba […] Por eso buscan otra definición de la riqueza y de la crematística, y lo hacen con razón. En efecto, cosas distintas son la crematística y la riqueza según la naturaleza: ésta es la administración de la casa; aquel otro arte del comercio, en cambio, es productivo en bienes, no en general, sino mediante el cambio de productos, y ella parece tener por objeto el dinero, ya que el dinero es el elemento básico y el término del cambio. Esta riqueza sí que no tiene límites, la derivada de esta crematística […] De la economía doméstica, en cambio, no de la crematística, hay un límite, porque su función no es ese tipo de riqueza. Así que, por un lado, parece evidente que necesariamente haya un límite de cualquier riqueza, pero en la realidad vemos que sucede lo contrario. Pues todos lo que trafican aumentan sin límites su caudal. (Aristóteles, 1257b11)
Aristóteles tenía ya ante sus ojos un incipiente tráfico mercantil cuyo único telos empezaba a ser la ganancia por sí misma, y el aumento del caudal monetario comportaba la emergencia de formas de vida sustentadas en un afán desmedido por acumular riqueza. Estas conductas fulgían ante los ojos de Aristóteles como esencialmente antipolíticas, en un sentido radical.
Existen dos formas de intercambio, por lo tanto, y sólo es conforme a naturaleza aquélla cuyo fin no es la mera acumulación ganancial. Y se ha de decir, para mayor precisión, que si ambas utilizan la propiedad y los bienes, no lo hacen de la misma manera:
De ahí que algunos creen que esa es la función de la economía doméstica, y acaban por pensar que hay que conservar o aumentar la riqueza monetaria indefinidamente. La causa de esta disposición es el afán de vivir, y no de vivir bien. Al ser, en efecto, aquel deseo sin límites, desean también sin límites los medios producidos […] toda su actividad la dedican al negocio; y por este motivo ha surgido el segundo tipo de crematística. (Aristóteles, 1257b15)
Lo que está siendo descrito es el gran exceso de aquella compraventa encaminada exclusivamente al lucro; se trata del exceso antinatural de los que dedican todo su tiempo y su quehacer al negocio ganancial y a la obtención del beneficio, supeditando a esa tarea todas las facultades del hombre, que pierden por ello su nobleza política y su virtud cívica. Es la misma hybris, por cierto, que según Polanyi se implantará en las sociedades modernas cuando la mentalidad de mercado llegue a imperar por doquier (Polo Blanco, 2013).
Puede observarse aquí, en el siglo IV a. C., la denuncia de una sociedad crecientemente mercantilizada en la que todo tiende a quedar revestido de funcionalidad económica (crematística, para ser más aristotélicamente precisos), siendo el caso que Aristóteles sólo tenía delante de sí la amenaza del embrión de una sociedad tal. “Sin embargo, algunos convierten todas las facultades en crematísticas, como si ese fuera su fin, y fuera necesario que todo respondiera a ese fin” (Aristóteles, 1257b18). La crematística lucrativa, inherentemente ilimitada, amenazaría con extender su alcance a todos los dominios de la ciudad y a todas las facultades nobles del hombre, pudiendo quedar la buena vida pulverizada por un devenir social enteramente dedicado a la comercialización acumulativa. He aquí el desasosiego profundo de Aristóteles.
Polanyi asevera que los dos sentidos de la palabra económico manejados por él, a saber, el sentido material-substantivo y el sentido formal, ya habían sido en cierto modo puestos de relieve por Aristóteles; y establece una fuerte analogía con los dos sentidos de economía empleados por el Estagirita. La rama que corresponde, según el filósofo griego, a la economía doméstica hace referencia al aprovisionamiento y disposición de la riqueza necesaria para la supervivencia de la comunidad familiar o política: tal sería lo correspondiente a la economía en sentido substantivo, dentro de la terminología polanyiana (Polanyi, 1976c). Y el otro sentido de crematística dado por Aristóteles, aquél que remite a la acumulación de riquezas como un fin en sí mismo (y que habría de ser considerada por el griego como una actividad antinatural y civilmente corrosiva), se correspondería con lo denotado por el sentido formal de economía.
Aunque en ocasiones hubiera cierta ambigüedad semántica en torno a la noción de crematística, sin embargo, en diversos pasajes aristotélicos es la actividad comercial con afán de ganancia la que se subsume más estrictamente bajo ese nombre mientras que, por el contrario, la economía doméstica es nombrada más frecuentemente con otras fórmulas, como por ejemplo riqueza según la naturaleza. Y en ese sentido, si hay algo extremadamente alejado del intercambio natural, es el préstamo a interés. El dinero engendrando dinero es, concluye Aristóteles, el más antinatural y aberrante de todos los negocios humanos concebibles:
Ahora bien, este arte, como hemos dicho tiene dos formas: una, la del comercio de compra y venta, y otra, la de la administración doméstica. Esta es necesaria y alabada; la otra, la del cambio, justamente censurada (pues no es conforme a la naturaleza, sino a expensas de otros). Y muy razonablemente es aborrecida la usura, porque, en ella, la ganancia procede del mismo dinero, y no de aquello para lo que éste se inventó […] pues lo engendrado es de la misma naturaleza que sus generadores, y el interés es dinero de dinero; de modo que de todos los negocios éste es el más antinatural. (1258b4)
El comercio, por lo tanto, sólo aparece como legítimo y natural a los ojos del Estagirita cuando la autarquía de la familia no se ve puesta en peligro, y sólo entonces corresponde recurrir al intercambio con otras familias; eso sí, semejante intercambio se realizará en términos de equivalencia y nunca con el ánimo de, a través de él, obtener mucho más de lo necesario:
El argumento que presenta Aristóteles en su Política sobre el «comercio natural», por ejemplo, descansa en la premisa de que, a diferencia de otras formas de intercambio, el comercio surge de la necesidad de autosuficiencia. La autosuficiencia primitiva se ve perjudicada cuando la familia aumenta de número y sus miembros se tienen que instalar por su cuenta. Las familias individuales que anteriormente «usaban en común los bienes comunes», se ven ahora forzadas a compartir mutuamente sus excedentes. El intercambio resultante -derivado sencillamente del reparto- restaura la autosuficiencia. El comercio natural es un intercambio sin ganancias. (Polanyi, 1994a: 144)
En caso de una mala cosecha, por ejemplo, el padre de familia puede acudir a su vecino para que le suministre un mínimo de productos necesarios, aunque no más. Esta transacción implica, por lo tanto, que sólo se adquieren productos imprescindibles, que la cantidad adquirida es la justa, pero nunca mayor, y que además se entrega a cambio una cantidad equivalente. No existe en este tipo de comercio que Aristóteles califica de natural (no estando excluido, por lo tanto, de la vida buena) un regateo a través del cual las dos partes intervinientes en el intercambio pretendan obtener el máximo provecho propio en detrimento del otro, sino sólo el afán de restaurar el equilibrio autárquico perdido.
En caso de producirse un excedente, de grano o de ganado, su comercio nunca implicará la autodestrucción de la economía doméstica: dicha actividad siempre se ejecutará, en su finalidad última, para el sostenimiento de la economía familiar. No se trataría, en suma, de una producción exclusiva para el mercado, ya que tal cosa representaría a ojos de Aristóteles una actividad profundamente disgregadora de la comunidad doméstica y política.
Era este estado de cosas el que Aristóteles trataba de establecer como una norma hace más de 2000 años. Mirando hacia atrás desde las alturas rápidamente declinantes de una economía de mercado mundial, debemos aceptar que su famosa distinción entre la actividad hogareña propiamente dicha y la ganancia de dinero, en el capítulo introductorio de su Política, fue probablemente el señalamiento más profético que se hiciera jamás en el campo de las ciencias sociales; sigue siendo sin duda el mejor análisis que poseemos sobre el tema. Insiste Aristóteles sobre la producción para el uso frente a la producción para la ganancia como la esencia de la actividad hogareña propiamente dicha; pero la producción accesoria para el mercado no destruye necesariamente la autosuficiencia, ya que el cultivo comercial se utilizaría también en el predio para el sostenimiento, en forma de ganado o de granos; la venta de los excedentes no destruye necesariamente la base de la actividad hogareña. Sólo un genio del sentido común podría sostener, como lo hizo Aristóteles, que la ganancia era un motivo peculiar para producir para el mercado, y que el factor monetario introducía un elemento nuevo en la situación; pero mientras que los mercados y el dinero fuesen meros accesorios para una familia por lo demás autosuficiente, podía operar el principio de la producción para el uso. (Polanyi, 2003: 102)
El homenaje rendido por Polanyi en este pasaje de The Great Transformation desborda con creces el mero tributo teórico, ya que la vocación moral y política subyacente en la filosofía económica aristotélica es recogida en el pensamiento polanyiano con todo su potencial heurístico para el análisis del mundo moderno y contemporáneo.
Los planteamientos esbozados por Polanyi en su crítica del liberalismo económico y de la moderna civilización del mercado encuentran en Aristóteles un poderoso antecesor o anticipador del que extraer interesantísimas enseñanzas:
La distinción existente entre el principio del uso y el de la ganancia era la clave para la civilización completamente diferente cuyos grandes lineamientos pronosticó correctamente Aristóteles 2000 años antes de su advenimiento, contando apenas con los rudimentos de una economía de mercado a su disposición […] Al denunciar el principio de la producción para la ganancia como algo «no natural para el hombre», como algo ilimitado, Aristóteles estaba apuntando al hecho fundamental: el divorcio de una motivación económica separada frente a las relaciones sociales en las que se daban estas limitaciones. (Polanyi, 2003: 103)
El fin de la economía doméstica aristotélica, que Polanyi identificaría con la economía en sentido substantivo, no era la acumulación ilimitada de riqueza, sino el mantenimiento y el sustento de la comunidad. Esa economía genuina, por así decir, se refería a todas aquellas actividades que garantizaban el sostenimiento cotidiano de la familia y la reproducción material de la ciudad. La ruptura de ese sutil equilibrio por parte de una crematística avasalladora (que Aristóteles sólo dibujaba como una ominosa hipótesis posible y probable) es lo que, en cambio, quedaría modernamente ejecutado con las exigencias de una racionalidad económica formal institucionalizada bajo un prisma de competitividad comercial generalizada y con la entronización normativa de la maximización de ganancias.
Porque el miedo de Aristóteles, en efecto, reside en la posibilidad de que todo quede subordinado a la persecución de la ganancia por ella misma. De hecho, la Atenas clásica habría recurrido, como dispositivo de defensa frente a ese peligro de descomposición cívica, a la implicación masiva de extranjeros en la organización comercial. En definitiva, Polanyi quiere ver en el pensamiento de Aristóteles, con mayor o menor justificación, una defensa de la comunidad política frente a la anomia introducida por la expansión hipertrófica de unas relaciones mercantiles organizadas implacablemente en torno a una lógica puramente ganancial.
El equilibrio roto, la omnipresencia del impulso ganancial
También para Aristóteles, podría sostener Polanyi, la economía en sentido sustantivo ha de estar embedded, esto es, integrada y empotrada; o, dicho de otra manera: subordinada a la normatividad social y a los requerimientos de tipo político y moral.
La filosofía económica de Aristóteles dependía del concepto de comunidad humana y criticaba el incipiente intercambio comercial por considerarlo contrario a la «buena vida». La comunidad (koinonia) y la buena vida (eu zen) son los pilares del teorema. La koinonia -cualquiera que sea- constituye la esencia del grupo humano en sus aspectos positivos. La comunidad se mantiene en virtud de un tipo de buena voluntad (philia) que caracteriza la relación entre sus miembros. Cada Koinonia tiene su philia que se expresa en un comportamiento recíproco, lo cual conlleva compartir tanto los productos necesarios para la vida cuanto las responsabilidades y cargas inherentes, vale decir, hacer las cosas “por turno”. Los deseos y necesidades naturales del hombre representan la «buena vida» (eu zen), o sea, la manera como los miembros de una comunidad buscan una vida plena más allá de las exigencias básicas de la vida (zen) animal. (Polanyi, 2012b: 346)
Aquí podemos ver elementos importantes que laten a lo largo de toda la obra polanyiana, pues la noción aristotélica de buena vida supone siempre una economía integrada en el orden político y moral, subordinada a él. En ese contexto del buen vivir los individuos reproducen su vida material a través de unas normas que no deben sancionar un deseo ganancial infinito y que no pueden auspiciar o legitimar una comercialización destinada exclusivamente al lucro, haciendo de la obtención ilimitada de riqueza el supremo fin de la vida humana.
En cualquier caso, si Polanyi asevera que Aristóteles descubre la economía es, ante todo, porque comprende que la búsqueda de la ganancia por sí misma es una práctica que niega el equilibrio cívico y que quiebra la virtud de la vida política (Basañez, 1995: 42). El intercambio, que emerge naturalmente del hecho de que unos tienen más de unas cosas y otros más de otras fue, en un primer momento, un trueque no mediado monetariamente. Esta forma de intercambio permanecía enclaustrada y limitada en el ámbito de la reproducción doméstica y, en último término, estaba destinada a subvenir unas necesidades impostergables. Pero de esta forma relativamente simple surge el intercambio mediado monetariamente, que puede adquirir la forma de vender un producto a cambio de dinero y la posterior compra, con el dinero así adquirido, de una nueva mercancía (Castoriadis, 1978). Esto supondría una forma más desarrollada y sofisticada de intercambio, en la que la mediación del dinero introduciría una nueva flexibilidad en el mismo. A pesar de ello, no obstante, en esta situación todavía se estaría vendiendo para comprar, y ello significaría que lo que está en circulación aún sería eso a lo que Marx podría llamar valor de uso, dado que la finalidad del ciclo seguiría siendo la obtención de un producto cualitativamente distinto del que se poseía al principio (Marx y Engels, 1992: 108). En ese sentido, la finalidad última (el telos del movimiento del intercambio) seguiría siendo la autosuficiencia (de la familia o de la comunidad política), esto es, el sustento material y el abastecimiento vital de la misma, y por lo tanto seguiría siendo parte de esa economía natural que Aristóteles sancionaba como moralmente lícita.
Pero el filósofo griego alcanza a aprehender una deriva inquietante, toda vez que en ese proceso de intercambio se puede terminar comprando para vender, esto es, se verterá una cierta cantidad de dinero para, con ello, obtener un producto que ulteriormente será, a su vez, vendido; y será vendido a una cantidad superior a la de aquella inversión inicial. La finalidad de todo el movimiento, por lo tanto, consistirá nada más que en los sucesivos incrementos de ganancia monetaria, y no ya en la restitución de una necesidad real de la comunidad doméstica. La forma última de esta deriva, por la cual se presta un dinero para que posteriormente sea devuelto con un añadido extra de interés, no es más que la quintaesencia de dicho proceso, en el que ya ni siquiera es preciso la mediación de un producto. Esa crematística comercial adquirirá en su límite último el carácter del ápeiron, esto es, de lo puramente indeterminado, inacabado, indefinido; características todas ellas que, para un griego clásico, representaban el horror y el suplicio.
Para Aristóteles, cuando el intercambio acaba adquiriendo dichas formas, se ha producido una subversión radical de la economía natural, y la circulación ha emprendido un viraje ilícito que pone en peligro la autosuficiencia misma de la comunidad, pues no está dirigida ya a proveer su sustento; ese intercambio, en efecto, no está ya destinado a preservar el natural télos de la familia y la ciudad. Y es ahí, precisamente en esa advertencia aristotélica contra la posible colonización de toda la vida social por parte de un valor de cambio omnipresente, proceso por el cual todos los valores morales y políticos quedarían supeditados a los puramente crematísticos, es ahí, debe insistirse, en donde Polanyi vislumbra también un modelo desde el cual poder, asimismo, diagnosticar que eso contra lo que Aristóteles advertía es precisamente lo que empezó a ocurrir a toda máquina cuando la modernidad trajo consigo sociedades industriales y de mercado. Polanyi pudo descubrir en Aristóteles la denuncia de una misma hybris que, si bien el Estagirita podía vislumbrar sólo como un peligro potencial o embrionario, en la moderna sociedad capitalista aparecería ya como un proceso acuciante y demoledor (Borisonik, 2014).
El hombre de Aristóteles, determinado y prefigurado en su quehacer por la normatividad de la polis, no es un hombre atravesado por necesidades ilimitadas, que es precisamente una de las características que la teoría económica ortodoxa adscribirá a una presunta naturaleza humana universal que es descrita en términos puramente hedonistas (Jevons, 1998). Por el contrario, sus deseos siempre aparecen mediados y tamizados por las necesidades de la polis, son circunscritos por ésta. Por ello, también su adquisición de bienes es siempre ponderada y limitada. Karl Polanyi, en su consideración de esa visión aristotélica, emparenta su propio enfoque con el del Estagirita:
El enfoque del pensador es institucional […] Su concepto de economía nos permite casi referirnos a él como un proceso institucionalizado a través del cual se asegura el sustento de la comunidad. Parafraseando con la misma libertad, podemos decir que el filósofo redujo la concepción errónea de deseos y necesidades humanas ilimitada, o de una escasez general de bienes, a dos circunstancias: primera, la adquisición de reservas de alimentos a través de mercaderes, lo que introduce la necesidad de conseguir dinero en la búsqueda del sustento; segunda, un falso concepto de la vida placentera como una acumulación utilitaria de placeres físicos. (1976b: 128)
El hombre aristotélico, si se nos permite emplear esta expresión, no puede ser concebido como una simple mónada que sólo atiende a sus propios e infinitos deseos de ganancia y que sólo opera en función de su propia supervivencia, al margen de la comunidad. La buena vida no puede consistir en un crudo sobrevivir individual que se haga a espaldas (o a expensas) de los otros conciudadanos, pues ha de vivirse como se debe a la vez que se obtiene el sustento de la comunidad familiar y política (Campillo, 2012). En ese sentido, puede comprenderse más cabalmente lo inédito de la moderna imagen mercantil del hombre, ominosa contrafigura del hombre bueno aristotélico. Porque esa vida buena en ningún caso podría emerger a partir de un mero conglomerado o sumatorio de individuos que sólo se moviesen atendiendo a sus propios e ilimitados deseos de ganancia.
El zoon politikón de Aristóteles y el individuo moderno de Adam Smith aparecen en planos radicalmente inconmensurables, pues según aquél el buen orden cívico no podría mantenerse por mucho tiempo si toda la vida comunitaria quedase sometida al albur de unas relaciones comerciales omnímodas sostenidas por un conjunto mecánico de subjetividades dedicadas en exclusiva a la pura ganancia crematística.
A modo de conclusión
Karl Polanyi supo aprehender el horizonte último de sentido que latía bajo las reflexiones aristotélicas en torno a la economía y la vida cívica. Porque la extensión sin restricción del deseo de ganancia a todos los lazos humanos suponía una amenaza potencial contra la médula misma de la comunidad política. Y ese temor aristotélico es precisamente lo que más interesó, como se ha venido sosteniendo en este trabajo, a un Polanyi que sentenció: “Aristóteles tenía razón: el hombre es un ser social, no un ser económico” (1994b: 256). Porque cuando se quiere hacer del hombre un ser meramente económico, entendiendo por tal un individuo configurado por una pulsión omnipotente hacia la ganancia y la competitividad desmedida, los fundamentos mismos de la sociabilidad política empiezan a desfallecer.
Precisamente en ese diagnóstico aristotélico, que es teórico y moral, ahondó Polanyi a la hora de encarar críticamente los efectos antropológicamente corrosivos de la sociedad de mercado. Comprendió que el orden social acabaría irremediablemente dislocado y desmembrado si la lógica del beneficio se hiciese omnipotente. He ahí, precisamente, la advertencia aristotélica que resuena a través de los siglos; advertencia recogida y tematizada por Polanyi a lo largo de toda su obra.