El ente puede mostrarse de diversas maneras, cada vez según la forma de acceso a él.
Recuperación del gusto
Hay muchas formas de acercarse a las cosas; éstas se muestran, se ofrecen, se dejan percibir, se captan, según el modo en el que son solicitadas. La idea de este epígrafe, tomado de Ser y tiempo, conecta de manera directa con una idea de Aristóteles, según la cual “las disposiciones por las cuales el alma posee la verdad [ἠ ψυχή ἀληθεύει] cuando afirma o niega algo son cinco, a saber, el arte [τέχνη], la ciencia [ἐπιστήμη], la prudencia [φρόνησις], la sabiduría [σοφία] y el intelecto [νοῦς]” (EN 1139b 15-16). Con las dos referencias, se quiere analizar, en sus alcances y límites, la idea moderna de una razón que procede sólo de modo inductivo y deductivo. En este sentido, el gusto es una de las formas de acceso a las cosas, donde éstas se muestran en él de un modo peculiar. Dicho de una forma que rememora el concepto de Aristóteles: en el gusto el alma también posee la verdad.
¿Pero hay relación entre el gusto y la verdad?, ¿no es cierto que el gusto está relacionado con la intuición, mientras la verdad lo está con una argumentación que aporta pruebas para demostrar lo que afirma? Las preguntas se vuelven pertinentes pues, por una parte, hemos aprendido que la verdad se relaciona con la razón, no con el gusto, y, por otra, también creemos saber que el gusto no es precisamente racional. Sin embargo, nuestro saber ha de ser sometido a crítica.
La tesis de Hans-Georg Gadamer, sobre la que versa mi meditación en estas páginas, sostiene que en la experiencia y fenómeno del gusto, asumido en la impureza de sus contenidos y no en su mera forma esencial, acontece un conocimiento verdadero el cual incluye lo subjetivo e individual y, sin abandonar esta dimensión, también está instalado en los ámbitos de lo político y lo ético, rebasando la dimensión estética a la que el racionalismo ilustrado de Immanuel Kant limitó esta experiencia.1 Sin embargo, la verdad de este conocimiento ha de ser entendida como desvelación y des-ocultamiento,2 y no según la fórmula tradicional de la verdad como adecuación entre inteligencia y realidad. No como desvelamiento y des-ocultamiento sin más, sino como habitados intrínsecamente de discernimiento. En la dirección marcada por estas dos indicaciones, la primera exigencia es dejar reposar al gusto sobre el contenido de sus circunstancias, en su propia realidad, y aceptar el reto de hacer el camino sin los atajos de la formalización, sino los rodeos, más largos, por esos contenidos en los que el gusto está encarnado. Aunque Gadamer vuelve efectivamente a la dimensión moral del gusto -la cual ocupó un segundo lugar en el pensamiento de Kant y en la filosofía posterior, hasta nuestros días- parece no subrayar de manera suficiente su dimensión ética y política, ambas asentadas en lo que hay de discernimiento en el buen gusto. Este discernimiento rebasa, de origen, la moral pre-kantiana del caballero cristiano, haciendo de él un ciudadano preocupado por la vida buena y justa del individuo en la sociedad.
Ya que he mencionado a Heidegger y su concepto de la verdad como ἀλήθεια, pregunto qué dimensiones del ser de lo ente vienen des-ocultadas en lo abierto por la experiencia originaria del buen gusto, merced a ese ente que tiene el modo de ser del Dasein. La respuesta será: no sólo, pero sobre todo, dimensiones morales y políticas. Ahora bien, ¿en qué medida prestar atención en el contenido material del gusto remonta efectivamente la supuesta estetización a la que Kant lo lleva, y deja el camino franco hacia lo ético y lo político, rebasando de ese modo lo meramente epistemológico?, ¿en qué medida este giro es hacia las cosas mismas, hacia la realidad tal como es de suyo? La respuesta será el baremo sobre los alcances de nuestra meditación.
Por ahora, he de rumiar la afirmación de que es en el contenido material del gusto, y no en su mera formalización como sensus communis, donde se da ya un discernimiento, una crítica, una distinción que coloca unas cosas como mejores respecto de otras: unas cosas nos gustan más que otras, unas cosas son tenidas por mejores que otras, unas cosas son, en definitiva, preferidas. Simultáneamente hemos de tener presente que este discernimiento no sólo es subjetivo, individual, íntimo, privado, aunque esta perspectiva sea, desde luego, determinante; sino que también tiene, sobre todo, una dimensión social, política, porque pertenece al sentido de una comunidad, a su historia, a sus tradiciones, a los modos más propios como suele resolver las cosas consideradas importantes para que la comunidad pueda seguir viviendo bien, recordando el viejo concepto de la vida buena de Aristóteles en la Ética a Nicómaco.
En las críticas que hace Kant a la razón, el sensus communis fue vaciado de sus contenidos, formalizado y reducido al gusto, restringiendo el concepto mismo de gusto, del amplio mundo moral y político donde el humanismo renacentista lo ubicaba, al ámbito de lo estético.
Nuestro tema no es sólo la reducción del sentido común al gusto, sino también la restricción del concepto mismo del gusto. La larga historia de este concepto que precede a su utilización por Kant como fundamento de su crítica de la capacidad de juicio permite reconocer que originalmente el concepto del gusto es más moral que estético. Describe un ideal de humanidad auténtica y debe su acuñación a los esfuerzos por separarse críticamente del dogmatismo de la “escuela”. Sólo bastante más tarde se restringe el uso de este concepto a las “bellas artes”. (Gadamer, 1997: 66)
Una fenomenología del gusto, y las interpretaciones que precisa para mantenerse de forma imperativa dentro de los límites de lo que aparece y verdadea,3 muestra, con apoyo en la misma historia del concepto, que el gusto tiene en los orígenes de su constitución un contenido más moral, político y social, que estético, según la descripción de Baltasar Gracián en el siglo XVII (1601-1658).4 Esa carga moral -tanto de la formación (Bildung) del sensus communis en la capacidad de juicio, como del gusto5 antes de pasar por la intelectualización, formalización y vaciamiento de contenido material en el pensamiento crítico de Kant- es lo que Gadamer intenta recuperar: la vuelta a la importancia de la historia de la tradición y a la experiencia de lo dado en cada uno de estos fenómenos.
En la siguiente página de Verdad y método, Gadamer precisa los términos en que Baltasar Gracián entendía el gusto y la estrecha relación que guarda con una vida buena, realizada, desde el punto de vista moral, social y político.
Gracián empieza considerando que el gusto sensorial, el más animal e interior de nuestros sentidos, contiene sin embargo ya el germen de la distinción que se realiza en el enjuiciamiento espiritual de las cosas. El discernimiento sensible que opera el gusto, como recepción o rechazo en virtud del disfrute más inmediato, no es en realidad mero instinto, sino que se encuentra ya a medio camino entre el instinto sensorial y la libertad espiritual. El gusto sensorial se caracteriza precisamente porque con su elección y juicio logra por sí mismo distanciarse respecto a las cosas que forman parte de las necesidades más urgentes de la vida. En este sentido, Gracián considera el gusto como una primera “espiritualización de la animalidad” y apunta con razón que la cultura (Bildung) no sólo se debe al ingenio (Geist) sino también al gusto (Geschmack). Es sabido que esto puede decirse ya del gusto sensorial. Hay hombres con buen paladar, gourmets que cultivan este género de disfrute. Pues bien, este concepto del gusto es para Gracián el punto de partida de su ideal de la formación social. Su ideal del hombre culto (el discreto) consiste en que éste sea el “hombre en su punto”, esto es, aquel que alcanza en todas las cosas de la vida y de la sociedad la justa libertad de la distancia de modo que sepa distinguir y elegir con superioridad y conciencia. (Gadamer, 1997: 67)
Hay que tener cuidado para distinguir el marco conceptual con el que se mueve un filósofo del siglo XVII como Baltasar Gracián -impelido a pensar con categorías escolásticas que distinguen en el hombre, por un lado, lo sensible, lo animal, lo puramente instintivo, y, por otro, lo racional, lo conceptual, el lugar donde acontece la libertad espiritual-, de los rendimientos que el contenido filosófico de esa argumentación le ofrecen a un filósofo del siglo XX como Gadamer, que se pregunta sobre el carácter humanista de una experiencia vital como el gusto, en el horizonte de la ontología fundamental de Heidegger que se ocupa del Dasein como momento estructural del ser en el mundo y, por tanto, más allá de toda dicotomía entre sentir e inteligir.
Este comentario, en el que Gadamer explica a Gracián, en realidad expone su propia fenomenología del gusto, enriquecida por los contenidos del pensamiento de Hegel (cfr., Gadamer, 1997: 44) y la hermenéutica ontológica de Heidegger. En esta hermenéutica del gusto, el punto de partida no es la estructura departamental del hombre en facultades, distinguiendo entre sensibilidad, razón y voluntad, la cual es llevada a sus últimas consecuencias por Kant.6 Sin embargo, en su ser y experiencias más originarias, ningún ser humano tiene en primer lugar, conciencia de sus facultades y del funcionamiento de éstas en relación con sus objetos más propios. Por el contrario, la experiencia del gusto, del buen gusto, indica que hay cosas, situaciones, acciones, que gustan más y otras que gustan menos, o incluso disgustan. En ellas el ser humano se vive a sí mismo como una totalidad, no como un animal racional con diferentes facultades. Anclados a la naturaleza, al imperativo de una dinámica que podemos posponer sólo de manera provisional, en la experiencia de lo que gusta más o menos y de lo desagradable, tenemos el primer distanciamiento de las necesidades naturales apremiantes; la inicial experiencia de la conciencia, recordando las primeras páginas de la Fenomenología del espíritu de Hegel.7 Ya que el ser humano no es el compuesto de una sensibilidad animal sumada a una razón humana, emparentado más con los dioses que con los animales, sino que desde el principio tanto la sensibilidad humana es una sensibilidad estructuralmente inteligente como la inteligencia es estructuralmente sentiente, según la genial explicación de Zubiri,8 el fenómeno del gusto, el más interior de nuestros sentidos, está desde sus inicios habitado de discernimiento: el ser humano se siente más cómodo con esto, y más incómodo con aquello.
El gusto, este inicial discernimiento, según el cual son preferidas unas cosas sobre otras, es el que merece ser pensado en su relación con la verdad ética y política. El hombre no comienza siendo un animal irracional que, tratado de la forma adecuada, a su tiempo llegará a convertirse en un ser humano racional; sino que lo es, formal y materialmente, desde el principio, desde su origen, desde siempre: el gusto es la punta del iceberg por la que primaria y originariamente aflora, en sentido constitucional y genético, la estructura humana de una animalidad espiritualizada o de una espiritualidad animada.
El sentido de lo común
En un apartado clásico de la Política, Aristóteles indica por qué en el caso del ser humano podemos hablar de un animal político, de un ζώων πολιτικὸν y, en este sentido, de una “espiritualización de la animalidad”, según la expresión de Gracián. Para nuestros oídos, la expresión ζώων πολιτικὸν ha perdido el carácter paradójico y contradictorio que tenía para la sensibilidad del gusto griego, porque en esa lengua hay dos palabras, ζώων y βίος, para nombrar lo que en la nuestra llamamos vida. Ζώων refiere a todo tipo de animación que se da en la naturaleza y su contrario es, precisamente, lo inanimado, lo que no tiene vida; en este sentido, el ser humano tiene tanta vida como cualquier otro ser animado de la naturaleza. En cambio, sobre todo en el ámbito de la ética y la política, βίος nombra los estilos determinados de vida que puede tener un hombre: una buena vida, una vida teorética o práctica, desarrollada, una vida feliz o infeliz, pero definitivamente una vida política. Su contrario no es lo inanimado, sino aquella vida humana errática, cerrada sobre sí misma, desordenada, aquella vida que no se ha desarrollado en todas sus posibilidades. Por esta razón, decir que el hombre es un βίος πολιτικὸν sería redundante; pero no lo es decir que es ζώων πολιτικὸν. Aquella expresión sería la primera explicación de ésta. La mera vida natural no puede ser política porque su gusto no tiene discernimiento sobre lo bueno y lo justo; a menos que esa vida natural sea humana, es decir, no sólo ζώων, sino también βίος. Sin embargo, la condición por la que se da ese discernimiento originario es el gusto, propio del animal político. Dice Aristóteles:
La razón por la cual el hombre es, más que la abeja o cualquier animal gregario, un animal [ζώων] social [πολιτικὸν] es evidente: el hombre es el único animal [ζώων] que tiene palabra [λόγος]. La voz [φωνή] es signo [σημεῖον] del dolor y del placer, y por eso la tienen también los demás animales, pues su naturaleza llega a tener sensación [αἲσθησιν] de dolor y de placer y significársela [σημαίνειν] unos a otros; pero la palabra [λόγος] es para manifestar [δηλοῦν] lo conveniente y lo dañoso, lo justo y lo injusto, y es exclusivo del hombre, frente a los demás animales, el tener, él sólo, el sentido [αἲσθησιν] del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, etc., y la comunidad de estas cosas es lo que constituye la casa [οἰκίαν] y la ciudad [πόλιν]. (Política, 1253a 9-18)
Haré algunas distinciones conceptuales en la exégesis de este texto de Aristóteles, con el propósito de ayudar en la comprensión de esa experiencia originaria que es el gusto, como discernimiento que toma distancia de las necesidades humanas más inmediatas. Empezaré por aclarar que la αἲσθησις se dice de varias maneras; en este artículo, considero dos: una que significa; y otra que significa y manifiesta. Los animales humanos y los no humanos comparten lo placentero y lo doloroso de la vida en tanto ζώων -en tanto mera animación-, mediante sonidos que, en el caso de los últimos, son su voz, a través de los cuales pueden significarse mutuamente dicho placer y dolor. El sonido en tanto voz de la vida animada (ζώων) está habitado de significación. Pero los animales humanos poseen no sólo la αἲσθησις para significarse la sensación del placer y el dolor, sino que además manifiesta y discierne el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, de lo conveniente y lo dañino. Los seres humanos tienen una voz que, en su caso, es al mismo tiempo λόγος,9 y que manifiesta (δηλοῦν) a los seres humanos como tales,10 porque sólo ellos sienten el bien y el mal, lo justo y lo injusto, lo conveniente y lo dañino, etcétera. ¿De dónde podría sacar la razón su idea del bien, de lo justo y de lo conveniente si no sintiera lo malo, lo injusto y lo dañino como desagradable?11 Hay, pues, una estética del sentir y, desde ésta y por ésta, una estética del sentido.
Según esta lectura del texto de Aristóteles, en los seres humanos la αἲσθησις es λόγος: lógos estético y discreto, no lógos puro. Por este motivo, los seres humanos sienten que tal situación es placentera o dolorosa y, al mismo tiempo, si esa situación placentera o dolorosa es éticamente buena o mala, moralmente justa o injusta, perjudicial o provechosa. Los seres humanos no sólo sienten, cosa que hacen todos los seres vivos, sino que su sentir discierne el sentido de las cosas; sienten la realidad de las cosas, además de su sentido, su ser en el mundo, por tanto, la independencia de las cosas respecto del mero sentir. Sentir y tener el sentido, discernir, remiten a αἲσθησις, pero uno y otro dicen cosas diferentes. Por el λόγος, la vida como ζώων de todos los animales, incluidos los humanos, es en éstos también βίος, es decir, relato e historia de una vida humana, porque tiene algún sentido determinado recogido en la narración de una biografía.12 Así, en los seres humanos, βίος y ζώων son “el sínolon inescindible de forma y fuerza, externo e interno”, según la cita que Mario Teodoro Ramírez (2011: 110) hace de Roberto Esposito. El lógos estético tiene un carácter no sólo significativo, sino sobre todo manifestativo y discreto.
En estas cualidades anida la diferencia entre el carácter gregario (ἀγελαιίου) de los animales y el carácter comunitario (κοινωνία) de los seres humanos: la comunidad del sentido de las cosas en el lógos estético y discreto constituye (ποιεῖ) la vida de la ciudad, del estado, como βίος, mucho antes que las alianzas racionales, las leyes positivas, el contrato social, etcétera, los cuales suelen llegar siempre demasiado tarde. A la comunidad no la hace tal o cual cuerpo de leyes, lo que la constituye (ποιεῖ) con absoluta radicalidad es el lógos estético común de su sentido del bien, de su sentido de la justicia, de lo conveniente, lo dañino, lo perjudicial, etcétera. Los seres humanos sienten en general y en abstracto, pero también sienten que las cosas son buenas o malas, justas o injustas, saludables o dañinas; y lo sienten primordialmente en común, en κοινωνία, no de manera subjetiva, relativista e individual. Las cosas son del color del cristal con el que se miran sólo en un mundo ideal donde cada individuo tuviese sus propios cristales y no fuese posible intercambiarlos por otros. Pero ese mundo no existe ni siquiera como posibilidad, pues en el mundo real los cristales con los que se miran las cosas son comunes, en una multiplicidad en la que se recubren mutuamente. Porque el lógos estético es discreto y koiné; un logos estético común, no individual y, por tanto, no se ciñe a las estructuras epistemológicas modernas. Por tanto, el λόγος, y no el νόμος, hace que una comunidad sea como tal.
Comentando este mismo texto de Aristóteles, Jaques Ranciere dice lo siguiente:
[...] el destino supremamente político del hombre queda atestiguado por un indicio: la posesión del lógos, es decir de la palabra, que manifiesta, en tanto la voz simplemente indica. Lo que manifiesta la palabra, lo que hace evidente para una comunidad de sujetos que escuchan, es lo útil y lo nocivo y, en consecuencia, lo justo y lo injusto. La posesión de este órgano de manifestación marca la separación entre dos clases de animales como diferencia de dos maneras de tener parte en lo sensible: la del placer y el sufrimiento, común a todos los animales dotados de voz; y la del bien y el mal, propia únicamente de los hombres y presente ya en la percepción de lo útil y lo nocivo. Por ello se funda, no la exclusividad de la politicidad, sino una politicidad de un tipo superior que se lleva a cabo en la familia y en la ciudad. (Ranciere, 1996: 14)
La ley positiva de los estados nacionales no puede pasar por alto la constitución de lo comunitario que acontece en el lógos de la discreción que es el gusto; no puede ignorarlo, o pretender que puede y debe ocupar su lugar, so pena de que la sociedad y sus diferentes comunidades sufran las consecuencias que testimonia nuestra época.
El gusto personal y comunitario es el momento originario de un lógos estético discreto, el punto fontanal de la vida política, intrínsecamente habitado de discernimiento, es decir, de esa cualidad por la que se ubican desde el principio unas cosas del lado derecho y otras del lado izquierdo; unas cosas más arriba y otras más abajo; tiene unas cosas como buenas y otras como mejores, en relación a todos los que conforman la comunidad. Pero una comunidad no vive sólo de sus discernimientos originarios, sino que, instalada en ellos y recreándolos constantemente, va más allá porque aspira a ser una comunidad plena, donde sus miembros alcancen la libertad espiritual. En este punto, se despliegan posibilidades para la comunidad y sus habitantes, de la esclavitud a la libertad. ¿Qué es el gusto en tanto discernimiento, es decir, en tanto lógos estético común? Hay una amplia diferencia entre el discernimiento inicial, aquel sentido más interior que condensa el ánimo de un ser humano, y el punto en el cual se sabe ya formado en su gusto, libre espiritualmente. No se trata sólo de una distinción cuantitativa, sino, sobre todo, cualitativa. Un hombre maduro no ha perdido su sentido del gusto, sino que, por el contrario, lo ha sabido afinar y aguzar cada día; el gusto ha llegado a ser en él buen gusto.
En su carácter originario, el gusto es una especie de sentido que no se identifica con ninguno de los sentidos del cuerpo, esos que Aristóteles distingue en Acerca del Alma (418a 10 y ss.) en cinco, advirtiendo que podrían ser más, pero tampoco puede cumplir su función sin ellos. El gusto tampoco es el recubrimiento que los diferentes sentidos se donan mutuamente para que la realidad tenga un funcionamiento de totalidad, pero sí lo supone.
En su mero carácter de ser animado, en el fenómeno del gusto se encuentra la primera espiritualización de esa animación, el inicial distanciamiento respecto de las necesidades naturales, que distingue entre lo que desagrada y lo placentero, es donde florece la cultura, pues ésta pone todo su ingenio para maximizar el estado en el que la conciencia pueda vivir en el disfrute pleno de sus sentidos. Desde el más incipiente, hasta el más desarrollado, el buen gusto y la conciencia tienden a identificarse. En su estado incipiente, ambos son la cuna del discernimiento, el punto desde el cual se juzga espiritualmente sobre las cosas; en su estado más desarrollado, buen gusto y conciencia nombran a los seres humanos maduros, que están en su punto, que han sabido formarse en la libertad que sabe elegir, tomando la distancia correcta sobre las cosas que de verdad importan en la vida. El largo proceso de la formación ha jugado un papel muy importante entre estos niveles del gusto.
El sentido de lo bueno y de lo justo
“La ética griega -la ética de la medida de los pitagóricos y de Platón, la ética de la mesotés creada por Aristóteles- es en su sentido más profundo y abarcante una ética del buen gusto” (Gadamer, 1997: 72). ¿Cómo relacionar el buen gusto, un concepto moderno, con el concepto griego de la φρόνησις? La afirmación de Gadamer sugiere un largo rodeo por la ética de Aristóteles que aquí sólo indico.
El pensamiento que Aristóteles elabora en el universo griego del siglo IV a. C., tiene una cosmovisión poco parecida a la nuestra. Ese universo distingue entre lo que es y su orden; distingue el ser del cosmos, entre aquella dimensión de las cosas que permanece siempre igual y aquella que siempre es diferente. Distingue, pues, entre φὐσις y κόσμος: la φὐσις es todo aquello que tiene el principio de su ser de manera intrínseca, que crece y se desarrolla desde sí misma y no desde un principio extrínseco, como sucede con las cosas que pertenecen a la τέχνη. El κόσμος, por su parte, es el orden y la estructura que tiene cada vez la φὐσις. De este modo, para la cosmovisión griega, la φὐσις es eterna, permanente, siempre igual, mientras que el κόσμος es siempre diferente, otro, distinto. Todas las cosas naturales caen bajo esta perspectiva: tienen el principio de su generación en ellas mismas, el cual siempre es ordenado, estructurado. Por eso, en un lenguaje filosóficamente más técnico, consagrado por Aristóteles, se puede y se debe decir que el ser es dinámico, siempre está en movimiento. En este marco se entiende con claridad cuando Aristóteles dice que todas las cosas naturales -y en cierto sentido también las que no son, las de la τέχνη- tienden naturalmente a un fin, el cual es esencialmente su propio bien. Esta es la primera tesis que debe tenerse clara sobre el mundo de Aristóteles para entender correctamente su pensamiento acerca de lo bueno, es decir, su ética.
Ahora doy un paso más en su argumentación. Aristóteles distingue tres niveles en la vida natural: la vegetativa, la animal y la humana. Un árbol frutal, por ejemplo un aguacate, tiene como finalidad (τήλος) natural generar aguacates y será bueno en cuanto produzca buenos aguacates. Todo su dinamismo interno, en términos de su propia vegetación y nutrición, está encaminado a producir buenos frutos. Lo mismo sucede en el animal. Por ejemplo, un perro: el dinamismo de su nutrición y vida sensible está encaminado a ser lo que ya es, a ser un buen perro, en sentido ontológico, no en sentido ético. Lo mismo pasa con el ser humano: también es una cosa que pertenece a la naturaleza y tiene, por tanto, un dinamismo interno que lo lleva a su realización, a su finalidad. Ese dinamismo de las cosas según el cual tienden naturalmente a ser lo que ya son es también su propio bien. La finalidad (τήλος) de una cosa es, pues, también su propio bien.
El ser humano es una cosa natural, al igual que los otros dos niveles de vida, pero también tiene λόγος, como se explicó. El hombre es un animal racional. Ahora se exige más argumentación y se pregunta cuál es la finalidad última del hombre en cuanto hombre; no la finalidad última del hombre en cuanto músico, o en cuanto constructor, abogado o profesor. La pregunta es sobre la finalidad última del ser humano en cuanto tal; porque cuando sepamos cuál es su finalidad última, sabremos también cuál es el bien último al que tiende. Para averiguarlo, se puede hacer el ejercicio de preguntarle a alguna persona, por ejemplo, para qué quiere estudiar una carrera profesional. Quizá responderá que para tener dinero o estatus social. Entonces la pregunta se repite de la misma manera: ¿para qué quieres tener dinero o estatus? La respuesta quizá sea que para ser alguien importante. La pregunta se puede plantear así ad infinitum hasta que el interrogado terminará respondiendo que quiere ser, o tener, todo eso porque aspira a ser feliz. Éste es el final del argumento, aunque no el de la explicación, pues, efectivamente, todas las cosas que hacemos los seres humanos es con la intención de ser felices. La felicidad es la finalidad última de todas nuestras acciones y también nuestro bien último. Todos los seres humanos aspiramos a ser felices: esa es nuestra finalidad y nuestro bien último.
Sin embargo, Aristóteles debe decir qué es la felicidad. Aquí puede servir el recurso a las etimologías. La palabra latina felicitas es la traducción de la palabra griega εὐδαιμονία que, obviamente, es la que Aristóteles utiliza. Sin embargo, felicitas no significa en latín todo lo que εὐδαιμονία en griego. Efectivamente, la última está compuesta de dos partes bastante indicativas de lo que Aristóteles estaba pensando. Primero una partícula, εὐ, que significa bueno, bien, y luego tenemos el sustantivo δαιμονία que significa energía, movimiento. La εὐδαιμονία es una buena energía, un buen movimiento. La finalidad última del hombre como cosa natural siempre en movimiento es la εὐδαιμονία, es decir, poseer una buena energía, un buen movimiento. La finalidad última no tiene que ver, pues, con el punto final del ser humano en su movimiento, sino que éste sea siempre bueno, habitado por una energía positiva, y no mala o negativa. La finalidad última del ser humano es, pues, la εὐδαιμονία, el estar habitado siempre por una buena energía, por un dinamismo positivo.
Aunque la finalidad última de los seres humanos es la εὐδαιμονία, todavía no se ha dicho a qué refiere lo bueno. Éste es diferente en el ámbito de la vida vegetativa, de la vida animal y de la vida humana. Si un buen aguacate genera buenos aguacates; un buen perro, buenos perros, ¿un buen hombre qué genera? La pregunta no sorprende porque todos los seres humanos tenemos la experiencia en tanto cosas de la naturaleza, pero las rebasamos porque tenemos λόγος. Éste es algo que los otros niveles no tienen o, al menos, no bajo la estructura formal concebida en los hombres.
Aquí es donde hay una ruptura con lo meramente natural. El hombre es natural; pero también es histórico, es cultural -se diría hoy, con un lenguaje que ya no es de Aristóteles-. El hombre no está determinado por la naturaleza a seguir indefectiblemente su finalidad o su bien; el hombre puede escoger, deliberar, posponer, seleccionar, elegir, precipitarse, errar, atinar, etcétera. El hombre puede equivocarse, como de hecho lo hace, pero también puede acertar. No obstante, siempre tiene duda. Eso no sucede con los animales ni en la vida vegetativa.
Este problema típicamente humano lleva al siguiente punto. En el hombre lo bueno se relaciona con la virtud, con la ἀρητή, con la perfección de las acciones humanas que deviene en la perfección de sus cualidades. Dado que el hombre tiene λόγος debe ser virtuoso en sus acciones, es decir, debe buscar la perfección de las mismas para lograr la εὐδαιμονία. Ser bueno es ser virtuoso, es decir, alcanzar la perfección de las acciones y las cualidades humanas. ¿En qué consiste esta perfección?, ¿qué es la virtud? En este punto, el genio de Aristóteles alcanza uno de sus momentos climáticos. Una acción virtuosa es aquella que alcanza el término medio entre un exceso y un defecto. En el caso del valor, por ejemplo, la cobardía es un vicio por defecto y la temeridad es un vicio por exceso; la virtud está en el término medio (μεσοτής), es decir, en la valentía. Una acción valiente es virtuosa porque no se excede ni se queda corta, pues es aquella que, afinado el tacto sobre las circunstancias actuales, sabe hasta dónde y cómo ha de ser llevado el curso de las acciones. Una acción valiente es bella, hermosa, porque es virtuosa, ha sido realizada con el gusto de alguien que percibe la totalidad y actúa en consecuencia. En el hombre de buen gusto se han difuminado, sin desaparecer, las fronteras entre lo bueno y lo bello; lo virtuoso se recubre con lo hermoso, y viceversa, sin confundirse.
Aquel a quien lo injusto le repugna como ataque a su gusto, es también el que posee la más elevada seguridad en la aceptación de lo bueno y en el rechazo de lo malo, una seguridad tan firme como la del más vital de nuestros sentidos, el que acepta o rechaza el alimento. (Gadamer, 1997: 72)
Inmediatamente debe decirse que el término medio, alcanzado en la experiencia del buen gusto, no es un medio cuantitativo. Sería equivalente a decir que un buen estudiante es aquel que todos los días estudia durante tres horas, o que todos los hombres y las mujeres deben consumir diariamente dos litros de agua. No hay ninguna virtud -y por tanto ninguna fineza en el gusto- en que todos hagan cuantitativamente lo mismo. Puesto que el término medio no es matemático, y no puede trasladarse sin más de una situación a otra, se precisa deliberación, se precisa λόγος. A éste Aristóteles lo llama φρόνησις, prudencia, donde radica lo virtuoso: hay que mantenerse atento al contexto de las acciones, a la totalidad en la que aparecen y se generan. La virtud y el gusto no están sólo en el resultado de la acción, sino que ambos están en todos los momentos de la δύναμις de los seres humanos. Una acción buena no es aquella que sólo lo es en su resultado, sus intenciones, sus medios; sino aquella virtuosa en todos sus momentos.
Pero ¿cómo sabemos si hemos hecho una acción virtuosa, una acción buena? No se puede tener una certeza física, puntual y en el momento, para determinar si una acción es virtuosa, de buen gusto, o no. En este punto Aristóteles apela a dos criterios de orientación. Uno que podría llamarse la conciencia interior del que actúa, pues ella señala con mucha claridad, en el orden de las costumbres, qué está bien y qué está mal. El otro criterio es exterior a nosotros y apela al sentido común: cuando hay duda si una acción será virtuosa o no, debe preguntarse cómo actuaría en esa situación una persona prudente.
En conclusión, la ética de Aristóteles es la disciplina práctica que ayuda en la formación del carácter (ἦθος) y de las costumbres (ἒθοι). Ella es la preparación necesaria para la vida política. Las personas deben cultivar su alma, ser buenas y virtuosas, alcanzar esa calidad moral que en el siglo XVII se llamó buen gusto 13 ; así, las instituciones públicas deben ser justas para los ciudadanos, procurar que todos tengan las condiciones necesarias y suficientes para ser buenos y virtuosos.
No puede pasarse por alto que la perspectiva deontológica en la ética, fundada por Kant, tiene ya su historia y ha dejado su impronta. La pregunta es si lo que estamos diciendo sobre el gusto conecta sólo con el concepto de prudencia de Aristóteles, o si tiene algo que ver con el deber en Kant, en especial desde la perspectiva dominante que hace de lo teleológico y lo deontológico dos perspectivas excluyentes. De hecho, el ejemplo de Gadamer para mostrar la presencia del fenómeno del gusto no es el término medio de la ética de Aristóteles, sino el ejercicio que requiere una razón pura práctica que ha de aplicar una ley universal y necesaria a situaciones particulares, tal como Kant presume que son las cosas en la perspectiva del imperativo categórico.
Verdaderamente implica un tacto indemostrable atinar con lo correcto y dar a la aplicación de lo general, de la ley moral (Kant), una disciplina que la razón misma no es capaz de producir. En este sentido el gusto no es con toda seguridad el fundamento del juicio moral, pero sí es su realización más acabada. (Gadamer, 1997: 72)
Hay que saber cumplir el deber; porque el imperativo moral no se puede entender al pie de la letra, como tampoco se cumple siempre de la misma manera. El hombre que se limita a cumplir órdenes, amparándose bajo el principio de la obediencia a la autoridad, no resguarda su fidelidad a ese principio, sino el subdesarrollo de su logos estético común y de su gusto.
Señalaré una tendencia dominante según la cual la perspectiva teleológica y la deontológica se excluyen: la ética versaría ya sea sobre lo bueno, o sobre el deber. Sin embargo, esta no parece ser la opinión de Gadamer -aunque no la desarrolle in extenso-, para él tanto la deliberación sobre la vida buena, como aplicar correctamente una norma requiere del gusto.
Tampoco es la opinión de Paul Ricoeur. En Sí mismo como otro, hace al interior de la filosofía práctica una distinción que puede servir para medir los alcances que tiene el gusto como discernimiento en relación con lo bueno y lo justo. En los estudios séptimo,14 octavo15 y noveno16 de esta obra, que él llama su “pequeña ética” (1997: 82) distingue la perspectiva teleológica de la filosofía práctica que Aristóteles llama -en la Ética a Nicómaco- la vida buena. Es una perspectiva material, donde la razón y los sentimientos se conjugan con el contexto histórico y social de los seres humanos que conforman una comunidad.
Esta perspectiva no puede bastarse a sí misma, sino que encuentra su continuidad natural en una perspectiva deontológica, como la desarrollada por Kant, donde las desorientaciones sobre lo bueno pueden encontrar apoyo en lo racionalmente justo, en aquello que corresponde a una racionalidad a priori. Pero lo justo suele encontrarse en problemas prácticos, así como el sujeto se encuentra en situaciones aporéticas y de indecibilidad sobre lo que debe ser. Es entonces cuando conviene replantearse la pregunta por lo bueno: cuando el sujeto no tiene claro cuál es su deber y en qué curso de la acción dará con lo justo, tiene como horizonte lo bueno, aquello que es mejor para una vida lograda, buena y feliz.
La sabiduría práctica completa la tríada: en ella, el que ha decidido tomar uno u otro curso en la acción condensa lo bueno y lo justo de la manera más prudente para la situación en cuestión. Ésta, y no sólo la moral de los sentimientos prekantiana, la teleología aristotélica de la vida buena o la ética del deber, es la tríada atravesada por el gusto como discernimiento: la estructura que conforman lo bueno, lo justo y la sabiduría práctica tiene en el gusto su condición de posibilidad.
¿Por qué?, ¿acaso esta afirmación es meramente retórica?, ¿u obedece a las cosas mismas? Ricoeur considera que hay un sentido de lo justo que nos es dado,17 es decir, anterior a nuestras construcciones racionales sobre lo que debe ser. Esta anterioridad encuentra su reposo en el gusto, en el sentir el sentido del mundo como bueno y justo, y no sólo como siendo. Buscando el origen de lo bueno y de lo justo debemos saber detenernos en el gusto.
Los conceptos de lo bueno y de lo justo reposan, pues, en su sentido, lo que se siente como bueno y justo, y no en ellos mismos ni en las argumentaciones cuya forma correcta demuestra que hay efectivamente acciones buenas y justas. El concepto reposa sobre el sentido de lo que se siente porque la inteligencia es estructuralmente sentiente (cfr. Zubiri, 1998: 78). Si bien el concepto debe estar constantemente justificándose, ésta alcanza mayores alturas cuando tiene la capacidad de volver a lo sentido en el gusto, a lo discernido en esa experiencia. Ni el concepto más abstracto ni la ficción más fantasiosa reposan sobre sí mismos, sino sobre el logos estético común.
Más aún, “el gusto no se limita en modo alguno a lo que es bello en la naturaleza y en el arte, ni a juzgar sobre su calidad decorativa, sino que abarca todo el ámbito de costumbres y conveniencias” (Gadamer, 1997: 70). Con esta afirmación la argumentación da un paso fundamental, pues pone el gusto en dirección a las costumbres y las conveniencias. No he mencionado hasta ahora la importancia del todo en cuanto todo en el caso del buen gusto; y de no hacerlo, estaría caminando hacia la inercia heredada de tratar el todo como suma de partes, como algo logrado, asumiendo el todo desde una perspectiva que ofrece sólo una de sus caras.
La suma empírica de costumbres y conveniencias no conforma lo común de una comunidad, sino el sentido de lo bueno y de lo justo, como totalidad, el que se analiza en las costumbres y en lo que conviene cada vez. El hombre de buen gusto lo es respecto de la totalidad, no respecto de una u otra cosa; él lleva en su ser un sexto sentido que orienta todos los demás sentidos, de modo que abre y pone una totalidad no disponible de quienes carecen de ese sentido; ellos no la podrían poner, pero sí la saben reconocer.
Tanto el gusto como la capacidad de juicio son maneras de juzgar lo individual por referencia a un todo, de examinar si concuerda con todo lo demás, esto es, si es “adecuado”. Y para esto hay que tener un cierto “sentido”: pues lo que no se puede es demostrarlo. (Gadamer, 1997: 70)
¿Cuál es ese sexto sentido del que habla la sabiduría popular? El sentido del todo: a él refieren las cosas individuales y singulares, a él están ordenadas. Este sentido solicita a unas cosas y a otras no, son solicitadas las que concuerdan y se adecúan al todo vislumbrado; porque la comprensión del todo es anterior al conocimiento puntual de sus partes. El hombre de buen gusto sabe sentir el todo, lo ha cultivado y tiene para sí, y para los demás, el peso de la evidencia, no el de la demostración conclusiva. En el gusto sentimos la totalidad, no sólo la suma de cosas que la conforman; acontece una manera holista de ver el mundo, sentimos el sentido del cosmos. El hombre de buen gusto coloca cada cosa singular en el lugar, en el todo que abre, el cual ya tiene sabido por medio de lo que quería y se había imaginado.
Estos rodeos por el sentido de la totalidad son necesarios para la comprensión adecuada y correcta de lo bueno y lo justo, porque no son sentidos como tales en relación a sí mismos, sino en relación con acciones singulares pertenecientes a una totalidad, al torrente de vida de alguien que con muchos otros son conformados como una comunidad; es decir, cobijados por una comprensión de sentido que les es anterior. No se siente en abstracto el sentido de lo bueno y lo justo, sino en la encarnación de lo que es común en tanto nos acoge.
El sentido de la verdad
Si lo que habita el fenómeno del gusto, de modo originario y radical, es un momento de discernimiento que obliga a asentir las cosas efectivamente como las juzga y las muestra el buen gusto, entonces se deriva que en él habita una manera de conocer, un modo verdadero del ser de las cosas y del mundo. Dicho desde la perspectiva de Heidegger, el gusto es un modo, entre muchos otros, donde se muestra la verdad del ser del ente. ¿Cómo acontece este modo de la verdad?, ¿cuáles son las características que tienen el conocimiento y la verdad en el caso del gusto? Gadamer lo describe del siguiente modo:
Por lo tanto no cabe duda de que con el concepto del gusto está dada una cierta referencia a un modo de conocer. Bajo el signo del buen gusto se da la capacidad de distanciarse respecto a uno mismo y a sus preferencias privadas. Por su esencia más propia el gusto no es pues cosa privada sino un fenómeno social de primer rango. Incluso puede oponerse a las inclinaciones privadas del individuo como instancia arbitral en nombre de una generalidad que él representa. Es muy posible que alguien tenga preferencia por algo que sin embargo su propio gusto rechaza. En esto las sentencias del gusto poseen un carácter decisorio muy peculiar. En cuestiones de gusto ya se sabe que no es posible argumentar (Kant dice con toda razón que en las cuestiones del gusto puede haber riña pero no discusión). Y ello no sólo porque en este terreno no se puedan encontrar baremos conceptuales generales que tuvieran que ser reconocidos por todos, sino más bien porque ni siquiera se los busca, incluso porque tampoco se los podía encontrar aunque los hubiese. El gusto es algo que hay que tener; uno no puede hacérselo demostrar, ni tampoco suplirlo por imitación. Pero por otra parte, el gusto no es una mera cualidad privada, ya que siempre intenta ser buen gusto. El carácter decisivo del juicio de gusto incluye su pretensión de validez. El buen gusto está siempre seguro de su juicio, esto es, es esencialmente gusto seguro; un aceptar y rechazar que no conoce vacilaciones, que no está pendiente de los demás y que no sabe nada de razones. (Gadamer, 1997: 68)
El ergo del inicio de la cita se desprende con necesidad del párrafo citado con anterioridad donde Gadamer expone a Gracián. Pero la conclusión abre amplias posibilidades. El conocimiento verdadero fue caracterizado en la tradición, después de Platón y Aristóteles, como conocimiento de lo general, no de lo particular y lo concreto, ni siquiera de lo específico; como conocimiento de los géneros y, por lo tanto, de sus diversas clases y de la estructura interna de los mismos. Sin embargo, esta clasificación, que funcionaba muy bien en el horizonte griego de una naturaleza eterna, cuyo cosmos está en perpetuo movimiento, ya no funcionaba de la misma manera en el ámbito de la praxis, en el ámbito de las acciones humanas, porque, tanto en la antigüedad como ahora, la división en géneros se torna ambigua, borrosa, insuficiente, problemática y contradictoria. De modo que el conocimiento verdadero, desde la Ética a Nicómaco de Aristóteles, no puede decirse ni acontece del mismo modo en el ámbito de la δύναμις de la naturaleza que en el ámbito de la praxis y las acciones humanas, aunque por comodidad recurramos a un vocabulario propio de las ciencias naturales.
Con estas precauciones, puede decirse que el gusto representa cierta generalidad frente a las inclinaciones privadas del individuo, que se trata del asunto público de lo común, donde viene invocado el logos estético de la comunidad, su sentido de lo bueno y de lo justo. Frente a ello, los modos privados encuentran un cierto límite, al mismo tiempo que determinadas posibilidades; un baremo que los orienta, un faro que los guía. Esta orientación distingue y opone lo que es mío a lo que es de todos, dando identidad en el mismo movimiento tanto a lo individual como a lo comunitario. El logos estético de la discreción no es una propiedad privada, sino un fenómeno social y común de primer rango, aunque para Kant no tenga lugar entre las grandes facultades.18
¿En qué radica la grandeza de ese ejercicio discrecional que es el gusto, conforme al cual ponderamos las cosas dándoles diferente lugar en una escala que las califica y compara como buenas, mejores y óptimas; o que las desecha como malas? Su grandeza, protegida bajo el invisible manto de la obviedad, hunde sus raíces en la posibilidad de tomar distancia de uno mismo, hacia el sentido de lo bueno y lo justo de la comunidad, que uno se apropia y respecto del cual toma distancia. El gusto media entre lo común y lo propio, entre lo que me gusta a mí y a los demás. Aunque yo no me distanciara del todo respecto de mí mismo, el modo en el que los demás se conducen me muestra ciertas facetas de mí, que de otra forma difícilmente reconocería. La comunidad no se integra a mis gustos cuando están definitivamente constituidos, sino que los otros se hacen presentes en el mismo momento y movimiento en que el logos estético y discreto coloca las cosas en su lugar.
El gusto es razón impura, preñada de contenidos imposibles de ser pospuestos, pero que son verdaderos, dejan aparecer el verdadero ser y sentido de las cosas. La verdad del sentido y del ser de las cosas que se da en el gusto es peculiar, tiene su propia riqueza. Dado el carácter comunitario del buen gusto, suele haber un elemento de contradicción con las preferencias individuales, que abona en la formación del buen gusto propio. Sus afirmaciones son sentencias con carácter de decisión, venidas de un espíritu que es capaz de poner pensamientos y palabras a un sentido disponible para todos, obvio y evidente; un sentido al que cualquiera hubiera podido ponerle palabras, pero sólo el espíritu con buen gusto pudo ponerle esas palabras. De lo que cualquiera hubiera podido decir o hacer, pero sólo ha dicho y ha hecho ese espíritu con buen gusto, le viene al logos estético del discernimiento su pretensión de validez, la seguridad de su juicio, la autoridad de sus afirmaciones. Dicho de manera negativa, la peculiaridad del discernimiento que acontece en el gusto no procede de argumentaciones, demostraciones, conceptos generales que se puedan aplicar a casos particulares, o moldes a partir de los cuales se pudieran hacer imitaciones. El buen gusto rompe géneros y moldes; se cuenta con él o no. Pertenece a las cosas que se reciben, pero hay que cultivarlo; a las cosas que si no se las tiene, aunque se las cultive, simplemente no se dan.