Introducción y antecedentes de la problemática
La idea de “sumo bien”, “bien supremo” o summum bonum en Kant es tanto crucial como polémica. Es crucial, a mi entender, por el simple hecho de que varias nociones medulares de su pensamiento se articulan y vertebran en torno a ella -en este sentido, el vínculo que con la misma se establece entre moralidad y felicidad es de una importancia mayúscula. Es polémica, por otro lado, porque a juicio de muchos no resulta claro cuál sería su impronta específica en el conjunto de su filosofía. Desde el comentario a la Crítica de la razón práctica (KpV) de Lewis White Beck, se le ha reprochado a Kant que su doctrina del sumo bien es confusa y que, en todo caso, parecería comprometer la autonomía y otras tesis medulares que habrían sido defendidas en la arquitectónica de su pensamiento práctico (cfr. Beck, 1960: 242-255). Antecedentes de esta objeción los podríamos encontrar incluso en la anécdota relatada por Heinrich Heine, según la cual Kant, al ver el desconcierto que su mayordomo Lampe habría experimentado al conocer las demoledores críticas esgrimidas en la Crítica de la razón pura (KrV) en contra de la metafísica y las verdades de religión, le habría brindado un consuelo y bálsamo a su fiel empleado en la reivindicación que dentro de su filosofía práctica haría de ellas.1
En buena medida, tanto las críticas más toscas como algunos lugares comunes se han superado. Sin embargo, no deja de ser cierto que la noción de summun bonum dista de encontrar unanimidad y consenso entre los intérpretes. En el presente artículo, me propongo abordar esta relevante temática en el contexto de la Religión dentro de los límites de la mera razón (RGV) (1793),2 donde la misma noción, a juicio de algunos comentadores, estaría siendo concebida y desarrollada de un modo distinto, en lo esencial, respecto a la formulación que de ésta, de modo paradigmático, encontramos en la Crítica de la razón práctica (KpV) (1788), pero que también ya aparece desde antes en la Crítica de la razón pura (KrV) (1781/1788) y que, previo al Religionsschrift, es abordada en la Crítica de la facultad de juzgar (KU) (1790).
En efecto, a juicio de ciertos intérpretes, el análisis de estos desarrollos supone, en último término, reconocer que Kant habría modificado, alterado o incluso corregido de modo profundo tesis o premisas que antes habría tenido por válidas.3 La tesis que buscaré defender es que, contrario a lo que algunos intérpretes consideran, esta doctrina, si bien tiene acentos distintos en las diversas obras de Kant, guarda en el fondo una importante unidad en su pensamiento que no ha de ser soslayada.4 Lo que intentaré poner de manifiesto es que el desarrollo del Religionsschrift es un importante y muy necesario complemento -pero de ninguna forma una sustitución o abandono- a lo que Kant sobre esta materia habría presentado con anterioridad. Con el desarrollo elaborado por Kant ahí, lo que se logra es que la teoría del bien supremo obtenga -como respuesta al mal radical extendido entre el género humano- un contorno mucho más definido y sólido en algunos de sus aspectos centrales. A mi parecer, el bien supremo juega dentro del Religionsschrift un papel destacado, pero éste, en el arco más amplio de la arquitectónica de la filosofía kantiana, se encuentra complementado, en términos metódicos, por otras tesis medulares. Habré de sostener que, si bien la presentación del summum bonum en el Religionsschrift aparece ligada de modo directo a la conformación de una comunidad ética, esto no significa, contrario a lo que prima facie pudiera sugerirse, un abandono o una inconsistencia respecto a lo antes pensado por él -como si, por decirlo de alguna forma, el summum bonum consistiera, de ahora en adelante, única y exclusivamente en la conformación de una comunidad ética a partir de los meros esfuerzos humanos.5
Antes bien, la conformación y constitución de dicha comunidad no se entiende, en último término, sin referencia a la trascendencia de un ser supremo, a la fe moral en éste, y a su influjo en los asuntos y el destino último de los seres humanos. A mi juicio, el desarrollo presentado en la obra principal a analizar es, en lo esencial, consistente con lo que Kant elabora en otros lugares. La tesis que buscaré defender es que sólo una interpretación que apunte, en términos generales, a la coherencia y a la unidad del summum bonum en la filosofía kantiana resulta atractiva, tanto en términos textuales exegéticos como sistemáticos.
Debido a los márgenes propios del artículo, no me resultará posible ofrecer un recuento o reconstrucción pormenorizados de cómo Kant desarrolla esta noción en obras anteriores.6 Para efectos de la presente discusión, sólo cabe mencionar que diversas tesis fundamentales kantianas, ya introducidas desde la primera Crítica, no se hallarán desmentidas en el Religionsschrift, en particular (1) que la noción de sumo bien es, en último término, el objeto de la respuesta a la pregunta “¿qué cabe esperar?” (KrV A805/B833), (2) que esta noción busca establecer una proporcionalidad entre moralidad y felicidad -siendo la primera condición de la segunda, y siendo la segunda, por sí misma, un objeto todavía insatisfactorio- en el sistema de un mundo inteligible pensado en la idea de la razón pura (cfr. KrV A808/B836), (3) que el enlace entre moralidad y felicidad -para seres que estamos afectados por la sensibilidad- sólo cabe esperarlo racionalmente en tanto que “una razón suprema que manda conforme a leyes morales es colocada a su vez como causa de la naturaleza” (KrV A808/B836) la cual ha de ser identificada con Dios, y (4) que esto último supone, a final de cuentas, la creencia práctica en la propia libertad e inmortalidad (cfr. KrV A814/B842 y ss.). Estos núcleos temáticos -aunados a otros de la KpV y de la KU a los que habré de aludir- habrán, pues, de encontrar en mi lectura una confirmación y una amplitud en el desarrollo teórico presentado en el Religionsschrift.7
Moralidad y Religión
Como es sabido, Kant afirma en el prólogo del Religionsschrift que la “moral conduce inevitablemente a la religión” (RGV VI: 6). El sentido de esta frase debe elucidarse de forma adecuada. Kant no sugiere que, por el simple hecho de cumplir con lo que la moral prescribe, uno estaría ya con ello adoptando tales o cuales dogmas o preceptos religiosos. Antes bien, el fundamento de dicha aseveración es que el obrar moral -dada la índole propia del ser humano- no puede ser nunca del todo indiferente de los fines, o, mejor dicho, del fin último que con dicho obrar moral se habrá de alcanzar o lograr. En consonancia con lo planteado en las obras kantianas de filosofía moral, es menester que los seres humanos actúen por la representación del deber mismo, pues esto es lo único que le da valía y justificación a sus acciones (cfr. KpV V: 71-89). El ser humano no puede ser indiferente respecto a cuál es el desenlace último de su obrar moral en el mundo. Y dado que el enlace o punto de convergencia de los esfuerzos morales debe en efecto pensarse como existente -al menos, pues, debe pensarse o concebirse como posible, a riesgo de que, si esto no fuera realizable, habría que considerar a la moral como una ilusión vacía (cfr. KrV A811/B839, KpV V: 114)-, y dado que dicho punto de unión, sin embargo, podría verse sujeto a un fracaso o a un desarreglo de no tener un garante último, es necesario tener una fe práctica en que un ser con las cualidades que, de forma tradicional, se asocian con Dios, habrá de salvaguardarlo.8 Esta fe práctica racional en Dios es pues un requisito de coherencia para la lógica y la visión del mundo del propio actor moral. Este fin último es caracterizado en el primer prólogo del Religionsschrift como:
[U]na idea de un objeto que contiene en sí en unidad la condición formal de todos los fines como debemos tenerlos (el deber) y a la vez todo lo condicionado concordante con ello de todos los fines que tenemos (la felicidad adecuada a la observancia del deber); esto es: la idea de un bien supremo en el mundo para cuya posibilidad hemos de aceptar un ser superior, moral, santísimo y omnipotente único que puede unir los dos elementos de ese bien supremo. (RGV VI: 5)
Hay varios puntos a considerar sobre la concepción del sumo bien aquí descrita. En primer lugar, esta noción no parece modificar en lo esencial lo que Kant en otras obras habría sostenido. En segundo lugar, esta noción no aumenta el número de deberes; no es el caso de que, además de los deberes morales, el ser humano tenga un deber o una serie de deberes adicionales aparejados a la noción de bien supremo; en tercer lugar, de una manera muy enfática, hay que reconocer a Dios como el legislador sobre el cual descansaría el orden de dicho bien supremo, es decir, las leyes morales que regirían dicho orden -una noción que ya se encuentra presente, por ejemplo, desde la propia Grundlegung-9 y que lo hacen posible. En cuarto lugar, aunque si bien en la segunda Crítica se hacía énfasis en el carácter trascendente del bien supremo, no deja de ser cierto que Kant ya desde entonces subrayaba la importancia de fomentar o buscar en esta vida su realización. En la KpV podemos leer: “debemos tratar de promover el bien supremo (el cual, por lo tanto, sí debe ser posible)”, y más adelante, en la misma página de la edición de la academia, Kant afirma lo siguiente:
[P]ara nosotros, pues, era un deber el promover el bien supremo y, por lo tanto, no sólo era un derecho sino también una necesidad objetiva unida como necesidad subjetiva con el deber, el presuponer la posibilidad de este bien supremo, el cual, dado que sólo tiene lugar bajo la condición de la existencia de Dios, enlaza inseparablemente la presuposición de esta existencia con el deber, es decir, que es moralmente necesario admitir la existencia de Dios. (KpV V: 125)
Es justo en este punto donde la caracterización del sumo bien abre las puertas a los desarrollos que habrán de venir después en la KU y en el propio Religionsschrift. Si bien las ideas de que los seres humanos no hemos de esperar de manera pasiva a que ese enlace se lleve a cabo, y de que hemos de actuar como si con el propio actuar cooperáramos a la realización del bien ya se encuentran presentes en la KpV, no deja de ser cierto que Kant ofrece una perspectiva bastante más puntual de lo que esto significa en estas otras dos obras antes mencionadas. En la KU se observa por ejemplo que, dentro del marco de sus consideraciones teleológicas, Kant se pregunta cuál podría ser el fin último de la naturaleza y, en ese contexto, se afirma que no puede ser la felicidad -al menos, no considerada sin más-, sino que debe ser la cultura. Sin embargo, no se trata de cualquier tipo de cultura para cualesquiera tipos de fines, sino de una cultura peculiar, a saber, una que: “podría llamarse cultura de la disciplina, es negativa y consiste en librar a la voluntad del despotismo de los apetitos merced al cual quedamos apegados a ciertas cosas de la naturaleza y nos volvemos incapaces de elegir por nosotros mismos” (KU V: 432).
Lo que esta cultura exige no puede darse mediante avances aislados en las ciencias o en las artes, sino en una transformación del modo de interacción humana en el terreno público. En otros términos, la condición de que el ser humano pueda perseguir con libertad los fines que él mismo se otorgue es la instauración de un entramado jurídico-político particular:
La única condición formal bajo la cual la naturaleza puede alcanzar este propósito final suyo es aquella constitución en las relaciones de los hombres entre sí donde al prejuicio de otra libertad recíprocamente opuesta se contrapone el poder legítimo de un todo que se llama sociedad civil; pues sólo en ella puede tener lugar el máximo desarrollo de las disposiciones naturales. Ahora bien, aun cuando los hombres fueran lo bastante listos para descubrirla y lo suficientemente sabios como para someterse de buen grado a su coerción, todavía se requeriría de un todo cosmopolita, o sea, un sistema de todos los Estados que corren el riesgo de perjudicarse mutuamente. En ausencia de tal sistema, y ante el obstáculo que la ambición desmedida, el afán de dominio y la codicia, principalmente de aquellos que tienen el poder en sus manos, contraponen incluso a la posibilidad de proyectar tal todo cosmopolita, se hace inevitable la guerra. (KU V: 432-433)
De lo anterior es posible colegir varias cosas. De cara al progreso de la humanidad en sus diversos ámbitos -incluido el moral-, la instauración de un orden común jurídico-político se vuelve ineludible. Pareciera que determinadas inclinaciones al mal -que aquí en este pasaje ya son mencionadas y que, tal como se verá, reaparecerán muchas de ellas en el Religionsschrift- sólo son susceptibles de moderarse o irse corrigiendo de forma gradual mediante ciertas instituciones jurídicas y políticas, las cuales están llamadas a trascender el ámbito particular y deben regir ya no sólo la interacción de los individuos sino de pueblos enteros. Éste es, en pocas palabras, el programa del así llamado republicanismo kantiano (cfr. Hacia la paz perpetua [ZeF] VIII: 350 y ss.).10 Más adelante traeremos más elementos a discusión sobre este programa político. Pero lo que es posible decir en el marco de la discusión de la KU es que este fin último -que, de forma razonable, podemos atribuir a la naturaleza para considerar como posible el que nosotros los seres humanos despleguemos de modo efectivo todos nuestros talentos- es él mismo evaluado respecto a su posible sentido y orientación. En otras palabras: el hecho de que este programa de reforma político-moral tenga como objetivo que el ser humano se moralice y que éste se encuentre en condiciones de aspirar, con genuino merecimiento ético, a la felicidad, deja abierta la pregunta de si la mera moralización -arropada por el progreso político- puede ser como considerada un propósito último y satisfactorio para el género humano. Y, en plena consonancia con sus tratamientos previos, la respuesta de Kant es negativa. Es por esta razón que sus reflexiones desembocan en la unión entre moralidad y felicidad, es decir, de nueva cuenta, en una discusión sobre el bien supremo, el cual se muestra como imposible “si no enlazamos con nuestra libertad ninguna otra causalidad (a modo de medio) que la de la naturaleza” (KU V: 450). En el mismo tenor se afirma también que
[…] para proponernos un fin final conforme a la ley moral hemos de conjeturar una causa moral del mundo (un autor del mundo), y cuán necesario sea lo primero, hará igualmente necesario (esto es, en el mismo grado y por idéntica razón) conjeturar esto último, o sea, que hay un Dios. (KU V: 450)
De ahí que Kant presente una así llamada prueba ético-teleológica de la existencia de Dios, es decir, un argumento que sostiene que, a riesgo de considerar el desarrollo moral de las disposiciones naturales del hombre como truncas o absurdas, ha de postularse de forma necesaria una causa sobrenatural que funja como enlace entre la virtud moral y la felicidad. De ahí también que para Kant el hombre moral deba de creer en Dios, pues, de no hacerlo, ante el hecho innegable de que el mal llega en numerosas ocasiones a imponerse sobre el bien, un ateo bueno en términos éticos podría, con alto grado de probabilidad, desistir de sus esfuerzos y de sus convicciones morales ante las desgracias e infortunios del mundo. En palabras de Kant, un hombre así “habría de renunciar como algo sin duda imposible al fin que tenía y debía tener ante los ojos al observar las leyes morales” (KU V: 452).
Este examen somero sobre lo dicho en la KU -obra importante a tener en consideración para el tema de mi interés en tanto que, por la discusión jurídico- política tratada en ella, ya se delinea ahí, como mayor claridad la dimensión del bien supremo como empresa colectiva-11 permite establecer ciertos puentes y paralelismos conceptuales con otras obras kantianas. Kant subraya ciertas tareas que, en aras de alcanzar el bien supremo y de trascender diversas formas del mal, tendrían que llevar a cabo los seres humanos no sólo mediante esfuerzos individuales sino conjuntos, dando con ello lugar a cierta forma de comunidad política -con innegables repercusiones éticas- entre los individuos. Pero dichas tareas son incumplibles en último término si no es mediante la intercesión activa de una causa moral sobrenatural que contribuya a su realización, y que, a su vez, pueda garantizar el fin o propósito últimos que le darían sentido a todo este desarrollo colectivo humano. En otras palabras, pues, el desarrollo de la libertad humana en instituciones y formas de vida colectivas quedaría trunco y sería insatisfactorio sin este garante.
A pesar de que hay diferencias que no hay que soslayar entre los escritos, me parece que, en este punto, las líneas de argumentación de la KU y del Religionsschrift recorren caminos en paralelo. Como se discutirá a continuación, en el Religionsschrift también se delinea un camino análogo, pues en este tratado se subrayan de igual forma actitudes y conductas que el ser humano debe de superar y trascender no en términos individuales sino colectivos. Pero esta tarea -que, sin duda, tiene repercusiones en todo el entramado social- no es ejecutable, esperable ni realizable sin un ser supremo que auxilie a los seres humanos en su lucha con el mal, a permanecer en el bien, y, en último término, a instaurar un orden de proporcionalidad entre virtud moral y felicidad.
La comunidad ética y su vínculo con el summum bonum
Aunados a esta dimensión social y colectiva que se pone de forma explícita como primer elemento del bien supremo en KU, en el Religionsschrift encontramos otros elementos adicionales, los cuales están vinculados, sobre todo, con enfatizar la condición antropológica ya lesionada por el mal. Éste será en lo subsiguiente un factor crucial en la reflexión kantiana. Pues de hecho, el mal radical en el ser humano, que conduce a la trasgresión del pecado, es lo que ocupa a Kant en la primera mitad de la obra: en el primer libro del Religionsschrift se abordan ciertos rasgos y cierta caracterización de este mal -que, si bien en su raíz última es inescrutable, es claro que éste supone, en último término, una inversión en la disposición fundamental del ser humano, es decir, en su Gesinnung-, y en el segundo libro lo que encontramos es un desarrollo sobre la posibilidad de superarlo mediante la emulación y el seguimiento moral de aquel que encarna de modo arquetípico el ideal de una humanidad buena o agradable a Dios -arquetipo que, en términos históricos, Kant identifica con el “Maestro del Evangelio” (RGV VI: 128). Sólo en la medida en que el ser humano adopta en sus intenciones aquellas de aquel hijo de Dios le es posible suponer que puede trascender el mal de su naturaleza lesionada. Asimismo, sólo en dicha medida puede esperar también aparecer justificado ante el juez del mundo (cfr. RGV VI: 74-75).
En el tercer libro, lo que se observa son los mismos dos motivos que antes fueron abordados -la realidad del mal y su posible superación mediante una revolución del corazón y una reforma moral integral en el hombre-, pero esta vez desde una perspectiva mucho más histórica -que contempla el desarrollo fáctico de las religiones, en particular, de la cristiana- y que, de modo mucho más acentuado que en cualquier obra previa, aborda el tema del mal desde su dimensión social y comunitaria, considerando en este sentido a la humanidad en cuanto género. Es justo en este contexto donde Kant presenta una caracterización del mal a partir de la interacción entre los individuos. Ahí se afirma que los seres humanos tienen una proclividad por encontrar una valía mediante el detrimento o menoscabo de los demás, y eso genera que su mera convivencia esté cifrada en términos ya incluso agresivos y violentos:
No es por los estímulos de la primera [i. e., de la naturaleza] por lo que se despiertan en él las pasiones, que así propiamente han de ser llamadas, las cuales ocasionan tan grandes estragos en su disposición originalmente buena. Sus necesidades son sólo pequeñas y su estado de ánimo en el cuidado de ellas es moderado y tranquilo. Sólo es pobre (o se tiene por tal) en la medida en que recela de que otros hombres le tienen por tal y podrían despreciarle por ello. La envidia, el ansia de dominio, la codicia y las inclinaciones hostiles ligadas a todo ello asaltan su naturaleza, en sí modesta, tan pronto como está entre hombres, y ni siquiera es necesario suponer ya que éstos están hundidos en el mal y constituyen ejemplos que inducen a él; es bastante que estén ahí, que lo rodeen, y que sean hombres, para que mutuamente se corrompan en su disposición moral y se hagan malos unos a otros. (RGV VI: 93-94)
A esta situación de proclividad y de exposición al mal radical -que, en algunos de sus términos, queda ya prefigurada en el pasaje de la KU citado hacia el final del apartado anterior (KU V: 450)-, Kant la llama, en analogía con la jerga contractualista ilustrada, un estado de naturaleza ético.12 De forma análoga al estado de naturaleza político, el estado de naturaleza ético debe ser abandonado en vistas de la constitución de una comunidad ética o lo que después habrá de ser denominado como una iglesia invisible (RGV VI: 94, 101). Es a todas luces llamativo el que Kant designe a la consolidación de este tipo de comunidad un bien supremo. Cito un pasaje ilustrativo al respecto:
Tenemos, pues, aquí un deber de índole peculiar, no un deber de los hombres para con los hombres, sino del género humano para consigo mismo. Todo género de seres racionales está en efecto determinado objetivamente, en la idea de la razón, a un fin comunitario, a saber, a la promoción del bien supremo como bien comunitario.13 (RGV VI: 97)
Por el tenor del capítulo tercero del Religionsschrift, me parece que se puede dar cierta caracterización -ya sea en términos negativos o positivos- del bien supremo en su vínculo con la comunidad ética. La idea del sumo bien como consolidación de una comunidad ética es reintroducida en este contexto, en términos negativos, en función de que el perfeccionamiento moral de los seres humanos - condición ineludible para el summum bonum consummatum, según la terminología de la segunda Crítica- se vería comprometida por su intrínseca rivalidad si ésta no fuese remediada o contenida de algún modo. Podría decirse, pues, que la constitución de esta comunidad ética serviría como una especie de candado que evitaría a los seres humanos apartarse del buen camino. Visto desde una óptica positiva -que es, a mi entender, la más relevante-, la instauración de una comunidad ética o iglesia invisible -cuyas características son la universalidad o unidad, la pureza, libertad (democracia) e inmutabilidad (cfr. RGV VI: 101-102)- es, sin duda, algo que nos motiva a los seres humanos a aproximar nuestra condición a la de hacernos dignos de un sumo bien consummatum -es decir, realizado de forma plena-, como en ello ahondaré, de forma clave para la interpretación que busco defender, en el siguiente apartado. Más aún, puede decirse que, tomando en consideración ese fin que sería punto de unión y de convergencia de los esfuerzos morales, el ser humano sabe de mejor forma cómo dirigir sus acciones en lo que respecta, por ejemplo, a la ayuda, el cuidado y la solidaridad que debe ofrecer a sus congéneres. Hacer esto, como dijimos, es ya de suyo meritorio -un deber perfecto que permite cierto espacio de juego o latitud en su cumplimiento, como se dice en la Tugendlehre-, pero teniendo en miras el horizonte ampliado del sumo bien, el ser humano comprende de mejor forma el sentido de este obrar moral -si bien, para que este último se dé, basta la mera representación del deber.
En cualquiera de los dos sentidos, sin embargo, es importante notar que Kant nunca sugiere que, para darse de modo efectivo y acabado el bien supremo, todos y cada uno de los seres humanos deben actuar por motivos estrictamente morales -sobre todo, si uno tiene en consideración que ya han existido varias generaciones en el pasado donde ha habido seres humanos malos. Sin lugar a dudas, todos los seres humanos en esta vida estamos llamados a formar parte de ella incluso podría decirse que los más malos entre los seres humanos son los que más necesitan de la misma, a fin de que éstos tengan la oportunidad de reformarse y, de lograrlo, de perseverar en el bien. Pero como bien apunta el siguiente pasaje, siempre hay un peligro latente:
A tal pueblo de Dios se puede contraponer la idea de una banda del principio malo como unión de los que están de su parte en orden a la extensión del mal, al cual importa no dejar que se lleve a cabo aquella unión bajo leyes de virtud; aunque también aquí el principio que combate las intenciones de virtud se encuentra en nosotros mismos, y sólo figuradamente es representado como poder externo. (RGV VI: 100)
La necesidad de constituir esta comunidad para combatir a ese enemigo -que, como señala el pasaje antes citado, se encuentra en nosotros mismos- conduce a la conformación de una iglesia invisible. Este tópico a su vez, como es sabido, lleva a Kant a una amplia discusión sobre la religión racional y las religiones estatutarias que marcan el tenor del resto de la obra.14 Esa temática no es de particular interés para nosotros, salvo por un aspecto de la iglesia invisible, que es presentado por Kant en (RGV VI: 136) de la siguiente manera de la mano del propio Evangelio: “¿Cuándo viene, pues, el reino de Dios? -El reino de Dios no viene en figura visible. No se dirá tampoco: mira aquí, o: allí está. Pues ved, ¡el reino de Dios está dentro en vosotros!” (Luc. 17, 21-22).
Lo anterior significa que los actores morales nunca pueden constatar de manera fáctica que este reino -entendido como la realización efectiva de la comunidad ética- ha advenido de forma sensible. Es en el ámbito de la interioridad y de la conciencia donde este reino ha de manifestarse. Por supuesto, pueden darse signos sensibles de que un progreso moral se ha efectuado, pero esto no será nunca garantía de que tal reino ha llegado en su plenitud -de ahí la pertinencia de referirse a la comunidad ética como iglesia invisible, y de ahí también que no se le pueda equiparar sin más a un entramado político particular. Podemos estar ciertos, eso sí, de cuándo ese reino todavía no está presente: por ejemplo, cuando observemos que las conductas siguen prevaleciendo entre los hombres, cuando las guerras y los conflictos políticos no hayan cesado, o cuando, como nos lo indica el propio Religionsschrift, la relación del hombre con Dios sea sobre todo una religión de culto o de servicio y no todavía una religión moral que busque complacer y servir a Dios sólo a través de la buena conducta. En consideración de lo discutido en este apartado, es manifiesto que la tarea de una comunidad ética es un componente indispensable en aras de la realización del bien supremo. De ello no parece caber dudas. La pregunta, sin embargo, es: ¿hay elementos con base en lo anterior para pensar que con la conformación de una comunidad ética se agota la noción de summum bonum en la filosofía de la religión kantiana?
La unidad del summum bonum
A mi entender, existe una muy importante cantidad de elementos textuales en Religionsschrift que hacen bastante cuestionable la idea de que Kant abandone la dimensión trascendente del summum bonum y que éste quede, de algún modo u otro, enteramente secularizado. Ya tan sólo desde un plano textual basta mencionar, por ejemplo, núcleos temáticos tan importantes como (1) la amplia discusión que Kant desarrolla en torno a la gracia que, a modo de una cooperación sobrenatural, cumple el papel de ayudar a los seres humanos a romper con el mal y a mantenerse en el bien (cfr. RGV VI: 44-53), (2) el desarrollo presentado por Kant según el cual, para que el ser humano pueda romper con el mal, es necesario concebir que el arquetipo de un hombre agradable a Dios ha descendido en auxilio de la humanidad (cfr. RGV VI: 60), (3) la idea de que el sacrificio vicario de éste sirve para la redención del hombre y para que éste pueda estar justificado ante Dios (cfr. RGV VI: 60), (4) la idea de que, en efecto, los seres humanos hemos de ser juzgados en otra vida por nuestras acciones y que el resultado que cabe esperar de dicho juicio sólo puede ser favorable en correspondencia con la propia buena conducta (cfr. RGV VI: 67), y (5) la concepción fundamental de que la comunidad ética de la que hemos venido hablando “sólo puede pensarse como un pueblo bajo mandamientos divinos, esto es: como un pueblo de Dios y ciertamente bajo leyes de virtud” (RGV VI: 99) y de que, a pesar de que el hombre deba actuar como si mediante sus esfuerzos la instauración de dicha comunidad fuese posible, en último término, sin embargo, se debe reconocer que “instituir un pueblo de Dios moral es por lo tanto una obra cuya ejecución no puede esperarse de los hombres, sino sólo de Dios mismo” (RGV VI: 101).
Ya la sola presencia de estos elementos -que no son de ninguna forma los únicos sino sólo algunos de los más representativos- es, a mi parecer, desde un plano textual, evidencia suficiente para considerar que interpretaciones como las de Reath, Anderson-Gold, Nenon y Habermas son desacertadas y que no pueden hacer justicia a una muy importante cantidad de pasajes del Religionsschrift.
Desde un plano sistemático, sin embargo, considero que es también crucial argumentar por qué una lectura como aquella sugerida por estos intérpretes resulta insuficiente. Para mostrar esto, echaré mano de otros elementos que arropan la noción de bien supremo en Kant. Pero para llegar a ello, revisemos antes una importante y medular distinción que se encuentra contenida en la segunda Crítica:
Supremo puede significar lo más elevado (supremum) o también lo perfecto (consummatum). Lo primero es aquella condición que en sí misma es incondicionada, i. e. que no está subordinada a ninguna otra condición (originarium); lo segundo es aquel todo que no es parte de un todo más grande de la misma especie (perfectissimum). (KpV V: 110; cfr. KrV A810/B838)
Si aplicamos estas categorías a lo que se desarrolla en el Religionschrift, resulta claro que lo que ahí se aborda, en relación con el tema de la fundación de una comunidad ética o iglesia invisible, es sobre todo la dimensión del summum bonum en cuanto originarium -esto es lo que parecen tener en consideración los intérpretes que abogan por una dura lectura secular ético-política-, pero esto es así, a mi juicio, no porque Kant haya dejado de lado la otra dimensión del summum bonum -cosa que, de suyo, parece imposible pensar por los elementos contenidos en el Religionsschrift referidos al comienzo del presente apartado-, sino porque, de modo sumamente probable, es de suponer que esta cuestión a juicio del filósofo ya quedó asentada y argumentada de manera suficiente en las primeras dos Críticas.
¿Qué es lo que se quiere decir con lo anterior? Sin duda, mi intención no es soslayar el hecho de que el Religionsschrift representa una contribución crucial en la filosofía kantiana, pero ésta radica de manera preponderante, en lo que respecta al tópico particular aquí abordado, en darle toda una serie de contornos mucho más definidos y precisos al summun bonum originarium -aunque sin negar, en ningún momento, todo aquello que cabría asociar más bien con la realización sobrenatural de dicho summum bonum en cuanto consummatum.15 Esta contribución a la que aludo se hace mediante la clarificación del fin último de la razón y cómo éste conlleva un ensanchamiento de miras por parte del agente moral. Un ensanchamiento de miras que es muy necesario toda vez que hay que reconocer la facticidad antropológica del mal y que tenemos que resistirnos y oponernos a la misma en una tarea colectiva -éste es un tópico que como tal no se había abordado en la segunda Crítica, pero que, por lo que se ve en este contexto, adquiere una relevancia notable. La manera en la que el género humano debe librar este combate contra el mal es realizando todo lo que esté a su alcance para propiciar el reino de Dios en la tierra -una labor tan ardua y compleja para la que sólo cabe esperar su auxilio, aunque los seres humanos de suyo deban actuar como si el cumplimiento de dicho reino estuviese en sus propias manos. Conforme a mi lectura, si bien Kant se centra en el Religionsschrift sobre todo en ahondar y en profundizar en la dimensión del summum bonum originarium, nunca deja de lado esa dimensión trascendente que, desde obras anteriores, va también aparejada a la noción de bien supremo. Los distintos desarrollos teóricos relativos a la mediación de Dios en ayuda del hombre para superar el mal, para permanecer en el bien y para conformar una comunidad ética dan muestra fehaciente de ello.
Pero revisemos un argumento sistemático que, a mi entender, es capital para reforzar la postura que defiendo y que, a mi juicio, cancela la posibilidad de entender en Kant el bien supremo como secularizado. Es sin duda cierto que la noción de mal a la cual se combate en el Religionsschrift es sobre todo de índole moral, no físico.16 Pero es también un hecho que este último, el mal físico, podría obstaculizar o hacer de suyo imposible la felicidad del hombre justo. Por poner un ejemplo drástico, consideremos el caso de un hombre bueno cuya hija está enferma de modo grave y que, a pesar de todos sus esfuerzos, termina por fallecer en una muerte agónica, quedando con ello en un estado psíquico y espiritual devastado. A pesar de que un hombre recto en dichas circunstancias estuviese rodeado de una comunidad ética buena, me parece que, con todo, no se podría hablar de un bien supremo en el sentido último y radical del término, si el sufrimiento -tanto de la hija en su convalecencia, como del padre mismo en cuanto deudo- hubiese sido inútil, y en vano y que, por decirlo de alguna forma, el mal hubiese prevalecido sobre el bien.
Considero que la noción de bien supremo consummatum sólo se puede dar en Kant mediante la intercesión divina -con suma probabilidad, en una existencia distinta a la terrena, o bien, distinta a la terrena, tal como la conocemos ahora- y para ello el agente o garante principal no puede ser como tal la propia comunidad ética que actúa bajo preceptos que toma como divinos sino tiene que ser Dios quien, además de sancionar el mal e impedir que la injusticia prevalezca, ha de poder abolir, derogar o hacer trascender el mal físico que afecta, acongoja o amenaza a los hombres.17
Por lo dicho en otras partes del presente trabajo, me parece que Kant busca trascender la realidad no sólo del mal moral sino también del mal físico apelando a la noción de bien supremo. Esto se manifiesta ya en la KpV con la “Doctrina de los postulados” (cfr. KpV V: 122-134). Pero no es en otro lugar sino en la KU donde se hace la ejemplificación más dramática de esta cuestión. Como a ello aludíamos en un momento anterior, Kant introduce, en el marco de su discusión sobre la necesidad de una fe práctica en Dios, la psicología o la perspectiva de un ateo -el cual, a modo de ejemplo, Kant ilustra con el caso de Spinoza- que, en virtud de su descreencia en un ser trascendente, podría terminar desistiendo de una vida moral e incluso juzgar como un absurdo conducirse en ésta:
El engaño, la violencia y la envidia andarán siempre a su alrededor, aun cuando él mismo sea honrado, pacífico y benévolo; y los hombres honestos que encuentre, aparte de él mismo, al margen de su dignidad para ser felices, se verán, sin embargo, sometidos por la naturaleza que no repara en esa dignidad, a todos los males de la miseria, de las enfermedades y de una muerte prematura igual que los demás animales sobre la tierra, y así permanecerán por siempre hasta que una vasta tumba los entrelace a todos en su conjunto (sin importar que sean honestos o deshonestos) y devuelva a quienes creían ser el fin final de la creación al abismo del informe caos de la materia de donde fueron sacados. (KU V: 452)
De este crudo pasaje se puede extraer la idea de que incluso un ateo bueno, en términos morales, podría desesperar, en lo que respecta a sus esfuerzos prácticos, a obrar de forma moral, toda vez que constate, por un lado, que la naturaleza sólo de manera accidental coincidirá con su buena conducta y, por otro lado, que sus esfuerzos en último término no habrán de prevalecer o hallar un desenlace último favorable del cual él pueda ser partícipe. Para Kant es imposible afirmar que la contribución al bienestar, a la felicidad o la perfección moral de este cuadro de generaciones y generaciones de seres humanos condenados a perecer -como cualquier otra creatura de la tierra- pueda en efecto considerarse como un objeto último satisfactorio de la razón práctica. Aun a pesar de que fuese en principio posible que los seres humanos mismos, mediante sus propios esfuerzos, lograsen instaurar o fundar una comunidad ética -cosa que es de suyo cuestionable, como indica la afirmación de Kant según la cual hay que considerar a Dios como autor de la misma (cfr. RGV VI: 101)-, o una comunidad política perfecta, esto no erradicaría por completo el mal físico que, como se ve, es tomado en KU de forma crucial en cuenta.18 Por lo mismo, a mi entender, si la noción de bien supremo ha de ser coherente, satisfactoria y un objeto real de la voluntad que anime a esta facultad en el obrar, ésta ha de permanecer arropada por las notas trascendentes que Kant le otorga en el conjunto de su obra.
Conclusión
Cuando en la segunda Crítica afirma Kant afirma, en cierto tono de escándalo, que “si el bien supremo es imposible según las reglas prácticas, también la ley moral que prescribe fomentarlo, tiene que ser fantástica y dirigida a fines vanos e imaginarios, y por consiguiente, falsa en sí” (KpV V: 114), me parece evidente que la que se está hablando es sin duda la del summun bonum consumatum, pues la realización de su contraparte -a saber, la buena conducta moral, lograda incluso en el marco amplio de una comunidad-, tomada por sí misma, sería todavía insatisfactoria y no le daría un objeto adecuado a la razón práctica. Por ello, a mi entender, las interpretaciones que buscan secularizar la noción de summum bonum kantiano -ya sea en términos políticos, o bien, éticos, pero sin un horizonte de trascendencia-, como a las que he aludido en el curso del presente artículo, terminan por desdibujar esta teoría.
Por lo demás, en relación con la idea de una lectura unitaria del summum bonum en el corpus kantiano, considero que ésta es la clave hermenéutica correcta para hacer frente a otras críticas que se han ensayado en contra de esta noción dentro de la literatura secundaria.19 Por supuesto, el presente trabajo no pretende hacer frente a éstas. Pienso, sin embargo, que una clarificación sobre la unidad subyacente en la noción de summum bonum puede ser bastante provechosa de cara a una ulterior confrontación con tales objeciones. Lo presentado ha sido expuesto con el fin de mostrar la unidad y coherencia de la teoría kantiana del summum bonum. En este sentido, mi aporte principal a una lectura en dicha línea consistiría en haber argumentado que lo dicho en el Religionsschrift no sólo no difiere sino que le proporciona una ulterior consistencia y firmeza a lo que Kant ya habría defendido, y esto lo logra el filósofo mediante un análisis de la facticidad antropológica del mal que, como tal, no había tenido un tratamiento así de puntual en obras anteriores, y mediante un sugerente desarrollo de lo que los seres humanos tenemos que hacer -con la fe en el efectivo auxilio divino- para superar el mal extendido entre nuestro género.