En el ensayo La jerga de la autenticidad, concebido en un principio como parte de Dialéctica negativa y finalmente publicado como texto independiente en 1964, Theodor W. Adorno lleva a cabo una acerada crítica contra cierta deriva de la filosofía alemana que asocia con un tipo de obras en las que aprecia un rasgo común: la utilización de una serie de recursos expresivos que, a su juicio, devalúan el pensamiento al transformarlo en un instrumento ideológico de sumisión. Los orígenes de esa deriva, que comenzaría en la década de 1920, se sitúan en un grupo de intelectuales cuyos “afanes teológicos” (Adorno, 1964: 8) habrían impregnado la forma lingüística de sus escritos, revistiéndolos ante sus seguidores de una suerte de halo sagrado. Así se habría creado una jerga, empleada por aquellos a quienes Adorno llama “los auténticos (die Eigentlichen)”, caracterizada por un uso del lenguaje de tono absolutizador y basado en la aplicación recurrente de un escueto abanico de términos que se reiterarían en sus textos como mantras presuntamente salvíficos (Adorno, 1964: 9). A pesar de que el tratado de Adorno semeja de entrada querer ocuparse de la producción de filósofos y literatos ligados al existencialismo, ya desde sus primeras páginas se intuye que el blanco central de sus invectivas será la obra de Martin Heidegger, señalado como el máximo exponente de la jerga de la autenticidad (Adorno, 1964: 18). Algunos de los ataques de Adorno se dirigen con agudeza contra el lenguaje poetizante y la exaltación de la provincia de ciertos escritos menores del legado heideggeriano que, sin duda, pertenecen a lo más prescindible de su obra (Adorno, 1964: 44); o contra formulaciones poco afortunadas en su ya enrevesada y a menudo irritante metafórica, como sería el caso de la determinación del ser humano como “pastor del ser” (Adorno, 1964: 46) que figura en la “Carta sobre el humanismo” (Heidegger, 1976: 331; 342). Pero las diatribas de este ensayo se focalizan prioritariamente sobre la ontología fundamental de Ser y tiempo, así como sobre el utillaje conceptual acuñado en este libro para delimitar la constitución ontológica del Dasein o ente que somos nosotros mismos.
Uno de los ejes que vertebran Ser y tiempo reside en la distinción que Heidegger traza entre las dos modalidades de ser del Dasein que, ateniéndose a la literalidad de los vocablos alemanes, cabría traducir como “propia (eigentlich)” e “impropia (uneigentlich)” (2006a: 42-43). Sin atender al problema hermenéutico que el significado de estos conceptos encierra en la arquitectónica de esta obra, el tratado de Adorno asimila su sentido al de la oposición entre lo auténtico y lo inauténtico,1 asimilación que vendría a justificar el lugar preeminente que concede a los textos de Heidegger en el seno de la jerga de la autenticidad. Según su enfoque, su manejo de esta jerga refleja un desprecio hacia lo óntico (1964: 20) que habría inducido a Heidegger a adoptar una actitud autoritaria e incluso brutal, palpable en la violencia que atribuye tanto a la forma lingüística como al contenido de Ser y tiempo (1964: 111). Más allá de que el ensayo de Adorno no escatime en adjetivos despectivos en lo concerniente al estilo y planteamientos de este texto de 1927 —tachados de anti-modernos, arbitrarios e irracionales—, sus observaciones se encaminan a mostrar la naturaleza ideológica de la analítica existencial (1964: 86), que obedecería principalmente a dos motivos. En primer término, Adorno reconoce una intención crítica en los existenciales (Existenzialien) desplegados en Ser y tiempo para describir la cotidianidad impropia del Dasein. No obstante, tal intención resultaría tan fallida como enmascaradora por interpretar desde premisas ontológicas y, por tanto, universales e inalterables (1964: 84), lo que en opinión de Adorno no es más que la consecuencia histórica del modo en que el régimen de producción capitalista, en virtud de los procesos de mercantilización y la falta de libertad que lleva aparejados, moldea a los sujetos de las sociedades del siglo XX. Es por eso por lo que Adorno denuncia en el rechazo heideggeriano a la filosofía de la cultura (1964: 82) un escamoteo o distanciamiento de las condiciones materiales de la existencia humana que juzga de “conforme al fascismo” (1964: 84): al retratar como rasgos esenciales e inmutables del Dasein —de acuerdo con el valor ontológico que les asigna— los efectos subjetivos de una situación social históricamente determinada, Heidegger anularía su carácter potencialmente modificable, condenándolos a su prolongación indefinida. Por otra parte, también la centralidad que en Ser y tiempo se otorga a la muerte para la dilucidación de la completud del ser del Dasein se califica no sólo de banal y plagada de perogrulladas, sino de ideológica y cercana al fascismo (1964: 114-116): con ella la muerte adquiriría el estatuto de una especie de ideal de culto con el que Heidegger “se convierte en abogado de la miseria de la vida” (1964: 94) al enfatizar la impotencia del ser humano frente a su finitud e imponer —para Adorno de manera dictatorial— la apropiación y aceptación resignada de su tener-que-morir como vía de acceso a la autenticidad (1964: 125 y ss.).
Sin ánimo de entrar a valorar, y menos con el detenimiento que ello requeriría, el acierto o desacierto de las consideraciones de Adorno acerca del pensamiento de Heidegger, conviene destacar que tal vez lo más atinado de La jerga de la autenticidad radique en su crítica al carácter ahistórico que en Ser y tiempo parecen ostentar los existenciales que articulan el ser del Dasein. Pues, en efecto, de esta obra se encuentra aún ausente un componente decisivo en la posterior evolución de la trayectoria heideggeriana y que empieza a hacerse patente en ella a partir de mediados de la década de 1930. Se trata de la perspectiva de lo que Heidegger denomina la metafísica como “historia del ser (die Seinsgechichte)” (1997a: 25 y ss.), en la que el surgimiento en Grecia de la interrogación por el ser o aparecer de las cosas se presenta como un origen cuya pérdida habrá de dar lugar al desenvolvimiento de la historia de Occidente. Dentro de este proceso cobra una singular importancia la emergencia de la modernidad, cuya etapa final Heidegger identifica con su actualidad histórica (1997b: 66) y, según la perfila en su obra, igualmente extensible hasta la nuestra: gracias al nacimiento de la física matemática y a la fundamentación que ésta recibe en la teorización filosófica, en esta época se afirma y legitima la validez del modo de manifestación de las cosas en el que el hombre moderno se hallaría instalado a raíz de la desaparición del mundo griego. Sin embargo, no deja de llamar la atención el hecho de que La jerga de la autenticidad arremeta con dureza contra lo propuesto en Ser y tiempo cuando en 1964, año de la publicación del texto de Adorno, hacía ya más de una década que habían salido a la luz buen número de los escritos y conferencias en los que Heidegger, además de explicitar esa perspectiva histórica que integra en su reflexión sobre la cuestión del ser, profundiza sobre sus implicaciones para la comprensión de su propio presente. Entre ellos, la ya citada “Carta sobre el humanismo” a la que Adorno remite y el volumen Caminos de bosque (Holzwege), que incluye ensayos cruciales sobre la visión heideggeriana de la modernidad.
Pero que, salvo indicaciones puntuales, La jerga de la autenticidad eluda tematizar lo escrito por Heidegger entre 1927 y 1964 sorprende aún en mayor medida cuando se emprende una lectura conjunta de algunos de esos textos y de la serie de ensayos que, en 1944, Horkheimer y Adorno dan a conocer en una edición limitada bajo el rótulo de Fragmentos filosóficos (2006), ensayos que editan por segunda vez en 1947 para un público más amplio. En concreto, el texto que preside este volumen, titulado “Concepto de Ilustración”, defiende ideas sobre el curso de la historia occidental, la configuración de la ciencia moderna o la particular forma de pensamiento que en el siglo XX habría colonizado toda esfera teórica, que guardan palmarias afinidades con lo sostenido por Heidegger sobre estas temáticas en esos mismos años.2 Ciertamente, tales afinidades se producen sobre la base de significativas diferencias que no cabe soslayar sin traicionar la especificidad de estas dos líneas de pensamiento tan influyentes en la filosofía contemporánea. Pero la distancia que separa los respectivos horizontes desde los que afloran esas líneas no impide que ambas converjan en un diagnóstico compartido, al menos en algunos de sus trazos esenciales, tanto sobre la conformación de nuestro presente histórico y las problemáticas que entraña como en lo relativo a los instrumentos a poner en juego para su posible superación. En lo que sigue, el propósito de este ensayo estribará en precisar en qué consiste tal convergencia y cuáles serían esos trazos esenciales en los que se materializa.3
La dialéctica de la Ilustración: mito, razón y dominio de la naturaleza
El contenido del texto “Concepto de Ilustración” puede condensarse en la doble tesis —o más bien una única tesis de doble faz— que Horkheimer y Adorno enuncian en el prólogo de 1944 y 1947 de Fragmentos filosóficos: si el mito es ya Ilustración, noción aquí entendida en su sinonimia con el entero decurso civilizatorio occidental (Wellmer, 1993: 17), la Ilustración recae a su vez en la mitología (Horkheimer y Adorno, 2006: 6). Pese al enorme calado de los postulados de Marx en los análisis efectuados en este ensayo sobre la modernidad y la realidad de mediados del siglo XX, la primera de estas tesis evidencia una mirada sobre la historia que desborda el terreno del pensamiento marxiano y de clara ascendencia nietzscheana: a fin de iluminar esa realidad, sus autores se remontan a los orígenes de la razón occidental, que ubican en el mito como instancia que ya involucraría, de manera seminal y todavía incompleta, un posicionamiento del ser humano frente al mundo cuyo despliegue y consolidación históricas habrían culminado en el movimiento cultural que suele designarse con el término Ilustración. Esto denota la introducción de un principio de continuidad entre la narración mítica y la explicación racional que quiebra la línea fronteriza y el vuelco diferencial tradicionalmente establecidos entre el estadio supuestamente primero del mýthos y la aparición posterior del lógos. Ambos no sólo procederían de un mismo germen, esto es, el terror frente a una naturaleza cuyo desconocimiento la vuelve omnipotente frente al ser humano y un peligro para su existencia y autoconservación. También representarían una respuesta similar a ese temor que persigue su liquidación a partir de un saber y un conjunto de prácticas dirigidos al dominio y gobierno de lo natural. En este sentido, la afirmación incondicional de la razón como medio de emancipación del mito, la creencia y la superstición, típica del pensamiento ilustrado, tendría paradójicamente su momento de arranque primigenio en ese proto-impulso ilustrado ya inherente al relato mítico que la Ilustración pugna por abolir. Según se insiste en este ensayo, no otra cosa que la ceguera de la Ilustración frente a ese ingrediente común con el mito que se cifra en su afán de dominio de la naturaleza habría acarreado su paulatina mutación en una nueva forma de mitología, dada la pervivencia en su interior de elementos míticos no advertidos y, consecuentemente, desprovistos de toda revisión crítica.4
Desde el comienzo del texto, Horkheimer y Adorno subrayan cómo la ciencia moderna se construye sobre el fundamento de esa voluntad de dominio por la que la Ilustración se habría transformado en aquello mismo que deseaba eliminar. Su irrupción y estructuración interna quedarían marcadas de raíz por “el objetivo de liberar a los hombres del miedo y constituirlos en señores” (2006: 9). Pero para lograr esta meta se instaura una relación dictatorial con las cosas que llevará al pensamiento a independizarse de éstas y a dictaminar, más allá de su experiencia, la asimilación del ámbito de lo natural a lo estrictamente concebible en términos matemáticos (2006: 31 y ss.). Esta formulabilidad matemática habría permitido el sometimiento de los objetos de conocimiento al fin de su utilización, manipulación y producción, ya que, como se declara en el texto, “el hombre de ciencia conoce las cosas en la medida en que puede hacerlas” (2006: 15), es decir, en la medida en que descubre cómo producirlas y manejarlas. A esto se suma el que la implantación en el conocimiento de un criterio de calculabilidad requiere de la aplicación de un principio de identidad (2006: 15) que reduce la naturaleza a materia uniforme y homogénea: por medio de la supresión de lo heterogéneo, que se muestra en cuanto tal inconmensurable o no susceptible de cálculo, lo natural habrá de exhibirse en su radical igualación como sustrato de un virtual dominio. Por ello, en “Concepto de Ilustración” la forma de saber que comporta la ciencia moderna se hace equivaler con un poder que busca ejercerse de modo ilimitado y en razón del cual la esencia de ese saber es emplazada en la técnica (2006: 10).
Esta concepción de la ciencia moderna, que da cuenta de su surgimiento a partir de la pretensión de poner a la naturaleza a disposición del ser humano, propicia su directa vinculación con el modo de producción capitalista. Erigida como un saber básicamente orientado a promover la capacidad de hacer y producir aquello que se conoce, en la ciencia y en sus progresivos avances residiría la condición de posibilidad de la producción crecientemente tecnificada e inclinada a la expansión sin límites que reclama el funcionamiento del capitalismo. De ahí que el principio de uniformización con el que la ciencia se asegura la calculabilidad de lo real (2006: 12-14) tenga su correlato en la igualación de las cosas que rige en la sociedad moderna o capitalista: que en ella toda cosa comparezca, fáctica o potencialmente, en calidad de mercancía u objeto de antemano producido para su intercambio obedece a una homogeneización de las mismas en función de parámetros idénticamente medibles o computables —como su traducción en dinero—, que a su vez descansa sobre la descualificación y homogeneización del tiempo correspondiente a las horas de trabajo abstracto que cada mercancía encierra como núcleo encubierto de su valor de cambio (Marx, 1972: 52 y ss. ). Por otra parte, ya en los primeros párrafos de “Concepto de Ilustración” se comenta que la voluntad de dominio de la naturaleza que alienta el saber científico posee un carácter incondicionado que, desde sus orígenes míticos, la impele a extenderse sobre los seres humanos para la explotación de su trabajo (Horkheimer y Adorno, 2006: 10). Por causa de tal voluntad, la ciencia moderna se manifiesta como un tipo de conocimiento que, en su devenir y perfeccionamiento históricos, se habría puesto al servicio de la consecución y reproducción del capital que nutre la maquinaria productiva del sistema capitalista y espolea su imparable crecimiento (2006: 10, 36 y 37).
En este ensamblaje entre saber científico y capitalismo anida el motivo fundamental por el que Horkheimer y Adorno sentencian que “la tierra enteramente ilustrada resplandece bajo el signo de una triunfal calamidad” (2006: 9). Semejante valoración apunta al fracaso del intento ilustrado de liberar al ser humano de la coacción natural a la que se enfrenta su deseo de autoconservación, cuyo cumplimento exige la asunción de tal coacción y la satisfacción de las necesidades naturales por medio del trabajo. Pues la racionalidad instrumental que se encarna en la ciencia moderna, y su proyección económica en el marco productivo del capitalismo, habrían suscitado nuevas formas de coerción que no sólo mantienen al ser humano encadenado al trabajo y a la actividad dedicada a la mera subsistencia física, sino que se imponen sobre él al modo de fuerzas aún más poderosas que las provenientes del medio natural (2006: 19). De esta manera, en lugar de emancipar a la humanidad del trabajo y garantizar la autoconservación de todos los individuos a través del progreso tecnológico, la razón ilustrada alumbra un régimen de producción en el que la lucha por esa misma autoconservación, nunca asegurada por completo, se convierte en el imperativo que administra la vida de cada individuo y en torno al cual gira toda acción humana (2006: 35 y ss.). Por lo pronto, porque al gravitar sobre la apropiación del trabajo ajeno, el capitalismo engendra una clase de desposeídos que se ven forzados a vender su tiempo vital para sobrevivir, ofreciéndolo al mercado como una mercancía más (2006: 27-28 y 42). Pero también porque la sujeción del individuo a la disciplina del trabajo sería tributaria de un ejercicio coercitivo de autodominio y de renuncia a la felicidad a expensas de su autoconservación. A fomentar tal ejercicio y a apuntalar la percepción de su carácter ineludible habría contribuido la creación de instancias culturales y sociales que moldean y uniformizan a los individuos, induciéndolos al conformismo y la adaptación a lo real (2006: 18-19, 34 y ss.).5
A partir de este análisis, y en atención al grado de desarrollo alcanzado por el capitalismo, en “Concepto de Ilustración” se plantea que en las sociedades del siglo XX “la miseria, como contraposición de poder e impotencia, crece hasta el infinito junto con la capacidad de suprimir perdurablemente toda miseria” (2006: 45). Con esta acotación se denuncia la contradicción inmanente a un régimen productivo que, al tiempo que aumenta exponencialmente la generación de riqueza mediante la ciencia y la tecnología, condena a la clase trabajadora a condiciones de invariable precariedad y a un estado de constante angustia por obtener los medios imprescindibles para su autoconservación. No obstante, esta miseria cobra una dimensión moral en función de la injusticia que, de acuerdo con la peculiar legalidad del capitalismo, envuelve la forzosa división de la sociedad moderna entre una clase de perennes explotados y otra de explotadores. Por último, en ella se constata una vertiente vital e intelectual: la prevalencia de la racionalidad económica que soporta este sistema productivo trae consigo un empobrecimiento y limitación tanto de la experiencia como del pensamiento, degenerado en “aparato de dominio y autodominio” (2006: 42). Pero si, más allá de cosificar a los individuos al transformarlos en mercancías, Horkheimer y Adorno anotan que “el industrialismo reifica las almas” (2006: 34) es porque, lejos de afectar únicamente a las clases trabajadoras, los efectos de moldeado, uniformización y vaciamiento de la subjetividad inciden sobre todos los integrantes de la sociedad capitalista, con independencia de la posición social que ocupen en ella y de los privilegios de los que gocen las clases pudientes. Ello sería resultado de la dominación abstracta (Postone, 1993: 126 y ss. ) que el capitalismo practica sobre la totalidad de los individuos, obligándolos a plegarse, bien a través del trabajo, bien a través de las relaciones de competencia (Marx, 1972: 618), a los mecanismos de continua valorización del valor que impulsan su dinámica interna y a las constricciones que se desprenden de ésta (Horkheimer y Adorno, 2006: 44).
A tenor de lo expuesto cabe señalar que, tras la apariencia de que los individuos de las sociedades capitalistas luchan por su específica autoconservación en sus respectivas condiciones de trabajadores o de poseedores de capital, sus conductas se hallarían en realidad subordinadas a un objetivo ulterior, necesariamente encubierto y que sobrepasa sus voluntades particulares: la autoconservación de la maquinaria capitalista, que actuando sobre ellos al modo de un fin autonomizado y automatizado instrumentaliza sus vidas para su propio sostenimiento y pervivencia. En razón de la legalidad coactiva que determina su funcionamiento, el capitalismo se revela entonces como una suerte de destino cuya fatalidad e inmutabilidad se revisten del rostro mítico que la Ilustración creía haber rebasado (2006: 43 y ss.). De todo ello se concluye que los procesos de desmitologización acometidos por la razón ilustrada, recortada en su desenvolvimiento a puro cálculo y dispositivo de dominación, habrían desembocado en la emergencia de una nueva fuerza de naturaleza socio-económica que, si bien se cimenta sobre la propia acción humana, paradójicamente la subyuga y priva de la libertad que la Ilustración aspiraba a conquistar dejando atrás el mito.
El reconocimiento de esta deriva aporética de la Ilustración no excluye que Horkheimer y Adorno indiquen ciertas vías de superación de la situación que ha provocado. A este respecto, “Concepto de Ilustración” se centra en las potencialidades emancipatorias contenidas en lo que allí, al modo de un término genérico, se nombra como “el pensamiento (das Denken)” en referencia a la facultad humana de producir conceptos para hablar sobre la realidad y comprenderla. Si tales potencialidades habrían sido inicialmente reivindicadas por el movimiento ilustrado, con posterioridad caen en el olvido o son conscientemente apartadas en virtud de la hegemonía de una forma concreta de hacer uso del pensamiento que este ensayo recoge bajo la noción de “positivismo” (2006: 32 y ss.): en su esfuerzo por alejar todo resto mítico del ámbito de la reflexión, este pensamiento positivista, construido mediante la renuncia a las abstracciones conceptuales de la tradición filosófica y el obsesivo empeño por atenerse a la inmediatez de lo empíricamente contrastable, se torna impotente para elevarse por encima de lo meramente dado, reduciéndose a la condición de una simple herramienta volcada en su reproducción y perpetuación.
En lo que atañe a esta cuestión, el texto advierte de la naturaleza intrínsecamente objetivante y dominadora del pensamiento: en su consustancial recurso a conceptos se opera tanto una separación del sujeto de la realidad que le circunda al devenir ésta objeto de conocimiento, como la inevitable supresión de las incontables diferencias pertenecientes a cada cosa singular (2006: 45-46). Con la evolución histórica de la Ilustración, marcada por el influjo de la racionalidad económica y calculadora que precisa el capitalismo, la gradual propagación y afianzamiento de este pensamiento positivista, que se habría automutilado de facetas indispensables para la interpretación crítica de lo dado, lo evidencian como “naturaleza olvidada de sí” (2006: 46). O, en otras palabras, como un instrumento de coacción de índole similar a la coacción natural que carecería de toda conciencia sobre su alcance coercitivo. Pero Horkheimer y Adorno destacan a su vez que en la propia estructura del pensamiento se alberga la capacidad de que éste se vuelva sobre sí mismo e identifique reflexivamente tal carácter coactivo. Esta capacidad, que podría impedir su ejercicio totalitario y absolutizador —y, con él, las formas de dominación que emanan de su utilización en el seno del régimen de producción capitalista—, arraiga en el hecho de que el componente objetivante y universalizador del concepto no sólo se traduce en un aparato de igualación en aras del dominio del medio natural y social. Antes bien, en “Concepto de Ilustración” se defiende que el pensamiento “no se limita a distanciar, en cuanto ciencia, a los hombres de la naturaleza, sino que, además, en cuanto autorreflexión del pensamiento, que en la forma de la ciencia permanece atado a la ciega tendencia económica, permite medir la distancia que eterniza la injusticia” (2006: 47). Con ello se apela a que el plano de la universalidad del concepto, en el que por fuerza habita el pensamiento, lo habilita también para descubrir la injusticia que indefectiblemente lastra la sociedad capitalista (2006: 44), en la que no tienen cabida condiciones universales y, por ende, idénticas para todos los individuos de realización de la libertad ni tampoco un sistema jurídico que, más allá de su formalidad, garantice de facto la igualdad de todos sus miembros en derechos y posibilidades de elección.
Así, las mismas operaciones por las que el pensamiento funciona como una herramienta de dominio contarían con la virtualidad de oponerse críticamente a ese dominio cuya orientación hacia el gobierno de la naturaleza siempre se acompaña de la dominación de unos seres humanos sobre otros. Que esa actividad crítica se dé de manera efectiva se supedita a que el pensamiento aplique aquellos mecanismos de objetivación que lo alejan de la naturaleza para, en este caso, tomar distancia de sí y avistar el falseamiento que entraña su restricción positivista al cálculo y su exclusiva focalización sobre los datos inmediatos (2006: 47-48). Pues la aceptación y superación de ese falseamiento que lo habría atado a la “ciega tendencia económica” representan la premisa inexcusable para que el pensamiento trascienda el estado de cosas imperante, percibido bajo las leyes del capitalismo como una fatalidad insalvable, en vistas a su eventual modificación.
La constitución ontológica de la modernidad: del mýthos griego a la producción incondicionada del ente
Ya se ha anticipado que, a mediados de la década de 1930, Heidegger comienza a encuadrar la dilucidación de la pregunta por el ser que dirige el trayecto de Ser y tiempo en el horizonte de una interpretación de la historia de Occidente que la hace converger con la metafísica. Al hilo de esta interpretación, sus escritos y cursos de este periodo se interrogan con insistencia acerca de la constitución ontológica de la modernidad, es decir, del modo distintivo en el que las cosas son o comparecen en la época moderna como época cuya etapa final se ubicaría en el presente de Heidegger. Si el rasgo primordial de ese presente se encuentra en su creciente configuración técnica, en ésta localiza la consumación de un despliegue histórico que arranca en el mundo griego (2000: 16 y ss.). Por esta razón, Heidegger argumenta que no cabe entender el porqué de la inquietante penetración de la técnica en toda esfera de la realidad y de la vida humana sin un retroceso hacia sus orígenes en Grecia. Que de esta voluntad de análisis del propio presente se siga la exigencia de remontarse hacia lo que se consideran sus inicios más remotos confluye en líneas generales con lo explicitado en “Concepto de Ilustración” a propósito de las raíces míticas de la razón ilustrada. Pero la diferencia tal vez más notoria entre estas visiones panorámicas de la historia occidental por la que ambas perspectivas apuestan estriba en que, así como Horkheimer y Adorno establecen una relación de continuidad entre esos inicios emplazados en el mito y su actualidad histórica por medio del concepto de Ilustración, para Heidegger se trata más bien de una relación fraguada por la ruptura. O, por expresarlo con mayor exactitud, por una ruptura que, al mismo tiempo, crea una estricta dependencia entre el origen y la realidad que resulta de él (1992a: 79, 130 y ss.): en sus textos la modernidad se concibe como la consecuencia de la pérdida del mundo griego, por lo que el conocimiento de la época moderna, forjada a partir de esa pérdida, habrá de anudarse a la aprehensión y asunción de lo que la desaparición de Grecia supone en su propia irrupción.
Sin embargo, en el marco de esta discrepancia se observa asimismo un punto de relativo solapamiento: si la dialéctica de la Ilustración que se explora en “Concepto de Ilustración” niega la oposición usualmente trazada entre el mito y el nacimiento del lógos (Horkheimer y Adorno, 2006: 14), Heidegger se enfrenta igualmente a la idea de la existencia de una separación radical entre el mýthos griego y el discurso filosófico. Por el contrario, a ambos correspondería una idéntica pretensión de hacer cuestión del ser o aparecer de las cosas (Heidegger, 1992b: 89-90) que pasaría por poner de relieve el fondo de ocultación que en Grecia comporta tal aparición. Pero que el decir del mýthos y el de la filosofía formen parte de este proceder típicamente griego que interroga por el comparecer del ente y su intrínseco encubrimiento no legitima una equiparación sin fisuras entre ellos. De entrada, la intención de mostrar cómo el venir a presencia de las cosas se entrelaza íntimamente con su ocultación se produciría en el mýthos de manera indirecta a través de la nominación de los dioses que se ocultan tras ellas (1992b: 165 y ss.). Algo más tardíamente, la filosofía se aparta de esa nominación para acudir al empleo específico de determinados vocablos de uso corriente en la lengua griega —phýsis, alétheia, moira…— con el fin de apuntar a la unidad conflictiva o dualidad entre el aparecer y el substraerse a la presencia que con Platón y Aristóteles habrá de fijarse a la fórmula tò ón(Martínez Marzoa, 1990a: 101-102).
Como se comentó, el factor que en “Concepto de Ilustración” reúne el comienzo y el final de la historia de Occidente como momentos de un todo unitario radica en el afán de dominar la naturaleza que asoma en el mito de forma germinal y que siglos más tarde cristaliza en la racionalidad científica reivindicada por el pensamiento ilustrado. Este enfoque choca en principio con la concepción heideggeriana de la modernidad, a la que asigna una posición frente a la entidad de las cosas que se perfila como el reverso o imagen invertida de la vigente en Grecia. Partiendo de la dualidad o doblez entre presencia y ocultación a la que alude lo designado por el vocablo “ser” (2000: 232), Heidegger sostiene que el hombre griego habría vivido en la experiencia de que el comparecer del ente reposa sobre un fondo de abertura oculto que sólo se hace notar en su hurtarse a toda tentativa de captación (1977: 336 y ss.) y que el imaginario griego liga a la no-presencia de los dioses (1992b: 147 y ss.). Esta dimensión de oscuridad u opacidad, inherente a la constitución esencial de todas y cada una de las cosas, las dotaría de una naturaleza y consistencia propias (1983: 138 y 148), de un modo de ser singular e inalterable salvo a costa de su destrucción, al que el ser humano ha de plegarse en su trato o manejo. En este sentido, el hombre griego habría reconocido en la natural delimitación de las cosas (1998: 46) aquellas pautas o directrices que prescriben cómo obrar con ellas y que, en función de tal interacción, encauzan su caminar por el mundo. Frente a esta percepción, la época moderna se edifica sobre la liquidación o anulación de ese trasfondo oculto que en Grecia atravesaba la realidad del ente, para Heidegger efecto del propio intento griego de sacarlo a la luz. A causa de tal liquidación, en esta época la cosa se dará a ver ya reducida a simple presencia sin fondo ni encubrimiento, a entidad desprovista de todo carácter divino o sagrado que la sustente o de cualquier dimensión de opacidad que coarte de raíz su conocimiento pleno (2000: 232 y ss.). Y puesto que semejante reducción significará tanto la inconsistencia de cada cosa como la ausencia en su conformación de unos límites internos y ajenos a la decisión humana que dictaminen cómo tratarlas o con qué fines usarlas, con ella se instaura el terreno para una nueva relación con el ente que determina la peculiar posición ante él del sujeto moderno (1977: 91-92).
Es en este punto en el que la comprensión heideggeriana de la modernidad entronca con la de Horkheimer y Adorno: tal y como sucede en “Concepto de Ilustración”, el examen de Heidegger de la época moderna enfatiza cómo tras el surgimiento de la física matemática late una voluntad de dominio (1997a: 170) que acaba por exceder el campo de la naturaleza para instalarse no sólo sobre la totalidad de las cosas, sino también sobre el ser humano y sus vínculos con sus semejantes. En lo relativo a esta problemática se detecta además una muy amplia coincidencia en los aspectos de la ciencia moderna reseñados por ambas concepciones para probar que tal voluntad de dominio define su articulación. Si en “Concepto de Ilustración” se remite al cálculo, a la matematización del conocimiento y a la introducción de un principio de identidad que posibilita la igualación que dicha matematización demanda, ya desde 1936 Heidegger se sirve de estas mismas nociones para explicar la especificidad del saber científico moderno frente a sus precedentes históricos. Al indagar en la interpretación de la verdad como certeza que se hace valer en la filosofía de Descartes, la investigación heideggeriana recaba en que la búsqueda de un conocimiento cierto aboca a la conversión del ente en el objeto de la representación de un sujeto que estipula sus condiciones de aparición según ese mismo criterio de certeza (1997a: 127 y ss.). En la medida en que el saber indubitable que persigue Descartes se alcanza paradigmáticamente a través del cálculo y sus resultados, la fundamentación metafísica de la ciencia moderna llevada a cabo en su obra cifra el ser del ente en su calculabilidad. Por eso, en su contexto únicamente habrán de admitirse como propiamente reales en el ente aquellos caracteres del mismo que quepa calcular y expresar en fórmulas matemáticas (1997a: 120-121, 135 y ss.). Teniendo a la vez en cuenta que el sometimiento al cálculo exige la uniformidad de lo en esencia igual, Heidegger engarza el requisito de expresabilidad matemática con la proyección sobre la naturaleza de un “rasgo fundamental” (1977: 77) que se impone sobre ésta “por adelantado”, es decir, con anterioridad a su experiencia, de tal forma que “sólo desde la perspectiva de este rasgo fundamental puede volverse visible como tal un fenómeno natural” (1977: 79): por medio de esta proyección, la naturaleza se muestra como un conjunto dinámico de puntos idénticos de masa cuyo movimiento transcurre en un marco espacio-temporal descualificado y uniforme en el que el conocimiento de lo natural se circunscribe a la medición de los cambios de lugar según las unidades de tiempo (1977: 78-79).
La voluntad de dominio que Heidegger sitúa a la base de esta concepción de la naturaleza parece prescindir de un ingrediente decisivo en los ensayos de Horkheimer y Adorno, a saber, la indisociable alianza que, desde su óptica marxiana, éstos resaltan entre la ciencia moderna y el modo de producción capitalista. En efecto, ningún texto de Heidegger menciona explícitamente el capitalismo ni tampoco su función vertebradora en la estructuración de la sociedad moderna. Pero la ausencia de una tematización del capitalismo convive en su obra con una reflexión sobre ciertos aspectos nucleares del mismo que no se dejan entender más que sobre el trasfondo de los escritos de Marx. Así, la asimilación del ente a la esfera de lo calculable que acontece en la modernidad con el objetivo de su dominio involucra para Heidegger su simultánea identificación con el ámbito de lo producible (1997a: 20 y ss.), ya que en la ciencia moderna regiría tácitamente la comprensión de que las cosas devienen plenamente domeñables cuando su producción se torna enteramente posible. La moderna equivalencia entre ser y calculabilidad se superpone entonces con la que tiene lugar entre el ser y la producibilidad o factibilidad del ente (1989: 126), cuya realidad se restringe a lo susceptible de ser hecho y producido por el sujeto. De acuerdo con esta tesis, Heidegger declara que la pretensión de la ciencia moderna de disponer absolutamente del ente se plasma y consuma en su producción incondicionada (1997a: 387), esto es, en una producción que pugna por englobar la totalidad de las cosas y por superar cualquier eventual obstáculo que oponga resistencia a su transformación en producto del obrar humano (1989: 108-109). De suerte que, si para Horkheimer y Adorno la esencia del saber científico moderno se halla en la técnica, Heidegger afirmará en un sentido análogo, y en contra de la imagen trivial que divisa en ella un mero corolario de la evolución de la física matemática, que ésta se fundaría como tal en la esencia de la técnica (2000: 25-26): desde su particular lectura, la ciencia moderna nace como respuesta a un modo de aparición de las cosas —el que brota de la pérdida del mundo griego— que las predispone para su dominio, lo cual justifica que su propia institución obedezca al propósito de conquistar ese dominio generando los recursos técnicos que permitan la producción de todo ente.
En la conferencia de 1946 “¿Para qué poetas?”, publicada en el volumen Caminos de bosque, Heidegger analiza cómo la incondicionalidad de la voluntad de dominio, que limita lo objetivo en el ente al área de lo que compete a la producción, erige al hombre moderno en una especie de productor que habría “dispuesto el mundo como la totalidad de objetos producibles” (1977: 288) y contempla todo lo existente como material de producción. Pero a esta interpretación agrega que el dominio técnico del mundo trae consigo el que los productos de la producción se dispensen y suministren a través del mercado. A consecuencia de esta conjunción entre producción y mercado, “lo humano del hombre y el carácter de cosa de las cosas se disuelven, dentro de la producción que se autoimpone, en el calculado valor mercantil de un mercado que […] abarca como mercado mundial toda la tierra” (1977: 292). Si Heidegger advierte en esta circunstancia un empeño por “contar con” las cosas e incluso con los seres humanos al modo de “elementos objetivos” a los que se pone por completo al servicio de su utilización, a continuación destaca que aquello con lo que se cuenta o lo “contabilizado” de esta forma “se convierte en mercancía” (1977: 313). El eco de la obra de Marx6 resuena vivamente no sólo en la imbricación que se registra en estos pasajes entre la moderna producibilidad del ente y su manifestación como mercancía, sino también en la extensión de esta misma condición de mercancía sobre el propio ser humano, descrito en esta conferencia bajo el doble rostro de “mercader” (1977: 313) o “funcionario de la técnica” (1977: 294) y objeto de calculada compra-venta. Sin embargo, con esta caracterización, Heidegger aspira a evidenciar un aspecto central de su confrontación con la obra de Nietzsche7 que juega un papel clave en el examen del capitalismo de “Concepto de Ilustración”: a través de la producción incondicionada del ente, la moderna voluntad de dominio se despliega como un poder que desborda al ser humano y opera al margen de su libertad, sometiendo su existencia a esa misma dominación que, ilusoriamente, cree decidir y administrar como sujeto. Esta relación de sometimiento acaecería tanto allí donde el ser humano, en calidad de mercader, ejerce su dominio sobre otros, como allí donde, bajo esta dominación social, queda integrado en un proceso de trabajo que lo lleva a comparecer como mero “material humano” (1977: 289), cuyo valor cabría llegar a estimar inferior al de las materias primas u otros materiales de trabajo en razón de su utilidad (1997a: 387). A juicio de Heidegger, en esta relación anida una de las amenazas —y quizá la más lesiva— que la esencia de la técnica conlleva para el hombre del final de la modernidad (2000: 30 y ss.): si el modo en que las cosas se presentan en ella le impele y desafía a su dominio incondicionado, éste escapa a su control y termina por proyectarse sobre él mismo, subyugando su actuación a los imperativos de la producción tecnificada. Con ello, la visión heideggeriana de las formas de dominación sobre el ser humano que se gestan a partir de la moderna producibilidad del ente se alinea con la noción de la dominación abstracta que, según Marx, esclaviza a los individuos de la sociedad moderna por obra de las dinámicas coercitivas inscritas en los mecanismos de reproducción del capital.
Crítica y transformación: Marx y el pensamiento de Heidegger
Los textos de Heidegger no ofrecen una respuesta clara a la cuestión acerca de las posibles salidas de esta situación y el horizonte en el que se enmarcan las escasas indicaciones que da al respecto difiere sensiblemente de aquel al que se adhiere “Concepto de Ilustración”. Pero en la distancia que separa a ambas posiciones se constatan algunos puntos de aproximación significativos. De entrada, hay que desmentir un importante malentendido que afecta a las lecturas de los escritos de Heidegger efectuadas, entre otros, por intérpretes afines a la Teoría Crítica. En el caso de Horkheimer y Adorno, la crítica radical que emprenden de la Ilustración y la dilucidación de su carácter aporético no denotan en modo alguno un rechazo de la misma, sino un estudio de su evolución histórica que, desde la premisa de que “la libertad en la sociedad es inseparable del pensamiento ilustrado” (2006: 3), culmina con la exhortación a que la Ilustración se ilustre a sí misma. O, lo que es lo mismo, a que la Ilustración reflexione sobre sí para desprenderse de aquellos elementos míticos que todavía persisten en ella y que habrían impedido el cumplimiento de los ideales ilustrados. Por su parte, Heidegger tampoco propone en absoluto una impugnación de la modernidad o de la moderna presencia de las cosas tendente a un hipotético regreso a condiciones premodernas.8 Bajo formulaciones diversas, sus escritos inciden en el absurdo de toda negación de la modernidad, así como del deseo de retornar a un estado anterior que rehuyera la aceptación de la realidad moderna. Pues la experiencia del ente específica de esta época histórica que se prolonga hasta nuestra actualidad, el que éste se muestre como calculable, producible y susceptible de dominio, no sería el resultado de una decisión del sujeto moderno que éste fuera capaz de revocar a voluntad (2006b: 43-44). Antes bien, ya se ha señalado que la física matemática, cuya emergencia determina sustancialmente la configuración de esta época, únicamente representa en los textos de Heidegger el enclave en el que el hombre moderno reconoce la validez del modo de aparición de las cosas que origina la pérdida de Grecia y se afirma conscientemente sobre él. En virtud de esta idea, para Heidegger carecerá asimismo de sentido condenar la técnica o rebelarse contra ella (2000: 29): puesto que la técnica no supone más que la manifestación más visible de ese reconocimiento que, gracias al progreso científico, posibilita un dominio creciente sobre la totalidad de lo que hay, ambas actitudes comportarían una estéril oposición a una forma de comparecencia del ente que, pese a habilitar al ser humano a su producción incondicionada, éste no ha producido ni causado ni puede, en consecuencia, alterar según sus designios.
Por otra parte, si en “Concepto de Ilustración” se critica la automutilación del pensamiento que entraña la hegemonía de la racionalidad instrumental, reivindicando su potencialidad para sacar a la luz la falsedad de tal limitación y trascender el estado de dominación existente, la investigación heideggeriana sobre la relación con el ente que se establece en la modernidad gira a un tiempo en torno a la necesidad de construir “otro pensar” que no se reduzca al pensamiento calculador y objetivante que precisa su dominio. En el curso ¿Qué significa pensar?, de 1951-1952, Heidegger acusa en el hombre moderno una falta de pensamiento o un “no pensar” (1997c: 2 y ss. ) que, en clara conexión con el nihilismo, vincula a la frase de Nietzsche “El desierto crece” (1997c: 63). Sin querer reflejar su total inexistencia, esta ausencia de pensamiento procedería de la prevalencia de lo que allí se designa como un “pensamiento de vía única (eingleisiges Denken)” (1997c: 55-56) surgido de la esencia de la técnica que, al igual que la razón instrumental del ensayo de Horkheimer y Adorno, persigue la claridad incondicional que se asocia al cálculo y la explotación productiva del ente. Por tanto, a semejanza de “Concepto de Ilustración”, la falta de pensamiento invocada por Heidegger alude a un rebajamiento del mismo que lo hace permanecer ajeno a otras posibilidades contenidas en él.
En la caracterización de ese “otro pensar” que Heidegger reclama en este curso, como pensar focalizado sobre la esencia de la técnica y que debe remontarse para su comprensión hasta sus orígenes griegos, no entran en juego aspectos relativos a un momento cardinal de “Concepto de Ilustración”: el ejercicio de una crítica encaminada a la eventual superación de las consecuencias negativas de esa automutilación del pensamiento en la que Heidegger se detiene. Ciertamente, el retroceso o “paso atrás” (2006b: 58) hacia los inicios de la metafísica por el que Heidegger se decanta, llamado en ocasiones “pensar rememorante (Andenken)” (1992a: 164), guarda cierta afinidad con la apelación de Horkheimer y Adorno al “recuerdo de la naturaleza en el sujeto” (2006: 47) como vía de revisión crítica de la Ilustración: este recuerdo nacería de un pensar idénticamente retrospectivo sobre la historia de Occidente que, a través de su escrutinio, denuncia cómo la subjetividad occidental, forjada en su apartamiento del mito, se ha convertido en una instancia no menos opresiva que la propia naturaleza de cuya coacción el ser humano, ya en ese estadio mítico, se afanaba por liberarse. Pero así como estos autores creen que tal revisión, fruto de una “intransigencia de la teoría frente a la inconsciencia”, se acredita como el presupuesto ineludible para acometer una “praxis verdaderamente subversiva” (2006: 48), el pensar rememorante de Heidegger omite toda mención a la praxis y al modo en que el retroceso hacia el comienzo de la metafísica podría inducir algún cambio en su actualidad histórica. Por lo demás, que Heidegger recalque la impotencia del hombre moderno para modificar la forma en que el ente se le presenta sugiere una inclinación a negar la capacidad de ese pensar alternativo y contrapuesto al “pensamiento de vía única” para suscitar en ella algún tipo de transformación.
No obstante, dentro del marco de general vaguedad o indeterminación con el que Heidegger aborda este problema, ciertas observaciones que figuran en otros de sus textos parecen en cierta medida rebatir esta hipótesis. De sus interpretaciones sobre la poesía de Hölderlin y la obra de Nietzsche se deduce que la tarea de ese otro pensar estribaría en propiciar una asunción tanto de la modernidad como del nihilismo que aflora en su etapa final. Para Heidegger, el nihilismo confluye con la comparecencia moderna de la totalidad de las cosas (1997a: 377 y ss.), ya que su virtual dominio deriva de la inconsistencia o nihilidad que éstas ostentan a raíz de la desaparición de Grecia: frente al hombre griego, al hombre moderno las cosas se le manifiestan vaciadas de un modo de ser o consistencia propia que brindara pautas acerca de cómo actuar con ellas y, consecuentemente, algún tipo de fin o meta que, en su relación con el mundo, proporcionara orientación a su existencia. Esta ausencia de fines o contenidos objetivamente vinculantes en el ente —percibida de forma huidiza al término de la modernidad y por la que Heidegger define el nihilismo como la situación en la que todas las metas se han desvanecido (1989: 138)— no sólo engendraría una nueva forma de libertad (1997a: 142 y ss.). También provocaría un sentimiento de angustia que incita al ser humano de este momento histórico a enmascarar y encubrir ese vacío por medio de la continua proclamación de metas y valores a los que se confiere un carácter falsamente objetivo (1989: 139). Según su perspectiva, tal encubrimiento conduce a la intensificación desmesurada y la actuación ciega de la voluntad de dominio. Por ello, el propósito más inmediato del pensar que Heidegger propugna residiría en disolver las máscaras que ocultan el nihilismo como posible cauce para poner fin a la amenaza que envuelven para el ser humano las formas de dominación provenientes de esa voluntad carente de toda autoconciencia y medida.
En coherencia con este enfoque, Heidegger anota en la conferencia “La pregunta por la técnica” que la reflexión sobre la esencia de la técnica revela que ésta “en modo alguno nos encierra en una sorda constricción a impulsar la técnica de un modo ciego” (2000: 29) y que, por el contrario, en ella habita una suerte de “interpelación liberadora” (2000: 29). Aunque Heidegger no aclara en qué consistiría esa interpelación, con esta expresión se insinúa una idea similar a aquella con la que concluye “Concepto de Ilustración”: del mismo modo que Horkheimer y Adorno, lejos de oponerse al dominio técnico de la naturaleza y a la liberación de la esclavitud del trabajo que podría procurar, sólo censuran la expansión opresora de dicho dominio sobre los propios seres humanos, las consideraciones críticas de Heidegger hacia la técnica se dirigen en exclusiva hacia esa manera ciega de promover su desarrollo por la que el hombre se ve degradado a mero material o materia prima en provecho de los aparatos de producción. De este modo, las posiciones de Horkheimer y Adorno, por un lado, y la de Heidegger, por otro, entran en contacto sobre el trasfondo de un elemento en el que sin duda se apoyan los primeros, pero prácticamente ausente de los textos del segundo: se trata de la obra de Marx y de sus análisis del capitalismo, en los que la superación de este modelo productivo no pasa por la renuncia a la producción tecnificada, sino por un uso de la misma que, a partir de la abolición de la ley del valor que lo preside, no se sustente sobre la explotación del trabajo ajeno y la mercantilización de todo ente (Marx, 1972: 464 y ss.).
Las correcciones llevadas a término por Adorno y Horkheimer sobre los diversos ensayos que componen Fragmentos filosóficospara reemplazar, en su edición de 1947, algunos de sus conceptos por vocablos sinónimos que se distancian de la terminología marxiana responden probablemente a la intención de sus autores de favorecer una mejor acogida de este texto en un momento en el que la defensa de las tesis de Marx corría el riesgo de confundirse con la del régimen comunista de la Unión Soviética regentado por Joseph Stalin (Hullot-Kentor, 2006: 24). Sin embargo, este maquillaje retórico apenas consigue disimular la fuerte raigambre marxiana de los textos reunidos en este libro, que tendrían entre sus objetivos la ampliación de los postulados de Marx a la realidad de las sociedades capitalistas del siglo XX. Frente a ellos, el pensamiento de Heidegger opera en un terreno interpretativo por completo alejado del legado marxiano, lo cual da cuenta de que las referencias a él sean muy escasas en sus textos, carezcan de un sentido unívoco y el vocabulario heideggeriano excluya sus nociones más distintivas. Pero a la hora de evaluar si es legítimo tender algún puente entre su obra y la de Marx, conviene reparar en la relevancia que Heidegger le concede en una de esas referencias, que figura en la “Carta sobre el humanismo”.
Como se recordará, esta carta es citada por Adorno en La jerga de la autenticidad para criticar la caracterización heideggeriana del Dasein como “pastor del ser” que se introduce en su redacción. Concretamente, esta expresión se utiliza en dos momentos de la carta, separados por cerca de diez páginas. En ellas, Heidegger asigna al hombre moderno un “desterramiento (Heimatlosigkeit)” o no estar-en-casa con el que apunta a su falta de asunción de su propia condición moderna. A pesar de que esta situación habría quedado encubierta en el seno de la metafísica, Heidegger señala que lo identificado por Marx, a partir de su lectura de Hegel, como el extrañamiento o alienación (Entfremdung) del ser humano “hunde sus raíces en el desterramiento del hombre moderno” (1976: 339). Y a este respecto subraya que, a diferencia de los demás autores de la tradición filosófica, Marx logra sobrepasar este encubrimiento intrínseco a la metafísica por haber tenido experiencia tanto de ese extrañamiento como del desterramiento en el que, de forma inadvertida, vive el hombre en la modernidad. Gracias a esta experiencia, su obra “se adentra en una dimensión esencial de la historia” (1976: 340), por lo que Heidegger juzga que “la consideración marxista de la historia es superior al resto de las historias” (1976: 340), así como que el penetrar de Marx en tal dimensión haría posible, en su propio presente, un “diálogo productivo con el marxismo” (1976: 340). Pero al mismo tiempo, añade, para que este diálogo tuviera lugar se requiere de una comprensión adecuada del materialismo en el que se ubica teóricamente el pensamiento de Marx. Así, contra la concepción vulgar de que el materialismo se basa en la afirmación de la materialidad de todo lo real, Heidegger cifra su esencia en la “determinación metafísica según la cual todo ente aparece como material de trabajo” (1976: 340), tesis con la cual remite a que la evolución de la metafísica habría desembocado en la moderna comparecencia del ente como material de trabajo. A su vez, Heidegger especifica en este contexto que la esencia del trabajo radica en un proceso de objetivación de lo real, siempre de antemano gobernado y dispuesto por el sujeto, que asimila a la producción incondicionada del ente.
Es evidente que esta descripción del materialismo marxiano coincide con la que Heidegger ofrece en sus textos sobre la visión moderna del ente como producto del ser humano y la voluntad de dominio que la cimenta. Si por medio de ella semeja localizar en la obra de Marx un precedente de su propia indagación sobre la constitución ontológica de la modernidad, esta idea se refuerza en el punto en que Heidegger proclama que “la esencia del materialismo se oculta en la esencia de la técnica” (1976: 340). Las conexiones que se acaban de trazar invitan entonces a plantear que en la “Carta sobre el humanismo” Heidegger vendría a reconocer, al menos de una manera indirecta, un vínculo entre las investigaciones de Marx sobre la moderna conformación de las cosas como mercancías, a la que subyace su condición de productos del trabajo en el régimen de producción capitalista, y su reflexión sobre la esencia de la técnica, convergente en su obra con la manifestación del ente como objeto de una producción incondicionada vehiculada por la técnica.9 No otro que éste es el vínculo que, en última instancia, explicaría la proximidad de ciertos aspectos de su pensamiento con los análisis de la dialéctica de la Ilustración realizados por Horkheimer y Adorno en “Concepto de Ilustración”.