Ver el pasado de los indios como un conveniente laboratorio para probar hipótesis generales sobre el desarrollo sociocultural y el comportamiento humano puede ser simplemente una manifestación más intelectualizada de la falta de una preocupación sincera hacia los pueblos nativos que, en el pasado, ha permitido a los arqueólogos desacreditar sus logros culturales, excavar sus cementerios y exhibir esqueletos de los indios en museos sin tomar consideración de los sentimientos de los pueblos nativos vivos. Si la arqueología prehistórica ha de llegar a ser más significativa en un sentido social, ella debe aprender a tratar el pasado de los pueblos nativos de Norte América como un tema digno de estudio por derecho propio, y no como un medio para un fin.
Bruce G. Trigger, “Archaeology and the Image of the American Indian”, en American Antiquity, vol. 45, núm. 4, octubre, 1980, p. 671. Traducción mía.
Introducción
Desde que se efectuaron los viajes de Américo Vespucio, la conciencia occidental -entonces en formación, en los fértiles suelos de la Europa renacentista- se percató de que las tierras recientemente descubiertas en occidente correspondían a una realidad inesperada que rebasaba toda tradición, toda expectativa y toda posibilidad de imaginación desde el horizonte intelectual contemporáneo del Viejo Mundo, lo que origino inquietantes pesquisas que buscaban explicar el enigma de la naturaleza del Nuevo Mundo.1 En su sentido físico o natural, se trataba de todo un mundo nuevo, con una geografía sui generis emparentada pero, al mismo tiempo, alejada de las otras tres partes entonces conocidas del mundo, con una exuberante diversidad de plantas y animales tanto únicos como extraños. En su contraparte moral o humana -como corolario de su misteriosa existencia-, estas tierras eran el hogar de una abigarrada multiplicidad de pueblos y civilizaciones de los que no se tenía noticia alguna (o casi) en las tradiciones del Viejo Mundo.2
¿Cuál es la naturaleza de los habitantes indígenas del Nuevo Mundo?, ¿cuál será el origen de los indios americanos?, ¿de dónde vienen, cuándo llegaron y por qué? y ¿cómo poblaron las vastas y diversas extensiones de América? Estas son una serie de interrogantes surgidas en los umbrales del siglo XVI y que, aún hoy, en las primeras décadas del XXI, no tienen respuesta.3 Por un tiempo, a lo largo de los últimos dos tercios del siglo XX, algunos intelectos creyeron que la respuesta se encontraba en el llamado horizonte o cultura Clovis, como matriz originaria de los pueblos indígenas de América; sin embargo, aunque durante este periodo la duda subsistió y las opiniones contrarias florecieron -al menos subrepticiamente, en varios casos-, hasta el último tercio del siglo XX y los primeros años del XXI, la aceptación de una nueva serie de enigmáticos hallazgos arqueológicos -suscitados especialmente en los extremos septentrional y austral del continente- ocasionó el más reciente giro de complicación al problema de los orígenes americanos y, con ello, suscitó toda una nueva efervescencia en los estudios al respecto.
En un sentido general, la prehistoria de América es el fundamento histórico y cultural de buena parte de las realidades actuales de los indígenas en el continente, pues ésta comprende, al menos, 12 500 años4 de una historia secreta, única y esencialmente ajena a la separación geográfica -no siempre cultural- del Nuevo y Viejo Mundo al final de la última glaciación. Una historia compuesta por los indicios de una diversidad de formas originales de ser humano, con trayectorias históricas múltiples y alternativas, algunas de las cuales -en un aislamiento esencial de las macrodinámicas del Viejo Mundo- desembocaron en los pueblos indígenas de los tiempos “históricos”. Sin embargo, la mayoría de estos ensayos permanecen en la penumbra de la prehistoria, más allá de las fronteras y esquemas culturales, históricos y geográficos a través de los cuales acostumbramos pensar el mundo.5
La prehistoria de Américas debería ser, también, uno de los fundamentos epistemológicos de todas aquellas disciplinas de las ciencias humanas consagradas a elucidar las peculiaridades de los pueblos indígenas de América; es decir, debido a que es una ventana cronológica de la más larga duración a la diversidad de la cultura material en el tiempo, puede servir para encuadrar la historia y la cultura de los pueblos indígenas americanos en su verdadera profundidad y complejidad histórico-cultural.
En el presente artículo, sin pretender una síntesis exhaustiva, revisaré algunos de los polos de discusión intelectual importantes que han caracterizado y definido el estado actual de los estudios sobre la prehistoria de América - i. e. desde el último tercio del siglo XX hasta nuestros días- con la intención de señalar algunas de las vías más interesantes, sugerentes y -en varios casos- inquietantes que, actualmente, parecen tomar la empresa de (re-)construcción, o interpretación, de los múltiples sentidos de la prehistoria de Américas.6
La complejidad, diversidad y magnitud de los estudios prehistóricos al Sur del Río Grande -durante este periodo y desde los inicios de la ciencia prehistórica, a finales del siglo XIX-son tan grandes e importantes como para demandar un tratamiento profundo y de largo aliento, el cual escapa a los estrechos límites del presente estudio; por lo demás, en lo que concierne a la prehistoria mexicana, la literatura es fácilmente accesible para los lectores mexicanos.7
La prehistoria en el mundo
En nuestros días, prehistoria es tanto el nombre de aquella dimensión de la historia de la humanidad, en general, o de algún pueblo o grupo humano, en particular, que se extiende en el tiempo y en el espacio más allá de cualquier memoria histórica escrita, como el nombre de la subdisciplina o conjunto de subdisciplinas científicas modernas que se encargan de su estudio.8 Por tanto, hoy la prehistoria se presenta ante nuestros ojos como un imponente, complejo y perturbador paisaje que nos ofrece una doble imagen de la multiplicidad y diversidad de las vías que han tomado la evolución biológica y cultural del género humano en su conjunto, al atravesar la obscuridad del abismo del tiempo geológico.
Además, desde el último tercio del siglo XX, este paisaje se encuentra en completa efervescencia epistemológica, a causa del colapso de varias certezas recibidas y de la concomitante producción de una serie de hallazgos extraordinarios.9 Veamos, brevemente, algunas de las principales características de la topografía actual del paisaje de la prehistoria.
En primer lugar, respecto a la dimensión biológica de la diversidad espacio-temporal de las manifestaciones humanas, y concretamente al problema del proceso de hominización -i. e. el proceso de especiación que hizo divergir al linaje humano (fam. Hominidae) del resto de los primates superiores y definió sus características específicas de estación vertical, manos libres y hábiles, grandes e inteligentes cerebros-, las raíces temporales de la prehistoria se hunden, hoy, profundamente en el Plioceno y alcanzan a rozar la superficie superior del Mioceno.10
La duración aproximada de la historia humana que hoy nos presenta la prehistoria es de 5 millones de años. Una historia compleja de radicales y diversos cambios geológicos, ecológicos y evolutivos que, teniendo como escenario al continente africano, nos revela el origen y las trayectorias divergentes de varios linajes de homínidos, cada uno de los cuales representaba, en sí mismo, un proyecto original y alternativo de humanidad.11 En un segundo momento, esta historia se extiende paulatinamente al resto del Viejo Mundo, a Asia, Europa y Oceanía, manteniendo la multiplicidad de alternativas hasta la última glaciación, hace aproximadamente 40 mil años, cuando un extraño proceso dio la ventaja y el triunfo a uno solo de estos linajes, el Homo sapiens, el cual, a partir de entonces, llegó a extenderse hasta ocupar todo lo largo y ancho del planeta.
Precisamente, en segundo lugar y en lo que respecta a la dimensión cultural de la diversidad de las manifestaciones humanas en el tiempo y en el espacio, el inicio de la hegemonía planetaria del Homo sapiens -no así su nebuloso origen biológico- parece estar íntimamente relacionada con una revolución cultural: la invención de los sistemas materiales de representación, i. e. tanto los sistemas de ornamentación personal como los de representación gráfica. Pues, al parecer, la posesión de un complejo sistema de representación “material”, o en soporte físico y visual -por oposición a los sistemas “no-materiales” o puramente simbólicos como el lenguaje-, se encuentra en la base del desarrollo de nuevas perspectivas de pensamiento, comunicación y organización social que señalan una ruptura con las tendencias de evolución de los homínidos como las entendemos hasta ahora. A partir de ese momento (aproximadamente entre 40 y 30 mil años), hubo una explosión de las producciones simbólicas, una independencia y divergencia autónoma de la cultura en relación con la evolución biológica; es entonces, al parecer, cuando comienza la autopoiesis de la cultura humana como la conocemos hasta nuestros días.12
En Europa, esta ruptura está representada por el comienzo del Paleolítico Superior (entre 40 y 11 mil años antes del presente -AP-) y es especialmente conocida por las complejas y extraordinarias manifestaciones artísticas del periodo Auriñaciense (40-28 mil años AP): tanto las esculturas zoomórficas y antropomórficas en marfil de Hohlenstein-Stadel y la cueva de Vogelherd (Baden-Württemberg), Alemania, como las espectaculares representaciones parietales en la grotte Chauvet (Ardèche), Francia.13 Pero, conforme avanzan las investigaciones arqueológicas en el resto del mundo hay un continuo aumento en la abundancia de signos, igual de antiguos y espectaculares, de esta fundamental ruptura.14
Finalmente, en tercer lugar, es la prehistoria del “mundo no europeo” -o, más bien, de los mundos “no europeos”- la que presenta el desafío más radical a nuestros esquemas recibidos. La elegante y fluida adecuación explicativa casi planetaria de la periodización tradicional -i. e., Paleolítico Inferior, Medio y Superior- ya de por sí cuestionada y complejizada en su validez más allá de la región de su construcción original -i. e., Europa occidental y las regiones circum-Mediterráneas de África y Asia- a mediados del siglo XX,15 se encuentra hoy, a comienzos del XXI, en un punto crítico de reacondicionamiento radical o plena reformulación total.
La constatación de una sincronización esencial de los cambios en los registros paleontológicos y arqueológicos que señalan las transiciones entre los periodos del Paleolítico -y la ulterior transición al Neolítico- no ha perdido su validez empírica, sino que se ha vuelto necesario volver a explicar su significación o su mera existencia, en términos de procesos de evolución biológica y cultural de la especie humana, los cuales deben ser inferidos a partir de un complejo registro prehistórico mundial que, aunque parcial y fragmentario, se revela como el producto de realidades humanas altamente regionalizadas, con una historia y un comportamiento social ajenos a todo patrón conocido en los tiempos modernos o “históricos”.
Así, a guisa de ejemplo, durante las últimas décadas en el Lejano Oriente, particularmente en China, se debate la pertinencia de la utilización de la categoría de Paleolítico Medio para diferenciar y caracterizar el conjunto de manifestaciones humanas comprendidas en el registro prehistórico entre 140 y 30 mil años ap. A partir de una revaloración de las dimensiones tecnotipológicas de las industrias líticas del Paleolítico del Sureste Asiático, se discute si es posible inferir procesos de comportamiento y evolución biológica y cultural esencialmente diferentes y específicos como para aislar este periodo de su antecedente y su sucesor, o si, por el contrario, existe una continuidad sustancial que conduce a la conceptualización de la periodización del Paleolítico del Sureste Asiático como bipartita (i. e. Paleolítico Temprano y Tardío).16
Paralelamente, en el Medio Oriente, en la Alta Mesopotamia, una serie de excavaciones ha sacado a la luz un conjunto de extraordinarios sitios de arquitectura monumental cuya antigüedad se remonta a los inicios de la transición al Neolítico, en específico al llamado Neolítico Precerámico (Pre-Pottery Neolithic (ppn) entre 10 y 9 mil años a. C., en este caso). El carácter extraordinario de estos sitios proviene del hecho de que varios indicios del contexto arqueológico conducen a inferir que los constructores de estos grandes y complejos sitios de arquitectura monumental fueron “simples” grupos de cazadores-recolectores.17
Sobre todo, la magnificencia y complejidad del tell de Göbekli Tepe, en el sureste de Turquía, desafían cualquier desprecio evolucionista o primitivista de las sociedades de cazadores-recolectores y de los grados de complejidad que pudieron manifestar, así como cualquier explicación reduccionista del origen de la agricultura y la producción de alimentos. Más allá de toda reducción de la dimensión económica a la mera subsistencia, los complejos espacios monumentales concéntricos, con series de butacas de piedra, rodeando esculturas megalíticas en forma de T con representaciones zoomórficas y antropomórficas, las gigantescas vasijas de piedra con posibles residuos químicos de la producción de cerveza y, en sí, la densidad y monumentalidad mismas de la ocupación y la complejidad de su iconología visual, llevan a los excavadores de Göbekli Tepe a inferir que se trataba de un “santuario en la montaña” (hill sanctuary). Un lugar donde se llevaban a cabo suntuosos festivales colectivos para intentar fortalecer la cohesión social, pero cuyos efectos secundarios de concentración de la riqueza social y presión en la obtención de recursos habrían tenido algo que ver en la consumación de la Revolución Neolítica.18
La prehistoria en América
La invasión de América
Es el carácter anómalo de la prehistoria americana el que perturba y termina por frustrar y pervertir todo intento armónico y global de sistematizar desde el Viejo Mundo. De entrada, tenemos que, a casi 90 años del reconocimiento oficial de la coexistencia de los seres humanos con la megafauna -ahora extinta-,19 el hermoso sueño de resolución del enigma del origen de los pueblos originarios de América se ha desvanecido final y completamente con la hipótesis de la rápida y violenta invasión de todo un continente “virgen” por parte de los descendientes de un grupo original de cazadores armados con una sofisticada tecnología lítica de tipo Paleolítico Superior, única en su género. Pero revisemos brevemente los contornos de esta hipótesis para entender, después, las causas y el significado de su desvanecimiento.
Elaborada durante las décadas de 1960 y 1970, especialmente por el biólogo estadounidense Paul S. Martin y otros hombres de ciencia cercanos a la biología, la hipótesis de la invasión originaria de América fue construida para intentar racionalizar el hecho de una extraordinaria coincidencia: los presuntos primeros vestigios discernibles de la presencia humana en el Nuevo Mundo, i. e. los grandes, bellos y complejos bifaciales acanalados tipo Clovis20 parecían coexistir con los últimos testimonios fósiles de la fauna pleistocénica, dentro de un lapso extraordinariamente restringido en términos de tiempo geológico: alrededor de mil años, entre 11 500 y 10 500 años ap. En otras palabras, más que una coincidencia, parecía existir una relación causal entre la aparición de los reputados primeros indicios de los seres humanos en el continente y la extinción de los mamíferos gigantes del Pleistoceno.
Martin convirtió esta coincidencia en explicación. Partiendo de una analogía con los violentos procesos de explosión demográfica de especies introducidas en ambientes exóticos y sin competidores -especialmente islas- así como con las concomitantes y dramáticas extinciones de las especies endógenas no preparadas y adaptadas para lidiar con el invasor, Martin elaboró un sofisticado modelo cibernético de invasión por sobreexplotación (overkill). Con la retirada de los glaciares del extremo septentrional de América, al final de la Edad de Hielo, un reducido grupo de experimentados cazadores ―seguramente pertenecientes al Paleolítico Superior del noreste asiático- se habría hallado ante un continente lleno de dóciles presas que no conocían la depredación humana. Como los engranes de un bien engrasado mecanismo ecológico, la facilidad de la caza habría llevado a la explosión demográfica, ésta a la sobreexplotación y extinción, y éstas al desplazamiento forzado hacia el Sur, siguiendo el vacío dejado por la quirúrgica eliminación de los mamíferos gigantes de América.
Así, en alrededor de un milenio, los descendientes de este grupo pionero habrían poblado todo el continente, de Alaska a la Patagonia, y destruido por completo las extraordinarias presas de las que se alimentaran sus ancestros. Naturalmente, a la sombra de este genocidio ecológico, los habitantes de todo un continente quedaban condenados a buscar alternativas de subsistencia: en ausencia de grandes y dóciles presas se verían obligados a volverse vegetarianos. De tal manera, la hipótesis de Martin contemplaba también, como vemos, la fatalidad ecológica que habría forzado la Revolución Neolítica en el Nuevo Mundo.21
Independientemente de las críticas lanzadas contra este overkill model, desde el momento de su enunciación y hasta nuestros días, con base en la creciente evidencia en favor de los argumentos sobre su inadecuación a la realidad empírica de los registros paleontológico y arqueológico, y contra el carácter reduccionista de sus supuestos ecológicos sobre el comportamiento de los cazadores de la prehistoria,22 y a pesar del hecho de que, en todo momento, existieron hipótesis alternativas,23 el overkill model llegó a convertirse en la pieza central de la visión oficial y hegemónica de la prehistoria norteamericana. Actualmente, algunos prehistoriadores latinoamericanos cuestionan la efectividad o la existencia misma de dicha hegemonía24 y es un problema abierto para la historia intelectual la explicación de los factores socio-históricos que habrían llevado a su construcción; no obstante, el hecho es que, esta visión norteamericana presentó una imagen prehistórica de América sospechosamente adecuada a la imagen clásica de la prehistoria universal manufacturada en la Europa decimonónica, debido a dos razones esenciales.
Primero, al postular el poblamiento encarecidamente tardío del continente americano -i. e. al final de la última glaciación, aproximadamente 12 mil años AP como terminus post quem- a través de un proceso de desplazamiento fundamental -aunque puede contemplar varias migraciones contemporáneas o posteriores- de una población de origen desconocido en el Viejo Mundo, pero caracterizada por la posesión de una sofisticada y estandarizada tecnología lítica con reminiscencias del Paleolítico Superior Euroasiático. Esta visión ―llamada naturalmente Clovis-First model por propios y extraños- niega la gran antigüedad de la humanidad en América y convierte la prehistoria del continente en una suerte de extensión tardía o epílogo de la prehistoria del Viejo Mundo. Así, la reputada verdadera “prehistoria universal”, es decir, la prehistoria del Viejo Mundo, cuyo supuesto desarrollo continuo se extendería desde el Paleolítico Inferior, habría alcanzado las “vírgenes” tierras americanas desprovistas de ocupación humana y, por ende, carentes de prehistoria, hasta la desaparición de la infranqueable barrera glacial de la agreste Beringia; sólo entonces habría “bendecido” estas ignotas tierras con la prolongación de su última y más bella florescencia: el Paleolítico Superior.
Segundo, al plantear el origen de los principales linajes de los pueblos indígenas de América en un horizonte cultural fundacional, i. e. el horizonte Clovis, esta visión niega la diversidad esencial existente entre los pueblos originarios del continente. De tal forma, la exuberante complejidad y multiplicidad que han exhibido los pueblos indígenas de América a lo largo de todos los tiempos históricos es reducida a una dimensión secundaria: una ramificación natural y accesoria de una sola y esencial -o unas cuantas, si se admiten varias olas migratorias fundacionales- matriz cultural que, a su vez, no es más que una excrecencia, tardía, secundaria y aislada del tronco principal de la historia universal y sus nutrientes -de ahí las ofensivas pretensiones de la “falta de desarrollo”, el “atraso” y/o el “primitivismo” de los pueblos originarios de América-, y, con ello, el estudio de la significación última de la individualidad y la diferencia americanas ―en términos estructurales e históricos- es simplemente relegado a los márgenes del saber.
En este sentido, el Clovis-First model, como visión hegemónica o con pretensiones hegemónicas, puede entenderse, al menos en parte, como la sofisticada actualización, a escala continental, de la negación de la gran antigüedad de la humanidad en América operada en tiempos de la institucionalización original de la prehistoria en Estados Unidos a finales del siglo XIX y principios del XX, a escala del subcontinente Norteamericano.
Como han argumentado el gran historiador y antropólogo Bruce G. Trigger y el prehistoriador David J. Meltzer, en ese entonces, más allá de la estricta dimensión de las discusiones científicas, la negación de la antigüedad de la humanidad en América estuvo íntimamente comprometida con la revitalización de un estereotipo de los nativos norteamericanos que los caracterizaba como inherentemente incapaces de progreso y que se traducía en una visión “plana” o “aplanada” de su historia (flat view of history); es decir, una visión que les negaba cualquier historicidad sustantiva y los congelaba en un atemporal presente etnográfico que armonizaba perfectamente con la idea de una llegada tardía al continente. De tal modo, podía argumentarse que, más allá de “unas cuantas” divergencias culturales y “un puñado” de reacomodos poblacionales sin importancia, los actuales nativos norteamericanos se encontraban esencialmente en el mismo estadio “primitivo” de evolución en el que se encontraban sus ancestros cuando llegaron al continente un par de milenios antes.25
Naturalmente, tal “visión plana” del pasado de los indígenas norteamericanos fue un componente esencial del intento de racionalizar la solución que las autoridades de los Estados Unidos dieron al problema indio -usurpación de tierras, genocidio, confinamiento en reservas, etcétera- en tiempos de su animada carrera por convertirse en la potencia hegemónica del mundo antes de la Gran Guerra. En nuestros días, ya sea que el Clovis-First model haya detentado la hegemonía en la prehistoria americana o que sólo haya tenido esa pretensión, el hecho es que su influencia negativa hacia la historia de los pueblos originarios de América -i. e., la negación de su historicidad y de la apreciación de su originalidad y diferencias por sí mismas y no como un medio accesorio para entender la historia del Viejo Mundo- se hizo sentir efectivamente a todo lo largo de América, durante el último tercio del siglo XX, al menos por la fuerza que tuvo la comunidad intelectual que lo defendió en la definición de las prioridades y los problemas de estudio de la disciplina, por su ascendencia en la opinión pública y en las instituciones que otorgan el financiamiento, como argumentó Robson Bonnichsen.26
Más allá de Clovis
Sin embargo, como se advierte al inicio del apartado anterior, la tentativa de explicar el origen de los pueblos nativos de América con base en el Clovis-First model ha llegado a desvanecerse completamente en estas primeras décadas del siglo XXI; esto, contradictoriamente, en gran medida a causa de su propia fuerza y peso. Reiterando la polémica intelectual sobre la negación de la gran antigüedad de la humanidad, en Europa (antes de 1859) y en (Norte) América (antes de 1926-1937) la obstinación y la radical exageración de los criterios científicos de aceptabilidad en contra de las pruebas presentadas, en este caso, a favor de las alternativas al Clovis-First model contribuyeron a la sofisticación de los estándares científicos de investigación y al desarrollo de una discusión de los criterios epistemológicos de validez que culminaron en la producción de una serie de extraordinarios y anómalos descubrimientos, cuya acumulación hizo inevitable el rechazo de toda plausibilidad de dicho modelo.27 Así, de la serie, el excepcional sitio prehistórico de Monte Verde (Los Lagos, Chile) se ha convertido en el símbolo de este rechazo, ya que fue el catalizador de la solemne y formal aceptación de las complejas y perturbadoras realidades de la prehistoria americana más allá de Clovis, por parte de la comunidad científica norteamericana, durante una sofisticada y elegante visita de un “panel de expertos” al sitio en 1997.28
Pero, ¿por qué es tan excepcional el sitio de Monte Verde? Debido a dos de sus características esenciales cuidadosamente reveladas por una depurada metodología de excavación y análisis de laboratorio: su complejidad y su antigüedad. Ubicado a 33 km al suroeste de Puerto Montt en la región de Los Lagos, Chile -al norte de la Patagonia chilena-, en los bancos del arroyo Chinchihuapi, componente del sistema fluvial del valle del río Maullín en su camino de los Andes al Pacífico, Monte Verde consiste en una compleja agrupación de los restos de más de una decena de estructuras residenciales construidas con postes y ramas envueltas con pieles -aparentemente de mastodonte Gomphotherium-, restos de fogones, una increíble profusión de desechos de talla y, lo que lo convierte en una verdadera Pompeya americana, innumerables e incalculablemente valiosos restos orgánicos que -además de los postes, ramas y pieles- incluyen hasta 70 especies de plantas, otros restos de carne y huesos de mamíferos, y (de nuevo en la categoría de restos inorgánicos) hasta la impresión de una huella humana.
Extraordinarias circunstancias de deposición permitieron la milagrosa preservación -i. e. depósitos fluviales de baja intensidad, cubiertos por el desarrollo de un estrato de turba- y la especializada y paciente técnica de excavación permitió la revelación y la lectura de la estructuración espacial que autoriza la inferencia de las actividades de los ocupantes de Monte Verde al interior del sitio, complementada con la inferencia de las interacciones con las regiones circundantes, hecha posible por el trabajo de gabinete que se ha prolongado hasta nuestros días.29 En conjunto, la imagen que se dibuja es la de una serie de ocupaciones semipermanentes de grupos humanos poseedores de un sofisticado conocimiento de su medio ambiente, el cual, a lo largo del año y al paso de las estaciones, les permitía organizarse y desplazarse para aprovechar los abundantes y diversos recursos de las vastas y lejanas regiones que se extienden en los valles entre la costa del Pacífico y el extremo sur de la cordillera de los Andes: recolectando, por ejemplo, algas medicinales en los estuarios rocosos del Maullín, o cazando -¿con boleadora?- en las escarpadas faldas de los Andes.
Vista contra el trasfondo de los cuadros históricos y de la prehistoria del Holoceno de los cazadores-recolectores del mundo y especialmente de la Patagonia,30 la imagen de Monte Verde no parece excepcional; el punto es que los bien preservados y aislados restos orgánicos, cuya integridad -reitero- ha sido garantizada por una refinada técnica de excavación, han producido una decena de fechas radiométricas concordantes que permiten fechar la superficie principal del sitio -i. e. el componente llamado Monte Verde II- en un promedio de 12 500 años ap. Esto es, alrededor de mil años más antiguo que Clovis, si consideramos las fechas radiométricas calibradas que fijan los límites del horizonte Clovis entre ~10 800 y ~11 500 años AP.31
Monte Verde hunde definitivamente las raíces de la prehistoria de América en los tiempos glaciares del Pleistoceno y lanza el perturbador problema de explicar la existencia de poblaciones humanas con un complejo patrón de subsistencia, pero con una tecnología lítica simple y expedita -i. e., esencialmente de lascas y guijarros- y, por ende, sin conexiones evidentes con alguna tradición lítica conocida, en el extremo sur de Sudamérica -i. e. literalmente a un continente de distancia del puente terrestre de Beringia- mil años antes del testimonio más antiguo de la tecnología Clovis en Norteamérica.
No obstante, por más excepcional que el sitio prehistórico de Monte Verde sea, no es más que uno de una serie de extraordinarios y anómalos descubrimientos -quizás el más famoso- que se han producido en el ambiente de efervescencia intelectual del último tercio del siglo XX.32 Así, según el argumento del fundador del Center for the Study of the First Americans, Robson Bonnichsen, el desvanecimiento de la coyuntura de la historia de la prehistoria Americana definida por la real o pretendida hegemonía del Clovis-First model (i. e. ~1970-1997), en la dimensión interna de la discusión propiamente científica, no es tan sólo el resultado del espectacular reconocimiento de Monte Verde; sino que se debe a la conjunción de tres factores que son el producto de dicho ambiente intelectual de finales del siglo XX. Estos son: la definición de varias tradiciones tecnoculturales anteriores a Clovis, la de otras tantas diferentes y contemporáneas a ésta, y el reconocimiento y la comprensión de su complejidad y variabilidad al interior de su cultura y horizonte.33 Revisemos, someramente esta triada de factores.
En cuanto a las tradiciones anteriores a Clovis, es necesario decir que el reconocimiento de la antigüedad de Monte Verde no ha cambiado automáticamente el status epistemológico de los tantos pretendidos sitios pre-Clovis -i. e., de rechazados a aceptados-, sino que ha sancionado la reinauguración de la exploración profunda y concienzuda de cuestiones que, según investigaciones previas, parecían evidentemente resueltas pero que ahora muestran un novedoso sesgo enigmático: ¿quiénes fueron los primeros pobladores de América?, ¿de dónde provenían?, ¿por qué y cómo -i. e. en términos procesuales- se explica el poblamiento del continente?, ¿qué papel desempeña en este proceso el horizonte cultural Clovis? Lo que, al mismo tiempo, ha llevado a una potenciación de las discusiones epistemológicas sobre cómo rastrear, leer e interpretar las escurridizas y misteriosas huellas de los primeros americanos.34
Así, una rigurosa crítica, que implica una sofisticación de los métodos de análisis e interpretación sedimentológica, estratigráfica, cronométrica, paleoecológica y tafonómica, del lado de las ciencias naturales, y de microestratigrafía, tecnología, tipología y paleoetnología, del lado arqueológico, ha llevado, por ejemplo, al severo y polémico rechazo de sitios como el abrigo rocoso de Pedra Furada (Piauí, Brasil), cuya fase homónima más antigua habría hundido las raíces de la prehistoria de América a más de 40 000 años AP,35 por un lado, y a la no menos polémica aceptación del complejo tecnotipológico Miller en la superficie ocupacional superior del Estrato inferior IIa de Meadowcroft Rockshelter (Pennsylvania), por otro lado. Un peculiar complejo tecnotipológico -de lascas y láminas, de núcleos prismáticos y bifaciales lanceolados sin acanaladura- sin claros vínculos con Clovis, ubicado quizá mil años antes, en la frontera suroriental de la masa glaciar Laurentina, en la Costa Este de los actuales Estados Unidos.36
Pero en este terreno -de las tradiciones anteriores y contemporáneas a Clovis-, quizá los descubrimientos más intrigantes se han producido en el puente terrestre que ha unido al Viejo con el Nuevo Mundo durante las glaciaciones, esto es, Beringia. Extendida entre la Cordillera Verjoyanks, en Siberia Oriental, y las Montañas Mackenzie, en el Territorio del Yukón, Beringia ha sido el espacio ideal para discutir el paso de poblaciones (animales, vegetales y humanas) entre ambos mundos; no obstante, hasta tiempos recientes las barreras naturales de sus extremas condiciones árticas y las barreras ideológicas de la Guerra Fría tendieron a inhibir el conocimiento sistemático de la región. Con todo, las investigaciones prehistóricas pioneras de los años 1950-1970 sirvieron para revelar la existencia de algunos valiosos complejos artefactuales dispersos en los vastos territorios de Alaska y Siberia que parecían compartir ciertos atributos tecnotipológicos diagnósticos -i. e. una industria lítica dominada por la producción de micronavajas a partir de núcleos especiales tipo cuña -wedge-shaped cores- y que, a su vez, sirvieron para la construcción de una gran imagen sintética de la prehistoria de Beringia por parte del investigador ruso Yuri Mochanov. La tradición de micronavajas y núcleos en forma de cuña se habría originado hace 30 000 años en Yakutia, Siberia Central, en los valles del río Aldan, como una adaptación a la explotación de la megafauna de las regiones periglaciales; con el inicio del Último Máximo Glacial (Last Glacial Maximum (LGM): ~22 000-18 000 años AP), esta tradición, llamada Dyuktai (por el sitio modelo, la cueva Dyuktai -Ust’ Dyuktai) se habría dispersado al este y al sureste derivando en la tradición Paleoártica en Alaska como posible antecesor de la cultura Clovis.37
El aumento y la sofisticación de las investigaciones, pero sobre todo el inicio de las comparaciones sistemáticas de la información producida a ambos lados de la Cortina de Hierro después de 1989, han destruido esta imagen y la han sustituido por la de un complejo mosaico de culturas. Así, el descubrimiento e investigación de los espectaculares sitios prehistóricos en las playas del lago Ushki en la península de Kamchatka, por parte del equipo de Nikolai Dikov, inducen a pensar que la ocupación más antigua de Beringia occidental corresponde a grupos humanos con una tecnología lítica que carece completamente de micronavajas y núcleos de cuña, es decir, que no guarda una relación evidente con la cultura Dyuktai y, por el contrario, se orientaba a la producción de bellos bifaciales pedunculados y lanceolados, raspadores y buriles, a partir de núcleos subprismáticos de navajas o núcleos de lascas poco preparados. Esta industria lítica ha sido especialmente documentada en la superficie de ocupación más antigua (i. e. cultural layer VII) del sitio Ushki-1, un espectacular sitio que contiene una compleja sucesión de superficies creadas por distintas y reiteradas ocupaciones humanas selladas y conservadas, intercaladamente, por sedimentos lacustres y estratos vulcano-sedimentarios.38
La superficie cultural VII de Ushki-1 consiste en un área amplia excavada (~300m2) que exhibe la compleja estructuración espacial de los restos de varias habitaciones cuyos contornos han sido inferidos por los patrones de distribución de los densos restos de fogones, los desechos de talla, los residuos faunísticos y botánicos, y otros indicios más sutiles, como la concentración de delgados apisonados de polvo de ocre rojo. Además, estas trazas de ocre permitieron identificar lo que parece ser un entierro humano donde los restos óseos han desaparecido casi en su totalidad pero aún conservan una profusión de bellas cuentas de piedra. En conjunto, la imagen que surge es la de un campamento semipermanente en las riveras del lago, de cazadores-recolectores con una sofisticada cosmovisión religiosa que daba un tratamiento especial a sus muertos.
El promedio de las fechas radiométricas convencionales -i. e., no calibradas- otorga una antigüedad de alrededor de 11 000 años AP a esta superficie cultural VII de Ushki-139 y la coloca alrededor de un milenio antes del primer testimonio seguro de la presencia de la tradición de micronavajas y núcleos de cuña que, coincidentemente, se encuentra en la superficie cultural VI del mismo sitio con una fecha promedio de 10 350 años AP.40 Una superficie excavada de casi el doble de tamaño que la anterior, que exhibe una densidad y complejidad mayores de ocupación con varias habitaciones semisubterráneas, una abundante cosecha de restos faunísticos que sugiere el aprovechamiento no sólo de grandes mamíferos como el bisonte estepario (Bison priscus) y el caballo (Equus caballus) sino también de pequeños mamíferos como el lemming (Lemmus), aves y peces, y lo que parece ser un entierro del fiel compañero de los cazadores: el perro doméstico (Canis familiaris).
Como sea, estos nuevos datos parecen indicar, primero, que la llamada tradición o cultura Dyuktai no se extendió a Beringia occidental sino hasta alrededor de 10 350 años AP; segundo, que la tradición local de micronavajas exhibió sus particularidades que ponen en duda una filiación directa, y tercero, que coexistió con al menos otra tradición diferente, la de bifaciales del nivel VII de Ushki-1, que parece más antigua y sin vínculos claros con alguna tradición del noreste asiático.
Aunado a lo anterior, este nuevo patrón parece coincidir con el registro arqueológico revelado en Beringia oriental, en los valles centrales de Alaska, al sur de Brooks Range y a ambas vertientes del Alaska Range, donde existen varias industrias líticas locales de micronavajas y núcleos de cuña, genéricamente agrupadas en el llamado Complejo Denali -por la montaña Denali en Brooks Range, donde se encuentran los sitios modelo-, cuya antigüedad parece remontarse no más allá de 10 700 años AP -en el Component ii del sitio de Dry Creek, valle del río Nenana-. Donde además existen varias industrias, aparentemente más antiguas, sin micronavajas, pero con bellos bifaciales, raspadores y otros artefactos en lasca que se ubicarían entre 11 700 (Cultural Zone 4, sitio Broken Mammoth, valle del río Tanana) y 11 100 años AP (Component I del sitio Dry Creek), colectivamente conocidas como el Complejo Nenana -por el río en cuyo valle se encuentran los sitios modelo.41
De tal suerte, la prehistoria de Beringia, como la entendemos hoy en día, nos pone ante un complejo y dinámico mosaico cultural, cuya antigüedad se remonta, al menos, hasta hace 11 700 años, es decir, escasamente dos siglos antes que Clovis, y se extiende hasta ser estrictamente contemporáneo con dicho horizonte cultural, pero que no mantiene vínculos claros con él, más allá de algunas posibles semejanzas tecnotipológicas entre Clovis y el Complejo Nenana.42 Sobre todo, no ha sido hallado algún indicio contundente de la tecnología de fabricación de los bifaciales acanalados de Clovis en Beringia ni al sur ni al oeste de Brooks Range, es decir, en clara vinculación asiática.
Finalmente, esta imagen del mosaico cultural anterior y contemporáneo a Clovis se refuerza con la increíble diversidad regional y temporal que en las últimas décadas se ha definido al interior del horizonte/cultura Clovis. Sin pretender incurrir en la imposible tarea de reseñar siquiera dicha diversidad,43 sólo diré que, conforme se aclaran los problemas de integridad contextual y cronológica, su distribución temporal parece indicar un patrón de desplazamiento del sur hacia el norte. Es decir, contrario a las expectativas del Clovis-First model, al menos en Norteamérica, los sitios Clovis más antiguos se encuentran en las regiones meridionales y los más recientes en las regiones septentrionales. Todo ello parece culminar con la definición de un complejo artefactual con intensas reminiscencias del complejo Agate Basin -un complejo tecnotipológico posterior y aparentemente derivado de Clovis en las Altas Planicies de Estados Unidos-, en el sitio de la Mesa, en el valle del arroyo Iteriak al pie de la vertiente norte de Brooks Range, Alaska, con fechas radiométricas de ~10 200-9 900 años AP.
¿Qué significado tiene este último descubrimiento? De ser acertadas las afinidades tecnotipológicas, el sitio de la Mesa apoyaría la idea de que, en lugar de tener su origen en Beringia o algún otro lugar del noreste asiático, la tradición de bifaciales acanalados que define el horizonte cultural Clovis habría surgido hace más de 11 500 años en América, en algún lugar al sur de las fronteras meridionales de la masa glacial laurentina, y que, con la desaparición de los glaciares, ésta habría penetrado en lo profundo del septentrión hasta las regiones árticas de Alaska, donde se habría encontrado y visto en la necesidad de convivir con las ya existentes encarnaciones contemporáneas de la llamada tradición Paleoártica, especialmente los complejos Nenana y Denali.44
Sumario
Al concluir el apresurado y somero vuelo sobre el paisaje contemporáneo de la prehistoria mundial y, especialmente, de América, he alcanzado a atisbar los contornos generales de lo que, a mi parecer, son algunos de sus accidentes y configuraciones topográficas fundamentales, aunque, como es natural, he tenido que pasar de lado por la abrumadora mayoría de ellos y, lamentablemente, dado el carácter general de una revisión somera, debí abstenerme de los placeres y los detalles que sólo brinda la minuciosa exploración directa, es decir, a pie del terreno. No obstante, he llegado a un punto en el que es posible reiterar el argumento inicial de este ensayo: la imagen actual de la prehistoria se despliega como un imponente, complejo y perturbador paisaje -en el sentido de representación- de las múltiples y particulares vías de la evolución biológica y cultural de la humanidad en su conjunto, dentro de las regiones del espacio-tiempo extendidas más allá de la memoria escrita.
La prehistoria tiene el potencial de perturbar cualquier intento de construir una imagen homogénea y hegemónica de la historia universal, es decir, cualquier intento de imponer alguna configuración histórico-social que transitoriamente haya adoptado algún sector de la humanidad -sea ésta civilización, raza, cultura, religión, utopía, entre otras-, como el fundamento, el destino o el sentido de la historia de todos los pueblos en todos los tiempos. Ello en virtud de que -a contrapelo y en dirección al resquebrajamiento de la función apologética de la ideología del progreso que, desde el siglo XIX, la prehistoria ha desempeñado a través de la fabricación de pruebas de la excepcionalidad y universalidad de la vía de la civilización occidental-, la ventana epistémica abierta por la prehistoria nos permite vislumbrar el hecho de que, en toda su insondable duración geológica, la historia humana está caracterizada por la diversidad y la no-linealidad o destino abierto de sus múltiples vías.
El flujo de la historia refleja un violento y complejo entrecruzamiento o enmarañamiento de las efímeras y diferentes mareas u olas en las que de continuo se atomiza y estabiliza la proteica sustancia del género humano. Primero, la cascada de los proyectos alternativos de humanidad creados por las distintas especies de homínidos; después, el meandro de las múltiples tradiciones prehistóricas locales y los vaivenes de sus trayectorias históricas particulares. La construcción y el sentido de una historia verdaderamente universal o cosmopolita consiste en aprender a reconocer y apreciar esta diversidad en sí misma, en los detalles únicos de cada una de sus singulares individuaciones: buscar lo universal que se actualiza en lo particular o el cosmos que crea la caótica diversidad de los mundos.
Así, de entre todas estas individuaciones, se aprecia la manera en que la indomable singularidad y diferencia de la prehistoria de América, en su terco carácter anómalo y bizarro, nos aleja de la imagen de la historia como un río, con varias bifurcaciones y ramificaciones secundarias; no obstante, se encontraría dominado por una corriente principal que emanaría del Viejo Mundo en la forma de la civilización occidental. Hace más de 12 500 años, el extremo austral de las América -al norte de los límites septentrionales de la Patagonia chilena- ya estaba habitada por seres humanos anatómicamente modernos, como atestigua, de manera elocuente, el sitio prehistórico de Monte Verde; otros obscuros y perturbadores indicios nos inducen a pensar que otras partes del continente ya estaban habitadas desde entonces y que la duración de estas ocupaciones se hunde en la profundidad del tiempo geológico, más allá de los límites que convencionalmente estamos dispuestos a aceptar.45
Para explicar la revolución cultural que representa el repentino, espectacular y -virtualmente- continental origen y extensión del horizonte Clovis, entendido en su sentido más amplio, ¿debemos invocar una prolongación, accesoria y tardía, del Paleolítico Superior euroasiático a las “vírgenes” tierras americanas?,46 o ¿será que el horizonte Clovis es un producto cultural endógeno de la singular naturaleza americana?47 De ser así, el espectáculo de evolución cultural que exhibe la prehistoria de América, desde las tradiciones paleoindias hasta las civilizaciones andinas, tropicales, mesoamericanas y los pueblos de cazadores-recolectores históricos, es un producto del continente americano esencialmente independiente y desconectado desde su origen de las macrodinámicas históricas del Viejo Mundo, que sin embargo, ostenta desconcertantes reminiscencias y paralelismos con ellas.
Una vez más, el descubrimiento del Nuevo Mundo -en este caso el de la prehistoria de América, apreciada y entendida en sí misma, como hace más de siglo y medio para Charles Darwin y más de dos siglos para Alexander von Humboldt lo fue la comprensión y valoración de la naturaleza americana en sí misma- nos lleva al borde de la imagen de un cosmos cuya unidad es la diversidad y cuya norma es la transgresión.48