Presentación
El presente artículo tiene como objetivo proponer las líneas fundamentales que articulan un trabajo de investigación en curso acerca de la filosofía española durante el régimen de la Restauración. Considero que poner en discusión estas líneas puede ayudar a reflexionar no tanto sobre el caso particular, sino sobre una forma específica de llevar a cabo el estudio de la vida intelectual. En la actualidad, la historia intelectual se practica desde muy diferentes enfoques, lo cual -a mi juicio- es síntoma de su buen estado de salud.1 Uno de estos enfoques es el que aplica las herramientas de la sociología y de la historia social al estudio de las ideas. Marcando distancias frente al antiguo elenco de sociologismos ingenuos, la sociología intelectual ha conocido un creciente desarrollo en casi todas las áreas de producción cultural, para centrarse, de manera destacada, en el caso de la filosofía, quizá -como señala Randall Collins-2 por el desafío que supone un tipo de producción cultural que privilegia particularmente las abstracciones que aspiran a situarse más allá de su contexto de producción.3
En estas páginas, propongo una manera de llevar a cabo un estudio de caso a partir de un mestizaje de herramientas que provienen de algunas de estas tradiciones. Considero que dar a conocer esta propuesta teórica en la práctica, presentarla en términos de modus operandi antes que como opus operatum, puede ser de utilidad para explorar aplicaciones a contextos alternativos.
La construcción del objeto teórico
Mi tesis de partida es que la creatividad filosófica en España sufrió un proceso de contracción que alcanzó su cénit a finales del siglo XIX, pero que progresivamente generó condiciones de posibilidad para su repunte en el primer tercio del siglo XX. Autores como Quentin Skinner no han dudado en señalar el papel esencial que desempeñó la escolástica hispana en el pensamiento político de los siglos XVI y XVII, vinculando las discusiones asociadas al contexto polémico de la Reforma, el maquiavelismo y la conquista de América con el posterior desarrollo del constitucionalismo y del contractualismo en Europa.4 El propio Collins dedica algunas páginas al caso español en los capítulos referentes a la filosofía moderna, para luego interpretar este episodio como un incremento de la creatividad filosófica. Ahora bien, ¿qué entiende Collins por creatividad?
Collins presenta el fenómeno en dos niveles: en el “tiempo presente” y en su recepción en el transcurso de las cadenas generacionales. En uno y otro casos, parte de la tesis de que la creatividad es un fenómeno escaso. Ello se debe a que sólo podemos considerar como ideas creativas aquellas que despiertan el interés de los otros, y que lo hacen, además, más allá de dos generaciones. En otras palabras, las ideas creativas son sólo aquellas que logran ocupar el espacio de atención filosófico de manera prolongada en el tiempo.5 Los filósofos se enfrentan a un número limitado de ideas que provienen de sus contemporáneos y antecesores y que las encaran a partir de dos estrategias básicas: mediante la generación de nuevas combinaciones a partir de las preexistentes (síntesis) o creando otras por oposición (disenso).6 Estas nuevas ideas compiten por permanecer en las cadenas generacionales.
Collins propone una explicación microsociológica que sitúa en los rituales intelectuales de interacción el lugar donde se produce de manera concreta la creatividad. Estos rituales están jerarquizados y los más apreciados son aquellos en los cuales se concentran el mejor capital cultural -aquel que permite hacer cosas nuevas- y los mayores niveles de energía emocional -donde se produce más energía creativa-. El acceso a estos rituales de estatus se encuentra limitado: llegar a ellos y lograr interactuar con éxito depende de la relevancia de los rituales previos a los que se ha estado expuesto. Esto explica un fenómeno constante de la vida intelectual: los grandes filósofos están conectados en todas direcciones con otros filósofos importantes.
Otro patrón que Collins observa en todo el mundo intelectual es que la creatividad surge a partir de una lógica de simultaneidad y oposición.7 Con esto, abre el problema de las oportunidades estructurales. Cuando una nueva idea irrumpe en el espacio de atención, lo hace al mismo tiempo y en oposición a otras. Ahora bien, existen límites estructurales a cuántas ideas creativas pueden competir por subdividir el espacio de atención.
Estos límites se relacionan con la “ley de los números pequeños”.8 Dicha ley afirma que la creatividad filosófica se produce cuando el espacio de atención está compartimentado entre tres y seis posiciones rivales: si el número de posiciones disminuye por debajo de dos o aumenta por encima de seis, la creatividad de la red se socava. Esto se debe a que, cuando existe una sola posición, la creatividad se estanca por la falta de polémicas. En cambio, cuando surge la rivalidad entre dos posiciones, arranca un proceso creativo que da lugar a nuevas posiciones, por medio de combinaciones. Para mantener la creatividad, el número de nuevas combinaciones no puede elevarse por encima de seis, pues cuando esto ocurre -como induce a pensar Collins en los casos estudiados- el foco de atención de la red se diluye y los linajes en competencia no logran perpetuarse en otra generación, por lo que caen nuevamente a un número igual o menor a seis.9
Según Collins, el cambio intelectual y la creatividad se producen a partir de la interacción de tres círculos.10 Cuando las cambiantes condiciones externas de la vida intelectual alteran el espacio de atención filosófica (por ejemplo, cuando se destruyen las bases materiales de determinadas posiciones o se construyen otras), se produce un realineamiento interno que activa -por medio de rituales de interacción virtuosos- la circulación de capital cultural y energía emocional; en otras palabras: bien esos recursos se combinan y se crean nuevas síntesis, bien se crean nuevas ideas mediante una lógica de disenso. Estas nuevas posiciones y las ideas concomitantes deberán someterse, finalmente, a la ley de los números pequeños para mostrar su grado de creatividad en la larga duración.
Es importante insistir en cómo entiende Collins esta cadena causal. Su preocupación por evitar recaer en un materialismo burdo le lleva a insistir en que, si bien las condiciones de posibilidad de la creatividad se sitúan en una esfera externa, donde los avatares políticos, económicos e ideológicos determinan la dinámica de las bases materiales de las redes filosóficas, éstas, sin embargo, no determinan de manera directa los contenidos y las combinaciones de las ideas filosóficas; en última instancia, éstas se deciden por la ley de los números pequeños que -podríamos decir- es intrínseca al discurrir de la vida filosófica.
Por el contrario, ¿qué explicación ofrece Collins acerca de los fenómenos de estancamiento creativo? Para responder a esta pregunta, cabe distinguir tres tipos de estancamiento. El primero es el estancamiento provocado por la pérdida de capital cultural, cuando los intelectuales posteriores son incapaces de hacer lo que sí se sabía hacer con anterioridad.11 Esto no tiene por qué estar vinculado a un periodo de ocaso y destrucción de las condiciones materiales de la cultura; la cultura griega, por ejemplo, ya se había comenzado a perder en Roma antes de las invasiones bárbaras.
Otro tipo de estancamiento creativo es el provocado por el excesivo dominio de los clásicos, cuando las ideas más importantes de los grandes pensadores opacan a las de los contemporáneos.12 Hay algo irónico al respecto, pues -como advierte Collins- estos periodos no tienen por qué ser épocas oscuras; de hecho, las ideas que circulan son las mejores a las que se ha llegado. La diferencia radica en que se vive de esos logros y no se crea algo nuevo. El final del periodo medieval y la evolución de la escolástica ejemplifican bien este caso.
Por último, el tercer tipo de estancamiento es el producido por un exceso de refinamiento técnico.13 Normalmente, ocurre cuando los seguidores de una filosofía, más que alcanzar una nueva síntesis, la desarrollan en su vertiente técnica, pero sin lograr presentarla como alternativa a la original, ni crear, por tanto, un nuevo centro de atención. Se trata de una especialización que no rompe con el primer tipo de estancamiento y, a largo plazo, acaba por tener uno del segundo tipo.14
Collins continúa discutiendo las condiciones sociales de posibilidad de estos tres tipos de inhibición creativa y las ilustra en los diferentes focos de la filosofía universal. Los avatares por los que atraviesan las bases materiales de producción cultural, su reordenación y desplazamientos, constituyen la clave explicativa.15
Antes de discutir acerca de cómo ocurre esto en el caso español, considero necesario indicar al menos los puntos que, a mi juicio, permanecen oscuros o no completamente desarrollados en la propuesta de Collins, los cuales he intentado resolver al introducir elementos teóricos que provienen de otros autores.16 La noción de generación intelectual desempeña un papel fundamental en la propuesta de Collins, pues representa la unidad temporal del cambio intelectual. El problema radica en el concepto de generación con el que trabaja, pues éste adolece de un sesgo naturalista: una nueva generación surge cada 30 años, lo cual dificulta la comprensión sociológica del fenómeno. Frente a este modelo, he trabajado con el concepto de generación de Mannheim y la diferenciación que propone entre localización, complejo y unidad generacional.17
Un segundo problema está relacionado con la forma en la que Collins articula los tres círculos causales a los que ya me he referido. Como afirma Lundberg, para Collins, cada uno de estos niveles (condiciones sociales y políticas, bases materiales e intercambios intelectuales) responde a una dinámica propia y requiere de una teoría específica, por lo que supone un error deducir el pensamiento filosófico a partir de factores sociopolíticos o culturales.18 Considero que esta idea presenta algunos problemas a nivel estructural y de trayectorias individuales. Sin entrar a discutirlo ahora, me limitaré a señalar que, por medio de las obras de Pierre Bourdieu y el Centre de Sociologie Européenne, se puede pensar la relación entre creación filosófica y su contexto a partir de las nociones de autonomía y homología, implícitas en el concepto de campo.19
Finalmente, otro elemento que he discutido de la propuesta de Collins se relaciona con la tendencia a identificar la creatividad con la consagración filosófica, cuando en realidad la primera sólo sería un tipo de la segunda. Si esto es así, para dar cuenta de la complejidad de la vida filosófica, es necesario pluralizar y profundizar la idea de consagración, más allá de la somera oposición que efectúa Collins entre creación y reputación.20 En este sentido, me han sido de gran ayuda los trabajos de José Luis Moreno, quien distingue tres polos de excelencia intelectual que actúan sobre la trayectoria de cualquier filósofo:21 primero, aquel asociado al reconocimiento que deriva de ocupar las posiciones de poder institucional que permiten la reproducción de las bases materiales de la producción cultural; segundo, proveniente de la búsqueda del reconocimiento específicamente intelectual, y, tercero, el reconocimiento intelectual que trasciende la comunidad de pertenencia y rompe con las dinámicas de celebración autorreferencial. En esta producción intelectual de ciclo largo se sitúa la creatividad de larga duración que interesa a Collins.
El caso español según Randall Collins. Preludio: la filosofía alemana
La obra de Collins hace referencia a dos momentos de alta creatividad en España. Por un lado, durante la Alta Edad Media, con dos centros, situados en la Córdoba califal y el Toledo cristiano. Al igual que el resto de Europa, la España de la Baja Edad Media supuso un momento de estancamiento que se revirtió, en su caso, con una explosión de creatividad que duró más de 100 años, desde el cardenal Cisneros hasta Francisco Suárez. Collins considera que el papel que ocupaba España en la geopolítica católica europea sentó las bases para un incremento espectacular del número de universidades.22 Aunque la Reforma fue la responsable de poner en marcha el proceso de secularización -entendido no tanto como una ideología, sino como la pérdida, por parte de la Iglesia, del monopolio de las bases materiales de la producción intelectual-, el mundo católico del siglo XVI y parte del XVII resultó ser mucho más creativo que el protestante, pues concentró las redes más cosmopolitas, en las cuales se encuentra el mejor capital intelectual.
En este marco, la red española constituye en realidad un segmento de la gran red escolástica que gravitaba en torno a París. A partir de esta ramificación y del realineamiento de las bases institucionales que provocaron la expansión universitaria y la creación de los colegios religiosos, el mundo intelectual español se muestra especialmente creativo en razón del conflicto permanente entre protestantes, humanistas y maquiavelistas, e incluso dentro de la propia escolástica, entre dominicos y jesuitas.
Collins aspira a escapar de una explicación simplista de la crisis de este modelo que la asociaría a la decadencia española en el nuevo concierto europeo de mediados del siglo XVII. Ni siquiera admite que deba relacionarse, en primera instancia, con el autoritarismo de la Inquisición. Para Collins, el problema radica en la relación con la estructura institucional.23 Bien cabría decir que el modelo muere de éxito. Los datos que maneja Collins hablan no sólo de un alud de fundaciones institucionales, sino también de una sobrepoblación universitaria, lo cual generaba una dinámica inflacionista en el mercado de los títulos académicos. En especial, tuvo lugar un pico en los títulos de doctorados en Leyes y Teología, en parte como respuesta a la demanda del aparato burocrático eclesiástico y estatal. Por otra parte, las tres grandes universidades de Salamanca, Alcalá y Valladolid acabaron monopolizando este mercado, lo cual derivó -mediante sus colegios controlados por religiosos- en prácticas endogámicas que daban acceso a los altos cargos administrativos. A mediados del siglo XVII, la crisis era patente: el número de estudiantes se había reducido a la mitad, y continuó declinando hasta el siglo XIX.
Ahora trasladémonos con Collins a la Alemania de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX. De especial interés resulta el caso de Prusia, donde el laicismo se había convertido en eje fundamental del proceso de construcción estatal. El Estado apostó por una profunda reforma del sistema educativo que suponía la obligatoriedad de la enseñanza primaria, la formalización de los requisitos de titulación y la jerarquización de los segmentos que, en el modelo de raigambre medieval, competían entre sí (facultades, escuelas de artes, educación secundaria, etcétera).24 Esta ola racionalizadora y reformista fue aprovechada por los profesores de filosofía para liderar una campaña que pretendía situar a la enseñanza universitaria en la cúspide del sistema educativo, y dentro de ella, a la filosofía. Si la Facultad de Filosofía había sido tradicionalmente una formación preliminar para las Facultades Superiores de Teología, Derecho y Medicina, la reforma hizo de aquélla una facultad superior independiente.25 Bajo esta reorganización y frente a los círculos eruditos -las academias y otros espacios-, la filosofía producida en la universidad tomó la delantera en el terreno de la innovación filosófica.26
En la Universidad de Berlín, Wilhelm von Humboldt llevó a la práctica el programa propuesto por Fichte, que suponía completar las reformas anteriores al dotar a la institución de un cuerpo de autogobierno; permitir a los profesores escoger sus propias materias y programas, y activar una estructura académica adecuada para el desarrollo de la investigación. Quizá sea éste el caso más significativo del elenco de reformas en el Estado prusiano, por la influencia posterior que ejerció en el resto de las universidades del mundo.27 Retomaré este punto más adelante. Antes, debo detenerme en un asunto fundamental.
Según Collins, la clave para la explosión de la creatividad de la filosofía alemana fue que los intelectuales -y en concreto, los filósofos- lograran hacerse del control de su base material. Se trató de un movimiento comandado por profesores universitarios de origen social humilde y que ocupaban una posición subalterna en un entramado académico en vías de profunda transformación. El idealismo constituyó la ideología filosófica de este profesorado, pues servía para apoyar las aspiraciones de autonomía intelectual en el marco de las tensiones del antiguo sistema universitario.28 La crítica trascendental kantiana a las ambiciones totales de la teología y el papel que le imputaba Kant como factor regulador de la producción del conocimiento científico situaba a la filosofía en el centro del conflicto entre las facultades.29 A partir de aquí, la red idealista se multiplicó con una lógica de sucesivas oposiciones y síntesis en todo un elenco de propuestas que dominaron el campo filosófico hasta el primer tercio del siglo XIX.
Tras este periodo de expansión -señala Collins-, era previsible que la academización derivara en rutina y la creatividad se estancara. Sin embargo, la filosofía alemana postidealista ofrece un rico y variado panorama que reside en el origen de una creatividad sostenida hasta el siglo XX.30 El motivo que Collins encuentra para explicar esta anomalía es que la creatividad moderna se apoya en una progresiva especialización disciplinaria: en el proceso de desgajamiento de nuevas disciplinas se abre la oportunidad de generar nuevas combinaciones de ideas, sin que ello suponga -no entraré a discutir esto ahora- un desfondamiento de la empresa filosófica.
Hacia 1870, el modelo universitario alemán se estaba exportando de manera exitosa a Gran Bretaña, Estados Unidos, los países escandinavos, Japón e Italia.31 Y al igual que en Alemania, se trataba de un proyecto liderado por filósofos e intelectuales idealistas. Si bien cada caso adquirió un perfil específico en función del contexto particular, de la estructura de las redes y de las polémicas previas, ambas cuestiones -reforma universitaria e idealismo filosófico- parecían ir de la mano.
Los precedentes. La política académica y la filosofía hasta 1875
En el transcurso del siglo XVIII, España lastraba aún la crisis de las bases de producción intelectual. Desplazada hacia la periferia de las redes creativas del continente, la filosofía hispana no había logrado mutar hacia nuevas formas organizativas, como era el caso de los círculos eruditos durante la edad de oro del racionalismo y el empirismo pre-kantiano.
Por otro lado, la llegada de los Borbones y su política reformista no generaron un movimiento similar al que estaba teniendo lugar en Alemania. Los motivos son varios. Primero, la reforma cultural que encabezó la Corona se centró en la creación de nuevos espacios y no en renovar el sistema de enseñanza de raigambre medieval. Las Reales Academias se convirtieron en la punta de lanza del reformismo borbónico, pero la filosofía no contaba con un espacio adecuado. Además, el equilibrio de poderes sobre el que se asentaba la monarquía hispana hacía de la secularización un proyecto limitado, incapaz de cuestionar a profundidad el poder espiritual que detentaba la Iglesia católica. Finalmente, las expectativas liberales que se dieron cita en Cádiz en 1812 se vieron defraudadas por los efectos devastadores de la guerra de Independencia y la vuelta del absolutismo borbónico en la figura de Fernando VII. Este retorno al absolutismo puso freno a cualquier intento por dotar de cierta independencia a las bases de producción intelectual frente al monopolio de la Iglesia, además de que marcó de manera decisiva el futuro desarrollo de la vida política e intelectual española del siglo XIX. El régimen liberal español nació, por un lado, acosado por un absolutismo inmovilista y, por otro, enfrentando tanto al monopolio espiritual de la Iglesia como a un sistema escolar anticuado y en profunda decadencia.
En principio, la política académica y educativa de los gobiernos liberales de distinto signo parecía que se ajustaba a una línea relativamente clara: dotar de una mayor racionalización y centralización al sistema de enseñanza, sustrayendo la gestión y el gobierno a las corporaciones de raigambre medieval. No obstante, esta empresa fluctuaba en función del precario equilibrio entre las diferentes familias del liberalismo. Si bien a comienzos del régimen el peligro de la reacción absolutista encarnada en el carlismo iba a empujar a las diferentes facciones a reconocer la necesidad de la otra, a medida que la amenaza se diluía a golpe de bayoneta, el antagonismo entre conservadores y progresistas no hacía sino intensificarse.
En el ámbito académico y cultural, el enfrentamiento ideológico entre ambos partidos se expresó en el cariz que adquirieron las reformas educativas y los planes de estudio de los gobiernos que se alternaron en el poder. Lo que estaba en juego: la extensión y los límites de la secularización; la continuidad o la ruptura con el poder institucional e ideológico de la Iglesia, y de aquí, el problema de la libertad de cátedra. La suerte de los estudios de filosofía se vio marcada por los vaivenes de esta política educativa partidista, por lo que adoptó -según el color de la reforma-rasgos más conservadores o rupturistas con la concepción escolástica tradicional. Así, no es extraño que, al ser la secularización -cuando no el anticlericalismo- la bandera del partido progresista, en torno a éste se aglutinara un polo de filósofos idealistas campeones de una reforma universitaria con eco germánico.
En el sistema educativo español del Antiguo Régimen -al igual que en el del resto de Europa-, la filosofía se enseñaba en la denominada Facultad de Artes, la cual era considerada como una Facultad menor -preparatoria- respecto a las cuatro Facultades mayores de Teología, Cánones, Jurisprudencia y Medicina. En 1843, bajo el gobierno progresista de Espartero, se creó en Madrid, por primera vez, una Facultad mayor de Filosofía, en la que se concentraron los estudios de secundaria de la antigua Facultad de Artes (que otorgaba el grado de bachiller y habilitaba para el resto de las Facultades mayores), los estudios de ampliación (los cuales hacían lo propio con el título de licenciado en Filosofía) y el superior (que habilitaba para el grado de doctor). Los cursos impartidos eran un compendio de saberes humanísticos y de ciencias naturales, a los que se incorporaban algunos estudios de filosofía (Filosofía General, Metafísica o Historia de la Filosofía).32
Tras la caída de Espartero, estos lineamientos quedaron sin efectos por orden del gobierno provisional. No obstante, la primera de las reformas que se llevaron a cabo durante la década de gobiernos conservadores del partido moderado mantuvo algunos de sus principales lineamientos. El plan del ministro Pedro Pidal de 1845, redactado por Gil de Zárate, contemplaba la reordenación del sistema de enseñanza a partir tanto de la reducción del número de distritos universitarios a diez como de la ruptura definitiva con la lógica corporativista de los centros, al hacerlos depender directamente del control gubernamental, es decir, integrando a los catedráticos en un cuerpo único y dotando de uniformidad a textos y programas.33
El modelo retomaba, además, la estructura jerárquica de la reforma de Espartero y situaba a la Facultad de Filosofía en ese terreno intermedio entre la enseñanza secundaria y las Facultades superiores. Años después, el propio Gil de Zárate reconoció que el objetivo de los estudios filosóficos impartidos en la sección de Letras de la Facultad era abandonar todas las cuestiones escolásticas e impulsar la enseñanza de “las doctrinas hoy más generalmente recibidas”. Para ello, se daba especial importancia a la historia de la disciplina, por lo que se creó una nueva materia que llevaba por título “Filosofía con un resumen de su historia”, la cual se veía coronada en el doctorado por “Ampliación de la Filosofía e Historia de la Filosofía”. Se trataba, por tanto, de un plan de clara inspiración liberal y que contaba con elementos que remitían a cierta confluencia entre aspiraciones conservadoras y progresistas.34
Esta línea política integradora continuó hasta que la revolución de 1848 alteró los equilibrios políticos. El partido progresista se escindió en un ala radical, mientras que el sector constitucionalista del progresismo no terminaba de integrarse en el sistema debido a la reforma reaccionaria de la Constitución de 1845 que defendía un partido moderado, temeroso del contexto internacional. De esta forma, bajo el gobierno de Bravo Murillo, el moderantismo operó un giro conservador que confluía con una ofensiva del catolicismo hispano, lo cual se tradujo en la firma, en 1851, de un Concordato con la Iglesia católica. El acuerdo, presentado como una forma de normalizar las relaciones entre la Iglesia y el Estado tras las desamortizaciones liberales de las décadas de 1830 y 1840, significó, sin embargo, un giro importante en la política educativa, pues supuso un revés al proceso de monopolización estatal y una mayor capacidad de intervención eclesiástica en los asuntos escolares y universitarios.35 De este modo, en septiembre de 1852 se anuló el reglamento de 1845 relativo a las materias de filosofía, con lo cual se decretó la desaparición de la Historia de la Filosofía en el doctorado y se alteraron los contenidos de las materias y los libros de texto, en una dirección claramente alineada con el pensamiento católico.36 Este momento marcó la historia posterior de la filosofía en España.37
Tras dos años de gobierno progresista y el infructuoso intento de aprobar una nueva Constitución, el partido moderado llegó de nuevo al poder en 1856. Un año después se puso en marcha la reforma redactada por Claudio Moyano.38 Inspirada, en gran medida, en el Plan Pidal, introducía nuevos elementos, algunos de largo recorrido y otros que ahondaban en el conflicto irresuelto de la secularización. Entre los primeros, además del fortalecimiento del centralismo, destacaba la definitiva jerarquización del sistema de enseñanza en tres niveles: primaria, que en la práctica iba a depender de la iniciativa privada; media, en la cual se reconocía de manera particular el papel de los centros religiosos, y superior, que quedaba reservada al Estado.
Por otro lado, el Plan creaba de forma definitiva la Facultad de Filosofía y Letras, lo que finalmente separaba los estudios humanísticos de los de ciencias naturales. La filosofía encontraba un espacio en esta Facultad por medio de los cursos de Metafísica y de Historia de la Filosofía en licenciatura y doctorado, respectivamente.39 Los reglamentos determinaban de forma exhaustiva el orden de las materias, los programas, el tiempo y el número de profesores que correspondían a capreda una de ellas. El libro de texto constituía la herramienta fundamental para clases y exámenes, y eran indicados por el gobierno mediante listas publicadas cada tres años.
Con base en el Concordato, la ley continuaba otorgando amplias atribuciones a la autoridad eclesiástica en la selección de dichas listas, así como en los contenidos impartidos en el aula, para lo cual habilitaba la figura de inspectores de diócesis y del gobierno que velarían por evitar la difusión de doctrinas perniciosas (artículos 295 y 296). Junto a estas atribuciones, el control administrativo por parte del Estado se ejercía por medio del nombramiento y la promoción de los catedráticos -quienes debían mostrar credenciales de buena conducta moral y religiosa-, así como de las principales autoridades (rectores y decanos), lo que en la práctica suponía la supresión de la autonomía universitaria. Si bien el propio Moyano -un moderado que provenía de las filas del progresismo- declaraba que su reforma constituía un punto de encuentro entre las diferentes sensibilidades políticas, lo cierto es que aquélla no resolvía el problema de la secularización, ni el de la autonomía de las bases de la creación intelectual; no generaba una estructura competitiva de investigación, ni lograba conectar a la universidad española con los centros de producción intelectual más creativos del continente: todos, banderas de los filósofos próximos al partido progresista o republicano.
Muestra de la lógica que se instauró en la universidad española con la Ley Moyano son los sucesos de la noche de San Miguel de 1865. El 10 de abril, la Guardia Civil reprimió de manera sangrienta a estudiantes que se encontraban concentrados en protesta por la destitución del rector de la Universidad Central, quien se había negado a destituir a Emilio Castelar por criticar una circular del gobierno de Narváez de 1864. En la circular, el gobierno prohibía expresamente enseñanzas contrarias al dogma católico, y en concreto, el krausismo, del cual muchas obras fueron incluidas, ese mismo año, en los Índices Prohibidos de la Iglesia. El papel tibio de la Corona contribuyó a su desprestigio, al anunciar el levantamiento que en 1868 puso fin a la monarquía borbónica y dio paso a un sexenio convulso y marcado por una cascada de reformas democráticas.
Si bien durante el sexenio no se promulgó una ley general de enseñanza, sí se aprobaron algunas medidas significativas. Más allá de la reforma de la secundaria y el bachillerato -con el fin de que “dej[aran] de ser una preparatoria de estudios menores para estudiar teología” o “entender algún escolástico”-,40 1868 vio reconocida la libertad de cátedra y la autonomía de los profesores, tanto en la selección de textos como a la hora de elaborar los programas. La reordenación de la Facultad de Filosofía y Letras, en 1873, fue reflejo de la convergencia entre las ambiciones reformistas de los filósofos krausistas del idealismo y las redes políticas del progresismo y el republicanismo, por la cual se separaban la Facultad de Letras y la de Filosofía, de manera que los estudios filosóficos se dotaban, por primera vez, de un espacio institucional propio y autónomo, ampliando significativamente su oferta académica.41
La filosofía española desde 1875. Causas del estancamiento creativo
No obstante, debido a la caída del gobierno republicano, esta política de secularización y liberalización no llegó a completarse.42 La lógica de los equilibrios políticos con la que se abrió la Restauración inclinó de nuevo la política cultural y académica de los conservadores hacia los intereses de las fuerzas católicas. No sin cierta polémica y oposición entre las propias filas del partido de Cánovas,43 el ministro Orovio reinstauró, mediante una circular gubernamental, el orden previo al sexenio, apelando al Concordato y al espíritu católico de la nación española. De esta forma se limitaba la libertad de cátedra y la autonomía de los profesores mediante el restablecimiento de la normativa sobre los textos y los programas. Ante el hecho positivo de que la mayoría del pueblo español era católico, se especificaba que las doctrinas enseñadas en el aula no podían contravenir la moral religiosa, la cual, por otro lado, se consideraba un dique frente a lo que se denominaba como “errores sociales y políticas peligrosas”, en clara referencia al republicanismo y al krausismo. La inclusión de nuevas materias, como Ideología o Estudios Apologéticos de la Religión, venía a sancionar esta estrategia.
La puesta en práctica de estas medidas provocó un conflicto con las figuras más relevantes de la nueva generación de pensadores krausistas, quienes fueron separados y dados de baja de sus cátedras en 1875. Estas cátedras pasaron automáticamente a ser detentadas por profesores vinculados a alguno de los nódulos de la red católica. Por su parte, los profesores que sufrieron la purga pusieron en marcha uno de los proyectos intelectuales de mayor calado en la historia contemporánea de España: la Institución Libre de Enseñanza, lo que dotaría a esta red de una base material propia, al margen de las instituciones oficiales. Esta situación se prolongó hasta 1881, cuando el gobierno del partido liberal-progresista de Sagasta -en el marco del turno político pactado con los conservadores- rehabilitó la libertad de cátedra. La vuelta de los antiguos krausistas puso en marcha un proceso por el cual, lenta pero progresivamente, el monopolio académico de los católicos se fue erosionando hasta que a finales de siglo pudo hablarse de una nueva hegemonía de origen krausista en la universidad. Más adelante volveré sobre este punto.
La secuencia cronológica descrita no diverge en gran medida de la de otros países occidentales. Como recuerda Collins, desde la década de 1870, tanto en Europa como en Estados Unidos o Japón, el modelo filosófico y académico alemán era la guía de una reforma universitaria liderada por filósofos idealistas. En este sentido, el programa krausista que se intentó implementar durante el sexenio democrático se ajustaba a esta tendencia. La diferencia radica en varios elementos propios de la circunstancia española, que afectaron de forma negativa tanto a la implantación de este modelo como a la intensificación de la creatividad filosófica que de ella se deriva en otros países.
Primero, el rumbo que adquirió el conflicto entre los propios liberales llevó a los conservadores a reforzar su alianza con la Iglesia, subordinando una posible política educativa liberal a los intereses del clero. A esto se sumó la incapacidad de los progresistas y republicanos para implementar de manera permanente una reforma secularizadora que sustrajera a la Iglesia el control de las bases materiales de la producción intelectual y las entregara a los propios intelectuales. Por tanto, se trata de una reforma truncada por los avatares políticos, que enquistó la discusión filosófica en un plano temporal, privilegiando la polémica política e ideológica concreta en detrimento de la abstracción y la reflexividad.44
En segundo lugar, tanto la recepción de la filosofía escolástica como la del krausismo poseen características específicas que obstaculizaron una intensificación de la creatividad filosófica. El krausismo constituía una rama menor en el amplio marco del idealismo postkantiano, por lo que la incorporación de la filosofía idealista en España se produjo mediante un nódulo que no se situaba en el centro de la red y por donde no circulaba el capital intelectual más innovador. Los motivos que explican por qué Sanz del Río apostó por la filosofía de Krause deben buscarse no sólo en motivaciones específicamente filosóficas, sino también y sobre todo en otras de índole ideológica.45
Tampoco la escolástica, como recuerda el propio Collins, se encontraba en el centro de la red filosófica europea de finales del siglo XIX: pese a su naturaleza internacional, su lengua franca y su intento de renovación en clave neotomista, no dejó de ocupar una posición periférica que le impidió convertirse en un polo de creatividad filosófica, como sí lo fue en el Siglo de Oro español.46
Las dos filosofías dominantes en el solar español constituían entonces importaciones periféricas profundamente orientadas por determinantes ideológicos y políticos, lo que, por una parte, redujo su antagonismo a la reproducción polémica del dogma y, por otra, favoreció la rutinización escolar, antes que la creatividad en función de un sistema académico marcado por la falta de autonomía institucional, el fracaso de la secularización y la reproducción de los cuadros escolares como objetivo prioritario.47
En tercer lugar, sin haber resuelto de manera satisfactoria todos estos problemas, la filosofía española incorporó el debate postidealista que se estaba generando en la filosofía occidental, relativo a los criterios de demarcación y especialización de las ciencias positivas. Sin embargo, lejos de producirse combinaciones creativas, como estaba teniendo lugar especialmente en Alemania, el debate quedó encapsulado en el marco de la discusión ideológica en torno a la polémica entre fe y razón -es decir, entre catolicismo y secularización-, y significativamente, en el de la interpretación histórica de la anomalía científica española: la discusión sobre los criterios que delimitan la relación entre filosofía y ciencia empírica quedaba opacada por la polémica sobre si España había producido o no ciencia en el transcurso de su historia.
Estas tres cuestiones (fe-razón, metafísica-ciencia empírica, historia de la ciencia en España) estructuraron el campo filosófico español hasta comienzos del siglo XX. En torno a ellas se polarizaron los competidores por el espacio de atención, distribuyéndose filósofos e intelectuales a partir de los capitales específicos con los que contaban, de las disposiciones subjetivas que habían incorporado durante su formación y de la secuencia de rituales de interacción por la que habían transitado por medio de la red.
De este modo, el mundo católico iba a quedar organizado en torno a dos nódulos: uno dogmático, de signo escolástico y otro historicista, dominado por la figura de Menéndez Pelayo, quien lideraba el debate acerca de la historia de la ciencia en España. Por otro lado, la herencia krausista fue reinterpretada por la nueva generación a partir de una toma de posición frente al problema de la ciencia y, en consecuencia, del grado de preservación de los contenidos metafísicos de la tradición inaugurada por Sanz del Río. Frente a una apuesta más conservadora que reproducía en gran medida las enseñanzas del maestro, surgió un polo que aspiraba a armonizar la ciencia positiva con elementos de la metafísica krausista. Esta estrategia dio lugar a lo que posteriormente se denominó krausopositivismo.
Una tercera posición adoptó una estrategia rupturista con los contenidos metafísicos del idealismo krausista y, a partir de nuevos elementos ajenos al krausismo, blandió la bandera neokantiana, para presentarse como la apuesta crítica que permitía a la filosofía conservar su jerarquía y establecer, simultáneamente, un diálogo creativo con la ciencia. La relación entre krausopositivismo y neokantismo estuvo mediada por el conflicto en torno a la legítima interpretación filosófica de la ciencia positiva; entre un intento de domesticación metafísica o su incorporación a un programa de filosofía crítica. Este enfrentamiento entre neokantianos y krausopositivistas -que se saldó con la derrota de los primeros debido a la debilidad de su base material- constituye un episodio esencial en la evolución posterior de la filosofía española, opacado por la magnificación del conflicto ideológico entre krausistas y católicos.48
En los márgenes de la filosofía académica se sitúa un grupo de médicos y fisiólogos nucleados en torno a la Sociedad Antropológica, la Revista de Antropología y la Revista de Anales Médicos, irradiadores de la doctrina positivista y del evolucionismo, no tanto en clave comteana como spenceriana. Asimismo, fuera del circuito de la filosofía institucional puede encontrarse un espiritismo en retirada tras la expansión que conoció durante el periodo republicano, pero que encontró refugio en la Sociedad Sertoriana de Estudios Psicológicos. Finalmente, cabe hablar de una presencia difusa del hegelianismo, el cual, sin contar con una base material homogénea, recibió una lectura esencialmente política gracias a figuras vinculadas al republicanismo y al federalismo, como Pi y Margall, Fermín Salvochea o Emilio Castelar.49
El cambio de coyuntura: las bases de un nuevo periodo creativo para la filosofía española
La hipótesis de que la creatividad de la filosofía española conoció un repunte durante el primer tercio del siglo XX debe relacionarse con una serie de vectores que van a desembocar en reformas rupturistas con el paradigma anterior. El año 1898 representa el comienzo de la larga crisis del régimen de la Restauración. Si bien las reformas políticas quedaron en suspenso, España encaró una lenta pero profunda transformación socioeconómica que reestructuró los equilibrios de clase y, con ello, la posición social de los intelectuales. El incremento de la población, la emigración a las ciudades y la emergencia de un nuevo tipo de clase media urbana -que contribuyó a romper lenta pero inexorablemente los equilibrios del turno político- constituyeron factores clave.
Los intelectuales que hicieron su entrada en la esfera pública a partir de la segunda década del siglo experimentaron el enroque de las élites políticas, así como la revitalización de un movimiento obrero que también se cerró sobre sí mismo, por lo que encontraron en esta nueva clase media -emergente y reformista- su nicho natural de origen y destino. Como resultado, la figura del intelectual como expresión de unos intereses diferenciados de las redes políticas se hizo más nítida, en contraste con las facciones dominadas y dominantes del espacio social.50
Por otro lado, la crisis de 1898 hizo que el espíritu y el discurso regeneracionista se extendieran por todo el arco político hispano: la necesidad de racionalizar las instituciones educativas constituyó un espacio de discusión compartido por las diferentes redes políticas.51 De esta forma, se implementaron medidas legislativas que afectaron la extensión de la escolarización, la estructura educativa y su gestión (con la instauración del Ministerio de Instrucción Pública y la escuela graduada), la revisión de los planes de estudio, el incremento de los puestos de profesorado y la definición de su estatuto.52
Los estudios superiores no estuvieron al margen de estas reformas. Frente al modelo napoleónico dominante del periodo anterior, las propuestas de reforma universitaria estuvieron inspiradas en una combinación de los modelos alemán, inglés y francés republicano.53Dos líneas resultaban claves: la autonomía universitaria y la redefinición de la misión de la universidad. En 1919, el gobierno aprobó un decreto de autonomía que convertía a la universidad en un cuerpo autónomo con capacidad de elegir a sus propias autoridades, aprobar su normativa interna y gestionar de manera independiente los recursos asignados por el Estado.54
Por otro lado, se daba carta de naturaleza a una tendencia que ya estaba en marcha: convertir a la universidad en un centro de investigación, de manera que no estuviera orientada sólo hacia la formación de profesionales. En este sentido, la creación, en 1907, de la Junta para la Ampliación de Estudio (JAE) constituye un auténtico hito.55 Contando con amplia autonomía frente al gobierno en turno, la Junta puso en marcha un ambicioso programa de becas y pensiones que generó una vanguardia intelectual forjada en conexión con los circuitos internacionales del saber. Sobre esta base material se erigió entonces una élite integrada y dotada de independencia respecto a redes exógenas que, junto con ese nuevo cuerpo profesoral en formación, se reveló como un elemento clave para la constitución de una comunidad del saber diferenciada de otras fracciones de clase.56 Convertida Alemania en el destino preferido por los jóvenes becarios, la importación de los problemas y de las redes germanas vino acompañada de nuevos modus operandi vinculados a nuevas estrategias editoriales (revistas especializadas frente al monopolio de los manuales escolares) o a la organización de los intercambios intelectuales (el seminario de investigación frente a la clase magistral).57
Por lo que respecta específicamente a los estudios de filosofía -y dejando a un lado las reformas de los planes de estudio de secundaria-, dos hitos marcan el periodo. Por un lado, en 1898 y desde la cartera de Fomento, el liberal Germán Gamazo reorganizó la enseñanza de la filosofía en la Facultad de Letras, distribuyéndola en las siguientes materias: Estudios de Psicología, Principios de Lógica y Metodología, Filosofía Moral, Estética y Metafísica.58 Por otro lado, en 1900, el ministro conservador García Alix dividió la enseñanza de la Facultad de Filosofía y Letras en tres secciones: Filosofía, Literatura e Historia. Como nos recuerdan Jorge Costa y José Luis Moreno, esta actualización debe ponerse en relación con la creciente especialización de los estudios de Filosofía y Letras, y con la irrupción de las ciencias sociales empíricas, lo que explica la inclusión de materias como Antropología, Psicología Experimental o Sociología en el currículo de filosofía.59
Difícilmente puede entenderse esta reorganización de los estudios superiores y de la Facultad de Filosofía y Letras sin considerar el proceso por el cual la red filosófica asociada al krausismo fue acumulando poder académico, al hacerse progresivamente con más y mejores cátedras. Los datos de los que disponemos para 1902 lo confirman. De las 16 cátedras que conforman la muestra, 9 se encuentran copadas por personajes asociados a las redes laicas y 7 a las católicas. Esta aparente paridad cuantitativa queda en entredicho si hacemos una crítica cualitativa de la misma. Los profesores asociados a la red del krausismo coparon la mayoría de las cátedras de Madrid y todas las que daban acceso al doctorado. En contraste, los integrantes de las redes católicas fueron desplazados a la periferia del sistema, a las cátedras más tradicionales y menos innovadoras; mientras que los católicos dominaban la cátedra de Lógica Fundamental -rememoración del Trivium escolástico-, los antiguos krausistas se hacían con las de Metafísica, Estética, Sociología, Antropología, Psicología Experimental y Filosofía del Derecho.60
Esta tendencia se fortaleció en el transcurso de las dos décadas siguientes. En otros términos, la ampliación de los estudios de filosofía y su especialización -con el consiguiente incremento de plazas disponibles-, su mayor peso relativo frente a otros saberes, la progresiva autonomía y la innovación asociada a la importación de marcos extranjeros iba a ser promovida, además de que iba a redundar en beneficio de esta red, de cuyas ramificaciones vimos surgir los elementos más dinámicos de la filosofía del nuevo siglo.61
Este nuevo horizonte de experiencia (nueva posición social de los intelectuales e incremento de su autonomía frente a las redes políticas, reformas educativas e institucionales, cuyo resultado es un mayor control de los intelectuales de sus bases creativas, además de una importación de nuevos modelos de organización y producción que introducen el valor de la innovación frente a la reproducción de cuadros, la reorganización de los estudios de filosofía y la conexión con los circuitos internacionales del pensamiento) marca la irrupción de un nuevo complejo generacional que protagonizó esa nueva etapa de la filosofía española caracterizada por un incremento de la creatividad intelectual.
Este nuevo complejo encaró un campo de experiencia diferente y una mutación del orden del día en torno al cual reorganizó su estructura reticular: la crisis del racionalismo, el problema de la demarcación de la ciencia (y en concreto, de las ciencias históricas) y el problema de España pasaron a ocupar el centro de la discusión a partir de nuevos recursos y competencias. De la reordenación de las redes en el transcurso del primer tercio del siglo XX, cabe destacar la importación de las redes alemanas por parte del entramado que se formó en torno a la figura de Ortega y Gasset.
Poner a España a la altura de los tiempos no sólo tenía un contenido político e histórico, se trataba de incorporar la ciencia europea, para lo cual era necesario completar la secularización y el programa de reformas que permitiría a los intelectuales apropiarse de su base creativa. No es casualidad que nuevamente esta reedición del proyecto reformista lo encabezara un joven Ortega vinculado al neokantismo, si bien el tiempo filosófico era otro y pronto abandonó el idealismo trascendental por la fenomenología y el racionalismo historicista como respuesta al problema de la demarcación y a la crisis del racionalismo, respectivamente.62
Operaciones metodológicas
Para evaluar la plausibilidad de este relato estoy llevando a cabo una serie de operaciones metodológicas que contemplan las matizaciones que he introducido al modelo de Collins. Estas operaciones aspiran a dotar de contenido a las tres variables que, a mi juicio, logran radiografiar el universo filosófico de un determinado periodo: la autonomía del campo, la doxa (o las creencias compartidas) y la morfología de las redes filosóficas.63
El primer apartado debe comenzar definiendo la población objeto de estudio. Para ello utilizo diferentes tipos de fuentes. En primer lugar, documentos del periodo que hacen una reconstrucción del campo filosófico español del momento, indicando de manera profusa los diferentes autores y escuelas.64 Para evitar confundir tipos de consagración -por ejemplo, las que dependen de la reputación y las que dependen de la creatividad-, es necesario contrastar esta información con fuentes que proceden de complejos generacionales posteriores. Además de emplear manuales de historia de la filosofía -como hace Collins-, utilizo obras completas de filósofos y revistas de historia de la filosofía en lengua hispana.65 El objetivo es contar el número de páginas y las citas específicas dedicadas a los filósofos del periodo, lo cual arroje una media para comparar el grado de creatividad de dichos autores (principales, secundarios y menores), a partir de la hipótesis de que el número de referencias es proporcional a la permanencia en el centro del espacio de atención.
En segundo lugar, partiendo de la tesis de que estos pensadores se mueven en diferentes terrenos, es necesario identificar los valores eficientes que estructuran el campo filosófico, además de que lo distinguen de otros tres espacios con los cuales guarda relaciones de reciprocidad: el campo político, el campo religioso y el campo editorial (mundo de la edición, la traducción y el periodismo). En este punto, es necesario comprender no sólo la lógica específica de esos tres universos, sino la manera en la que se establecen posibilidades de tránsito de un escenario a otro; las tasas de cambio o los precios que es necesario pagar para convertir autoridad extra filosófica en autoridad específicamente filosófica. La elaboración de este cuadro permite valorar el grado de autonomía del campo filosófico, lo que contribuye a explicitar condiciones de posibilidad de las estrategias filosóficas de la población objeto de estudio.66
Por otro lado, esos principios eficientes del campo remiten a una lógica semiautónoma que invita a comprender la forma en la que opera y codetermina, junto con el contexto, las tomas de posición de los filósofos. Al ser un espacio de atención compartido, la filosofía hispana del periodo constituye un consenso en el disenso, una doxa colectiva que permite, no obstante, la oposición y el antagonismo. Para identificarla llevo a cabo las siguientes operaciones. Primero, es necesario analizar las instituciones escolares que forjan ethos, las disposiciones intelectuales de carácter duradero. Aquí estudio el acceso a esas instituciones, los programas de enseñanza, los manuales y las recomendaciones pedagógicas, tanto durante el periodo formativo de la población objeto de estudio como durante el desempeño de su labor filosófica.
Para ello se cuenta con todo el elenco de legislaciones relativas a enseñanzas media y superior, las listas de libros de textos, además de trabajos especializados sobre manuales y pedagogía en el aula.67 De lo que se trata es de relacionar las conclusiones a las que se llega a partir de la documentación con las evidencias que se tienen, relativas a los estilos, los gustos, la elección de temas y autores o las formas de entender el trabajo filosófico que se reconoce en la población objeto de estudio.
La relevancia que adquiere la filosofía académica en mi trabajo debe considerar, no obstante, los rasgos esenciales de otros entornos institucionales, tales como los seminarios eclesiásticos, la Institución Libre de Enseñanza, los círculos informales y el Ateneo de Madrid.68 La particularidad de estos mercados se aprecia con más claridad si se profundiza en ciertos elementos de la lógica específica de la filosofía como universo académico. Al respecto, se estudian valores cuantitativos del periodo (fluctuaciones del número de alumnos en relación con la población universitaria y del número de profesores, doctores, escalafones y carrera profesional), y se insiste en los principios explícitos e implícitos de selección que constituyen los criterios de entrada en el campo académico de la filosofía.69
Por otro lado, debe considerarse el reparto del poder académico a partir del acceso a las cátedras, considerándolas no sólo cuantitativamente, sino por el significado que poseen y su poder simbólico.70 Finalmente, la dimensión etnográfica de la obra de Collins invita a reconstruir todos los rituales y encuentros cara a cara del mundo académico en el que se intercambian recursos intelectuales y energías morales: exámenes de tesis de doctorado, oposiciones a cátedras, relaciones maestro-alumno en el aula y en grupos informales.71
Por último, esta reconstrucción de la lógica del campo se completa estableciendo las líneas de fractura, las polémicas que constituyen el foco de atención, en torno a las cuales se estructuran las redes. Selecciono estos temas en función de su capacidad para dotar de unidad a la filosofía hispana del periodo, pues son éstas las que exigen una toma de posición a quien aspira a ocupar un lugar en el espacio en disputa. Diríase que se trata de un orden del día que no puede ser ignorado sin serlo por los competidores. Estas polémicas pueden tener lugar en un espacio físico determinado o en varios, lo cual es relevante, pues determina la intensidad y la forma de los intercambios. Como ya señalé en el transcurso del artículo, las grandes disputas del periodo son tres: la relación entre fe y razón, la relación entre ciencia positiva y metafísica y la polémica en torno a la historia de la ciencia y de la filosofía en España.
Si el estudio de las dos variables anteriores permite esbozar el campo de experiencia del complejo generacional del que se ocupa el estudio, esta tercera parte del trabajo requiere mostrar la polarización del campo en un conjunto de posiciones enfrentadas alrededor de un foco de atención compartido; un campo de posibilidades estratégicas que se impone a los filósofos que componen la muestra, el cual es reinventado a partir de polémicas y síntesis con oponentes y maestros. Por tanto, se trata de explicitar la forma reticular que adquieren las siete posiciones a las que me he referido líneas atrás: catolicismo (dogmático e historicista), krausismo y krausopositivismo, neokantismo, espiritismo y socialismo.
Sin embargo, se trata no sólo de reconstruir la red y los intercambios que la hacen posible, sino también de explicar por qué se posicionan como lo hacen -a partir de las disposiciones y las energías incorporadas por parte de los filósofos en el transcurso de su trayectoria; de la acumulación de capital cultural, y de la secuencia de interacciones rituales-, es decir, reconstruir las tomas de posición a partir de un estudio de trayectorias comparadas.72 Se trata, finalmente, de la tarea ineludible de completar este enfoque histórico con uno formal, en el cual se expongan los argumentos de los diferentes agentes y cómo se desarrollan frente a sus oponentes.73
En conclusión, el objetivo es mostrar cómo estas tres variables expresan de forma coherente esa coyuntura de estancamiento creativo por la que atravesó la filosofía española del siglo XIX; cómo contribuyen a nivel molecular a la rutinización de la labor filosófica y hacen de las polémicas una sublimación de los conflictos mundanos en los que se refractan las oposiciones filosóficas. Finalmente, es necesario concluir haciendo un esbozo -anuncio de un posible estudio posterior- de cómo estas mismas variables adquieren nuevos contenidos en un contexto de transición hacia un nuevo complejo generacional durante el cambio de siglo, en el que la hipótesis del despegue creativo se presenta como la más plausible.