En el presente artículo me ocupo de la célebre controversia sostenida entre don Vasco de Quiroga y fray Maturino Gilberti, a propósito de la publicación de la obra Diálogo de doctrina cristiana en lengua de Mechuacán, dentro del ámbito judicial, pastoral y lingüístico, en el cual adquiere significado. Esta historia ha sido comentada por importantes historiadores, quienes han convenido en considerarla un caso notable de acoso y persecución, incluso inquisitorial, contra los primeros misioneros mendicantes por parte de los obispos fundadores de la Iglesia de la Provincia Eclesiástica de México. Así lo han dicho, principalmente, Francisco Fernández del Castillo, Robert Ricard, Benedict Warren y Moisés Franco.1
Contra lo que pudiera pensarse, con excepción del doctor Franco, ninguno de ellos se ocupó realmente de estudiar la controversia a fondo. Fernández y Warren publicaron sendas colecciones documentales, hasta ahora lo mejor y lo que más conocemos, y Ricard emitió una opinión sobre la base de lo publicado por Fernández del Castillo. Hasta el momento, sólo Moisés Franco ha llevado a cabo un estudio más amplio, si bien dentro de la misma línea de opiniones y de cara a la reconstrucción de la utopía misional del franciscano.2
Una consideración distinta ha merecido por parte de don Joaquín García Icazbalceta y Josep Ignasi Saranyana. En su opinión, las cuitas de Gilberti deben ser entendidas de cara al uso de distintas lenguas en los textos sagrados y doctrinales de la religión católica. El primero lo expresó como una intuición, toda vez que no conoció la documentación que ahora tenemos, y el segundo-casi cien años después-lo hizo con mayor certeza, pero ninguno de los dos fue más allá de plasmar su sentir al respecto.3
Por lo anterior, estoy convencido de la necesidad de reconstruir la controversia a partir de sus fuentes originales y desde el enfoque de la historia judicial, por ser ésta la naturaleza del problema y de los documentos. Por tratarse de foros de justicia eclesiástica, resulta necesario estudiar esas relaciones sociales judicialmente orientadas a partir de su lógica religiosa, dentro de las coordenadas de la catolicidad del tiempo. Recordemos que una acción social de este tipo está en curso cuando una autoridad reconocida inicia, prosigue o culmina alguna averiguación concreta, con la intención de impartir justicia por cauces institucionales.4 Sólo así podremos comprender esta interesante controversia en sus propios términos y dentro de los contextos en los cuales adquiere sentido. Estoy seguro de que, al analizarlo desde esta perspectiva, el lector encontrará una historia más interesante y viva de lo que podríamos suponer.
La gozosa publicación de una proeza editorial
En 1559, salió de la imprenta de Juan Pablos la obra titulada Diálogo de doctrina cristiana en lengua de Mechuacán. Hecho y compilado de muchos libros de sana doctrina por el muy reverendo padre fray Maturino Gilberti de la orden del Seráfico Padre San Francisco. Trata de lo que ha de saber, creer, hacer, desear y aborrecer el cristiano. Va preguntando el discípulo al Maestro.
En opinión de don Joaquín García Icazbalceta, estamos ante una proeza editorial admirable, incluso para nuestros días, debo agregar. Según el sabio historiador:
El Diálogo de la Doctrina Cristiana es la obra más voluminosa que conocemos de las prensas de Juan Pablos, y debió costar inmenso trabajo al autor, no menos que al impresor, quien desempeñó con brevedad su grave tarea, puesto que en la portada tenemos la fecha de 1559, lo cual nos dice que la impresión comenzó dentro de ese año y quedó acabada el 15 de junio. Se trata de un volumen de cerca de 600 págs., en folio, a 2 col., de letra gótica pequeña, y en lengua ignorada por los cajistas.5
El final de aquella década fue especialmente productiva para fray Maturino Gilberti, pues, junto a la anterior, vio publicadas: Arte de la lengua de Mechuacán, Thesoro espiritual en lengua de Mechuacán, Vocabulario en lengua de Mechuacán y Cartilla para los niños de lengua tarasca, además de un método para aprender latín.6
Fray Maturino-lo sabemos bien- fue uno de los más célebres misioneros y lingüistas franciscanos de la primera generación, así como autor prolífico y de gran prestigio e influencia en aquellos álgidos años de construcción de la sociedad e Iglesia novohispanas.7Su obra gozó de amplia difusión, con excepción de Diálogo, porque su publicación fue duramente contestada por el primer obispo de Michoacán, don Vasco de Quiroga, cuya vida, obra, celo misionero y defensa de los indios son de sobra conocidos.8
Las razones de Quiroga se encuentran en las primeras páginas de Diálogo de doctrina cristiana. Al abrir el texto, después del título y del “Proemio y epístola”-dirigidos al “ilustrísimo y cristianísimo” virrey don Luis de Velasco-, nos encontramos con las aprobaciones y licencias de rigor en aquellos años. Las primeras fueron obsequiadas por fray Alonso de la Vera Cruz, “maestro en teología y catedrático de prima de la Universidad de México y Provincial de la Orden de san Agustín”; fray Jacobo de Dacia, franciscano, teólogo y religioso de la custodia de Michoacán, y fray Francisco Toral, provincial de los franciscanos.9
La aprobación de fray Francisco Toral, firmada en Tlacupa el 10 de agosto de 1558, dice estar sustentada en la relación que le hicieran el provincial de san Agustín y fray Jacobo de Dacia, “guardian de Zintzonzan”, así como “el padre Diego Pérez Gordillo, cura de Pátzcuaro, y el padre Fray Miguel de Alvarado, prior de Tiripitio; además de haberse “consultado con el ilustre y reverendísimo Señor Don Vasco de Quiroga Obispo de Mechuacán”, y contar con la licencia del “muy Ilustre y Reverendísimo Señor don Alonso de Montúfar Arzobispo de México”.
Las licencias van firmadas por el virrey don Luis de Velasco, el 12 de agosto de 1558, y por el arzobispo de México, el 10 de agosto del mismo año. Según Montúfar, fray Maturino Gilberti le había presentado:
[…] una arte y vocabulario y Devocionario y Diálogo de Doctrina Cristiana[…] Los cuales libros venían ya vistos y examinados y aprobados por católicos y útiles [para los nuevamente convertidos], por el muy reverendo padre maestro fray Alonso de la Veracruz […] y por fray Jacobo de Dacia […] y por Diego Pérez Gordillo cura de Mechuacán y Francisco de la Cerda cura de Sirosto [Michoacán]; todos cuatro muy expertos en la dicha lengua, por mandado y comisión del ilustre y reverendísimo Señor Don Vasco de Quiroga Obispo de Mechoacán; cuyos pareceres vimos firmados de los susodichos.
Frente a Diálogo parecía abrirse un ancho horizonte. ¿Qué podría ir mal con una obra que contaba con el auspicio del Virrey, la aprobación de los más prestigiados pastores, teólogos y religiosos de la época, más la licencia del arzobispo de México y el consentimiento del obispo de Michoacán? Pues nada salió como se hubiera esperado. La publicación se complicó por un pequeño gran detalle. Don Vasco de Quiroga, contra lo señalado en la aprobación del provincial franciscano y la licencia del arzobispo de México, no había dado su consentimiento para la publicación de esta obra.
La inesperada y decidida respuesta de don Vasco de Quiroga
El 3 de diciembre de 1559, pocos meses después de que viera la luz pública su Diálogo, don Vasco presentó una petición al arzobispo fray Alonso de Montúfar. En ésta explica, cómo habían llegado a su obispado algunos ejemplares de la obra, con la dificultad de que:
[…]quiere dar a entender que su Señoría del señor obispo [Quiroga] lo había aprobado o mandado examinar, lo cual nunca tal había hecho ni cometido a nadie, excepto lo que toca a cierta arte y vocabulario en lengua tarasca y no en otra cosa alguna, antes había avisado al dicho fray Maturino lo que tocaba al dicho Diálogo y al Devocionario, que en ninguna manera lo imprimiese, sin que fuese examinado por quien fuese señalado por su Señoría Reverendísima [el arzobispo fray Alonso de Montúfar].10
Con esto hubiera bastado para descalificar la publicación, como lo fue para mandar recoger el libro dentro de su obispado, pero no era todo. En la petición, Quiroga también refiere una conversación sostenida con Gilberti. El misionero había expresado su malestar con el embargo del libro y solicitado su libre circulación, ante lo cual el obispo le había manifestado su acuerdo, siempre y cuando se cumplieran tres condiciones: contar con una traducción “a la letra” del tarasco al castellano; que ambas versiones fueran cuidadosamente cotejadas por expertos en la lengua de Michoacán, y que-hecho el cotejo- fuera examinada por teólogos competentes nombrados por fray Alonso de Montúfar, “y no hallándose cosa porque se deba vedar la publicación de él, se alzará el embargo que está puesto para que no se vendan los dichos libros”. La primera condición se cubriría de inmediato, pues fray Maturino pondría a disposición el “traslado” al castellano que él mismo había efectuado. Finalmente, don Vasco pedía al arzobispo de México recoger los ejemplares también dentro de su jurisdicción, hasta que “lo susodicho se vea y determine”.
No queda claro si el problema derivó de un lamentable equívoco o si, para encubrir un desacato a lo dispuesto por el obispo, el misionero y su provincial llamaron a error al arzobispo de México, haciéndole creer que el beneplácito al Arte y al Vocabulario implicaba también la aprobación de Diálogo.11 Por la respuesta del obispo de Michoacán, es factible suponer que concedió el beneficio de la duda. Desde cualquier hipótesis, a Quiroga no le quedaba más remedio que ordenar el embargo de la obra dentro de su obispado y solicitar igual medida en el arzobispado; no obstante, dejó la puerta muy abierta a su libre circulación si se cumplían ciertas condiciones.
Observemos tres detalles importantes para comprender el diferendo: primero, no obstante haber agarrado a fray Maturino “con los dedos en la puerta”, de modo que bien podría configurarse una situación de engaño disfrazado de equívoco-esto es, una grave falta contra los prelados de Michoacán y México-,don Vasco no enderezó acusación judicial alguna contra el fraile, tan sólo solicitó la recolección de la obra para que las cosas se hicieran tal y como se habían previsto desde el principio; segundo, el obispo no tuvo objeción alguna con las demás obras publicadas por el misionero, y tercero, fray Maturino nunca desmintió la versión de Quiroga; si hubiera contado con algún documento firmado por el obispo o con la declaración de algún testigo de peso, le habría sido fácil refutar al prelado michoacano, pero no lo hizo. En materia judicial, lo sabemos muy bien: quien no responde, concede.
Sin pérdida de tiempo, Quiroga mandó a Diego Pérez Negrón y a Francisco de la Cerda-los dos clérigos michoacanos implicados impropiamente en las licencias y pareceres de Diálogo- a que cotejaran, “palabra por palabra y sentencia por sentencia” la versión en español presentada por Gilberti, con el original en tarasco. En misiva del 17 de enero de 1560, le comunicaron su dictamen. Los textos parecían “obras diferentes por la mucha discordancia” que guardaban entre sí; en este sentido recomendaban: “por lo hasta aquí visto no conviene que la obra se publique entre los indios hasta que esté corregida y castigada y enmendada, porque hemos visto cosas hasta ahora muy impertinentes y malsonantes a nuestros oídos”. A su vez, informaban que habían mostrado “dos pasos malsonantes” al provincial de los franciscanos y a fray Maturino, quienes habían reconocido “estar dignos de enmienda”. Por lo anterior, aconsejaban mantener el embargo hasta que se terminase el examen de la obra.12
Pocos meses después, el 30 de marzo de 1560, por mandato de don Vasco, comparecía el presbítero Diego Pérez Negrón ante el juez provisor y vicario general del arzobispado, doctor Luis Fernández de Anguis. En su declaración explicaba cómo el prelado michoacano les había encargado el examen de la obra “hacía tres meses más o menos” y que, habiendo revisado parte de la misma, consideraron que no era conveniente su publicación “porque en lengua tiene muchos defectos y en el sentido algunas cosas malsonantes y escandalosas”.13
Al desacato contra la indicación de Quiroga y al equívoco con sabor a engaño en perjuicio del arzobispo de México, ahora se sumaban otros dos problemas: la discordancia de las versiones en ambas lenguas y las expresiones malsonantes en tarasco, es decir, mal presentadas de la doctrina. En suma, la condición puesta por Quiroga para que la obra circulara libremente no se cumplió.
La ruta de acción de Quiroga se muestra con claridad. Puesto que hubo un acto de menosprecio a las indicaciones del obispo, seguido de un posible engaño al arzobispo, entonces resulta factible sospechar de la doctrina de la obra, pues, aunque jamás dijo que estuviera equivocada, se llamaba a sospecha y se pedía su revisión. Como historiador de fenómeno judicial, sólo me queda admirar la sutil inteligencia jurídica de don Vasco de Quiroga.
Poca sorpresa: casi de inmediato-el 6 de abril- el arzobispo fray Alonso de Montúfar mandaba recoger los ejemplares de Diálogo que tuvieran en su poder los “libreros, mercaderes y otras cualesquier personas que estáis y residís en esta Ciudad de México y en el dicho nuestro arzobispado”. En días sucesivos, de manera particular, se notificaba al impresor Juan Pablos y al librero Francisco de Mendoza. Asimismo, el 9 de abril, un vecino de nombre Martín de Aranguren-quien había retenido 22 libros con valor aproximado de 400 pesos, por deudas que el impresor había contraído con su persona- pedía mantener el resguardo y la solicitud se le concedía. ¡Vaya suerte la del libro! Si no se impedía su circulación por desacato, lo sería por dudosas expresiones o por deudas del impresor.14
Al mismo tiempo, Quiroga preparaba materiales para un posterior dictamen de los teólogos. Toda vez que la versión castellana de Gilberti no había resultado confiable, mandaba a su provisor que hiciera traducir un capítulo de Diálogo referente a la veneración de las imágenes. Dos versiones se entregaron ante el canónigo y provisor de Michoacán, bachiller Jerónimo Rodríguez: la primera, firmada por Diego de Villoría y Francisco Hernández; la segunda, poca sorpresa, por Francisco de la Cerda y Diego Pérez Negrón.15
Lo cierto es que fray Maturino Gilberti tampoco era de gran ayuda a su propia causa. Antes bien, parecía empeñado en complicarla. El 22 de noviembre de 1560, fray Alonso de Montúfar recibía declaración jurada de cuatro indios de Michoacán a propósito de ciertas actuaciones de fray Maturino en el pueblo de Taximaroa. En la deposición figura como traductor jurado, entre otros, nuestro bien conocido presbítero Diego Pérez Negrón. Son cuatro los declarantes, a saber: Cristóbal Tepaqua, originario de Pátzcuaro, de 30 años; Francisco Hangaxuqua, de la ciudad de Michoacán, de 40 años; Juan Yotzi, del mismo lugar y de 30 años, y Gaspar Aquincho, también de Michoacán, quien afirma haber sido joven a la llegada de los españoles, por lo que ya era hombre anciano. Todos coinciden en cuatro puntos, con leves variaciones:1) el 17 de noviembre de 1560, en Taximaroa y en presencia de los indios e intérpretes jurados, habían escuchado predicar a fray Maturino Gilberti; 2) éste les había dicho que su libro había sido aprobado en México, “por muy bueno y católico por los tres provinciales de las tres órdenes de Santo Domingo, San Francisco y San Agustín”, por lo cual lo podían leer “y aprovecharse de él”; 3) “cuantos libros se les hubieran recogido se les regresarían”, según Gaspar Aquino, en secreto y por el mismo misionero, y 4) también le había dicho a los indios que se perdería Castilla y “antes de un año cumplido, de allá vendrían unos padres a predicaros y pervertiros en otra fe” y que únicamente saldrían en su defensa los frailes de las tres órdenes mencionadas porque sólo ellos se mantendrían constantes y no se pervertirían.16
Las declaraciones de los testigos-como en todo diferendo- deben ser tomadas con cuidado. No obstante, incluso siendo generosos, dejaban mal parado a nuestro misionero. ¿Cómo ayudar a fray Maturino? Cierto es que Montúfar no abrió proceso contra Gilberti, para dejar las cosas en lo que hoy llamaríamos una denuncia de hechos. No así Quiroga.
Pocos meses después, el 25 de mayo, don Vasco presentaba otra petición ante fray Alonso de Montúfar. De acuerdo con su solicitud, los mismos teólogos que se escogieran para examinar “las interpretaciones de Diálogo de fray Maturino Gilberti, que por mí a Vuestra Señoría se dieron”, también debían revisar “el sermón escandaloso que el dicho fray Maturino predicó en el pueblo de Taximaroa a los indios”. Y, una vez dictaminados, se remitiera la documentación a Michoacán “para que sobre ellos haga justicia”.17Es claro que el conflicto había escalado. El llamado inicial de Quiroga a la concordia había quedado en el pasado y ahora estaba en disposición de abrir un juicio en forma contra el misionero, algo que-al parecer- nunca sucedió, pues no hay evidencia de que se abriera causa alguna en la Audiencia Eclesiástica de Michoacán. Ésta fue la última actuación de Quiroga ante el arzobispo de México, pero no su último movimiento.
El 15 de marzo de 1563, de España salía una real cédula en la cual se ordenaba recoger el Diálogo de fray Maturino Gilberti, sin mencionar ninguna otra obra del misionero. Como quedaría claro años después, el mandato era resultado de la gestión directa del presbítero Diego Pérez Gordillo, enviado seguramente por don Vasco para llevar a cabo diversos encargos. La real cédula estaba dirigida al presidente y oidores de la Real Audiencia de México, “y otros cualesquiera nuestras justicias”. En ésta se puede leer:
Sabed que somos informados que fray Maturino Gilberti […] ha hecho un libro en lengua tarasca llamado Diálogo entre el maestro y el discípulo […] Mando que […] hagáis pregonar […] que todos los que tuvieren algunos libros de los susodichos […] los traigan y presenten ante vos y no los lean ni tengan en su poder […] haréis recoger los dichos libros y, recogidos, los enviaréis en los primeros navíos que a estas tierras vengan dirigidos a nuestros oficiales que residen en la ciudad de Sevilla, en la Casa de Contratación de las Indias.18
Al parecer, la cédula no se ejecutó y quedó archivada en la Real Audiencia. Sin embargo, por razones que veremos más adelante, cobró relevancia en 1576. Por ahora, nos sirve para entender hasta dónde había llegado el diferendo por la publicación de Diálogo. Quiroga, Montúfar, su Majestad y las deudas del impresor impedían la circulación del libro.
Ese mismo año (1563), meses antes de que se pudiera conocer la anterior real cédula en Nueva España, fray Maturino iniciaba el contraataque, pero con una estrategia distinta. Prefería dejar de lado los tribunales novohispanos y acudir directamente al Rey, con el fin de golpear a Quiroga. El 4 de febrero escribía una memoria dirigida a fray Alonso de Santiago, para que “trate con su Majestad o con su Real Consejo de lo siguiente”. En ésta enumeraba es una lista de 17 agravios cometidos por Quiroga contra los indios y los religiosos, en perjuicio de la cristianización de los naturales, cuyo remedio “será para muy gran honra y gloria de Dios y descargo de su real conciencia de su Majestad”.
Las quejas pueden dividirse en dos bloques.19El primero se centra en los constantes maltratos cometidos contra los indios, principalmente por: la catedral que don Vasco construía en Pátzcuaro, “superflua y de gran confusión”, la cual implicaba una pesadísima carga física y económica en prejuicio directo de los tributos debidos a la Real Hacienda pues, sin esa obra, los naturales “podrían dar harto más”; la obligación de entregar cada año ropa y diversos enseres “a los infieles chichimecas, enemigos de los ya convertidos y de los españoles y religiosos que cada día salen a los caminos a matar y robarlos”; las vejaciones del obispo y su provisor, quienes por cualquier cosa “los prenden, encarcelan y penitencian públicamente con crudelísimos azotes”, de modo que ni los indios ni los españoles podían conseguir justicia contra el obispo, como podía constatarse por los numerosos pleitos interpuestos ante la Real Audiencia. En síntesis, un rosario de desgracias.
El segundo bloque de quejas se refiere a los religiosos, franciscanos, agustinos y dominicos. Quiroga no guardaba, ni admitía, ningún privilegio de los otorgados por los sumos pontífices, como tampoco de los ganados por sus Majestades “en favor de los religiosos y en aumento de la doctrina cristiana”. Antes mal, ordenaba “mancebos idiotas nacidos acá y criados entre los pechos de las indias”, quienes sólo administraban los sacramentos por puro interés, en agravio de los naturales. Además, por dar molestia a los religiosos, ponía a esos clérigos en pueblos cercanos de los “monasterios” donde no había necesidad, “lo cual es causa de discordia”, porque desde los púlpitos predicaban “a los indios contra los religiosos, diciéndoles que no era su oficio administrar sacramentos ni morar en poblado, lo cual era gran escándalo […] por ser los religiosos fundadores de esta nueva iglesia […] antes que hubiese clérigos ni obispos”, y, por si fuera poco, “el dicho obispo y su provisor, persiguiendo a los religiosos, hacen informaciones contra ellos en sus mismas casas y con sus criados”. En suma, un estuche de monerías.
Resulta interesante contrastar lo que dice Gilberti, con lo que calla. Por un lado, fuera del lenguaje rudo contra Quiroga, no dice nada que en esos días no estuviera ya en la mesa de los debates, por el diferendo jurisdiccional entre religiosos y obispos, dentro del cual el supuesto maltrato a los indios vendría a ser un dramático proemio.20 Por otro, resulta muy significativo que no hiciera mención alguna a su personal problema con Quiroga, el cual hubiera podido sumarse a los agravios recibidos e incluso ser usado como caso ejemplar de las persecuciones sufridas. Sin embargo, ni una letra escribió al respecto. En materia judicial hay silencios más elocuentes que mil palabras.
Los hechos y sus contextos
Hagamos un balance de lo sucedido hasta el momento. Veamos los hechos y dos grandes contextos que nos ayudarán a entender mejor esta controversia.
Los hechos. Primero, es claro que no hay un juicio propiamente dicho en contra Gilberti en el tribunal del arzobispado, único involucrado en el diferendo. Lo que tenemos son una serie de indagatorias cuyo resultado fue que la obra no pudiera circular ni venderse, en tanto no se llevara a buen término el examen sobre ciertas expresiones. En otras palabras, tenemos algo similar a lo que hoy llamaríamos una averiguación previa con miras a un posible juicio, tiempo en el cual se pueden tomar medidas precautorias. En mi opinión, el arzobispo y su provisor no procedieron contra Gilberti por la sencilla razón de que no encontraron méritos suficientes para hacerlo.21
Segundo, la averiguación está centrada en la obra Diálogo, sin afectar la demás producción de Gilberti, como tampoco a la persona del misionero, quien siguió moviéndose, actuando y misionando con libertad en la custodia de Michoacán. Tercero, fray Maturino complicó el asunto al rechazar, por la vía de los hechos, el camino de conciliación propuesto por Quiroga, y lo empeoró con sus imprudentes afirmaciones en Taximaroa. Cuarto, puesto que fray Maturino carecía de elementos para articular una defensa creíble en el tribunal eclesiástico, entonces prefirió acudir directamente al Rey para atacar a Quiroga, sin mencionar el diferendo en curso. En otras palabras, no acudió ante el tribunal eclesiástico para explicar lo sucedido, despreció la autoridad episcopal y, ante el Rey, omitió el problema con don Vasco. Silencio, desprecio y omisión que dan credibilidad a las razones del obispo de Michoacán.
En el gran contexto, se aprecia el diferendo jurisdiccional entre obispos y religiosos del cual quiso hacer causa fray Maturino Gilberti ante el Rey. En esta lógica, me parece relevante señalar la indudable relación de colaboración entre fray Alonso y don Vasco, la cual es del todo lógica. En aquellos años, los obispos de la Provincia Eclesiástica de México presionaban en todos los frentes posibles, para hacer valer la potestad episcopal como condición necesaria para llevar a cabo su misión pastoral. Una pretensión que gozaba de un sólido fundamento en la milenaria tradición de la Iglesia, en razones teológicas de fondo y del Derecho Canónico vigente, tanto universal como provincial. Cuatro años antes habían celebrado el Primer Concilio Provincial Mexicano, en cuyas disposiciones figuraba, como central, el respeto y reconocimiento a la dignidad y primacía del obispo dentro de cada diócesis, por ser el natural prelado y pastor de la catolicidad. Resulta natural, entonces, observar una estrecha colaboración entre ambos prelados, máxime cuando mediaba un desacato y un posible engaño por parte de un religioso franciscano.22
Ahora bien-y esto es de la mayor importancia para entender nuestra historia-, los privilegios de los religiosos no formaron parte del conflicto analizado. Por ello, no debemos confundir los planos. Cabe decir que Quiroga mantuvo la exigencia del respeto a su condición de sucesor de los apóstoles; pero ésta existiría de cualquier manera, con o sin conflicto de privilegios. En el contexto, claro está, se acentúa y se hace urgente, pero en manera alguna forma parte del problema presentado ante fray Alonso de Montúfar. Lo anterior queda más claro al observar que fray Maturino jamás argumentó ante el arzobispo o su provisor-como tampoco ante el Rey- violación alguna a sus privilegios por el embargo de la publicación de Diálogo, como tampoco por la posterior averiguación sobre ciertas expresiones. No lo hizo porque no había privilegio alguno que defender.
Dentro de los grandes contextos, hay otro asunto más importante para comprender nuestra historia: lo que sucedió con Diálogo no es extraño a su tiempo. Existía la necesidad de cuidar lo que consideraban la correcta transmisión de la fe, por lo que acontecía en Europa con las reformas protestante y católica, así como por las exigencias propias de la fundación de la Iglesia en el Nuevo Mundo. Lo primero advierte sobre ciertos aspectos importantes, pero el proceso fundacional lo define en sus propios términos.
De manera paralela al problema que analizo, el 3 de noviembre de 1559, fray Alonso de Montúfar reunió en las casas arzobispales a fray Diego Osorio, prior del convento de Santo Domingo de México; a fray Domingo de la Cruz y a fray Bartolomé de Ledezma, teólogos; al licenciado Orbaneja y al doctor Luis de Anguis, ambos juristas y el último, además, provisor.23 Bajo juramento de guardar secreto, tendrían que dar su parecer en los casos “que se trataren tocantes al Santo Oficio de la Inquisición”. En la reunión se revisó la “Doctrina en romance que compuso el Reverendísimo Señor don Fray Juan de Zumárraga, Arzobispo que fue de esta Santa Iglesia y Arzobispado de México”. La consulta versa sobre un pasaje un tanto oscuro, relativo a la sangre derramada por Jesucristo en la pasión y su relación con su divinidad, la cual causaba “escrúpulos y escándalo” entre algunos fieles. La conclusión de los teólogos y juristas fue que “no se usen de los dichos libros”, mientras no se tuviera una resolución del Supremo Consejo de la Inquisición.24
En esta misma lógica y también de manera paralela, el 6 de diciembre de 1559, fray Alonso de Montúfar emitió un mandamiento en el cual recordaba cómo-por comisión recibida de la “General Inquisición” y su condición de inquisidor ordinario- había ordenado que se presentasen todos los libros ante su persona, para ver si “entre ellos había alguno de los vedados en el catálogo y memoriales que nos fueron enviados”. Ahora pedía a los examinadores que le entregaran las obras que hubiesen recogido, dando por terminada su comisión.
Lo que sucedía con Diálogo de Gilberti no estaba-como nunca estuvo- fuera de lo ordinario en aquellos años. El problema con la Doctrina de Zumárraga no oscureció su buen nombre y mejor recuerdo, como tampoco puso en entredicho sus grandes méritos. De igual suerte, las cuestiones sobre Diálogo de fray Maturino no entorpecieron el uso y libre circulación del resto de su obra, como tampoco comprometieron a su persona en un principio. Lo que ocurrió fue que Quiroga abrió la puerta a un acuerdo y el misionero la dinamitó. Entonces, su buen nombre quedó en entredicho. Aquí empieza la segunda parte de nuestra historia, ya en ausencia de don Vasco de Quiroga, quien murió el 14 de marzo de 1565.
Un año difícil para fray Maturino Gilberti
El 25 de enero de 1571, en la Ciudad de México, el “muy magnífico y muy reverendo señor doctor Esteban de Portillo, juez provisor oficial y vicario general en la dicha ciudad y su arzobispado e inquisidor ordinario”, por fray Alonso de Montúfar, mandó comparecer ante sí a fray Maturino Gilberti:
[…] por cuanto en un libro impreso en esta ciudad en la lengua tarasca intitulado Diálogo de doctrina cristiana […] parecen estar ciertas proposiciones no como deben, y para que el dicho padre […] las declare y diga cómo las entiende y lo que siente de ellas, habiéndolas el dicho señor provisor mandado traducir en la lengua castellana, hizo parecer ante sí al dicho fray Maturino del cual, habiendo parecido, tomó y recibió juramento en forma debida de derecho, y él lo hizo por Dios Nuestro Señor y por el hábito de San Francisco y órdenes que recibió, poniendo la mano en el pecho, so cargo del cual, habiendo jurado, prometió decir verdad, y siendo preguntado dijo lo siguiente.25
Declaró tener 63 años, natural de Tolosa, Francia y residente por 30 años en Nueva España; haber estudiado en Bolonia, hablar siete lenguas de los indios, siendo la tarasca la que más usaba; tener estudios de artes y teología por la Universidad de Tolosa, y haber escrito y publicado distintas obras, entre ellas Diálogo. En esa ocasión se le cuestionó sobre dos proposiciones, una referente a la primera persona de la Santísima Trinidad y, otra, en torno a la veneración de las imágenes. Respecto a lo inexacto de lo escrito en estas materias señaló: “si en el libro no está tan bien explicado, será por defecto de la lengua en que está escrito y porque no se acaba de entender bien la propiedad de cada vocablo y esto responde, y se somete en todo a la corrección de la Santa Madre Iglesia Católica Romana”. El provisor suspendió el interrogatorio por la necesidad de hacer ciertas diligencias. No explicó cuáles, ni fijó fecha para reanudarlo.
Lo notable es que, por primera vez, Gilberti se presentó a declarar ante un juez eclesiástico, en este caso el doctor Esteban de Portillo, en quien recaía la jurisdicción de fray Alonso de Montúfar por partida doble: como provisor oficial y como inquisidor ordinario.26De este interrogatorio no emana opinión respecto a la declaración, pues tan sólo se trató de dejar asentado “cómo las entiende y lo que siente de ellas”. Una vez más, se partía de las averiguaciones en espera del dictamen de los teólogos competentes, cuya palabra podría dar paso a una acusación formal o bien a dejar las cosas sin más.
Recordemos que, en ese mismo año, se vivía un proceso de redefinición de las competencias jurisdiccionales de los tribunales eclesiásticos. El 25 de enero de 1569, el rey Felipe II firmaba la real cédula con la que se establecía el Santo Oficio en México; el 16 de agosto de 1570, delineaba su jurisdicción; el 12 de septiembre de 1571 arribaba el primer grupo de inquisidores a la ciudad de México, para quedar formalmente establecido el 4 de noviembre de 1571, con solemne procesión a la Catedral de México. Así, los obispos dejaban de ejercer su natural y propia jurisdicción en materia de fe para cederla al Santo Oficio, con excepción de los casos de los indios.27
Entonces, poco debe sorprendernos que, el 2 de noviembre de 1571, el sucesor de don Vasco de Quiroga en la sede de Michoacán, don Antonio Ruiz Morales, dirigiera una beligerante carta al “ilustre y muy reverendo señor” inquisidor don Pedro Moya de Contreras, en la cual informaba de la dispareja conducta de fray Maturino Gilberti. La misiva -recibida en México tres semanas después, en 27 de noviembre-no era una acusación formal, sino una carta indignada en contra del misionero y lingüista, en la cual cargaba los acentos en las sospechas sobre la buena doctrina del fraile y su mala conducta, muy probablemente con la esperanza de suscitar la intervención del inquisidor.28
En lo principal de la carta, el segundo obispo de Michoacán informaba sobre las dudas de la doctrina contenida en la obra Diálogo, razón por la cual, “cuando fue a España el chantre de esta Iglesia don Diego Pérez Negrón, dio cuenta al Consejo Real de las Indias de ciertos errores que dicen que hay en él, por mandado del obispo nuestro antecesor, y trujo provisión del Consejo para que se recogiesen todos los libros del Diálogo, y se guardasen que nadie los leyese”. No obstante el mandato de su Majestad-agregaba-, la obra se seguía leyendo por los frailes de su orden y “sin podérselos prohibir porque no ha habido para ellos justicia”. También le informaba-y al parecer le enviaba copia- de “unos capítulos firmados [por Gilberti] contra el santo obispo, nuestro antecesor, de mil testimonios y falsedades”, para que viera el inquisidor “hasta dónde llega el atrevimiento de estos frailes que le trujeron siempre perseguido”. Por si fuera poco, Gilberti le había escrito al padre Francisco de la Cerda y al padre Diego Pérez Negrón que “sabía por revelación que no se podían salvar si no se metían a frailes”. En otras palabras, nuestro misionero era sospechoso de mala doctrina, se mostraba rebelde a las órdenes de su Majestad y, para rematar, se sentía iluminado por Dios. El hecho es que no habían podido procesar a fray Maturino por éstas y otras cosas, “porque no hay [que] osar tocar al fraile […] que cierto lo tenemos por mal cristiano y vengativo”.
No se conoce respuesta de Moya de Contreras, como tampoco actuación del Santo Oficio contra el fraile, derivada de la misiva de don Antonio. Lo único que muestra la carta es el nivel de animadversión alcanzado entre las partes. Mala idea hubiera sido meter al recién estrenado Tribunal entre las patas de los caballos.
Para rematar con tan mal año, el 27 de marzo de 1571, el rey Felipe II había firmado una real cédula dirigida a don Martín Enríquez, virrey y capitán general de la Nueva España y presidente “de la Real Audiencia que reside en México”, la cual se conoció en estos lares a finales del mismo año. En ésta podemos leer:
Nos somos informados que entre los religiosos de la orden de San Francisco que residen en el obispado de Michoacán […] están fray Maturino Gilberti y fray Gil de Clemente y fray Juan Gerónimo […] demás de ser de nación franceses, no se tiene buena satisfacción de su vida y ejemplo y que convenía que no estuviesen en esa tierra, ni en otra parte alguna de las nuestras Indias […] mando […] os informéis y sepáis muy particularmente si los susodichos […] son franceses de nación, y constándoos serlo, proveáis como luego salgan de la dicha Nueva España y se vengan a estos reinos.29
Poco tiempo después, sin la intervención del prelado michoacano, darían inicio las indagatorias en torno a la vida y costumbres de fray Maturino Gilberti, por parte de la Real Audiencia y del Arzobispado de México. Las dos Majestades unían esfuerzos.
Nuevos vientos para fray Maturino
El 10 de abril de 1572, el virrey don Martín Enríquez comisionaba al oidor doctor Luis de Villanueva para dar cumplimiento a las órdenes de su Majestad en relación con los tres franciscanos.30 Ese mismo día, el oidor se presentaba en el convento de San Francisco para tomar declaración a fray Francisco de Ribera, a la sazón comisario general de los franciscanos en la Nueva España. Según Ribera, de los tres frailes, solamente fray Maturino era de origen francés, quien-decía- “está en este convento, tullido de muchos años y […] no puede andar sino con dos muletas y con muchos trabajos”.
De inmediato, el doctor Villalobos dirigió sus pasos a la enfermería del convento, donde encontró a nuestro fraile postrado en una cama. Recibido su juramento, le tomó declaración. Fray Maturino afirmaba haber nacido en Francia, tener más o menos64 años, hablar lenguas tarasca, otomí, matlalcinga, mexicana y chichimeca y residir en la Nueva España desde hacía 31 años, cuando viajó con “siete religiosos que vinieron con licencia del Emperador Nuestro Señor”.
En sus condiciones de salud, con residencia autorizada por el Emperador, después de 30 años de servicios como misionero y con tal dominio de las lenguas de los indios -más el latín, español y francés, por lo menos-, hubiera resultado muy difícil dar cabal cumplimiento a la real cédula, pero muy sencillo explicar su acatamiento sin cumplimiento. Sin embargo, no fue necesario aclarar cosa alguna en Madrid.
El 18 de mayo del mismo año, salía de Madrid otra real cédula dirigida al Virrey y al Arzobispo de México, con el fin de averiguar la vida y costumbres de Gilberti:
[…] porque se nos ha hecho relación que el dicho fray Maturino hará falta en esa tierra, por ser hombre de buena vida, y lengua, y de mucha opinión entre los indios, y viejo y muy antiguo en ella, y yo quiero ser informado de la calidad y bondad, vida y costumbres del dicho fray Maturino y del fruto que ha hecho y hace en esa tierra con su doctrina y ejemplo, y si hará falta en ella.31
Pocos días antes de firmarse la real cédula en Madrid, moría, en México, el arzobispo fray Alonso de Montúfar (7 de mayo de 1572), por lo que fue entregada al Dean y Cabildo de la Catedral de México. El 4 de noviembre conocieron el mandamiento de su Majestad y, de inmediato, lo remitieron al doctor Esteban de Portillo, “juez provisor oficial y vicario general del arzobispado en Sede Vacante”, a “quien encargaban y encargaron la conciencia, descargando con él la suya”.
El 6 de noviembre, el provisor Portillo-quien ya no usa el título de “inquisidor ordinario”-hizo comparecer ante sí a seis personas para dar su testimonio sobre el franciscano. Entre el 6 y el 12 del mismo mes, declaraban Francisco de Manjarrés, clérigo presbítero residente en la Ciudad de México, de más de 50 años; Antonio Freile, “vicario de la casa y ermita de Nuestra Señora de Guadalupe de Tepequilla” (Tepeyac), de más de 70 años; Francisco Acensio, laico, natural de Valencia de Aragón, de más de 25 años; el bachiller Juan de Sepúlveda, clérigo presbítero, de 30 años; Gonzalo López de Ávila, clérigo presbítero, natural de la “provincia de Mechuacán”, de más de 35 años, y Joachín Gutiérrez, canónigo de la catedral de Michoacán, de más de 34 años. Todos coincidían en reconocer los méritos, talento, virtudes y grandes servicios prestados por fray Maturino a la evangelización de los indios de Michoacán.32
Por razones obvias, el testimonio más interesante es el del canónigo de la Catedral de Michoacán, quien dijo conocer a Gilberti por más de doce años, esto es, por lo menos desde 1560, año en el que dio inicio el diferendo entre el misionero y don Vasco. Declaraba que:
[…] sabe y ha visto y así es público y notorio que […] es muy buena lengua de la dicha provincia de Michoacán y con ella y con su buena vida y ejemplo ha hecho y hace mucho fruto espiritual entre los naturales […] y ha hecho libros de doctrina [en tarasco] lengua que […] principalmente entiende y a tanto que ningún religioso de su orden le excede en ella […] y por ser viejo y de las calidades que tiene, Nuestro Señor y su Majestad serán muy servidos en que esté en la dicha provincia y que no salga de ella y si saliese […] los naturales de ella […] recibirían notable daño por aprovechar, como aprovechan, con su buena vida, ejemplo y costumbres y lengua.
El provisor don Esteban de Portillo hizo mucho más que levantar tan favorables testimonios sobre la vida del misionero. Pocas semanas después, el 3 de febrero de 1573, mandaba comparecer ante sí a fray Maturino Gilberti, para dar continuidad a sus declaraciones sobre “las proposiciones notadas en el libro Diálogo de doctrina cristiana”. En esta ocasión, pedía “declare y diga como entiende” otros cinco pasajes sobre la relación entre la fe y las obras; los méritos de las buenas obras efectuadas por los pecadores; si el perdón del pecador estaría condicionado por Dios a que perdonase a quienes le ofenden; sobre el bautismo y la salvación de las almas, en especial de recién nacidos, y, por último, sobre cierta afirmación en torno a la naturaleza de la fe.
No es mi intención hacer un estudio respecto a los debates teológicos del tiempo, lo que puede ser materia para otro artículo. Sólo hago notar que las preocupaciones, en su conjunto, se orientan a delicados temas sobre las imágenes y las devociones, la gracia y los sacramentos, el perdón de los pecados y la relación entre la fe y las obras.33 Para los fines de esta historia, es importante tomar nota de la fina explicación presentada por fray Maturino Gilberti respecto de esas siete proposiciones.
Fue preguntado si en algún tiempo ha tenido algunas de las dichas proposiciones en la forma y según le han sido preguntadas, dijo que de la suerte que este confesante las tiene declaradas siempre las ha tenido y creído y así las tiene y cree ahora, y la causa de no estar explicadas tan extensamente en el dicho libro es por falta de lenguaje tarasco y por ser la traducción en lengua no ejercitada en semejante doctrina, por haber poco que los indios son convertidos y así no se puede explicar en la dicha lengua las cosas tan bien como en la latina o castellana […] y ahora se somete a sí y el dicho su libro a la corrección de la Santa Madre Iglesia y pide que en todo provea aquello que más convenga y si otras proposiciones parecieren no bien explicadas o que tengan alguna duda, pide se manden ver y proveer en todas lo que pareciere ser más conforme a nuestra Santa Fe Católica, que es lo que este confesante pretendió cuando hizo el dicho libro y pretende ahora y protesta que no ha sido otro su intento.34
El conjunto de diligencias llevadas a cabo por el provisor don Esteban de Portillo tenían consecuencias favorables para fray Maturino. Sumaba para confirmar la buena vida, costumbres y virtudes del misionero, al tiempo de concluir con saldo muy positivo el testimonio de Gilberti ante la Audiencia del Arzobispado.
Para mayor fortuna de nuestro franciscano, el obispo don Antonio Ruiz Morales había sido promovido al obispado de Puebla―Tlaxcala. Su lugar en la sede michoacana lo ocupaba ahora el agustino fray Juan de Medina Rincón. El 1de julio de 1575,35 el obispo escribía a fray Maturino exhortándolo a negociar con los señores inquisidores para que su obra Diálogo fuera examinada por dos teólogos:
[…] y si hubiere alguna cosa que corregir, se corrija, y volvamos a sus dueños los [ejemplares]que aquí están guardados [y] si para ello fuere menester ayuda, el Padre Provincial, el maestro fray Alonso de la Veracruz va ahora a México y dirá allá su parecer y ayudará en lo que pudiere.36
El 1 de agosto de ese año, Gilberti presentaba una petición ante el inquisidor licenciado Alonso Fernández de Bonilla, en la cual, además de dar brevemente su versión de lo sucedido durante esos años, le pedía que se viera el proceso “que en razón de la dicha obra se hizo por mandado del señor arzobispo pasado” y que, aclarada la falta de fundamento de la “contradicción”, entonces se diera “licencia para que dicha obra ande entre los naturales y entre los demás que de ella se quisieren aprovechar”, al tiempo de librar de toda sospecha “mi doctrina y sermones”.37
El 13 de marzo de 1576, dieron su parecer ante el inquisidor Bonilla los teólogos calificadores del Santo Oficio, a saber, los maestros fray Bartolomé de Ledezma, dominico; fray Martín de Perea, agustino, y Pedro Sánchez, provincial de los recién llegados jesuitas. Es de notar que fray Maturino nunca fue llamado a comparecer ante el Santo Oficio y, en su lugar, se utilizaron sus declaraciones ante el provisor Esteban de Portillo de 1571 y 1573. Fuera de alguna delicadeza teológica, podemos afirmar que el misionero -como era de esperarse- salió bien librado. Aquí termina toda averiguación respecto a la vida, costumbres y sana doctrina de fray Maturino Gilberti. El Tribunal del Santo Oficio de México se dio por satisfecho y no procedió a entablar un juicio en forma contra nuestro misionero.
Una Iglesia a la defensa de Diálogo de doctrina cristiana
Librado el escollo personal y doctrinario, quedaba pendiente la autorización para la circulación de Diálogo. Pocos meses antes de que dieran su parecer los teólogos, había llegado a la Ciudad de México otra real cédula, firmada en Madrid el 15 de mayo de 1575, dirigida al arzobispo de México. En ésta, le pedía, una vez más, hacer examinar y traducir Diálogo y, “así traducido”, enviarlo al Consejo de Indias. Sólo que, en esta ocasión, las cosas eran muy distintas. Según la real cédula, el procurador del Arzobispado de México, Juan Velázquez de Salazar, en nombre de fray Cristóbal de Briviesca, procurador general de la orden de san Francisco de la provincia de Michoacán y Nueva Galicia, fray Juan de Ahora y fray Juan Bautista de Lagunas, definidores de la provincia, le había hecho relación del problema ponderando muy positivamente al misionero y su obra.38
Como podemos observar, a fray Maturino Gilberti le llovían abogados, entre ellos el procurador del arzobispado quien difícilmente hubiera actuado sin el beneplácito de don Pedro Moya de Contreras, anterior inquisitor y, para entonces, ya arzobispo de México. En efecto, el mismo que dejara sin respuesta la dolida queja del segundo obispo de Michoacán, don Antonio Ruiz Morales. A tan buenos defensores se sumaron los inquisidores del Tribunal del Santo Oficio de México.
El 22 de marzo de 1576, a los pocos días de conocer el dictamen de los teólogos, los inquisidores Bonilla y Ávalos enviaron una carta de consulta al Consejo de la Suprema y General Inquisición, en la cual trataban dos asuntos: pedían consejo respecto a cómo tratar un dilema generado en torno a la obra Diálogo y consultaban sobre la circulación de textos manuscritos en lenguas de los indios. A pesar de ser dos cosas diferentes, estaban íntimamente vinculadas.39
Sobre el dilema, por un lado, señalaban la existencia de dos reales cédulas: en la primera, de 1563, se ordenaba recoger el libro y mandarlo a España; en la otra, de 1575, se pedía al arzobispo la hiciese traducir para ser entregada al Consejo de Indias. Por el otro, informaban que los arzobispos ya habían tomado confesión a fray Maturino por algunas proposiciones, dejando en claro que: “lo que toca a recoger el dicho libro y hacer proceso y tomar confesión […] y sacar de él las proposiciones, estaba hecho antes de que viniese la Inquisición”, por lo que el Santo Oficio sólo se había ocupado de tomar esas proposiciones para hacerlas calificar por sus teólogos, cuyos testimonios anexaban a la carta de consulta. Por lo anterior, pedían:
[…] nos mande lo que debamos hacer, si lo daremos al obispo de Mechuacán o al arzobispo, para que allá lo vean y traduzcan, dejando de hacer lo que a nuestro oficio toca hasta que nos conste de más culpa; y esto parece que sería lo mejor, porque traducirlo por nuestra parte y mandarlo rever es negocio prolijo y de nunca acabar, porque [es] un libro de 300 fojas y con dificultad podríamos juntar lenguas tarascas para traducirlo y demás de esta pesadumbre, sería costoso.
Respecto a la circulación de textos manuscritos en lenguas de los naturales, argumentaban ante el Supremo Consejo de la Inquisición:
Con ocasión de este libro [Diálogo], se nos ofrece consultar acerca de la mucha escritura sagrada impresa y de mano, epístolas y evangelios y sermones de todo el año, que andan en lengua vulgar de los indios, de que somos avisados por muchos religiosos que resultan inconvenientes para la doctrina de los indios, porque como raras veces concurre ser buena lengua y buen letrado, no se hace buena versión, sino falta y llena de impropiedades […] y como se recogen las epístolas y evangelios en romance español, sería bien recoger la Escritura Sagrada impresa y de mano que anda entre los indios y entre quien los doctrina, y aunque sin esto no podrán ser doctrinados, y fuese justo que sus ministros lo tuviesen para los enseñar, convendría que todo fuese una doctrina general por unas mismas palabras, sin diferencia alguna […] y si esta doctrina y sermonario general por todos los evangelios se hiciese, sería obra muy necesaria y provechosa.
El 15 de marzo de 1577, justo un año después, respondería el Consejo de la Inquisición.40 De lo primero, acusaban haber recibido la misiva de los inquisidores junto con la calificación de los teólogos y, sobre el particular, decidían: “Sin embargo de lo que en esta razón apuntáis, consultado con el Reverendísimo Señor Inquisidor General, ha parecido detengáis en [aquella] Inquisición el dicho libro hasta que otra cosa se os ordene”.
Sobre el segundo asunto, tan estrechamente vinculado por los inquisidores de México a la obra de Gilberti, apuntaban:
También se ha visto lo que escribís que mucha escritura sagrada impresa y de mano, epístolas y evangelios y sermones de todo el año anda en esas provincias en lenguas vulgares de los indios y que tenéis aviso resultan de esto inconvenientes por las causas que referís. Y consultado con su Señoría Reverendísima ha parecido que todos los libros que hubiere de escritura sagrada, impresos [y de] mano en cualquier lengua vulgar, como no sea latín, griego o hebreo, los hagáis [recoger] mandando debajo de censuras y otras penas que os pareciere, que indio ni otra persona alguna los tenga, lea, ni venda.
No obstante tan claro mandato, el asunto estaba lejos de quedar saldado. En carta a la Suprema del 14 de octubre del mismo año, el Santo Oficio de México volvía sobre el tema, ahora en relación con otras obras de la misma especie. Una vez más, la respuesta de la Suprema era contundente,41 según consta en carta firmada en Madrid a 9 de octubre de 1578:
Hemos visto lo que escribís con ocasión de lo que se os ordenó por carta de 10 de mayo de 1576 [en donde se] prohíbe se lea el libro de mano Eclesiastés en lengua india y otro cualquiera de la escritura sagrada en la dicha lengua o en otra vulgar. Se recogieron en esa Inquisición algunos libros de epístolas y evangelios en lenguas vulgares de los indios y que porque se disminuye mucho la doctrina de los indios y que sin ellos los ministros no les podían predicar, ni doctrinar, ni otros de nuevo aprender bien la lengua y modo de su doctrina, a instancia de los dichos ministros se los volviste y que lo mismo entendíades se habría de hacer de otro libro [que] se ha recogido en la dicha lengua intitulado Parabole Salomonis. Y sin embargo de lo que apuntáis en este particular, consultado con el Reverendísimo Señor Inquisidor General, ha parecido hagáis luego recoger los dichos libros de epístolas y evangelios que así habéis vuelto, y toda otra cualquier parte de la sagrada escritura en lengua vulgar y no permitiréis que ministro ni otra persona alguna lo tenga, ni lea para ningún efecto, pues por otra vía se podrán doctrinar y enseñar los indios.
Hoy resultaría difícil encontrar algún otro medio para “doctrinar y enseñar a los indios” que no incluyese un claro conocimiento de las lenguas y la elaboración o traducción de textos doctrinales. Entonces también tenían la misma dificultad. Por lo mismo, en carta a la Suprema del 3 de abril de 1579, los inquisidores de México volvían sobre el asunto, ahora respaldados con explícita petición de los provinciales de las tres órdenes mendicantes, para permitir el uso de estos textos con fines catequéticos, pues “es digno de mucha consideración todo lo que pueda hacer a facilitar la doctrina de estos indios […] porque teniendo la cosa precisión parece lo que piden [los religiosos] justo y necesario”.42
Ante la insistencia de inquisidores y misioneros, la Suprema cedía un poco y ampliaba el criterio. En misiva firmada en 25 de noviembre de 1580 -recibida en México el 31 de agosto de 1581-, indicaban que:
[…] por las razones que escribís y se apuntan en la dicha petición, se podrá permitir tan solamente a los religiosos y otros ministros eclesiásticos que tengan cargo de instruir y doctrinar los indios, tener libros de epístolas y evangelios en lengua vulgar de los indios.43
Varios años después, el 30 de junio de 1588, los inquisidores de México volvían a interceder en favor de Diálogo.44 Toda vez que en el Nuevo Catálogo General -se refieren al Breve de Gregorio XIII45-, no se incluía, ni se mandaba prohibir ni censurar: “se nos ofrece acordarlo de nuevo para que Vuestra Señoría mande lo que fuese servido, pues no habiéndose de prohibir, podrá ser libro provechoso para la doctrina de los indios de aquella tierra”. En otras palabras, entendían que Diálogo bien podía ser aquella “obra muy necesaria y provechosa” para la doctrina de los indios.
El 3 agosto de 1589 se firmaba la respuesta del Consejo de la Inquisición, recibida en la Ciudad de México el 24 de diciembre. La Suprema confirma lo que hasta entonces había ordenado, pero dejaba abierta una ventana a posibles cambios. En la carta podemos leer: “En lo que toca al libro intitulado Diálogo de la doctrina cristiana en lengua tarasca se va mirando lo que convendrá proceder, en el entretanto que otra cosa se os ordena guardaréis lo que por la de 15 de marzo de 1577 se os escribió en esta razón”.46
No tenemos noticia de si en algún momento posterior se llegó a permitir explícitamente la discreta circulación de Diálogo. No obstante, es factible suponer -con alto grado de certeza- que el permiso de la Suprema para que los ministros de doctrina de ambos cleros pudieran tener textos similares, también afectara favorablemente la obra de Gilberti para ser usada con fines pastorales, como de hecho acostumbraba hacerse, según la amarga queja del obispo don Antonio Ruiz Morales. Sin duda, la simpatía mostrada por los inquisidores hubiera favorecido el intento. En esta lógica, resulta altamente significativo que, en 1621, el comisario de la Inquisición, fray Diego Muñoz, denunciara ante el Santo Oficio a fray Domingo de la Madre de Dios porque estaba recogiendo los libros en tarasco escritos por fray Maturino Gilberti.47
Reflexión final. Diálogo de doctrina cristiana en el debate de su tiempo
Es cierto que las motivaciones y animadversiones personales desempeñaron un papel importante en esta historia, como es propio en cualquier litigio que se respete. Por eso, no debe extrañarnos que el asunto se resolviera bajo la mirada pastoral de una generación de obispos, misioneros e inquisidores distinta y más serena, cuando los ánimos ya se habían sosegado y los apasionados protagonistas habían abandonado este mundo (Gilberti murió el 3 de octubre de 1585). No obstante y sin menospreciar su importancia, por sí mismas no son suficientes para explicar su largo alcance, como tampoco las razones de fondo. Lo que estaba en juego era un asunto más importante.
La obra Diálogo de doctrina cristiana estaba inmersa en uno de los más interesantes debates del tiempo: la pertinencia de publicar partes de la Sagrada Escritura, sermones y doctrinas en idiomas distintos al latín, hebreo y griego, ya fuera el castellano o las lenguas de los indios. Un debate íntimamente asociado a la correcta expresión y transmisión de las verdades consideradas centrales para la religión católica, en idiomas donde no existían los necesarios instrumentos lingüísticos para tal efecto. Esta preocupación que -como he apuntado- junta los álgidos debates europeos motivados por las reformas católica y protestante, con las preocupaciones específicas de los misioneros y obispos de la Nueva España. Este asunto, esencialmente pastoral, que ha estado en el corazón de cualquier despliegue misionero y de cualquier proceso fundacional de la Iglesia a lo largo de sus dos mil años de historia, es la razón de su expansión, por ejemplo, en lo que hoy es Inglaterra, Irlanda, Alemania, los países eslavos e hispanoamericanos, pero también de sus más dolorosos debates doctrinales, como los sucedidos en el primer milenio, derivados de los problemas de comunicación entre cristianos de distintas lenguas y culturas, algunos de los cuales llevaron al desconocimiento del Concilio de Calcedonia (452 d.C.), por parte de las iglesias de tradición apostólica de oriente, sin que ello significara necesariamente una comprensión distinta de la fe en Jesús de Nazaret.48
En esta lógica, resulta muy ilustrativa la consulta de 1572, efectuada por la Inquisición, sobre la pertinencia de que los indios tuvieran en su poder libros de doctrina traducidos en sus lenguas.49 Fueron consultados fray Alonso de Molina, fray Bernardino de Sahagún, fray Domingo de la Anunciación y fray Juan de la Cruz. Si bien la opinión común fue que esas traducciones eran necesarias para la labor de los predicadores, también consideraron pertinente recoger los textos que circulasen manuscritos por la baja calidad de las copias, llenas de errores. Al mismo tiempo, recomendaban permitir la circulación de las obras impresas que contaran con las formalidades necesarias y estuviesen firmadas por su autor. Todo indica que éste fue el criterio seguido por la Inquisición en años y décadas por venir, como pudimos observar en la defensa de Diálogo que los inquisidores hicieron ante el Supremo Consejo de la Inquisición, siempre asociado a la pertinencia de permitir el uso de este tipo de obras por parte de los ministros encargados de la cristianización de los indios.
En este sentido, debe hacerse notar la simpatía de la cual gozó Diálogo en su tiempo. Otras obras en español no tuvieron las mismas consideraciones. Tomemos como ejemplo lo sucedido en Tlaxcala en las mismas fechas en las que los inquisidores defendían el libro ante el Consejo de la Inquisición, así como otras obras en lenguas de los naturales. En misiva dirigida al arcediano de Tlaxcala y comisario del Santo Oficio en Puebla,50 los inquisidores de México mandaban quemar, con toda discreción, “las Horas en romance y las epístolas y evangelios”, las cuales se habían mandado recoger no porque estuvieran prohibidas, “ni porque en ello hubiese alguna cosa mal, sino porque no fuesen ocasión al vulgo de errar”. Nunca nadie, ni los obispos de Michoacán ni los arzobispos de México o sus provisores, como tampoco los inquisidores, consideraron en momento alguno entregar el Diálogo a la hoguera.
El conflicto aquí estudiado nos permite adentrarnos en la comprensión de uno de los retos pastorales por excelencia en el transcurso de la historia, tal y como se vivió desde la perspectiva judicial en la época fundacional de la catolicidad en la Nueva España, un tiempo en el cual los tribunales eclesiásticos se hacían presentes en todos los rincones de la vida de la Iglesia y de la sociedad, por ser considerados instrumentos adecuados para la solución de las controversias, incluso las de carácter pastoral. Para nuestra forma de pensar, esto resulta extraño, pero no lo era en aquél entonces. Recordemos que la búsqueda de soluciones judiciales a los grandes retos pastorales fue característica distintiva del orden eclesiástico surgido de lo que Harold Berman ha llamado la revolución papal de Gregorio VII, en los albores del segundo milenio de la historia de la Iglesia, un largo periodo cuyo final podemos apreciar entre el pontificado de Pío IX -en el segundo tercio del siglo XIX- y las grandes transformaciones emprendidas por León XIII a finales de la misma centuria. Como historiador del fenómeno judicial, puedo afirmar que ésta es una de las características más importantes del orden socio eclesiológico, tanto de la Nueva España como de la Monarquía en su conjunto. Esto no quiere decir que los asuntos pastorales se redujeran a problemas judiciales; significa que la dimensión judicial formó parte de las estrategias pastorales. Cada tiempo tiene sus propios dilemas y busca sus propias soluciones. A los historiadores nos corresponde reconstruir el pasado para comprenderlo en sus propios términos. Ancha es la mar.