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Signos históricos

versión impresa ISSN 1665-4420

Sig. his vol.22 no.44 México jul./dic. 2020  Epub 01-Ago-2022

 

Dossier

El traje de charro de Maximiliano: ¿muestra de simpatía a los chinacos mexicanos o nacionalismo del Emperador?

Maximilian’s charro costume: Does it show sympathy for the Mexican chinacos or Emperor nationalism?

1 Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades Alfonso Vélez Pliego. Correo electrónico: aragoch@hotmail.com.


Resumen

El artículo busca desentrañar el origen de un mito más en torno a la figura de Maximiliano de Habsburgo. Se ha repetido frecuentemente que el traje de charro utilizado por el Emperador en sus viajes al interior de nuestro país, pese a buscar sólo la adhesión de muchos mexicanos, le sentaba mal y era una indumentaria usada por los bandoleros, los republicanos y los chinacos de la época. El objetivo es desmentir tal afirmación y explicar por qué y con qué intenciones se construyó esa leyenda, a la luz de buscar los reproches y culpas que se le adjudicaban al Emperador a su caída.

Palabras clave: Francisco de Paula y Arrangoiz; vestimenta típica; Carl Martin Edersberg; moda mexicana; vida cotidiana

Abstract

The article seeks to unravel the origin of another myth around the figure of Maximilian of Habsburg. It has often been repeated that the charro costume used by the Emperor in his travels to the interior of our country, despite seeking only the adherence of many Mexicans, it was not well seen and was a suit worn by the bandits, the Republicans and the Chinacos of that time. The objective is to deny this claim and explain why and with what intentions that legend was built, in the light of the reproaches and faults that were attributed to the Emperor to his fall.

Keywords: Francisco de Paula y Arrangoiz; typical clothing; Carl Martin Edersberg; Mexican fashion; daily life

Introducción

La pregunta clave que llevó a realizar la siguiente investigación fue: ¿dónde se encuentra el origen de un mito sobre Maximiliano, de entre los muchos que se le han adjudicado a él y a la pareja imperial? Esta pregunta derivó en otra: ¿realmente el rubio emperador usó el traje de charro porque simpatizaba con los republicanos o lo hizo como una estrategia de propaganda? La interrogante parece ociosa, pero encierra una lectura más profunda que nos lleva a relacionar toda una serie de realidades y leyendas que se entreveran en torno al Emperador y que harían una lista enorme. Para agregar más confusión a su imagen, también es cierto que muchos mexicanos no entienden sus ideas liberales, pues, como sabemos, fue apoyado por los conservadores que se oponían al proyecto liberal. En ese trasiego de interpretaciones, fueron precisamente los conservadores los que en ocasiones construyeron estos mitos, cuando se confrontaron ambos proyectos en las mismas filas imperiales. De ahí que mi intención sea hacer una revisión historiográfica con apoyo de las fuentes primarias, de las fotografías y de otras imágenes, para demostrar cómo en el mismo sector conservador se denostó la figura imperial cuando ya había caído este gobierno.

Por otro lado, la presencia de esta dicotomía entre mito y verdad histórica ha sido fundamental para entender este periodo, pues el Segundo Imperio se ha replanteado desde hace tiempo como resultado, “no de una aventura de extranjeros voraces ni de mexicanos marginados y traidores, sino […] de una experiencia política netamente nacional”, de un proceso ideológico que tiene sus raíces en el momento mismo de la Independencia.1 Desde esa perspectiva, investigadores como Erika Pani han colocado ese momento histórico en el centro del espectro político nacional y no en la marginalidad -como tradicionalmente se había hecho-, vinculándolo a los acontecimientos del país que le dan cierta continuidad, entre ellos, desde luego, el proyecto liberal, que no se cancela, sino, al contrario, se retoma. También es cierto que el Imperio, al estar encabezado por un príncipe europeo, introdujo medidas inéditas en diferentes ámbitos y en un corto periodo (entre 1864 y 1867), las cuales poco se han analizado. Entre ellas se encuentran las estrategias de propaganda política, muy alejadas de temas que se tocan de manera frecuente, como son: los de la legislación, relaciones Iglesia-Estado, la influencia de la Ilustración y el liberalismo, el contexto internacional, los ejércitos de intervención, la correspondencia privada, entre otros muchos más. En cambio, la revisión de la propaganda nos permite descubrir ámbitos poco estudiados, como la difusión de la imagen de los emperadores a través de la fotografía, la cual no tenía antecedentes en nuestro país y conoció uno de los mejores momentos, y finalmente sirvió como un instrumento político de gran efectividad. Con el tiempo, se han descubierto otras facetas también dignas de destacar, entre ellas el uso del traje de charro, sobre lo que hay diferentes interpretaciones, las cuales llegan, regularmente, a conclusiones apresuradas y contradictorias, abonando más al mito que a la verdad histórica. Es obvio, en este caso, que el interés de Maximiliano fue mostrar su nacionalismo y hacerse más mexicano, al portar una prenda que era -y sigue siendo- uno de los símbolos más importantes en el país.

El traje de charro ha evolucionado en el transcurso del tiempo; creado a partir de características regionales, fue declarado “traje de los mexicanos” tiempo después, y no hay duda de que desde mediados del siglo XIX se le identificaba como un atuendo característico sólo del país, pues los materiales de las prendas -las pieles de venado, los paños de lana, la botonadura de plata y hasta el diseño- se podrían encontrar únicamente en México. Sin embargo, desde la caída del Imperio se manipuló el mensaje original y se le vinculó, de manera maniquea, con los sectores republicanos, los grupos de bandidos o los chinacos que asolaban a la población. Todo ello, desde luego, con la intención de desacreditar a Maximiliano, desvirtuando sus verdaderas intenciones y contribuyendo con otro más de los factores que dieron origen a su caída, como lo fue su deslinde con el grupo de los conservadores. Para entender este proceso, no me cabe duda, es importante remitirnos a las fuentes primarias y al contexto en el que se dio esta denostación política.

La construcción de un mito más para Maximiliano de Habsburgo

La aparición de lo que considero otro mito sobre Maximiliano de Habsburgo se dio entre 1871 y 1872, cuando el político e historiador mexicano Francisco de Paula y Arrangoiz (1811-1889) publicó, en Madrid, su libro México desde 1808 hasta 1867. Al hacer un recuento de la historia mexicana, el autor no perdió oportunidad de dar sus opiniones sobre el Segundo Imperio, en el cual, por cierto, también había participado, otorgándose así cierta autoridad para emitir juicios sobre el gobierno y la personalidad del Emperador, pues lo había conocido directamente. Todo ello lo hacía -hay que hacer notar- en momentos en los que la República había triunfado y los partidarios de la monarquía se acusaban mutuamente por la mala elección del príncipe, tratando de explicar e incluso justificar la caída del Imperio. Además de explicaciones políticas, que se remontaban a la época de la Independencia, Arrangoiz señaló -ahora podemos decir, no exento de cierto encono- errores en la personalidad del príncipe, pues, cuando llegó al país, quiso conseguir el apoyo de los distintos sectores sociales y promover su imagen, pero de manera equivocada:

Para no omitir medio alguno Maximiliano de hacerse popular con ciertas gentes de las de la parte más respetable de la sociedad mexicana, adoptó el traje que usan las gentes del campo, y con él se presentaba en las calles de la capital; traje que había llegado a ser distintivo de los guerrilleros juaristas o los plateados, y que ninguna persona de respetabilidad usaba en poblado, como que se compone de chaqueta corta, y calzonera (pantalón abierto de la rodilla para abajo con botones en una de las aberturas) y que sienta muy mal al hombre de educación, sobre todo si es del Norte de Europa, por no saberlo llevar.2

A partir de esta afirmación se construyó el mito de que el traje de charro utilizado por Maximiliano no le sentaba bien y que sólo era usado por los juaristas, los plateados (bandidos en la zona del hoy estado de Morelos) y los chinacos (guerrilleros republicanos que luchaban contra las fuerzas francesas), como lo afirmó Arrangoiz. Algunos autores retomaron esa idea, sin dudar de su credibilidad, e incluso llegaron a decir que se suscitaron burlas en torno a este atuendo o simpatías hacia los enemigos del Imperio, como fueron los chinacos, afirmaciones falsas, pues no se respaldan con las fuentes de la época. De ahí que mi primera búsqueda fuera a partir de todo lo que se dijo sobre el traje de charro de Maximiliano, para comprobar que dichos argumentos, sin dudar de su veracidad y sin cuestionar los motivos que impulsaron al autor a descalificar a Maximiliano en su intento de mexicanizarse, han sido un terrible error. Dar por cierta la afirmación de Arrangoiz sólo ha abonado a las leyendas que envuelven a los emperadores y que continuaron en los años siguientes. Victoriano Salado Álvarez fue quizás el primero en retomar esta visión chabacana y hasta frívola de Maximiliano, en sus libros que tienen más de novela que de verdad histórica:

[…] pobre emperador, él que tan guapo era, que tan bien sabía llevar toda la ropa que, con su elegancia natural, daba tan poco qué hacer a su sastre, vistiendo el traje nacional se miraba tan desgarbado, tan triste, tan falto de aire y de gracia que el gallardo atavío de nuestros rancheros le venían como un sambenito.3

Cabe señalar que Salado Álvarez escribió sus Episodios Nacionales entre 1903 y 1906, sin haber sido testigo de los hechos y cuando en pleno Porfiriato se veía el periodo como una etapa de hazañas para los liberales, no como un momento de confrontación entre dos proyectos políticos válidos. De hecho, desde una década antes se había propalado la leyenda de lo mal que sentaba supuestamente el traje de charro a Maximiliano. En la novela anónima Perucho, nieto de Periquillo, se sigue el mismo argumento:

[…] todas las mañanas, vestido con su traje nacional del pueblo bajo; ancho sombrero, calzonera con rica botonadura de plata y chaqueta de cuero con agujetas y bordados […] Así venía de su Castillo a Palacio y llegó a poner ese traje a sus lacayos y a guarnecer las mulas todas blancas y de la misma talla, con alamares tricolores y cascabeles ruidosos. Esto en vez de satisfacer al pueblo lo enconaba, y no era raro oir: -Mira valedor, allí viene el pulque austriaco.4

Esta obra fue publicada en 24 entregas en el periódico semanal El Mundo, entre 1895 y 1896; ha sido atribuida a Juan de Dios Peza, pero, sin duda, tampoco es una fuente válida por el formato de novela, pese a que el padre de Peza participó en el Imperio y el autor pudo tener referencias más verídicas de los acontecimientos. Peza inventó, incluso, que los lacayos vistieron ese traje, lo cual se puede desmentir fácilmente. En el siglo XX, otros autores siguieron con la misma tónica. Erika Pani, por ejemplo, menciona -citando a Arrangoiz- que “en su intento de mexicanizarse Maximiliano utilizaba en sus viajes al interior, el traje de charro que había sido distintivo de los guerrilleros juaristas o los plateados”.5 Olvidando, como adelante señalaré, que el traje de charro no era exclusivo de los juaristas o de los considerados enemigos del Imperio, sino que lo usaba un amplio espectro social, incluidas -y esto es signo de notar- las clases altas del país, contrario a lo que dijo el político conservador.

La imagen del charro mexicano con Maximiliano

La idea de usar el traje nacional no partió de una ocurrencia momentánea del Emperador cuando se encontraba ya en el país, sino que fue algo planeado y quizás aconsejado por los asesores de Estado. Esther Acevedo ha sido una de las primeras en notar esos mensajes que el Emperador quiso mandar a sus súbditos desde antes de su llegada: “desde 1863 se había manufacturado el traje de charro para Forey y el emperador hecho en el establecimiento del Sr. Godard: la calzonera y la chaqueta de gamuza muy fina, calzadas de oro y plata, los botones representan las águilas mexicanas y las francesas”.6 Llama la atención que se mencione a Forey con la intención de usar el traje, pero seguramente nunca llegó a portarlo, debido a su rápida salida de nuestro país.

Pese a lo que han afirmado algunos autores, como José Manuel Villalpando,7 no existen fotografías de Maximiliano en las que aparezca con el traje nacional, o cualquier otra referencia. Entre las innumerables imágenes del fotógrafo francés que estuvo muy cercano a la Corte de los archiduques, como lo fue François Aubert, no se encuentra algún retrato fotográfico de Maximiliano luciendo el traje nacional.8 Desde luego, tampoco los pintores oficiales como Santiago Rebull o Joaquín Ramírez, de la Academia de San Carlos, o el artista francés Jean Adolphe Beaucé, quien estuvo en el país durante estos años, efectuaron alguna pintura con ese traje9 (véase Imagen 1). Fue precisamente Beaucé quien prefirió retratar al Emperador en traje de militar mexicano, en una obra que Fausto Ramírez evalúa como “una estrategia convencional del retrato académico idealizado, normado por los modelos tradicionales [que] posee de suyo una cualidad icónica ‘protocolaria’, asociada a la idea de triunfo y de dominio”.10

Fuente: Acevedo, Testimonios, 23.

Imagen 1 Jean Adolphe Beaucé, “El emperador Maximiliano a caballo”, 1865, óleo sobre tela 

Los tres únicos retratos ecuestres en donde aparece Maximiliano montando a caballo con el traje de charro no fueron obras oficiales, pues no podían cumplir esta función. No sorprende que dos de ellos sean atribuidos a un pintor alemán, casi completamente desconocido: Carl Martín Edersberg (6 de octubre de 1818-3 de junio de 1880), mientras que el tercero a un pintor anónimo. Incluso, no se puede estar seguro de que se hicieron en la época del Imperio, sino, con toda probabilidad, posteriormente, quizás en el Porfiriato, cuando se construía el mito del Emperador en el imaginario mexicano. Me atrevo a suponer estas obras como un sentimiento de nostalgia hacia el Imperio, por parte de particulares, pues se encuentran en colecciones privadas. De hecho, el pintor Edersberg está envuelto en las brumas del misterio: no se tienen mayores datos de su vida y obra, no hay ninguna pista de que haya estado en México y tampoco se sabe cuándo hizo los cuadros: ¿un nuevo misterio que abre posibilidades de investigación?11 Definitivamente, estos retratos son una línea de estudio que daría respuestas al arte que surgió en torno al emperador Maximiliano, donde aparece de perfil montado a caballo, en uno color alazán o en otro blanco, pero siempre portando la calzonera con botonadura de plata, chaqueta y sombrero de ala ancha, con el fondo de un paisaje mexicano (véase Imagen 2).

Fuente: Dafne Cruz Porchini, “Charrería: origen e historia de una tradición popular”, La Raza Magazine, año VII, núm. 14 (2013): 22

Imagen 2 “Maximiliano en traje de charro”, óleo sobre tela atribuido a Carl Martín Edersberg (sin fecha) 

Pero, para este estudio, me interesa demostrar que los retratos contradicen a Arrangoiz y a los autores que afirman que el atuendo le sentaba mal, pues no se percibe en aquéllos un porte o una imagen negativa de Maximiliano, y, de serlo así, es subjetiva. Desde luego, insisto, hubiera sido más fácil tener una fotografía con ese traje, pero, ¿por qué sucedió esta omisión, existiendo tantas otras fotos del Archiduque? Considero que el traje de charro no ameritaba un retrato oficial, pues Maximiliano lo usó, especialmente, en los viajes al interior del país, pero nunca en las calles de la capital, a menos que viniera de alguna de estas excursiones. Esto implicaba un problema técnico para los fotógrafos, pues los retratos de este tipo regularmente se tomaban en los estudios, debido a lo pesado de las cámaras y a que el fotógrafo en los exteriores tenía que seguir el viaje, haciendo difícil la operación. Asimismo, quizá, para los pintores no hubo tiempo ni interés para llevar a cabo un cuadro que requería mucho cuidado, pues significaba un salto en las convenciones del academicismo: ¿cómo adaptar los cánones de los retratos de corte con el traje de charro? En especial para Beaucé, a quien seguramente le era más fácil pintar los uniformes militares como los del mariscal Bazaine o los mantos de armiño, pero no una calzonera con botonadura de plata portada por un emperador.

Sin embargo, Maximiliano usó frecuentemente el traje de charro. De hecho, el Emperador trató de adaptarse a la vestimenta de cada región, pues, según José Luis Blasio, cuando visitaba la Tierra Caliente, como las cercanías de Orizaba, en Veracruz, lucía traje blanco y sombrero de paja de igual color; el traje de charro era, según el mismo Blasio, de paño azul, con botonadura de plata y ancho sombrero gris con toquilla blanca.12 Como insisten varias de las crónicas, es un hecho que, cuando el Emperador tenía oportunidad de lucir el traje de charro, lo hacía con enorme orgullo, como en su entrada a la ciudad de Morelia, Michoacán, en octubre de 1864, cuando, pese a que las autoridades le tenían preparada una calesa a la entrada de la garita, Maximiliano monta en su caballo y entra “vestido con pantalonera negra, botonadura de acero, chaleco del mismo color y chaqueta azul”,13 siendo vitoreado por la población. Algo similar sucede en su viaje a Jalapa, Veracruz, donde, en la garita de Coatepec, “hace su entrada en su soberbio caballo, el Orispelo [… con] calzonera de paño azul con botonadura de metal, chaqueta de paño del mismo color […] y en el cuello una condecoración”.14

Martha Zamora, autora de uno de los más recientes libros sobre Maximiliano y Carlota, asegura que en el Sitio de Querétaro, en mayo de 1867, cuando el Segundo Imperio toca a su fin, el Archiduque se encontraba enfermo, pero que, en un intento de ganarse la simpatía de la población, no dudó en vestirse de charro. Como la mayoría de los novelistas o historiadores poco serios, la cita la da sin ningún fundamento, pues no señala fuentes claras y sólo dice:

[…] el delgadísimo emperador recorre las calles ataviado con el traje nacional, con su gran sombrero, chaleco corto y pantalón con botonadura de plata. [Aunque a veces] se le encuentra en traje de civil fumando uno de los puros malolientes que acostumbra, siempre amable y tranquilo. Juega boliche y convive con los queretanos.15

Sin embargo, de haber usado el traje de charro en Querétaro, las razones por las que no se tiene un testimonio gráfico son las mismas que las anteriores, pues durante el sitio era difícil que algún fotógrafo o artista tuviera tiempo y posibilidades de elaborar un retrato del Emperador con este traje. Aunque, desde luego, queda la duda de por qué no hubo el interés de mandar alguna foto con el traje mexicano a sus parientes europeos. Si tanto Maximiliano como Carlota mencionaban en sus cartas su intención de mexicanizarse en todos los aspectos y estaban orgullosos de su nuevo país, ¿por qué no tomar una foto y demostrarlo? Al menos, se sabe que las imágenes de muchos cortesanos, como fueron las damas de palacio, fueron coleccionadas por la misma Emperatriz, para que sus familiares y allegados tuvieran una idea de las personas con las que se habían rodeado los emperadores en su nueva patria.

El traje de charro, ¿vestimenta de los chinacos o de las clases altas en México?

Fuera de esta duda y ausencia de fotografías, tenemos varios testimonios escritos que contradicen esta idea de que sólo los juaristas usaban el traje. La condesa Paula Kolonitz (1840-¿1920?), quien llegó al país formando parte del séquito de los emperadores, menciona en Un viaje a México en 1864 que varios caballeros, cuando asistían al Paseo de Bucareli, punto de encuentro de la aristocracia capitalina, portaban el traje nacional:

Los hombres, las más de las veces, vienen a caballo y vistiendo siempre el traje nacional, pero cuando van a pie o dentro de sus casas, usan el traje francés. Aquel gran sombrero de color claro y largas alas que se extienden sobre la espalda, adornado de cordones de oro, aquella chaqueta oscura con sus pequeños botones de plata, los zapateros [sic] que generosamente recamados de oro y plata traen sobre los pantalones, abajo no pasando de la rodilla, arriba sujetos con una correa a la cintura, todo es gracioso y les da una bella figura. Y así como es elegante el jinete también lo es su pequeño y gallardo caballo que va elegantemente enjaezado [...] Atrás, en el apoyo, va siempre el bello sarape, más atrás cuelgan el lazo y una piel de cabra que sirve para proteger las pistolas y así cabalga el mexicano por el Paseo y también así viaja por todo el país.16

Esta misma visión la tiene el príncipe Carl de Khevehüller Metsch (1839-1905), miembro del cuerpo del ejército austriaco y de origen húngaro, quien corrobora las palabras de la Kolonitz:

[...] sólo en el gran Paseo de México se ven, entre las 6 y las 8 horas, cientos de amazonas y de jinetes, estos últimos vestidos con el traje de charro (tscharro), el traje nacional mexicano, sobre espléndidos caballos. Este traje consiste en: una chaqueta negra y pantalones negros [sic] muy ajustados, guarnecidos de cientos de botoncitos de plata, enormes espuelas y el sombrero, que a menudo tiene un diámetro de 2 ½ pies y es de fieltro blanco y gris, además de estar ricamente bordado en oro.17

El mismo príncipe, de hecho, usará igual color en el traje, como adelante señalamos. Pero si los testimonios literarios no fueran suficientes, otra de las pruebas más concluyentes la encontramos en varias colecciones fotográficas, pues desde la época de los daguerrotipos hay ejemplos de hombres vestidos con este atuendo. Sin embargo, es en los llamados álbumes para cartes de visite, populares a partir de 1860, donde aparecen los retratos de varios personajes portando el traje de charro, los cuales -supongo- fueron hacendados, empresarios, diplomáticos u hombres que parecen de recursos económicos altos. Sorprende, sobre todo, encontrar también a extranjeros, quienes no desdeñaron portar el atuendo nacional e incluso posar ante las cámaras. Por ejemplo, en la Colección Conde-Zambrano, de la Fototeca del Tec de Monterrey, descubrimos el retrato del embajador Sir Charles Wyke (1815-1897), ministro extraordinario de Inglaterra en el periodo 1861-1862, es decir, durante el gobierno de Benito Juárez y la crisis de la deuda, donde son notorios en la vestimenta los elementos mexicanos. El embajador, recargado en una columna, luce un pantalón con botonadura de plata, un sombrero de ala ancha al estilo del país y espuelas en sus zapatos, casi como si acabara de apearse de su caballo y entrara al estudio; la chaqueta no es corta ni con adornos del traje de charro, pero, sin duda, representa esa intención de usar algunos elementos del traje (véase Imagen 3). Por las características del estudio, es probable que el fotógrafo sea Cruces y Campa, y en general se apega a un retrato burgués de la época, con la consabida columna y el telón de fondo pintado.18 ¿Quiso el embajador mostrar sus simpatías al país portando este traje o era algo común entre los extranjeros? Me inclino a pensar que fue una mezcla de ambas razones.

Fuente: Colección Conde-Zambrano, Tecnológico de Monterrey.

Imagen 3 Sir Charles Wycke, embajador británico en México (fotografía albuminada en tarjeta de visita, atribuida a Cruces y Campa, c.1862) 

Por otro lado, en la misma Colección encontramos el retrato de cuerpo entero de Julio Gargollo y Parra, muy probablemente -por los apellidos- de familia de hacendados en el estado de Morelos, nacido en 1842, el cual luce un traje mucho más abigarrado que el del embajador: chaqueta corta, ribeteada de adornos en los puños de las mangas, la solapa y los hombros; además, calzonera o pantalón abierto en la parte de abajo (justo como los que decía Arrangoiz), con abundantes adornos y el sombrero de ala ancha y con toquilla, junto a la cortina; se trata de un retrato tomado por la asociación fotográfica de Jacobi y Dimmers, conocidos fotógrafos de la época del Segundo Imperio (véase Imagen 4). El mismo Carl Khevenhüller aparece en una fotografía -que se reproduce en su libro- con el traje mexicano. Es una imagen rarísima, pues el príncipe se encuentra en el exterior, situación que, como hemos dicho, no era común. Aparece montado a caballo, luciendo el traje nacional con sombrero ancho (véase Imagen 5). ¿Quién fue el autor de esta foto? No lo sabemos, quizás alguno de los fotógrafos que acompañaban a los ejércitos para tomar registro de los lugares y acontecimientos más importantes, en algunas ocasiones, como corresponsales de guerra o como fotógrafos aficionados. Sin duda, refleja el orgullo de un extranjero por lucir el traje del país, sin ningún asomo de vergüenza o de que se le confunda con el bando juarista.

Fuente: Colección Conde-Zambrano, Tecnológico de Monterrey.

Imagen 4 Julio Gargollo y Parra (fotografía albuminada en tarjeta de visita, de Jacobi y Dimmers, c.1864) 

Fuente: Hamann, Con Maximiliano en México.

Imagen 5 El conde Karl Khevenhüller en México (anónimo) 

La lista de personajes que lucieron el traje mexicano en el Segundo Imperio puede ser muy larga. Tenemos a varios cercanos a la Corte, como el ministro de Maximiliano en Roma, Álvaro Peón de Regil, de origen yucateco. Según Esther Acevedo, fue pintado en un retrato por el artista Víctor Pierson, corresponsal gráfico del periódico L’Ilustration, que, en opinión de Acevedo, convierte la representación del chinaco en un recurso “exótico” y de lo “mexicano”.19 No estoy de acuerdo con esa aseveración, pues la categoría de chinaco se le adjudica desde una perspectiva contemporánea, no sabemos si realmente “se disfrazó de chinaco” o si se vistió con un traje nacional como otros aristócratas de la época en su reafirmación de un orgullo mexicano.

Igualmente, tenemos la referencia del ayudante de campo y caballerizo mayor de su Majestad, Feliciano Rodríguez, quien, según Blasio, además de guapo mozo y destacar en los sports nacionales, “lo mismo lucía el uniforme vistosísimo de su cargo […] como los trajes típicos de charro”.20 La amplia gama de personajes alcanza hasta a algunos contraguerrilleros, como el sanguinario Charles Augusto Dupin, jefe de la contraguerrilla francesa, quien también luce en las fotos parte del atuendo nacional, con sombrero de ala ancha y chaqueta mexicana, en donde destacan ostentosamente muchas condecoraciones (véase Imagen 6). Todo ello representa un contraste con las figuras republicanas, pues ni don Benito Juárez ni sus ministros, como José María Iglesias o Sebastián Lerdo de Tejada, quienes lo acompañaron en su viaje al norte del país, se atrevieron a usar tal traje; tampoco lo hicieron destacados generales, como don Ignacio Zaragoza, Manuel González, Miguel Negrete o el entonces brillante coronel Porfirio Díaz; al menos no se tienen fotografías que los muestren vestidos así.

Imagen 6 Charles Dupin, jefe de la contraguerrilla (fotografía en albúmina, anónima, c1866) 

Entonces, cabe preguntarse: ¿hacia dónde se inclinó la balanza nacional por parte de los diferentes grupos? De hecho, para el Benemérito hubiera sido una contradicción usar el traje nacional, pues había adoptado la vestimenta propia de su profesión como abogado y, desde luego, acorde con sus puestos políticos, entre ellos el de presidente de la República. Desde luego, los liberales no tenían las necesidades de Maximiliano de reafirmar su mexicanidad por ser extranjero. En cambio, como he insistido, serán amplios sectores sociales -incluso de las élites- quienes acudan al fotógrafo con el atuendo. En la Colección Pérez de Salazar, de la Biblioteca del Museo Nacional de Antropología, por ejemplo, se tienen retratos de algunos personajes que lucen, completo o en partes, este traje. Como una fotografía de Joaquín Martínez (véase Imagen 7), donde el retratado se cubre con un sarape mexicano, y, pese a que usa saco, es notorio el pantalón con botonadura de plata, sin estar abierto, pero sosteniendo en la mano un lazo. Otro, en cambio, luce sólo sombrero y pantalón con botonadura de plata, enfrente de un telón de fondo con un paisaje más europeo que mexicano (véase Imagen 8).

Fuente: Colección de la Biblioteca del Museo Nacional de Antropología.

Imagen 7 Joaquín Martínez en traje nacional (fotografía en albúmina, c.1870) 

Fuente: Colección de la Biblioteca del Museo Nacional de Antropología.

Imagen 8 Personaje en traje nacional (fotografía en albúmina, anónima, c.1874) 

¿Es sólo la máscara que se esconde detrás de las fotografías del siglo XIX de la que han hablado algunos teóricos como Roland Barthes o está relacionado con la evolución del traje de charro y el nacionalismo del momento, cuando sí lo usaban las clases altas de manera cotidiana, como no sucederá en el Porfiriato, cuando el afrancesamiento en las costumbres lo relegue a eventos exclusivos de la charrería? Me inclino a creer que es esta última razón. Algo parecido sucederá con el traje de las mujeres, el cual usó también Carlota: portar la clásica mantilla de encaje, sin ir necesariamente a la iglesia, era un signo de distinción social.

El traje de los chinacos y los trajes del emperador Maximiliano

Desde luego, no podemos negar que eran los sectores populares quienes portaban con orgullo el traje nacional, de manera cotidiana y no sólo como una reafirmación de las raíces mexicanas. Para los ricos era quizás una moda propia para lugares y eventos especiales, pero para los pobres era un traje de diario. En el ámbito popular, el lujo en los complementos hacía la diferencia que no todos podían pagar; así, no creo que hubiera distinción entre el traje usado en la ciudad y en el campo. Es probable que el uso de adornos de plata se debiera a la riqueza de la minería, que algunos artistas habían retratado en sus cuadros costumbristas, como Eduardo Pingret, pintor francés que estuvo activo en la década anterior y destacó el uso de estos adornos, incluso en las anqueras de los caballos. El sombrero y un sarape costoso distinguían a los chinacos, personajes salidos del pueblo y que, por lo mismo, resulta lógico que tuvieran afición por las prendas nacionales. Como prueba de ello están las descripciones que se tiene de varios bandoleros de la época. Ignacio Manuel Altamirano hace un retrato muy fiel del famoso bandido de la zona caliente (hoy en el estado de Morelos) conocido como El Zarco, en la novela del mismo nombre:

Era un joven como de treinta años, alto, bien proporcionado, de espaldas hercúleas y cubierto literalmente de plata. El caballo que montaba era un soberbio alazán, de buena alzada, musculoso de encuentro robusto, de pezuñas pequeñas, de ancas poderosas […] El jinete estaba vestido como los bandidos de la época, y como nuestros charros, los más charros de hoy. Llevaba chaqueta de paño oscuro con bordados de plata, calzoneras con doble hilera de chapetones de plata, unidos por cadenillas y agujetas del mismo metal; cubríase con un sombrero de lana oscura, de alas grandes y tendidas, y que tenían tanto encima como debajo de ellas una ancha y espesa cinta de galón de plata bordado con estrellas de oro; rodeaba la copa redonda y achatada una doble toquilla de plata, sobre la cual caían a cada lado dos chapetas también de plata, en forma de bulas rematando en anillos de oro.21

Otro de estos personajes en los cuales podemos ver el mismo estilo, aunque menos ostentoso, es un famoso bandolero de la época, Catarino Fragoso, quien, según su mejor biógrafa, Ilihutsy Monroy Casillas, había nacido en Texcoco en 1834, así que, para la época que nos ocupa, tenía alrededor de 30 años. Fue pieza clave en el control de la zona del Mezquital y Pachuca, en Hidalgo, y vestía al estilo de los chinacos: “con sombreros de fieltro negro y toquillas de plata […] moreno, fornido, de ojos pardos, nariz afilada y barba poblada”.22 Por ser el estereotipo del bandido de la época, vale la pena recordar que Fragoso tenía un largo historial delictivo: inició su carrera en el desorden y la anarquía del país, en la Revolución de Ayutla, y luego como guerrillero, durante la Guerra de Reforma, momento en el que fue acusado de homicidio y encarcelado. Después se unió a Nicolás Romero, general que siempre apoyó al presidente Benito Juárez, alternando la lucha contra los franceses con una serie de tropelías que incluyen el robo, tanto a ricos como a pobres, e incluso a iglesias como la de Teoloyucan, donde, ante la vista de los mismos sacerdotes, sacó objetos de plata que pretendía vender con el argumento de que era necesario conseguir recursos “para la causa”.23 Este mismo pretexto utilizó para secuestrar al minero inglés William Rambling, en noviembre de 1863, dejándolo en libertad después de tres semanas, cuando se le pagó el rescate de 8 000 pesos que exigió.24 Después decidió unirse al Imperio, pero, en el último momento, volvió a las filas republicanas, las cuales lo perdonaron después de tantos atropellos y tropelías.

Esta imagen, desde luego, contrasta con la de Maximiliano, tanto en lo físico como en las costumbres, pues era un completo caballero, nada parecido a un chinaco. Las descripciones y las fotos que se conocen del Emperador no dejan duda de que era alto (más de 1.80 metros), de tez blanca y, en palabras de Blasio, “delgado, con una mirada bondadosa y profunda de sus ojos azules, con una barba rubia, dividida en el centro para ocultar el signo característico de los Habsburgo, que era el labio inferior caído hacia fuera”; en conjunto, era imposible verlo sin sentirse atraído y fascinado por su figura.25 La escritora estadounidense Sara Yorke Stevenson agregaba que el Emperador “era bien parecido […] y parecía un caballero pues fue educado para ello. Su dignidad era sin altivez, sus maneras atractivas; tenía la facultad de inspirar confianza y poseía más magnetismo personal que la emperatriz”.26 Por otro lado, lejos de las pinturas oficiales, como las de Alberto Graefle (hoy en el Museo Nacional de Historia), donde Maximiliano luce manto de armiño, traje militar y condecoraciones propias de su alto rango, lo mismo que Carlota, vestida de gala con traje de amplia crinolina, tul y joyas, en la vida diaria los emperadores vestían trajes sencillos, a la moda europea de entonces; igualmente, se conocieron las imágenes con traje de vicealmirante de la marina austriaca, con casaca y charreteras en el hombro, además de banda y el Toisón de Oro. Para ceremonias oficiales, el Emperador adoptó también el traje militar de general mexicano, con casaca negra de amplios faldones, charreteras en los hombros, pantalón negro y también condecoraciones en el pecho como la de la Orden Imperial de Guadalupe y el collar del Águila mexicana, creadas por Maximiliano. En las fiestas de etiqueta de noche, llevaba frac, con camisa blanca y condecoraciones más discretas. Por lo mismo, el traje de charro -o lo que se consideraba de chinaco- era más propio para personas que vivían en el campo, como Nicolás Romero o el mencionado Catarino Fragoso. Si bien podía ser un mal disfraz, no hay pruebas suficientes para coincidir de manera total con las afirmaciones de Francisco de Paula y Arrangoiz, pues los que se consideraban caballeros podían usar el traje, como hemos visto en el paseo o los viajes al interior, como los que hizo Maximiliano.

Quién fue Francisco de Paula Arrangoiz y Berzabal y las razones de su mito

Para entender las razones de lo que considero una difamación, valga la pena recordar quién fue Francisco de Paula y Arrangoiz y qué motivos lo llevaron a desacreditar a Maximiliano por usar el traje nacional. No tengo duda ahora de que fue un odio irracional por haberse alejado de los principios conservadores, detalle en el cual no han reparado varios autores. El origen social de Arrangoiz explica su acendrado conservadurismo y su rechazo a las políticas liberales del Emperador. Nacido en 1812, en Jalapa, Veracruz, en una familia acomodada, desde pequeño recibió una educación esmerada; aprendió inglés y francés, lo cual le abrió las puertas a una brillante carrera política y diplomática.27 En 1841, fue nombrado cónsul de México en Nueva Orleáns, bajo el gobierno de Anastasio Bustamante, puesto en el que permaneció hasta 1845. Un año después, lo nombraron cónsul en La Habana, en la presidencia de José Joaquín de Herrera; luego trabajó como Ministro de Hacienda interino durante cuatro meses en 1849. Ese mismo año, saltó al Ayuntamiento de la Ciudad de México, para trabajar al lado de don Lucas Alamán, quien tenía entonces el carácter de presidente de este organismo. Antes de salir hacia Europa, trabajó de nuevo, en 1854, como cónsul de Nueva Orleáns, en el último gobierno de Santa Anna. En esta ciudad se entrevistó con Melchor Ocampo, Benito Juárez y José María Mata, los liberales expulsados de México, acusados -en abril de ese año- de preparar una campaña contra el Presidente. Los tres personajes fueron a pedirle una constancia sobre las actividades que llevaban a cabo en Nueva Orleáns, a lo cual, sin que sepamos las razones, Arrangoiz se negó.28 Frente a esta situación, Ocampo debió conseguir un escrito firmado por periodistas, comerciantes, donde se declaraba que los mencionados no hablían llevado a cabo actividades de filibusterismo. El episodio, no obstante, quedó ausente en los escritos del historiador, salvo cuando quiere desprestigiarlos.

Arrangoiz no duró mucho tiempo en el cargo de cónsul de esa ciudad, ya que fue nombrado para el de Washington, mismo que dejó en 1854 para marcharse a París y nunca más regresar a México. Esto le valió la destitución de su cargo, pues se marchó sin informar al Gobierno mexicano. En todo ello, es probable que influyera el hecho de que previamente se había cobrado uno por ciento de la comisión de la venta de La Mesilla a Estados Unidos (68 000 pesos). El gobierno de Santa Anna, sorprendido, le recriminó su decisión y Arrangoiz la justificó, en 1855, diciendo que ese trámite había sido ajeno al Consulado y que el cobro era módico, ya que, en estos casos, la comisión debía ser de dos por ciento. Gracias a esta circunstancia pudo vivir tranquilamente y sin apuros económicos en Europa, para después poder participar en los acercamientos entre los conservadores mexicanos y el archiduque Maximiliano.29

Así, no resulta extraño que por sus gestiones haya sido premiado y se convirtiera en uno de los primeros colaboradores del Imperio. Sirvió como ministro plenipotenciario en Bélgica, Inglaterra (donde buscó obtener un empréstito) y Holanda, caso muy parecido al de José Manuel Hidalgo y Esnaurrizar, pues prefirieron trabajar en la diplomacia, que acompañar a Maximiliano a México y enfrentar los innumerables problemas. Pero, como bien es sabido, al poco tiempo de establecerse el Imperio, el 13 de abril de 1865, decidió separarse del gobierno, por considerar que el Emperador había traicionado los principios conservadores que lo llevaron al trono, en especial por no dar un efectivo apoyo a la Iglesia y por validar las reformas liberales que expropiaban las tierras del clero, lo cual lo convirtió automáticamente en un traidor. Como bien ha señalado Martín Quirarte, “el rencor que sintió Arrangoiz hacia el archiduque de Austria estaba muy vivo […] examinando los hechos desde un punto de vista unilateral”.30 José Antonio Matesanz llega incluso a resaltar lo que pensaba Arrangoiz de las verdaderas intenciones de Maximiliano, pues, según sus testimonios: “no le interesaba México, su objetivo era conquistarse a los liberales austrohúngaros y llegar a ceñirse la corona del Imperio austriaco. El trono de México no era más que el teatro de su estreno”.31 Dicho de otra manera, para el político mexicano, el Segundo Imperio era sólo un ensayo de un proyecto más amplio de ambiciones personales, quizá, como han dicho algunos autores, de buscar el trono sólo por ambición o para pagar el Castillo de Miramar. En resumen, una frivolidad del príncipe austriaco que llevó a la ruina a los conservadores mexicanos. Nuevamente, Quirarte no deja de ser contundente al afirmar:

[…] el error fundamental de Arrangoiz, al interpretar las vicisitudes del segundo Imperio, consiste en acumular la mayor cantidad de cargos a la cuenta de Maximiliano. Hasta historiadores franceses como Emilio Ollivier, sin desconocer los graves errores del archiduque, han tratado de eximirlo de ciertas responsabilidades.32

En ese contexto, la afirmación de Arrangoiz cobra un nuevo sentido, pues, sin duda, partía de una falacia para atacar a Maximiliano, de un mexicano que, además, había vivido fuera del país por más de 15 años. Pero el problema, insisto, es que su afirmación se ha repetido constantemente, sin ser revisada o cuestionada.

Conclusiones

Dejando de lado estas cuestiones de la verdad y el mito, podemos estar seguros de que, pese a las críticas al Segundo Imperio y al archiduque austriaco, el traje de charro debe mucho en su evolución al uso que hicieron las clases altas desde mediados del siglo XIX y que casi ningún autor toca. Los estudios pioneros, como los de Carlos Rincón Gallardo, en 1939,33 se centraron en la formación de las asociaciones charras, los arreos en la caballería, así como en los colores del traje, los nombres de los charros más famosos, las faenas del charro (como el coleadero, los piales, el jineteo del toro y de yeguas brutas o las manganas, entre otras), la escaramuza o hasta en los colores y manchas de los caballos, pero no se ocuparon de su evolución histórica.34 Esto mismo hicieron José Álvarez del Villar y José Ramón Ballesteros.35 Otros, como Tania Carreño King, se han dirigido a la construcción del estereotipo nacional, especialmente en el cine, en donde se analizan, en el contexto nacionalista, las películas producidas entre 1920 y 1940, que dieron celebridad a actores que aparecen vestidos de charro y que además lanzaron a la fama canciones como “¡Ay, Jalisco, no te rajes!” o “¡Guadalajara, Guadalajara!”; tal fue el caso de Jorge Negrete, Tito Guízar o Pedro Infante.36 Trabajos más recientes, como los de Ricardo Pérez Monfort37 o los de Guadalupe Jiménez Codinach,38 también rastrean la evolución del charro mexicano y la construcción de un ícono nacional, pero, por ser estudios que tocan procesos y periodos amplios, no se detienen en etapas particulares, que a mí me parecen decisivas, como fue el Segundo Imperio y, por supuesto, la figura de Maximiliano y el uso que hizo del traje de charro; en todo caso, el tema lo tocan de manera general. La aceptación del traje de charro como indumentaria nacional provino de los extranjeros y, desde luego, de la aceptación por parte de Maximiliano. Uno de los pocos autores que ha remarcado este aspecto ha sido Octavio Chávez, para quien es innegable el importante papel que desempeñó Maximiliano, pues creó una variante, en un momento en el que no había traje reglamentado: “El traje de gran gala y el de etiqueta los introdujo el emperador Maximiliano durante el Segundo Imperio. Gran amante de la equitación, buen jinete con sus caballos Orispelo y Anteburro”, el Emperador “adoptó con gusto el traje y lo innovó, poniendo de moda la versión de gala confeccionada con casimir negro (y botonadura de plata)”.39

Sea cierta o no esta afirmación, pues no la he corroborado con fuentes iconográficas ni documentos de la época, el traje de charro actual no puede entenderse sin la presencia del Archiduque. El charro es un aspecto importante, pues, como han señalado varios autores, se encuentra vinculado a la mexicanidad. Sin embargo, lejos de ser aquello que todos los mexicanos son o con lo que podrían identificarse, según Cristina Palomar Verea, es un personaje construido a lo largo de nuestra historia,40 que se reforzará -como he dicho- con la aparición del cine. ¿Representaría entonces un eslabón en la construcción de esa imagen la figura de Maximiliano? Me atrevo a suponer que sí. Aunque se ha intentado negar su presencia política, cumple la función de un mito más amplio en el plano nacional: satisfacer la necesidad de nuestro pueblo de crear imágenes que vuelvan representable su trayectoria histórica.

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1 Erika Pani, Para mexicanizar el Segundo Imperio. El imaginario político de los imperialistas (México: El Colegio de México/Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, 2001). Véase también Brian Connaughton, sobre “Erika Pani, Para mexicanizar el Segundo Imperio. El imaginario político de los imperialistas. México: El Colegio de México/Instituto Mora, 2001”, Historia Mexicana, vol. LII, núm. 1 (2002): 282-289.

2Francisco de Paula Arrangoiz, México desde 1808 hasta 1867 (México: Porrúa, 1968), 591. Para el estudio del personaje, véase la introducción de Martín Quirarte a la misma obra; José Antonio Matesanz, “Notas sobre el conservadurismo de Francisco de Paula Arrangoiz”, Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, vol. VI (1977): 51-68, y Raúl Figueroa Esquer, “‘Las espadas en alto’. Una refutación de Melchor Ocampo a Francisco de Arrangoiz”, en El imperio napoleónico y la monarquía en México, coordinación de Patricia Galeana (México: Senado de la República/Gobierno del Estado de Puebla/Siglo XXI, 2013), 25-61.

3Victoriano Salado Álvarez, Episodios nacionales mexicanos IV. La Intervención y el Imperio I (México: Fondo de Cultura Económica, 1986), 246.

4Juan de Dios Peza, Perucho, nieto de Periquillo (México: Instituto Nacional de Bellas Artes/Premià, La Matraca, Segunda Serie, 1986), 148. Como hemos dicho, la obra es atribuida a Juan de Dios Peza, pero no existe evidencia total de ello. Para el análisis de esta novela, véase Beatriz Alcubierre Moya, “Del Simón de Nantua, al Simón mexicano: lo extranjero y lo local en la literatura para niños durante la segunda mitad del siglo XIX mexicano”, en El impacto de la cultura de lo escrito, coordinación de Valentina Torres Septién (México: Universidad Iberoamericana, 2008), 115-117.

5Erika Pani, “El proyecto de Estado de Maximiliano a través de la vida cortesana y el ceremonial público”, Historia Mexicana, vol. xlv, núm. 178 (1995): 424.

6La Sociedad, 5 de octubre de 1863, citado por Esther Acevedo, Testimonios artísticos de un episodio fugaz (1864-1867) (México: Museo Nacional de Arte, 1995), 74.

7José Manuel Villalpando, Maximiliano (México: Clío, 1999), 157. Este autor menciona el mismo dato de Arrangoiz, llegando al exceso de decir: “Carlota adornaba sus vestidos con los listones tricolores correspondientes a la bandera mexicana, y ambos montaban a caballo […] ‘a la mexicana’ vestía la emperatriz, con trajes típicos […] especialmente Maximiliano, a quien le dio usar el traje de charro con todo y sombrero y hasta se retrató así en una fotografía para el consumo popular”. Esta última afirmación es falsa, pues no conocemos ninguna fotografía de ese tipo, de la cual tendrían que haber existido copias, más aún cuando Villalpando señala que fue para el consumo popular y, por lo tanto, tendrían que haberse vendido en gran número, como sucedió con otras imágenes. Este modo de tomar las fuentes y agregar más “datos de su cosecha” ha permitido la creación de los mitos en la historia.

8Para el estudio de este fotógrafo, véase Arturo Aguilar Ochoa, “Preguntas a un fotógrafo”, Revista Alquimia, año VII, núm. 21 (2004): 7-13.

9Para el estudio tanto de las pinturas realizadas en el periodo como del Emperador, véase Acevedo, Testimonios.

10Fausto Ramírez Rojas, “Entre la alegoría y la crónica visual: las modalidades estilísticas del Segundo Imperio, 1864-1867”, en Testimonios artísticos de un episodio fugaz (1864-1867), edición de Esther Acevedo (México: Museo Nacional de Arte, 1995), 24. El autor le dedica varios párrafos a este retrato, del cual dice lo siguiente: “Maximiliano aparece montado en el gentil corcel blanco (¿acaso su Orispelo consentido?) en traje de general mexicano, con el bicornio emplumado en la mano derecha. No mira de frente al espectador, sino sesgadamente a algún punto lejano fuera del cuadro, en actitud soñadora. Por el lado izquierdo lo siguen unos cuantos jinetes, todos ellos pertenecientes a las tropas imperiales mexicanas (así se eludió toda referencia al ejército francés de intervención, que le permitió a Maximiliano mantenerse en el trono). Por la derecha, lo flanquean una larga fila de indígenas, presidida al frente por un grupo familiar, sentado en el suelo, a la vera de una planta de nopal”.

11Debo aclarar que los retratos de este pintor no los he visto de manera directa, sólo en reproducciones, lo que crea una dificultad para su análisis. No encontré tampoco una biografía del artista y, por ello, considerarlo pintor de la Corte (¿mexicana o austriaca?), como lo han hecho algunos investigadores, no tiene sustento. Véase Alfonso Milán, Identidad, imaginarios y memoria en las representaciones visuales sobre la Intervención francesa y el Segundo Imperio: un estudio comparativo, 1862-1906, tesis de doctorado en Historiografía (México: Universidad Autónoma Metropolitana, Azcapotzalco, 2015), 92-93. Véase también Graciela Romandía de Cantú, “Caballos reales y caballos imaginados”, en El caballo en el arte mexicano (México: Fomento Cultural Banamex, 1994), 107 y Cruz Porchini, “Charrería”, 22.

12José Luis Blasio, Maximiliano íntimo. El emperador Maximiliano y su corte (México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1996), 27. El mismo traje blanco usaba en sus viajes a Cuernavaca, en el estado de Morelos, que aplicaban para todo el séquito que lo acompañaba, “desde el soberano hasta el último criado”, según el mismo Blasio, Maximiliano, 130.

13Konrad Ratz y Amparo Gómez Tepexicuapan, Los viajes de Maximiliano en México (1864-1867) (México: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2012), 172.

14Ratz y Gómez Tepexicuapan, Los viajes, 223.

15Martha Zamora, Maximiliano y Carlota. Memoria y presente (México: Talleres de la Gráfica, 2012), 319. Aunque puede ser cierta esta afirmación, dada la personalidad que tenía Maximiliano, lamentablemente la autora no señala sus fuentes, una enorme desventaja en todo el libro. Sin embargo, decidí incluir la cita, porque, pese a estas inconsistencias en las fuentes, son este tipo de obras las que se han hecho populares en un público amplio, y que además demuestran que se siguen fomentando, no estudios serios y rigurosos, sino mitos y leyendas en torno a los emperadores.

16Paula Kolonitz, Un viaje a México en 1864 (México: Secretaría de Educación Pública/Fondo de Cultura Económica, 1984), 104.

17Brigitte Hamann, Con Maximiliano en México. Del diario del príncipe Carl Khevenhüller (1864-1867) (México: Fondo de Cultura Económica, 1989), 119.

18Para el estudio de este fotógrafo, véase Patricia Massé Zendejas, Simulacro y elegancia en tarjetas de visita. Fotografías de Cruces y Campa (México: Instituto Nacional de Antropología e Historia, 1998).

19Acevedo, Testimonios, 76.

20Blasio, Maximiliano, 29.

21Ignacio Manuel Altamirano, El Zarco (México: Porrúa, 1978), 22. Aunque la novela fue escrita en la década de 1880, los sucesos que se describen corresponden a los años de 1861-1862 y que el autor recordaba muy bien.

22Ilihutsy Monroy Casillas, El guerrillero Catarino Fragoso: red social y hábil actuación política y militar. Mezquital 1860-1870, tesis de maestría en Historia (México: Facultad de Filosofía y Letras-Universidad Nacional Autónoma de México, 2013), 19.

23Monroy Casillas, El guerrillero, 32.

24Monroy Casillas, El guerrillero, 33. Las reclamaciones que hizo la embajada británica ante este secuestro continuaron hasta bien entrado el Porfiriato, pero sin ningún éxito, ni de castigo ni de devolución del dinero.

25Blasio, Maximiliano, 23.

26Citado en F. Ibarra de Anda, Carlota (Infidelidades de Maximiliano) (México: Populibros La Prensa, 1958), 89. Sorprende que la autora señale que, a pesar de su atractivo, “toda la expresión de su rostro revelaba debilidad e indecisión”. Descripción que quizá se vio influida por los acontecimientos posteriores, pues la obra de Sara Yorke Stevenson fue escrita mucho después (1889), cuando el destino del Imperio y del Emperador ya se conocía y muchos autores se jactaban de haber vislumbrado muchos signos de la indecisión del Archiduque, sin conocerlo realmente, más que en algunas pocas ocasiones, como fue el caso de esta autora.

27Eduardo Portas, Francisco de Paula de Arrangoiz. Un análisis historiográfico de su obra: Méjico desde 1808 hasta 1867, tesis de maestría en Historia Moderna de México (México: Casa Lamm, 2013), 7.

28Portas, Francisco.

29Portas, Francisco.

30Martín Quirarte, “Prólogo”, en México desde 1808 hasta 1867, Francisco de Paula y Arrangoiz (México: Porrúa, 1968), XVI.

31Matesanz, “Notas”, 62.

32Quirarte, “Prólogo”, XXXII.

33Carlos Rincón Gallardo, El charro mexicano (México: Porrúa, 1939).

34Una segunda obra del mismo Carlos Rincón Gallardo (duque de Regla, marqués de Guadalupe y de Villahermosa de Alfaro) fue: El libro del charro mexicano (México: Imprenta Regis, 1946). En esta obra también abunda en los temas señalados.

35José Álvarez del Villar, Historia de la charrería (México: Edición Particular, 1941) y Orígenes del charro mexicano (México: Librería A. Pola, 1968). José Ramón Ballesteros, Origen y evolución del charro mexicano (México: Manuel Porrúa, 1972).

36Tania Carreño King, El charro: la construcción de un estereotipo nacional, 1920-1940 (México: Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México/Federación Mexicana de Charrería, 2000).

37Ricardo Pérez Montfort, “El charro como estereotipo mexicano”, en Charrería, origen e historia de una tradición popular (México: Federación Mexicana de Charrería, 2010), 13-27.

38Guadalupe Jiménez Codinach, “El charro mexicano: grandeza de una tradición de siglos”, en América, tierra de jinetes. Del charro al gaucho, siglos XIX y XXI (México: Fomento Cultural Banamex, 2019) 133-171.

39Octavio Chávez, Charrería, arte y tradición (México: Fomento Cultural Banamex, 2008), 129.

40Cristina Palomar Verea, “La charrería en el imaginario nacional”, Charrería, Revista Artes de México, núm. 50 (2000): 19.

Recibido: 14 de Mayo de 2019; Aprobado: 22 de Enero de 2020

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