El artículo analiza el proceso de construcción del Estado nacional a través de la edificación del Teatro Colón y del Palacio de Bellas Artes durante el periodo que va de 1880 a 1910, y, de forma inédita, presta atención especial a las discusiones sobre el carácter jurídico del proyecto del Teatro Colón. Más que un análisis formal y estético de dichos inmuebles, el estudio privilegia la estrecha relación entre arquitectura y poder, al aproximarse a los imaginarios de nación -moderna y cosmopolita- que existieron en el ambiente sociocultural y político de Buenos Aires y la Ciudad de México en aquel momento, y que se vertieron en los proyectos de transformación urbana, en los que -como hipótesis- una arquitectura pública emblemática fue una forma de legitimar los proyectos políticos vigentes en ese momento.1
Dos aspectos realzan la importancia de esta investigación. Por un lado, el uso de una serie documental escasamente explorada para el caso del Teatro Colón: La Gaceta Musical (1880-1887), las Actas de la Comisión Municipal (1881-1883) y las Actas del Consejo Deliberante (1884-1888). Por otro lado, un análisis comparativo entre la experiencia argentina y la mexicana, constatando -como lo expresó Marc Bloch- las similitudes y diferencias que permitan conducir la investigación hacia la búsqueda y explicación de las causas y divergencias de estos procesos.2 Los grupos que ejercieron el poder en ambos países entre 1880 y 1916 tenían referencias ideológicas análogas a partir del positivismo y las ideas liberales finiseculares que justificaron acciones semejantes para encausar el proyecto político de construcción del Estado nacional.
Entre 1880 y 1916, en Argentina y México arribaron nuevos grupos de poder político y económico, la Generación del 80 y los Científicos, respectivamente, quienes tuvieron ciertas coincidencias en su propósito de forjar el Estado y la nación. En ambos casos, se dedicaron a consolidar e imponer la autoridad estatal en el territorio nacional por medio de un gobierno fuerte, con una administración pública práctica, lo que ocasionó que la vida política e institucional se centralizara como requisito para el pleno desenvolvimiento del Estado. Dicho elemento está encarnado en los lemas que se esgrimieron como sus principios guías: “Orden y Progreso”, en México, y “Paz y Administración”, en Argentina. El resultado de estas iniciativas fue la construcción de las estructuras simbólicas e institucionales de la administración, la justicia, la educación, la salud, la cultura y la seguridad, los cuales configuraron los marcos legales e institucionales para garantizar el cumplimiento de las leyes y, con ello, “atraer y aprovechar la experiencia, la tecnología y el capital extranjero en la ejecución de su estrategia” de modernización y crecimiento económico.3
El ejercicio del poder lo estructuraron a partir de una desconfianza marcada hacia la apertura de la participación política, y con los mecanismos para legitimar a los círculos sociales que ostentaban las funciones políticas y administrativas del Estado, lo que dio lugar a un orden restringido y oligárquico.4 En el ámbito de las actividades sociales, artísticas e intelectuales, estos grupos compartieron una serie de rasgos donde la opulencia y el favoritismo por los modelos culturales y patrones de consumo europeos tenían una alta valoración, y asumieron como válidas las referencias del positivismo y el liberalismo, los cuales sostenían la necesidad de un mundo civilizado y racional, además de un Estado abierto al mundo.5
Los estudios de Charles A. Hale y Mónica Quijada han puesto de manifiesto que, para finales del siglo XIX, los grupos de poder en América Latina pensaban la nación bajo un modelo liberal: unificada en términos territoriales y culturales; con ello, creían alcanzar una máxima que, desde la consumación independentista, se había manifestado como un elemento fundamental del modelo político que querían implementar: adscribirse a la corriente ilustrada del Progreso. A este aspecto se le debe añadir, durante la segunda mitad del siglo XIX, la aspiración positivista del cosmopolitismo, como parte de los rasgos esenciales al momento de “imaginar” la nación moderna y próspera.6
Estas aspiraciones tuvieron algunos referentes europeos, lo cual no implicaba que las decisiones para construir un Estado nacional estuvieran relacionadas con el interés de llegar a ser “franceses”: básicamente querían ser “modernos”,7 como puede corroborarse en las iniciativas que se tomaron para transformar los espacios urbanos de las capitales nacionales.
Arquitectura y nación
El proyecto de transformación urbana fue uno de los esfuerzos más ambiciosos, por parte del Estado, para construir los emblemas que mostraran de manera concreta a la nación próspera, moderna y cosmopolita. Estas consideraciones se hicieron evidentes en la necesidad de impulsar una arquitectura pública mediante el respaldo a las iniciativas para construir “edificios dignos de la nación”: opulentos, modernos y monumentales, casi siempre ligados a instituciones representativas y republicanas que empezaban a funcionar o que estaban en camino de ser reconocidas como referentes de autoridad y que, al mismo tiempo, afirmaban el lugar central de las capitales de ambos países.8
La idea de construir edificios emblemáticos y monumentales -muchos de ellos emplazados en lugares privilegiados- se ha extendido a lo largo de los siglos. Para la Edad Media, lo fueron las catedrales; en el siglo XIX, los teatros de ópera; para el XX, los rascacielos, y en el siglo XXI, los aeropuertos. Este tipo de proyectos han sido un mecanismo simbólico que los grupos interesados han promovido para legitimar el poder político, religioso, cultural, social y económico que impulsaban e intentaban perpetuar.9
Los edificios públicos debían materializar y representar simbólicamente el Estado nacional, pero también los rasgos de los grupos de poder que promovieron su construcción; por lo tanto, no fue casualidad que se eligiera el palacio como el modelo arquitectónico que mejor expresaba sus ideales. Los “palacios sin reyes”: el Palacio de Aguas Corrientes, el Palacio de Justicia y el Teatro Colón, en Buenos Aires, así como el Palacio de Comunicaciones, el Palacio de Minería y el Palacio de Bellas Artes, en México, eran muestras de lo que podía alcanzar el Estado nacional, porque estos edificios materializaban el orden, la armonía, la belleza y la opulencia. En tanto que “todo poder se rodea de representaciones, símbolos que lo legitiman, lo engrandecen”, lo anterior resultaba un asunto primordial.10
Además del programa edilicio, otro de los rasgos de estas tareas fue modernizar las capitales de ambas naciones con la creación de boulevards -el Paseo de Reforma y la Avenida de Mayo-, al estilo de la París embellecida y transformada por el barón de Haussmann, así como con la introducción de servicios públicos modernos -los tranvías y el alumbrado eléctrico-11 y las iniciativas para exaltar el pasado nacional con la construcción de monumentos, como el Hemiciclo a Juárez (1910) y el Ángel de la Independencia (1902-1910), en la Ciudad de México, o la red de estatuas dedicadas a los patriotas de la Primera Junta, como Mariano Moreno (1910) y Juan Galo de Lavalle (1887), en Buenos Aires.
El programa de obra pública, como punto nodal del proyecto de transformación urbana, se convirtió en un tema importante dentro de las múltiples iniciativas de ambos gobiernos nacionales, porque serían parte de los fundamentos de la unidad y legitimidad política:
[…] el régimen coronaba, con un éxito inusual, la ideología del progreso y de la modernidad. El gobierno central encontró en la obra pública de proporciones monumentales una de sus fuentes de legitimidad al asociarla con la idea de supremacía y no escatimar recursos para representarse al público y al orbe.12
En otras palabras, como lo manifestó Priscilla Connolly, el programa de obra pública queda inextricablemente asociado con la construcción del Estado, es decir, es válida “la proposición de que no sólo los Estados hacen las obras públicas, sino de que las obras públicas […] hacen [a] los Estados”, porque es parte fundamental de la manera en la que se conforma el poder político.13 Así, la arquitectura pública monumental, convertida a la postre en emblema nacional, fue “el signo más visible con el que se presenta el régimen al público y rubrica la conjugación de la historia, las artes y el poder”.14 Por eso, los edificios fueron símbolo material de los poderes políticos, judiciales y económicos, tales como el Congreso de la Nación, el Palacio de Justicia y el Banco de la Nación, en Buenos Aires, o la Penitenciaría Nacional, el Palacio Postal y el Palacio de Comunicaciones y Obras Públicas, en la Ciudad de México.15
El edificio del teatro de ópera
En este contexto marcado por variadas iniciativas para adelantar una arquitectura pública emblemática y monumental, el diseño y edificación de un teatro de ópera tuvo un lugar especial. Construir o remodelar un teatro de ópera era una idea extendida por toda Europa, y luego adoptada en América Latina durante la mayor parte del siglo XIX. Los recintos líricos tuvieron una gran importancia porque la ópera se había convertido en una de las distracciones colectivas más reconocidas y de mayor prestigio social: “de toutes les institutions qui contribuent à l’activité culturelle d’une capitale, le thèâtre […] est sans doute l’une des plus importantes et des plus visibles”.16 En buena medida, el público que acudía a los espectáculos que se organizaban en su interior correspondía a grupos sociales adinerados y en ascenso; por eso, el teatro de la ópera se convirtió en un espacio restringido de sociabilidad.17
Todo lo relacionado con la ópera en las ciudades europeas tenía una importancia visible que se emuló en las capitales nacionales de América Latina. Por ejemplo, en París se coronó el proyecto de transformación urbana interconectando el Arco del Triunfo con el recinto operístico a través de una nueva avenida:
En las grandes capitales europeas se ha empleado de avenida en su correcto sentido: cuando, al través del laberinto de calles tortuosas y callejones que mediaban en París, entre la Plaza del Teatro Francés y los Bulevares, se abrió una calle que condujo directamente hasta el Teatro de la Gran Ópera, destruyendo aquel enjambre de construcciones y callejuelas tortuosas, aplicándose a esa nueva calle el nombre de Avenida de la Ópera.18
Durante la segunda mitad del siglo XIX, la demanda de espacios para los espectáculos musicales y teatrales era parte de las transformaciones que vivieron las grandes ciudades al momento en el que los grupos sociales en ascenso incrementaban su poder adquisitivo y se apropiaban de los códigos de distinción de los grupos más acomodados, porque ello les otorgaría cierto estatus social, como acudir a una representación lírica19 en la que los asistentes -la mayoría de ellos pertenecientes a las élites- podían reproducir una de las prácticas socioculturales predilectas de las sociedades urbanas de América Latina: “ver y ser visto”.
En el siglo XIX, en Europa y en América Latina, el diseño y edificación de un teatro de ópera, arquitectónica y estéticamente monumental, así como el desarrollo de un repertorio lírico nacional fueron asumidos como elementos que ayudaban a modelar la idea de una nación próspera, moderna y civilizada. Además, el crecimiento demográfico en las ciudades capitales generó las condiciones para mantener e incrementar la demanda y la oferta de representaciones líricas y teatrales, por lo que se duplicó o triplicó el número de salas, y así se dio el nacimiento de la sociedad del espectáculo, en la que el universo operístico: directores, actrices, compañías teatrales y autoridades municipales, vio una época de esplendor, desconocida hasta ese momento.20
En la Ciudad de México y Buenos Aires, si bien no se incrementó el número de espacios con respecto a las ciudades europeas,21 sí hubo una creciente construcción de salas. En Buenos Aires, para 1906, tan sólo en el centro existían 13 salas de teatro y cine; para 1911, esa cifra se elevó a 21, y para 1925 se construyeron 32 más. En la Ciudad de México, al inicio del régimen de Porfirio Díaz, se contabilizaron 6 teatros; al finalizar su gobierno quedaron registrados poco más de 28. Para 1925, se habían construido 20 teatros más.22
Un gran teatro para la ciudad de Buenos Aires
En 1886, La Gaceta Musical23 dio a conocer que el primer intendente de la municipalidad de Buenos Aires, miembro de la Generación del 80, Torcuato de Alvear,24 tenía el ánimo de construir un nuevo gran teatro.25 El antiguo Teatro Colón, que en su momento fue un edificio importante en el ambiente sociocultural de la ciudad, ya no respondía a las exigencias de una urbe que empezaba a transformarse en una capital moderna, cosmopolita y liberal: una metrópolis. Así lo manifestaba La Gaceta Musical: “el Colón, que es un antiguo teatro, nada de particular tiene que haya deficiencias, una de ellas, la falta de espacio”,26 y su aspecto no era digno de las compañías extranjeras que solían presentarse ni de los precios de los espectáculos.
El énfasis en adjetivar al teatro de antiguo fue una tónica que se desarrolló a finales de siglo, como lo manifestó José Luis Romero: en las ciudades más importantes de Latinoamérica, y en especial en las capitales, “la demolición de lo viejo para dar paso a un nuevo trazado urbano y a una nueva arquitectura fue un extremo [...] que se transformó en una aspiración que parecía resumir el supremo triunfo del progreso”.27
En 1882 se construyó el nuevo puerto; la ciudad se modernizó con el alumbrado público eléctrico en lugar del tradicional a gas; las calles se empedraban para dar la bienvenida, en 1897, a los tranvías; se construyó el Palacio de Justicia; se transformó la Casa de Gobierno, la cual estuvo bajo la dirección del mismo ingeniero a cargo del Teatro Colón, Francisco Tamburini,28 y se construyó el edificio del Congreso de la Nación, bajo la tutela del segundo encargado del diseño y construcción del Colón, el arquitecto Víctor Meano.29
Un nuevo teatro de ópera, un edificio monumental y emplazado en lugar privilegiado, entusiasmaba a toda la ciudad y a las autoridades: “esta cuestión [...] tiene preocupado a muchos ánimos, como es fácil de suponer. De que el teatro se hará, no cabe la menor duda, porque así lo exigen el aumento de población, la selección del gusto artístico y la necesidad de los desahogos morales”.30 El incentivo por un nuevo teatro se puede entender en el contexto de las transformaciones urbanas que se llevaban a cabo en las capitales europeas, y que eran difundidas en las revistas periódicas como Caras y Caretas, la cual informaba que las grandes capitales europeas embellecían y modernizaban sus calles, avenidas y los teatros de ópera.31
El primer Teatro Colón fue una iniciativa de índole privada; sin embargo, debido a la importancia simbólica que significaba, las autoridades municipales de Buenos Aires se aseguraron de tener control y poder disponer del inmueble a largo plazo. Por medio de los contratos de arrendamiento de los terrenos donde se edificó, se estableció que el gobierno aceptaba arrendar el terreno por un lapso de veinticinco años, a cambio de un pago mensual de “tres onzas de oro selladas”; no obstante, este artículo se modificó en favor de la sociedad, al eliminar la renta mensual a cambio de palcos exclusivos para las autoridades municipales. El contrato también indicaba que el arrendamiento comenzaría una vez terminado el edificio, lo que ocurrió en abril de 1857. En el artículo cuarto se afirmaba que, vencidos veinticinco años, “el gobierno tendría derecho a comprar lo edificado en el terreno por la empresa por un valor que se estipularía de común acuerdo entre las partes y en caso de discordia por medio de arbitraje”, y en el artículo quinto, que “si el gobierno no quisiese comprar el terreno y vendiese el terreno, la compañía sería la preferida, y si ninguna de las partes quisiera vender su respectiva propiedad después de los 25 años se formaría un nuevo contrato de arrendamiento”, por un lapso de cinco años.32 De esta forma, las autoridades se aseguraron de tener a largo plazo un control que se hizo evidente una vez transcurridos los tiempos establecidos en los contratos, cuando fueron conocidas las tensiones y los conflictos entre las autoridades municipales y el empresario que se hizo cargo desde 1868 de los espectáculos del Colón, Ángel Ferrari.
A principios de la década de 1880, las autoridades de Buenos Aires harían valer el artículo quinto del contrato y comprarían la parte del inmueble en manos de empresarios. El concejal municipal, Ramos Mejía, ante la petición de un nuevo arrendamiento pretendido por el empresario Ferrari, había advertido sobre la necesidad de que el teatro fuera “municipal”. Después de una discusión, la Municipalidad hizo uso del derecho de compra que le correspondía por medio del arrendamiento entre el empresario explotador del inmueble y las autoridades municipales.33 El dictamen de la Comisión Municipal pedía al Gobierno que no aceptara la solicitud de un nuevo arrendamiento, alegando la importancia de su municipalización.
En la discusión, el concejal Rodríguez Larreta mencionó que, si bien estaba de acuerdo con la compra del edificio, había fijado su postura negativa debido a la creencia de que el estudio incorrecto del artículo quinto del contrato podría dar lugar a un pleito, porque, para él, el asunto radicaba en la redacción del artículo, pues se podía interpretar de diversas formas, dando comienzo a incidentes y batallas legales entre ambas esferas, lo que finalmente sucedió. En efecto, el meollo del asunto se encontraba en que el artículo cuarto era “determinante”, y el quinto, “condicional”: pasados los veinticinco años de arrendamiento, el gobierno, si así lo quisiese, tendría el “derecho” de comprar el edificio, mientras que, si los propietarios no quisiesen vender, se formaría un nuevo contrato de arrendamiento. Este último resultaba un punto inadmisible, según La Gaceta Musical, la cual dio voz a la problemática y tomó postura al respecto, ya que los empresarios podrían solicitar de manera indefinida y continua nuevos contratos de arrendamiento, gozando a perpetuidad del terreno; por el contrario, el Municipio, para tener algún tipo de beneficio, estaba obligado a restablecer la esencia del artículo primero, que señalaba que no recibiría pago alguno por la renta del edificio; a su vez, los empresarios, para mantener el margen de ganancia si se modificaba ese artículo, se verían en la necesidad de elevar el costo de las entradas, que de por sí -manifestó La Gaceta- eran excesivamente elevadas, con lo cual el más perjudicado sería el público.34
El 1 de diciembre de 1884, en pleno auge del interés por edificar, el Concejo Deliberante, órgano del Municipio de Buenos Aires, autorizó la venta del Teatro Colón al Banco Nacional; tres años más tarde, por la Ley No. 1969, el Estado nacional y el Congreso autorizaron su venta. Los recursos obtenidos se destinarían a la construcción de un teatro municipal. Desde un inicio, el interés de que el teatro perteneciera al ámbito público estaba claro, pues los teatros de ópera -como ocurría en Europa- debían estar en la órbita estatal; no obstante, las autoridades argentinas no contaban con los recursos materiales, humanos y técnicos para llevar a cabo tal proyecto; además, al mismo tiempo había otros proyectos urbanísticos que se estaban ejecutando, como el edificio del Congreso de la Nación.35 Así, por la Ley No. 2381, el gobierno nacional convocó a los interesados para la licitación de la construcción y explotación del teatro,36 cuyo ganador fue el empresario Ángel Ferrari; el concurso del diseño lo ganó el entonces director de Edificios Nacionales, el ingeniero Francisco Tamburini, quien, a su vez, fue el encargado de las remodelaciones de la Casa de Gobierno, encomendadas por el presidente Julio A. Roca.37
El proyecto del nuevo Colón (Imagen 1) estuvo basado en el estudio de los conceptos y estilos de los mejores teatros europeos, y tuvo que ser modificado para adaptarlo a las condiciones y circunstancias de prosperidad y clima de la nación argentina, pues no se trataba de elevar “un simple edificio, sino un monumento público”, y tanto su forma y proporción, como materiales y condiciones debían “responder a este carácter determinado”.38 Como ya se ha mencionado, elegir un edificio tipo palacio fue un imperativo que tanto autoridades, empresario y técnicos debían mantener, y así se concibió.
Para el lugar donde se emplazaría, había dos alternativas; en la primera de ellas se consideró el espacio que ocupa hoy otro emblemático inmueble: el Congreso de la Nación. Ese lugar fue considerado a partir de la donación de los terrenos por parte de una de las familias más acaudaladas de la ciudad, los Rodríguez Peña, así como del trazado de la transformación urbana que se estaba efectuando. La intención era conectar en línea recta un edificio público emblemático y monumental con la Plaza de Mayo y la Casa de Gobierno a través de la recién creada Avenida de Mayo, el boulevard al estilo parisino que se construyó con la finalidad de establecer un corredor de comercios de lujo.
El otro sitio considerado fue la antigua Estación de Bomberos, a un costado de otro edificio que tres décadas atrás había sido uno de los emblemas de la Argentina moderna: el Ferrocarril Oeste, en la Plaza Lavalle, ubicado en un sector de la ciudad donde las autoridades nacionales y municipales tenían varios proyectos arquitectónicos importantes, como el Palacio de Justicia.39
Al final, el sitio elegido fue el segundo, y la relación entre ciudad, arquitectura y poder tuvo mucho que ver. La Imagen 2 es una representación del trazado de la transformación urbana que emprendieron las autoridades municipales, encabezadas por uno de los más prominentes políticos de la Generación del 80, el intendente Alvear. El trazado partió del centro de la ciudad, donde se demolieron gran parte del Antiguo Cabildo y el Teatro Colón para dar paso al Banco Nacional.
Fuente: “La transformación de Buenos Aires”, Caras y Caretas, año XVI, núm. 757 (1913): 90. Las avenidas rectas y anchas que interconectan los emblemas del poder son el mejor ejemplo de la ciudad burguesa y cosmopolita.
A partir del centro neurálgico, se trazó y construyó la emblemática Avenida de Mayo; posteriormente, las diagonales norte y sur tenían la finalidad de conectar los edificios y espacios simbólicos como la Catedral, la Casa de Gobierno, el Banco Nacional y la Avenida de Mayo, con los edificios públicos representativos del clima de prosperidad que imperó desde la década de 1880 hasta el inicio de la crisis económica de la de 1890.
Se puede observar cómo el Congreso está unido en línea recta con el centro de la ciudad, mientras que el lugar en donde termina la diagonal norte, Plaza Lavalle, se alzó el nuevo Teatro Colón, un referente cultural. En síntesis, los espacios y edificios que se estaban construyendo se interconectaban mutuamente.
La muerte de Tamburini, así como la crisis financiera que rápidamente se hizo presente por parte de Ferrari imposibilitaron las labores de construcción del Teatro. Lo que se proyectó para que culminara en dos años, se convirtió en obra estancada. La situación fue tan apremiante que el Presidente de la República sometió la cuestión a estudio y solución. Una comisión de la Sociedad Científica Argentina visitó el lugar de la construcción para dar un informe al Departamento de Obras Públicas. Dieron cuenta de que Tamburini había modificado, sin previa autorización, el proyecto original, y, dadas las circunstancias financieras por las que atravesaba Ferrari, aún con reticencia, veían en la municipalización del Teatro la única forma viable de proseguir la obra:
Aquí se ha tratado de hacer caducar la concesión del nuevo Teatro Colón, en vez de solicitar la sanción de una lei que socorriera a la empresa […] hemos visto pretender aplicar ordenanzas municipales recientes a obras ejecutadas con anterioridad a las mismas, i quitar a la atribuida empresa el derecho a la construcción del teatro, en vez de hacer sancionar por la municipalidad alguna solución que coadyuvara a la terminación del grande coliseo, que, en sustancia, a los pocos años habría pasado a ser gratuitamente propiedad de la Nación.40
Como lo mencionó el legislador Francisco Bollini en 1899, en la construcción y en su término “estaban en juego el honor y el prestigio de la nación y de la capital”.41 La cuestión fue emblemática, si consideramos que los años de estancamiento de la construcción del Teatro Colón correspondieron a los de la crisis económica que impactó a Argentina. Por lo tanto, para los grupos de poder, terminar la obra representaba continuar con su proyecto de construir el Estado y sus edificios, pues no se trataba de un capricho, sino de un asunto de Estado.
La municipalidad conformó un grupo de especialistas, entre los que se encontraban los ingenieros Buschiazzo y Mitre, quienes propusieron el traspaso del terreno, el edificio y todo lo construido a la municipalidad de Buenos Aires, y regresar el dinero que algunas de las familias más renombradas de la sociedad porteña habían invertido en la compra de palcos.42 Después, se contrató al arquitecto Víctor Meano para que evaluara la cuestión real de dicha empresa y proyectara una solución. Él ya tenía a su cargo el diseño y construcción de los edificios del Congreso de la Nación de Argentina y de Uruguay; sin embargo, y curiosamente, nunca llegó a ver finiquitada alguna obra suya, debido a que fue asesinado por su mayordomo.
El proyecto de Meano (Imagen 3) es la versión que hoy conocemos del Teatro Colón. Para su término, con lo ya diseñado y construido por Tamburini, llevó a cabo un estudio de la arquitectura de los teatros europeos, como el de Viena (Imagen 4), entre otros,43 a partir de lo cual privilegió una arquitectura ecléctica: una fusión entre la solidez de la escuela alemana, la gracia de la escuela francesa, alternándose con (para destacarla) la arquitectura griega e italiana.
El eclecticismo, la mezcla de diferentes tradiciones arquitectónicas, no fue una elección tomada a la ligera por Tamburini y Meano; por el contrario, se trata de una decisión en el contexto de la búsqueda de una identidad argentina, cuando el país se convertía en el crisol de razas. Fue una representación arquitectónica de lo que sucedía a gran escala: las diferentes banderas que llegaban por barco al puerto aportarían sus mejores elementos para el progreso; asimismo, la mezcla racionalmente aplicada en el teatro lo convertiría en un edificio digno de la nación.
La inesperada muerte de Meano fue otro momento difícil para la construcción del recinto y para las autoridades que respaldaban su realización; sin embargo, la obra estaba casi concluida, faltaban las disposiciones, acabados y ornamentos en su interior. Para tal efecto, el municipio decidió contratar al arquitecto Julio Dormal, uno de los principales artífices de la transformación urbana de la ciudad de Buenos Aires bajo el modelo parisino. Fue el promotor del ensanche de la Avenida Corrientes, y un defensor de la construcción de rascacielos en una ciudad que se aventuraba hacia el futuro.44 Al ser el nuevo encargado del proyecto del Teatro, decidió solicitar un recurso extraordinario a la municipalidad para dotar al inmueble de todo el confort y ornamentos al estilo europeo que fuera posible, por lo que no hubo recurso fuera de su alcance: dispuso y eligió los materiales que debían hacer de la ciudad de Buenos Aires un espacio urbano que podía competir en belleza y calidad con las capitales culturales europeas.45
El Colón fue terminado e inaugurado en mayo de 1908, y todos los recursos financieros, materiales, humanos y simbólicos que se vertieron deben ser entendidos a la luz de las exigencias de una época en donde el lujo, la opulencia, la monumentalidad y el confort daban materialidad al concepto de progreso. Los recursos invertidos eran parte de las medidas y estrategias para legitimar el proyecto nacional, al convertir a Buenos Aires en la “gran aldea” moderna y cosmopolita, equiparable a cualquiera de las metrópolis europeas. El Teatro Colón era un ejemplo de ello:
Ha costado mucho, un verdadero dineral, debido a las vicisitudes que pasó la obra; pero en cambio, Buenos Aires tiene en él uno de los mejores teatros del mundo y podríamos decir que el mejor de todos. La Ópera de París le aventaja en algunos detalles, como ser la belleza [...] pero no desde otros puntos de vista. La sala y el proscenio, por ejemplo, han sobrepujado las dimensiones del San Carlos de Nápoles y la Scala de Milán.46
El Palacio de Bellas Artes: regeneración social y modernidad
A principios de la década de 1890, el ministro de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, José Yves Limantour, estaba preocupado por la situación que -según “personajes ilustres” de la vida social y política del país- atravesaban los teatros y las representaciones dramáticas, porque, en general, estas últimas no eran de buena calidad y en el público que asistía imperaban los “pelados” y el comportamiento fuera de las normas de las buenas costumbres y valores de una sociedad que buscaba ser “moderna” y “refinada”.47 Además, los teatros ya no respondían a las exigencias de una ciudad que se transformaba en una metrópoli cosmopolita: eran viejos, antihigiénicos, construidos enteramente de madera, sin los estándares de seguridad. Incluso el antiguo Teatro de Santa Anna, conocido también como Teatro Nacional, no se salvaba de este tipo de observaciones, máxime que en las revistas como El Mundo Ilustrado48 y en algunos periódicos se difundía la imagen de una Europa moderna, con fiebre por remodelar y construir teatros nacionales:
[...] desde muy temprano, en expendios y calles se pregonaba la edición con noticias del Teatro Imperial de San Petersburgo y del Municipal de Génova [...] Se podían leer en las páginas interiores aquellos prolongados entusiasmos ante la ceremonia oficial que, apreciada desde los palcos, anfiteatros del Teatro de Palermo y de la soberbia Ópera de París.49
Por consiguiente, los ojos afrancesados del gobierno porfiriano consideraron oportuna la construcción de un teatro nacional en la capital del país, tan espectacular, elegante y moderno que todos los asuntos de diseño, antes de ser comenzados por un arquitecto extranjero, deberían considerarse con cuidadosa preparación. Y es que los mejores espectáculos artísticos del mundo requerían de algo más que el antiguo Teatro de Santa Anna.
El Boletín Municipal reflejó el malestar generalizado sobre el antiguo Teatro Nacional, porque ya no respondía a las exigencias del progreso que el régimen de Díaz quería alcanzar y mostrar; de hecho, concluía que la capital no tenía un “teatro de primera”.50 Para modificar esto, en 1890, el gobierno de Díaz tuvo la intención de remodelar el antiguo teatro y autorizó la compra del inmueble -el cual era propiedad de la viuda de Cerdán- y terrenos aledaños.51 Como en el caso de Buenos Aires, el edificio no pertenecía a ninguna autoridad, ni local ni nacional, salvo algunos palcos.52
Tener un teatro en manos del poder público y que fuera “de primera” justificó la implementación de un programa de trabajos, en 1897, para modernizar el viejo Teatro Nacional. Dos años más tarde, el secretario de Comunicaciones y Obras Públicas, Francisco Z. Mena, contrató a dos personajes importantes en la construcción de los edificios emblemáticos del régimen de Díaz: el arquitecto italiano Adamo Boari y el ingeniero Gonzalo Garita; el primero para que llevara todo el manejo de una remodelación estética,53 y el segundo para la parte técnica. Las instrucciones que el general Mena le dio al arquitecto, recién llegado a México, fue que el teatro debía ser moderno, original y, “de acuerdo con la cultura de México”, atractivo, seguro y elegante.54 Según Boari, se le había encargado un proyecto que “debía conmemorar una fecha gloriosa de la República Mexicana: el Centenario de su Independencia”.55
A finales de 1899, después de un estudio minucioso del antiguo Teatro, Boari entregó al gobierno las recomendaciones y el diseño con las reparaciones y remociones necesarias. Las autoridades mexicanas esperaban un “rediseño práctico y de utilidad inmediata”, así como de materiales de fino acabado,56 cuestión que entró en conflicto con la idea de Boari, pues prefería demoler que remodelar. De hecho, fue una impresión de ambos responsables en las circulares que dirigieron a las diferentes dependencias y secretarías; los dos consideraban que reparar el antiguo Teatro sólo sería un paliativo momentáneo a las exigencias inmediatas de las autoridades, mientras el gobierno buscaba un lugar apropiado para edificar “un Gran Centro de reunión digno de su cultura y del Progreso de la Nación”.57
De igual forma que el caso argentino, para los objetivos de los planes de transformación urbana era necesario conectar los espacios tradicionales de poder con los nuevos lugares y corredores simbólicos que se estaban construyendo; para alcanzar este objetivo, el antiguo Teatro representaba un gran problema, y era necesario demolerlo para construir uno nuevo: monumental y visible. Fue así como surgió el proyecto de lo que hoy conocemos como el Palacio de Bellas Artes.
Debido a ello, el gobierno de Díaz, a principios de 1901, decidió suspender las tareas en el antiguo Teatro, para demolerlo y empezar las diligencias de la construcción de un nuevo edificio “a la altura de las necesidades de la época, empleando para ello los sistemas de la construcción moderna”,58 al considerar que aún
[…] con las reparaciones necesarias por modernas, dotando así a la ciudad de México de un centro de reunión digno de su cultura, desgraciadamente llegó al convencimiento de que era imposible conservar el antiguo edificio porque las reparaciones habrían sido demasiado costosas, así como una reconstrucción total.59
Se comisionó a Boari para que efectuara un viaje de cuatro meses a Europa y que estuviera en contacto y analizara las nuevas tendencias arquitectónicas -Art nouveau y Art decó- en la construcción de los más fastuosos teatros del Viejo Continente (Imagen 5). Dicho viaje le proporcionó datos suficientes para emprender la tarea de diseñar un teatro moderno, un edificio digno de la nación y del régimen que lo construiría (Imagen 6):
El Teatro Privado es tan sólo una especulación comercial. Los Teatros de Corte se rigen y conservan a expensas del Monarca, y es natural que tengan un carácter fastuoso, sin preocupaciones de la economía de la institución. Los Teatros Nacionales difieren de los últimos mencionados en que el Teatro de Corte se considera como un adminículo de lujo y boato de dicha Corte, El Teatro de Gobierno es una institución tributaria de arte y de la educación del pueblo y, por consiguiente, cae también bajo el dominio de la Economía Pública.60
Fuente: Universidad de Navarra. Su estilo influenció a varios arquitectos europeos encargados del diseño y construcción de los teatros nacionales, por ejemplo, en Brasil y México.
Al igual que la experiencia argentina, el Palacio significaba una representación de un imaginario de nación que tenían los grupos que impulsaban su diseño y construcción. Resultaba imperante que fuera de grandes dimensiones, “reuniendo de aquí y de allá las innovaciones constructivas, técnicas y decorativas que mejoradas produjeran un teatro que se comparara con los mejores del mundo”.61 Precisamente en eso consistía el proyecto tanto de los Científicos como de la Generación del 80: construir los emblemas del progreso y modernidad que situaran a sus respectivos países en el concierto de las naciones más adelantadas de su época:
El Gobierno Federal se propone construir un Teatro á la altura de las necesidades de la época, empleando para ello los sistemas de la construcción moderna. [...] El Edificio será formado por un esqueleto de acero, revestido en sus fachadas por piedras de talla y ornamentos de bronce tanto exterior como interiormente. [...] Los muros interiores que protegerán las columnas serán de ladrillo, los pisos garantizados contra incendio y los techos á prueba de agua. [...] La naturaleza de la obra que se llevará a cabo requiere de una cimentación adecuada, que quedará constituida por una plataforma de concreto y acero.62
Mientras tanto, el ingeniero Garita, encargado con Boari de todo lo relacionado con la obra, después de un minucioso análisis para encontrar el sitio donde reposaría el nuevo Teatro, decidió que el mejor lugar sería al lado de la emblemática Alameda Central, específicamente donde se encontraba el exconvento de Santa Isabel. El propio arquitecto italiano consideraba el sitio elegido como punto neurálgico del centro de la ciudad y del proyecto de transformación urbana, por lo que, “mientras mejor y más suntuoso sea el Teatro, más ricas e importantes serán las nuevas construcciones que la rodean”.63
El régimen de Díaz, al igual que el gobierno argentino, emuló la experiencia parisina: quiso interconectar varios puntos centrales y simbólicos de la ciudad. El Bosque y Castillo de Chapultepec debían conectarse a través del remodelado y embellecido eje artístico-monumental Paseo de la Reforma hacia el centro de la Ciudad de México. En ese trayecto, donde había lugar para los héroes patrios en el imaginario colectivo, la Alameda Central, el Palacio de Bellas Artes y el Palacio de Correos constituían un punto intermedio para llegar al poder civil y religioso: la Catedral y el Palacio Nacional. Así, muchas de las ideas que se expusieron en el relato de la historia nacional que se construyó y difundió en México a través de los siglos (1884-1889) se materializaron por medio de la transformación y embellecimiento urbanos.64
El ingeniero Garita y el arquitecto Boari tenían a su cargo la construcción de dos de los emblemas arquitectónicos del proyecto de obras públicas del gobierno de Díaz: el Palacio de Correos y el de Bellas Artes, los cuales debían estar a la altura del nuevo clima de prosperidad y modernidad de México; por ello, no hubo recato alguno en materia de capital humano y financiero para cumplir con tal exigencia. Ambas edificaciones, desde un inicio, habían sido visualizadas como estandarte para los festejos del Centenario de la Independencia de México, por lo que el lujo, el buen gusto y la opulencia debían adornar sus interiores.
Lejos empezaban a verse los años en los que los teatros eran construidos enteramente de madera, espacios inseguros susceptibles a incendios e inundaciones. Bellas Artes es la expresión del cambio tecnológico aplicado a la construcción, el primer edificio de tal magnitud en ser construido enteramente de acero (Imagen 7). De hecho, ése fue uno de los elementos que explica que la empresa Milliken Brothers, de Chicago, se hiciera cargo, de 1906 a 1912, de la construcción técnica del edificio, ya que, según Boari, era la única con la tecnología suficiente para llevarlo a cabo.
Fuente: fotografía de Guillermo Kahlo (1906), en Historia de la construcción del Palacio de Bellas Artes (México: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/Instituto Nacional de Bellas Artes, 2004).
El esqueleto de acero fue revestido con concreto, y éste, a su vez, con mármol proveniente de las canteras mexicanas, mientras que el mármol utilizado en el interior -para revestir las columnas y las escaleras- fue traído de Carrara, Italia.
Lamentablemente, un gran hundimiento del terreno -que a la postre se volvería frecuente- provocó que la obra fuera suspendida. A esto se añadió el estallido de la Revolución mexicana, que prolongó por más de veinte años su término, lo que ocasionó que estuviera inconcluso y a la deriva uno de los proyectos más ambiciosos de obra pública proyectada como emblema del México moderno.65 La construcción del Palacio corrió con la misma suerte que el Estado nacional: tuvo que esperar una década para que un nuevo grupo de poder, con ideales nacionalistas, lo retomara y vertiera en él otras aspiraciones para la nación.
Conclusiones
La importancia que tuvo la arquitectura pública en Argentina y México, como parte de los rasgos de la centralización política y administrativa, tiene un aspecto que ha sido poco tratado: las iniciativas de construcción de aquellas grandes edificaciones (palacios) debían efectuarse en espacios bajo la jurisdicción de una ciudad y de su organización política y administrativa. Lo anterior significa que muchos de aquellos proyectos de transformación de las trazas urbanas pusieron en evidencia las tensiones y los conflictos entre las pretensiones de los gobiernos federales de consolidarse como poderes centrales y la necesidad de ejercer y mantener un control efectivo dentro de las corporaciones políticas y administrativas municipales que incidían en los proyectos de construcción. En Argentina, las disputas entre los diferentes niveles de gobierno se dirimieron mediante la emisión de leyes orgánicas que fijaron limitaciones a los municipios, que, si bien acotaron el poder de la corporación local, lo pudieron hacer en cierta medida.66
Para el caso argentino, en primera instancia, el proyecto de arquitectura pública estuvo encaminado a la “cuestión capital”: convertir a Buenos Aires en el centro político nacional de manera permanente, y una forma de hacerlo fue establecer allí los edificios donde se asentarían las autoridades. Por su parte, en México, desde la perspectiva porfirista de las obras públicas, el Palacio de Bellas Artes perteneció a un grupo de edificios, avenidas y monumentos cuya finalidad fue sintetizar y representar la etapa de progreso material reflejado en una transformación urbana del centro de la Ciudad de México. Las similitudes entre las dos experiencias radican en que los gobiernos nacionales encontraron “en la obra pública de proporciones monumentales una de sus fuentes de legitimidad al asociarla con la idea de supremacía y al no escatimar recursos para representarse al público y al orbe”,67 y se refuerzan cuando se piensa que estas iniciativas de transformación urbana serían parte de los logros que se exhibirían en el escaparate para los festejos del Centenario.
Para mediados de la década de 1910, ambos regímenes oligárquicos habían sido derrocados, incluso de forma violenta, en México. De hecho, el Palacio de Bellas Artes no se concluyó. Entonces, ¿se puede corroborar la hipótesis de que ambos teatros de ópera fueron utilizados como mecanismo de legitimidad? La respuesta se debe situar en los esfuerzos políticos, financieros, materiales y humanos de los interesados en impulsar su construcción; en la preponderancia que a ambos inmuebles les confirieron en la traza urbana que se estaba transformando; en la opinión de júbilo de los medios de comunicación escrita, etcétera. Fueron emblemas del progreso, que sumaron capital simbólico y político a regímenes que sentaron las bases de su derrocamiento en los mismos pilares en los que impulsaron su proyecto modernizador, debido a lo restringidos que eran. Ambos teatros, en los que se vertieron los valores de clase que compartían los grupos de poder en Argentina y México, son un fiel reflejo del concepto que sintetiza la forma en la que los regímenes operaron, y por la que los derrocaron, el de república restringida. Sin embargo, ambos regímenes sentaron las bases de la Argentina y del México modernos, y ambos teatros, dentro del abanico de posibilidades, se erigen como una de las cartas de presentación más reconocibles.