Introducción
Decía Alexis de Tocqueville, a propósito de la Constitución de Estados Unidos de 1787, que los intereses opuestos generaron en un principio dos corrientes de opinión irreconciliables sobre el contenido doctrinario de la misma. Pero finalmente, “en este estado de cosas, sucedió lo que siempre suele ocurrir cuando los intereses están en oposición con la razón: se forzaron las reglas de la lógica. Los legisladores adoptaron un término medio que conciliaba por la fuerza dos sistemas teóricamente irreconciliables”.1 Si de este modo se explicaba el pensador francés la fortaleza institucional que proporcionaba una constitución, quizás habría sostenido lo contrario de haber estudiado la forma en que se discutieron y promulgaron las primeras constituciones en los países hispanoamericanos recién independizados. En las últimas décadas, se ha suscitado un marcado interés por estudiar “el laboratorio constitucional latinoamericano” a partir de las implicaciones de sus primeras cartas políticas en los ámbitos de la soberanía estatal, la representación política y las jurisdicciones territoriales.2 Asimismo, no menos significativo es el hecho de constatar si hubo o no una interacción entre el constitucionalismo histórico ibérico y los nuevos constitucionalismos republicanos.3 En los casos de las primeras cartas políticas de Colombia y México, las investigaciones más recientes han incidido en los alcances y limitaciones del experimento federal en el desarrollo de la institucionalidad.4 En el caso de los países que introdujeron el régimen centralista en sus constituciones republicanas iniciales, el proceso de institucionalidad no fue menos complicado. Sin embargo, como señala Marta Irurozqui, este fenómeno no se debió a que los textos constitucionales imitaran acríticamente las constituciones de Estados Unidos o de Francia, sino más bien a la dimensión “instituyente” que adquirieron los primeros poderes legislativos. Es decir, los parlamentos se asumieron como los únicos garantes de la representación, de la legitimidad y de la socialización política, muchas veces enfrentados al poder ejecutivo.5 En este sentido último se propone estudiar la precariedad constitucional atravesada por el Perú en los primeros años de la década de 1820.
Coincidiendo con la coyuntura en que se estableció la monarquía constitucional en España conocida por la historiografía como Trienio Liberal, el Perú experimentó dos regímenes antagónicos y empecinados en su destrucción mutua. Por un lado, estuvo el gobierno virreinal establecido en el Cusco bajo el mando del brigadier José de La Serna (1822-1824), y, por otro lado, una serie de gobiernos del Perú independizado que tuvieron su sede en Lima y Trujillo. Cronológicamente, estos últimos fueron el Protectorado del general José de San Martín (1821-1822), la Junta Gubernativa presidida por el general José de la Mar (1822-1823), las presidencias provisionales de José de la Riva Agüero (1823) y José Bernardo de Tagle (1823-1824) y la Dictadura del general Simón Bolívar (1824). Recientes estudios han profundizado en dar nuevas luces sobre ambas realidades antagónicas desde la perspectiva de la representación y la soberanía, aunque abordándolas separadamente.6 El caso es que, mientras el gobierno virreinal aplicó la Constitución de Cádiz en los departamentos de Cusco, Arequipa, Huamanga, Puno y la Audiencia de Charcas, los diversos gobiernos del territorio emancipado que controlaron los departamentos de Lima, Trujillo y Huaylas se rigieron por estatutos provisionales, bases preconstitucionales o decretos gubernamentales hasta promulgarse la Constitución de 1823 redactada en el primer Congreso Constituyente. Esta coyuntura es, por tanto, muy significativa para comparar en el caso peruano la compleja interrelación entre política y constituciones durante el proceso de la independencia. Sobre todo, porque, como lo afirma Antonio Annino, resulta indispensable integrar historia política e idea del derecho, más todavía en un contexto de coincidencia entre el Perú gaditano y el Perú insurgente.7
Esta investigación se propone hacer un estudio comparado de las experiencias preconstitucionales y constitucionales en los dos bandos enfrentados en que se dividió el territorio peruano entre 1821 y 1824. Se argumentará como hipótesis principal que durante esta coyuntura cronológica se experimentó una precariedad constitucional en los dos bandos bélicamente enfrentados en el Perú, situación que se prolongó hasta la firma de la capitulación de Ayacucho que selló la independencia peruana de España. El acatamiento restringido del segundo liberalismo hispánico en las zonas controladas o reconquistadas por el gobierno virreinal establecido en el Cusco coincidió con la lenta y accidentada adaptación jurídica a la legislación republicana por parte de los cortos gobiernos patriotas que se establecieron en Lima y Trujillo. En este último caso, se sostendrá que la debilidad del periodo preconstitucional fue el resultado de un conflicto de preeminencia institucional entre los poderes legislativo y ejecutivo.
Los gobiernos del Perú independizado
Del Protectorado al Congreso Constituyente
El proyecto político del general San Martín fue el de establecer una monarquía constitucional de corte parlamentario, regida por una dinastía nobiliaria de origen europeo. Esta opción ideológica se situó en un camino intermedio entre el vilipendiado liberalismo hispánico que regía en España y acataba el virrey José de la Serna en su sede de gobierno en Cusco, y el temido sistema de gobierno republicano, al que se atribuía la anarquía que vivían las Provincias Unidas del Río de la Plata y Chile. Fiel reflejo del ideario político sanmartiniano fue el Estatuto Provisional del Protectorado promulgado el 8 de octubre de 1821 “para el mejor régimen en los departamentos libres, interín se establece la constitución permanente del Estado”.8 Se trataba de unas bases legales de carácter preconstitucional que en su preámbulo resaltaba que, a la espera de que pronto el pueblo formase las primeras nociones de gobernarse a sí mismo, el Protector asumiría el poder directivo del Estado, lo que suponía ejercer el poder legislativo y ejecutivo. En cambio, el Protector se abstendría de ejercer funciones judiciarias para garantizar su independencia.
El primer documento legislativo del Perú independizado fue dividido en siete secciones. Entre sus disposiciones más importantes estuvo el mantenimiento de los títulos nobiliarios, el reconocimiento de la religión católica como único culto del Estado y la concesión al Protector de la suprema potestad directiva en los departamentos libres. Adicionalmente, creaba un Consejo de Estado para asesorar al Protector en materias de difícil deliberación; confería a los presidentes de los departamentos la ejecución inmediata de las ordenes emanadas por el Protectorado; garantizaba la subsistencia de las municipalidades, y confería a una Alta Cámara de Justicia con sede en Lima la administración del poder judiciario. Esto último supuso la abolición de la Cámara de Apelaciones creada unos meses antes por el propio San Martín en Trujillo.9 En un tácito reconocimiento de que la fortaleza de la costumbre legal de la época colonial debía ser paulatinamente reformada, en la titulada “Sección última” del Estatuto se mantuvieron “en su fuerza y vigor todas las leyes que regían en el gobierno antiguo, siempre que no estén en oposición con la independencia del país, con las formas adoptadas por este Estatuto, y con los decretos o declaraciones que se expidan por el actual gobierno”.10 Es decir, se mantuvo la vigencia de la codificación corporativa española bajo la cual funcionaban las corporaciones, gremios e individuos.
El Estatuto fue en realidad una creación de Bernardo Monteagudo. El político tucumano concibió así el modo más idóneo para acabar con la cultura política del liberalismo hispánico que se sustentaba en la vigencia de la Constitución de Cádiz. Un mes antes, el 9 de agosto de 1821, había firmado junto con San Martín un decreto en el que se abolía esta carta política “que con violencia se hizo jurar a los pueblos, para esclavizarlos a la sombra de unas leyes calculadas para hacer feliz a una sección pequeña de la Europa a expensas del nuevo mundo”.11 En consonancia con este principio, Monteagudo ordenó a los tribunales y corporaciones de los departamentos libres desglosar esa constitución de sus libros de actas y remitirlas al ministerio de Gobierno para su destrucción.
Los estudios dedicados al Protectorado han incidido en que la cultura política durante esta coyuntura se caracterizó por tener firmes defensores de la monarquía constitucional que no dudaron en rechazar la adopción de una plena democracia tal como se entendía en aquella época.12 Pero este entendimiento entre los ideólogos del Protectorado y la élite criolla muy pronto se iba a agotar. Correspondió a Monteagudo el factor fundamental de la progresiva identificación del Protectorado con un “despotismo de nuevo cuño”, principalmente por parte de un sector de la élite criolla. El tucumano se empeñó en imponer un ideario política y socialmente excluyente mediante prácticas propias de un jacobino con aires de ilustrado.
Para lograr su propósito, Monteagudo auspició y presidió la Sociedad Patriótica establecida en Lima en enero de 1822. Esta institución congregó a un apreciable número de nobles criollos que, al principio complacientes, secundaron la idea del tucumano de que la monarquía constitucional era el sistema más apropiado para el Perú. En su periódico oficial, El Sol del Perú, se rechazó la opción republicana por temer que esta degenerase en la anarquía. Adicionalmente, un miembro de la Sociedad, el clérigo José Ignacio Moreno, argumentó que sería un grave trastorno adoptar esa fórmula democrática en un pueblo acostumbrado desde hacía varios siglos a gobernarse por monarcas incas y españoles.13 En otras palabras, un gobierno republicano estaba condenado a fracasar pues no se ajustaba a la población, costumbres y grado que ocupaba en la escala de la civilización el naciente país. Pero en el propio periódico, en su cuarto número, las simpatías hacia un príncipe europeo fueron por primera vez cuestionadas por Manuel Pérez de Tudela, el mismo que expresó sus dudas de que existiese una fórmula para limitar el poder del soberano y evitar que éste recayese en la arbitrariedad. Esta opinión fue censurada por los miembros de la Sociedad y el editor decidió retirarla e imprimir un nuevo cuarto ejemplar.14
El fracaso del Protectorado se explica por la política de acoso y destrucción social que implementó el ministro Monteagudo sobre la antigua élite nobiliaria, en especial la de origen peninsular.15 El adoctrinamiento xenófobo de los primeros cuerpos cívicos contra esta antigua nobleza reactivó los temores en la élite criolla de que esta civilidad armada conformada por la plebe urbana se revolucionara contra sus antiguos amos.16 Este miedo fue el detonante del motín de Lima del 24 y 25 de julio de 1822 contra el “despotismo” de Monteagudo. Esta asonada, liderada por el cabildo de la capital y el presidente del departamento de Lima, Riva Agüero, culminó con la destitución y exilio de Monteagudo a Guayaquil.17 Desde su exilio, Monteagudo insistió en su memoria reivindicativa que el Perú no estaba preparado para adaptar el sistema de gobierno democrático por las costumbres corrompidas de su pasado colonial. Entre éstas, resaltó el sometimiento de la virtud y el mérito al despotismo, el afán de recompensa ajena a la moral pública y la persistencia de la adulación cortesana. Ante el arraigo de estos vicios, Monteagudo se reafirmó en que “un pueblo que acaba de estar sujeto a la calamidad de seguir tan perniciosos hábitos, es incapaz de ser gobernado por principios democráticos”.18
Al amparo del decreto de libertad política de imprenta sancionado por el Protectorado el 13 de octubre de 1821, circularon periódicos de contenido doctrinario. El decreto de imprenta del Protectorado se asemejó al que sancionaron diez años antes las Cortes de Cádiz en el que se prohibían críticas a la religión católica.19 En realidad, la libertad para emitir ideas opuestas al Protectorado fue bastante limitada, ya que Monteagudo ejerció una censura previa contra los escritos que disentían de su proyecto monárquico. Ello explica el rechazo del Correo Mercantil, Político y Literario a publicar la carta que a principios de marzo de 1822 le remitiera el abogado José Faustino Sánchez Carrión, en la que éste defendía “la inadaptabilidad del gobierno monárquico al estado libre del Perú”. Siguiendo la doctrina de Thomas Paine, Sánchez Carrión rechazó con contundencia la monarquía constitucional porque bajo este sistema serían “excelentes vasallos, y nunca ciudadanos”, y por ello expresó abiertamente su simpatía por el sistema representativo adoptado en Estados Unidos.20
Los republicanos peruanos como Sánchez Carrión eran una minoría, pero progresivamente iban a hacerse con los puestos políticos más importantes una vez alejados Monteagudo y San Martín del escenario del poder, respectivamente, en julio y agosto de 1822. En el nuevo contexto político surgido tras el fin del Protectorado, los hombres de letras, momentáneamente, se impusieron a los hombres de armas en el diseño del sistema de gobierno más conveniente para la nueva nación.21 Como enfatiza Ricketts, una característica de republicanos como Toribio Rodríguez de Mendoza, José Joaquín de Olmedo, Gregorio Paredes o el propio Sánchez Carrión fue su habilidad como oradores parlamentarios y su indiscutible profesionalidad. Sin embargo,
[…] esos méritos que les confirieron un lugar en la república de las letras fueron insuficientes para edificar una república viable. Ninguno de ellos perteneció a la alta nobleza de Lima […] Pertenecían a las elites provinciales y carecieron de la capacidad para construir fuertes redes de poder en beneficio propio y que pudieran fortalecer su liderazgo.22
El principal foro en el que actuaron los hombres de letras republicanos fue el primer Congreso Constituyente.23 Ya sin la presencia de San Martín, el establecimiento de esta asamblea el 20 de septiembre de 1822, bajo la presidencia y liderazgo del sacerdote liberal Francisco Javier de Luna Pizarro, permitió que el espacio público fuera copado por los republicanos ante el eclipse definitivo de los monárquicos constitucionales. Junto con los periódicos doctrinarios de corte antimonárquico, el Congreso fue el escenario predilecto para asentar una cultura política republicana. En realidad, esta asamblea estuvo dominada por viejos representantes del liberalismo hispánico y excolaboradores del proyecto monárquico de San Martín que, abruptamente, se tornaron en prorrepublicanos. Tal fue el caso de Toribio Rodríguez de Mendoza, Francisco Javier Mariátegui, Carlos Pedemonte, Hipólito Unanue, José Gregorio Paredes, José Pezet, Francisco Javier Mariátegui y Justo Figuerola.
Las efímeras presidencias de La Mar, Riva Agüero y Tagle
Al aceptar la renuncia de San Martín, el Congreso Constituyente invirtió la normativa acerca de la soberanía del Estatuto Provisional y dispuso que, además del poder legislativo, le correspondía asumir el poder ejecutivo. Bajo esa preeminencia institucional, la asamblea encargó la administración provisional del ejecutivo a una Suprema Junta Gubernativa, integrada por tres miembros de la asamblea, y presidida por el general José de la Mar. La misma debía gobernar hasta la promulgación de la constitución. En realidad, la junta nació con sus poderes cercenados ya que el Congreso, asumiendo su preeminencia sobre el gobierno, se arrogó buena parte de los atributos del poder ejecutivo como “los negocios diplomáticos y cualesquiera otros arduos”.24 Ello implicó que la Junta Gubernativa adoptara un papel subordinado en asuntos como la forma de hacer la guerra a los realistas.25 Esta decisión de formar un gobierno débil fue un antídoto que los propios legisladores se proporcionaron como una cura en salud al excesivo poder otorgado a San Martín y Monteagudo.26
Paradójicamente, la normativa del funcionamiento de la Junta Gubernativa fue discutida una vez creada ésta. Es decir, el poder ejecutivo por espacio de varios meses no supo qué facultades gubernativas tenía o debía asumir. Ello generó cierta parálisis gubernativa que terminaba resolviendo el Congreso. Por ejemplo, cuando el 18 de octubre La Mar asistió al Congreso para dar cuenta del “estado calamitoso” del Perú y, seguidamente, solicitar que se le autorizara a comandar el ejército que debía enfrentar a los realistas en Jauja, “los SS. Figuerola, Unanue y Carrión fueron de dictamen, no debía por ahora resolverse sobre el particular; y que sobre ellos dispondría el Congreso cuando fuese conveniente”.27 Recién el 24 de octubre, el Congreso nombró una comisión para redactar unas bases de constitución que, entre otros principios, iba a esclarecer las atribuciones del legislativo y el ejecutivo. La misma estuvo integrada por los diputados Luna Pizarro, Unanue, Olmedo, Tudela y Figuerola. El proyecto de decreto de bases comenzó a discutirse el 19 de noviembre y concluyó el 16 de diciembre.
El presidente La Mar promulgó el 17 de diciembre, por disposición del Congreso Constituyente, las Bases de la Constitución Política de la República Peruana. Esta segunda suprema normativa de carácter preconstitucional vino a sustituir al Estatuto Provisional del fenecido Protectorado. La misma fue juramentada dos días después en ceremonia pública por la Junta Gubernativa, las corporaciones civiles, eclesiásticas y militares de todos los departamentos independizados. Las Bases estuvieron compuestas por 24 artículos a los que se añadió como colofón un discurso del Congreso Constituyente a los pueblos del Perú. Entre sus rasgos más destacados estuvo reconocer que todas las provincias del Perú, reunidas en un solo cuerpo, forman la nación peruana y que ésta, en adelante, se denominará República Peruana. Se adoptó la forma de gobierno popular y representativa y se confirmó a la religión católica como único culto estatal. Se instituyó la división administrativa del Estado en tres poderes, ejecutivo, legislativo y judicial, independientes unos de otros. Sin embargo, esta norma preconstitucional no esclareció el real alcance del ejercicio del poder por parte del ejecutivo, del cual tan sólo se indicó que no sería ni vitalicio ni hereditario. Por último, las Bases establecieron un Senado Central que debía “velar por la observación de la Constitución y de las leyes, sobre la conducta de los magistrados y ciudadanos”.28 En su mensaje a los pueblos de la república peruana, el Congreso Constituyente concluyó: “las bases que os presentamos son los principios de la justicia natural y civil […] sobre ellas se formará una Constitución que proteja la libertad, la seguridad, la propiedad y la igualdad civil”.29 Se consagró de este modo el nacimiento de una utopía republicana que los legisladores de entonces creyeron que quedaría firmemente garantizada por un Congreso de carácter preeminente, sometiendo al ejecutivo, y una idealizada constitución que se impusieron acabar en un breve plazo.
El fracaso de la “primera expedición militar a puertos intermedios”, de octubre de 1822 a enero de 1823 y en la cual el ejército patriota fue derrotado por el realista, provocó la caída de la Junta Gubernativa de La Mar. Como resultado de un motín militar en el cuartel limeño de Balconcillo, el 28 de febrero de 1823 el Congreso Constituyente fue presionado por los oficiales del ejército, el ayuntamiento capitalino y el vecindario de Lima para nombrar como presidente a José de la Riva Agüero.30 La elección de este aristócrata limeño, en el fondo, representó un problema para un grupo mayoritario de congresistas, ya que no era un convencido republicano. Si su prédica separatista resultaba clara, no lo era tanto su simpatía hacia el sistema representativo republicano formulado en las Bases de la Constitución Política. Entre el dilema de decantarse por la monarquía o la república, Riva Agüero, en un escrito titulado “Origen de los mandones y tiranos del Perú me consideren enemigo de su majestad”, confesó preferir la primera porque un monarca delibera con sabiduría y ejecuta con celeridad, lo que no ocurre en una república: “La lentitud reina en la deliberación y mucho más en la acción. No se puede aquí guardar el mismo secreto, ni seguir un plan de política con la misma constancia. Los clamores y el ruido ahogan la voz de la razón y el error usurpa el lugar de la verdad”.31
Pese a su enemistad con influyentes legisladores republicanos como Luna Pizarro y Sánchez Carrión, la presidencia de Riva Agüero acató su sometimiento a las Bases y, en gesto recíproco, el Congreso le concedió el grado de Gran Mariscal de los ejércitos de la república. Riva Agüero tenía a su favor a la opinión pública que consideraba que por ser el primer gobernante de origen peruano, ya que su predecesor La Mar nació en Cuenca, su patriotismo garantizaría éxitos en la guerra con los realistas.32 La convivencia entre los poderes ejecutivo y legislativo fue cordial en los primeros meses, a pesar de los intentos fallidos de diputados afines al Presidente de que el Congreso concediera “al poder ejecutivo la plenitud de las facultades conforme a sus atribuciones, pero con las restricciones que juzgase el Congreso”.33 A pesar de respetar la preeminencia del Congreso, Riva Agüero consideró que éste estaba integrado por un número excesivo de extranjeros y, sobre todo, por congresistas que carecían de propiedades, cuando era deseable que “los que las ejerzan sean hombres, si no opulentos, al menos de una clase acomodada”.34 A su xenofobia nacionalista y a su desprecio social propio de un aristócrata en declive, Riva Agüero añadió, progresivamente, un sentimiento cuasi paranoico de que los congresistas republicanos comenzaban a conspirar contra su gobierno, por lo que no dudó en buscar medios para alejar la asamblea de Lima. Prueba de esto último fue el oficio que dirigió a la asamblea el 2 de abril de 1823, en el que, ante los rumores de un posible ataque a la capital del ejército realista, ponía en conocimiento de los legisladores este hecho por si consideraban conveniente trasladarse a cualquier ciudad de la costa norte. El Congreso, después de debatir el oficio, acordó responder a Riva Agüero que quedaban satisfechos “del celo que le manifiesta por su seguridad […] y que ha resuelto no abandonar la capital”.35
La presidencia de Riva Agüero fue breve y su derrumbe se aceleró al fracasar la “segunda expedición militar a puertos intermedios” (de mayo a junio de 1823). La derrota de las armas patriotas conllevó que el ejército realista del brigadier Canterac volviese a ocupar Lima. Los poderes ejecutivo y legislativo abandonaron la capital y se refugiaron en la fortaleza de El Callao, donde las sesiones legislativas se restablecieron el 19 de junio. En un principio, el Congreso decidió el traslado del ejecutivo y el legislativo a Trujillo, tal como deseaba Riva Agüero. Pero la asamblea, presionada por el general Antonio José de Sucre, quien actuaba como general en jefe del ejército unido libertador, cambió de parecer y decidió permanecer en El Callao. Al mismo tiempo, los legisladores convocaron a Bolívar para que viniese al Perú y salvara a la patria.
El 22 de junio, el Congreso decretó el cese de Riva Agüero como general en jefe y transfirió a Sucre el supremo poder militar.36 Riva Agüero desconoció esta medida y, con una parte de los congresistas que le eran afectos, decidió trasladar la sede de su gobierno a Trujillo. La precariedad constitucional, que Riva Agüero quiso resolver devolviendo las riendas del poder al ejecutivo, se agudizó al generarse una bicefalia dentro del legislativo y producirse un choque de poderes. El 19 de julio de 1823, en Trujillo, Riva Agüero disolvió el Congreso y ordenó su reemplazo por el Senado, instancia contemplada en las Bases de la Constitución Política, que decretó también que funcionara como Consejo de Estado. El 8 de agosto, el Congreso en Lima censuró esta decisión de Riva Agüero por ser anticonstitucional, lo calificó como tirano y lo declaró reo de alta traición. Paralelamente, la más alta instancia legislativa nombró a Tagle como presidente de la república y le confirió el grado de Gran Mariscal.
Bolívar consideró indispensable deshacerse de Riva Agüero y Tagle como condición necesaria para asumir el mando político y militar absoluto del Perú. La operación política para deshacerse de los dos “godos” peruanos comenzó con Riva Agüero, al denunciarse como un acto de traición sus tratos con el virrey La Serna para llegar a un armisticio. Riva Agüero fue derrocado por un general leal a Bolívar en Trujillo, el 25 de noviembre de 1823, y fue exiliado a Guayaquil. El siguiente paso de Bolívar consistió en deshacerse de la incómoda presencia de Tagle. En este operativo iba a contar con la complicidad del Congreso Constituyente. En efecto, el Congreso hizo promulgar a Tagle un decreto, el 10 de septiembre de 1823, por el cual Bolívar y él detentaban el poder ejecutivo, pero le obligaba a someterse al general venezolano por tener éste la autoridad política “Directorial”. En consecuencia, Tagle debía ponerse de acuerdo con Bolívar “en todos los casos que sean de su atribución natural, que no estén en oposición con las facultades otorgadas al Libertador”.37 Esta situación era inédita. Mientras Bolívar no debía rendir ninguna cuenta al Congreso, Tagle debía seguir sometido a éste a través del único documento preconstitucional existente y que se aplicaba desde finales de 1822. Así, cuando el 3 de octubre el Congreso ordenó a Tagle dirigirse a los presidentes de los departamentos, a fin de instruirles en relación con la futura elección de representantes a la Asamblea nacional, le requirió “que remita un número crecido de ejemplares del reglamento de elecciones, y de las Bases de la Constitución, ordenándoles hagan entender a los pueblos de su dependencia, que ya está sancionada la segunda parte del proyecto de Constitución”.38
La primera Constitución del Perú liberado fue promulgada por Tagle el 12 de noviembre de 1823. Con este hecho, quedaron automáticamente derogadas las Bases de la Constitución Política, aunque gran parte de los artículos de ésta fueron revalidados por aquélla. Entre las novedades que trajo la carta política, estuvo que a los tres poderes independientes se añadió el poder electoral, representado por los colegios electorales de parroquia y de provincia; la limitación del mandato presidencial a cuatro años; la creación de la figura de la vicepresidencia, y la disposición de un régimen administrativo interior de la república dividido en prefecturas, intendencias y gobernaciones.39 En la ceremonia de su juramentación, Tagle, con cierta candidez, saludó la Constitución como una sabia ley que “igualaba al primer Jefe del Estado con el último ciudadano de la república, y cuyas leyes tendrían el mismo rigor con respecto al poderoso que al indigente”.40 Se le ha definido como una constitución híbrida, por combinar el presidencialismo y el parlamentarismo, aunque con preferencia por este último sistema.41 Lo paradójico de la flamante carta política fue que, tras ser juramentada, apenas tuvo tres meses de vigencia.42 Esto se debió a que, el 3 de septiembre de 1823, dicha asamblea había otorgado a Bolívar facultades políticas y militares. Éstas, en lugar de quedar derogadas por la entrada en vigor de la Constitución, más bien fueron confirmadas por el decreto del 14 de noviembre que hacía “quedar suspenso el cumplimiento de los artículos constitucionales que sean incompatibles con la autoridad y facultades que residen en el Libertador”.43 En la práctica, si bien Tagle era el presidente constitucional, el poder político y militar estaba realmente en Trujillo, en manos de Bolívar.
En un inútil intento de contrarrestar el poder de Bolívar, Tagle hizo suya la fórmula de Riva Agüero de lograr una independencia negociada con los realistas. Pero su apartamiento del poder se debió a la débil reacción que mostró ante el motín de las tropas patriotas en la fortaleza del Callao, de 5 de febrero de 1824, hecho que desembocó en su ocupación por parte del general José Rodil. Como resultado de este nuevo revés, la asamblea reaccionó y el 10 de febrero impuso a Tagle la firma del decreto que confería la dictadura a Bolívar, suspendía la presidencia de la república, declaraba el receso indefinido del Congreso y, por último, dejaba “sin cumplimiento los artículos de la constitución política, las leyes y decretos que fueren incompatibles con la salvación de la república”.44 Tagle quedó definitivamente apartado del poder y, para evitar la persecución de Bolívar, optó por un transfuguismo político y se refugió con los realistas de Rodil en la fortaleza del Callao.
La dictadura del general Simón Bolívar
Señala el historiador Denegri Luna que, entre febrero y diciembre de 1824, “la legislación previa a Ayacucho se dirige fundamentalmente a propósitos militares”.45 La afirmación es relativamente cierta. Bolívar instaló su cuartel general en Trujillo y no supeditó a la Constitución casi ninguna de sus medidas encaminadas a tornar absoluto su poder dictatorial. Pero hubo varias excepciones, sobre todo al reestructurar el poder ejecutivo y supeditarlo al objetivo militar de hacer la guerra a muerte a los realistas. Bajo esta mira, el 26 de marzo de 1824, Bolívar decretó que “los tres ministros de Estado que previene el artículo 82 de la Constitución, quedan reducidos a uno solo, que despachará el Ministro, o Secretario General de los negocios de la República Peruana que se nombrare”.46 El cargo recayó en Faustino Sánchez Carrión, quien, por este nombramiento, se convirtió en el único legislador republicano refrendador de las decisiones tomadas en el cuartel general trujillano. Esta circunstancia anómala se mantuvo hasta el 28 de octubre, cuando Bolívar restableció los tres ministerios (Gobierno y Relaciones Exteriores, Guerra y Marina, y Hacienda) a “consecuencia de los sucesos favorables de la guerra”,47 seguramente en referencia a la victoria patriota en la batalla de Junín.
Otra medida tomada por el general venezolano, a partir de lo dispuesto en la carta política, fue la reestructuración del poder judicial. El artículo 101 previó el establecimiento de una Corte Superior de Justicia en Trujillo, complementaria a la Corte Suprema que debía establecerse en Lima, y Bolívar respetó dicha normativa. El decreto del 6 de marzo de 1824 establecía a aquélla bajo la presidencia de Manuel Lorenzo de Vidaurre, dos vocales y un fiscal, en palabras del Libertador, “deseoso de que la ley fundamental del país se observe en cuanto sea compatible con las actuales circunstancias del Estado, como el que la multitud de funcionarios judiciales no grave los fondos públicos”.48
Una instancia judicial de carácter militar que se creó y no contempló la Constitución fue el Tribunal Especial de Seguridad Pública. Conformado el 3 de abril de 1824, sus funciones fueron juzgar privativamente los delitos de sedición, traición e infidencia, cualquiera sea el fuero del acusado. Es decir, el proceso criminal se aplicaba por igual a reos civiles, militares y eclesiásticos. Lo paradójico fue que, en la política de economizar recursos, se decidió que sus integrantes fueran los mismos de la Corte Superior de Justicia. Todavía bajo su periodo dictatorial, Bolívar cumpliría con ordenar la creación de la Suprema Corte de Justicia en Lima tal como exigía la Constitución, diez días después de haberse escenificado la batalla de Ayacucho, el 19 de diciembre de 1824.49
Otras disposiciones de Bolívar, amparadas en la Constitución, fueron más allá de lo meramente político y judicial. Ejemplo de ello fue la creación de la Universidad de Trujillo el 10 de mayo de 1824, conforme al artículo 184 que ordenaba fundar estas instituciones educativas en las capitales de departamento. Bolívar dotó a la Universidad con los fondos de temporalidades de los jesuitas. El 24 de mayo, puso en práctica el artículo 127 de la Constitución que prohibía todo conocimiento judicial a los prefectos, intendentes y gobernadores, para lo cual creó la figura del asesor departamental, al que otorgó la función de juez de derecho. Finalmente, en el campo económico, Bolívar decretó el 1 de junio la entrada en vigor de un reglamento provisional de comercio, “no habiéndose podido publicar el reglamento de comercio, que decretó y sancionó el Congreso Constituyente, en el cual se aumentaron los derechos de introducción y extracción”.50
Todo lo anterior indica que, durante la primera etapa de la dictadura bolivariana -que se corresponde con el momento previo a la capitulación española-, la precariedad constitucional fue, paradójicamente, menor que en los periodos presidenciales anteriores. A ello coadyuvó la ausencia, como protagonista incómodo, del Congreso Constituyente y su recalcitrante insistencia en ejercer un poder preeminente sobre el ejecutivo. También debe reconocerse la acertada asesoría política que el Libertador recibió de parte de su ministro Sánchez Carrión, sobre todo en las pocas, pero importantes, medidas que aquél tomó respetando la Constitución de 1823 en los primeros meses de su mandato absoluto.
Bolívar decretó el restablecimiento del Congreso Constituyente el 10 de febrero de 1825. Ante éste, el militar caraqueño renunció a su poder dictatorial, pero los congresistas -en una respuesta inexplicable- rechazaron la dimisión al considerar que aún la república estaba expuesta a “grandes peligros”. ¿Se trató de una parodia previamente acordada? Lo cierto es que el Congreso decretó que el “Libertador queda[ba], bajo este título, encargado del supremo mando político y militar de la República”, hasta que se llevara a cabo la nueva reunión de la asamblea fijada para 1826.51 Acto seguido, la asamblea se disolvió definitivamente el 10 de marzo de 1825. Se inició de este modo un nuevo periodo dictatorial en el que Bolívar, a diferencia de su actuación cautelosa en 1824, se empeñó en hacer realidad su sueño de convertirse en un gobernante vitalicio. Esta transformación de Bolívar quizá tuvo que ver, aparte de su ambición política, con su pérdida de fe doctrinaria en el experimento republicano. Su confianza hacia el sistema representativo se fue diluyendo conforme advirtió el desgobierno en que se sumían Venezuela y la Gran Colombia, a pesar de sus intentos de controlar el poder desde la lejanía. El horizonte doctrinario republicano de sus primeros años de combate, expresado en la Carta de Jamaica de 1815, acabó supeditado a una realidad política que no dudó en intentar domar desde un autoritarismo político de corte bonapartista.52
El gobierno virreinal de José de la Serna en el cusco
El restablecimiento de la Constitución de Cádiz en septiembre de 1820, cuando gobernaba el virrey Pezuela, supuso el retorno de la cultura política del liberalismo hispánico cortado abruptamente por Fernando VII en 1814. En la metrópoli, tras el triunfo del pronunciamiento revolucionario del general Rafael de Riego, esta Constitución fue acatada por un monarca que se declaró “liberal”, aunque nunca creyó en esta doctrina política y, a lo largo del Trienio Liberal, procuró socavarla. El segundo liberalismo hispánico en el Perú significó el retorno de la idea de nación como la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios, la restitución de la ciudadanía para “aquellos españoles que por ambas líneas traen su origen de los dominios españoles de ambos hemisferios, y están avecindados en cualquier pueblo de los mismos dominios”,53 así como la vuelta de la monarquía parlamentaria y de las instituciones representativas regionales (diputaciones provinciales) y locales (ayuntamientos) elegidas por ciudadanos.
La aplicabilidad del segundo experimento liberal español en el virreinato fue mucho menor que en la coyuntura 1810-1814, al mismo tiempo que su popularidad también fue decreciente. Tres factores explican la pérdida de novedad del segundo momento constitucional hispánico. En primer lugar, en esta época no hubo personalidades liberales nacidas en el país (españoles americanos) que defendieran con entusiasmo el constitucionalismo: los primeros sostenedores de este sistema político durante las Cortes gaditanas estaban desterrados (Manuel Lorenzo de Vidaurre), habían fallecido (Miguel de Eyzaguirre, José Silva y Olave) o se preparaban para optar por la independencia (Hipólito Unanue, Toribio de Rodríguez de Mendoza, Rafael Ramírez de Arellano). El segundo factor se vincula con el limitado alcance geográfico del segundo momento constitucional, ya que la carta política pudo aplicarse en Lima, pero con suma dificultad en el resto de las intendencias ocupadas por el Ejército Libertador. En la ciudad del Cusco, la Constitución fue juramentada el 15 de octubre de 1820, y lo mismo ocurrió alrededor de esta fecha en las capitales de Huamanga, Arequipa, Puno y Charcas.54 El tercer factor de la limitada repercusión del liberalismo español tiene que ver con la completa supeditación de la Constitución a los decretos militares del virrey La Serna en el contexto de la reconquista del virreinato. Así, se proyectó la impresión de que la Constitución se acataba, aunque se cumplía lo menos posible. Por todo lo anterior, en contraposición al accidentado pero progresivo asentamiento del sistema republicano, la cultura jurídico-política del segundo momento liberal español fue inestable y frágil tanto en el discurso como en la práctica. Además, se contrajo a los territorios del centro y sur del virreinato peruano y de la Audiencia de Charcas, donde las autoridades realistas mantuvieron la autoridad a través de un férreo control militar.
Correspondió al virrey Pezuela conformar en septiembre de 1820, en Lima, una Junta Preparatoria integrada por él, el arzobispo, el intendente, el alcalde, el procurador general y un regidor, para el restablecimiento de la Constitución. La primera medida que tomó esta instancia fue restituir la Diputación Provincial de Lima “tal como había estado constituida hasta el momento de su supresión en 1814”.55 Antes de producirse su destitución por la junta de generales reunidos en Aznapuquio en enero de 1821, el virrey Pezuela cumplió con la Constitución en lo que respecta a la abolición definitiva del Tribunal del Santo Oficio y la celebración de elecciones para ayuntamientos constitucionales en algunas de las principales capitales del virreinato. En cambio, no llegaron a celebrarse bajo su gestión las elecciones de diputados a Cortes ni se permitió la libertad política de imprenta. Esto último fue puesto en vigor por el virrey La Serna el 27 de febrero de 1821, cuando publicó el reglamento aprobado por las Cortes de Madrid. Al igual que Pezuela con la fracasada conferencia de Miraflores de septiembre de 1820, La Serna intentó utilizar la Constitución como un instrumento de negociación con el general San Martín para pacificar el virreinato. Pero la conferencia de Punchauca, celebrada en junio de 1821 entre los representantes del Libertador y el Virrey, sólo produjo un breve armisticio.
La Serna y su ejército, agobiados con el férreo bloqueo militar y naval de Lima por parte de la expedición patriota, decidieron abandonar la capital el 5 de julio de 1821. El Virrey fijó provisionalmente su cuartel general en la ciudad de Huancayo, espacio que le dio un dominio sobre la sierra central peruana, aledaña a la capital que militarmente deseaba recuperar. No hay constancia histórica de que en aquella ciudad siguiera tomando más medidas constitucionales. Atendiendo a la invitación que le cursó la Audiencia del Cusco el 5 de noviembre de 1821, y aconsejado por sus asesores militares, La Serna decidió trasladar su gobierno a la antigua capital de los incas en diciembre de 1821. Los oidores cusqueños garantizaron al Virrey que su circunscripción, además de darle el trato decoroso que su majestad merecía, iba a contribuir “con hombres y dinero para el sostén de los ejércitos nacionales”.56 Esta circunstancia se presentó propicia para que la urbe cusqueña recuperase la condición de centro de poder que perdió con la conquista española. Pero en la época, nadie comparó al flamante gobierno virreinal como un renacimiento de la antigua monarquía inca; por el contrario, de lo que se trató fue exclusivamente de afianzar la fidelidad del Cusco a Fernando VII, a la religión católica y a la constitución gaditana.
El gobernador intendente del Cusco y presidente de la Real Audiencia, el mariscal de campo Pío Tristán, pasó a ser la segunda autoridad política de esta ciudad con el arribo de La Serna. Tristán dejó el cargo en agosto y su puesto fue ocupado por el brigadier Alejandro González Villalobos, hasta el 1 de enero de 1823, y por Antonio María Álvarez, hasta el 12 de marzo de 1824.57 Pero el personaje más influyente del gobierno virreinal fue el paraguayo José María Lara, en su condición de asesor general y auditor de guerra. Otro personaje con poder en las altas esferas cusqueñas, por su amplio predicamento sobre la opinión pública, fue el español Gaspar Rico y Angulo, director del periódico El Depositario, que se editó en la capital imperial entre febrero de 1822 y febrero de 1824. Fue este periódico, secundado por la Gaceta del Gobierno Legítimo del Perú, editada por Mariano Luna, el conductor de un discurso de fidelidad a la monarquía constitucional. En mayo de 1822, Rico publicó en El Depositario la proclama del Virrey a los habitantes del Perú en la que afirmaba que Fernando VII había jurado la Constitución de 1812, “que sostiene como fundamento sólido de nuestra futura grandeza”. Seguidamente, La Serna prometió legislar bajo un talante moderado y no impositivo ni arbitrario, como lo había hecho hasta ahora, porque “todas [las leyes] han sido arregladas a un orden dependiente de nuestra carta constitucional en lo posible o correspondiente a nuestra situación”.58
Para el gobierno virreinal, alentar el fidelismo al rey constitucional implicó, además, convencer a cusqueños, huamanguinos, arequipeños, puneños y charqueños de que ellos debían asumirse como los verdaderos españoles, en abierta oposición a la población traidora al Rey que en Lima y el norte peruano reconoció al Protectorado. A estos últimos, se les identificó como disidentes por situarse en confrontación con los nacionales o verdaderos defensores de la constitución gaditana. Las proclamas de La Serna a los habitantes de Lima, publicadas en ejemplares de El Depositario en el transcurso de 1822, presentaban el estado de la capital como una anarquía del “caudillo San Martín”, que el Virrey juraba iba pronto a resolver de modo paternal con su reconquista. Igualmente, valiéndose de un inédito lenguaje de fraternidad liberal, el brigadier Canterac, en un manifiesto a los habitantes de Lima del 5 de febrero de 1822, les prometió olvidar “acaecimientos pasados por el placer de abrazaros, como amigos, el día mismo que su valor os devuelva el título de ciudadanos de una nación grande, si vuestra conducta fue la de habitantes pacíficos”.59 El lenguaje liberal fue un recurso utilizado por La Serna a lo largo de su mandato para dar efectividad a la próxima reconciliación con los patriotas arrepentidos de Lima: “vosotros [limeños] necesitáis también los consuelos que sólo podéis obtener bajo la dirección de nuestro gobierno liberal y justo”.60 Por último, cotidianamente, el Virrey se impuso informar a la población acerca del inalterable discurrir del Trienio Liberal: “en la Península sigue el sistema constitucional su marcha con la tranquilidad y progreso que son consiguientes a la íntima unión de la voluntad del rey con las nuevas y benéficas instituciones, de modo que han desaparecido ya los pocos hombres desafectos o alucinados por antiguo régimen”.61
El acatamiento de la Constitución de 1812 por parte del gobierno virreinal del Cusco no sólo fue retórico, sino que se puso en práctica en aspectos clave como la simbología representada por el artículo primero que resaltaba que “la nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”. El concepto nacional fue apropiado por los realistas y ello se manifestó en la conversión de la Real Audiencia en Audiencia Nacional, la Real Caja en Caja Nacional y el Real Ejército en Ejército Nacional. Esta nueva terminología nacionalista asentada en el Cusco condicionó que, en la mentalidad de la población sujeta al dominio realista, se asumiera el conflicto con la parte del territorio independizado como “un enfrentamiento entre nacionales y patriotas, o lo que era lo mismo en el marco de dos proyectos liberales contrapuestos”.62 Pero ello no sólo ocurrió en el Cusco, pues en la prensa peninsular del Trienio Liberal la guerra civil peruana se vio igualmente como una contienda entre nacionales y disidentes.63
La Serna quiso dar ejemplo del acatamiento constitucional al asumir como Jefe Político Superior del Gobierno Legítimo del Perú.64 Meses después asumiría como presidente de la flamante Diputación Provincial del Cusco. En realidad, debido a la coyuntura bélica que supuso proyectar en su persona la soberanía del monarca, La Serna siguió ejerciendo de facto como virrey y capitán general del reino con jurisdicción sobre las audiencias nacionales de Cusco y de Charcas.
Una de las mayores dificultades que experimentó La Serna fue recibir a tiempo las comunicaciones oficiales de los gobiernos liberales de Madrid, debido al aislamiento en que quedó sometido el gobierno virreinal tras perder el dominio marítimo. Por ejemplo, hasta finales de 1822 se recibió la disposición de las Cortes de Madrid del 27 de enero del mismo año que ordenaba la conformación de diputaciones provinciales en cada una de las intendencias de España y las Indias y no, como en 1814, sólo en las audiencias. La medida supuso la disolución de la Diputación Provincial del Cusco de 1814, que integraban Cusco y Puno, y dio paso a “un nuevo proceso de elección de diputados provinciales y de constitución de dichas instituciones en Arequipa, Cusco, Huamanga, Huancavelica y Puno”.65 También se establecieron cinco diputaciones provinciales en las intendencias que conformaban la Audiencia de Charcas, es decir, Potosí, La Plata, La Paz y Santa Cruz.
Otro ámbito en que se avanzó en el terreno del cumplimiento de la Constitución de 1812 fue en la elección de los ayuntamientos constitucionales en las capitales de Arequipa, Cusco, Huamanga, Puno. En Arequipa hubo “cierta continuidad” entre las personalidades que controlaron el derogado cabildo perpetuo y el nuevo ayuntamiento constitucional. En el Cusco, la elección de una única corporación para españoles e indios, en cambio, provocó “un cambio sustancial en la representatividad y escenificación pública de las diferencias étnicas”. Por otro lado, el liberalismo hispánico no contempló el mantenimiento de tradiciones estamentales como el privilegio que tenían el antiguo cabildo de indios, su alférez real y sus 24 electores de portar el estandarte real en la festividad del apóstol Santiago. Dicha representación fue transferida por el gobierno nacional al ayuntamiento constitucional. En cierto sentido, el ataque del liberalismo a las corporaciones representativas de la nobleza inca les perjudicó porque “situaba en igualdad de derechos al común de los indios, aboliendo de forma implícita el gobierno de tipo señorial que presuponía el cacicazgo”.66 En esa misma tónica de derruir la antigua representación estamental indigenista en el ámbito de la justicia, La Serna suprimió el cargo de Protector de Naturales, en atención a que “por la constitución son españoles todos los hombres libres nacidos y avecindados en territorio español sin distinción alguna”.67
Fueron escasas las ocasiones en que el Jefe Político Superior, la Junta de la Diputación Provincial cusqueña y el Ayuntamiento constitucional capitalino se pudieron reunir para acordar una medida común. Una de ellas ocurrió el 4 de febrero de 1823, cuando estas tres instancias fijaron y repartieron proporcionalmente el cupo de cuatro mil pesos que debía recaer sobre las personas más pudientes y acomodadas de la capital cusqueña. La medida dividió esta contribución en estado eclesiástico, comunidades religiosas, Excma. Diputación provincial, Excmo. Ayuntamiento y señores del comercio. De esta recaudación extraordinaria para sostener al ejército nacional no quedaron exonerados los representantes locales y regionales. De este modo, correspondió a los diputados provinciales Pablo Astete, Miguel Orosco, Juan José Olañeta, Hermenegildo de la Vega, Juan Laza y Mariano Guevara, así como a los alcaldes Mariano Villafuerte y conde de Villaminaya asumir un pago total de 800 pesos.68
Bajo la aplicación de la constitución gaditana también se reestructuró el ámbito de cobertura geográfica de la Audiencia Nacional del Cusco, la misma que hasta 1814 sólo abarcó a las intendencias de Cusco y Puno. La pérdida de la Audiencia de Lima obligó a La Serna a ampliar la jurisdicción de la audiencia cusqueña a las provincias de Tarma, Huancavelica, Huamanga, Arequipa y, finalmente, Chiloé.69 No contento con ello, entre mayo y julio de 1822, el Virrey impuso a la Audiencia de Charcas el reglamento de funcionamiento de la audiencia cusqueña con el propósito de uniformar los procedimientos y “el cumplimiento de las leyes constitucionales”.70 Sala i Vila ha comprobado la situación de tirantez que esa disposición generó entre las dos audiencias bajo dominio realista. Con mucha renuencia, los dos oidores charqueños en funciones, Manuel José de Reyes y José Félix Campoblanco, acataron una medida que consideraban que violaba la preeminencia institucional que se les reconocía desde su creación. El fallecimiento de Reyes, en noviembre de 1822, obligó a La Serna a nombrar tres jueces interinos y elevar a Campoblanco al cargo de regente para evitar la desaparición del tribunal charqueño.71
Al mismo tiempo, obedeciendo la disposición de Madrid que restableció el reglamento de los tribunales de administración de justicia en lo civil de 1812, el gobierno virreinal permitió que los alcaldes constitucionales adquiriesen la condición de jueces conciliadores en el ámbito de las causas civiles y los delitos de injuria.72 Esto quería decir que su principal cometido era reconciliar a las partes para evitar juicios o, en caso de no conseguirlo, remitir la contienda a un arbitraje donde aparecía la figura de los hombres buenos, antecedente de la figura del jurado. Sala i Vila rastreó su aplicación práctica en el ayuntamiento de Huamanga y comprobó que “el grueso de las causas civiles pueden clasificarse como discordias en torno a legados testamentarios, litigios por el uso y disfrute de propiedades, tanto urbanas como rurales, deudas de toda índole, incluidas a la hacienda pública, pero sobre todo relativas a arrendamientos”.73
En cuanto a la elección de representantes a Cortes, Sala i Vila ha comprobado la celebración de elecciones en marzo de 1821 -es decir, antes de constituirse el gobierno virreinal- sólo en las jurisdicciones de Cusco y Puno. En cambio, ese año no se realizaron en Arequipa, Huamanga y Huancavelica, debido al estado de guerra en que se encontraban estas provincias. Ya bajo el mandato de La Serna, en Cusco los electores de partidos volvieron a designar representantes en abril de 1822, mientras que en Arequipa, Huamanga y Huancavelica los mismos representantes eligieron por primera vez a sus diputados a Cortes entre junio y agosto de 1822.74 En estos procesos electorales, se nombraron un total de 18 diputados, entre los que se hallaban José Manuel de Goyeneche (Arequipa), Mariano Fernández Campero de Ugarte (Cusco) e Isidro José de Gálvez (Puno), pero no todos pudieron viajar a la península ibérica para incorporarse a las Cortes de Madrid. Sala i Vila señala que
[…] sólo llegarían a embarcarse en el buque Telégrafo dos diputados, uno de Huamanga y el otro de Huancavelica. En la sesión legislativa de 3 de julio de 1823 la comisión de poderes de las Cortes españolas aprobó el acta de elección y los poderes presentados por el diputado de Huamanga, José Agustín Larrea.75
En cambio, al representante de Huancavelica, Agustín de Otermin, las Cortes le negaron su incorporación al demostrarse que su elección se produjo cuando era Jefe Político de su provincia, cometiendo una incompatibilidad.76
El gobierno virreinal de La Serna, si bien acató los principios liberales de la Constitución de 1812, así como las escasas indicaciones legislativas que le llegaron de los gobiernos del Trienio Liberal español, no dudó en apoyar la aplicación de una justicia más propia del Antiguo Régimen absolutista, como fue el tormento colectivo o individual. Ejemplo de lo primero fue la justificación, en la Gaceta del Gobierno Legítimo del Perú del 22 de enero de 1822, de la masacre provocada en el poblado huamanguino de Cangallo por la división del coronel José Carratalá, calificando el exterminio como “un ejemplar castigo [que] sirva de general escarmiento”.77 Esta respuesta, seguramente, hizo rememorar a los cusqueños lo ocurrido durante el tormento de 1781 infligido a Túpac Amaru II y sus colaboradores durante su procesamiento.
Finalmente, y de modo inesperado, por decreto del 11 de marzo de 1824 el virrey La Serna abolió la constitución gaditana y restableció el absolutismo en todas las jurisdicciones andinas controladas por el realismo. El concepto de nación desapareció, el ejercicio de la ciudadanía se suspendió y el funcionamiento de las instituciones representativas regionales y locales fue desactivado. En su lugar, volvió a relucir la anacrónica soberanía absolutista de un monarca en España con todos los poderes en sus manos. En las consideraciones que acompañaron la decisión adoptada por el Virrey, éste dejó plasmado su malestar al enterarse de la intervención que había tenido el general Pedro Antonio de Olañeta, quien controlaba el ejército del Alto Perú, para acabar con el liberalismo español. Este militar, en un claro desafío a la autoridad de La Serna, no sólo restableció el absolutismo en Charcas sin esperar su aprobación, sino que además denunció que el gobierno virreinal del Cusco, bajo el segundo liberalismo hispánico, había sido en realidad una plataforma política ideada por La Serna para promover un imperio independizado de España.78 Este fue el extraño motivo por el que Olañeta negó a La Serna la cesión de su ejército para la batalla de Ayacucho, que sellaría la independencia del Perú.
Conclusiones
En este artículo, se ha comprobado que tanto en el Perú independizado como en el Perú virreinal y gaditano se vivieron dos experimentos constitucionales paralelos y enfrentados, mismos que estuvieron condicionados por la coyuntura bélica. Comparativamente, el experimento más precario fue el del Perú independizado, porque hubo un vacío constitucional entre julio de 1821 y noviembre de 1823, fecha, esta última, en que se promulgó la primera constitución republicana. En esos años, los primeros gobernantes tuvieron que actuar bajo códigos preconstitucionales. El Protectorado del general San Martín tuvo la ventaja de que su Estatuto Provisional fijó la preeminencia del ejecutivo en la cuestión legislativa; sin embargo, esta experiencia cuasidictatorial finalizó con la renuncia de San Martín y, sobre todo, con la elección del primer Congreso Constituyente. Esta instancia legislativa ejerció sobre el ejecutivo la preeminencia institucional por medio de las Bases de la Constitución. Así, sin desconocer los errores cometidos por los gobiernos efímeros de La Mar, Riva Agüero y Tagle, éstos sucumbieron también ante la preeminencia censuradora que el Congreso ejerció sobre su actuación política y militar. De modo paradójico, fue en los primeros meses de la Dictadura de Bolívar cuando más se respetó la Constitución de 1823. A esa actuación de un ejecutivo legislando en solitario, para “hacer la guerra a muerte a los realistas”, contribuyó el propio Congreso Constituyente al decretar su receso.
La trayectoria constitucional del Perú virreinal, con La Serna, se afianzó a partir del establecimiento del gobierno nacional en el Cusco a finales de 1821. Entre enero de 1822 y marzo de 1824, la Constitución de Cádiz fue acatada por el Virrey y se aplicó en las nueve intendencias del sur andino y las dos audiencias (Cusco y Charcas) bajo el control del ejército realista. La Serna fue consciente de que el cumplimiento de la carta política debía estar condicionado por las circunstancias bélicas, por lo que en muchas ocasiones el uso retórico del liberalismo hispánico suplió la inaplicabilidad de su articulado. La constitución gaditana fue abolida en marzo de 1824, en medio de una profunda crisis de autoridad experimentada por La Serna, con la jefatura del ejército realista en el Alto Perú a cargo del brigadier Pedro Antonio de Olañeta. Como consecuencia de ello, en la batalla de Ayacucho combatió un ejército realista cuya seña de identidad fue la defensa del absolutismo de Fernando VII.