Dedico este artículo a la generación 2016B de la carrera en
Humanidades del Centro Universitario de los Lagos de la
Universidad de Guadalajara, cuya reacción al contemplar
la vista del Popocatépetl y el Iztaccíhuatl desde la carretera
en un viaje de estudios motivó este trabajo.
Desde mediados del siglo XIX, según ha constatado la historiografía desde diversas perspectivas, los nacientes Estados nacionales requirieron de un amplio trabajo de construcción de culturas efectivamente “nacionales”. En los países de tradición católica como México, la religión había sido utilizada como elemento fundante de la unidad, pero había probado sus límites en las dificultades que esto implicaba para construir una esfera de acción estatal frente a la Iglesia.1 Era necesario que quienes habitaban dentro de los límites territoriales estatales se identificaran efectivamente con una nación, y para ello los intelectuales de la época contribuyeron a definir como nacionales todo tipo de elementos, desde la literatura o la música hasta la gastronomía, incluyendo también mitos y leyendas.2 En algunos casos se retomaron relatos que procedían de la tradición católica, elaborando nuevas versiones, o bien los intelectuales se apropiaron de elementos procedentes de lo “popular”, y en el caso mexicano en particular aprovecharon con amplitud representaciones relacionadas con lo indígena y lo prehispánico.
En este artículo me interesa analizar cómo se fue construyendo una de esas leyendas: la que protagonizan los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl, y que se suele presentar como de origen prehispánico.3 Aunque es difícil decir si el corpus de textos que he reunido es ya exhaustivo, permite al menos seguir con cierta precisión los cambios más significativos de las distintas versiones de este relato, difundidas entre finales del siglo XIX y buena parte del XX. Están fuera de mi objeto de estudio las posibles versiones orales, aunque el último apartado procura prestar atención a los estudios y testimonios que se han hecho al respecto. En cambio, voy a remontarme hasta el siglo XVI para identificar los antecedentes religiosos de la leyenda. Me interesa destacar en ellas tres puntos fundamentales. En primer lugar, la forma en que se va construyendo una versión que podríamos llamar secular,4 esto es, aunque se trata siempre del relato de la metamorfosis de una pareja en montañas -lo que no deja de tener algo de milagroso-, no es explícita una intervención divina concebida conforme a los dogmas del catolicismo, ni contiene tampoco una lección moral explícitamente enunciada. Segundo, interesa también la forma en que se representa a las culturas prehispánicas y los esfuerzos presentes (o ausentes) de situar históricamente el relato. En fin, de manera particular, creo necesario resaltar que las leyendas son relatos de mujeres y de hombres, por tanto también han contribuido a la difusión de ciertos modelos de los géneros masculino y femenino. Este último constituye uno de los ejes fundamentales del artículo, en la medida en que de manera constante estamos ante la historia de una mujer: Iztaccíhuatl.
Dioses falsos, matrimonio y verdad religiosa
La base fundamental de la leyenda de los volcanes que aquí nos interesa es que las personificaciones de Iztaccíhuatl y Popocatépetl mantenían una relación de pareja. Sin embargo, si revisamos las crónicas de la segunda mitad del siglo XVI, encontramos que no siempre se les caracterizaba por tener un vínculo entre sí. En cambio, en lo que sí coinciden estos textos es en que una y otra montaña eran consideradas dios y diosa, aunque era un hecho afirmado desde una concepción del catolicismo que rechazaba las creencias y prácticas mesoamericanas.
En primer lugar, si nos remontamos a los Primeros memoriales (1558-1561) de fray Bernardino de Sahagún, la información que el religioso reunió en sus años en Tepeapulco, antes de su obra principal, la Historia general de las cosas de Nueva España, encontramos a ambas montañas, pero siempre por separado. Iztaccíhuatl aparece en el listado de dioses del párrafo 10, casi al final, como una “madre de los dioses”.5 Popocatépetl, por su parte, aparece en el párrafo 5A, dedicado a la descripción de los atributos de los dioses. El volcán aparece en la última sección de este párrafo, dedicado a las figuras votivas de personificaciones de montañas que se elaboraban mayormente con amaranto. De hecho, no tenía atributos propios, sino los adornos del dios Tláloc.6
Unos años después, en 1579, el dominico sevillano fray Diego Durán terminó su “Libro de los ritos y ceremonias” que se convirtió en el segundo tratado de su extensa Historia de las Indias de Nueva España. Desde el inicio del texto era muy claro en sus fines: “poner y contar por escrito las idolatrías antiguas y religión falsa con que el demonio era servido” antes del arribo del cristianismo, no porque quisiera rescatar esas creencias y prácticas, sino al contrario, para eliminar de “su memoria [la de los “indios”] las supersticiones, ceremonias y cultos falsos de los falsos dioses”.7 Procedió pues a enlistar con cierto detalle a esas entidades y las prácticas que se les rendían, siempre conforme a un vocabulario de tradición judeocristiana, la red conceptual de la idolatría. Por ello se dedica a identificar “dioses” o “ídolos”, y sus “ritos”, “ceremonias” y “fiestas”, términos todos occidentales y cargados de sentido en ese contexto.8 Casi sobra decirlo, siempre los concibe negativamente, como engaños demoníacos, de manera más o menos directa.
Luego de mencionar a los dioses, empezando por Huitzilopochtli, continuó con las diosas, comenzando por Cihuacóatl. Casi al final de esta segunda serie, aparece Iztaccíhuatl, la “mujer blanca”, personificación de la “sierra nevada”. Esta deificación de la naturaleza, todo un clásico de la concepción de la idolatría, es extensamente descalificada por el cronista: los mexicas no eran sino “ciega gente”, de “poca capacidad y mucha rudeza”, y de una “ceguedad y brutal ignorancia”. No voy a entrar aquí en el detalle de su culto, pero interesa al menos señalar que lo recibía tanto en una cueva en la montaña como en la propia Tenochtitlan, y que incluía sacrificios humanos, así como un ayuno “muy guardado y riguroso”, tanto que Durán lo aprovechaba para reprochar el incumplimiento de las prácticas católicas.9 En cambio, lo que el cronista no registra para nada es que hubiera una relación particular con el siguiente dios de la lista: Popocatzin, el Popocatépetl.
Venerado como “el más principal cerro de todos los cerros”, el cronista explicaba que se le rendía culto relacionado con la fertilidad, y describía también la “fiesta de los cerros”. En ella, elaboraban una figura de masa con forma del volcán y la rodeaban de otros cerros circundantes: Chicomecoatl, Iztactepec, Amatlalcueye, Chalchiuhtlicue (“diosa de ríos y fuentes que de este volcán salían”) y Cihuacóatl. Durán aprovechaba para mencionar otras fiestas en honor de las montañas celebradas en Tlaxcala, Cholula y otras regiones cercanas, pero ni una sola vez aparece mencionada Iztaccíhuatl, ni hay tampoco una relación particular con ella.10
En cambio, hasta donde he podido averiguar, la referencia más antigua de la personificación de las montañas como pareja aparece en las obras de un conocido cronista del siglo XVI: Diego Muñoz Camargo. Hijo ilegítimo de un conquistador español y de una mujer indígena principal, Juana de Navarra, su origen mestizo ha llamado particularmente la atención de la historiografía, aunque los trabajos recientes reconocen que no por ello se trata de un autor que deje de identificarse con los valores occidentales.11 Aquí nos interesa por haber sido el autor, en primer término, de la relación geográfica de Tlaxcala, un documento que le encargó el alcalde mayor local siguiendo las instrucciones de la Corona, y que pudo entregar personalmente al rey Felipe II como parte de la embajada tlaxcalteca que visitó al monarca en la primera mitad de la década de 1580.12 A partir de ese texto, ya de vuelta en tierras novohispanas, Muñoz Camargo redactó una segunda obra: la Historia de Tlaxcala, concluida a principios de la década siguiente. Conviene recordarlo, las relaciones geográficas eran elaboradas conforme a un cuestionario remitido por la Corona, y el de este caso efectivamente pedía que se incluyera información sobre “adoraciones, ritos y costumbres” que los pueblos tenían “en tiempo de su gentilidad”, es decir, antes de la conversión al catolicismo.
Aunque la relación de Muñoz Camargo no sigue estrictamente el orden del cuestionario, fue sin duda cumpliendo con ese punto que presentó a los dioses tlaxcaltecas. Lo hizo, cabe enfatizarlo, validando un principio de la teología cristiana: en su origen todos los pueblos habían conocido al dios verdadero, pero por el pecado original y los engaños del demonio no quedaban sino recuerdos lejanos de ello, o, en los términos del autor, “rastros”. “Rastro tuvieron de que había un solo Dios”, según se nota en su invocación de un dios de todas las cosas; “tuvieron en su antigüedad rastro de la eternidad”, como era notorio en sus creencias sobre el cielo y en sus rituales funerarios; en el mismo tenor, “tenían por cierto que había pena y gloria”, y “alcanzaron confusamente que había ángeles que habitaban en los cielos”. Mas todo ello era apenas, repito, residual, realmente “nunca entendieron el engaño en que vivían, hasta que se bautizaron”. Engaño que pasaba por la multiplicación de dioses en la naturaleza causantes de todos sus fenómenos: “dioses de los aires”, “dios de la senectud” (el del fuego), y por supuesto, había dioses de las montañas.13
Era en este punto cuando explicaba como uno más de esos engaños que “la Sierra Nevada de Huejotzingo y el volcán, los tenían por dioses, y que el volcán y la Sierra Nevada eran marido y mujer. Llamaban al volcán Popocatépetl y a la Sierra Nevada Iztaccíhuatl, que quiere decir la sierra que humea y la blanca mujer”. Esta misma frase se repite sin cambios y en el mismo contexto en la Historia de Tlaxcala.14 Esto es, las primeras versiones que conocemos de la personificación de los volcanes y de la relación entre ellos son descripciones construidas desde un claro rechazo a la cultura mesoamericana y a partir de las redes conceptuales de la teología cristiana medieval. No hay todavía una historia, sino en todo caso la denuncia de una creencia falsa.
Destaquemos también que entre estos dioses rige la moral cristiana: “eran marido y mujer”. Una declaración simple y que casi puede sonar “natural” el día de hoy, pero que entonces no dejaba de ser una novedad: los términos corresponden a la noción del matrimonio cristiano, heterosexual, monogámico e indisoluble.15 Sin embargo, apenas unos folios adelante, el propio Muñoz señalaba: “preciábanse de tener muchas mujeres: todas aquellas que podían sustentar”, aunque de nueva cuenta la poligamia es producto de un engaño demoníaco que dejó atrás una monogamia original.16 Irónico, pero también extraño: esos dioses montañas, a pesar de su condición divina, no tenían la misma posibilidad que sus creyentes. No es un detalle menor, toda vez que esta es una de las bases fundamentales de lo que sería después la leyenda: entre Popocatépetl e Iztaccíhuatl, el vínculo tiene las características del matrimonio cristiano.
En suma, aquí, como en tantos otros aspectos, la crónica de Muñoz Camargo, más que revelar una creencia de los antiguos tlaxcaltecas, la oculta a plena luz gracias al uso de los conceptos de la teología y la moral católicas de la época. Esto es, resulta más bien difícil decir hasta qué punto se puede tratar realmente de una creencia prehispánica. Desde luego, y es el último punto que me interesa resaltar aquí, eso no era obstáculo en la época para que estas obras fueran consideradas como una representación verídica de esos pueblos. Antes bien, justo porque iban acordes con la Verdad por excelencia, la de la teología, es que eran también discursos verídicos.17 Dicho esto, hasta donde he podido averiguar, la de Muñoz Camargo fue la única versión impresa de la historia que aquí interesa durante toda la época virreinal en la que los volcanes eran ya una pareja,18 matrimonio conforme al modelo del catolicismo. Hay que esperar al siglo XIX para encontrar cambios significativos, en primer lugar en el estatuto de veracidad de la personificación de los volcanes.
Secularización, superstición y deseo de leyenda
Mientras Sahagún, Durán y Muñoz Camargo escribían una historia que integraba a las nuevas tierras y pueblos en las redes conceptuales de la teología cristiana, en el siglo XIX la historia comenzó a escribirse para nuevos fines y desde nuevas perspectivas. En general, entre otros procesos que sería largo tratar aquí, el discurso histórico comenzó a secularizarse, esto es, dejó de corresponder necesariamente con los principios de la teología católica, de forma que muchos de los elementos incluidos en las historias redactadas hasta entonces comenzaron a causar, al menos, extrañeza, cuando no rechazo.
En las primeras décadas del siglo XIX, la escritura de la historia debía conformarse con criterios de veracidad racionales, esto es, los propios de la Ilustración y de la entonces naciente ciencia moderna, pero al mismo tiempo no dejaba de ser un género literario y no era aún un trabajo académico: su institucionalización y profesionalización datan más bien de mediados y finales del siglo. Esto lo ilustra bien el autor que debemos tratar enseguida, el estadounidense William Prescott, formado en Harvard, conocido como “America’s first scientific historian”, pero quien al mismo tiempo, señala Lockhart: “took every oportunity to dramatize, to romantize, to moralize, to bring landscapes […] to life”.19 De hecho, según Lockhart, podría decirse que su capacidad para dramatizar estaba del lado de los conquistadores, y que su mirada crítica apuntaba contra los pueblos indígenas.
Esto se confirma bien en la forma en que Prescott cita el pasaje que he mencionado en su Historia de la conquista de México. Calificaba la personificación de las montañas de “pueril superstición”, “tradición ridícula”, parte de toda serie de “supersticiones” que “revestían la montaña de tan misterioso horror, que los indígenas temblaban sólo a la idea de subir a su cumbre”.20Superstición no es un término anodino. Acaso le hubiera parecido correcto a los autores que mencioné en el apartado anterior, toda vez que en español su significado tradicional había sido “culto que se da a quien no se debe”,21 es decir, a dioses “falsos”. Pero Prescott no estaba usando el término en ese sentido, sino con un significado que sólo llegaría a los diccionarios de la Real Academia Española en la década de 1880. Entonces, aparecía definida como “creencia extraña a la fe religiosa”, pero también “contraria a la razón”,22 que era sin duda lo que quería decir nuestro autor.
En contraste, la subida al Popocatépetl por Cortés y sus compañeros habría sido una empresa caballeresca dirigida a impresionar a los “indios”, “y demostrarles que los españoles miraban los más espantosos peligros como meros pasatiempos”.23 Esto es, irónicamente el autor presentaba la relación de los pueblos mesoamericanos con el paisaje marcada por el miedo, y al contrario en el caso de los europeos: el paisaje sería objeto de dominación a pesar de desconocerlo, siendo así capaces de verdaderas hazañas. En esta lógica quedaba descalificada la creencia en una personificación de las montañas, pero no dejaba de validar que se habría tratado efectivamente de una creencia prehispánica.
Una lógica semejante la siguieron los otros escritores de la primera mitad del siglo XIX de los que tenemos noticia que mencionaron la relación entre las personificaciones de las dos montañas. El célebre barón Alexander von Humboldt también conoció ese pasaje de Muñoz Camargo, o al menos así lo reporta la obra Volcans des Cordillères de Quito et du Mexique, publicada en 1864, y que resume los trabajos del noble prusiano en materia de exploración de las montañas americanas. Desde luego, ésta ya no es una crónica religiosa, ni tampoco una obra de historia, sino un texto de un viajero científico, producto de su extenso recorrido por América entre 1799 y 1804. Un viajero además particularmente interesado por las montañas, que participaba de las controversias de la época entre neptunistas y plutonistas. Su mirada sobre las montañas, marcada por la medición detallada de sus diversos elementos, tampoco era, sin embargo, de una frialdad positivista, pues se sabe bien que, conforme a una tendencia del romanticismo europeo en general y alemán en particular, exaltaba la magnificencia de un paisaje natural.24
De manera semejante a Prescott, al llegar a la pareja que nos interesa aquí,25 era el Popocatépetl el que tomaba mayor protagonismo. A los datos sobre su altura y sobre los intentos para subir a su cumbre, en los que Humboldt habría mostrado una posición algo más crítica que el historiador estadounidense respecto a los relatos de los conquistadores, siguieron informaciones sobre sus erupciones, y finalmente, “el mito alpestre” o “leyenda”, sobre su origen. Así se calificaba a las breves líneas de Muñoz Camargo que hemos citado, introduciendo así un concepto fundamental en nuestro recorrido: hasta entonces, el término leyenda no había tenido otro significado que “materia que se lee”, ahora comenzaba a significar también “suceso histórico o fabuloso”, algo que los diccionarios en español comenzaron a recoger a partir de mediados de la década de 1840.26 Había pues una leyenda, “todavía muy extendida entre los indios cuando Humboldt visitó el lugar”, precisaba el texto, pero que no se limitaba a las dos montañas, sino que además participaba la Malinche, como hija de la volcánica pareja.27
La vigencia de este relato a mediados del siglo XIX la confirma otro viajero, el cual, contrario al barón prusiano, tal vez sea uno de los peor recordados de la historia de México: el conde Isidore Löwenstern. Noble también, era “integrante de un vasto grupo que llega a tierras extrañas provisto de arraigados prejuicios y se limita a corroborarlos”, como diría una historiadora argentina que ha estudiado su obra.28 Llegó al país en 1838, y a su salida de Puebla rumbo a la Ciudad de México disfrutó de la vista “magnífica” de los volcanes cubiertos de nieve, no sin dejar de mencionar que “los indios les llaman marido y mujer”.29
En suma, en la primera mitad del siglo XIX ya no se hablaba de dioses, sino solamente de una pareja ligada por matrimonio, como en el texto de Muñoz Camargo, y era motivo de crítica, ya no por tratarse de idolatría sino por ser una “superstición” -testimonio del “atraso” de los pueblos mesoamericanos-, aunque también podía valorarse de manera menos negativa si se le consideraba una “leyenda”. Pero en realidad todavía no encontramos un relato propiamente dicho que contar. Hasta donde sé, el primero que comenzó a ver el panorama de los volcanes de manera más claramente inspiradora fue don Anselmo de la Portilla. El contexto no podía ser más oportuno: era el viaje inaugural del Ferrocarril Mexicano, saliendo de México para Orizaba, desde donde escribió una carta en la que detallaba el recorrido, que se publicó en su periódico, La Iberia, el 4 de enero de 1873.
El paisaje que describía estaba marcado por el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl, desde la salida de la estación Buenavista hasta la parada de Apizaco, cuando comenzaron a perderse de vista. Nuestro autor se detuvo a contemplar también al Citlaltépetl y a la Malinche, para acotar sobre otro cerro ubicado a su pie: “por poco que se afanen la imaginación y los ojos, ve uno las facciones de una mujer bella, muerta o dormida; el tocado indio, la frente pura, el turgente seno, todo. Debe ser una princesa india de antiquísimos tiempos. Esto merece una leyenda, si es que ya no la tiene”.30
Destaquemos en particular los tres adjetivos que aparecen juntos: “bella, muerta o dormida”. Ya están ahí los elementos que servirán para construir la nueva leyenda “prehispánica” de la mujer convertida en montaña. Construcción hecha desde una perspectiva occidental y masculina, conforme con los contradictorios ideales románticos del siglo XIX,31 la “mujer blanca”, diosa de las crónicas del siglo XVI, dejaba paso a una mujer cuya caracterización y atributos no podían ser sino la belleza y la pasividad. Desde luego, conviene insistir en que De la Portilla nos abre las puertas a las fantasías de ciertas élites de la época (ya bien conocidas, cabe decir): aunque el testimonio de los viajeros extranjeros apunta a que ya existía un relato que circulaba entre los pueblos de indios, hasta donde sabemos nadie se ocupó en recuperarlo. Las siguientes versiones de la relación de Iztaccíhuatl con Popocatépetl difícilmente correspondían con lo que había llegado a oídos del barón Humboldt y del conde Löwenstern.
Esposa infiel, nueva Eva, hija desobediente
Justo un año después de la ensoñadora carta de De la Portilla, se publicó la Historia del Ferrocarril Mexicano editada por Gustavo Baz y E. L. Gallo. En ella, por primera vez hasta donde sabemos, las montañas se vuelven parte de un relato, una “leyenda” que databa ni más ni menos que de “antes de la conquista”. Paradójicamente, no eran las montañas del Valle de México las que daban motivo a presentarla, sino un volcán más oriental, el Pico de Orizaba o Citlaltépetl. Leyenda “trágica”, decían los autores, las montañas eran protagonistas de un triángulo amoroso, una historia de infidelidad muy poco edificante. Historia romántica que como tal tiene siempre algo de historia de horror, las “ilícitas relaciones” de Iztaccíhuatl con Citlaltépetl son descubiertas por Popocatépetl, quien “mata a la esposa infiel”, mientras el amante “mudo de espanto” muere en su huida, y el primero, “víctima de sus remordimientos y de su mal extinguida pasión por la consorte ingrata, se hiela junto al cadáver de la víctima, para llorar eternamente su crimen”.32
En las breves líneas de la página que incluye esta leyenda no hay ninguna referencia que nos aclare de dónde han tomado los autores este relato. Por supuesto, es al menos difícil decir que pertenezca a una posible tradición fielmente prehispánica. Ya veíamos que en las primeras crónicas del siglo XVI, las de Sahagún y Durán, no había ninguna referencia a una relación entre la diosa Iztaccíhuatl y el dios Popocatépetl. Testimonio, además, de la necrofilia del romanticismo decimonónico,33 Iztaccíhuatl, la antigua diosa de tlaxcaltecas y mexicas que había sido convertida en esposa de Popocatépetl, es vista a partir de esta época como una mujer que yace, no dormida sino directamente muerta. Las versiones posteriores simplemente ensayarán otras posibilidades para presentar su fallecimiento y el de su compañero, pero sin contemplar siquiera otro desenlace que no fuera fatal. En esta versión concreta, si utilizamos los conceptos de nuestros días, diríamos que fue víctima de un feminicidio:34 es una mujer asesinada por su condición femenina, que le imponía la obligación de fidelidad absoluta a su marido, so pena de perder la vida.
En fin, aunque ya no se trata de una obra religiosa, veremos que no es la única en que la metamorfosis en montañas no deja de tener cierta connotación de castigo divino. Cabe resaltar que esta versión tuvo su traducción en inglés, en una obra para viajeros, la Ferguson’s Anecdotical Guide to Mexico , publicada en 1876, y en la que la historia se repite, con dos cambios menores: el triángulo amoroso no se forma con el Citlaltépetl sino con Malinche, que el autor entiende masculino por haberse usado por los aztecas para nombrar a Cortés, y el motivo del descontento de Iztaccíhuatl habría sido el hábito fumador de su marido.35
Tragedia digna, pues, de guías turísticas, pero acaso demasiado cruda para otros fines, unos pocos años después, en octubre de 1880, La voz de México publicó una versión igual de trágica, pero al menos parcialmente sublimada.36 Las montañas volvían a ser dioses de un “Olimpo del Anáhuac”, Popocatépetl e Iztaccíhuatl “estaban unidos con lazo eterno y con vínculo indisoluble”, pero la palabra matrimonio no se menciona explícitamente. Sobre todo, entre ella y Citlaltépetl no llega a haber una relación carnal sino absolutamente platónica: “sentiría o no pasión por él, es cosa en cuyo esclarecimiento se meta la leyenda”. Como quiera, el celoso Popocatépetl termina aquí directamente convertido en “Otelo del Nuevo Mundo”, por haber asesinado tanto a su “pretendido rival” como a su “compañera”, a quienes transforma en montañas.
Casi para cerrar el siglo XIX apareció una alternativa a la versión de la infidelidad matrimonial, convirtiendo a la leyenda en historia prácticamente bíblica. En 1899, Heriberto Frías incluyó en sus Leyendas históricas mexicanas una versión que tituló “Sol y luna”. La leyenda ahora se la cuentan primero ni más ni menos que a Moctezuma, “Satán de su pueblo”, quien en medio de las “funestas profecías” que ya lo atormentaban -como en las crónicas de la Conquista- contemplaba los volcanes en el horizonte. Cual faraón o monarca babilonio del Antiguo Testamento, habría hecho llamar a su presencia, ya que no a un nigromante hebreo, a un sacerdote de Mitla, prisionero en su palacio, a quien le ofrece su libertad a cambio de que le cuente la historia de los volcanes, que desde luego ya supone sobrenaturales.37
Paraujoo, el sacerdote en cuestión, responde narrando cómo el primer hombre, el Hombre-Sol, creado “para poblar el jardín de las eternas flores”, estaba solo, y por ello el dios creador “le dio una mujer blanca”, formada en función de su compañero, y conforme a los estereotipos de género de la época: “él que era todo fuerza, razón, majestad, ¡sol!… Ella era ternura, delicadeza, melancolía, dulzura, es decir: ¡luna! […] él, todo fuerza, voluntad y orgullo […] ella toda delicadeza, dulzura y obediencia”.38 Un día, como cabía esperar, expulsan de su jardín edénico al Hombre-Sol y a la Mujer-Luna, culpables por querer conocer más allá del “gran huerto de la vida”. Son condenados a vagar por el mundo, hasta que encuentran un valle donde morir y servir de lección a la posteridad. “Nuestras tumbas eternas les harán pensar para ver el porvenir y para que, previendo, obren bien, y no padezcan y no se hundan en la noche del infortunio como nosotros”, fueron las últimas palabras de la Mujer-Luna. Acaso por su sensibilidad, tocó a Iztaccíhuatl enunciar la moraleja de la historia: sus “tumbas eternas” servirían para que sus descendientes “obren bien y no padezcan”.39
Aunque Frías afirmaba al inicio de su obra, en una carta a sus editores, que reunía en ella “los más bellos episodios y las más curiosas costumbres de las primeras razas”, y que revelaba así “episodios y costumbres conocidas sólo de sabios y arqueólogos”, es muy evidente que el modelo de la narración no es prehispánico, sino bíblico. Popocatépetl e Iztaccíhuatl se convierten en esta versión en unos Adán y Eva nahuas. Acaso por ese modelo tan evidente, la versión completa de Frías no parece haber tenido mayor eco, ni haber sido auspiciada por el Estado, aunque al menos la idea de que la metamorfosis en volcanes fue castigo divino continuó teniendo seguidores. De nuevo, hay que contar a los viajeros extranjeros. En la sesión de la Sociedad Geográfica de Anvers, Bélgica, del 18 de abril de 1901, Louis George, de quien lamentablemente no tenemos más referencias, presentó una conferencia titulada “Une excursion à travers le Mexique”, en que no podía dejar de lado la “leyenda azteca que las tradiciones indias han perpetuado”, según la cual los volcanes eran dos gigantes metamorfoseados por haber “ultrajado a la divinidad”, sin dar mayores detalles.40
La interpretación sobre la afrenta a los dioses, cabe señalarlo, llegó a invertirse en beneficio de la libertad humana. Una prosa poética publicada en 1917 por el periódico El Pueblo, bajo el título “Las nupcias eternas: los volcanes del valle”,41 afirmaba que la leyenda era más bien “glorificadora de nuestros sublimes albedríos” -amorosos, se entiende-. Aquí ya no se trata ni de dioses ni de gigantes, ni de la pareja original, sino de una pareja como cualquier otra. En cambio, hay nuevamente una falta hacia una autoridad, que ya no es divina sino familiar: la falta de autorización paterna. Casi sobra decir que no había aquí una investigación sobre las relaciones familiares en los pueblos mesoamericanos prehispánicos, sino nuevamente la trasposición de un elemento común en los relatos románticos de la tradición occidental. En efecto, aquí es “el inconmovible engendrador de la ‘Divina Durmiente’”, quien “clamó a los dioses de las liturgias indianas” y obtuvo su condena: “fueron dos amantes a quienes los dioses condenaron a dormir eternamente en un doble sudario de silencio y nieve”, concluía la publicación.
La falta hacia el padre de Iztaccíhuatl cuenta incluso con una representación pictórica: el tríptico La leyenda de los volcanes, obra de Saturnino Herrán,42 a cuyo pie aparece la frase “viejo severo de la hija rebelde formó la montaña”. Así pues, en las versiones de los intelectuales mexicanos del Porfiriato, la diosa nahua de los primeros cronistas era asesinada por su esposo, modelada en función de su marido o rechazada por su padre, pero en cualquier caso era un ejemplo más bien negativo de incumplimiento de lo que se estimaba -conforme a los valores occidentales, sin tratar de averiguar cómo funcionaban las sociedades prehispánicas- el deber hacia una figura masculina, fuera humana o divina. Faltaba aún, sin embargo, una versión que recibiera la legitimación de las instituciones estatales, lo cual ocurrió ya en los años posteriores a la Revolución mexicana.
Silenciosa, enamorada y sumisa
En 1912 llegó a México el poeta peruano José Santos Chocano, cuyas andanzas en la América latina de las primeras décadas del siglo XX sería largo contar aquí. De su relación con México ya se ha ocupado Pablo Yankelevich,43 por lo que no es necesario entrar en muchos detalles. Baste decir que fue acogido con los brazos abiertos por el medio intelectual mexicano, y justo en ese año se publicaron sus Poemas escogidos por la Librería de la Viuda de Bouret en México y París. Uno de ellos estaba dedicado a la pareja formada por Iztaccíhuatl y el Popocatépetl, con el título de “El amor de los volcanes”.44
Santos Chocano logró construir una representación femenina sometida a las dos figuras masculinas de la historia: su padre y su marido. La pareja original se convierte en una que en realidad no llegó a realizarse y es aquí finalmente que Iztaccíhuatl se transforma en una princesa. Como tal, no podía sino distinguirse por su belleza, “fue la princesa más parecida a una flor”, escribió el poeta, quien además le dio perennidad a este atributo: “nunca los tiempos borrarán los perfiles de tu casta expresión”, decía a una Iztaccíhuatl ya fallecida al final del texto.45
La belleza resume prácticamente toda la descripción de la personalidad de la princesa, lo único que relata el texto sobre ella es que se enamora de Popocatépetl, “gentil capitán”, y que murió mientras éste estaba lejos en la guerra. “Obviamente”, por su condición de mujer y de princesa, ella no participa en el combate, sino que le corresponde esperar al guerrero pacientemente. Por ello, en vida el único verbo que está asociado a ella es enamorar; no pronuncia ni una sola palabra, no es más que una silente espectadora del acuerdo entre el “capitán seductor” y su padre, a saber: “que si tornaba un día con la cabeza/ del cacique enemigo clavada en su lanzón/ encontraría preparados, a un tiempo mismo,/ el festín de su triunfo y el lecho de su amor”.46 Así, aunque se aclara que el amor es mutuo, ella es cabalmente un objeto de intercambio en la relación entre un monarca y su mejor capitán.
Cabe advertirlo, el poeta dejó en el misterio el motivo de la muerte de Iztaccíhuatl en ausencia de su prometido, toda vez que el gran protagonista de la historia en realidad es Popocatépetl. Él es el gran héroe a quien dedica toda una estrofa para relatar sus hazañas militares, otra para deplorar su suerte al perder a su amor, y una más para contar su homenaje postrero a su amada, colocando su cadáver en un gigantesco túmulo donde “para siempre, quedóse en pie alumbrando el sarcófago de su dolor”.47 Desde luego, aunque se trataba de una historia de hacía “miles de años” según el propio texto,48 Santos Chocano no parecía tener ninguna intención historicista: aparte de los nombres de la pareja, no hay ninguna referencia ni a topónimos, personajes, pueblos o prácticas que hicieran reconocible alguna relación con la Mesoamérica de tiempos prehispánicos -tampoco la encontramos con los rituales funerarios de las élites que señala la composición, los cuales fueron descritos por los cronistas de tiempos virreinales49 con cierta amplitud-. Pero la Iztaccíhuatl silente, obediente y bella, incluso después de muerta, había de convertirse en una representación aceptable para la educación impartida por el Estado mexicano.
En efecto, he venido citando el poema a partir de su publicación, con el título “El idilio de los volcanes”, en una obra encargada por la naciente Secretaría de Educación Pública: Lecturas para mujeres, de Gabriela Mistral. Ella misma lo explicaba en la introducción, se trataba de una compilación de textos cuyo eje central era la asociación entre feminidad y maternidad: “sea profesionista, obrera, campesina o simple dama, su única razón de ser sobre el mundo es la maternidad”.50 Por ello había una sección dedicada a textos relacionados con el tema del hogar, una segunda sobre “motivos espirituales” para la educación de la sensibilidad, y, la que interesa aquí, una sección sobre México e Hispanoamérica para formar un “patriotismo femenino”, que Mistral no dudaba en afirmar que era “la maternidad perfecta”,51 y que se distinguía por el acento en lo sentimental. En él tenía lugar particular la descripción emotiva del paisaje, un tema en que la pluma de Santos Chocano casi se había especializado. Además, el autor reunía bien los tres grandes criterios de selección de la recopiladora: la moral ante todo, la estética y la “amenidad”.52
En este contexto, cabe insistir en que la representación de Iztaccíhuatl y Popocatépetl en la leyenda construida por el poeta peruano era útil al Estado mexicano por varios motivos. Contrario a versiones como la de Frías, ya no se trata de un discurso explícitamente cristiano, o que hiciera alusión a un castigo divino, pero tampoco era moralmente “inapropiado”, como podían haber sido las versiones en que la trama era el triángulo amoroso. Antes bien, el poema difundía valores, que no eran prehispánicos en absoluto, sino que mostraba de una manera muy clara los roles de género adecuados para las jóvenes mexicanas y, por supuesto, para los jóvenes mexicanos: ellos, valientes y aguerridos, y ellas, fieles y bellas hasta la muerte y más allá.
En las décadas siguientes esta representación de Iztaccíhuatl se difundió ampliamente en la sociedad mexicana. A ello contribuyeron las célebres imágenes de Jesús Helguera, pintor mexicano, hijo de un migrante español, vivió mucho tiempo en España (entre la Revolución mexicana y la Guerra Civil española), donde se formó como artista. Dos de sus obras parecieran ilustrar el desenlace del poema de Santos Chocano, la primera de ellas se difundió en los calendarios de la editorial Enseñanza Objetiva desde 1941.53
Además, el poema ha estado presente de forma constante en libros destinados a la educación secundaria y en recopilaciones de literatura patriótica para los profesores de primaria.54 Esto es, “El idilio de los volcanes”, con su Iztaccíhuatl silenciosa, bella, laica y muy poco prehispánica, ha sido leído por un amplio sector de la juventud mexicana de mediados y, sobre todo, de finales del siglo XX. En efecto, en la última década del siglo una adaptación de esta versión llegó finalmente a los libros de texto oficiales de educación básica con el título “La leyenda de los volcanes”, concretamente al libro para el segundo grado.
Adaptación del texto de Santos Chocano, la muerte de Iztaccíhuatl se explica porque “unos guerreros envidiosos le mal informaron” la muerte de su prometido, por lo que “dejó de comer y cayó en un sueño profundo”.55 La melancolía por un hombre era así un ejemplar motivo para la muerte de una mujer, incluso en un relato para niñas y niños de 7 años, si bien fue un punto que desapareció en la siguiente generación de libros oficiales en 2010. Casi sobra decir que Iztaccíhuatl todavía sigue completamente callada en estas nuevas adaptaciones. Más todavía, mientras que de su padre y de Popocatépetl hay al menos unos breves adjetivos describiéndolos: “poderoso emperador con espíritu guerrero”, el primero, y “joven guerrero valeroso e inteligente”, el segundo,56 sobre ella desaparece hasta la descripción física. También desaparece el acuerdo entre el padre y su futuro yerno; antes bien, la guerra llega inesperadamente: habría sido una coincidencia que, cuando se iba a celebrar el matrimonio, “los ejércitos enemigos decidieron atacar”.57 La metamorfosis en montañas, que en el siglo XIX era claramente un castigo o una forma de dejar memoria de las desventuras de la pareja (como en Frías), se convierte en un homenaje positivo. Así se insinuaba ya en Santos Chocano, pero no se detuvo a expresarlo, mientras que ahora es el emperador quien afirma con claridad: “el amor los ha transformado en volcanes y su corazón fiel arderá como una flama para siempre”.58
Más allá de los libros de texto de educación primaria, la que generalmente se conoce como “la leyenda de los volcanes” se sigue difundiendo ampliamente hasta nuestros días, con otras modificaciones leves, pero manteniendo como elemento principal la romantizada tragedia de la muerte de Iztaccíhuatl, y desde luego, el apego a principios morales, como la autorización paterna y la celebración de un matrimonio. Hoy en día, lo mismo aparece en libros de cuentos que en páginas web sobre el mundo prehispánico, pero sin cuestionarse en cambio ni sus orígenes prehispánicos ni la legitimidad de los valores -machistas y occidentales, como puede constatarse en este recorrido- que constituyen la base del relato.
Leyenda popular, memoria de un pueblo59
Esta historia podría terminar aquí, con la difusión de la versión de Santos Chocano y sus adaptaciones en los libros escolares. Nuestro recorrido culminaría de manera clara en que esta leyenda no ha sido sino una construcción de intelectuales apoyada por el Estado. Empero, ha sido a mediados del siglo XX cuando, finalmente, se han recuperado testimonios sobre las leyendas orales, populares y de tradición “indígena” en torno a ambas montañas, y otras de la región. Para mis fines, lo que me interesa es destacar que, si bien existe el elemento común de la personificación de las montañas, la tradición oral se distingue de la leyenda romántica que hemos seguido hasta aquí. De entre las varias investigaciones que se han aproximado a relatos sobre Iztaccíhuatl sólo destacaré dos.60 En primer lugar, los trabajos del Instituto Lingüístico de Verano, en concreto el de Richard Pittman en Tetelcingo, Morelos. En 1944, recogió en el testimonio de Martín Méndez Huaxcatitla una “leyenda tradicional del pueblo” que tituló “Los tres volcanes”.61 En ella volvemos al trágico triángulo amoroso de tiempos del Porfiriato: entre Popocatépetl e Iztaccíhuatl, vinculados por el matrimonio, pero esta vez como tercero en discordia tenemos al Nevado de Toluca, por lo que esto se convierte en un enfrentamiento “con pedazos de hielo”, uno de los cuales dio directamente al cuello del tercero en discordia.62 Lamentablemente, no sabemos más ni del informante, ni de la difusión de este breve relato y de sus usos.
En segundo lugar, tenemos los trabajos de Fernando Horcasitas, quien recopiló los relatos de Luz Jiménez, “informante” de sus cursos de náhuatl, originaria de Milpa Alta, en el Valle de México. Nacida a finales del siglo XIX, es importante señalar que había cursado la escuela primaria en su pueblo natal, e incluso había aspirado a convertirse en maestra rural, y contaba entre “sus héroes” a Justo Sierra, “símbolo de su futura misión como educadora”, siempre según Horcasitas.63 Tal vez por ello no sea de extrañar que una de sus historias en torno al Iztaccíhuatl recuerde a otra de las versiones porfirianas, la de la hija desobediente. Sin embargo, también tienen un contenido distinto, relacionado con una cultura campesina que identificaba en las montañas el origen de las lluvias indispensables para la agricultura. Así pues, en una de ellas, la Mujer Blanca es una bella pastora que ha recibido propuesta de matrimonio de Popocatépetl, pero lo rechaza y simplemente se acuesta a dormir ordenándole que la cuide,64 y es de señalarse además la promesa que hace a quienes la visitan: “Cuidaré todas las tierras. Desde aquí tendré cuidado de lo que beben, de lo que han de comer”.65 En una segunda versión, se hace más explícito que los habitantes de Milpa Alta habrían recurrido a las montañas para pedir lluvias, llevándoles ofrendas, en concreto al Teutli, al Tepozteco y, por supuesto, al Popocatépetl. De hecho, es la personificación de este último la que ordena visitar al Iztaccíhuatl, que en esta versión aparece rodeada de “sacerdotes”.66
Todavía en una tercera versión, la Mujer Blanca aparece como hija de Moctezuma. Enamorada de “un joven llamado Chimalpopoca” sin la autorización paterna, fue su padre quien amenaza con “mandar a dormir eternamente con mi hija” a dicho joven, rebautizándolo como Popocatépetl cuando efectivamente así sucede. Mas de nuevo las montañas tienen una función protectora, pero esta vez como frontera para detener a “la gente capitalina, la gente de panza blanca”.67
Destaquemos que en el primero de esos relatos de Luz Jiménez finalmente escuchamos hablar a Iztaccíhuatl, y además defendiendo su libertad de manera firme: “Ni tú, ni nadie; me voy a dormir. Tú me cuidarás”, habría sido su respuesta a un insistente Popocatépetl. En el mismo sentido, es importante insistir en que aquí no encontramos a una mujer muerta, sino estrictamente dormida, a diferencia de las otras versiones que hemos visto. Pero sin duda sería impreciso hablar de un “empoderamiento” de Iztaccíhuatl, como también de un relato conservado de manera intacta desde una época anterior a la Conquista.
Más interesante es que sea un relato en el que está ausente toda referencia explícita al catolicismo, a pesar de que Luz Jiménez habría sido testigo de intentos de profanación de la iglesia local, y habría lamentado los ataques contra “Nuestra Madrecita”, es decir, la imagen de la patrona del pueblo.68 Y asimismo, pareciera ser testimonio de una forma diferente (al menos respecto del romanticismo de finales del siglo XIX y principios del XX) de relacionarse con el paisaje natural, esto es, un relato en el que se habla de una naturaleza “todavía encantada”, por así decir. A todos estos elementos originales hay que añadir la importancia que habrían tenido los relatos de Jiménez recogidos por Horcasitas, pero ya no para una educación formadora de memoria nacional, sino para el propio pueblo de Milpa Alta, gracias a otro mediador académico: Miguel León-Portilla. Él mismo señalaba que “personas oriundas de Milpa Alta” habrían conocido esos textos en su seminario en la Universidad Nacional Autónoma de México, y habrían cobrado una importancia tal para la definición de su identidad, como parte de ese pueblo, que “han venido a ser algo así como su Biblia”.69 Desde luego, este caso concreto no deja de ser relativamente marginal, pues, sin duda, la mayor parte de la sociedad mexicana conoce más el relato construido por intelectuales de finales del siglo XIX y principios del XX, que esta otra versión, mediada también, pero por académicos de un nuevo perfil.
Comentarios finales
En suma, a lo largo de este recorrido hemos podido ver el abandono de la descalificación basada en la idolatría y luego en la superstición, el fracaso de la versión de inspiración bíblica, aunque también la marginación de las que incluyen la infidelidad, en beneficio de un relato en el que las relaciones de la pareja quedan por completo sublimadas, y que gira en torno a la guerra y la lealtad. Con la Iztaccíhuatl de Santos Chocano se situaba en un pedestal la belleza, el amor romántico, la obediencia al padre de familia y la dependencia emocional de una mujer respecto de un varón, todo lo cual se consideró adecuado incluso para la educación infantil.
Así, podemos constatar algo que no por sabido deja de ser importante de resaltar, que en los siglos XIX y XX tanto los intelectuales -varones, casi en su totalidad- como el propio Estado nacional promovieron la difusión de relatos como el que aquí nos ocupa: una leyenda, en la que aparecen representaciones de los pueblos prehispánicos, más preocupadas por la difusión de esos valores machistas que por alguna fidelidad a sus realidades históricas, lo que contribuyó a hacer más densa la cortina del tiempo que de por sí nos dificulta pensar hasta qué punto en las civilizaciones prehispánicas había otras formas de relacionarse en la diferencia sexual, con el paisaje y con lo sobrenatural. Antes bien, buena parte de nuestros relatos han estado marcados por la convicción de la inferioridad de esos pueblos.
En cambio, van desapareciendo tanto los marcos conceptuales de la idolatría, como incluso las manifestaciones divinas explícitas, conformes con los dogmas del catolicismo, aunque sin alejarse radicalmente de la moral cristiana. La historia de esta leyenda es, en ese sentido, testimonio de los procesos políticos, religiosos y sociales de la historia cultural mexicana: en ella encontramos lo mismo la secularización que las transformaciones del machismo, el fortalecimiento del Estado nacional, pero incluso también el ascenso de otras memorias que cuestionan su predominio, como vemos en el caso de Milpa Alta y los testimonios de Luz Jiménez.