Introducción
Durante 39 años, de 1526 a 1565, el convento de Tzintzuntzan fue la institución más importante para los franciscanos de Michoacán, por ser el primer edificio levantado en el occidente de la Nueva España, desde donde salían los frailes a evangelizar a numerosos pueblos, así como la sede de la custodia de los Santos Apóstoles de San Pedro y San Pablo de Michoacán, dependiente de la Provincia del Santo Evangelio de México entre 1536 y 1565. Una vez multiplicados los conventos y los religiosos que atendían las doctrinas, se acordó en el Capítulo General de 1565, celebrado en Valladolid, España, que la custodia de Michoacán se hiciera una provincia independiente y que su sede franciscana pasara al convento de San Buenaventura de Guayangareo, en donde se celebró el primer Capítulo Provincial de Michoacán, dos años después.1 Para entonces, los españoles de Valladolid seguían un pleito legal cuyo fin era que la ciudad obtuviera el poder civil de la provincia y la sede diocesana, lo cual consiguieron hasta la década de 1570.2 En aquellos años, el convento y el templo no eran los suntuosos edificios que hoy conocemos, sino unas construcciones primitivas.
Aunque se han realizado amplias investigaciones relativas a la historia de Morelia durante el virreinato, las cuales proporcionan importantes datos históricos que contribuyen al conocimiento de la orden de San Francisco en Valladolid, pocas se han centrado en la historia del convento de San Buenaventura de Guayangareo (Valladolid), así como en los frailes que lo habitaron y su labor durante los primeros años de vida de esta ciudad, lo cual subestima el papel religioso, social y político que desempeñó la orden para que la ciudad no sucumbiera, en esa etapa, ante los embates políticos de Pátzcuaro y del primer obispo de Michoacán, Vasco de Quiroga. Este vacío histórico tal vez se deba, en parte, a la escasez de documentos referentes a los primeros tiempos de la ciudad, o a la confusa información que pueden llegar a ofrecer, en vista de los objetivos que pretendían alcanzar quienes los produjeron.
En la historiografía, al hablar de los comienzos de Morelia y de sus antecedentes religiosos, se citan sin reserva antiguos textos escritos por historiadores y cronistas seculares del siglo XIX, quienes a su vez se fundamentaban en cronistas religiosos de los siglos XVII y XVIII. Dichas fuentes de información, si bien son útiles como guía respecto a la historia del convento franciscano de Valladolid de Michoacán, debemos considerarlas, en su mayoría, como fuentes indirectas.
En este artículo, hacemos una síntesis de las aportaciones más destacadas que se han realizado en los últimos años respecto a la época fundacional de la ciudad de Morelia, y especialmente sobre la fundación y reconstrucción del complejo arquitectónico franciscano de Guayangareo -Valladolid. Al respecto, se presentan algunos de los hallazgos más destacados y nueva información; se hace uso de fuentes de archivo, así como de crónicas religiosas con documentos históricos de carácter jurídico; asimismo, una lectura interpretativa de los vestigios arquitectónicos del inmueble con registros documentales de los siglos XVII y XVIII, relacionados con gastos de construcción (ampliaciones y modificaciones del inmueble primigenio), y una confrontación de tradiciones religiosas vigentes con vestigios materiales.
Entre los textos más consultados y que aportan valiosa información respecto a la historia del convento en los orígenes de la ciudad, encontramos el ya citado libro de Carlos Herrejón Peredo, Los orígenes de Morelia: Guayangareo-Valladolid, así como El Colegio de San Miguel de Guayangareo.3 Herrejón es el primero que hace una crítica de las fuentes relativas al establecimiento de Guayangareo-Valladolid, y reconstruye parte de los inicios de la vida religiosa de la ciudad, con lo cual desmitifica el supuesto de que el convento se habría asentado en una época anterior a la propia fundación de ésta, en 1541. En El Colegio de San Miguel de Guayangareo, el mismo autor aporta datos acerca de la fundación y funcionamiento de una escuela franciscana de primeras letras a un costado del convento. Por su parte, El clero en Morelia durante el siglo XVII, de Carlos Juárez Nieto, dedica un amplio apartado al convento de San Buenaventura.4La vida académica de Valladolid en la segunda mitad del siglo XVIII, de Juvenal Jaramillo, nos da luz sobre el colegio noviciado de San Buenaventura en esa centuria, así como sobre los cronistas de la orden y algunos de los más importantes intelectuales franciscanos que residieron en el convento.
En el mismo campo de estudio, pero desde una metodología distinta, se encuentran los libros: Apuntes para servir al Arzobispado de Morelia, de Juan B. Buitrón, y Los orígenes del clero y la Iglesia en Michoacán 1525-1640, de Ricardo León Alanís.5 El primero resume brevemente la historia de la Provincia de San Pedro y San Pablo de Michoacán, a la cual perteneció el convento; a nuestro juicio, se trata de una obra realizada más con devoción y buena voluntad que con rigurosidad histórica. El segundo título, en cambio, apareció como fruto de una concienzuda investigación que nos aporta diversas ideas sobre los comienzos de la obra franciscana en Michoacán y sus rutas de evangelización en esa temprana época.
Por nuestra parte, en este artículo revisaremos el papel del convento franciscano de Buenaventura de Guayangareo-Valladolid durante el siglo XVI, cuestiones sobre su origen, la manera en que se gestionó su construcción, las responsabilidades que adquirió al convertirse en sede de la Provincia de San Pedro y San Pablo de Michoacán, así como su doctrina antes y después de que se establecieran en la ciudad otras órdenes religiosas y de que el clero secular cobrara importancia.6
Del convento primitivo a la sede de la provincia franciscana de Michoacán
El primitivo convento de Valladolid debió iniciarse a mediados de 1541. Ya habían pasado quince años desde que fray Martín de Jesús (de la Coruña), fray Antonio Ortiz, fray Andrés de Córdoba, fray Diego de Santa María y otros religiosos llegaron a tierras del antiguo señorío tarasco, con el propósito de evangelizar a los indios que en ellas habitaban, como pilares fundamentales para cimentar la religión cristiana. En una segunda avanzada, entre 1530 y 1545, otros frailes, como Ángel de Saliceto, Jerónimo de la Cruz, Juan Vadiano, Juan de Bolonia, Juan Padilla, Juan de San Miguel, Jerónimo de Alcalá, Miguel de Bolonia y Pedro de Almonacid, recorrieron los antiguos asentamientos prehispánicos de la ribera del lago de Pátzcuaro, la sierra central de Michoacán y Jalisco, bautizando, adoctrinando, fundando hospitales, construyendo capillas y pequeños conventos, congregando pueblos de indios, bajo una nueva organización y legislación.7 Sin embargo, el número reducido de frailes mendicantes no era suficiente para una administración religiosa continua y permanente. Incluso, algunas fundaciones quedaron en calidad de provisionales y efímeras, con excepción de unos cuantos conventos modestos erigidos en Tzintzuntzan, Axixic, Etzatlán, Zapotlán, Tuxpan, Uruapan, Acámbaro, Zinapécuaro, Tingüindín, Pátzcuaro, Jiquilpan, Guayangareo, San Miguel, Taximaroa, Zacapu, Tarecuato, Tancítaro, Purenchécuaro y Erongarícuaro.8
Para las décadas de 1530 y 1540, el valle de Guayangareo estaba dispersamente habitado, con algunos núcleos de población (en su mayoría, pirinda-matlazinca) en las laderas sureñas de una loma del mismo nombre (Guayangareo, más tarde llamada Santa María), cerca de la estancia del encomendero Gonzalo Gómez.9 Al norte, se emplazaba un pequeño asentamiento tarasco bautizado como Santiaguito, y, a una distancia de dos o tres leguas a la redonda, se encontraban poblados como Santiago Necotlán (pirinda-otomí), San Salvador Atécuaro (pirinda), San Francisco Etúcuaro (pirinda), San Juan Tiripetío (tarasco), San Miguel Charo-Matlalzingo (pirinda-mexica-otomí), San Miguel Tarímbaro (tarasco), Capula (tarasco), Santa María Tazícuaro (pirinda-tarasco) y otros tantos más alejados que habían sido visitados esporádicamente por los franciscanos. El valle de Guayangareo contaba con suficientes recursos naturales que garantizaban agua para consumo humano, así como tierras fértiles y aptas para la cría de animales, por lo que algunos españoles habían sido dotados de tierras para formar estancias agrícolas y ganaderas en torno a la zona central, entre 1529 y 1530.10 Este valle estaba rodeado por las lomas de Guayangareo (al sur) y Santiaguito (al norte), y por el cerro de Punhuato y la loma del Zapote (al oriente) y el cerro del Quinceo (al poniente), de donde se podía extraer madera para la construcción. Dos ríos principales fluían hasta la cuenca que estaba formada por tierras cultivables, arboledas, bancos de cantera, barrancas, manantiales y zonas de humedales y pantanos causados por el desbordamiento de los afluentes.11
Entre 1531 y 1537, los frailes Juan de San Miguel, Francisco de Bolonia y otro de nombre Miguel, alternando con el cura Bernaldo de la Torre (asignado desde 1536 como cura a la zona Matlalzingo-Tarímbaro por el arzobispo Zumárraga), dieron atención espiritual esporádica a los indios que habitaban al oriente y sur del valle de Guayangareo (Patzinyequi, en lengua pirinda), región que incluía las laderas de la después llamada loma de Santa María. El año de 1535 es la fecha corroborable sobre la presencia franciscana en el barrio pirinda de San Juan Guayangareo, ubicado en la cañada del río del mismo nombre (más tarde, Hacienda del Rincón).12
Sin embargo, la hipótesis respecto a una fuerte actividad de los franciscanos entre los indios que habitaban “el valle de Guayangareo-Patzinyequi”, desde los inicios de 1530, parte, en primer lugar, del rastreo que hemos hecho siguiendo las huellas de su labor en San Miguel Charo-Matlalzingo (cabeza de un cacicazgo terrazguero siervo del tarasco), así como en el resto de los barrios y pueblos multiétnicos a él sujetos, entre los cuales se encontraban los asentamientos de Guayangareo y su entorno. A partir de las capillas fundadas en esa época en cada uno de los poblados subalternos a San Miguel “Characuo” (Charo), cuya denominación remite a advocaciones de santos franciscanos o devociones promovidas por la orden: San Miguel Charo, los Santos Reyes Mexcalli, San Juan Guayangareo, San Francisco Etúcuaro, entre otras, deducimos que hubo una labor evangelizadora más intensa que la que ha quedado registrada en las crónicas, lo cual nos remite a fervores primigenios que persistieron y están documentados en siglos posteriores.
Según las crónicas agustinas, en 1531, fray Juan de San Miguel estuvo en Charo Matlalzingo, para bautizar a los caciques. Incluso, el jefe de los pirindas fue llamado Juan de San Miguel.13 Otros caciques nahuas y otomíes de menor rango recibieron nombres como Francisco o Juan, sin importar cuán repetidos fueran. Los pirinda o matlazinca de Mechuacan -junto con mexicanos y otomíes, como una sola tribu- resguardaban desde un siglo atrás, por alianza con los tarascos y por órdenes del Cazonci, una extensa región que iba de San Miguel Taimeo (al oriente) a los límites con San Juan Tiripetío (al sur), y cuyos territorios abarcaban la franja sur y el valle de Guayangareo (Patzin-yegui).
Por otra parte, existen cartas de los propios frailes en las que notifican su presencia en la estancia de Gonzalo Gómez entre 1535-1537. Los religiosos utilizaban la capilla que se hallaba en la estancia de este primer poblador sevillano, a la cual asistían “muchachos” del convento de Zinapécuaro para predicar, dar la doctrina y cantar los maitines con los indios de la estancia.14 Estos muchachos pudieron ser catequistas indios formados por los propios franciscanos para ayudarse en su labor.15 Lo que se puede descartar, como lo han demostrado Benedict Warren y Carlos Herrejón, es que fray Juan de San Miguel, fray Antonio de Lisboa o cualquier otro misionero hayan fundado en el valle de Guayangareo, antes de 1541, un convento franciscano, una capilla o un colegio dedicado a San Miguel, como se había afirmado durante años.16
Las dos ciudades de Mechuacan: los franciscanos en medio de un conflicto
Ya que la parte central del valle de Guayangareo estaba prácticamente desierta, un grupo de españoles que radicaban en Chapultepec, cerca de la ribera del lago de Pátzcuaro, comenzaron a mudarse al sitio y a solicitar al virrey de la Nueva España, don Antonio de Mendoza, mediante un documento firmado el 13 de abril de 1540, la fundación de una nueva ciudad que pudiera ser habitada por europeos, a donde se trasladase la catedral y que se elevase como la capital de la provincia de Michoacán. El pretexto para no permanecer en Chapultepec fue que en Guayangareo había “fuentes de agua, é cerca de las demás cosas necesarias para la población e perpetuación de la dicha ciudad é proveimiento de los vecinos de ella é tierras para poder hacer sus heredades y granjerías sin perjuicio de los indios”.17 El Virrey, quien estaba interesado en esta empresa, designó, mediante una provisión fechada el 23 de abril de 1541, una comisión para tomar posesión del valle de Guayangareo.18
La ciudad fue fundada oficialmente el miércoles 18 de mayo de 1541, con 20 familias españolas -que posiblemente correspondían a menos de 100 personas-, bajo el nombre de Nueva Ciudad de Mechuacan, para hacer distinción de Pátzcuaro y Tzintzuntzan, quienes también reclamaban el nombre de Ciudad de Mechuacan, capital de la provincia.19
Hasta una loma baja y central del valle llegaron, por la mañana, el escribano público Alonso de Toledo, los jueces de comisión Juan de Alvarado, Juan de Villaseñor y Luis de León Romano, y el alarife Juan Ponce. Una tradición decimonónica dice que un religioso ofició una misa bajo una enramada, pero Herrejón supone que esta celebración se efectuó después.20 En lo que no concordamos con el historiador es que el cura asignado a la zona y celebrante fuera Bernaldo de la Torre, pues éste obedecía órdenes del principal opositor a dicha fundación: Vasco de Quiroga. Lo más probable es que fuese alguno de los franciscanos que ya estaban en los conventos más cercanos de Zinapécuaro o Tarímbaro.
El mismo día, como lo indicó el Virrey, se hizo
[…] el trazo y repartimiento de ella por la mejor forma y orden, señalando sitios y partes donde se haga iglesia mayor, casa episcopal, monasterios, casas de cabildo, cárcel pública, caminos y puentes, solares para casas y tierras para huertas y labranzas de los vecinos en el ancón que se hace entre los dos ríos, hacia el poniente, así como las riberas del río Guayangareo, exceptuando las partes ya ocupadas por Gonzalo Gómez, Juan Borrallo y los indios de Guayangareo.
Tras la fundación, la ciudad quedó distribuida de la siguiente forma: una parte donde se asentarían los solares de los vecinos fundadores, así como edificios públicos, convento, calles y plazas; el ancón entre los dos ríos y toda la ribera norte del río Guayangareo para huertas y labranzas de los mismos vecinos; estancias, cementeras y ejidos para ganado menor, y, más afuera, las tierras de indios.21
No se tiene información precisa para saber cuándo se fundaron el convento y el templo de la orden de San Francisco de la nueva Ciudad de Michoacán. Algunos autores consignan que fue alrededor de 1543, bajo la dirección del castellano fray Pedro de Almonacid y de algún otro religioso, que bien podría ser fray Juan de San Miguel. Nosotros consideramos que pudo ser el 8 de diciembre de ese año, pues la iglesia está consagrada a la Inmaculada Concepción de María, cuya fiesta es ese día.22 Por ese tiempo, Quiroga, presionado por las quejas de los nuevos pobladores del valle ante el Rey, había solicitado al custodio de San Pedro y San Pablo que erigiera un monasterio en Guayangareo, pero sin pretender jamás auspiciar su construcción ni su manutención; el Obispo alegaba que, por ser un monasterio de mendicantes, ellos mismos podían sostener la obra, ya que no pagaban diezmo para la construcción de la catedral de Pátzcuaro. En 1545, el propio Vasco de Quiroga afirmó que los franciscanos tenían en Guayangareo una iglesia provisional: “pues aún no están abiertos los cimientos, ni fechas ni comenzada sino de prestado”. En este convento temporal, el fraile o frailes que lo ocuparon comenzaron a impartir los sacramentos a los españoles y a los pocos indios que acudían a las obras de la ciudad.23
El convento franciscano de la nueva población era, entre 1545 y 1549, una construcción de dimensiones modestas, como casi todos los edificios y conventos franciscanos de ese tiempo. Ya que no cumplía con las expectativas de los vecinos, éstos solicitaron el apoyo del Rey para su renovación, a través de sus reales rentas y del repartimiento de un pueblo de indios:
Item, suplicamos a V.M. que porque el monasterio de San Francisco, que se ha de hacer juntamente con el colegio que se hace en esta ciudad, es de adobes y muy pequeño, y de obra que no es durable, sea servido de mandarse hacer de sus reales rentas, dando un pueblo que lo haga, o como más v.m. sea servido, porque nosotros no tenemos con qué ayudarle a hacer, porque a causa de ser muy pequeño, muchas veces se dice misa en el campo a los españoles, porque los naturales la oyesen.24
El documento revela que se estaba construyendo ya el colegio de San Miguel, y que el convento era de adobe, pequeño y poco durable. Es probable que, junto al convento, existiera una capilla cerrada y de pequeñas dimensiones para los españoles; en los domingos y las principales fiestas a las que acudían los indios de las cercanías, las misas se tenían que oficiar al aire libre.25
En 1552, los frailes de Guayangareo habían llevado un contingente de indios de la ribera del lago de Pátzcuaro a trabajar en la construcción de su convento, ahora con apoyo y mecenazgo convenenciero del encomendero Juan Infante, enemigo de Quiroga. En un primer momento, el virrey Luis de Velasco eximió de tal servicio a los indios de la encomienda de Infante, pero al iniciar 1553 autorizó a éste a “edificar la casa y monasterio de la orden de San Francisco de la ciudad de Guayangareo”. Según Infante, una cantidad de los tributos obtenidos de sus encomiendas eran utilizados para sostener seis monasterios franciscanos: “[en] Pumacoarán, Porunsácuaro, Naranja, Zacapu, Uruapa, Tarecuaro, Pasquaro y Zinzonça […] Y así mismo hago a mi costa, de cal y canto y buen edificio, un monasterio del señor San Francisco en la Ciudad de Michoacán donde residen los españoles”.26 Después de un juicio largo, el 27 de septiembre de 1554, Infante perdió legalmente los barrios de la laguna de Pátzcuaro y Guayangareo, pero es posible que el convento de este último asentamiento estuviera ya terminado, pues, cuando el Virrey visitó la ciudad en 1555, no le pidieron apoyo para continuar la construcción del inmueble, sino indios de repartimiento para la reparación de la cerca del convento.27
Diez años después, el 14 de marzo de 1565, murió el obispo Quiroga, en Pátzcuaro. En ese mismo año, los franciscanos de Michoacán consiguieron la aprobación para elevar la custodia de San Pedro y San Pablo de Michoacán a provincia, con lo cual el convento de San Buenaventura de Valladolid quedó como sede.28 A partir de entonces, el pleito legal entre el prelado difunto y los españoles de Guayangareo por la capitalidad y la sede del obispado de Michoacán, que había durado 25 años, comenzaba a decantarse en favor de los segundos, quienes consiguieron la designación de ciudad de Valladolid en 1577.
Construcción del convento definitivo
En un plano de la ciudad de Valladolid dibujado en 1579, aparece el convento franciscano con mayores dimensiones que el resto de los edificios, inclusive la catedral. Por su forma piramidal, probablemente tenía una cubierta a dos aguas, con su campanario hacia el sur; una franja rectangular al pie representa la barda del convento. La iglesia parece estar orientada tal como en la actualidad; al norte aparece el acueducto, y al sur el camino real hacia Tiripetío.29 Evidentemente, es un croquis que no busca retratar con precisión la realidad, y es menos detallado que las representaciones del mismo conjunto en mapas del siglo XIX; sin embargo, a falta de información sobre cómo era el edificio o edificios que componían el conjunto conventual, puede dar algunas pistas (Imagen 1).
Fuente: elaboración propia con base en vistas parciales de tres planos publicados en Enrique Cervantes y Carmen Dávila (coords.), Desarrollo urbano de Valladolid-Morelia 1541-2001 (Morelia: Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, 2001), 30-35.
Poco antes de 1585, mientras era provincial fray Buenaventura Marbella, el guardián del convento franciscano de San Buenaventura, fray Antonio de Lisboa, finalmente obtuvo del Rey cuatrocientos ducados de limosna, los cuales, sumándolos tanto a los donativos que los religiosos de la orden normalmente obtenían en varios pueblos de Michoacán, como a las aportaciones de los miembros de las cofradías recién formadas, sirvieron para levantar un nuevo convento y templo, con piedra de una cantera que se ubicaba al norte de la ciudad. Cuando fray Alonso Ponce visitó la ciudad, en 1585, encontró que el convento franciscano “de muy antiguo se estaba cayendo; habíanle derribado la iglesia e íbase haciendo de cal y canto, muy buena y fuerte”.30 Llama la atención el reporte de Ponce respecto a que se había derribado el edificio cuando aún no se terminaba el nuevo; para el fraile, era más razonable que siguiera en uso, hasta que se acabara de levantar el otro, como en efecto ocurría en otros lugares.31 Habitaban el convento seis religiosos, cuando en la mayoría de los conventos de la provincia habían dos o tres. Solamente lo superaba Acámbaro, con siete, y Guadalajara, con dieciséis. Para el siglo XVII, el número de religiosos crecería a catorce; según Espinosa, una comunidad grande, pero acorde con la categoría que había adquirido.32
En los años posteriores a 1585, las obras del convento y templo siguieron bajo la dirección de Antonio de Lisboa, Juan de la Serpa (o Cerpa), Gonzalo Flores Rincón, Lorenzo Matías y otros religiosos más que estuvieron como guardianes durante el tiempo que duró la construcción.33 Aunque regularmente no se les da crédito a los provinciales, debe pensarse que, por su jerarquía, estos ministros debieron hacer gestiones con sus superiores para obtener recursos para las obras materiales. Además de fray Juan de la Serpa, es posible que fray Pedro de Pila, a quien se le adjudica la reconstrucción de los conventos de Zacapu y Tzintzuntzan, apoyara las obras del convento de San Buenaventura, mientras fue provincial de Michoacán (1591-1594) o comisario general de la Nueva España (1594-1596).34
Fue hasta 1610 cuando la mayor parte del convento y templo estaba concluida, por lo que se inauguraron durante el Capítulo celebrado ese año, en el mismo convento, con la asistencia de definidores, el guardián del convento sede, los guardianes del resto de los conventos y varios hermanos legos. No obstante, la dedicación solemne del edificio se llevó a cabo hasta el 4 de octubre de 1614, cuando se cambió la advocación del templo de San Buenaventura a San Francisco, con lo cual el nombre de San Buenaventura quedó para el convento.35 Para entonces, el noviciado estaba ya en funcionamiento y casi todo terminado, pero faltaba el claustro, la escalera y la barda perimetral, por lo que los frailes pidieron al ayuntamiento 30 000 pesos para su conclusión definitiva. Según un dictamen hecho por arquitectos y alarifes de la ciudad, hasta el momento se habían invertido más de 100 000 pesos en el inmueble, acerca del cual el alcalde don Juan de Zaldívar expresó: “en él ha de celebrar la dicha orden los capítulos provinciales y leer teología y criar novicios y tener las enfermerías […] es el más principal de esta provincia y por estar en esta ciudad como cabeza de ella y donde residen de ordinario de veinte a veinticinco o treinta frailes”.36
Por el mantenimiento y la adecuación de espacios ante las necesidades que se presentaban, pero más por un intento de conferirle dignidad especial a la principal casa de la provincia, el convento se encontraba en constante estado de reconstrucción y remozamiento.37 Por ejemplo, en 1583 se hicieron trabajos de apuntalamiento, porque unos muros, levantados hacía treinta años antes, se estaban desmoronando.38 Entre 1599 y 1606, los provinciales no cesaban de pedir fondos a las reales arcas para continuar con las reparaciones, situación que se repitió en 1614 y 1619.39 En las décadas de 1630 y 1640 se llevaron a cabo numerosas reparaciones, construcción de celdas y una nueva enfermería, encalado y pintura mural, enlosado, techado de una capilla, fabricación de hornos para pan y colocación de algunas puertas y ventanas. También, se erigió una “riquísima” cruz en el atrio; en el templo, se construyó un nuevo altar principal, “el mejor del reino”, y otro altar dedicado a San Antonio; se doraron varios elementos arquitectónicos, se compraron imágenes y ornamentos para el templo.40
Para la década de 1630, el convento y templo se ubicaba entre los más destacados de la Nueva España. Dice fray Alonso de la Rea que, en 1639, “el convento de Valladolid fue un conventico pequeño, hasta que se hizo grande, suntuoso y grave; cuyo principio dio el P. fray Antonio de Lisboa, con cinco reales en poder del síndico, y hoy vale más de cien mil pesos”.41 Para 1649, Ysassy señala que: “la Iglesia es muy grande. Toda de bóveda con buen retablo, capilla mayor de media naranja con arco toral y sus claustros son todos de bóvedas” (véase Imagen 2).42
Los límites del conjunto conventual eran las actuales calles de Bartolomé de las Casas (al norte), Vicente Santa María (al oriente), Mariano Elízaga (al sur) y Vasco de Quiroga (al poniente). En el solar, se encontraba el noviciado, la escuela de letras, el cementerio, la huerta y la capilla de la Virgen del Rosario, además del convento propiamente dicho y el templo principal de San Francisco.43 De acuerdo con Lizbeth Aguilera, los espacios que componían el convento eran el pórtico de sacramentos, el acceso al claustro, zaguán, corredores, claustro bajo y alto, patio principal, celda del portero, aula, sala capitular o de profundis, escalera, refectorio, cocina, bodega, despensa, horno, enfermería y droguería, placeres, lugares comunes, secretas o letrinas, lavaderos, ropería, patio secundario, corral, caballeriza, huerto, cuarto de mozos, celdas y librería o biblioteca.44
Casi al mismo tiempo en que se levantó el templo y convento de San Buenaventura, se estaban reconstruyendo también los edificios del templo y convento agustinos de Santa María de Gracia. Creemos que el o los arquitectos que llevaron a cabo la obra, a finales del siglo XVI e inicios del XVII, pudieron ser los mismos que se encargaron de otros importantes conventos de la provincia, pues la composición tanto del frontis del templo como de la fachada del convento guarda cierta similitud con la de éstos, aunque no debe descartarse que ello fuera consecuencia de las tendencias del momento para ese tipo de edificios, los cuales eran tomados de modelos manieristas con algunos elementos de gótico tardío. El frontis del templo y convento de Santa María de Gracia es muy similar al de San Agustín de la misma ciudad, construido por los mismos años; también se asemeja al de Tzintzuntzan.
La cabecera de la provincia franciscana de Michoacán
En el Capítulo General de la orden de los franciscanos, celebrado en 1565, en Valladolid, España, se determinó la creación de la Provincia de los Santos Apóstoles de San Pedro y San Pablo de Michoacán, estableciendo como su sede el convento de San Buenaventura de Valladolid de Michoacán y como primer ministro provincial a fray Ángel de Valencia.45 Es probable que los franciscanos, con apoyo del Virrey, eligieran Valladolid como la sede de la nueva provincia con la convicción de que dicha ciudad se convertiría en la capital de Michoacán y la cabeza de la diócesis; o bien, fue una estrategia política para dar solidez a esta ciudad de españoles que litigaba contra Pátzcuaro para obtener la capitalidad de la provincia y del obispado. La decisión también pudo deberse a que la ciudad contaba con una ubicación geográfica estratégica entre la capital de la Nueva España y Guadalajara, y entre la Tierra Caliente y el Bajío.
Con el cambio de jerarquía del convento, estaba implícita la responsabilidad nada fácil de que los operarios llevaran las riendas de todas las doctrinas dispersas a lo largo y ancho de la amplísima provincia de Michoacán, sin descuidar sus obligaciones de guardianía. El nuevo compromiso fue tomado de inmediato, pero hasta 1567 se celebró el primer Capítulo Provincial de Michoacán, en el convento de San Buenaventura, con la asistencia de los representantes de todas las guardianías de Michoacán y Jalisco.46 A partir de entonces, los capítulos provinciales se comenzaron a celebrar cada tres años -con algunos intermedios-, para elegir el cuerpo que gobernaría la provincia franciscana cada trienio, elaborar las tablas de oficios de los religiosos, revisar las cuentas de los conventos y las obras materiales, aprobar nuevos estatutos y constituciones, leer patentes, revisar asuntos relacionados con la fundación de conventos, así como otros temas sobre el funcionamiento de la provincia y actuación de los religiosos.47
Como sede provincial, el convento de Valladolid contaba con una sala capitular, enfermería, archivo provincial, noviciado, escuela de gramática, artes y teología. Al principio, la enfermería que servía para atender a los religiosos de la custodia franciscana había estado en Tzintzuntzan, pero se trasladó a Valladolid a finales del siglo XVI, y después se instaló otra en Querétaro. El archivo se comenzó a formar desde los primeros años en que Valladolid fue sede provincial, aunque fue hasta principios del siglo XVII cuando se oficializó el acuerdo de resguardar los documentos en la biblioteca del convento, con su respectiva clasificación: inventarios, libros de “cartaquenta”, gobierno, patentes, novicios y otros temas; todos, independientes de los libros parroquiales. En cuanto al espacio que sirvió para la preparación de los religiosos, se sabe que en Tzintzuntzan estuvo “la primera casa de noviciado de Michoacán, donde algunos conquistadores pudieron tomar sus hábitos”.48 Al formarse la provincia franciscana de San Pedro y San Pablo, había casas de noviciado en Tzintzuntzan, Guayangareo y Acámbaro, donde se enseñaba gramática, artes y teología.49 A partir de 1626, el noviciado de Tzintzuntzan se trasladó a Valladolid, por lo que quedó a su cargo la profesión de novicios venidos de otros pueblos y ciudades importantes como Querétaro.50 En 1624, la recién fundada Pontificia Universidad de Celaya compartió estudios de teología y gramática con el convento de Valladolid.
La jurisdicción religiosa bajo el control del ministro provincial que operaba desde el convento, al momento de erigirse la provincia franciscana, comprendía dos diócesis: la de Michoacán y la de Guadalajara (y a partir de 1584, también el arzobispado de México, al que pertenecía Querétaro). Abarcaba los actuales estados de Michoacán, Guanajuato, Jalisco, Colima, Nayarit, parte de Guerrero, San Luis Potosí, Zacatecas y Durango. Un documento indica que la provincia de Michoacán, en 1565, contaba con 45 conventos; 22 correspondían a la parte de Jalisco (con un total de 57 frailes) y 23 a la de Michoacán (con 78 frailes).51 Otra fuente señala que, por ese tiempo, había en Michoacán 22 conventos administrados por 33 sacerdotes, sin contar las vicarías y capillas de visita.52
Entre los religiosos que formaban parte de la comunidad franciscana, algunos eran coristas, legos o novicios, y sólo una parte estaba encargada del adoctrinamiento y la ministración de los sacramentos, por lo que no eran suficientes para cubrir los cientos de pueblos a su cargo. Debido a esta situación, en 1569, el provincial fray Ángel de Valencia solicitó encarecidamente al rey Felipe II que enviara más ministros a la provincia.53 Su petición parece haber sido aprobada, pues para 1585 el número de religiosos en la provincia ascendía a 214 -incluyendo coristas, legos y novicios-, mientras que los conventos sumaban 46, es decir, sólo se añadió uno más a los 45 que ya existían veinte años atrás.54 Unos años después, la cantidad de conventos había aumentado a 54, e incrementaba a 70 al sumar las vicarías,55 por lo que se reconocía como la provincia franciscana más numerosa en conventos y religiosos regulares dentro de los territorios sujetos a España, después de la provincia del Santo Evangelio de México.56
A pesar de su jerarquía y tamaño, el convento no albergaba las reuniones de la orden. Las actas de la provincia indican que, de 1567 a 1700, la mayoría se efectuaron en el convento de San Francisco Querétaro, y excepcionalmente en los de Tarecuato (1569), Tzintzuntzan (1601), Celaya (1637) y Acámbaro (1626). En el convento de Valladolid sólo se llevaron a cabo dos reuniones (1567 y 1610).57 A decir de los mismos franciscanos, esto se debió a que los frailes no se sentían libres para votar en los capítulos celebrados en dicha ciudad. Coincidimos con Carol Ramírez en que se temía la posible intromisión del clero secular, principalmente el cabildo catedralicio, en asuntos que atañían a los regulares.58 En el caso del convento de Querétaro, éste cobró cada vez más importancia, ya que su ubicación geográfica era estratégica para el funcionar de la orden, por encontrarse en el camino entre la Ciudad de México y las minas de Zacatecas, en la frontera noreste de los conventos de la sierra de Michoacán, al este de los conventos del Bajío guanajuatense, y al sur de las misiones de Río Verde. Sin embargo, la posible injerencia de la élite diocesana en los asuntos franciscanos fue, al parecer, la principal causa para que el convento queretano se convirtiera en la sede no oficial de la provincia, que en varios aspectos superaba al de Valladolid.59
En cuanto a la labor evangélica y constructiva de los franciscanos de la provincia de Michoacán durante la segunda mitad del siglo XVI, se puede decir que fue cambiando de un sistema de penetración y fundación básica hacia distintas direcciones, a una actividad administrativa de las doctrinas y de consolidación de los conventos ya establecidos, con una especial atención en la Gran Chichimeca, donde se encontraban los centros mineros, estancias de ganado y pueblos de frontera.60 Fue hasta finales del siglo XVI y principios del XVII que se puso mayor empeño en fundar y consolidar misiones en los estados de Nayarit, Sinaloa, San Luis Potosí, Zacatecas, Durango, Nuevo León, Tamaulipas, Nuevo México, Texas y otros lugares. Para 1616, las misiones de Nuevo México conformaron la custodia de San Pablo. Más tarde, se enviaron a Texas varios grupos de religiosos que se habían especializado en el Colegio Apostólico de Propaganda Fide, instaurado en el convento de la Santa Cruz de Querétaro. De este Colegio surgieron también religiosos que trabajaron en las misiones de Río Verde.61
Varios estudios dan cuenta de lo complejo que debió ser para la orden administrar religiosamente tal cantidad de pueblos dispersos en una enorme extensión geográfica, además de lidiar con fricciones internas entre frailes criollos y españoles, así como con las pugnas con otras órdenes religiosas, los cabildos de las ciudades, los alcaldes mayores y las élites diocesanas.62 La inmensidad de la provincia también generaba dificultad para que los guardianes viajaran durante largas jornadas a las reuniones capitulares, o para que las autoridades fueran capaces de poner atención a todos los conventos, muchos de los cuales se encontraban reedificados y consolidados a principios del siglo XVII. Por estas razones, en el Capítulo General celebrado en 1606, en la ciudad de Toledo, se acordó la separación definitiva de Michoacán y Jalisco. Después de haberse hecho la división de religiosos y conventos, se eligieron dos provinciales y ocho definidores, votando los de cada provincia por su provincial y definidores. Quedó la parte de Michoacán con 39 casas y conventos, de los cuales 33 eran guardianías y 6, presidencias “con iglesias muy decentes, y lo necesario para el divino culto”, número que mantendrán cincuenta años después.63 En 1622, los franciscanos de la provincia de Michoacán atendían 32 doctrinas y más de 150 centros de población, incluyendo ciudades, villas, pueblos, haciendas, estancias y labores.64 Por esos años, la provincia contaba con 155 frailes, de los cuales 35 eran peninsulares; 37, criollos; 40, coristas; 27, legos, y 16, donados.65
La multiplicación de los conventos y misiones requería de más ministros que los condujeran, pero el número de religiosos formados en los noviciados de la provincia de Michoacán no eran suficientes, por lo cual las autoridades metropolitanas seguían dando su anuencia para que pasaran a ella españoles peninsulares. Como los criollos superaban por mucho el número de los peninsulares, se buscaba equilibrar las parcialidades y evitar más pugnas de las que ya se habían generado por los cargos principales en la orden, objetivo que nunca se logró del todo.66
Durante décadas, los conventos franciscanos se habían levantado para atender a los indios, ya fuera en pueblos pequeños o en barrios de las villas y ciudades de españoles.67 Sin embargo, conforme avanzaba el siglo XVII, los conventos que más crecieron en tamaño y jerarquía fueron precisamente los que se emplazaban tanto en la ciudad de Valladolid como en las villas habitadas por numerosas familias españolas, como Querétaro, Celaya, San Miguel, León y Guatzindeo.68 En estos espacios, el aumento de la población criolla significó una mayor canalización de recursos económicos y humanos para el establecimiento de colegios, conventos de monjas y fundación de cofradías. Asimismo, coadyuvó en el fortalecimiento económico de los conventos mendicantes, incluyendo los franciscanos, los cuales, a pesar de su voto de pobreza, enriquecían sus templos con obras de arte y ornamentos de plata para el culto, a través de las aportaciones de las cofradías, las capellanías, obras pías y donaciones, al menos hasta que la secularización de los curatos y doctrinas tuvo efecto.
La doctrina de Valladolid
En 1544, fray Pedro Almonacid estaba decepcionado y molesto porque el obispo Quiroga no le había asignado la atención espiritual de los indios que habitaban Guayangareo y los poblados cercanos a la ciudad, por lo cual tenía que administrar a los españoles, mientras que el cura de Matalzingo (Charo) y Tarímbaro, Bernaldo de la Torre, atendía a los indios que acudían a las obras de la ciudad, así como a los nahuas del barrio de San Juan. Después de manifestar esta inconformidad, el Obispo le asignó a él y a un colaborador las doctrinas que tenía el cura De la Torre.69 A los españoles los atendía el clérigo Pedro Logroño, pero es posible que por poco tiempo, pues, en 1549, éstos se quejaban de que Quiroga “los dejaba morir sin confesión y que si no fuera por los franciscanos que ahí residían, no se tendría el conocimiento de Dios […] porque a causa de no haber iglesia, ni quien administra los sacramentos, se ha padecido gran necesidad, y se hubiese padecido mayor si no fuera por el monasterio de San Francisco”. Para entonces, el ministro que se encargaba del adoctrinamiento y administración de los indios de la ciudad y sus alrededores era fray Jerónimo de Puertollano, probablemente con el cargo de guardián.70
Algunos de los indios que llegaron a trabajar en las obras de la ciudad, en la década de 1540, así como los de la ribera del lago de Pátzcuaro que fueron repartidos para la construcción del convento franciscano, desde 1543, se fueron quedando en las cercanías del mismo convento, para formar el barrio de San Francisco, el cual fue atendido por los francisanos, junto con los barrios de San Juan de los Mexicanos, Guayangareo, Santiaguito y una serie de pueblos en las afueras de la ciudad. Otro grupo de indios de repartimiento, que laboraban en las cementeras de los españoles, formaron los barrios de San Agustín (o Santa Catarina Mártir) y San Miguel Checácuaro, y eran atendidos por los frailes agustinos que se asentaron en la ciudad desde 1549.71
La ciudad fue fundada por 20 familias, pero para 1568 éstas ya habían aumentado a 40, que correspondían a 200 personas o más. Dos años después, se registraron 150 tributarios, y en 1585 la población alcanzó poco más de 100 vecinos españoles y algunos “indios tarascos y mexicanos”. En el censo, no debieron contabilizarse los 573 indios que se otorgaron en 1578 para la construcción de casas particulares, calles, puentes, edificios públicos y civiles y en obras para la iglesia, posiblemente porque su trabajo era temporal.72 En 1593, el barrio de Guayangareo lo integraban entre doce y quince casillas o jacales, y era administrado por los franciscanos; a lo largo del siglo XVII, pasó a la jurisdicción del cura de la catedral, y después regresó al cuidado de los franciscanos.73
El número de barrios que se localizaban en los alrededores de la ciudad cambió en distintos momentos durante el siglo XVI y principios del XVII, debido a que algunos desaparecieron y otros fueron reubicados.74 En el caso de Valladolid, se realizó en 1601 una congregación “voluntaria” de indios de 32 pueblos de Michoacán, que sumaban cerca de 800 familias. A cambio, se les ofreció un repartimiento de tierras, la exención por diez años del servicio personal y, en ciertos casos, del tributo. Ya organizada la población de indios después de esta segunda congregación, el cura de la catedral atendía los barrios de San Pedro, San Miguel Ichaqueo, San Miguel Checácuaro, Santa Ana, San Miguel, los Urdiales, así como varios molinos y obrajes. A los agustinos les correspondían las doctrinas de Santa Catalina, Santa María, Ytzícuaro y Jesús del Monte. Los franciscanos tenían a su cargo los barrios de Santiago, El Carmen, San Juan de los Mexicanos, Tziquimitío, La Concepción y Guayangareo.75
La mayoría de los barrios de indios contaban con su propia capilla y hospital; tal fue el caso de Chiquimitío, Santiago y San Juan.76 Según Ysassy, desde 1649, tenía
[…] esta ciudad a sus alrededores trece o catorce pueblos de indios subordinados que llaman barrios, todos son pequeños, aunque con sus calles formadas y sus iglesias y sus hospitales todos de adobe. Está repartida su administración entre el cura de la catedral y vicarios de los conventos de San Francisco y San Agustín y proveen a la ciudad de pan y leña, oficiales y peones para algunas obras y siembran sus maíces y magueyes para pagar sus tributos y sustentarse así y a sus hospitales y ministros.77
Un documento de 1622 proporciona información valiosa respecto a los barrios que administraban los franciscanos de Valladolid, como su distancia, el número de tributarios, etcétera, de la siguiente manera:
Y en el convento de nuestro padre de San Buenaventura de la ciudad de Valladolid que es la matriz de esta provincia y a donde asiste la catedral y hay cantidad de españoles. Tiene dicho convento un barrio hasta tres tiros de piedra de indios que acuden a lo que es menester y se les administra con mucho cuidado y seriedad; hay tributarios en este barrio casados, veinte y uno, su advocación es de la Concepción de Nuestra Señora. Y hay otro barrio de indios mexicanos el cual tiene seis tributarios, dista un tiro de piedra del dicho convento[,] en su advocación San Juan Baptista. Y tiene dicho convento una visita y pueblo llamado Tziquimitio hasta dos leguas de la dicha ciudad, el cual pueblo tiene quince tributarios casados[,] su advocación es de nuestro señor San Francisco. Y tiene otro pueblo y visita hasta un cuarto de legua del dicho convento principal llamado Yrensecha[,] hay veinte tributarios[,] su advocación es Santiago. Y hay más otros dos pueblos los cuales están congregados casi en uno de esta hasta media legua del otro convento de Valladolid, el uno tiene veinte y cuatro tributarios y el otro diez. La advocación del uno es San Juan Baptista y la del otro Santiago. Y solamente estas visitas y administración tiene este dicho convento de Valladolid[,] para la cual ha habido siempre ministros suficientes en lengua tarasca y mexicana. Son por todos 96.
Más adelante, el documento indica:
El convento de San Buenaventura de Valladolid está fundado en la dicha ciudad que es la catedral del obispado de Michoacán[,] tiene de administración tributarios que están junto a la dicha ciudad donde hay cuarenta y dos indios tributarios y dos visitas que tienen cincuenta y cuatro tributarios[,] que por todos son noventa y seis que hacen ciento noventa y dos de doctrina y por lo menos habrá otros tantos muchachos y muchachas que vienen a ser trescientos y ochenta y cuatro.78
En la segunda mitad del siglo XVII, los franciscanos de Valladolid no tenían la misma influencia ante los indios como a finales del siglo anterior. Habían perdido parte del control sobre la feligresía y algunas familias no querían asistir a la doctrina, por lo cual el guardián reunió en la portería del convento a todos los naturales de los barrios de la Limpia Concepción, San Juan de los Mexicanos, Santiago Yuntzichoa y San Francisco Chiquimitío, para decirles que, por mandato real, tenían obligación de asistir a la doctrina todos los domingos y días festivos, con sus estandartes, a lo que asintieron.79 Para 1662, se presenta una nueva información respecto a los barrios, hospitales y número de indios, con las siguientes palabras:
El convento del Señor San Francisco [de Valladolid] tiene su guardián, presidente y maestro de novicios donde está el noviciado y tiene de administración de los santos sacramentos los barrios siguientes: Barrio de Santiaguillo, de la otra banda del río, que tiene 15 indios casados. Barrio de San Juan de los Mexicanos, que tiene 16 indios casados y solteros. Barrio de Guayangareo, que tiene 22 indios casados y tiene hospital sin renta, sustenta a los pobres enfermos de la limosna que recogen. Barrio de la Concepción, que tiene 12 indios casados; tiene hospital y no tiene renta; sustenta a los enfermos de la limosna que recogen.80
Durante el mismo siglo, el clero diocesano, los agustinos, los jesuitas y las monjas de Santa Catalina formaron parte del grupo social más fuerte de Valladolid, ya que tenían gran influencia ideológica y económica sobre los sectores mejor acomodados. No ocurría lo mismo con los carmelitas y los mercedarios, quienes poseían una reducida cantidad de propiedades. Y mucho menos fue el caso de los franciscanos, cuyos ingresos -que obtenían mediante obras pías, testamentos, capellanías, servicios religiosos, limosnas, así como a través de las aportaciones económicas y de mano de obra de las cofradías- los utilizaban para el mantenimiento de obras materiales, fiestas, ornato, cera, alimentos y otros conceptos. Además, debido a sus votos de pobreza, no tenían propiedades, ni tierras agrícolas o ganaderas como otras órdenes, por lo que sus ingresos eran mucho más limitados.81
Sin embargo, la fundación de numerosas cofradías en la iglesia del convento durante los siglos XVI y XVII: la Santa Veracruz de la Concepción (en los hospitales de sus barrios de indios), la Soledad, el Santísimo Sacramento, San Roque, Rosario de Españoles, Rosario de Morenos y la hermandad de la Tercera Orden de San Francisco, así como la recolección de limosnas en el obispado, las donaciones de los devotos a los santos de la orden, las capellanías de misas y el cobro de obvenciones, hicieron posible su subsistencia aun en los difíciles primeros años de vida de Guayangareo-Valladolid como población hispana y durante las crisis agrícolas que vivió Michoacán en la segunda mitad el siglo XVII.82
Finalmente, el convento, a la par de la economía de la ciudad que lo albergó, repuntó a finales del siglo XVII e inicios del XVIII, lo que propició que el fervor de sus feligreses se manifestara en una tercera etapa de reconstrucción arquitectónica, bajo la tutela de otro renombrado misionero franciscano: fray Antonio Linaz. Durante su guardianía, iniciada en 1671, tuvo lugar una época de auge para el convento. Entonces, se recibieron importantes limosnas que permitieron nuevos trabajos de mejora y mantenimiento, así como la adquisición de muebles y objetos de importante valía para el culto. En general, se embelleció todo el edificio; entre lo más relevante que llevó a cabo, se encuentra la instalación, en la nave principal del templo, de un púlpito ricamente labrado en cantera, y la construcción de un altar en honor a San Antonio. El padre Félix de Espinoza nos dice que, desde su llegada a San Buenaventura de Valladolid, fray Antonio Linaz escogió a San Antonio de Padua como patrón y ejemplo particular de vida, por lo que fortaleció bajo ese paradigma los estudios de teología en el convento. Años después, este teólogo y sacerdote será uno de los fundadores de los Colegios de Propaganda Fide que se establecieron en Querétaro (1683), y de los cuales saldrán nuevos misioneros hacia el norte de la Nueva España en el transcurso del siglo XVIII.83
Conclusiones
Quince años después de que el convento de San Buenaventura fuera elegido como sede de la provincia franciscana de San Pedro y San Pablo, la ciudad de Valladolid era ya la sede de la mitra diocesana de Michoacán y de las autoridades civiles. Por esos años, la mayoría de los conventos de la Orden de los Frailes Menores en la Nueva España, incluyendo Michoacán, eran construcciones modestas, de acuerdo con el ideal franciscano de pobreza dispuesto en sus propios estatutos.84 No fue sino hasta finales del siglo XVI y principios del XVII que se reconstruyeron la mayor parte de los conventos que hoy conocemos, como en el caso del convento de San Buenaventura de Valladolid, el cual se levantó desde sus cimientos en la década de 1580 y se concluyó, casi en su totalidad, hacia 1610.
Tradicionalmente, se le acreditaba a fray Juan de San Miguel y a fray Antonio de Lisboa la fundación de dicho convento, pero esto ya se ha descartado. Es posible que el primero participara en algún momento en la construcción del edificio primitivo, así como en la fundación del colegio de San Miguel, pero, hasta ahora, no hay pruebas que lo demuestren. En cambio, se tienen más elementos sobre la posible intervención de fray Antonio de Lisboa en la construcción del convento definitivo. Ahora bien, cuando se hace referencia a estas construcciones, en la mayoría de los casos, se habla de quienes hicieron posible el inicio de las obras, pero rara vez se conoce al resto de los religiosos que estuvieron involucrados durante el tiempo que éstas duraron, así como a los que participaron directamente con su mano de obra, como el caso del convento de Valladolid, que requirió más de 25 años.
En cuanto a las funciones que tuvo el convento, como sede de la Provincia de San Pedro y San Pablo, se puede destacar que cumplió con las que se esperarían de una institución de esa índole, a excepción de la celebración de los capítulos provinciales generales e intermedios, los cuales solían llevarse a cabo en el convento de Querétaro, probablemente para evitar la intromisión de las autoridades diocesanas en los asuntos que se trataban en las reuniones. No era el convento con más pueblos o personas a su cargo, ni el que tenía mayores ingresos; no era el único que contaba con noviciado y estudios, pero no se podía discutir su jerarquía, que había ganado, sobre todo, por haberse fundado en la capital civil de la provincia michoacana y sede del obispado.
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