Introducción
El presente texto da cuenta de la ruta metodológica de mi trabajo de investigación resultado de cursar el programa de Doctorado en Estudios e Intervención Feministas en el Centro de Estudios Superiores de México y Centroamérica de la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas (CESMECAUNICACH), en la promoción 2015-2019. La tesis resultado de ese proceso lleva el nombre de: Cereza: una existencia estética colectiva fundada en la ética feminista del cuidado (Fernández, 2019). En ella analicé la configuración moral y estética de un sujeto colectivo llamado Cereza, y argumenté que su fundamento contingente es una ética feminista del cuidado en práctica en el acompañamiento de mujeres en situación de cárcel en San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, una entidad del país caracterizada por lindar con la República de Guatemala y ser uno de los siete estados que, en su conjunto, reúnen más de la mitad de la población indígena en México (INEE, s/f).
Hacía tiempo que el concepto de justicia me parecía limitado por su constitución patriarcal-colonial. De esta manera, precisamente en las prácticas llevadas a cabo con Colectiva Cereza, encontré las reflexiones que me llevaron a pensar en el cuidado como la forma de nombrar un acompañamiento que pasa por materializar, en alguna medida y con muchas dificultades, la justicia, pero que no se limita a ello, porque los problemas de las mujeres —y de la sociedad en su conjunto— no se explican ni se resuelven solamente con discursos y prácticas jurídicas, sino con la lógica de la reproducción de la vida, una que han practicado históricamente las mujeres como grupo social.
Me serví del carácter maleable del concepto de sujeto, con el objetivo de sistematizar y producir conocimiento sobre un proceso de intervención feminista de largo aliento. Considero que la importancia de la investigación radicó en analizar un proceso de subjetivación colectiva, dignificando la producción cultural derivada de las prácticas histórico-reproductivas de las mujeres, las que, al ser analizadas y valoradas desde una crítica feminista, dieron como resultado la proposición teórica de una ética feminista del cuidado que hunde sus raíces en las prácticas de Colectiva Cereza.
Y, finalmente, fue inevitable tejer una metodología militante, que es precisamente el tema a desarrollar en el presente texto en el siguiente orden: primero describirá lo que considero una epistemología feminista indisciplinada. A continuación, explicaré qué es una metodología militante como parte de la familia de metodologías de investigación participativa, con compromiso social, resultado de las complicidades derivadas de la militancia y que desencadenó una colaboración. Enseguida describiré tres ejes que rigieron la investigación: conocer es transformar, horizontalidad e implicación afectiva que son, al mismo tiempo, un eco de las características de la militancia en la colectiva que fue sujeta de estudio. Por último, hablaré de las técnicas de investigación empleadas, con particular interés sobre la autoetnografía, pues, durante la investigación, fui militante del sujeto colectivo en estudio y sigo siéndolo.
Epistemología feminista indisciplinada
El feminismo es una lucha social y una teoría crítica heterogénea que se caracteriza por ser indisciplinada, pues la historia del patriarcado es la de un orden disciplinar y violento que reparte desigualmente los recursos materiales y simbólicos entre hombres y mujeres. El feminismo se rebela contra este orden y esa es una de las razones por las que, a partir de la década de los ochenta del siglo pasado, nutrió e impulsó campos de conocimiento que no poseían una estructura disciplinar como la derivada de la organización de las ciencias sociales instalada en las universidades a finales del siglo XIX y que, ya en la segunda mitad del siglo XX, representaban un obstáculo para hacer inteligibles los problemas sociales.
Las indisciplinadas feministas pusieron en duda la manera tradicional de ver la política. Localizaron ejercicios de poder en una multitud de prácticas infinitesimales, desperdigadas por toda la malla social y que, muchas veces, escapaban al espacio público de deliberación y toma de decisiones habitado por el poder legítimo del Estado. Este modo de ver la política, al que Nancy Fraser (1989) llamó “políticas de la vida diaria” y que se tradujo en la consigna feminista “lo personal es político”, problematizó el entendimiento de una política estadocéntrica que limitaba los derechos de las mujeres. Por ejemplo, durante mucho tiempo el Estado no atendió la violencia doméstica por considerar que este problema pertenecía al orden privado o íntimo en el que no podía intervenir el poder público. En cambio, desde un enfoque feminista, la comprensión de la política desbordaba el marco del espacio público e interpelaba a intervenir y transformar la realidad social, partiendo de instituciones como la familia, la escuela, la pareja o la propia subjetividad, y no únicamente interpelando a las instituciones del Estado.
Asimismo, el pensamiento feminista, al contrario de diversas disciplinas, priorizó como fuente de conocimiento las prácticas y experiencias de las mujeres como grupo social o clase de sexo (Guillaumin, 2005). Esta ha sido la impronta de la academia feminista, pues su investigación “emplea estas experiencias como un indicador significativo de la realidad contra la cual se deben contrastar las hipótesis” (Harding, 1987:21). Pero, además, el empleo del recurso de la experiencia no emerge de las universidades, sino de los grupos de autoconciencia feminista nacidos a finales de los sesenta del siglo pasado en Estados Unidos, en los que cabía una “práctica de análisis colectivo de la opresión, a partir del relato en grupo de las formas en las que cada mujer la siente y experimente, como autoconciencia” (Malo, 2004:22). De igual forma, en México surgió en los grupos de mujeres que dieron vida al denominado “neofeminismo mexicano” a partir de los años setenta (Espinosa, 2013). Y, definitivamente, fue de la sobrevivencia de las mujeres negras respecto de los patrones de género específicos en la segregación racial de donde surgió el conocimiento colectivo del pensamiento negro feminista (Hill, 2012). Este conocimiento fue plasmado de forma brillante en el manifiesto de la Colectiva Combahee River de 1977, que tantas veces ha sido citado en textos académicos.
Tal examen localizado de las experiencias tiene ligazón con la llamada objetividad feminista. Las corrientes de pensamiento feminista noreuropeas de los setenta coincidieron en cuestionar la supuesta objetividad científica a la que se atribuyen cualidades de neutralidad y universalidad; en contraposición, ofrecieron diferentes aproximaciones al problema del conocimiento situado (Blázquez, 2010). Donna Haraway, socióloga feminista del conocimiento, ha denominado objetividad feminista al conocimiento parcial, situado y con responsabilidad, y lo contrapone a la objetividad imparcial que produce conocimiento irresponsable e insituable, incapaz de dar cuenta de algo (1995:324).
Ninguna voz, señalan, por muy fiel que sea a la realidad encarnada del hablante, es una verdad universal, porque cada grupo percibe su propia verdad y, por tanto, su conocimiento es inconcluso (Haraway, 1995; Hill, 2012). La idea del conocimiento situado conduce necesariamente a producir uno más válido y pluralista, pues implica la existencia de un universo epistemológico que considera todos los puntos de vista y da cuenta del lugar desde el que se enuncia. De esta manera, el feminismo también contribuyó a develar que el conocimiento no es neutral, en el sentido de que no obedece únicamente a la búsqueda de la verdad, sino que inevitablemente dependerá de ciertos intereses o sesgos que brotan de un campo de ejercicios de poder en el que están colocados los sujetos de la labor investigativa. Lo anterior no significa que no se reconozca la importancia del método científico como forma de acceder al conocimiento. Desde luego, como sabemos, incluso para las ciencias duras la verdad arrojada por este método es una verdad parcial y refutable, pero útil.
Por otro lado, fue a partir de un conocimiento situado, derivado de la experiencia, que la aludida colectiva Combahee River en 1977 puso las bases de lo que ahora se conoce como interseccionalidad. En el manifiesto de esta colectiva se plasmó, en síntesis, el análisis del cruce de distintas opresiones como son el sexo, la raza, la clase y la heterosexualidad normativa. Posteriormente, Kimberly Crenshaw (1989) le nombraría a ello interseccionalidad, en una investigación relacionada con un grupo de trabajadoras negras en Estados Unidos. La interseccionalidad, como lo mostraron desde el inicio las feministas negras norteamericanas, no es una fórmula mágica que resulte de poner en palabras la conciencia de las diversas opresiones vividas a nivel personal, ni debería ser empleada superficialmente, a manera de operación matemática que suma opresiones o de simple enunciación sin profundizar en el análisis de las realidades de las mujeres.
La interseccionalidad, como categoría aplicada, da cuenta de una honda co-dependencia o co-constitución de las opresiones (Lugones, 2010). En mi trabajo de investigación preferí llamarle imbricación de opresiones, siguiendo a Jules Falquet (2018). Efectivamente, el análisis que hice del cruce de opresiones dio cuenta de formaciones sociales que requieren de lucha organizada para cambiarse, es decir, mi indagación de esa imbricación apuntó a algo más allá de su expresión en relaciones interpersonales, reveló un problema social del que todas y todos debemos hacernos cargo. De hecho, parte de la tesis radica en argumentar que el sujeto de estudio lo hace organizadamente, pues es una colectiva feminista cuyo programa político parte del entendimiento de la realidad que habitamos en términos de imbricación de opresiones. De ahí que le llame militancia a nuestra participación en la colectiva.
Ese cruce de opresiones arrojó inevitablemente las diferencias histórico-estructurales existentes tanto entre las integrantes de Colectiva Cereza, como entre algunas de las integrantes y las mujeres que acompañamos. Una diferencia histórico-estructural da cuenta de una estratificación social ligada a la acumulación de desventajas de un grupo social (y de ventajas de otro grupo). Esas desventajas derivan del hecho de no acceder a la satisfacción de necesidades y se traman en la contingencia de nuestras prácticas históricas, es decir, no son naturales. Tal asimetría históricoestructural brotaba a la hora de responder preguntas como: ¿quiénes y cómo producimos conocimiento?, y ¿respecto de quiénes se produce conocimiento? Más adelante volveré sobre este punto.
La imbricación de opresiones me ayudó a entender el difícil reto que constituye construir colectividad para cualquier organización formada por mujeres distanciadas por asimetrías histórico-estructurales: “pues no existe modelo previo, por el contrario, solo referentes misóginos y racistas que nos reafirman una y otra vez su imposibilidad” (Fulchrirone, 2018:158). En el proceso reflexivo caí en cuenta que parte de las prácticas de Colectiva Cereza pasan por tomar conciencia de los efectos que ese cruce de opresiones tiene en nuestras vidas, e intentar redefinir la relación entre nosotras y con las mujeres que acompañamos. De esta manera, podemos “aprovechar los distintos potenciales cualitativos y cuantitativos de poder que las mujeres involucradas [...] tienen a favor de la lucha contra la explotación y la opresión de las mujeres” (Mies, 2002:80). Concluí que era problemático porque algunas veces esas diferencias, vividas en situaciones que nosotras interpretábamos extremas, se traducían en la reproducción de relaciones asistencialistas o de abuso, entendible, pero finalmente abuso.
Sin embargo, también gracias al enfoque de imbricación de opresiones entendí que uno de los modos clave de crear nuevos modelos relacionales entre nosotras había sido el uso contrahegémonico, es decir, indisciplinado, que de los privilegios de raza, clase y nacionalidad hicimos algunas de las integrantes de Colectiva Cereza. No los usamos para lo que fueron configurados, esto es, para reproducir estados de dominación, sino para oponernos a la neoliberalización, patriarcal y colonial. Ello significaba que algunas de nosotras, de cara a la sociedad, “traicionábamos” esas prerrogativas que nos proporciona la raza, la clase o la nacionalidad (Hill, 2012:125). En resumen, la imbricación de opresiones fue empleada tanto para enfocar el análisis de la realidad que yo observaba, como para construir relaciones menos asimétricas entre mujeres en Colectiva Cereza.
En síntesis, parte de la metodología empleada en mi trabajo de investigación es una epistemología feminista indisciplinada que desafió la manera de analizar la política tradicional, que priorizó como fuente de conocimiento la experiencia de las mujeres y que planteó el conocimiento situado como localización de la producción de conocimiento, así como la objetividad feminista que implica responsabilidad y un cuestionamiento a la neutralidad científica. Finalmente, de mucha utilidad fue la herramienta de imbricación de opresiones, también conocida, generalmente, como interseccionalidad, para generar líneas de fuga de explicaciones y prácticas androcéntricas, clasistas o racistas, y en orden a redefinir la relación entre mujeres.
¿Por qué una metodología militante?
Cualquiera que quiera discutir acerca de la cárcel debe ir a verla, a sentirla, a olerla.
Andrea Casamento
Una metodología, de acuerdo con Norma Blázquez, hace funcionar las implicaciones epistemológicas para poner en práctica un método (2010:23). Por su parte, Sandra Harding sostiene que una metodología es: “una teoría sobre los procedimientos que sigue o debería seguir la investigación y una manera de analizarlos” (1987:12). Ya he establecido cuáles fueron las implicaciones epistemológicas en mi trabajo de investigación. Ahora falta esclarecer de qué manera analicé mi información y cuáles fueron las técnicas de investigación que utilicé. Para comenzar, cabe señalar que mi investigación se puede colocar dentro de la familia de las metodologías participativas de investigación.
Las características de esta familia colindan con las premisas epistemológicas que he anotado arriba: la investigación tiene una finalidad práctica, cambia la relación sujeto-objeto de estudio, constituye el “giro de la acción” donde el propósito de la investigación está orientado a la acción y esta es fuente de conocimiento, al igual que la experiencia (Garzón, 2017; Pearce, 2018). En ese sentido, Chiapas es un lugar propicio para este tipo de investigaciones, pues es un lugar donde se popularizó la investigación co-participativa por algunos investigadores independientes vinculados con organizaciones no gubernamentales y con la Iglesia católica, pero que también desembocó en trabajo académico comprometido con la transformación social (Hernández, 2018; Leyva, 2018; Olivera 2018).
En esa línea de pensamiento, la investigación militante es parte de esa familia de metodologías. Efectivamente, mi trabajo de investigación implicó la producción de conocimiento desde las “propias prácticas de transformación, desde su interioridad, para potenciar e impulsar esas mismas prácticas [...] a partir de la iniciativa de gentes que participan de la misma práctica que se pretende pensar” (Malo, 2004:37). En ese sentido, mi metodología militante hunde sus raíces en las propias prácticas de transformación llevadas a cabo con Colectiva Cereza, al sustituir la investigación contemplativa por la participación activa de la investigadora (Mies, 2002:76).
El adjetivo de la metodología que propuse sonaría a una mera “etiqueta” si no estuviera sostenido en el trabajo hormiga —como lo llaman Leyva (2018) y Hernández (2018)— que realiza Colectiva Cereza y que fue ampliamente analizado en la tesis. En efecto, la metodología militante a la que me refiero es una que se emplea en investigaciones con un alto compromiso social, en la que el centro no es la investigación en sí, sino que esta emerge como un instrumento de lucha. Por estas razones, una metodología militante implica una doble jornada de trabajo. De un lado la militancia y del otro la investigación académica que también implica un trabajo.
Otra característica de esta metodología es que el compromiso político y el trabajo conjunto derivado de la militancia necesariamente genera complicidades que surgen del camino recorrido con las mujeres que acompañamos y que sirven para la producción de conocimiento, es decir, la acción es fuente de conocimiento. Del proceso de acompañamiento resulta el aprendizaje y la transformación de las subjetividades de todas las que intervenimos; y en ese andar, y por la naturaleza del trabajo que realizamos, resultan complicidades más o menos sólidas, pero también otras que son de conveniencia (Pantera Rosa, 2004:160). Las complicidades sólidas son resultado de que todas pertenecemos al grupo, de reconocernos y cuidarnos entre nosotras, y esta plataforma me sirvió para la labor investigativa.
Esta forma de relacionarnos en la colectiva hizo posible que el análisis de la información que presenté en la tesis fuera, en parte, un proceso dialógico, fundamentalmente con una de las compañeras de la colectiva: H.A. 1 Esto hace que la investigación amerite, en alguna medida, el atributo de colaborativa o investigación cooperativa fuerte, por la “contribución activa con el pensamiento creativo en todas las fases del proceso investigativo” (Pearce, 2018:366) por parte de esta compañera. En efecto, cada una de las proposiciones vertidas en la tesis fue discutida ampliamente con ella, y la redacción final, elaborada por mí, también fue sometida a su criterio. Ella participó activamente en la discusión y el análisis que sostienen la tesis.
Lo anterior también fue posible por el interés que ella mostró en la sistematización y análisis de las prácticas que Colectiva Cereza ha llevado a cabo desde hace diez años. Ella es fundadora de la colectiva. A propósito, señaló lo siguiente:
La investigación me interesó porque era una manera de reflexionar sobre las cosas que hacemos y de ponerles nombre […] Me interesaba el análisis crítico que hacías al trabajo, lo que nos hacía pensar en cómo mejorarlo porque de esa manera se rescataba y ponía nombre a la metodología de nuestro trabajo y a la línea política que es poco visible en lo cotidiano […] La investigación también es un testimonio colaborativo entre tu visión y la mía acerca del trabajo que se hace y desde donde se hace. Hay una retroalimentación mutua y eso afecta nuestra metodología de trabajo. Para mí ha significado parar para pensar, ha sido mucha acción durante muchos años, parar para ver lo que estamos haciendo (conversación con H.A., octubre de 2018).
Esta cita pone de manifiesto el diálogo que se dio en el proceso de elaboración del trabajo de investigación, además del carácter instrumental que para la lucha feminista tiene el documento investigativo. En palabras de la compañera, la tesis sirvió para reflexionar, para ponerle nombre a lo que hacíamos desde hace diez años y para pensar cómo mejorar nuestras prácticas.
Esto, dice ella, afectó nuestra metodología de trabajo, lo cual denota la reciprocidad incesante entre la labor investigativa y la de militancia. Esta co-labor, parte de la metodología militante propuesta, fue posible porque somos compañeras de lucha, cómplices, y compartimos también el interés en la elaboración de un texto que sirviera de memoria y aportara ideas para mejorar el trabajo que realiza Colectiva Cereza.
Entonces, la metodología militante propuesta se ubica dentro de la familia de las metodologías participativas de investigación. Es una metodología que busca potenciar e impulsar las prácticas de transformación llevadas a cabo con Colectiva Cereza, pues en ellas hunde sus raíces. La investigación emerge como un instrumento para la lucha social e implica una doble jornada de trabajo. Por el carácter militante, resultan complicidades sólidas que también sirven para la labor investigativa, y por esas razones se dio una colaboración fuerte, porque una de las compañeras contribuyó activamente en el proceso creativo en todas las fases del proceso investigativo.
Conocer para transformar
La manera en que analicé la información estuvo atravesada por tres ejes: conocer para transformar, horizontalidad e implicación afectiva. La incidencia en la transformación de la realidad social que vivimos, como parte medular de mi metodología, enfatiza la importancia del aspecto ético-práctico del conocimiento sobre el puramente cognitivo. Considero que el carácter militante de mi investigación me relevaba de justificar algún tipo de intervención aparejada, pues la tesis en sí es un vestigio de un proyecto de transformación social. Aun así, defendí que el documento resultado del trabajo de investigación constituía una sistematización del trabajo de Colectiva Cereza que le devolvía a sus integrantes algo para reflexionar y mejorar, como lo mencioné en el párrafo anterior.
Pues bien, es cierto que el principio “conocer para transformar” nos remite a la praxeología de Karl Marx, en el sentido de que la búsqueda del conocimiento no solo es para explicar una parcela de la realidad, sino también para diseñar un programa político transformador de las desigualdades sociales. Así, por ejemplo, Pantera Rosa (2004) parafrasea a Marx para explicar que la naturaleza de sus investigaciones se relaciona más con colaborar con procesos de transformación de la realidad que con hacer una descripción objetiva de ella. Por su parte, C. Wright Mills señala: “No basta con entender el mundo, uno debe intentar cambiarlo” (citado por Hernández, 2018:85).
En ese sentido, contrario a lo sostenido por Teresita de Barbieri (2012) respecto de que debería distinguirse la investigación de la política en la generación de conocimientos sobre las relaciones de género en Latinoamérica, considero, junto con investigadoras como María Mies (2002) y Hill Collins (2012), que la investigación feminista implica la politización de la producción de conocimiento. Las investigadoras feministas están interpeladas a propiciar una relación estrecha con los movimientos sociales, en orden a buscar resolver los graves problemas que vivimos actualmente en nuestras sociedades y que afectan de forma diferenciada a las mujeres (Espinosa, 2013). A propósito, dice Mies:
La necesidad de encontrar nuevos métodos y un nuevo concepto de la investigación no será sentida sino cuando las mujeres que laboran en las universidades transformen las ciencias en instrumentos contra la opresión y explotación de las mujeres y cuando se dispongan a modificar el statu quo. Si no desean hacerlo, si su única aspiración es convertir los problemas femeninos en materias de discusión al interior de la academia, todo el debate en torno a una nueva iniciativa teórica y metodológica se volverá irrelevante (Mies, 2002:64).
Esta relación entre elementos teóricos y programáticos no quiere decir que lo segundo se deduzca de lo primero, como lo sostuve a lo largo de la tesis. En efecto, aunque todo programa de acción tiene que recibir su plausibilidad del conocimiento teórico (Muñiz, 2012), un programa para la transformación de las desigualdades sociales que afectan diferenciadamente a las mujeres no se predice a nivel teórico para luego aplicarlo como receta. Un programa político se practica al mismo tiempo que se nutre de elementos teóricos. Así, mi proposición de que una ética feminista del cuidado es parte de una alternativa al paradigma civilizatorio actual porque pone en el centro el valor de uso y la reproducción de la vida y no la acumulación del capital ni el consumo, no brota únicamente de la teoría, sino que proviene de las prácticas histórico-reproductivas de las mujeres y, particularmente, del trabajo ético-político de Colectiva Cereza.
Desde luego, como el conocimiento que produzco deriva del análisis de una experiencia situada, no estuve (ni estoy) en condiciones de sugerir el cómo de una articulación global en torno a una ética feminista del cuidado. Sin embargo, esta experiencia local, mirada desde el punto de vista situado de una mujer blancomestiza, de clase media, con estudios de posgrado y redes de apoyo, me permite concluir que uno de los primeros pasos en la búsqueda de una sociedad menos desigual, más “cuidadosa”, lo es ir en contra de una misma. Como lo dice Fulchirone: “requiere […] de una responsabilidad personal sobre el propio cambio que no podemos obviar u ocultar con solo tener la conciencia de las opresiones estructurales e históricas” (2018:173). Implica una actitud de desprendimiento que transita a un proceso organizativo colectivo de mujeres en el que no necesariamente se tramita de manera dramática ese desprendimiento, sino desde la satisfacción de actuar conforme a las convicciones feministas.
Desprendimiento porque el feminismo nos convoca a que revisemos nuestras ventajas y nos opongamos al individualismo y la indiferencia, requiere sacudirnos el miedo a las otras y resistir a la despolitización de nuestras vidas. El feminismo que aquí interesa nos demanda responsabilidad social, nos exige ir en contra de una cultura patrimonialista que nos arrastra a que cualquier proyecto que emprendamos gire en torno al beneficio propio. Y también nos lleva a preguntarnos si es suficiente este ir en contra de nosotras mismas, más aún si consiste en dedicarnos a producir papers o a transformar nuestra subjetividad; es decir, ¿cómo se relaciona nuestra elección de estas actividades o temas de estudio con nuestro deseo de comodidad y prestigio, y con nuestra renuencia a comprometernos seriamente con la construcción de otra sociedad?
El mundo tiene unos problemas muy graves y complejos que no se resolverán solo a punta de palabras, y vivimos una época en la que urge apuntalar las coincidencias entre nosotras para potenciar los logros del movimiento feminista (Espinosa, 2013). Concerniente a esto, traigo aquí las palabras de Gisela Espinosa Damián:
La mayoría de la mujeres mexicanas viven o sobreviven en este mundo, y desde el aquí y ahora que les tocó vivir muestran la imposibilidad de restringir la agenda feminista a reivindicaciones “puras” de género, así como la necesidad de articularse a la lucha [...] los movimientos feministas no pueden desentenderse del conjunto de problemas sociales (Espinosa, 2013:18-19).
Las investigadoras feministas debemos articularnos a las luchas para encarar estos problemas sociales con coraje, porque transformar todo eso con “pocas luces” da miedo, y encima de ello no hay garantía de que lo que hagamos salga bien. Más aún, debemos enfrentarnos a una atmósfera intoxicada por la idea de que es imposible el cambio, de que el neoliberalismo patriarcal y colonial es inevitable. Podemos encargarnos de nuestro propio bios, pero no es posible cambiar la realidad más que desde la colectividad porque esta última es un aparato para recuperar vínculos y transformar mundos (Delgado, 2005). Debemos hacerlo también conscientes de que la conflictividad, la contradicción y lo dramático estarán siempre presentes, con mayor razón si los espacios en las que luchamos constituyen las cloacas del sistema, donde nadie quiere estar porque ahí no hay comodidad, seguridad ni prestigio.
Horizontalidad
La horizontalidad investigativa apunta a la “búsqueda de enfoques de producción de conocimiento basados en los principios de la codeterminación y la reciprocidad [… en las que] el reto de alcanzar relaciones de investigación más igualitarias implica una reflexión sobre las barreras que se anteponen al objetivo” (Riaño, 2012:140). Si nos limitamos a esa labor investigativa, la reflexión acerca de las barreras para lograr horizontalidad nos lleva a darle la razón a Martha Patricia Castañeda cuando dice que la formación académica termina siendo la gran diferencia entre la investigadora y las sujetas de investigación (2010:227).
En el caso de mi tesis, en principio, lo anterior es cierto porque entre las mujeres de la colectiva y las mujeres que acompañamos, solo H.A. y yo tenemos formación académica en nivel de posgrado. En cuanto al resto, algunas tienen nivel de licenciatura, pero otras —principalmente las que están o han salido de prisión— están sujetas a una dinámica de supervivencia diaria que determina la manera de aproximarse investigativamente, como lo ha constatado Pearce al tratar de implementar una metodología colaborativa: “El investigador involucrado en el trabajo de campo en ese caso ha sostenido que tales métodos son problemáticos al trabajar con gente que está permanentemente luchando por sobrevivir” (2018:368).
Alcanzar una relación de investigación más igualitaria, recíproca, desde mi punto de vista, no es factible si solo existe ese camino: el investigativo. En mi caso, la relación con las compañeras de la colectiva, incluida H.A., no deriva de ese camino sino de la militancia. Esto no significa que los conocimientos derivados de la academia no incidieran en la vida de las mujeres de la colectiva y de las que acompañamos; se filtraban a través de mí en las prácticas que llevamos a cabo y en las discusiones sostenidas con las compañeras, y esto constituyó parte de mi intervención en términos del programa de posgrado cursado. Usamos los conocimientos que son adecuados para resolver las necesidades de las mujeres en el trabajo que realizamos como colectiva.
En ese sentido, fue inevitable que así como se filtraron los conocimientos académicos en la militancia, a través de mí, esta afectara la asimetría derivada de mi formación académica en la relación investigativa. Esto es así porque la militancia excedía la relación investigativa. Y es que, como dije, no era mi interés de recabar información lo que agotaba mi relación con las compañeras de Colectiva Cereza; era, más bien, el trabajo militante que traía como consecuencia un vínculo de confianza con las compañeras sin el que, en lo personal, me sentiría confrontada éticamente por la instrumentalización de su trabajo.
Gracias a esta confianza, construida por la cercanía del día a día, pude comprender, de manera profunda, las experiencias particulares de Colectiva Cereza, algo que no habría logrado, al menos de la manera plasmada en la tesis, sin la militancia. Y fueron esas circunstancias, las que exceden la relación investigativa, las que hicieron que el hecho de que yo fuera una “experta” en algún tema no tuviera tanta importancia respecto de las compañeras, aunque tuviera alguna. En otras palabras, ese trabajo militante que excedía la relación de investigación hizo a esta más igualitaria. Sumado a lo anterior, desde el lugar de confianza y trabajo militante, se desdibujaba la idea de que yo fuera la única beneficiada, aunque sea cierto que fui yo la que recibió un grado académico.
Digo esto porque la militancia en Colectiva Cereza no se limitaba a una labor política, sino que se componía de trabajo psicosocial y jurídico que reproduce la vida de las mujeres. De manera que durante el proceso investigativo, las compañeras vivieron el empleo que hice de la información como un acto de reciprocidad que difícilmente podría darse en un marco de verticalidad como sería si la relación fuera meramente académica; pero como el vínculo excedía esa materia y alcanzaba otros ámbitos vitales, mi recolección de datos no fue considerada una instrumentalización.
Por último, en relación con la intervención, la tesis constituyó también una sistematización y un archivo de memoria histórica del trabajo de años de Colectiva Cereza que quedará a su disposición y en los que participó activamente, además de mí, una de sus fundadoras. Por lo anterior, en mi trabajo de investigación la reflexión acerca de las barreras que impiden una relación investigativa más horizontal pasa por tomar en consideración que mi relación con las compañeras de Colectiva Cereza y las mujeres que acompañamos estaba condicionada por la militancia y, por ello, fue vivida en términos de reciprocidad.
Implicación afectiva
En lo emocional está el impulso de la vida y el cambio.
H.A.
La implicación afectiva es parte de la metodología de trabajo de Colectiva Cereza, pero atravesó el proceso investigativo y su resultado. Los afectos son emociones en sentido amplio, pero existen estudios que consideran que los afectos son impersonales y las emociones, personales (Ahmed, 2015). Psicológicamente, es claro que las emociones participan de cualquier actividad que realizamos, puesto que, como señala Fernando González Rey: “el sujeto es un sujeto emocional […] en ningún momento es neutro desde el punto de vista emocional” (1999:129).
Sin embargo, la implicación afectiva a la que me refiero aquí significa que las mujeres que acompañamos y cuyas historias formaron parte de mi análisis nos importan, que nos interesa que salgan libres, que logren autonomía y puedan concretar, en un futuro, un proyecto de vida que no esté atravesado por la violencia y el empobrecimiento, esto es, que las consideramos personas con derecho a tener un futuro y no como delincuentes o fuentes de información. Estos procesos son de larga duración, por lo que la implicación no es pasajera, el compromiso que adquirimos con ellas es serio y duradero.
En ese sentido, implicación afectiva aquí no significa un apego emocional. Ciertamente no existe la neutralidad en lo que hacemos, de ahí deviene nuestro compromiso político, pero, en cuanto al acompañamiento, la implicación afectiva exige cierta distancia emocional respecto de nosotras mismas, porque si no perderíamos habilidad para discernir, orientar o acompañar (conversación con H.A., 2017). De ahí que hable de afecto, por su carácter “impersonal”, porque de alguna manera implica “domesticar la propia subjetividad al servicio del otro y no al servicio del propio deseo” (Molinier, 2011:56).
Colectiva Cereza no distingue entre mujeres inocentes y mujeres culpables, las acompañamos a todas en la medida de nuestras posibilidades. Si procediéramos desde lo que emocionalmente nos surge como personas ante sus acciones, con probabilidad no nos acercaríamos a algunas mujeres. Comprometerse emocionalmente es un inconveniente para realizar los acompañamientos, por eso es necesario cobrar conciencia de lo que explico aquí para tomar distancia suficiente, aunque esto no siempre se logra con éxito. No podemos “sentir al otro íntimamente, como parte de una misma cosa” (Feliu, 2007:266), algo así es contrario a un acompañamiento que se trata precisamente de estar al lado de las personas, no de ocupar su lugar.
De manera que la implicación afectiva da cuenta no de una postura personal de apego, sino de una condición de posibilidad para el cumplimiento de los objetivos de cuidado y transformación social que tiene la colectiva, y significa que las mujeres que acompañamos nos importan en términos de lograr, junto con ellas, autonomía para la consecución de un proyecto de vida libre de violencia y precarización. Esta implicación afectiva, derivada de la militancia, fue una de las condiciones para recoger la información para mi trabajo de investigación.
Técnicas de investigación
Dado que la mía fue una metodología militante de enfoque cualitativo, encontré ciertos límites en algunas técnicas de investigación social tradicionales (entrevistas estructuradas, cuestionarios) que, sobre todo, apuntaban a recrear relaciones de poder. De ahí que propusiera técnicas de recopilación de datos más acordes a la perspectiva militante y feminista de la investigación. Las técnicas de investigación utilizadas fueron la observación militante, las conversaciones, las entrevistas semiestructuradas, la documental y la autoetnografía.
Castañeda señala que: “observar es más que ver. Observar es entender lo que se mira dentro del contexto en el que tiene lugar [...] involucra una mirada intencional que busca respuestas” (2010:231). Con esa premisa, la observación militante y las conversaciones las llevé a cabo en distintos espacios en los que actuamos como colectiva: en la cárcel, en la Casa Cereza, en distintos lugares con familiares de las mujeres, en las instalaciones de los juzgados penales de Primera Instancia, en las salas penales, en la presidencia del Supremo Tribunal de Justicia del Estado o en los tribunales federales.
Las conversaciones que consideré relevantes para analizar se daban en torno a las necesidades y problemas de las mujeres internas, las prácticas que nosotras realizábamos para acompañarlas y las condiciones en las que actuábamos como colectiva. Por ejemplo, eran conversaciones acerca de la falta de comunicación con sus familiares, la falta de información de sus casos, la búsqueda de opciones laborales de las compañeras que salían, la recuperación de sus hijos o hijas, la regularización de su situación migratoria, la sobrevivencia económica de las integrantes de la colectiva, la articulación con otras organizaciones, el acompañamiento con familiares, la codefensa jurídica. La observación militante y las conversaciones relevantes las registraba en el diario de campo.
Realicé también entrevistas semiestructuradas con las que obtuve información más focalizada. El guion se ajustaba a cada una de las personas que serían entrevistadas porque, entre ellas, hubo compañeras de la colectiva, mujeres en situación de cárcel que no hacían parte de la colectiva, familiares de mujeres en situación de cárcel y operadores jurídicos. Registré las entrevistas en grabaciones y posteriormente transcribí. Acordamos preservar el anonimato de las personas entrevistadas con nombres ficticios que aluden a las cualidades de las compañeras, puesto que la investigación fue también una forma de honrarlas.
Relacionado con la técnica documental, Colectiva Cereza posee un amplio archivo al que tuve acceso con motivo de mi militancia. Entre los documentos hay videos, fotografías, carteles, copias de expedientes penales, escritos relacionados con trámites migratorios, con procesos jurídicos, con quejas de derechos humanos y otros. Estos documentos constituyeron un soporte del trabajo de investigación, tanto en lo que hace al análisis como en cuanto a los pequeños relatos que coloqué en la tesis.
Finalmente, la autoetnografía “explora el uso de la primera persona al escribir, la apropiación de modos literarios con fines utilitarios y las complicaciones de estar ubicado dentro de lo que uno está estudiando” (Blanco, 2012:55). En ese sentido, utilicé la autoetnografía como instrumento idóneo para dar cuenta de mi localización dentro del objeto de estudio, y no para enfatizar el aspecto ficcional o literario de una producción escrita (Feliu, 2007). No obstante, en momentos, el estilo de la tesis cobró forma de relato en primera persona, con el fin de abandonar las formas lingüísticas asociadas a la pretensión de neutralidad de la antropología clásica (Castañeda, 2010).
Pues bien, siguiendo a Paul Preciado cuando señala: “El que quiera ser sujeto de lo político que empiece por ser rata de su propio laboratorio” (2008:248), fui al mismo tiempo sujeto y objeto de investigación, lo que quiere decir que me coloqué en el interior de las prácticas por investigar, es decir, me situé en el mismo plano crítico que el objeto explícito de estudio (Harding, 1987). Mi ubicación dentro del objeto de estudio se refirió a dos aspectos: el carácter de militante que tenía en Colectiva Cereza cuya configuración subjetiva era mi objeto de investigación, y el conocimiento derivado de mi experiencia de quince años en la procuración y administración de justicia en la ciudad de San Luis Potosí, México. Aunque mi experiencia derivada de la trayectoria profesional en estos ámbitos gubernamentales no es central en el análisis de investigación, los conocimientos adquiridos en esa época de mi vida profesional me permitieron contribuir al quehacer de la colectiva y enriquecieron el entendimiento, interpretación y presentación de los resultados de la investigación.
Lo anterior amerita aclarar que el proceso cognitivo para la producción de la tesis partió de comprometer el cuerpo, lo que algunos autores han denominado “conocimiento presentacional” (Heron citado por Pearce, 2018). Esto quiere decir que para aproximarme a la realidad analizada realicé una inmersión profunda derivada de la militancia en la colectiva y, por lo tanto, el análisis y las proposiciones derivaron de una aprehensión con todo el cuerpo y no de un mero ejercicio intelectual. Impliqué los sentidos, las intuiciones y las reflexiones que solo pueden devenir, de la forma en que expuse en la tesis, de estar presente y participando.
Sin embargo, la autoetnografía solo es un componente más de mi metodología militante. Por lo que la investigación no está basada exclusivamente en mi “versión” de los hechos, el “yo” no es la única fuente de datos (carácter narcisista y poco fiable). La incorporación del elemento subjetivo aumenta el grado de objetividad, que no de objetivismo, pues implica “una perspectiva privilegiada desde dentro y cierta innovación teórica que no se lograría si uno se posicionara como un observador externo y distante (Hernández, 2018:86). En efecto, defiendo que el elemento subjetivo se relaciona con la capacidad de reflexión del sujeto colocado dentro de la indagación constitutiva de la “reflexividad de la ciencia social” (Harding, 1987:26).
De esta manera, la autoetnografía, más que constituir un obstáculo para la valoración de mi metodología, reforzó la rigurosidad de mi trabajo de investigación al permitir presentarme “no como la voz invisible y anónima de la autoridad, sino como la de un individuo real, histórico, con deseos e intereses particulares [políticos] y específicos” (Harding, 1987:25) que, con esta conciencia, realizó un trabajo de investigación con la convicción de que el propósito de transformar los estados de dominación son el punto de partida de la búsqueda científica.
Conclusiones
El texto da cuenta de la construcción de una metodología militante. Comencé por establecer los componentes de una epistemología feminista indisciplinada: el desafío al análisis de la política tradicional, la objetividad feminista y la imbricación de opresiones. Posteriormente expliqué en detalle lo que significa una metodología militante que apunta a una forma de producir conocimiento resultado de las complicidades en la lucha por la transformación social. Ahí aludí a la doble jornada de trabajo que ello implica y a la colaboración llevada a cabo con una de las compañeras de Colectiva Cereza. Describí la manera en que analicé la información a partir de tres ejes: conocer para transformar, horizontalidad e implicación afectiva. Finalmente, examiné las técnicas de investigación, haciendo especial énfasis en la autoetnografía.