Introducción
La lengua es un órgano de conocimiento
del fracaso de todo poema
castrado por su propia lengua
que es el órgano de la re-creación
del re-conocimiento (…)
no
las palabras
no hacen el amor
hacen la ausencia
si digo agua ¿beberé?
si digo pan ¿comeré?
Alejandra Pizarnik
¿Y si digo populismo? Populismo es, quizá, el concepto que con más particularidad y persistencia se ha utilizado para describir y analizar (y evaluar) la política en América Latina. La emergencia de fenómenos políticos que desafiaron las categorías tanto de la sociología política como de la ciencia política -que además estaban en un proceso de incipiente consolidación- invocaron el uso de un concepto disponible pero construido al calor de los debates sobre las realidades sociopolíticas en Rusia1 o en Estados Unidos de fines del siglo XIX2 y desde su inicio generó controversias sobre su alcance.
Sebastián Barros3 identifica cuatro momentus en la literatura latinoamericana sobre el populismo. El primero está constituido por los trabajos clásicos de Gino Germani4 y Torcuato Di Tella.5 El segundo está conformado por las primeras críticas al enfoque inicial en el que se destacan las intervenciones de Octavio Ianni6 y Francisco Weffort,7 y en el cual también podríamos incluir a Enzo Faletto,8 así como estudios sobre América Latina producidos en Estados Unidos.9 En cierto modo como corolario de esta primera etapa se derivaron algunos trabajos teóricos que procuraban una conceptualización del populismo en otra escala como los de Ernesto Laclau10 y Margaret Canovan,11 respectivamente.
Si bien es cierto que en los años ochenta pueden encontrarse trabajos sobre el tema,12 en su mayoría, éstos se enfocaban en lo que, según Drake,13 podemos llamar la autopsia del problema en un contexto dominado por la doble transición de los años ochenta en la región. La emergencia de fenómenos políticos tildados como “neopopulistas” en los años noventa, que implementaron reformas económicas de signo contrario a los populismos clásicos, provocaron la restitución del uso y el debate en torno al concepto de populismo (tercer momento para Barros). Autores como Viguera,14 Nun,15 Novaro,16 Roberts,17 Weyland,18 Knigth,19 Quijano,20 De la Torre,21 entre tantos otros, discutieron la utilidad de los conceptos de populismo y neopopulismo para dar cuenta de los procesos políticos encabezados por Carlos Menem (Argentina), Fernando Collor de Mello (Brasil), Alberto Fujimori (Perú) y Abdalá Bucaram (Ecuador).22
Hacia finales del siglo XX y principios del siglo XXI un nuevo ciclo político sacudió la mesa de debate que todavía estaba caliente y resituó el concepto de populismo (ahora como radical o del siglo XXI) para referir los procesos de Venezuela, Argentina, Ecuador y Bolivia, fundamentalmente. En esta nueva arena controversial participaron muchos de los autores que habían debatido sobre la conveniencia del uso de populismo y del neopopulismo como Weyland,23 Roberts,24 Novaro,25 De la Torre26 y Ellner.27 La tarea de muchos de estos trabajos era doble, por un lado, ensayar alguna definición de populismo y, por otro, evaluar la relación de los procesos “populistas” con la democracia.28
En estos trabajos la referencia a la obra de Ernesto Laclau es una constante, que a su vez es marginal. Casi todos los estudios lo citan como un antecedente en ese lugar común que se transformó el referir a la polisemia del concepto y es difícil considerar un estado de la cuestión sin su inclusión. Es cierto, también, que algunos toman una contribución “minimalista” al recuperar como su definición la idea de que el populismo es un discurso (que se le remite a un líder) que divide la sociedad en dos y produce un antagonismo entre pueblo y antipueblo.29 Sin embargo, en especial, luego de la publicación de La razón populista y los debates que ha generado, es posible reconocer una serie de trabajos que intentan utilizar el andamiaje teórico para investigaciones empíricas sobre la política latinoamericana como Biglieri y Perelló,30 Muñoz y Retamozo,31 Muñoz,32 Groppo33 (estos dos últimos con prólogo de Laclau), Errejón34 y Reano.35 En particular, estas intervenciones han generado un debate teórico al someter a la crítica interna el concepto de populismo propuesto por Laclau, indagado en sus potencialidades heurísticas, sus atolladeros y sus consecuencias teóricas y metodológicas. La crítica interna se constituye en tanto estos autores comparten ciertos compromisos teóricos paradigmáticos (el posfundacionalismo, el posestructuralismo y la teoría del discurso),36 aunque en ocasiones las mismas reflexiones los lleven a someter a revisión los puntos de partida.
Esta situación es preocupante en un nivel de trabajo teórico que no es posible en otros enfoques. En particular porque en éstos la categoría de populismo no ocupa un lugar central en la configuración teórica, lo cual conduce -coherentemente- a la construcción de definiciones operativas funcionales a los esquemas de investigación (como conceptos descriptivos, normativos, clasificatorios, etc.). Por lo anterior es difícil afirmar que constituyan una teoría política del populismo (en parte porque, legítimamente, no se lo proponen e, incluso, renuncian explícitamente a ello). En este contexto, partimos de la provocación de una hipótesis: si bien el concepto de populismo ha adquirido diferentes definiciones, la teoría del populismo de Ernesto Laclau es quizá la única que le da estatus de categoría al término y le otorga una función analítica capaz de devenir concepto, como dice Zemelman.37 Ahora bien, esto no exime a la propuesta de críticas, tensiones e inconsistencias. Al fin y al cabo la misma noción de teoría en una perspectiva posestructuralista rehúye a un modelo nomológico-deductivo y se transforma en un momento del método, como lo intuyera Carlos Marx a mediados del siglo XIX. No se trata, pues, de contrastar la teoría con la realidad (o someterla a prueba crucial) sino de incorporarla como momento de la investigación.
Este artículo se ocupa, específicamente, de tratar los debates que en el campo de la teoría política posfundacional (o posmarxista) se han desarrollado en torno al populismo en autores latinoamericanos con el objetivo de clarificar algunos aspectos, identificar contribuciones y delimitar nudos controversiales que pueden hacer aportaciones a una mayor (y mejor) comprensión y estudio de los procesos políticos. En la primera parte expondremos sucintamente la teoría política de Ernesto Laclau con el objetivo de tener un soporte sobre el cual trabajar, ya que la teoría del populismo de Laclau ha sido notablemente simplificada en su divulgación y requiere una reposición en su complejidad. En la segunda parte nos enfocaremos en el estudio de las contribuciones de autores latinoamericanos al debate específico sobre el populismo a partir de la obra de Laclau. Finalmente, expondremos algunos nudos problemáticos a partir del debate revisitado que, a nuestro juicio, requieren desarrollos ulteriores, rigurosos y consistentes.
El populismo según Laclau
El problema del populismo ocupó de manera temprana la obra de Ernesto Laclau. Su primera obra, publicada en 1977 como Politics and ideology in marxist theory. Capitalism, fascism, populism, incluye el capítulo “Hacia una teoría del populismo”. La preocupación por el asunto no es meramente teórica sino fundamentalmente política, ¿cuál es la mejor estrategia para la izquierda en América Latina dada la fuerte presencia de movimientos nacional-populares? En efecto, la existencia de estos movimientos (como el peronismo en Argentina) y la adscripción de mayorías subalternas a esas identidades obliga a repensar dos aspectos. El primero es la cuestión del sujeto (la relación entre pueblo y clase). El segundo es la cuestión del proyecto (la relación entre populismo y socialismo). La teoría, en este aspecto, recupera una triple problemática: la estrategia, el sujeto y el proyecto.
Laclau opta por abordar la pregunta por el populismo desde la problemática noción de pueblo (y su relación con la clase). Con el pueblo como referente análogo del “populismo”, Laclau ensaya una definición inscrita en el marxismo althusseriano que será deudora de la metáfora base/superestructura. Las clases, si bien tienen existencia como contradicciones en la base (estructura), no tienen presencia como agentes políticos si no es a partir de presentarse como articulaciones discursivas en el nivel de las superestructuras, es decir como una contradicción pueblo/bloque-de-poder. Así, el populismo será una forma de construir uno de esos polos determinantes en el nivel de la formación social concreta y una tarea para la izquierda (aunque pueda existir también un pueblo para las clases dominantes). Las clases se convierten en principios articuladores de “tradiciones populares” sin las cuales no pueden materializarse como agentes políticos. Esas tradiciones populares también pueden ser articuladas por el discurso de las clases dominantes. Por lo tanto se trata de una disputa por darle una forma clasista (y socialista) a esos contenidos simbólicos (el folclore, la patria, la religión, la identidad nacional, etc.). En esta primera versión “El populismo consiste en la presentación de las interpelaciones popular democráticas como conjunto sintético-antagónico respecto a la ideología dominante”,38 que puede articularse en el discurso de la clase obrera o de la clase dominante (la clase, aquí, sería el principio articulador irrenunciable). La articulación de las tradiciones populares en el discurso de la clase obrera constituye la radicalización de la contradicción pueblo y bloque de poder, por lo tanto una vía al socialismo.39
En el estudio Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia, publicado en 1985 junto a Chantal Mouffe, se plasma el primer quiebre con el marxismo (hacia el posmarxismo) y se generan nuevas condiciones para abordar el problema del populismo y la construcción del pueblo. Aunque en la obra de Mouffe hay una primacía de los movimientos sociales como agentes democratizadores, la preocupación por el pueblo reaparece a la hora de discutir las posicionalidades de sujeto; al respecto dicen los autores, “Podríamos llamar posición popular de sujeto, a la que se constituye sobre la base de dividir al espacio político en dos campos antagónicos, y posición democrática de sujeto a la que es sede de un antagonismo localizado, que no divide a la sociedad en la forma indicada”.40 En un sentido similar, en 1987, Laclau vuelve sobre el tema y ofrece una definición del populismo como “aquella dimensión de ciertos discursos políticos que los construye sobre la base de dicotomizar ciertos espacios sociales […]. Hay populismo siempre que las identidades colectivas se construyen en términos de una frontera dicotómica que separa a ‘los de arriba’ de ‘los de abajo’”.41 Cabe mencionar que el abordaje de la cuestión del pueblo, lo popular y el populismo no había desaparecido de la agenda de trabajo de Laclau como lo prueban los títulos de varios trabajos.42
Es, por supuesto, en La razón populista43 y en textos sucesivos44 donde se desarrolla la teoría política del populismo en toda su complejidad a partir de una serie de rupturas que constituyeron el posmarxismo de Laclau.45 Como el propio autor insinuaba en la obra de 1987, en esta teoría del populismo se conjugan tres preocupaciones centrales. Primero, cómo puede pensarse la constitución del orden social en una perspectiva posfundacional, segundo, cómo se concibe la dinámica de las luchas políticas en el campo democrático y tercero, cómo se constituyen las identidades políticas. Estas tres instancias pueden formularse, por un lado, a partir de la distinción bastante frecuente en la teoría política contemporánea entre lo político y la política, en la que se reserva el primer término para referir a una lógica de producción del orden social (una función instituyente, aunque también destituyente) y el segundo como un campo o sistema encargado de gestionar el orden (como un ámbito instruido).46 Por otro lado, se advierte el interrogante por la constitución de identidades políticas, agentes o actores47 que disputan tanto la orientación de un proceso histórico como su conformación. Los tres problemas están abordados en la obra y dan lugar a potencias y equívocos.
El populismo como categoría para pensar la conformación ontológica de lo social ubica al populismo como un concepto de lo político. El argumento estipula que en tanto se “acusa” al populismo como algo vago e indeterminado y mera retórica, y que la misma estructura de lo social tiene esas características, entonces “el populismo es la vía real para comprender algo relativo a la constitución ontológica de lo político como tal”.48 Asimismo, lo político tiene una función instituyente49 y “el populismo es, simplemente, un modo de construir lo político”,50 entonces el populismo predica sobre la ontología de lo social. El problema, como veremos, es que este lugar de categoría privilegiada para pensar la siempre precaria institución discursiva del orden social le correspondía en textos anteriores a hegemonía.
En un segundo sentido, populismo ya no es una categoría de lo político sino de la política, es más “no existe ninguna intervención política que no sea hasta cierto punto populista”.51 Ahora bien, la posibilidad de pensar el populismo como “un ingrediente necesario de la política tout court”52 nos remite a la definición del populismo como una intervención que dicotomiza el campo social entre un nosotros (el pueblo) y un ellos (el poder) produciendo dos espacios sintagmáticos enfrentados.
En un tercer sentido, Laclau ubica el populismo como una lógica de construcción de los sujetos políticos, específicamente el sujeto pueblo. En las primeras líneas de La razón populista se identifica esta preocupación como vertebral.53 Como una gramática de las identidades políticas, el populismo parte de concebir una pluralidad de situaciones de demandas insatisfechas en las sociedades contemporáneas. Estas demandas constituyen las “unidades mínimas de análisis” del populismo que se constituirá como la lógica de articulación de estas demandas democráticas en un proceso de constitución de un discurso y una subjetividad popular. En este camino, múltiples demandas que son por definición heterogéneas ingresan en un terreno de “equivalencia” en tanto comparten el ser negadas por el sistema. La producción de un significante vacío54 que las aglutine (puede ser el nombre del líder), la investidura afectiva del significante (que es funcional al proceso de interpelación) y la elaboración de una frontera antagónica son, entonces, parte de la gramática populista. Esta lógica populista es la que produce un sujeto antes inexistente: el pueblo, cuyo estatus particular le permite, por un lado, ser la plebs (los de abajo, lo plebeyo) y por otro lado, reivindicarse como populus, es decir la totalidad.
En los tres usos de populismo es preciso rescatar la formalidad de la categoría ya que nada predica de algún tipo de contenido u orientación ideológica para el populismo. Esto, que en ocasiones ha sido criticado, constituye una ventaja de la teoría puesto que permite explicar diferentes fenómenos y, como tal, constituye una herramienta analítica heurística sin pretensiones normativas. Decir que en determinado proceso opera una lógica populista o un discurso populista no conlleva ninguna apreciación sobre el contenido ni las consecuencias de tal intervención. Este aspecto nos lleva a la muy debatida relación entre populismo y democracia.
En “¿Por qué construir un pueblo es la tarea de la política radical?”, Laclau profundiza una tensión en su teoría en el marco de la respuesta a Slavoj Žižek. Por un lado, la formalidad de la lógica populista, en principio, impide predicar sus alcances en cuanto a la democracia (tanto en un sentido poliárquico como pluralista o en cuanto a la expansión de derechos y garantías). Por otro, el autor afirma que existe en el populismo la condición de una democracia en tanto produce un “pueblo” (un demos) sin el cual la democracia sólo se reduce a una administración institucional de la sociedad (lo que sería equivalente a la aniquilación de la política). Es evidente aquí que se cruzan dos de las dimensiones que procuramos distinguir: el populismo como la lógica que interviene en la producción del sujeto político (el pueblo) y las características del orden político constituido. Esta tensión reaparecerá en los debates posteriores.
El populismo a debate en el posmarxismo latinoamericano
Desde la aparición de “Hacia una teoría del populismo” diversas voces provenientes, fundamentalmente, de perspectivas marxistas salieron al cruce de la concepción de Laclau.55 Luego de relegar en la agenda académica al populismo por la preocupación por la transición a la democracia, la obra de Laclau fue referencia ineludible pero no objeto de estudio y controversia.56 Sin embargo, la aparición de La razón populista como acontecimiento teórico y la consolidación de procesos tildados como populistas en Venezuela, Argentina, Bolivia y Ecuador instauraron nuevas condiciones para el debate teórico y político. En este contexto una cantidad significativa de investigadores latinoamericanos en el campo de la teoría política -algunos formados en la Escuela de Essex-57 han trabajado sobre la obra de Ernesto Laclau y específicamente su teoría del populismo.58
Sebastián Barros ha sido uno de los autores que ha problematizado la teoría de Laclau; en varias ocasiones, se ha basado en la ayuda teórica de Jacques Rancière. Barros59 reconoce las ventajas teóricas de una noción formal de populismo pero se hace dos interrogantes clave. Primero, si no existe una inflación en el concepto de populismo, que lo ubica como un sinónimo de la política (como vimos, es uno de los usos de populismo). Esto podría indicar, a juicio de Barros, que existe una formalidad primera (dada por la categoría de hegemonía) y una segunda instancia (con la misma lógica) que sería la del populismo, cuya característica reside en la interpelación a “los de abajo”. Lo anterior lleva al segundo interrogante: la pregunta por el estatus de “los de abajo” (underdogs). La tesis de Barros es que, en tanto la lógica del populismo trabaja con “los de abajo”, entonces hay cierta especificidad en la articulación de demandas que escapa a la pura formalidad.60 Aunque indeterminado históricamente, el populismo tiene un difuso contenido “necesario” referido a esos “de abajo” que ha teorizado Rancière.61
Barros propone teorizar el populismo como “una forma particular de articulación hegemónica en la cual lo que se estudia es la inclusión radical de una heterogeneidad social respecto del espacio común de representación que supone toda práctica hegemónica”,62 y para ello requiere indagar los modos en que se produce una diferencia como insatisfecha al interior de una comunidad y los modos de articulación e inclusión de estas posicionalidades. El populismo trabajaría, entonces, un espectro de eso excluido que encuentra un espacio de representación en el discurso populista y, por lo tanto, una forma de existencia portadora de un cuestionamiento a la comunidad (o a lo que de común tiene la comunidad). La noción de heterogeneidad adquirirá un estatus relevante para pensar los modos en que esos sin-parte que ingresan en la escena política63 ponen de manifiesto la doble constitución del pueblo como parte y todo.64 Alejandro Groppo65 también ha reparado en la potencia de eso heterogéneo al orden que como lo sublime en Kant tiene una capacidad de dislocación y se ubica al mismo tiempo dentro y fuera del orden simbólico. El populismo, a juicio de Groppo, incorpora esta dimensión. Tanto Barros como Groppo se centran en interpretar los efectos de esta inclusión para la que, a su criterio, debería reservarse la palabra populismo. Javier Balsa también hace hincapié en esta dimensión de “inclusión radical” del populismo, pero su aporte se centra en sociologizar la noción mediante la otorgación de un contenido a la noción de pueblo de inspiración gramsciana: “las tradiciones populares pasadas por el filtro del buen sentido”.66 Esto significaría sacar a la teoría de su formalidad y, en cierto sentido, del terreno posfundacional, pero brinda claves para la investigación empírica sobre los sujetos sociales.
Benjamín Arditi, por su parte, ha desarrollado parte de su obra en diálogo con y contra Laclau.67 En lo que nos ocupa, en una extensa reseña de La razón populista, Arditi68 repara en la triple sinonimia de populismo, hegemonía y política y, además, lanza un conjunto de observaciones agudas. Al igual que Sebastián Barros69 y Gerardo Aboy Carlés,70 señala el escaso desarrollo de la noción de plebs desde una perspectiva rancièriana y propone rescatar el populismo a partir de tres modalidades “con respecto de la política democrática moderna: como un modo de representación, como un síntoma, y como un reverso”.71 Arditi objeta, además, el tratamiento de la figura del líder que hace la teoría al diluirlo en un significante (un nombre pero que además es el nombre de alguien). Asimismo, otro de los puntos problemáticos se origina a juicio de Arditi en el tratamiento del proceso de articulación de demandas y la producción de un discurso estable (y una subjetividad popular) que no se desarrolla e invisibiliza otros modos de acción política emancipatoria.72
Francisco Panizza73 ha desarrollado una agenda sobre la relación del populismo con la democracia en gran medida a partir de los trabajos de Laclau. El autor propone atender cuatro dimensiones involucradas en la teoría del populismo: la retórica, la forma de representación, la política y lo normativo. En tanto la dimensión retórica es insoslayable, el autor, de origen uruguayo, propone referir a “intervenciones populistas” por parte de estrategias de ciertos líderes que pueden ser articuladas en diferentes momentos antes que buscar actores o regímenes definidos como populistas. La retórica populista, como intervención, está involucrada en el intento de representar al pueblo (versus un enemigo/adversario) y, como tal, parte de la política, mientras que la relación entre populismo y democracia no puede establecerse a priori y dependerá de cada contexto. Sin embargo, Panizza hace el intento (como a su modo Barros) de incluir la normatividad en el esquema formal de Laclau. El populismo no sería, entonces, la articulación de cualquier demanda sino aquella que tematiza “la equidad” como siendo violada ya sea en su dimensión política (hay parte no representada) o su dimensión socioeconómica (hay parte que no recibe su parte) activando así la función redentora del populismo.74
dos tipos de populistas o, al menos, dos tipos de apelación populista: uno es antisistémico, de mayorías, polarizado y basado en la lógica de los antagonismos, desprovistos de cualquier tipo de mediación institucional o valorativa. El otro es una mezcla de políticas pragmáticas y redentoras que, mientras denuncia las fallas del orden democrático y las limitaciones de las instituciones para definir el verdadero significado de la democracia, refuerza el pluralismo democrático dando voz a los excluidos y creando, en el proceso, un demos más inclusivo.75
Gerardo Aboy Carlés, de un modo similar a Benjamín Arditi, ha enfocado su diálogo con Laclau a partir de discutir la noción de hegemonía. Al igual que Barros, sus contribuciones provienen de poner en práctica el andamiaje teórico para el estudio de procesos políticos (en su caso las identidades políticas radicales y peronistas en Argentina76). En un trabajo de 2005,77 Aboy Carlés recupera los argumentos de Laclau contra la crítica de Carlos Vilas78 y define al populismo como “un mecanismo específico de gestión de la tensión entre la afirmación de la propia identidad diferencial y la pretensión de una representación hegemónica de la sociedad”.79 Así, el populismo expresa esa tensión entre ser un espacio de construcción hegemónica con potencial democrático y devenir de hegemonismo como expresión de un cierre excluyente en torno a un pueblo particular (cuando la plebs pretende ser populus y niega la existencia legítima de otras partes de la comunidad).80 El populismo sería, entonces, un modo específico de trabajar esta tensión entre lo particular de una identidad política y su contenido universal (o su devenir hegemónico). Esta tensión entre una dimensión de ruptura y una fundacional es una de las causas de la relación compleja (aunque no contradictoria) entre populismo y democracia (o populismo e instituciones).81 La dimensión de reinstitución del populismo se soslaya, para Aboy Carlés, en favor del acento por la dimensión rupturista del populismo en la teoría de Laclau. Es evidente que Laclau no ignora la dimensión de reconstrucción del orden por parte del populismo pero, a juicio de Aboy Carlés, lo concibe como el modo de realización de la plebs en el populus de manera tal que lo vuelve “peligrosamente autoritario”.82 Si como plantea el autor, el populismo es una forma inestable de negociación entre una plebs (que no siempre es la misma) y el populus, las consecuencias sobre la democracia serían contingentes.83 Javier Balsa,84 de algún modo al contrario de Aboy Carlés, le objeta a Laclau cierta pérdida de radicalidad en el intento de transformar la plebs en populus. Para Balsa, si hay una pérdida de la frontera antagónica (un intento de incluir al antagonista), entonces la construcción de un pueblo se vuelve imposible y con ello se pierde potencial de radicalidad en las transformaciones sociales. Lo que se juega en el debate son dos consecuencias de la teoría para la política. La mayor intensidad de la frontera interna del antagonismo es funcional a una política más radical en tanto mantiene la diferencia interna sin espacio de reconciliación. La búsqueda del devenir populus implica una forma de representación de la totalidad funcional a mayor pluralismo. Las fronteras, por supuesto, son históricas e inestables.
En textos más recientes, Aboy Carlés profundiza esta distinción y reconoce que no toda identidad tiene una pretensión hegemónica y propone distinguir entre identidades totales, identidades parciales e identidades con pretensión hegemónica de acuerdo con el modo de procesar la relación entre la parte y el todo de la comunidad.85 En este proceso de pensar la construcción de una identidad a partir de la articulación equivalencial de demandas (o agentes) adquiere centralidad no sólo la expansión de la cadena de equivalencias sino la intensidad de estas equiparaciones y su contenido.86 En esta sintonía, autores como Daniel de Mendonça87 también pone reparos en la concepción de la articulación de demandas presentes en una sociedad como precondición del populismo. Para el autor brasileño, es posible pensar la lógica populista también desde arriba hacia abajo a partir de la intervención del líder.
Algunas conclusiones y una agenda abierta
Los trabajos que hemos revisado parten de una consideración crítica de los análisis de Laclau (crítica, claro, en el concepto preciso del término en la tradición filosófica inaugurada por Kant) aún compartiendo algunos compromisos constituyentes del paradigma posfundacional, posmarxista o posestructuralista. Las intervenciones que hemos revisado trabajan (a veces implícita y otras explícitamente) en los tres campos que hemos identificado: la producción del orden social (lo político), las formas de la política y la constitución de las identidades colectivas. Es así que una crítica constituida, en un lugar común, es la necesidad de evitar caer en la tentación sinonímica de equiparar política, populismo y hegemonía (Barros, Arditi, Aboy Carlés). Como los autores han mostrado hay sobradas razones para establecer distinciones entre estos términos que operan de manera diferente ya sea que se trate de abordar la constitución del orden, las estrategias (o los modos de hacer) política o los modos de producir identidades.
El populismo, como un modo de inclusión radical que pone en cuestión los límites de la comunidad, ha sido una clave interpretativa recurrente a la vez que obliga a poner atención en el contenido de las articulaciones. Esto tiene dos efectos, por un lado propone la salida del formalismo en que Laclau sitúa su teoría proveyendo un contenido (aunque variable) propio del populismo: “los de abajo”, “las tradiciones populares”, “los excluidos” o “los sin parte”. Por lo tanto no cualquier articulación de demandas en torno a un significante vacío que establezca una frontera en la sociedad podrá ser llamada populismo sino una variante particular de la lógica política que podemos definir como hegemónica. Por otro lado, lo anterior nos lleva a la necesidad de pensar en ese orden intervenido por la lógica populista que invoca la otra dimensión del populismo, que Aboy Carlés llama, fundacionalismo o regeneracionismo88 (un modo de cierre luego del momento de lo político), es decir, la nueva institución de ese orden. Nótese que hablamos de instituciones, por lo tanto es absurdo acusar al populismo de antiinstitucionalismo, en todo caso nos queda por evaluar histórica y empíricamente la legitimidad y funcionamiento de las instituciones cristalizadas como sutura de la irrupción populista tanto como aquellas que efectivamente el populismo cuestiona y amenaza. Es preciso notar que son dos los problemas que se cruzan, la construcción de un régimen político y la producción de identidades colectivas, pero ambas comparten que el resultado del populismo realmente existente es de carácter histórico, no hay nada en el populismo que conduzca necesariamente a regímenes o identidades democráticas, ni nada que las condene al autoritarismo en ambos planos.
La lógica de la articulación de demandas debe ser complejizada. Aceptar las demandas como unidades mínimas de análisis es perder un gran potencial en el estudio de los procesos políticos. Precisamente estas demandas (que al ser articuladas se transforman por los efectos indexales y experienciales que abre el discurso) son portadoras de historicidad y producto de procesos de producción de subjetividades en el que intervienen diferentes dispositivos de subjetivación (de producción del deseo/demanda). En este sentido, creemos, apunta Aboy Carlés al identificar la necesidad de estudiar la intensidad de las demandas (o del daño), que además es necesario estudiar el modo en que las demandas se articulan más allá de un esquema equivalencial que ofrece una imagen de todas las demandas en igualdad de posiciones en el discurso. Más que una cadena en que los eslabones tienen un mismo estatus (excepto el que es universalizado) es preciso pensar en cómo se conforma ese racimo caleidoscópico e inestable de demandas. En consecuencia, al esquema laclauniano de demandas que se equiparan horizontalmente y una de ellas se vacía parcialmente es preciso agregarle al menos otros dos esquemas complementarios. El primero, como expone Daniel de Mendonça, cuando la demanda se construye a partir de la provisión del discurso por parte del populismo que ofrece un marco de sentido capaz de significar una situación de subalternidad como injusta y seno de una demanda. Nótese que aquí la demanda no existe como tal previamente a la intervención del discurso populista que la configura (pero no la inventa) en tanto la significa a partir de una lógica de derechos o de justicia social. El segundo modo se corresponde con una forma especular de constitución. A la manera del Estadio del espejo en Lacan, la construcción de una identidad no requeriría de una relación equivalencial entre las demandas sino que podría ser el resultado del reconocimiento a través de la representación ofrecida por el discurso populista (identificación imaginaria). Este segundo esquema acepta que puedan existir demandas ya arrojadas en el espacio público pero que su articulación puede no responder a la universalización de una de ellas sino a la irrupción del espejo que permite el reconocimiento de las partes como una totalidad, es decir, un proceso de identificación y producción de una subjetividad colectiva.
Así como es preciso profundizar la teoría de las demandas y la subjetividad en la teoría del populismo, también la cuestión del líder y su discurso requiere expansión. Como bien han reparado Arditi, Aibar y Balsa, se trata de pensar los modos en que un discurso produce interpelación y los procedimientos afectivos en que un significante se inviste. Esto también enfrenta a la teoría de Laclau con los modos liberal-racionalistas de entender la política reivindicando un espacio para las pasiones, el amor y la identificación. Para la teoría liberal es difícil procesar y comprender que en sociedades desiguales en las cuales sectores dominantes ejercen el poder, este modo colectivo de ser (el afecto, la identidad, la pasión) implica para los sectores subalternos un modo de construcción de poder-potencia capaz de ser puesto al servicio de la liberación (en un sentido dusseliano e, incluso, arendtiano).
En muchos estudios (fuera del campo posfundacional) la referencia a Laclau proviene de teorizar el “discurso populista”. Existe un frecuente equívoco que es interpretar esto como una reducción a una especie de lenguaje populista. Al respecto, el esfuerzo de Laclau por establecer el estatus de su categoría de discurso parece haber sido inversamente proporcional a su éxito. Quizá el mismo autor haya contribuido a esta confusión ya que sus ejemplos de populismo se basan, muchas veces, en una noción de discurso-textual y sus incursiones por la retórica profundizaron esta línea.
Además, es preciso decirlo, la gran mayoría de las investigaciones “en perspectiva laclausiana” han construido corpus textuales (frecuentemente los discursos de los líderes “populistas”). Con esto, por un lado, se ha dejado de lado la idea de discurso como articulación de elementos (demandas o tradiciones populares) que por supuesto tienen materialidad en palabras, íconos, símbolos, gestos pero que no se agotan allí. Por otro lado, se ha desatendido otra dimensión consustancial en lo discursivo: el lugar de las condiciones de recepción (o reconocimiento) del discurso populista. Sin esta inclusión, la articulación queda subteorizada en su faz horizontal o subsumida a una estrategia del líder. Este reparo había sido realizado por Emilio de Ipola en 197989 ante la primera teoría del populismo de Laclau y sigue vigente. El problema es tal que desde diferentes perspectivas se vislumbran las condiciones que hacen posible los efectos de la seducción populista.90 En el caso de la teoría de Laclau, el asunto se deriva originalmente de la célebre noción de interpelación de Althusser y las condiciones para que el llamado sea respondido. Ahora bien, las condiciones de recepción del discurso, es evidente, son otras, son discursos sedimentados pero que no tienen necesariamente una forma articulada. En La razón populista será el psicoanálisis el que brinde pistas para pensar la cuestión a partir de la noción de afecto e investidura afectiva.91 La relación entre discurso, subjetividad y cultura queda entonces a la vez delineada e insuficientemente abordada.
Las soluciones de Barros de teorizar la noción de underdogs con la ayuda de categorías de Rancière implica no sólo sacar la teoría de Laclau de su formalismo sino también inscribir algún tipo de fundamento ya que el autor francés basa la emergencia del desacuerdo en el supuesto de igualdad-libertad (que constituye un fundamento). A su modo, Panizza también incluye un populismo que tramita la equidad a partir de una intervención y, por lo tanto, puede distinguirse el buen populismo del malo.92 Por su parte, la solución de Balsa de restituir el anclaje sociológico a “pueblo” reinstituye un contenido de lo popular (de inspiración gramsciana) que es independiente de su articulación en el discurso populista. En un registro similar podemos leer la crítica de Enrique Dussel93 a Laclau a partir de definir como pueblo a la comunidad de víctimas a las que el sistema les niega la vida. Es decir, no cualquiera puede denunciar una situación como demanda sino sólo aquellos que objetivamente están en una situación de negatividad -digamos (mal), “objetiva”- respecto al sistema. Paradójicamente, la posición de Laclau es más rica en términos metodológicos (un aspecto, como varios autores han señalado, muy descuidado en su obra) ya que permite explicar no sólo la producción del pueblo “plebeyo” o estudiar la formación de sujetos de las clases subalternas o populares (en el sentido dusseliano) sino también comprender la formación de otros sujetos políticos con orientaciones ideológicas conservadoras o reaccionarias.
El debate sobre los alcances de la categoría de populismo y sobre la relación de líderes o procesos populistas con la democracia es, saludablemente, interminable. Éstos no son solamente teóricos y académicos sino que se insertan en una disputa eminentemente política ya que implican concepciones normativas sobre la democracia y la justicia. No se trata, entonces, de seguir lamentando una polisemia sino de asumir las condiciones actuales del debate en términos teóricos, epistemológicos y normativos. Este artículo es una apuesta a ello.