Introducción
Permítaseme comenzar este texto con la licencia de presentar dos citas que muestran una forma posible de entender la relación de la teoría de la hegemonía con la democracia y el pluralismo. La primera vincula a la hegemonía con la teología política y la segunda le reclama una postura ética: “La teología política, al menos la del tipo representado por Schmitt y Laclau, es lo que equivocadamente se asumía que era El príncipe de Maquiavelo: la justificación de la dictadura” (Arato 2015: 50); “…la teoría de la hegemonía de Laclau necesita incorporar una dimensión ética de infinita responsabilidad hacia el otro, pues de lo contrario corre el riesgo de caer en la arbitrariedad del decisionismo absoluto” (Critchley 2008: 148).
Como puede leerse, tanto desde posturas sumamente críticas como la de Arato hasta comentarios críticos muy amigables como el de Critchley, la teoría de la hegemonía de Laclau ha sido y es cuestionada por una sospecha. La sospecha de que una teoría que originalmente postulaba el pluralismo de una democracia radical (europea) habría terminado celebrando el autoritarismo populista (latinoamericano). O, lo que es lo mismo, la sospecha de estar frente a una teoría que mientras celebraba el pluralismo democrático escondía el potencial peligro de la imposición del Uno. Por su parte, un sonriente Laclau contestaría con una triple sinonimia: “las condiciones de la democracia, las condiciones de la hegemonía y las condiciones de la política son básicamente las mismas” (Laclau 2014: 105). Para él, elegir una ontología marcada por la hegemonía significa optar por la democracia y la politización ad-infinitum de las relaciones sociales.
En este artículo, sin salirme de la lógica propia de la teoría de la hegemonía, tal como entiendo la plantea Laclau, discutiré la idea de polarización y el lugar del pluralismo en su interior.1 Para ello retomaré dos comentarios polémicos realizados a la luz de la crítica de la teoría populista de la hegemonía de Laclau. Me interesa retomarlos porque creo que apuntan a una controversia que puede ayudar a esclarecer varios aspectos que aparecen en la lectura de esta teoría de la política. Uno es una versión del texto escrito por Emilio de Ípola en el marco del International Workshop: Psychoanalysis, Rhetoric and Politics organizado por el propio Laclau en Buenos Aires en el año 2009 y publicado posteriormente en una colección de ensayos en homenaje a Juan Carlos Portantiero. El otro es un texto publicado en 2014 en el que Julián Melo y Gerardo Aboy Carlés reconstruyen pacientemente el desarrollo teórico de Laclau luego de su fallecimiento.
Con ese objetivo en mente, comenzaré discutiendo el vínculo entre pluralismo y polarización en la teoría de la hegemonía, su relación con la lógica equivalencial, con la noción de significante tendencialmente vacío y con la heterogeneidad. Para terminar, argumentaré que es necesario, si es que creemos que esta teoría de inspiración gramsciana tiene algo para aportar al análisis político, cambiar la mirada binaria que ella introduce a la lógica de la política y prestar atención a la relación diversa y variable entre las diferencias que dicha lógica supone.
Del pluralismo a la polarización
La elección de los textos de De Ípola (2009) y de Melo y Aboy Carlés (2014) se justifica porque son trabajos que no se limitan a la exégesis ya que, además de la presentación de los contenidos de la teoría puesta en cuestión, tensionan la propia lógica de la teoría mientras la interrogan críticamente. No es ese el caso de Arato y Critchley, quienes leen el argumento de Laclau desde una teoría normativa y desde una demanda de eticidad que apuesta, legítimamente desde ya, a plantear preguntas que no están en el centro de las preocupaciones del autor.
La tarea exegética en estos textos está marcada por el señalamiento de un trayecto en la obra de Laclau que iría desde Hegemonía y estrategia socialista(1985) hasta La razón populista(2005). Melo y Aboy Carlés describen a los trabajos publicados entre estos dos libros como “obras de transición” en el interior de una trayectoria marcada por “la reducción de lo múltiple a la unidad” (Melo y Aboy Carlés 2014: 408-409). Ellos encuentran que Laclau deja de pensar paulatinamente las identidades como procesos híbridos de construcción de un “nosotros” para, a través de la centralidad que adquiere la figura del significante vacío, llegar a “la imagen de un desnivel en un campo político común” que supondría un ordenamiento vertical de los espacios políticos encabezado por una diferencia “que representa, desdibuja y acaba por socavar a sus pares” (Melo y Aboy Carlés 2014: 409). Por su parte, De Ípola señala la diferencia entre la democracia radical, objetivo de la obra escrita con Mouffe, y la progresiva anulación de los contenidos democráticos en La razón populista. Dicha anulación terminaría con “las formas y contenidos democráticos en aras de un autoritarismo unipersonal en el que sólo rige la voluntad del líder” (De Ípola 2009: 220). Ambas lecturas son entonces consistentes en señalar que, desde su óptica, la obra de Laclau va perdiendo a lo largo del tiempo la valoración positiva de la pluralidad y el respeto por la diferencia, ganando terreno, por el contrario, una tendencia unificadora que se iría extendiendo bajo la sombra amenazante del Uno.
Efectivamente, la lógica de la hegemonía en su raíz gramsciana se sostiene por una reducción de la pluralidad y tiende a la estabilización de un campo político partido por una brecha que enfrenta a dos campos más o menos claramente divididos. En cierto sentido, y sin pretender agotar una discusión que necesitaría de otro artículo, no debería sorprender que, pensar la lógica política como la extensión de solidaridades entre particularidades que lo más relevante que tienen en común es la negación de su otredad, lleve a una reducción de la cuenta de las diferencias.
El análisis de Gramsci sobre la cuestión meridional en Italia es paradigmático de este proceso. Según él, la clase trabajadora, con el fin de liderar un proceso revolucionario, necesitaba del apoyo de las masas más pobres del sur del país, y para lograrlo, debía incorporar la cuestión en su programa de acción política. La solución propuesta por Gramsci comprendía la articulación política entre el campesinado y el proletariado bajo la dirección de este último. El logro de dicha articulación debía comenzar por la emergencia de procesos hegemónicos moleculares como el que describe en el momento de tratar la formación de la asociación Joven Cerdeña, un movimiento autonomista formado en 1919 por antiguos combatientes de la Primera Guerra Mundial. La asamblea que debía constituir la asociación se celebró en el norteño Turín y había sido convocada por los sureños sardos que vivían en el Piamonte. Esa asamblea, relata Gramsci, tuvo una “imponente” cantidad de participantes, mayoritariamente “gente pobre, gente de pueblo sin calificación particular, peones, jubilados, ex carabineros, ex guardacárceles, ex funcionarios de aduana que ejercían una multitud de pequeños negocios”. Es decir, una pluralidad de demandas aglutinadas por “la idea de reencontrarse entre coterráneos, de escuchar hablar sobre su tierra, a la que continuaban ligados por innumerables lazos de parentesco, de amistad, de recuerdos, de sufrimientos, de esperanzas” (Gramsci 1977: 310) . La asamblea comenzó con un discurso inflamado, cuenta Gramsci, “aderezado con todas las cursilerías de la oratoria regionalista” que hizo llorar a los presentes por los recuerdos de los dolores pasados y por la sangre derramada en la guerra. Sin embargo, la unidad “de los hijos generosos de Cerdeña”, sigue el relato, se vio dislocada por la presentación de un “contrainforme” por parte de los ocho comunistas que participaban de la asamblea que culminaba con una “conclusión revolucionaria” en la que se invitaba a los “pobres diablos sardos” a unirse contra los señores de Cerdeña:
Se hizo penetrar esta alternativa en la cabeza de los asistentes. El voto por división fue un éxito formidable: por un lado un grupito de señores elegantes, de funcionarios con sombreros de copa, de profesionales lívidos de rabia y de miedo, apoyados por unos cuarenta policías, y por el otro la multitud de pobres diablos y de mujercitas endomingadas rodeando la minúscula célula comunista (Gramsci 1977: 310).
Esta anécdota es uno de los “procesos moleculares” que afectarían a toda articulación política, en este caso, a partir de la traza de una línea divisoria, dentro de la comunidad, entre dos polos antagónicos. En el relato, quienes participaban de la reunión pasan de ser el bloque unido de todos “los hijos generosos de Cerdeña”, a dos grupos antagónicos de “señores elegantes” enfrentados por una “multitud de pobres diablos”. El carácter diferencial de cada uno de los elementos en el interior de los dos grupos se debilita por su identificación con alguno de los polos.
En el argumento de Laclau la reducción de la pluralidad a la singularidad está marcada por este tipo de tendencia a la polarización de la dinámica política. Si bien la máxima expresión de esa polarización se da en las formas de articulación populistas, dado que para Laclau el populismo es un rasgo potencialmente presente en todo discurso político, puede afirmarse que hay una tendencia a la polarización en toda práctica hegemónica. Esta tendencial polarización en el interior de la teoría de la hegemonía tiene su sustento, por un lado, en el análisis de las experiencias políticas del siglo XX con las que Laclau ilustra sus argumentos. Laclau, de hecho, constata que experiencias tan disímiles en términos ideológicos como el maoísmo, el nazismo o el fascismo se hermanan en la partición del campo de la representación comunitaria en dos polos antagónicos: el polo del poder y el polo del no-poder (Laclau 1978).
Pero, por otro lado, la polarización también entra en escena en términos lógico-teóricos. El presupuesto de que aquello que hace a una serie de demandas equivalentes entre sí es la negatividad de una exterioridad constitutiva, lleva a una tendencia a la simplificación del campo de la representación. La idea de huelga general frente al zarismo en Luxembourg, y la necesidad de abandonar el propio interés corporativo por parte del proletariado italiano en Gramsci, fueron los presupuestos teóricos que dispararon el interés lógico en Hegemonía y estrategia socialista. Si el argumento marxista que postulaba la simplificación del campo entre dos clases enfrentadas no había sido finalmente provocado por el desarrollo del capitalismo, podía de todas formas conseguirse a través de una guerra de posiciones.2 Laclau sumaría a este esquema una valoración de la contingencia de las relaciones sociales, la falta de un fundamento necesario y la imposibilidad de una sociedad reconciliada consigo misma.3 Pero la premisa marxista de la potencial polarización de la vida social entre dos campos antagónicos, sigue presente.
Parece entonces importante precisar que la deriva populista no supone necesariamente un viraje del pluralismo a la imposición autoritaria del Uno, aunque sí implica una simplificación bipolar del campo político a partir de la intensidad que supone la relación equivalencial4 en el interior de los dos polos. En otras palabras, la existencia de una pluralidad de diferencias articuladas hegemónicamente puede tender a la polarización de la vida comunitaria, pero esto no necesariamente implica la reducción de su multiplicidad. La distinción entre polarización y reducción de la multiplicidad es relevante porque tematiza el lugar del pluralismo en la teoría de la hegemonía, más allá de la valoración normativa que podamos tener sobre ese lugar que no debería ser vinculado sin más a la conformación de una unidad totalitaria. La polarización a la que tiende la lógica hegemónica tiene como condición de posibilidad el pluralismo: si no hay diferencias plurales no habría nada que unificar y dado que el cierre unificador nunca es completo siempre perdurarán las diferencias. Y esto vale para ambos polos del antagonismo.
De la polarización a la equivalencia
Ahora bien, en el interior de los polos antagónicos a los que tiende la forma hegemónica de la política, se va a producir un juego entre las lógicas de la diferencia y la equivalencia que, de acuerdo con la teoría, terminará dando forma y carácter al lazo social. Como señalamos líneas arriba, la unidad de cada polo depende de una exclusión que les da sentido y los constituye como tales. Por lo tanto, la común exclusión de una alteridad otorga unidad a la pluralidad de diferencias que habita cada polo y las hace equivalentes entre sí en relación a eso excluido.5 Como lo anotan Melo y Aboy Carlés: “Es precisamente la comunidad en la exclusión lo que está en la base de la expansión de las solidaridades políticas” (2014: 407). A medida que la equivalencia gana en extensión, más diferencias son incluidas en la práctica articulatoria.
La idea de inversión afectiva que Laclau adosará a la identificación agrega intensidad a la extensión de una cadena articulatoria. Intensidad que tiende a concentrarse en un objeto singular. Sin embargo, ¿hace esto que necesariamente una fuerte intensidad equivalencial lleve a una reducción de las diferencias? Aboy Carlés (2010: 22) compartiría una respuesta afirmativa. De hecho señala este problema y plantea que esta intensidad es la que recrea las condiciones para la búsqueda de cierta homogeneidad de las diferencias. Este argumento volverá a aparecer en el texto con Melo cuando hacen referencia a la noción de hegemonía como una “cruda reducción a un esquema binario, capaz de describir la extensión de cualquier solidaridad social” (Melo y Aboy Carlés 2014: 407). En otras palabras, la equivalencia, esa lógica que muestra la unidad de un campo de representación con base en la extensión de su común oposición a una alteridad, pasa a ser “una forma de sobredeterminación, de anudar a los distintos componentes bajo la fuerza de Uno” (407).
En el texto de Emilio de Ípola aparece la misma idea pero expresada en términos de una “alteración del equilibrio” entre la lógica de la equivalencia y de la diferencia. Para él, las dos lógicas parecen poder coexistir siempre que exista algún tipo de mesura o proporción entre ellas. Lo que provoca el desequilibrio en el argumento de De Ípola no es otra cosa que el incremento de la intensidad y la crudeza en el de Melo y Aboy Carlés: “implica la constitución plena de la cadena de equivalencias a través de la emergencia (inducida) de una identidad popular” (De Ípola 2009: 204). La modalidad de esa plenitud será la figura del líder. “La travesía de la lógica equivalencial se completa así con la emergencia del functor que, en tanto individuo, encarna al ‘Líder’” (De Ípola 2009: 205). De este modo, aparece claramente en las lecturas de los dos textos la referencia a una relación equivalencial entre diferencias que debería ser menos intensa, en tanto ella hace del populismo una práctica articulatoria que tiende a la reducción de la pluralidad.6
Así como en la sección anterior concluía con la necesidad de tener en cuenta que debe distinguirse entre reducción de la multiplicidad y polarización, en el caso de las relaciones equivalenciales en el interior de los polos antagónicos, la conclusión puede seguir el mismo argumento lógico. A medida que la equivalencia gana en extensión, más diferencias son incluidas en la práctica articulatoria. A más equivalencia, más diferencias articuladas. Las entidades siguen, sin embargo, siendo diferencias. Que sean intensamente equivalentes no termina con su diferencialidad. La lógica de la diferencia perdura siempre como reverso de la intensidad equivalencial.
Podríamos preguntarnos en este momento si diferencialidad y pluralismo son lo mismo, o si implican ideas emparentadas. El privilegio de la lógica equivalencial se sostiene en la existencia de diferencias, ¿no es éste un registro de lo plural? Durante el estalinismo existían diferencias regionales en el interior de la Unión Soviética que tenían relevancia política, sin embargo, resultaría difícil aceptar al estalinismo como un discurso pluralista.7 El problema es que para no hacerlo se necesita de un registro distinto al de las lógicas que plantea la teoría de la hegemonía. Para poder argumentar que el estalinismo no es un discurso pluralista, debemos contrastarlo normativamente con otros discursos en los cuales la existencia de las diferencias estará vinculada al reconocimiento y al respeto de su calidad de diferencias que pueden tener injerencia definitoria en los asuntos de la comunidad. Nada de eso se encontrará en las lógicas de la diferencia y la equivalencia que no dejan subsistir otro vínculo entre las diferencias que “el frío interés, el cruel pago al contado” que las amarra entre sí y las subordina a la diferencia hegemónicamente consagrada.
No cabe duda de que, en la teoría del populismo de Laclau, el pluralismo está en una relación tensa con un punto alrededor del cual parece girar toda la práctica articulatoria en cuestión. En una práctica hegemónica existe una pluralidad de diferencias cuya relación mutua se define en una tensión que puede tener un grado de intensidad y extensión particular. Hay una dinámica en la relación entre esa pluralidad de diferencias gobernada por las tensiones mutuas a las que toda práctica articulatoria las somete. El carácter de esa dinámica es donde me interesaría poner el foco de atención.
Primero, quizás vale la pena precisar que las lógicas de la diferencia y de la equivalencia no explican procesos, ni sugieren contenidos normativos para evaluar axiológicamente procesos articulatorios. Ellas son simplemente una constatación ex post facto del tipo de lógica que puede prevalecer en una práctica articulatoria. Prestar atención a la tensión que se produce en el interior de dichas prácticas es más interesante porque allí se jugará la instancia que definirá el tipo de unidad que adquirirá el lazo social.
El tipo de unidad, producto de la articulación, es el resultado de la dinámica que adquiere el espacio en el que se gestiona el ajuste entre la sobredeterminación hegemónica que tiende a reducir a la unidad, y el juego plural de las diferencias. Hay que mirar las formas de representación de esa tensión, como señalaré más adelante.
La forma de representación específica del populismo reside en el ejercicio del poder, como lo explica De Ípola (2009: 214), pero no en tanto poder en manos de un liderazgo omnipotente, sino más bien en el modo de gestionar esa tensión entre las diferencias en el interior de una práctica articulatoria. Poder es, precisamente, la capacidad de gestionar la dinámica que se genera en el juego entre las diferencias que comparten un espacio de representación. Las lógicas de la equivalencia y la diferencia no sirven más que para corroborar que existen solidaridades entre diferencias y que ellas adquieren una determinada forma en términos lógicos. Mirar la dinámica que se produce en la gestión de la tensión entre diferencias es más interesante, porque allí encontraremos distintos modos (plurales) de hacerlo, dándole mayor precisión al análisis.
De la equivalencia al significante vacío
La desparticularización y la consiguiente ampliación de espacios solidarios que supone la relación de equivalencia, se conjugan en la noción de significante vacío. En palabras de Laclau: “Es solo privilegiando la dimensión de equivalencia hasta el punto en que su carácter diferencial es enteramente anulado —es decir, vaciándose de su dimensión diferencial— que el sistema puede significarse a sí mismo como una totalidad” (1996: 39).
Es decir, el significante vacío hace referencia a una entidad que puede desprenderse de su diferencialidad para representar algo que en definitiva le es inconmensurable: otras diferencias que siempre tendrán un resto de contenido particular. De no tenerlo, ya no necesitarían ser representadas porque su relación con el momento hegemónico sería una relación de identidad.
La unidad que el significante vacío otorga a la cadena equivalencial puede tener diversos contenidos ya que no hay nada que garantice que el contenido sea uno u otro. Pero, al mismo tiempo, Laclau va más lejos y se pregunta “si no existe algo en el vínculo equivalencial que ya preanuncia aspectos claves de la función del liderazgo” (Laclau 2005: 129), en tanto “la lógica de la equivalencia conduce a la singularidad y ésta a la identificación de la unidad del grupo con el nombre del líder” (130). Observamos, entonces, que el argumento sobre el vaciamiento tendencial de ciertos significantes termina en un horizonte en el que emerge la figura del nombre que encarnará la representación de lo múltiple. El liderazgo es, para Laclau, ese lugar estructural en el que potencialmente se puede condensar en su mínima expresión —el Uno— la representación de la multiplicidad de diferencias.
Respecto a este punto también hay coincidencia en las críticas. Para los tres autores la noción de significante vacío implica una tendencia a “la reducción de lo múltiple a la unidad”. No sólo eso, la noción de significante vacío se deslizaría “hacia la imagen de un desnivel en un campo político común”, hacia la aparición de una diferencia que “representa, desdibuja y acaba por socavar a sus pares” (Melo y Aboy Carlés 2014: 409). Pero De Ípola argumentará de manera ligeramente distinta, aducirá que “la autonomía y la capacidad de decisión de estos últimos [los representados] se ve cercada por límites infranqueables, puesto que, en lo que hemos llamado el ‘pacto de origen’ de todo populismo, el primado pertenece, en último término, a la voluntad del líder” (De Ípola 2009: 209).
La crítica se hace más intensa, valga la redundancia, cuando repasan la introducción por parte de Laclau de una teoría del afecto en la que la extensión equivalencial que dispara el significante vacío se fortalece por la intensidad afectiva. Con ello, según estas críticas, el pluralismo original de esas diferencias autónomas y capaces de decisión llegaría a su fin. Como lo anotan Melo y Aboy Carlés: “el énfasis democrático desplaza los contenidos republicanos pluralistas que eran propios del Laclau de los 80” (2014: 423). Para De Ípola esta reducción estará vinculada al “mesianismo gramsciano”, en el cual encuentra un “sesgo proclive a una visión unificadora y su dificultad para coexistir con la concepción renovada de la política como un campo común de consensos y disensos, como un ámbito de pluralismo conflictivo” (De Ípola 2009: 201). En esta crítica, a primera vista parece haber un desliz esencialista. Si se continúa el argumento podría decirse que contempla la posibilidad de que pueda existir una representación política que no socave la pretendida autonomía y capacidad de decisión de esas diferencias que se articulan entre sí. La idea de que puede existir una representación que no desdibuje la diferencia, parece estar detrás de este desequilibrio en la relación entre representante y representado, cuestión que la noción de articulación descarta de plano en la teoría de la hegemonía.
Sin embargo, el problema no es una disputa entre esencialismo y anti esencialismo, sino que es, una vez más, una disputa normativa. La teoría de la hegemonía plantea que pueden o no existir contenidos pluralistas conflictivos en una cadena articulatoria, y que puede o no producirse una salida jacobina o mesiánica en una determinada coyuntura política. Pero simultáneamente planteará la no necesariedad de esas posibilidades expresadas en un tono condenatorio en las críticas revisadas:
La teoría del afecto vendrá a ocupar, en los últimos desarrollos laclausianos, no el lugar de la amalgama horizontal del lazo político solidario sino la proyección horizontal de un lazo vertical de identificación con el líder como representación de una comunidad definida negativamente, esto es, de una comunidad en la exclusión (Melo y Aboy Carlés 2014: 423).
Que pueda producirse una amalgama horizontal, o bien la proyección de un lazo vertical, no se desprende de los contenidos de la propia teoría sino de las coyunturas políticas que analice. No hay en la teoría de la hegemonía, y no la hubo en los años ochenta, una pretensión normativa de horizontalidad o verticalidad del lazo social. Lo que hay es la necesidad de identificar las condiciones discursivas para la emergencia de acciones políticas dirigidas a la lucha en contra de la desigualdad y al desafío de las relaciones de subordinación (Laclau y Mouffe 1985: 153). La lucha supone un reclamo normativo por la igualdad y la emancipación, no así la teoría que simplemente ofrecía la posibilidad de identificar las condiciones discursivas para su potencial éxito. Una cosa es el tipo de análisis que la teoría habilita y otra distinta pueden ser las pretensiones normativas que eso pueda o no sostener.
Del significante vacío a la heterogeneidad
Quisiera ahora plantear la posibilidad de mirar hacia otra dirección respecto a la noción de significante vacío. En tanto la plenitud comunitaria y la plenitud de la diferencia son irrepresentables porque siempre están sometidas a las tensiones respecto de una exterioridad con la que se articulan, el vaciamiento tendencial permite la representación siempre parcial de una totalidad. Laclau explica entonces que, dada esta parcialidad, la noción de significante vacío señala la existencia de “un punto, dentro del sistema de significación que es constitutivamente irrepresentable” (Laclau 2005: 136). Un “punto irrepresentable dentro del sistema de significación” no es otra cosa que una heterogeneidad.
Para Laclau, lo heterogéneo adquiere un rol central en la conceptualización del populismo y puede rastrearse en tres niveles.8 Un primer nivel dado por la frontera antagónica que constituye una cadena de equivalencia. Es decir, que existe una heterogeneidad entre la cadena y algo externo a ella que al mismo tiempo niega su plenitud y es condición de su existencia. Llamaré, a este nivel, el nivel de la exterioridad constitutiva. Un segundo nivel de heterogeneidad que reside en el resto de particularidad persistente entre las propias diferencias articuladas en una cadena equivalencial determinada. Este sería el nivel de la diferencia. Un tercer nivel que supondría una heterogeneidad radical integrada por elementos que no son diferencias en tanto no comparten un espacio de representación simbólica. El nivel de la no-diferencia.
Existe otro nivel de heterogeneidad que no está claramente identificado y que es aquel entre las diferencias articuladas y el momento hegemónico articulante de una cadena de equivalencias. Por ejemplo, puede pensarse en una cadena equivalencial vinculada a la idea de republicanismo en donde confluyan distintas demandas sobre el respeto a la institucionalidad vigente, a la educación en las normas de la república de una ciudadanía comprometida con la vida pública, etc. Sería evidente, en este ejemplo, que existe un grado de heterogeneidad entre los elementos que constituyen esa cadena equivalencial del “republicanismo” y el momento articulador del discurso de la república. Existirá heterogeneidad entre las diferencias articuladas en la hipotética cadena “republicanismo” y los contenidos del discurso específico “de la república” que hegemónicamente las aglutina. Este nivel, central para el análisis de cualquier identificación, es el nivel de la heterogeneidad en el momento equivalencial. El discurso de la república los agrupa, pero la república será algo distinto para cada elemento agrupado. El caso histórico que desveló muchas de las inquietudes teóricas sobre el populismo, el peronismo, articulaba toda una serie de diferencias para las que el peronismo significaba algo distinto. Es más, nunca hubo un Uno peronista desde el momento en que esos significados no eran unívocos, no disparaban las mismas lógicas políticas y eran constantemente refutados. El carácter que adquieren los significantes que hegemonizan los populismos en América Latina nunca es Uno sino que es tan plural como tantas diferencias lo articulan. Lo mismo sucederá con los liderazgos populistas. Podremos normativamente criticar el espacio que dejan para la expresión de la diferencia, pero no podremos argumentar que las diferencias articuladas dejan de serlo. El argumento contrario es aquel que ve en las masas populistas seres que mecánicamente repiten lo que el liderazgo emite, obliterando su propio carácter diferencial.
En este nivel de heterogeneidad se juega la instancia que define el tipo de unidad que adquirirá una articulación política. En él se juega la relación entre diferencias articuladas y momento articulante y se constituye como el espacio en el que se gestionará el ajuste entre la sobredeterminación hegemónica y el juego plural de las diferencias. Hay que mirar a las formas de representación posibles en esa dinámica y repensar si ellas se agotan estrictamente en la equivalencia y la diferencia. Si esto es así, podemos afirmar que nuestro objetivo como analistas, tiene que ser la precisión del modo en que se gestiona la dinámica que se produce entre las diferencias en una práctica articulatoria. En cada uno de esos niveles de lo heterogéneo que precisábamos antes, se darán dinámicas diferentes.
Por ejemplo, en el nivel de las formas de lidiar con una heterogeneidad radical que se desplaza hacia la participación legítima en el demos (el tercer nivel de la no-diferencia que mencionábamos antes) las formas de gestionar las tensiones que esa novedad implica pueden tener formas disímiles. Pueden imaginarse algunas posibilidades. Una de ellas es que, para la democracia liberal, no puede existir una heterogeneidad radical. Todos los elementos presentes en un espacio de representación están hipotéticamente incluidos, por lo que no puede haber un punto irrepresentable dentro del conjunto.9 Llegado el caso, el hecho de que un elemento no sea considerado como una diferencia articulable es una anormalidad más o menos coyuntural que se puede ir remediando con los mecanismos institucionales adecuados. Dichos mecanismos, además de transformar a esa diferencia en una diferencia articulable, deben ser capaces de evitar que, cuando ella irrumpa, pueda pretender imponer su idea de la vida buena. Otra posibilidad es el caso del pluralismo republicano, para el cual lo radicalmente heterogéneo debe ser formado en su carácter autónomo, capacitado en su poder de decisión y educado en los valores de la república, para recién ahí poder ser parte legítima del demos.10 En los populismos latinoamericanos, la heterogeneidad radical se desplaza al campo de la representación simbólica, con los efectos que supone una parte (la plebs) que se presenta como el todo (el populus), una diferencia que pretende encarnar la representación plena de la vida comunitaria. Distinto es el caso de los populismos europeos, que incorporan nuevas diferencias al mismo tiempo que desplazan otras hacia fuera del campo de representación simbólica, las expulsan del campo de la representación, “heterogeneizan” ciertos elementos que hasta ese momento aparecían como diferencias articulables. No pasan, por esto, a funcionar como una exterioridad constitutiva, ni como una diferencia más entre otras, sino que son expulsados (literalmente) del espacio de representación (Barros 2017).
El nivel de la heterogeneidad como exterioridad constitutiva también puede tener una serie de posibilidades distintas, entre las cuales se encuentran la simple diferenciación de dicha exterioridad, como sería el caso de dos poblaciones vecinas pero que se vinculan de manera estable y pacífica; o la diferencia en tanto antagonismo en el sentido laclauniano más fuerte; o una diferencia agónica en la que prima una lógica adversarial que evita el desencadenamiento del antagonismo; o la posibilidad de la secesión de la vida comunitaria en partes que no logran negociar su diferencialidad y por eso se dividen; o la eliminación física violenta o la expulsión son otras manera posibles de enfrentar la heterogeneidad; o la asimilación de esa exterioridad; o la combinación en el tiempo de más de una de estas lógicas, etcétera.
De la heterogeneidad a la emergencia de diferencias
Como al pasar, en una nota a pie de página a la que él mismo intenta restarle importancia al presentarla como una cuestión de sentido común, De Ípola hace una pregunta que es importante: “¿de dónde o de quién parten las demandas?” (De Ípola 2009: 202, nota 9). Para Laclau, la respuesta sería bastante straightforward: las demandas, en tanto unidades básicas de análisis, tienen un carácter crítico dado por una falta. Es decir, que el registro de la insatisfacción es fundamental para entender y analizar la emergencia de esas unidades. Sin embargo, en el momento de pensar en uno de los niveles de heterogeneidad que detallábamos en la sección anterior, el de una heterogeneidad radical al espacio simbólico, queda por explicar en la teoría de la hegemonía cuál es el tipo de desplazamiento que se produce en ese espacio y cuáles pueden ser los efectos de la transformación que supone que algo que no tenía registro simbólico pase a ser sopesado como una insatisfacción.
La respuesta ofrecida por De Ípola tampoco es satisfactoria. Para él la aparición de las demandas que articula un discurso populista se debe a “la emergencia (inducida) de una identidad popular” (De Ípola 2009: 204). La idea de inducción no está tratada en el texto, pero con base en lo que ya dijimos puede asumirse que ella está vinculada con el problema de la relación entre representante y representado, con la intensidad de la equivalencia y la noción de significante vacío. En definitiva, la reducción a la unidad que supone la figura del líder cercena “la autonomía y la capacidad de decisión” de los representados (De Ípola 2009: 209). El liderazgo, en la lectura que hace De Ípola, impide la existencia de sujetos populares autónomos y cierra la posibilidad de elección en tanto capacidad de decisión. Lo interesante de su postura, pero también lo problemático, es que un problema formal —la idea de que el vínculo equivalencial preanuncia aspectos claves del liderazgo— es transformado en un problema normativo en el que se pone en juego la adscripción de autonomía y la capacidad de decisión de un sujeto que debería poder elegir su propia idea de la vida buena.
En el caso de Melo y Aboy Carlés, la emergencia de demandas no está tematizada, ya que su mirada va dirigida a la forma en que la unificación hegemónica de un campo determina la relación entre diferencias. Ese momento de lo heterogéneo queda de lado en su análisis, por dos razones. Una es que, para ellos, la teoría del populismo de Laclau tiene un sesgo determinista, pues dicha unificación lleva a la confrontación paratáctica de dos polos antagónicos cuyas características están preestablecidas. Tanto el lugar del “campo desafiante” —reducido a la noción de pueblo y homologado al pobre, al underdog— como el lugar del poder —también reducido al Uno—. La segunda razón es que el sentido de la emergencia de demandas no tendría mucha relevancia en tanto ellas serán siempre absorbidas por alguno de esos dos campos excluyentes. Para Melo y Aboy Carlés, ese momento de dislocación de la representación puede existir en una teoría de la república pluralista, en la cual las demandas pueden aparecer parcialmente y ser progresivamente incorporadas al demos, pero perdería relevancia en el populismo de Laclau en tanto la imposición del Uno populista hace que el espacio político se dicotomice y que sus extremos atraigan las identificaciones disponibles hacia ellos. Esta mirada es importante en el momento de analizar cómo un régimen se ve a sí mismo y cómo esa visión estructura sus pretensiones de representación, pero también corre el riesgo de dejar fuera las tensiones que genera la heterogeneidad que existe entre la unidad de lo representado y la parte que lo representa. Mirar hacia esa tensión es condición para precisar el problema de la polarización y el pluralismo.
Las modalidades en las que emergen las demandas no han sido una preocupación en la teoría de la hegemonía ni en sus desarrollos posteriores. En general, la emergencia de la diferencia ha sido soslayada por la existencia de la demanda como tal, ya que esta aparece como si siempre estuviera constituida como diferencia. Tampoco ha sido objeto de estudio detenido en las derivas populistas de la teoría. En general, como ya se dijo, la diferencia es pensada como un contenido particular que responde a una dislocación estructural y cuyo anverso es una promesa de plenitud que habilitaría su potencial articulación política con otras diferencias. Nada se dice de los efectos que puede tener esa emergencia sobre las formas de representación o las posibilidades articulatorias. En otro lugar hemos tratado de precisar que el carácter de la demanda -si representa a la dislocación como un daño o simplemente como una falta, por ejemplo- lleva a diferentes posibilidades articulatorias (Barros 2016). En el caso de los populismos latinoamericanos, las diferencias fueron demandas que hasta ese momento no eran consideradas como pasibles de articulación política en tanto no se las tomaba como diferencias que tuviesen algo que decir sobre la vida comunitaria (Azzolini 2016). Su emergencia en nombre del daño que eso supuso y su pretensión de ser consideradas como diferencias capaces de la subjetividad moral de la que presume la política moderna, llevó a que su contenido no sólo se planteara en términos de poder hablar y ser escuchadas como seres de palabra, sino que se presentaran también como sujetos que pretendían gobernar la comunidad (Barros, 2017).
De la emergencia de demandas a la tensión entre diferencias
La discusión de estas dos críticas a la teoría de la hegemonía nos permite dilucidar el riesgo que implica la repetición mecánica de la teoría sin prestar atención a la forma que adquiere la dinámica de la relación entre diferencias en los distintos niveles de heterogeneidad que identificábamos antes.
En el nivel de la exterioridad constitutiva se argumentó que no toda exterioridad constitutiva es gestionada en términos antagónicos de amigo-enemigo. Como bien marcan Melo y Aboy Carlés, no es lo mismo decir que A es no-B que decir que A es la negación radical de B (Melo y Aboy Carlés 2014: 406, n. 17). La relación entre la forma que adquiere el sistema de significación y aquello que impide su plenitud, puede tener el carácter de una simple relación de diferenciación amigable o agonismo adversarial, puede proponer la división de la comunidad en partes, mantener la pretensión de eliminar físicamente la exterioridad, de expulsarla del campo de representación o convencerla de las ventajas de la asimilación, etcétera.
En el nivel de la diferencia, la heterogeneidad irreductible que implica la existencia de diferencias que comparten un mismo espacio de representación también puede tener innumerables formas. Los casos de diferencias en el interior de gobiernos de coalición pueden tener cierta especificidad distinta a la que tuvo, por ejemplo, la relación entre diferencias en el interior del peronismo en la Argentina de los años setenta. Este mismo proceso tuvo otra particularidad en este nivel durante las transiciones a la democracia, si pensamos en las relaciones entre los partidos políticos que, por un lado, debían vigilar los pasos que las dictaduras daban al abandonar el poder y, por el otro, los movimientos de los demás partidos en las negociaciones de la transición.
En el nivel de la no-diferencia, la manera de gestionar la tensión que supone la emergencia de nuevas demandas, que hasta el momento de su irrupción no contaban como una voz legítima pasible de ser articulada hegemónicamente, también está abierta a distintas posibilidades articulatorias. Anteriormente mencionamos los casos de los populismos latinoamericanos en los que lo heterogéneo se desplaza al campo de la representación simbólica, expandiendo los límites del demos. Los populismos europeos parecen encarnar la avenida opuesta: desplazan diferencias hacia fuera del campo de representación simbólica, “heterogeneizan” ciertos elementos que hasta ese momento aparecían como diferencias articulables a través de muros, campos de refugiados, deportaciones masivas, etc. En estos casos, los límites del demos se restringen antes que expandirse. La democracia liberal implica presupuestos muy diferentes. En ella se presupone que una heterogeneidad radical no existe, y que si de hecho puede haber una diferencia que no ocupe el lugar de tal, es una anormalidad coyuntural que se puede ir remediando con mecanismos institucionales adecuados. Por último, el pluralismo republicano asume que la heterogeneidad radical debe ser formada en su carácter autónomo, capacitada y educada en los valores de la república, para recién poder ser parte legítima del demos. No todos son, ni pueden ser, parte legítima, pero es legítimo que aspiren a serlo y por lo tanto el régimen debe hacer lugar a esa posibilidad.
En el nivel del momento equivalencial y el vaciamiento tendencial, la forma en que se gestiona la relación entre el discurso hegemónico y los elementos articulados por él, también puede tener un carácter variado. La hegemonía puede tener distintos modos de ajuste de la dinámica política que supone la gestión de la diferencia. Si lo ponemos en estos términos, podemos reconocer que quizás sea más productivo poner la mirada en la manera de entender la relación horizontal entre una serie de diferencias que se presumen iguales y la brecha vertical que introduce el momento político del ascendiente necesario, para lograr el gobierno de dicha serie. Si en el momento de analizar una teoría política enfatizamos exclusivamente la reducción a la singularidad o nos dejamos llevar por la celebración ingenua del pluralismo, perderemos precisión sobre las formas posibles que se encuentran entre esos dos extremos. En relación con este último nivel, quizás sea más interesante plantear la pregunta en los términos que lo hace Loraux cuando pregunta a Clastres sobre la naturaleza del Uno: “¿Cómo pensar al mismo tiempo el reparto igualitario y el reconocimiento de una división?” (Loraux 2007: 253). Este sería el interrogante a plantear frente a la heterogeneidad que puede encontrarse entre el momento equivalencial y los elementos que articula. Una división tensa entre ese Uno y las otras diferencias que son sus equivalentes aunque en un lugar de subordinación.11
Conclusión tentativa: la tensión entre diferencias
La sospecha de que la teoría de la hegemonía de raíz gramsciana conduce a una reducción del pluralismo e implica la verticalización autoritaria del lazo político, tiene entonces dos facetas. Una que es normativa, y que creemos no permite distinguir entre el tipo de análisis que la teoría habilita y las pretensiones político-prácticas que conlleva. Otra que es lógica, y apunta a la tendencia intrínseca de la teoría a la polarización de las formas de entender la política. Recorrer los puntos centrales de estas sospechas en dos críticas que pacientemente reconstruyen los argumentos teóricos de Laclau, nos llevó a precisar que el problema está en la binarización a la que tiende, y que es sin duda más atractivo mirar hacia la dinámica que adquiere la relación entre diferencias en una articulación política. Nuestro recorrido nos llevó a privilegiar el foco de atención sobre la tensión que supone la relación entre diferencias. Mirar desde ese punto de vista tendría dos consecuencias para los análisis desde la teoría de la hegemonía.
En primer lugar, podemos concluir que se podría tomar a la lógica del vaciamiento no solamente como una lógica de reducción a la singularidad sino como la representación de algo irreductible. Es decir, la política puede ser pensada a través del vaciamiento tendencial del punto alrededor del cual se articulará un orden, porque siempre permanece un resto diferencial en los elementos que lo componen. Allí, en ese resto irreductible, se encontrarían las razones de la contingencia de un orden y, por lo tanto, la posibilidad de su transformación si una evaluación normativa sobre su horizontalidad o verticalidad lo amerita.
En segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior, nuestra mirada debería apuntar al análisis de los niveles en que esa heterogeneidad irreductible se relaciona con otras de formas distintas y múltiples. Los niveles de heterogeneidad entre diferencias pueden ser pensados como una escala que viene a remediar los problemas que conlleva la idea de “grado de intensidad” de la equivalencia. Una escala que iría desde un momento de no-diferencia o heterogeneidad radical, hasta el momento de la exterioridad constitutiva antagónica. De allí que las distintas formas que puede tener la relación entre diferencias debería alejarnos del binarismo equivalencia-diferencia y, por lo tanto, de la tendencia intrínseca de la teoría a la polarización. Esto debería llevarnos a imaginar las distintas posibilidades que se abren al hacer explotar ese binarismo. Ya no valdrá la pena ir por el mundo buscando equivalencias y diferencias sino explorando la diversidad de formas que puede alcanzar la relación entre diferencias plurales.