Introducción
La preocupación por el pentecostalismo en América Latina comienza primeramente por Chile y luego por Brasil. En el caso de Chile encontramos unas primeras referencias especialmente llamativas con las predicaciones al aire libre, donde grupos de hombres y mujeres iban por las calles, carreteras y caminos para incentivar a los oyentes a “venir a Cristo” (Frosdhham 1926). En este escenario fue caracterizada como la religión de los más pobres (Browning 1930; Clark 1956), apreciación que no solo emitieron observadores protestantes extranjeros, sino también sacerdotes católicos chilenos, el padre Alberto Hurtado (Hurtado, 1941) o el arzobispo de Santiago José María Caro (1942). Luego, previo al Concilio Vaticano II comenzará un intenso periodo de discusión sobre el pentecostalismo en Chile por distintos sacerdotes católicos (Muñoz 1956; Damboriena 1957; Poblete 1960; Rosier 1960; Veloso 1960; Piñera, 1961; Vergara 1955 y 1962). Durante la década de 1960 ubicamos importantes investigaciones. Una primera gran investigación es histórico-comparativa entre el protestantismo chileno y el peruano, fue realizada por el investigador holandés J. B. A. Kessler (1967), donde se aborda parcialmente el pentecostalismo chileno. Emilio Willems (1967) seguirá el estudio antropológico del pentecostalismo luego, con una comparación entre Chile y Brasil.
Sin embargo, el trabajo más relevante de este decenio fue el de un sociólogo suizo, que marcará por tres décadas las investigaciones sobre pentecostalismo en América Latina, específicamente el Cono Sur, y nos referimos Christian Lalive d’Epinay, quien estudia el pentecostalismo chileno entre 1965 y 1966, libro que publica en francés, inglés, español y portugués, es el conocido Refugio de las masas. Estudio sociológico del protestantismo chileno(1968). El impacto de la obra fue inmediato. Opacó a otros autores como Willems y Kessler, porque sus publicaciones se hicieron en inglés y alemán. La obra de D’Epinay impactó en la sociología brasileña (Camargo 1968; Muniz 1969; Labarca 1968), no obstante, los estudios en Brasil continuarán durante la década de 1970 (Montero 1999; Mariano 2008). En Chile y Argentina, dadas las crueldades de las dictaduras militares, la persecución de los sociólogos y los actos bibliocáusticos, las investigaciones sobre pentecostalismo se suspenderán, por lo menos, por casi dos décadas (Mansilla 2012; Mansilla 2014; Orellana et al. 2018). En Chile, las escasas investigaciones se realizan, durante la década de 1980, en el ámbito de la antropología (Guerrero 1994; Tudela 1993). De este modo, la influencia de D’Epinay se extenderá hasta la década de 1990. En cuanto a la sociología, seguirá con la misma tónica (Palma 1988; Canales et al. 1991). La amplia difusión del texto de D’Epinay se debió a dos elementos relevantes: a) el patrocinio que recibió del Consejo Mundial de Iglesias (CMI), lo que permitió difundir su obra entre los investigadores sobre el protestantismo; b) recibió el apoyo de las Iglesias protestantes y pentecostales del Cono Sur (Chile, Brasil y Argentina), muchos pastores y teólogos recibieron el libro del autor, suerte que no corrieron los otros investigadores, al quedar relegados entre los especialistas. De hecho, el libro menos conocido es el de Kessler, porque quedó limitado al idioma inglés. Aunque no es una investigación teórica, no obstante, su trabajo histórico es sobre protestantismo y pentecostalismo chileno y peruano relevante.
La obra de D’Epinay está enmarcada en el funcionalismo estructural durkheimiano-marxista y está complementado con Weber, con sus ideas de una ética modernizadora y secularizadora aplicada al pentecostalismo. Se trata de investigaciones que resaltan la visión del pastor por sobre la de los laicos; queda subsumida en lo masculino la visión femenina; se considera solo la visión adulta y no la de los jóvenes; se aprecia una visión romántica de la cultura rural resaltada en lo tradicional. Se trata de “un funcionalismo ortodoxo en el que los miembros de la sociedad no figuran como agentes experimentados, creadores y capaces de controlar reflexivamente sus conductas” (Giddens 1993: 161), sino sujetos pasivos: imaginario que también encontramos en la obra de Bastian en relación con el pentecostalismo (1994; 1997). En Bastian el protestantismo es revolucionario mientras que el pentecostalismo es reaccionario. Para el caso de la obra de D’Epinay, se trata de una concepción epistemológica, propia de la época de experiencias históricas como la segunda posguerra mundial, la Guerra Fría, la Revolución cubana, y en la búsqueda de dos bloques económicos-políticos que dividen el mundo entre amigos y enemigos. En esta búsqueda de aliados y/o países para subyugarlos, América Latina y el Caribe experimentaron ese proceso político-económico-cultural. Eso influyó en la concepción teórica, al concebir al sujeto como aquel determinado por fuerzas externas e internas: en las primeras están las sociales (económicas, políticas y culturales), que el sujeto no puede controlar; y en las internas, el sujeto está controlado por sus instintos y sus pasiones (Mansilla 2008; Mansilla y Muñoz 2017; Mansilla et al. 2016). En este sentido, el pentecostalismo es concebido como religión tradicional y popular, los creyentes están controlados por las emociones y determinados por las condiciones sociales o económicas que rigen la conducta humana. Los sujetos descritos, y que son parte de la religión popular, son como niños antes de su conversión, gobernados por sus instintos, ahora por sus emociones; antes por el grupo de amigos, ahora por el pastor. En consecuencia, el pentecostalismo es instrumento político ya sea del socialismo, de las dictaduras o del imperialismo norteamericano. Son concebidos como criaturas endebles y con incapacidades cognitivas limitadas. Aunque su torpeza no es innata, sino que no disponen de los recursos educacionales ni económicos para enfrentar y resistir las estructuras. Por consiguiente, se convierten al pentecostalismo para fortalecerse a través de los recursos simbólicos y comunitarios, y desde ahí enfrentan los vicios, la miseria y la violencia, pero ahora son víctimas y presas del pentecostalismo porque son engañados y enajenados y, por consiguiente, engañan y enajenan a otros débiles, especialmente pobres, indígenas y campesinos pobres urbanos (Mansilla et al. 2018). Esta concepción ontológica y epistemológica está presente en las investigaciones sobre el pentecostalismo entre la década de 1970 y 1980 (Radovich 1983; Robr 1997; Van Kessel 1980); se enfatiza el pentecostalismo como una secta etnocida y propia de la teoría de la sospecha, en cuanto instrumentos de las dictaduras o del imperialismo norteamericano.
Obviamente, D’Epinay responde a una época epistémico-teórica, pero luego los investigadores reproducirán sus conceptos de “refugio”, “huelga social”, “secta”, “pastor cacique” o “pastor patrón”. Las metáforas aplicadas y explicadas por D’Epinay se constituyeron en mitos sociológicos, incluso fueron continuados por otros investigadores europeos en su análisis sobre el pentecostalismo latinoamericano (Martin 1991; Bastian 1994). No obstante, sociólogos y antropólogos que estudiarán el pentecostalismo en América Latina paulatinamente comenzarán a ser influidos por otras lecturas y las investigaciones comenzarán a despegar y aparecerán nuevas investigaciones. En términos generales, podemos sintetizar las teorías sobre el pentecostalismo en América Latina en cuatro modelos teóricos, y algunos, como la religión popular, vienen en franco estancamiento como teorías, porque no hacen nuevos aportes y de alguna manera conllevan a lo que Clifford Geertz había descrito como una crisis de la antropología de la religión. La causa de esta crisis se debe a que constantemente se recurre a los clásicos de siempre y no se busca en autores de otras ciencias complementarias, como la literatura, la historia o la teología, nuevas propuestas teóricas (Geertz 1994: 87). Porque las reproducciones teóricas vuelven estériles y recursivas a las investigaciones, lo que conlleva a una crisis de los estudios sociales de las religiones. Esta crisis puede ser coextendida a la sociología y antropología del pentecostalismo y, lo que es peor, una crisis así genera también esterilidad y desincentiva las investigaciones referidas a los estudios de las religiones.
Nuestro objetivo en este trabajo es hacer una revisión de las principales teorías de las ciencias sociales aplicadas al pentecostalismo latinoamericano, seleccionando a los autores y autoras más reconocidos de México, Ecuador, Chile, Argentina y Brasil. En términos generales, las teorías aplicadas al pentecostalismo latinoamericano se pueden sintetizar en cuatro presupuestos: religión popular, teoría de la comunicación, movimiento social, y de las emociones.
Teoría de la religión popular
Al pentecostalismo se le concibe como religión popular en relación con el catolicismo y con el protestantismo. El análisis del pentecostalismo desde la religión popular viene desde la década de 1960 (D’Epinay 1968; Tennekes 1985; Galilea 1991; Bastian 1994, 1997; Rosta y Droogers 1995; Rondón 2007; Samandú 1991; Fortuny y Loret 1998). Se describe como la religión de las clases populares, caracterizada por la creencia en sanaciones sobrenaturales, por importancia asignada a los sueños y a las voces premonitorias, por la existencia de poderes sobrenaturales malignos; ofrece solución para todos los problemas de la vida cotidiana y transformación de los patrones de conducta, ideas, valores y actitudes imperantes en el medio social como: el machismo exacerbado y el alcoholismo (D’Epinay 1968; Tennekes 1985). Existen distintas explicaciones del porqué el pentecostalismo es una religión popular: por una primacía de la emoción por sobre la razón y el predicador de la palabra es un personaje popular como los zapateros y panaderos (D’Epinay 1968; Galilea 1991; Orellana 2006). Tanto Durkheim como Weber sostuvieron el carácter realista y materialista de la práctica religiosa, entendiendo que su finalidad no está depositada puramente en el más allá, sino también en solventar problemas del más acá. Entienden que la resolución de los problemas no tiene que ver tanto o solo con el encuentro de la solución, sino una respuesta de sentido. Esto es, encontrarle sentido a la enfermedad, al dolor y a la pérdida. Encontrarle significado al hambre, al desempleo y a la falta de vivienda o habitación. Tal como lo destacara Geertz, la importancia de la religión no es relevante, en tanto resuelve problemas, sino en cuanto les asigna sentido (Geertz 2005).
En otra dimensión la religión popular se vincula con la máxima expresión cultural de la pobreza (Canales et al. 1991; Bastian 1994); mientras que el protestantismo sería la religión de la clase media. Realizar estas clasificaciones adquiere un carácter, no solo reduccionista, sino también clasista. Es posible darle valor al concepto de cultura de la pobreza desarrollado por Oscar Lewis en el contexto de la miseria y la pobreza en una sociedad destacada por su tránsito de una sociedad rural a otra urbana, pero generalizar la pobreza como una cultura, es una absoluta reducción, pues implica simplificar tres conceptos tan amplios, diversos e irreductibles como cultura, pobreza y pentecostalismo.
Hans Tennekes, teniendo claro que existe diferenciación al interior de una misma religión, agrega que la religiosidad popular “se caracteriza por una concepción monista de Dios y de las demás entidades sobrenaturales, y por una utilización mágica de los mismos para obtener fines empíricos” (Tennekes 1985: 78). Como toda religión o todo grupo mantiene una relación normativa e instrumental con la(s) divinidad(es) con las cuales vincula a sus feligreses. Uno y otro énfasis dependen de las condiciones de vida que le impelen a acercarse de una u otra forma. Es decir, esa magificación de lo divino o ese carácter manipulador de lo sagrado no son inherentes a la religión popular. Aunque su carácter manipulador sea el más visible. De igual modo, el carácter monista de Dios no significa que no adquieran centralidad otras divinidades. En el caso del pentecostalismo, Dios pareciera estar ausente, la presencia de Jesús es circunstancial, en cambio, la presencia del Espíritu Santo es fundamental. De igual modo, la presencia del diablo en el culto y en la cotidianidad de un pentecostal es fundamental. El culto pentecostal se trata de una ritualidad cúltico-festiva más centrada en limitar el poder del mal que en atraer el bien. Invocar la sanidad de un enfermo no implica solo evocar a Jesús, sino conminar al diablo a irse del cuerpo. La invocación es un proceso inacabado, en cuanto la conminación hay que hacerla permanentemente. De igual modo, no solo se apela al nombre de Jesús, sino a sus símbolos: la sangre de Jesús, la Cruz de Cristo, la muerte de Jesús, el sufrimiento de Jesús, a la pobreza de Jesús, etc. Se apela a aquella dimensión de lo divino que se vincula con el dolor, el sufrimiento y el sacrificio humano.
La religión es una construcción social, cultural e históricamente situada. En efecto, se trata de un discurso situado y dinámico, que es y puede ser alterado circunstancialmente, como el dolor o la alegría, la prosperidad o la miseria, o bien en tiempos de miedo o bienestar. Estos cambios son más factibles de observar en las denominaciones o en algún templo centenario que incluso ha sido pastoreado por una familia pastoral (abuelo, padre y nieto). Es posible observar no solo la diferencia discursiva de ellos frente a determinadas temáticas, como por ejemplo la pobreza, la miseria, la sexualidad o la familia, sino también el cambio que se genera a través de las décadas en que dirige el mismo pastor. Hoy por hoy, en la era de la globalización, los cambios son más rápidos, por tanto, la religión, el liderazgo, las instituciones y los creyentes se vuelven más flexibles, dinámicos y plásticos en sus creencias.
En consecuencia, las investigaciones que conciben el pentecostalismo como religión popular se hicieron en el contexto de la modernización y permitieron definir al pentecostalismo en un momento en que no existía como objeto de estudio para la sociología ni la antropología chilena y latinoamericana. El pentecostalismo fue descubierto por los científicos sociales europeos y, en ese contexto, representaba la tradición, el pasado, el cristianismo folklorizados, mientras el catolicismo era la religión oficial y el protestantismo la religión modernizada y moderna. Son los investigadores europeos quienes descubren al sujeto pentecostal; epistemológicamente es un sujeto pasivo y constreñido por las estructuras sociales y políticas. Un sujeto determinado que, dada su conciencia de la invariabilidad de las condiciones sociales, entonces recreaba una dimensión simbólica, en donde las dinámicas, los cambios y las revoluciones son posibles. Frente a una concepción invariable de lo social era difícil ver lo social, cuando fenómenos como la pobreza y la miseria estaban presentes en la vida y en la memoria familiar desde siempre. Por ello, los cambios, las transformaciones y las revoluciones solo eran posibles en la dimensión simbólica y de ahí a lo individual y, en efecto, lo social.
Por ello, las investigaciones describen un sujeto emocional, encantado y encantador, mágico y magificador. Un sujeto fatalista en lo social pero esperanzado desde lo espiritual. Un sujeto que escucha el llamado divino a través de la naturaleza o recursos oníricos y abandona todo, incluso hasta su familia, para anunciar que Cristo salva, sana, bautiza y viene. Es la concepción clásica de un individuo pentecostal, un símil de un peregrino puritano de Buyán, un peregrino pentecostal, alguien que viaja solo, abandonando su familia, su pasado y sus tradiciones. Esta visión del individuo tiene una doble dimensión. En primer lugar, los pentecostales enfatizaron un individuo pesimista, desencantado de la sociedad, de su familia, de sus tradiciones, de su pasado y de sí mismo. Por lo tanto, la conversión era asumida como un peregrinaje, una negación y una lucha contra toda la tradición y la cultura. Por otro lado, la antropología y la sociología evidenciaron una afinidad electiva con ese individualismo desencantado del mundo, destacando a un individuo aislado, sin rostro y sin familia.
Las tres grandes diferenciaciones que propone la teoría de la religión popular son:
1. Religión oficial-religión popular: esta visión tiene implicancia socioeconómica, verticalista y jerarquizada, en términos de que existe una oficialización religiosa centralizada y legítima detentora de dicha religión, perteneciente a los sectores altos y medios. Frente a otra religiosidad de sectores pobres, excluidos y marginales que reconstruyen y adaptan esta religiosidad oficializada, en conjunto con otros valores psicosociales y socioculturales propios. Una concepción así no puede ser aplicada a todo el pentecostalismo, ya que hoy por hoy es también una religión transversal, aunque su representación figurativa sea igual a un triángulo (que tiene como base una población mayoritariamente pobre), en tanto podemos encontrar muy pocos grupos pentecostales en los sectores altos, y más en los sectores medios. Lo que importa es que ya no se puede definir como una religión fundamentalmente de los pobres, porque, si bien en el pasado los pentecostales se autodefinían como religión de clases, hoy ya no es así aunque sigan siendo los pobres los que más se conviertan. Hoy por hoy también hay que considerar al neopentecostalismo que ha afectado al pentecostalismo clásico, por consiguiente, la religión como recurso de movilidad social se vuelve más factible. La religión no es solo consuelo frente a la miseria, sino también esperanza de movilidad social. De igual modo el neopentecostalismo ha desplazado el diezmo y la ofrenda como don de cooperación y reciprocidad a bienes de inversión espiritual y social: “invertir en el reino espiritual para cosechar en el espacio social”. Ante el desencanto del trabajo como recurso de movilidad social, la inversión mágica se vuelve plausible.
2. Razón-emoción: cuando se define al pentecostalismo como una religión que realza la emoción como característica central, se lo hace principalmente como debilidad, como vacío y ausencia de racionalidad. Aunque esto no es característica exclusiva de estas investigaciones, ya que, desde la misma modernidad, y en particular desde el protestantismo, las emociones fueran vistas como una dimensión débil y frágil del ser humano, por tanto, no solo deben ser controladas, sino también circunscritas al mundo privado. Como destaca David Le Breton, la emoción es vista como una falta de autodominio y experiencias de una sensibilidad exacerbada; un fracaso de la voluntad, una impotencia del autocontrol, una imperfección lamentable en la adopción del camino recto propio de una existencia razonable, es un trastorno de la expresión de las conductas (Le Breton 1999). La emoción sí es un elemento central de la religión pentecostal y por lo mismo en sus ritualidades, pero no como debilidad, sino como otra dimensión humana (Corten 1996; Cesar y Shaull 1999). De hecho, la centralidad de la emoción se evidenciaba en los ritos de catarsis y éxtasis, lo que hacía atractiva y eficiente la religión pentecostal frente a las crisis sociales.
3. Moderno-tradicional: la religiosidad tradicional es vista como lo primitivo (Tennekes 1985: 80) lo mágico, mítico, supersticioso, animista y de esencialismo religioso (D’Epinay 1968: 68). Pese a que investigaciones anteriores ya habían destacado que el pensamiento mítico no es una característica evolutiva del pensamiento humano, como de lo primitivo a lo moderno o de la religiosidad a la religión (Cassirer 2003), sino que los mismos conceptos de primitivo y tradicional son construcciones modernas. Como destaca Giddens, la tradición es en sí misma una construcción moderna (Giddens 2000); por consiguiente, en estos estudios se utiliza el concepto de religiosidad asociado a lo tradicional, identificado con lo dogmático, con lo ignorante y lo atrasado, y por ello el pentecostalismo sería religiosidad y no religión.
Eran momentos en que la naciente sociología en América Latina estaba ansiosa de que los resabios tradicionales desaparecieran o disminuyera en su grado máximo. Una de estas manifestaciones era la religión llamada popular y, particularmente, el pentecostalismo. La religión popular era concebida como un elemento sobreviviente del mundo tradicional en ocaso, destinado a desaparecer junto con él, es decir, una especie de arcaísmo que tarde o temprano terminaría por autodisolverse. También era vista como un recurso adaptativo generado por el mismo proceso de transición a la modernidad y destinado a morigerar las arritmias de un proceso de cambio necesariamente acelerado. En este contexto, la religiosidad popular era vista como una prolongación del mundo rural en la ciudad, en el sentido de una proyección y compensación del mundo tradicional que muere y se abandona, pero, pese a todo, ha sido traído a la ciudad por la población migrante (Morande 1987: 154).
4. Campo-ciudad: obviamente las tres dimensiones anteriores —religión oficial-religión popular; razón y emoción; y modernidad y tradición— se relacionan en un contexto del fuerte proceso de migración campo-ciudad dado en casi toda la región desde la década de 1930 hasta 1980. Periodo en que no solo crece el mundo pentecostal, sino la población migrante y flotante viene con sus propias creencias consideradas tradicionales, primitivas o supersticiosas. Por consiguiente, sobre ambos grupos pesaba el estigma de grupos atrasados; en efecto, ser pentecostal y campesino en la ciudad significaba ser un sujeto atrasado, que solo los procesos de modernización podían cambiar y hacerlo dejar atrás sus creencias populares.
Con cada una de estas dimensiones, por las cuales se define el concepto de religión popular, el pentecostalismo no sería religión popular, en tanto el concepto queda estrecho y anacrónicamente definido, partiendo de la separación por un lado y de la superposición por otro lado de las dimensiones de la razón y de la emoción. Más aún cuando, hoy por hoy, nos encontramos con el giro emocional de la dimensión humana y social, donde las emociones ya no implican deficiencia, sino que razón y emociones son dimensiones relacionales. Al respecto, Pablo Semán destaca sendas críticas hacia el concepto:
Muchas veces se ha supuesto que lo popular representaba en relación con la modernidad un momento transitorio de un camino forzoso: allí serían liquidados los rasgos de tradicionalismo y adquiridas las competencias y recursos que sancionarían su inclusión en la modernidad. El evolucionismo implícito de este planteo se complementa con la suposición de que los modos de vida de esos grupos sólo son el negativo de la modernidad elevada a la categoría de imperativo: a los grupos populares les sobra supervivencia del pasado y les falta la racionalidad y los bienes que los tomen ciudadanos (Semán 1997: 134).
De igual modo Delgado se pregunta por qué historiadores y antropólogos le concedieron tanta credibilidad al término de religión popular; contribuyendo a su reificación, permitiendo dotarlo de unos contenidos que lo interesado de su génesis y su fragilidad semántica nunca debieron merecer (Delgado 1993). No obstante, pese a la fragilidad del concepto, algunos autores se resistían a abandonarlo, “no se abandona un concepto solo porque algunos autores consideren que carece de poder analítico. La mejor opción es dibujar el mapa de significados que rodean al controvertido término, de tal manera que al menos se aclaren las confusiones conceptuales” (Rosta y Droogers 1995: 83). Si alguna utilidad le resta aún la teoría de la religión popular es su aplicabilidad al catolicismo en cuanto existe una religión institucional y otra difusa, que puede llamarse religiosidad popular (De la Torre 2001). En cambio, no es aplicable al pentecostalismo, en tanto se trate de una religión que bebe de distintas fuentes: catolicismo, protestantismo, indígenas, afroamericanas, etc. De hecho, donde más crece el pentecostalismo es entre los grupos indígenas y afroamericanos, y estas religiones no deben ser consideradas populares.
Teoría de las comunicaciones
Un segundo modelo teórico referido al pentecostalismo viene de la teoría de la comunicación, resaltado por David Martin (1991) y otros investigadores latinoamericanos como Renee de la Torre (2000) y Rodrigo Moulian (2004).
Para Martin, el pentecostalismo es un sistema de comunicación donde se habla lo religioso desde el idioma de la gente y tiene que ver con el lenguaje de signos y códigos social y culturalmente situados. Se habla en lenguas extrañas, se dan testimonios y bendiciones, se producen sanidades por contacto físico, se generan momentos de lenguajes y relaciones extáticas, se dan testimonios de experiencias de milagros, se entregan profecías, se cuentan sueños y las personas se movilizan por esos sueños (Martin 1991). Uno de los elementos más significativos es que el pentecostalismo nació como la expresión lingüística y comunicacional de los sin voz, de los oprimidos y explotados. Lucharon para que los pobres, analfabetos, indígenas, personas afroamericanas y campesinos tuvieran acceso a la palabra desde el púlpito, y cuando no lo lograron lo hicieron desde las calles y luego construyeron iglesias y situaron a los excluidos de la palabra en esos lugares. De este modo, como destaca Martin, la comunicación de lo sagrado y lo profano extraído de la Biblia se constituyó en el lenguaje de la gente común y corriente. Las personas adquieren dignidad y las identidades históricamente estigmatizadas como los indígenas y los pobres se derrumban simbólicamente con la lectura bíblica individual, pero además se vive en la relación congregacional y se profundiza, porque indígenas pobres y muchas veces analfabetos llegan a ser pastores y su autoridad es respetada, legitimada y obedecida, lugar que nunca hubiesen encontrado en el catolicismo o el protestantismo (Martin 1991).
La propuesta de Martin es interesante, sin embargo, obvia algunos puntos relevantes, en tanto que en todas las denominaciones pentecostales se excluyó a las mujeres de los espacios más importantes para comunicar: el púlpito y la administración pastoral; las situaron en el lugar central de la palabra mágica y mística, del éxtasis y la catarsis, del hablar en lengua o predicar en la calle. Sin embargo, aunque en varios países de América Latina o varias denominaciones como Las Asambleas de Dios en Brasil (Freire 2013; Vilhena 2017), Argentina (Tarducci 2005) o Chile con el caso del pentecostalismo nacional (Mansilla y Orellana 2014) nacieron y se desarrollaron gracias a la palabra de la mujer, estas fueron luego excluidas y olvidadas. De este modo, el pentecostalismo, siendo un sistema de comunicación que privilegió a los sin voz, dejó a las mujeres sin voz y se constituyó, al igual que las otras religiones, en una religión de “palabra de hombres” y las mujeres “quedaron sin palabras”, excepto en los espacios domésticos e invisibles de la iglesia.
Renee de la Torre parte haciéndose varias preguntas,1 para responderlas desde un enfoque comunicativo, destacando el papel que las prácticas de comunicación, mediante discursos, rituales, símbolos e interacciones cotidianas, juegan en la creación, preservación y transformación de la realidad religiosa de la Iglesia Luz del Mundo de México. Este enfoque brinda la capacidad de entender la cultura de manera dinámica, como procesos de producción, circulación y apropiación de significados sociales. Además de realizar un vínculo entre lo material y lo simbólico, entre un ego y un alter, como el acto mismo de construir comunidad; pero también una práctica socialmente regulada e históricamente situada (De la Torre 2001: 28 y 39). La construcción identitaria de los pentecostales se hace desde el lenguaje, fundamentalmente simbólico, donde se construyen fronteras claras entre el nosotros y los otros. Las identidades mítico-judaicas, indígenas y nacional-mexicana se reeditan bajo el paraguas de la identidad pentecostal. Epistemológicamente, la identidad es presentada como una construcción discursiva plástica, permeable y flexible, pero anclada en la tradición y en la invención de la memoria mítica e histórica. Por ello el sujeto pentecostal elaborado por De la Torre es un sujeto lingüístico que habla (predica) y hace (practica), que se construye y reconstruye discursivamente.
En la propuesta de Renee de la Torre hay tres dimensiones discursivas que son distintivas del movimiento pentecostal de La Luz del Mundo, a diferencia de otros movimientos pentecostales latinoamericanos: identidad indígena, identidad nacional y su asunción político-partidista. En cuanto a la identidad de género, asume una cosmovisión en donde se valoran los sueños, las ritualidades, el color de la piel y todo eso leído y reinterpretado desde la Biblia. Construyen una comunidad cerrada, vigilada, y que brinda a los sujetos elementos de sentido relevantes para querer entregar su libertad a cambio de control. Otra particularidad es la importancia que tienen los líderes patrios, sobre todo los indígenas, algo muy poco visto en América Latina; generalmente eso es visto como idolatría. Incluso las denominaciones ni siquiera valoran a sus líderes fundantes, por tanto, creyente y ciudadano van de la mano. En ese sentido, el hecho de que la Iglesia Luz del Mundo se identificara con el PRI, instituciones religiosa y política nacieron casi simultáneamente y comparten la persecución religiosa y la política en su inicio. De ahí la simbiosis y la negociación histórica. En efecto, el sistema comunicativo de La Luz del Mundo se encuentra transvasado por estos tres discursos, que aquí se manifiestan de manera clara; mientras que en otros países de América Latina son más difusos o coyunturales.
Por último, Rodrigo Moulian considera los ritos como procesos comunicativos en los que se produce la mediación entre diferentes dimensiones de la vida social que implica considerar un carácter performativo a la comunicación ritual, caracterizando a los ritos como textos. Bajo ese prisma considera el culto pentecostal mapuche como tipo ritual. Específicamente la adoración como unidad de sentido del texto y la administración espiritual como su unidad de propósito. Se presume que el culto, la adoración, la predicación, se dan dentro de un marco normativo de acción, pero que los ejecutantes poseen una autonomía relativa que le brinda al pentecostalismo su especificidad religiosa, bajo la centralidad pneumatológica. Vista así, la ritualidad cúltica es un medio de actualización de la fe, como misión evangelizadora, como medio de edificación de la vida cristiana, como vía para la salvación del alma, como respuesta a las necesidades y como un modo de transformación de la propia vida (Moulian 2004).
La riqueza de este enfoque consiste en concebir el pentecostalismo como una cultura que se teje dentro de otra cultura interrelacionada, pero sin concebirla con el prejuicio funcionalista de subcultura o contracultura, sino más bien como un proceso enmarañado de significados producidos socialmente, tal como lo concibieron Weber y Cassirer. Adhiere también a una antropología simbólica desarrollada por Geertz, Turner y Rosaldo que, para interpretar los significados, participa en las distintas actividades del grupo y comparte con diferentes personas para entender, comprender e interpretar a través de los distintos procesos sociales, simbólicos y culturales, incluso políticos de la religión. De este modo, el investigador también es conmovido y afectado emocional y afectivamente por los investigados, porque se enfoca en distintos sujetos en diferentes espacios y tiempos sagrados. Esto implica concebir la cultura pentecostal como un texto (Geertz, Weber, Cassirer), y para ello hay que aprender a decodificar a través de la etnografía (Geertz) y las observaciones participantes, los significados, que nunca son unívocos ni homogéneos. Los significados son consensuados, negociados, contextualizados y, muchas veces, ininteligibles a los ojos del observador externo. Esto se puede lograr en la medida del trabajo etnográfico para decodificar e interpretar los símbolos religiosos según su contexto, y para ello es fundamental la participación en los ritos cúlticos y cotidianos que generan confianza, solidaridad, respeto y reciprocidad. Es decir, la teoría y la metodología adquieren profunda e inextricable importancia que conlleva a la concepción epistémico-comunicativa, en donde el lenguaje y los códigos lingüísticos de los grupos pentecostales son importantes, y para comprenderlo hay que pasar mucho tiempo entre ellos. Por último, apelar a la cultura como una construcción social y cultural es afirmar que los pentecostales adhieren a un condicionado estrato social, geográfico y cultural y desde allí viven la religión, aportan a los cambios y reproducen relatos, mitos y prácticas sociales. Pero, lo más relevante no es tanto lo que la cultura pentecostal aporta a los sujetos, sino lo que los sujetos aportan a la cultura pentecostal.
Tanto De la Torre como Moulian logran hacer una labor profunda de decodificación por su trabajo desprejuiciado de lo pentecostal, olvidando las teorías clásicas sobre el pentecostalismo, pero sobre todo, por su intenso y permanente trabajo etnográfico. Se trata de unos recursos teóricos metodológicos que permiten interpelar las narrativas de quienes participan, pero también la presencia del investigador afecta la narrativa del participante, de igual modo el investigador tiene el poder y la capacidad de actuar y decidir qué preguntar, qué observar, a quién preguntar y sobre todo qué escribir. En una religión muy vigilada como La Luz del Mundo, decir algo se trata de decir “lo religiosamente correcto”, en cambio en otros espacios pentecostales, los creyentes están deseosos de hablar, contar y relatar lo vivido. De este modo, el etnógrafo entra en la iglesia con la voluntad de participar lo más posible. No va solo a observar: va a cantar, aplaudir, a orar, vigilar, ayunar, a comer, y asiste a paseos congregacionales o a las conferencias. Debe estar en todos aquellos lugares donde le permitan estar, pero sobre todo en los viajes y paseos; son tiempos-espacios donde la información fluye. Desde fuera se piensa que la mujer pentecostal, especialmente la pastora, es silente, invisible y sin capacidad de decisión, pero no es así. La mujer, sobre todo la pastora, es el silencio del poder y el poder silencioso. Por ello, ser hombre o mujer en una investigación también se ve limitado, pero el participar en las reuniones de mujeres es un gran espacio para encontrar buena información. De este modo, estos autores lograron mostrar la vida cotidiana de los pentecostales, en sus espacios cúlticos y distintos ritos religiosos y sociales.
Teoría de los movimientos sociales
Una tercera postura es la propuesta de Movimiento Social, abordada por Susana Andrade e Hilario Wynarczyk.2
Para Andrade el protestantismo indígena, específicamente el pentecostalismo, está dentro de los nuevos movimientos religiosos que surgen como respuestas a las necesidades más profundas de las personas, explicando cómo estos movimientos ayudan a entender las causas del sufrimiento, la pobreza, el mal y las formas de combatirlos recurriendo, generalmente, a interpretaciones morales y a la conducta personal de los creyentes. Incluso Andrade utiliza el concepto de nuevos movimientos religiosos (NMR) para distinguirlo de conceptos menos apropiados como secta o iglesia. De esta manera, el concepto de NMR sería menos ideológico y peyorativo, y vendría a representar la transformación del campo religioso latinoamericano. Estos movimientos mantienen un crecimiento sin precedentes y poseen contenidos teológicos diferentes, como las doctrinas de los demonios o de la prosperidad. Manifiestan actos de protesta, resistencia e inconformismo, en donde las nociones de pacifismo y obediencia comienzan a ser revisadas (Andrade 2004).
El concepto central que trabaja Andrade es la conversión; a diferencia de otros autores, para ella, en el contexto donde investiga (lo quichuas de Chimborazo en Ecuador), no se trata solo de una realidad individual, sino comunitaria y política, dinámica y movilizadora de identidad étnica. A diferencia de otras investigaciones latinoamericanas, Andrade tiene la ventaja de ver en el protestantismo y en los pentecostales en particular a sujetos activos y transformadores, tanto del individuo converso como del contexto social donde se encuentran. Ve a los quichuas conversos como sujetos activos y conscientes de su situación sociocultural. Se trata de sujetos, movilizadores de símbolos religiosos combinados con recursos culturales indígenas con el fin de transformar sus comunidades. Sin embargo, el indigenismo evangélico no implica un retorno a la tradición sino una conminación recursiva con la sociedad urbana y modernizada, donde importan los recursos escolares y tecnológicos, así como utilizar la religión como recurso movilizador para salir de la pobreza y emerger con mejores condiciones laborales, materiales y económicas (Andrade 2004). De este modo, a diferencia de otras investigaciones antropológicas, la cultura no se entiende sobre pautas de comportamiento, sino como pautas de significados (Giménez 2009: 2), una dinámica, plural y plástica donde la conversión pasa de ser un recurso normativo a uno instrumental. La discusión de Andrade no se entrampa en el dilema tradicional/moderno, secta/iglesia, engañado/embelesado o víctima/victimario, sino sujetos constructores de su realidad sociocultural. De este modo, al igual que en otros contextos, en cuanto a la conversión, se la entenderá como una movilidad religiosa dramática que implica un cambio procesual de la historia de vida (Garma 2004: 224), que construye relatos que ensombrecen el cuadro de los tiempos precedentes para justificar la nueva adhesión (Hervieu-Léger 2004: 128). Implica una transformación radical de la identidad y de la orientación vital, suponiendo el tránsito de un universo discursivo a otro (Prat 1997: 109). No obstante, la conversión no significa la desaparición de la identidad anterior, sino que permanece en forma latente o dormida y se hace visible cuando las circunstancias lo demanden (Fortuny y Loret 1998: 150). Por otro lado, la conversión implica procesos rituales muy significativos (Douglas 2007, Turner 1988), pero además se da una diversificación de las ritualidades, sobre todo las aflictivas (Turner 1988). Y es en estas ritualidades donde el pentecostalismo tiene más efectividad, ya que los cultos son verdaderos tiempos de catarsis a través de la música, el llanto, los abrazos o la oración, pero también de solidaridad, generosidad y acompañamiento con el que sufre. En consecuencia, el mundo evangélico viene a ser un movimiento social, cultural y político, pero no es que el protestantismo hay protestantizado al mundo indígena, sino que los indígenas indigenizaron al mundo protestante o, más específicamente, quichuanizaron al protestantismo y al pentecostalismo (Andrade 2004), así como en Bolivia el pentecostalismo se aymariza.
Para Wynarczyk la emergencia de los movimientos sociales religiosos significa aseguramiento para asentir el avance de los intereses de sus adherentes o beneficiarios en contextos donde sienten que sus derechos son calculados o se perciben a sí mismos excluidos y víctimas, en virtud de privilegios detentados por otros. Estos movimientos están vinculados con situaciones de percepción, de privación relativa por parte de un colectivo. Wynarczyk destaca dos dimensiones del movimiento social: en lato sensu y en estricto sensu. Por ello define lo evangélico a partir de la segunda dimensión, más específicamente como un movimiento social religioso por la elaboración de metas, estrategias y tácticas de carácter religioso; como protesta destinada a cambiar determinadas relaciones de poder que produce un grupo en desventaja en la distribución de los beneficios de los sistemas sociales y el reconocimiento de interés excluido de la política (Wynarczyk 2009: 20-22).
Esta postura también es muy interesante porque implica concebir lo evangélico no como un grupo de iglesias desarticuladas sino reunidas en torno a temáticas comunes, sobre todo las grandes denominaciones y las Iglesias neopentecostales. Evidencia su carácter político de protesta y propuesta, reivindicando las problemáticas de los pobres, inclusión social y reconocimiento jurídico. En este sentido el protestantismo como movimiento social, en palabras de Touraine, actuaría bajo tres principios: el principio de identidad, el principio de oposición y el principio de totalidad (Touraine 1995). De igual forma el movimiento social evangélico disputaría la lucha por la legitimidad no solo en el campo religioso (Bourdieu 2009: 77), sino más bien sería una disputa inter-campos: campo religioso, campo político y campo jurídico. Es relevante esta concepción teórica en tanto desmitifica al mundo evangélico, y en particular el pentecostalismo, como la huelga social y refugio. No obstante, sus debilidades estarían en el énfasis que adquieren movimientos religiosos de grandes urbes, denominaciones relevantes a nivel nacional, grandes iglesias y ciudades y/o regiones con altos niveles conflictuales, en desmedro de denominaciones pequeñas y marginales. En segundo lugar, adquiere relevancia el sentido estratégico del rational choise por sobre lo religioso, más que una relación con el discurso normativo y emotivo de lo religioso.
No obstante, el elemento destacable del abordaje de Wynarczyk como movimiento social es que el mundo evangélico, fundamentalmente el de corte neopentecostal, abandona su postura puramente evangelizadora y ve en la política no solo un nuevo campo misionero sino también un campo de recursos de poder. En consecuencia, pastores y laicos se constituyen en líderes canalizadores de utopías religiosas secularizadoras, en cuanto los evangélicos ya no piensan solo en el cielo, la venida del Mesías y del milenio, sino que desplazan sus sueños mesiánicos-mileniales con el fin de luchar por una utopía sociopolítica, una Argentina para Cristo, no a través de la evangelización, sino a través del acceso al poder para influir en los espacios políticos, para alcanzar espacios de poder y redistribuir entre los desposeídos de poder y tradición política, especialmente los evangélicos, pero también para negociar el capital político obtenido con otros grupos políticos que tienen reales posibilidades de acceso al poder. De este modo pasan de ser un grupo discriminado y marginado a ser grupos que luchan y negocian bienes políticos en los mismos espacios de poder.
De este modo, la teoría de los movimientos sociales aplicados al mundo de los evangélicos, especialmente al pentecostal y neopentecostal, muestra su ruptura con las investigaciones clásicas de huelga social y refugio, de secta y religión popular. Muestra una diversidad pentecostal que rechaza una política tradicional en un doble sentido: que los conciben solo como “objeto de votos” y que la inserción política solo se hace o se puede lograr con capitales políticos heredados a través de familiares o cuotas de poder entregado por los partidos políticos. En efecto, los (neo)pentecostales intentan arrebatar cuotas de poder para que ellos ingresen a los espacios de poder tradicional. Lo interesante es que a través de los movimientos sociales también se expresan lo altos niveles de conflicto que existen al interior de los mismos movimientos, ya sean sociales, culturales y políticos, así como también el permanente recambio de los líderes, pero sobre todo siguen siendo espacios de poder masculinos y patriarcales. No obstante, dadas las crisis políticas, de los partidos y de las democracias en América Latina, de seguro los (neo)pentecostales tendrán grandes posibilidades y oportunidades de acceder a la política y negociar con líderes políticos no tradicionales populistas, y accederán a distintos ministerios de gobierno para adquirir experiencias políticas. Así también, esas mismas experiencias de acceso a espacios de poder les permitirán generar redes en el continente, con el fin de instaurar “bancadas evangélicas”, para presionar por cuestiones más bien de beneficios simbólicos, como el día nacional de las iglesias evangélicas en cada país, el día de la Biblia o la presión para que se hagan oraciones o se lea la Biblia en espacios públicos y escolares que tensionará las relaciones con otros grupos sociales secularizadores y laicos. Pero también, el acceso al poder político por parte de los neopentecostales significa el peligro del cierre de espacios políticos para otras minorías religiosas o para la diversidad sexual.
Teoría de las emociones
Hay dos publicaciones sobre el pentecostalismo que nos vienen de la Teología de la Liberación protestante y de la sociología, y que nos ayudan a entender por qué es una religión que aún sigue y seguirá creciendo. Los autores analizan el pentecostalismo desde la teoría de las emociones.
Aunque un tanto desconocido en América Latina porque sus investigaciones fueron realizadas en Brasil y publicadas en portugués y francés por ser un teólogo canadiense (de los pocos que cita su trabajo es Beltrán 2010). Corten, en su libro Os pobres e o Espírito Santo: o pentecostalismo no Brasil (1996), destaca que el pentecostalismo es la religión de los pobres y además es el lenguaje de los pobres. Es la religión de las emociones y por ello llega más que cualquier otra religión al continente latinoamericano. Ahí donde logra llegar incorpora los elementos relevantes de la religión local, ya sea del catolicismo, de las religiones afros o de las indígenas, y se vuelve sincrética. De este modo, logra posicionarse, pero se vuelve intolerante con las religiones locales, para deslegitimarlas y legitimarse como la única religión posible para los pobres. Según Corten, el pentecostalismo logra competir y desplazar a la Teología de la Liberación en el plano teológico, pues ambas son teologías románticas y ambas se enfocan en el pobre, específicamente sobre el sufrimiento. La diferencia está en que el pentecostalismo presenta cuatro aspectos, según Corten (1996: 208-210): a) el pentecostalismo en vez de situar el sufrimiento en el plano cognitivo, lo sitúa en el plano emocional; b) construye el acceso igualitario de la palabra en la comunidad a través de la glosolalia, el testimonio y la música; c) Jesús ama al pobre, pero no la pobreza, por consiguiente se manifiestan las posibilidades de superación de la misma; d) por último, el pentecostalismo ofrece una reconfiguración de la violencia en donde los pobres (salvados por el pentecostalismo) serán redimidos del terror, la catástrofe y la violencia, sustentado en la creencia premilenarista. Por tal, el pentecostalismo logra, más que desplazar, reemplazar a la Teología de la Liberación y al marxismo como opción de los pobres. En primer lugar, porque el pentecostalismo logra reemplazarlo partiendo del plano simbólico y social, la identidad de clase, ser pobre. El pobre, cuando se convierte al pentecostalismo, ingresa en el plano de la oposición, “pobre pero rico” reemplazando el dicho popular “pobre pero honrado”. De ese modo, la pobreza, para el creyente, ya no es una condición social, sino espiritual, por tanto, la pobreza es una condición temporal, ya que ahora cuenta con el Espíritu Santo que brinda los recursos simbólicos para salir de la pobreza.
La pobreza es el fundamento social y político de todas las discriminaciones del ser indígena, afroamericano, mujer o migrante. De hecho, el mismo pentecostalismo es discriminado porque es una religión de los pobres. Pero, el pentecostalismo a través de la conversión, la riqueza simbólica la constituye en una realidad ontológica. En la dimensión espiritual, las mujeres son poseedoras de poderes invisibles e inaccesibles como las glosolalias, las profecías, la imposición de manos y ritualidades extáticas y catárticas. Estos recursos permiten la creencia de una dotación de poderes, aunque despreciados y desvalorizados socialmente, que empoderan a mujeres, pero también a hombres, para hacer frente las adversidades sociales. Disponen del poder de la sanación, aunque ella mismas continúen enfermas; disponen del poder lingüístico para atar y desatar los poderes demoniacos que conllevan la pobreza, la marginalidad y la miseria. La discriminación y la violencia la enfrentan como demonios que poseen a las personas. De este modo se rechaza la violencia, pero es desplazada del mundo social al simbólico y así, en vez de fomentar la violencia comunitaria, propicia la convivencia en tanto se culpa de la violencia al diablo y no a los violentos.
De este modo al pobre se le asigna un gran valor simbólico-social, porque ¿quién ama a los pobres?, ¿quién respeta a los pobres?, ¿quién quiere ser pobre?; el pentecostalismo supera la pobreza y la traslada a la dimensión simbólica, lo que implica dotar de recursos, primero simbólicos y luego sociales, para superar la pobreza real y, por otro lado, el neopentecostalismo transforma la pobreza en una vergüenza, un pecado, algo no querido por Dios, por tanto hay que salir de ella cueste lo que cueste y lo más pronto posible. Desde el neopentecostalismo, a diferencia del pentecostal, no se sale trabajando, sino invirtiendo: invirtiendo en ofrenda, diezmos y creando su propio espacio laboral, o motivado para crear su microempresa. Por consiguiente, el neopentecostalismo viene a ser atingente a las ideas de la derecha; y el conservadurismo político y reaccionario a las ideas de la izquierda, siempre defensor del pobre, pero desde la clase media, romantizando al pobre revolucionario y al revolucionario pobre.
De igual modo Waldo Cesar y Richar Shaull destacan del pentecostalismo brasileño y esto resulta interesante, porque ambos autores, especialmente Shaull, estuvieron vinculados a la Teología de la Liberación, que desde una perspectiva clásica criticarían al pentecostalismo al ser una religión de la conciencia emocional, mientras la Teología de la Liberación lo es de la conciencia racional. Al respecto señalan que tanto mujeres como hombres que viven en medio de la pobreza, desagregación social y violencia, descubren que su lucha cotidiana está puesta en el contexto de otra realidad,
esta es la realidad del Espíritu Santo, aquella que circunda y permea todos los aspectos de su existencia. A través de la experiencia pentecostal, autoconcebidos como parte de la realeza divina, conocen la gracia y la compasión de Dios. Por consiguiente, todo lo que está a su alrededor lo conciben de una manera distinta. La nueva experiencia transforma sus vidas, frecuentemente imbuidos de alegría y esperanza. De este modo están fortalecidos para reconstruir sus vidas y luchar contra los poderes que circundan sus vidas” (Cesar y Shaull 1999: 294).
De este modo, si bien el pentecostal pobre carece de poder social, político y económico, dispone de recursos simbólicos. Ahora, se cree poseedor de un poder superior a todos los otros poderes para enfrentar la discriminación, la miseria económica, laboral y prejuiciosa. El pentecostal descubre que el poder es un principio ontológico de lo social; quien carece de algún tipo de poder está expuesto a la exclusión social y a la discriminación. Poner a lo espiritual como poder ontológico, donde todos pueden tener acceso al poder es tremendamente esperanzador. Más aún cuando el poder espiritual es concebido como la base de todo poder social, político y económico que, aunque sea una ilusión, un mito, dota a los pobres de recursos simbólicos y sociales, para una posibilidad de apertura al mundo, al futuro y una brecha de ruptura de las determinaciones sociales.
Conclusiones
En este artículo revisamos cuatro perspectivas teóricas utilizadas para analizar el pentecostalismo latinoamericano: religión popular, teoría de la comunicación, movimiento social y de las emociones. La más extensiva ha sido la perspectiva de religión popular, las demás han sido aplicadas al pentecostalismo con mayor o menor difusión porque vienen de modelos teóricos externos. Lo complejo es que una variedad de trabajos sigue admitiendo al pentecostalismo como religión popular. Entonces reducen al pentecostalismo como religiosidad y al catolicismo como religión. Por ello se hace necesario buscar y crear nuevos conceptos y nuevas perspectivas y teóricas, para evitar reduccionismos o amplificaciones conceptuales.
Para innovar teóricamente hay que olvidar a los clásicos. Olvidar a los clásicos no significa despreciarlos, por el contrario, porque los admiramos, valoramos sus contribuciones, queremos aprender e innovar de ellos, al igual que ellos lo hicieron: para lograr esto último debemos olvidarlos y construir un nuevo camino, una nueva mirada, una nueva perspectiva: atrevida e innovadora. Innovar teóricamente no debe ser una opción, sino un deber científico, se trata de un compromiso con la ciencia. Como decía Weber, en el terreno de la ciencia solo posee personalidad quien se entrega pura y simplemente al servicio de una causa. Esta causa debería ser la promoción de la ciencia, que la ciencia sea fértil en cuanto a explicar fenómenos sociales y culturales; que la ciencia invente sus problemas develándolos, haciéndolos emerger, y que nadie los hubiese conocido si no hubiese sido gracias al esfuerzo y al compromiso del científico.
Los estudios sobre religión no tienen el mismo estatus que estudiar otros fenómenos sociales y culturales como la educación, la política e incluso como la misma teoría. Pese a lo anterior, o más bien debido a ello, no debemos escatimar esfuerzos como científicos para ser creativos e innovadores en el plano teórico. Siempre somos tributados epistemológica, teórica y metodológicamente por la sociología y la antropología en general. Desde de la sociología y antropología de las religiones debemos contribuir con aportes teóricos significantes a las ciencias sociales, a los estudios de las creencias. Más hoy, cuando las religiones adquieren visibilidad e importancia pública, ya sea por la individualización y el proceso de desinstitucionalización de las grandes religiones, y también por la necesidad de lo sagrado, lo espiritual, tan patente en el mundo contemporáneo. En consecuencia, no basta que un fenómeno sea relevante socialmente, sino que hay que hacerlo notable científicamente. La innovación teórica debería ser la causa más importante que un científico social debería abrazar.
En un contexto tan intenso, aunque pasajero, pero que ha demostrado la fragilidad del ser humano y de la sociedad, especialmente de América Latina, en donde la pandemia traerá efectos nocivos para la próxima década, que posiblemente no sea la década perdida, pero sí frágil e incierta, el pentecostalismo seguirá siendo una de las respuestas sociales, simbólicas y económicas para los pobres. En tanto no solo brinda consuelo sino esperanza. Posiblemente sean recursos simbólicos y sociales muy despreciados para el funcionalismo materialista y economicista, pero el ser humano, antes que todo, necesita un sentimiento de dignidad para creer en un mundo abierto a las posibilidades del esfuerzo humano e individual. Por consiguiente, la teoría que permitirá entender y comprender al pentecostalismo será, por ahora, la teoría de las emociones.
Hoy por hoy el pentecostalismo es una religión heterogénea, diversa y plural. No es solo ni puramente la religión de los pobres, como antaño, sino que es también de sectores medios y va siendo de los sectores altos, como el caso del neopentecostalismo. Sin embargo, sigue siendo mayoritariamente ya no “la”, sino “una” religión de los pobres, de los indígenas, de los migrantes, de la población afrodescendiente. Es una religión conservadora en lo político, pero dinámica en lo social. Una religión que genera rechazo por su conservadurismo en el plano sexual, de la diversidad y del pluralismo, pero está en los albergues de drogadictos, de alcohólicos, en las cárceles, en los comedores abiertos y en las ollas comunes. Es la religión al alcance de los pobres y que sirve al pobre.