Introducción
La comunidad de origen cubano asentada en Estados Unidos ha representado, en muchos ámbitos, una excepción entre las múltiples minorías étnicas existentes en ese país. Las condiciones en las que se produjo la gran oleada migratoria que siguió a la Revolución Cubana de 1959 delinearon los rasgos de esa comunidad. La combinación de las circunstancias y los intereses predominantes en la élite política de Estados Unidos llevaron al diseño de una serie de programas y de un aparato legal que colocaban a los cubanos en una situación privilegiada respecto a otros inmigrantes.
Sin embargo, los procesos internos en Cuba y en el sistema internacional han cambiado muchas de estas condiciones. Oleadas de los que llamamos nuevos inmigrantes han cubierto los diversos caminos entre el archipiélago cubano y el país norteamericano, portando consigo rasgos, criterios y aspiraciones moldeados en condiciones muy diferentes a las de sus antecesores. Dentro de esta clasificación estamos incluyendo al conjunto de los cubanos que han emigrado hacia Estados Unidos a partir de 1990. Finalmente, las negociaciones en curso entre La Habana y Washington parecen estar cambiando los marcos dentro de los cuales existe y se desenvuelve la comunidad.
Ante esa realidad, resulta de interés e importancia definir las transformaciones introducidas por los flujos de las últimas dos décadas y media en una comunidad de inmigrantes y sus descendientes constituida y evolucionada en condiciones especiales. Para ello, hemos estudiado el carácter y composición de los más recientes grupos de inmigrantes cubanos en Estados Unidos, las condiciones para su inserción en el escenario norteamericano y el comportamiento de algunos de los principales indicadores demográficos y económicos de la comunidad, en relación con desarrollos contemporáneos de la sociedad cubana. El trabajo se centra en el asentamiento cubano en Miami por ser el más importante en todos los órdenes, en el que se expresan los rasgos que tomamos como indicadores clave, y el que absorbe la masa fundamental de la emigración cubana hacia Estados Unidos.
Para el logro de nuestros objetivos hemos realizado una comparación entre dos macroetapas de la historia de la comunidad cubanoamericana: la primera entre 1959 y 1989, la segunda desde 1990 hasta la actualidad. Existe un retraso temporal en la información, debido a los ritmos de trabajo de las instituciones que elaboran la información primaria. Esto es especialmente cierto para las fuentes estadísticas. Por citar sólo un ejemplo, los resultados del censo económico de 2012 en Estados Unidos, relevantes para esta investigación, sólo estarán disponibles a partir de 2016. Aunque existen otras estimaciones, hemos dado preferencia a los datos del censo cuando ha sido posible, por ser los más confiables, además de que nuestro interés se concentra en las tendencias, más que en los valores absolutos, siempre variables. También realizamos observaciones directas en Miami y en La Habana, sedes de las dos mayores concentraciones de población cubana, situadas dentro de las fronteras de dos países distintos.
En el desarrollo del artículo nos hemos apoyado en un cúmulo de trabajos anteriores, con la peculiaridad de que la mayor parte de la literatura disponible aborda etapas más tempranas de la historia de la comunidad cubanoamericana. De esos textos hemos extraído algunas categorías y definiciones centrales para nuestra investigación, alrededor de las cuales hemos estructurado el presente texto, así como datos sistematizados para la descripción de la comunidad cubana anterior a 1990. Utilizamos también como fuentes las publicaciones de instituciones estadísticas cubanas y estadounidenses, reportes de instituciones no oficiales pero de reconocido prestigio, algunos trabajos de investigadores cubanos aún no publicados por revistas especializadas e información obtenida directamente de funcionarios de organismos cubanos relevantes para el tema. Además, utilizamos las respuestas a un cierto número de entrevistas a cubanoamericanos que pudimos conducir en Miami en 2012 y 2014, las cuales nos permitieron confirmar nuestras principales tesis.
El presente artículo forma parte de una investigación más amplia sobre la evolución de la comunidad cubana en Estados Unidos, actualmente en curso, algunas de cuyas partes constituyen proyectos de tesis de doctorado y maestría.
La comunidad cubanoamericana en el punto de inflexión
Un primer paso en nuestro trabajo fue situar el objeto de nuestro estudio atendiendo a algunas coordenadas teóricas y fácticas fundamentales. Existe un problema inicial, el introducido por el término ‘cubanoamericano’. Aunque su existencia está condicionada por la práctica estadounidense para denominar a los diferentes componentes étnicos de su sociedad, encierra posicionamientos y criterios respecto a un amplio espectro de cuestiones sociológicas y antropológicas. La academia cubana ha debatido este tema en varios momentos, sin llegar a un consenso estable. Por ejemplo, en uno de los textos más recientes dedicados al estudio de la migración cubana hacia el país norteño, publicado en 2013, su autor, Jesús Arboleya, consideró necesario dedicar un espacio considerable a discutir tanto el concepto mismo como los problemas asociados con la identidad nacional dominante entre las personas de origen cubano residentes en Estados Unidos (Arboleya, 2013:71-104). No es interés nuestro participar de ese debate, por ello utilizamos el término para referirnos indistintamente a todas las personas de origen cubano residentes en Estados Unidos, como una forma de simplificar la terminología utilizada en este trabajo.
La historia migratoria cubana es sumamente rica y compleja, y está estrechamente asociada con los procesos políticos internos e internacionales. Los patrones y los signos del balance migratorio neto se han modificado a lo largo del tiempo, acorde con tendencias de duración más o menos larga y coyunturas históricas bien concretas (Aja, 2014). Esta particular faceta del vínculo entre Cuba y Estados Unidos ha estado presente desde etapas tempranas, al punto en que la presencia de residentes cubanos en el país norteño puede ser rastreada hasta 1820, aunque probablemente haya comenzado antes. Pero la residencia continuada era un fenómeno limitado; el total de cubanos registrados que recibieron el estatus de residente legal permanente en el larguísimo período 1820-1959 fue 181 596 (Office of Immigration Statistics, 2012:6-8).
Esta circulación continuada de personas entre los dos países fue muy importante en la formación de la nación cubana, y tuvo un grado significativo de influencia sobre la evolución de Estados Unidos, especialmente en algunas regiones del país, y particularmente en la política exterior. La presencia cubana en Estados Unidos fue vehículo para la formación de rasgos esenciales de la identidad nacional cubana (Pérez, 1999), mediante procesos de traducción semiótica sumamente complejos. A su vez, formó parte de la construcción de una imagen sobre Cuba insertada en los sistemas de significación esenciales de la sociedad estadounidense (Pérez, 2014).
Aunque la determinación de las cifras exactas se hace muy difícil por la insuficiencia de los instrumentos estadísticos, se estima que hacia finales de 1958 residían en Estados Unidos unos 125 000 cubanos, de los cuales unos 50 000 permanecieron en ese país tras el triunfo de la Revolución Cubana (Aja, 2014:125). En realidad la tendencia a partir de la década de 1930 había sido al incremento sostenido de la emigración cubana hacia el norte con fuertes núcleos en desarrollo en Florida meridional, además de otros en Nueva York y Nueva Jersey, pero la ruptura revolucionaria de 1959 catalizó ese proceso y modificó la composición de los flujos. Entre 1960 y 1989, 591 079 personas provenientes de Cuba recibieron el estatus de residente legal permanente (Office of Immigration Statistics, 2012:8).
No se trató de un proceso regular, con ritmos homogéneos, ya que el volumen de los flujos fue incrementado o reducido drásticamente en varios momentos, a partir de la evolución del conflicto político de los dos países y las medidas de apertura y cierre de las fronteras estadounidenses y los acuerdos bilaterales. De ahí los elevados números registrados en el saldo migratorio cubano en 1960-1962, 1965-1973 y 1980, separados por períodos de mucho menor dinamismo (Centro de Estudios de Población y Desarrollo, 2014:98; Aja, 2014:139-141). Estas distintas oleadas migratorias traían consigo historias muy diferentes, derivadas del contexto social en el que se formaron sus componentes, el momento mismo de su emigración y las diferencias en el grado de representatividad respecto a su sociedad de origen. Cada una de ellas la consideramos una cohorte diferente, siguiendo a Susan Eckstein (2009:2-5).
Esa inmigración fue interpretada por el gobierno de Estados Unidos como una masa de refugiados políticos que huían del comunismo, a tono con la práctica emanada de la lógica de la Guerra Fría. Los primeros llegados a partir de enero de 1959 asumieron su condición de exiliados y construyeron su identidad como grupo a partir de esa idea. Este es un aspecto que merece atención, pues la condición de refugiado político o exiliado implica que esas personas habrían estado sometidas a persecución política, o temían por sus vidas, o habían sido expulsadas de su país.
En la práctica, salvo el núcleo asociado directamente con el gobierno dictatorial de Fulgencio Batista, la mayoría de los restantes abandonaron Cuba debido a los efectos de los procesos de nacionalizaciones y transformaciones socioeconómicas desarrollados en el país durante la década de 1960. Pérdida de propiedades, pérdida de estatus y temores por sus niveles de vida fueron factores claves. La gran mayoría no fueron expulsados, sino que decidieron emigrar por la amenaza a sus estilos de vida (Eckstein, 2009:4). Ello no niega un contenido fundamentalmente político de esa migración, especialmente a nivel de percepciones individuales y colectivas, dado en primer lugar por su desacuerdo con el régimen político que se configuró y desarrolló en Cuba durante ese período, pero lo sitúa en un plano más realista, si bien el comportamiento de una parte de ellos estuvo claramente marcado por su identificación como exiliados.
Las oleadas postrevolucionarias iniciales estaban formadas en gran medida por los estratos superiores de la sociedad cubana, además de grandes franjas de la clase media y un considerable número de obreros calificados. Esto es evidente si observamos que de las personas llegadas a Estados Unidos entre 1959 y 1962 en edad laboral, 31 % se desempeñaba como ejecutivos, empresarios y profesionales; 33 % eran oficinistas y vendedores; y 17 % eran obreros calificados. En comparación, según el censo cubano de 1953, esas mismas categorías eran respectivamente 9, 14 y 27 % de la población laboral total (Eckstein y Barberia, 2002:802). Aunque en los años posteriores esas cifras descendieron en la misma medida en que se iban vaciando los remanentes de esas capas en la isla, se mantuvieron siempre sobrerrepresentadas con respecto a la estructura social y ocupacional de la década de 1950 en Cuba. Entre los primeros llegados se encontraba además un núcleo central de miembros del gobierno y los cuerpos armados de la derrocada dictadura de Batista. La oleada que llegó a suelo estadounidense en 1980 (unas 125 000 personas) era muy distinta en composición, respectivamente 11, 7 y 26 %, en esas tres categorías, además de 45 % de trabajadores semicalificados y no calificados, 5 % de servicios básicos y 7 % agricultores y pescadores (Eckstein y Barberia, 2002:802). No obstante, esta última se mantuvo como una minoría de la comunidad, importante en número, pero carente de continuidad por el relativamente insignificante monto de la inmigración posterior hasta comienzos de la década de 1990 y esencialmente menospreciada por los primeros inmigrantes.
El mayor porcentaje de esa migración se dirigió a Florida, especialmente al condado de Miami-Dade, aunque inicialmente grupos significativos se encontraban en Nueva Jersey y Nueva York. Pero la tendencia sostenida ha sido a la relocalización en Florida meridional y la fuerte concentración de flujos posteriores en esa misma área (Aja, 2014:219-222). Esa concentración coincidió en el tiempo con la expansión de Miami y su transformación en una gran urbe. De tal manera que la inmigración cubana es la principal responsable de la formación de la tercera mayor concentración de latinos en Estados Unidos, con la peculiaridad que esa población incluyó desde sus etapas más tempranas una elevada proporción de profesionales y empresarios, con una fuerte politización que configuró su proceso de inserción en la sociedad receptora (Grenier, 2006:209-210).
Uno de los aspectos más publicitados de los cubanoamericanos es su éxito económico. Un primer ángulo en este punto es su inserción en el mercado laboral en posiciones favorables. Sobre este tema abundamos más adelante. Por otra parte, el censo económico de 1992 reportó la presencia 51 471 empresas de propiedad cubanoamericana en todo el país. Aproximadamente 70 % de ellas se concentraba en Florida, en particular en el área metropolitana de Miami, especialmente en el condado de Miami-Dade. Para poner estos datos en perspectiva, Florida contaba en general con la tercera mayor concentración de empresas de propiedad latina (118 208; 15.3 % del total), por detrás de California (249 717; 32.4 %) y Texas (155 909; 20.2 %). Sin embargo, por volumen de operaciones, las firmas asentadas en Florida generaban el segundo mayor volumen bruto, 22.2 % del total, sólo por detrás de California (26.9 %). Por tanto, en términos de valor monetario promedio, las empresas latinas en el Sunshine State se hallaban a la cabeza entre los estados con mayor concentración de las mismas. En este sentido, hay otro aspecto significativo, dado por el hecho de que tres cuartas partes de las firmas de propietarios cubanoamericanos empleaban trabajadores asalariados, a diferencia de sus homólogas con propietarios de otras nacionalidades. Como consecuencia, estaban en condiciones de impactar sobre el mercado laboral local (U.S. Census Bureau, 1996).
Los datos anteriores se asocian directamente con el concepto de enclave étnico, identificado en 1980 como una forma definida de adaptación económica de los inmigrantes, caracterizada por una alta concentración de aquellos, de manera que les permita organizar una serie de empresas dedicadas a una diversidad de sectores y mercados, las cuales absorben una parte sustancial de los trabajadores de esa nacionalidad. Las premisas para la aplicabilidad de esa propuesta incluyen la capacidad para distinguir el enclave del mercado laboral fundamental (mainstream), mayores beneficios derivados del capital humano traído del país de origen que en el mercado mainstream y que los empresarios del enclave obtienen mayores beneficios que sus homólogos con similar capital humano insertados en otros segmentos de la economía. Esta propuesta se apoyaba en datos sobre inmigrantes cubanos recopilados a lo largo de una década (Wilson y Portes, 1980).
El estudio continuado de las dinámicas económicas de la población cubana asentada en Florida meridional confirmó la existencia de un enclave étnico, de acuerdo con la definición original. La existencia de un mercado laboral esencialmente cubanoamericano se asociaba además a un elevado grado de complementariedad entre las diversas empresas, al punto en que los outputs de unas eran inputs de otras, dotando de esa manera al enclave de una notoria sostenibilidad (Wilson y Martin, 1982; Portes y Bach, 1985:226-232; Pérez-Stable y Uriarte, 1993; Logan, Alba y McNulty, 1994). De hecho, se clasificó como el más desarrollado de todos los casos conocidos, por demás excepcionales si se les compara con el vasto número de asentamientos de inmigrantes en Estados Unidos (Logan, Alba y McNulty, 1994).
El desarrollo del enclave fue potenciado también por las políticas de las agencias gubernamentales estadounidenses, que notablemente favorecieron a los exiliados. Por ejemplo, entre 1968 y 1980, 46 % de los préstamos blandos de la Administración de Pequeños Negocios en el condado de Miami-Dade fueron a manos cubanoamericanas y de algunos otros hispanos, comparado con 6 % para la comunidad negra (Portes y Stepick, 1994). Todavía habría que considerar los fondos canalizados para financiar a organizaciones contrarias al gobierno cubano y la estación CIA (Agencia Central de Inteligencia) de esa ciudad que fueron inyectados en la circulación de capitales de Miami, cuyo monto es prácticamente imposible conocer, dadas sus características. Sólo para dar una idea, se estima que a comienzos de la década de 1970 unos 12 000 cubanoamericanos eran empleados directos de la CIA (Eckstein, 2005:254).
El impacto de la presencia cubanoamericana desborda estas cifras. En ello intervienen diversos factores difíciles de cuantificar. Por ejemplo, el papel que desempeñaron los primeros inmigrantes cubanos en la transformación de Miami en un nodo clave de la expansión de la actividad de empresas de primer orden hacia América Latina, a partir de la década de 1970. Ese proceso tuvo como uno de sus pilares la presencia de una fuerza de trabajo hispanoparlante, alto nivel de calificación y elevado grado de bilingüismo. A su vez, esto potenció el desarrollo del mercado laboral local e incrementó el atractivo de la zona para otros inmigrantes cubanos y de otras nacionalidades latinoamericanas. El rápido crecimiento de Miami en todos los órdenes es la resultante de la combinación de todos esos procesos, entre los cuales el flujo de inmigrantes cubanos tuvo un papel central (Nijman, 1997). A diferencia de lo que ha sucedido en otros escenarios, “en Miami el bilingüismo es una ventaja, pues es mucho más fácil encontrar empleo, comprar, lograr que las cosas se hagan, si uno habla español. También es mucho más fácil progresar económicamente si uno habla inglés” (Stepick et al., 2003:19).
Un rasgo interesante de la comunidad cubanoamericana en sus primeras tres décadas de existencia fue su relativamente bajo nivel de comunicación directa con la sociedad cubana contemporánea, restringidos a algunos contactos esporádicos y viajes en momentos muy puntuales. Ello es resultado de varios factores: la agudeza del conflicto político entre los emigrados y el gobierno cubano, el conflicto sostenido entre Washington y La Habana que creó los marcos de la relación, el traslado de familias completas en las primeras oleadas y el rechazo a los emigrantes ampliamente difundido en la política y la sociedad cubanas (Torres, 2002). Los cubanos que vivieron la década de 1980 recuerdan lo inusual que resultaba la visita de algún emigrado (de la comunidad) y la escasez de los contactos a través de las fronteras. Por ello consideramos que para esa etapa y esta comunidad no es aplicable una categoría frecuentemente utilizada: comunidad transnacional. Una de las premisas para definir su existencia es el contacto sostenido entre los emigrados y su comunidad de origen (Portes, 2001; Kennedy y Roudometof, 2002; Portes, 2003).
De manera que, a comienzos de la década de 1990, la comunidad cubana en Florida meridional se había formado esencialmente a partir de las oleadas migratorias de 1959-1973 y se hallaba plenamente insertada en los procesos que convirtieron a Miami en una urbe global de gran importancia para la proyección hacia América Latina de las empresas estadounidenses. La composición de los flujos migratorios iniciales configuraron los rasgos tempranos de esa comunidad, que de hecho incluía a la gran mayoría de las élites cubanas prerrevolucionarias, el grueso de la clase media y amplios sectores de obreros calificados. Estas características le otorgaron ventajas competitivas potenciadas por las políticas gubernamentales emanadas de los enfoques de la guerra fría.
Como resultado, la comunidad cubanoamericana ocupó un papel central en el crecimiento del núcleo urbano miamense y marcó su vida social y económica, al tiempo que constituyó un enclave étnico viable. La debilidad de los vínculos directos con su país de origen en esa etapa fue otro de los factores de diferenciación de la comunidad cubanoamericana, con lo cual el componente cubano de la identidad de la comunidad experimentó un significativo desacople con la evolución de la sociedad cubana durante esos mismos años. Estos factores definieron a la inmigración cubana en Estados Unidos y a la comunidad cubanoamericana según parámetros diferenciados de los habituales entre las inmigraciones latinoamericanas y, en general, con las inmigraciones típicas. La oleada de 1980 varió en alguna medida las proporciones, pero la estructura central de la comunidad cubanoamericana de Miami se mantuvo esencialmente intacta.
En el tránsito entre milenios
El período 1989-1994 marcó un punto de inflexión en la historia de Cuba, y por extensión en su historia migratoria. El colapso del bloque socialista en Europa del Este y la desaparición de la Unión Soviética desataron una vastísima crisis económica, además de una crisis de los paradigmas políticos y una profunda crisis social concomitantes. En semejantes condiciones, la emigración cubana experimentó un proceso de cambio en todos sus parámetros que llevó a la reconfiguración de sus características esenciales y por tanto de los rasgos identitarios que la habían definido con anterioridad, lo cual se reflejó en la evolución posterior de la comunidad cubanoamericana. Por eso hemos definido como nueva emigración al flujo de personas que abandonó Cuba a partir de 1990, en contraste con la vieja emigración desarrollada entre 1959 y 1989. La composición e impacto de la nueva inmigración es el centro de este epígrafe y en general de este trabajo.
La evolución de la situación cubana llevó a la acumulación de un potencial migratorio extremadamente elevado, orientado fundamentalmente hacia Estados Unidos. En ese contexto, el total de visas otorgadas por Washington a solicitantes cubanos, que se había mantenido en niveles bajos desde la firma del acuerdo migratorio de 1984, se redujo aún más. En 1988 se emitieron 3 472 visas de inmigrantes, entre 1989 y 1991 el acumulado fue 4 105 (un promedio anual de 1 368) y entre 1992 y 1994 fue de apenas 2 418 (806 como promedio anual), con un mínimo de 544 en ese último año (Aja, 2014:207).
La lectura de estos datos indica claramente la carencia de una vía legal para aliviar la presión migratoria interna. En la legislación cubana vigente en ese momento penalizaba las salidas del país no autorizadas expresamente, consideradas delito, lo cual era utilizado como un mecanismo para intentar controlar los flujos migratorios exteriores. Consideremos, además, la existencia de los llamados programas para refugiados cubanos y la conocida Ley de Ajuste Cubano en Estados Unidos, que de conjunto le garantizan a prácticamente todos los nacionales cubanos que lleguen a suelo estadounidense la permanencia en ese país, con un safe track para la residencia legal en un año más un día, más ayudas económicas y acceso a alguna educación adicional, fundamentalmente idioma inglés. En el caso de los cubanos, ilegal es aquella migración que se produce sin contar con el visado correspondiente. Una vez en territorio estadounidense, los inmigrantes cubanos están en condición de legalizar -ajustar- su estatus de acuerdo con las normas especiales vigentes en ese país desde la década de 1960. Por tanto, la ilegalidad se refiere a la manera de migrar, no al estatus del inmigrante en el país de destino.
La implicación es clara: las vías ilegales se convirtieron en el principal, casi único camino para ingresar al país norteño, lo cual a su vez generó una creciente tensión entre los emigrantes efectivos y reales y las autoridades gubernamentales cubanas. La consecuencia fue el crecimiento exponencial de las salidas ilegales, el tráfico de personas, la conflictividad asociada a la sobreacumulación de potencial migratorio, todo lo cual derivó en los motines de agosto de 1994, seguido por el anuncio de la apertura de las costas cubanas para cualquiera que deseara irse. Ese momento es conocido como la crisis de los balseros, debido al considerable número de personas que intentaron emigrar hacia Estados Unidos en balsas rústicas. De acuerdo con los datos del servicio de guardacostas estadounidenses, unas 38 500 personas intentaron cruzar el estrecho de la Florida (Eckstein y Barberia, 2002:806).
La situación creada condujo a un diálogo entre los dos gobiernos que concluyó con la firma de los acuerdos migratorios de 1994 y 1995. En los documentos firmados, Washington asumía la obligación de otorgar un mínimo anual de 20 000 visas de inmigrantes a cubanos. Como complemento, el entonces presidente William Clinton introdujo la política de “pies secos-pies mojados”, según la cual los migrantes ilegales interceptados en el mar serían devueltos a Cuba, y los que llegasen a suelo estadounidense por cualquier vía serían aceptados. Ergo, la Ley de Ajuste no fue modificada, algo que sólo podría hacer el Congreso, sino que se añadió una especie de filtro parcial para la inmigración ilegal, que controla el número de personas que son admitidas en el país (Aja, 2014:210-214; Grenier, 2006:222).
A partir de esos convenios se produjo un cambio de gran importancia en el patrón migratorio cubano. Por primera vez se introdujo un marco normativo relativamente eficiente para regularizar la migración posrevolucionaria hacia Estados Unidos. La vía legal pasó a ocupar el lugar central, al tiempo que las rutas para la migración ilegal se trasladaron de las aguas del estrecho a vías terrestres, esencialmente en busca de alcanzar la frontera entre México y Estados Unidos.
Cuando sumamos la emigración legal y la ilegal, entre 1994 y 2012 se registró en Cuba un saldo migratorio negativo con tendencia al crecimiento del valor modular. El total se situó en 637 513 en ese período, un promedio anual de 33 553, aunque con un máximo de 47 844 en 1994, un año inusual, pero incrementándose sostenidamente desde algo más de 20 000 en 1996 y 1997, hasta 46 662 en 2012 (Centro de Estudios de Población y Desarrollo, 2014:98). Aunque esta cifra incluye todos los destinos -según datos facilitados por funcionarios del Ministerio de Relaciones Exteriores de Cuba, hay cubanos residiendo en 148 países-, la alta concentración en Estados Unidos -cercana a 80 %- implica un flujo de gran volumen hacia ese país. Es importante señalar también que la modificación de la legislación migratoria cubana entre 2012 y 2013 (ver más adelante) transformó los criterios a partir de los cuales se catalogan los migrantes, y por tanto introdujo cambios en las estadísticas oficiales. Como resultado de este flujo migratorio y de los pocos casos pendientes de oleadas anteriores, 563 306 personas provenientes de Cuba recibieron el estatus de residente legal permanente en Estados Unidos entre 1990 y 2013 (Office of Immigration Statistics, 2014:8-10).
Estos aspectos se suman a otros en los cuales predominó la continuidad, en primer lugar en la concentración de la emigración en Estados Unidos, y en particular Florida Meridional. Este último rasgo incluso se reforzó con la eliminación de los programas tempranos de relocalización, la atenuación de los efectos que aquellos pudieron causar y la actuación de las redes migratorias que comenzaron a consolidarse y crecer a partir de la nueva situación.
Como resultado, se produjo un crecimiento sostenido y rápido de la población cubanoamericana. El censo estadounidense del año 2000 fijó la población de origen cubano en 1 241 685, cifra que para 2010 pasó a ser 1 785 547, equivalente a 3.5 % de los más de 50 millones de latinos (o hispanos, según el uso de las autoridades censales, que utilizan los dos términos como intercambiables) registrados en 2010, igual proporción que en 2000. Es decir, tuvo 43.8 % de crecimiento intercensal, cifra casi idéntica a la del crecimiento total de la población latina (43 %), con lo que pasó de representar 0.4 % de la población estadounidense a 0.6 % (U.S. Census Bureau, 2012).
En 2010, 68 % de los cubanoamericanos residía en Florida, fundamentalmente en el área de Miami, esto es 28.7 % de la población latina y 6.5 % de la población total en ese estado. En comparación, la segunda población de origen cubano más numerosa se encontraba en California, y era de apenas 88 607, equivalente a 0.6 % de la población latina radicada allí. El segundo núcleo más importante de cubanos se ha situado durante el último medio siglo en Nueva Jersey, particularmente en la zona comprendida por las ciudades de Union City y West New York; sin embargo, en el último censo se registraron 83 362 cubanoamericanos en ese estado, que representaban 5.4 % de los latinos y 0.9 % de la población total (U.S. Census Bureau, 2012). Estimados posteriores ratificaron esas tendencias. Por ejemplo, en 2012 se situó el total de la población cubana en ese país en 1 973 108 (Pew Hispanic Center, 2014).
Otra de las características de la comunidad cubanoamericana, como de otras comunidades similares, es su alta proporción de inmigrados. Este es un dato que se ha mantenido por encima de 50 % durante décadas, aunque con una tendencia lógica a la reducción en la misma medida en que se reproduce la población de origen cubano en ese país (Aja, 2014:223). En el estimado de 2012 esta figura era 56.2 % (Pew Hispanic Center, 2014). Todo esto ocurre dentro de marcos de legalidad en la estancia en el país -no así en la vía de migración- para la casi totalidad de los cubanos radicados allí, lo cual hace que las cifras manejadas sean muy cercanas a las reales, al estar ausente el factor distorsionador que implica el riesgo de deportación para los indocumentados.
Como resultado de esta dinámica demográfica, hacia 2010 la comunidad cubanoamericana había alcanzado un punto de inflexión en su composición, especialmente importante para comprender su evolución más contemporánea: en ese año se estimó que 52 % de los nacidos en Cuba habían llegado después de 1990 (Pew Hispanic Center, 2012). Si atendemos a los datos que manejamos anteriormente, resulta evidente que la amplia mayoría de ese grupo arribó a Estados Unidos con posterioridad a los acuerdos migratorios de 1994-1995.
Por sí solas estas cifras marcan un cambio muy significativo, pues implica que la combinación de los nacidos en Estados Unidos y los llegados después de 1990 representan más de 70 % del total de los cubanoamericanos. Ergo, la amplia mayoría de la población de origen cubano está formada por grupos distintos, en términos de generación migratoria y cohorte, a los que construyeron la comunidad en sus etapas iniciales.
Aquí encontramos un punto esencial. Si nos circunscribimos a los nuevos inmigrantes, a lo que estamos haciendo referencia es la llegada de una población que en su mayoría nació y se educó en la Cuba posrevolucionaria, y los de más edad vivieron gran parte de su vida en ella. Esto implica una ruptura fundamental con la estructura primaria de la comunidad cubanoamericana. Las experiencias que moldearon a esos nuevos inmigrantes son muy diferentes de los viejos inmigrados de la década de 1960, a la vez que el nivel de conexión, comunicación y coincidencia en muchos aspectos clave tiende a ser bajo.
En este aspecto es necesario introducir algunos matices. Por ejemplo, en términos de educación formal, medida en términos de años escolares terminados, la nueva inmigración es muy similar en composición, incluso levemente superior, a los primeros llegados. Medido entre personas de 25 años o más de edad, los llegados antes de 1980 tienen 24 % de graduados universitarios, con 48 % de graduados de enseñanza media, y 28 % con menos de 12 grados terminados; mientras que para los nuevos inmigrados estas cifras son, respectivamente 26, 49 y 25 %. Es decir, que la diferencia, si existe, está a favor de los recién llegados. Esto últimos son superados solamente por los nacidos en Estados Unidos, cuyas cifras se sitúan en 39, 54 y 7 % (Aja, 2014:228).
Para los estratos superiores de la vieja inmigración existía el problema de que esos niveles de instrucción fueron alcanzados en Cuba, o al menos una parte significativa de su educación formal transcurrió en Cuba, dentro de los marcos del sistema educacional construido por el gobierno nacido de la Revolución de 1959. Ahora bien, el actual sistema educacional cubano es ampliamente reconocido a nivel mundial por sus resultados. Sin embargo, para los miembros del llamado exilio, ese es un indicador de deficiencia. En realidad, es mucho más exacto decir que esa población es portadora de ideas, valores y en general perspectivas diferentes de las que son patrimonio de las primeras oleadas, y también en no poca medida de los nacidos en Estados Unidos. Y esta es una línea de fractura clave para comprender el cambio cualitativo desarrollado dentro de la comunidad cubanoamericana. Dicho en otras palabras, los viejos inmigrantes que constituyen, conjuntamente con una parte de la segunda generación, la columna vertebral de la estructura primaria de la comunidad, tienden a desconfiar de la formación de los nuevos inmigrantes. Este es un ángulo de la cuestión que no ha sido estudiado cuantitativamente de manera sistemática, pero que tiene profundas implicaciones. Durante el trabajo de campo dialogamos con 11 inmigrantes anteriores a 1980, propietarios de negocios de diferentes dimensiones en el área de Miami o retirados de la empresa privada. De ellos, ocho declararon abiertamente su desconfianza, en varios casos rayan en el menosprecio, respecto a la educación de los nuevos inmigrados.
Las consecuencias de esas percepciones son sumamente importantes, si consideramos el papel que desempeñó la confianza mutua en la formación del enclave étnico cubanoamericano de Miami. Si observamos las categorías ocupacionales en las que se localizan los nuevos inmigrantes, en comparación con los precedentes, la diferenciación es muy clara. Según datos del año censal 2000, de los llegados en la década de 1960, donde se concentró la élite social cubana prerrevolucionaria, se encontraban en empleos de alto estatus (administrativos, profesionales y técnicos) 36 %, 9 % ocupaban puestos como trabajadores calificados, mientras que en la franja de trabajadores semicalificados o no calificados eran 13 %. Las mismas categorías para los llegados a partir de la década de 1990 agrupaban respectivamente 18 %, 14 % y 27 %. Para tener otro punto de comparación, entre los nacidos en Estados Unidos, estas figuras eran 41, 6 y 7 % (Eckstein, 2009:71).
Claro que aquí hay que considerar que para todas las cohortes migratorias el tiempo de residencia en el país es un factor de importancia, pues se asocia con la capacidad de adecuar la calificación con la que llegan a las características del mercado laboral en el que se insertan. Además, el tiempo también es una variable de peso en la consolidación de las redes sociales a través de las cuales fluye en gran medida el proceso de contratación de la fuerza de trabajo. Pero aun en tal caso, si estuviésemos estudiando un enclave étnico que funcionase normalmente, sin rupturas mayores según las cohortes, una fuerza de trabajo con altos niveles de calificación adquiridos en el país de origen habría sido preferida, por ejemplo, a la cohorte que la precedió, la oleada de 1980, que tenía niveles notablemente más bajos. De los llegados en la década de 1980, sólo 13 % tenía formación superior ya entrados en la década del año 2000, 47 % tenía formación media superior, mientras que un gran 40 % estaba por debajo de esa marca (Aja, 2014:228). Sin embargo, entre ellos la distribución de empleos era, siguiendo las mismas categorías, 23, 15 y 22 % (Eckstein, 2009:71).
Uno de los cambios más destacados dentro de la migración cubana en general, y en particular la orientada hacia Estados Unidos, son los motivos que la impulsan. En la academia cubana existe consenso, expresado en múltiples eventos y debates, en que, por lo menos desde la década de 1990, el factor determinante no es la política, sino la economía. Sin embargo, escasean los trabajos sobre ese aspecto concreto. En la literatura estadounidense y cubanoamericana que aborda la problemática migratoria cubana y la comunidad cubanoamericana, este tema tiene muy poca presencia.
En un texto publicado en 2007, pero con datos recogidos hasta 2004, se presentaron los resultados de un estudio psicohistórico con 100 sujetos, que ratifica el criterio predominante en Cuba. Para el período 1959-1979, el motivo fundamental percibido para emigrar era la inconformidad política, con 60 %, en tanto que una percepción desfavorable de la situación económica personal y familiar tenía 29 % de incidencia. Otras razones tenían mucho menos impacto: 7 % de inadaptación social y 4 % de reunificación familiar. En el período 1980-1989, lo cual puede asociarse directamente con la gran oleada de 1980, estas figuras cambiaron drásticamente, con 36 % para los problemas económicos y un extraordinario 39 % de inadaptación social. Esa cohorte es, en muchos sentidos, distinta a las demás. Las razones percibidas para la migración de 1994 y 2004 señalan en primer lugar la economía, con 76 y 70 %, respectivamente, en tanto que en un segundo lugar se encuentra la reunificación familiar, con 15 y 23 %, en tanto que la inconformidad política se sitúa en 6 y 5 %, y la inadaptación social es aún menor, con 3 y 2 % (Martín, 2007:214).
Esas cifras son muy claras: la nueva emigración cubana en general y hacia Estados Unidos en particular implica una transición parcial de una migración política, a una migración fundamentalmente económica y familiar. En la sociedad cubana de la década de 1990 en adelante, abandonar el país se convirtió en una estrategia familiar y personal para resolver una gama de problemas de tipo económico y lograr la realización de planes de vida, incluyendo los de índole profesional.
Esto no significa que la política no desempeñe un papel relevante, pues esa evaluación de situaciones y opciones se apoya en el criterio de que en el contexto cubano contemporáneo las alternativas dentro del país son limitadas, en parte por las decisiones políticas y los marcos legales. La migración es siempre un fenómeno multicausal, que en el caso de Cuba a partir de 1959 se hizo aún más complejo debido a los marcos dentro de los que se ha desarrollado. Factores económicos, sociopolíticos, familiares e incluso sicológicos y culturales condicionan los procesos globales y las decisiones individuales. La década de 1990 cambió la correlación entre esos factores, sin que ello signifique la exclusión de ninguno (Rodríguez, 2000). Pero las percepciones jerarquizan en un primer plano las motivaciones económicas, lo cual condiciona su actuación una vez llegados a su destino, donde se prioriza la progresión económica y el envío de ayuda a sus familias, por delante de la actividad política.
Durante la investigación, entre 2012 y 2014 entrevistamos en Miami a 51 cubanoamericanos de primera generación. Además de los 11 llegados en la década de 1960 que mencionamos antes, contactamos con otras cuatro personas que emigraron en 1980, y 36 que completaron el viaje a partir de la década de 1990. La muestra no es representativa, pues su selección respondió esencialmente a la disposición a ser entrevistados, sobre la base de ser personas nacidas en Cuba. Pero consideramos que es válida para confirmar y actualizar las tendencias que se desarrollan dentro de nuestro objeto de estudio registradas en 2007. Todas las entrevistas fueron conducidas como conversaciones informales, en las que se les preguntó por qué habían emigrado.
Del primer grupo, sólo uno señaló motivos económicos, mientras que los 10 restantes se refirieron a su desacuerdo político con la Revolución y los cambios político-sociales en Cuba. De los inmigrantes de 1980, tres señalaron los problemas económicos como razón fundamental, en la forma de la aspiración a obtener mayores ingresos y acceso a bienes materiales. El cuarto reportó conflictos familiares y sociales como los factores determinantes. El pequeño número de personas en este grupo limitó las posibles respuestas. Las personas de estas dos primeras cohortes tenían edades avanzadas (más de 60 años), salvo el caso de una mujer de 39 años al ser entrevistada.
El tercer grupo es el que presentaba mayor diversidad en edades, con personas entre 22 y 84 años de edad en el momento de la entrevista. De ese total, ocho declararon la reunificación familiar como su principal motivo. Dos refirieron formas de represión política en Cuba como factor decisivo. Los restantes señalaron razones que podemos catalogar como económicas. En este número se incluyen, por ejemplo, jóvenes graduados de universidades cubanas que escogieron la emigración como un camino para desarrollar estudios de posgrado en centros de prestigio internacional, que les diesen mejores oportunidades en los mercados laborales internacionales. En este grupo, el más numeroso, formado por los nuevos inmigrantes, la incidencia de motivos económicos fue 72.2 %, de la reunificación familiar fue 22.2 %, y las razones políticas 5.6 %. Es interesante señalar también que en cuatro casos la reunificación familiar fue considerada un medio para resolver problemas económicos, no un fin en sí mismo. Como se ve claramente, los resultados son consistentes con las tendencias reportadas por Martín Fernández.
Este es un factor no sólo de diferenciación metodológica, sino que en la práctica introduce una cuña dentro de la comunidad cubanoamericana, si tomamos en cuenta las características de su formación, que sintetizábamos en el acápite anterior. Uno de los entrevistados dijo que consideraba que había muchos castristas entre los cubanos que estaban llegando en los últimos tiempos y seguro muchos espías (Mario, inmigrante llegado en 1962, propietario de un restaurante, Miami, 2012). Esta expresión fue algo que escuchamos además en algunos espacios públicos que tradicionalmente sirven como centros de reunión de los viejos inmigrantes y lugares para actividades políticas, especialmente en el restaurante Versailles y el parque Máximo Gómez, ambos en la Pequeña Habana, Miami.
A lo anterior hay que sumarle una brecha cultural de gran importancia. Con esto nos referimos a un amplio espectro de manifestaciones, que incluyen desde las expresiones artísticas, como la música, uno de los elementos más conocidos de la identidad nacional cubana, hasta las costumbres cotidianas. Si recordamos que la migración, aunque nunca cesó por completo, tuvo períodos de baja incidencia, y le sumamos la limitada comunicación entre Cuba y su diáspora, podemos entender que las brechas generacionales típicas de cualquier sociedad se expresan con más fuerza en el caso de las distintas cohortes de cubanoamericanos. Uno de los inmigrantes de 1980 comentaba que incluso le era difícil en ocasiones entender lo que hablaban los llegados más recientemente, pues evidentemente la educación que habían recibido, tanto formal como familiar, era muy distinta de la suya (Rafael, inmigrante llegado en 1980, contratista de la construcción, Miami, 2014).
Esta fractura que estamos observando nos lleva a considerar la aplicabilidad del concepto de enclave étnico en esas circunstancias. En una primera aproximación, encontramos elementos para afirmar su pertinencia tal cual fue formulado. El censo económico de 2007 contabilizó 244 181 firmas con propietarios latinos en el condado de Miami-Dade, con un volumen de operaciones de 44 875 856 000 dólares, la mayor concentración de empresas hispanas en el país. Para ponerlo en perspectiva, el condado de Los Ángeles, el más poblado del país y además el de mayor población hispana, reportaba 225 791 empresas y operaciones por un monto de 30 683 743 000 dólares. De ese total, 117 798 empresas y 24 512 991 000 dólares pertenecían a cubanoamericanos. Si consideramos toda el área metropolitana de Miami, aproximadamente dos tercios de las empresas de propietarios cubanoamericanos se encuentran localizadas allí (U.S. Census Bureau, 2011).
Esto significa, incluso si sólo consideramos las empresas con propietarios de origen cubano, y no aquellas en las cuales los directivos cubanoamericanos tienen posiciones prominentes, que existe la capacidad de absorber una gran parte de la fuerza de trabajo disponible dentro de la comunidad. Y de hecho se mantiene un alto nivel de contratación de connacionales.
Otro aspecto que se hizo evidente cuando recorrimos las calles de Miami como observadores participantes, es el nivel de predominio, casi se puede decir la hegemonía, de que disfruta la comunidad cubanoamericana en lo que se refiere a la definición de los patrones evolutivos del mercado local, incluyendo los productos culturales. Baste señalar algo aparentemente tan simple como que el café elaborado al estilo cubano es servido prácticamente en todo el núcleo urbano, incluyendo sitios étnicos no cubanos, como tiendas argentinas, o en los grandes centros turísticos como Bay Side, o que platos cubanos dominen los menús de restaurantes de propiedad salvadoreña. O también que en las zonas centrales de la ciudad de Miami y en otros de los núcleos de toda el área metropolitana, se viva esencialmente en español, un español con tonos cubanos. O el hecho de que se siga denominando Pequeña Habana y siga estando estructuralmente controlada por los cubanoamericanos una franja de la ciudad a lo largo de la céntrica calle 8, en la que actualmente habita un número muy grande y en permanente crecimiento de nicaragüenses, mexicanos, salvadoreños, guatemaltecos, dominicanos y otros latinoamericanos.
Sin embargo, hay otros aspectos que debemos observar. En 2006, Portes y Shafer hicieron una revisión de la tesis del enclave ante los cambios en Miami. Ellos encontraron una considerable diferenciación entre las distintas cohortes residentes dentro de los marcos geográficos del enclave en cuanto a los niveles de ingreso. Un hecho recurrente en todos los estudios en este ámbito es que el ingreso promedio de los blancos no hispanos supera significativamente al de todas las otras comunidades étnicas. Sin embargo, cuando se controla por las variables cohorte y generación, los inmigrantes anteriores a 1980 y los nacidos en Estados Unidos son esencialmente indistinguibles de los blancos no hispanos comparables. Los llegados a partir de 1980 se encuentran significativamente por debajo. Controlando además por experiencia laboral, la segunda generación cubanoamericana sigue siendo esencialmente indistinguible de los blancos no hispanos y llamativamente los inmigrados de las primeras cohortes tienen ingresos significativamente superiores, mientras que los inmigrantes más recientes siguen estando significativamente por debajo (Portes y Shafer, 2006: 24-26).
Esto tiene varias lecturas posibles, incluyendo el uso del enclave como una plataforma de acumulación original para insertarse en la economía mainstream, especialmente para la segunda generación y sus descendientes. Pero también hay algo que salta a la vista: la fractura entre las distintas cohortes, visible en otros aspectos, tiene una expresión clara en la capacidad de obtener beneficios del enclave. Dicho en otras palabras, las características diferenciadas de las distintas oleadas migratorias han hecho que los sectores que controlan el enclave exploten un mercado de fuerza de trabajo dividido en dos macrosectores, siguiendo la línea de las cohortes.
Ello implica a su vez que los nuevos inmigrantes que se insertan dentro del sector empresarial a través de distintas vías de acumulación primaria, tienen que hacerlo con niveles muy inferiores de apoyo de los connacionales mejor posicionados que lo que encontraron las cohortes iniciales. Es decir, que el enclave está evolucionando hacia una división interna muy visible, que puede saldarse con una marcada segregación. Este es un tema que debe ser seguido con detenimiento en el futuro.
Un factor adicional a considerar para comprender la ruptura interna de la comunidad es incremento sostenido de los vínculos con el país de origen. Un primer factor resulta muy lógico: los nuevos inmigrantes, como norma, tienen familiares y amigos residentes en Cuba. En un contexto de despolitización relativa y resignificación de la emigración para la sociedad cubana, el contacto con ellos resulta natural. Además, aunque el acceso a las tecnologías de las comunicaciones en Cuba es limitado, las vías y medios de comunicación son mucho más eficientes que lo que eran en décadas anteriores. Por otra parte, según datos proporcionados por funcionarios del Ministerio de Turismo cubano, el total de visitas de cubanoamericanos a la isla ha experimentado un crecimiento sostenido, hasta alcanzar los 300 000 en 2013. No hemos encontrado datos que reflejen la distribución por cohortes de esos grupos de viajeros, pero en el contacto con visitantes diversos hemos constatado un amplio predominio de los nuevos emigrados. En otras palabras, se han establecido canales para la comunicación permanente entre ambas costas del estrecho de Florida.
Esa comunicación tiene implicaciones bien visibles para la organización de la actividad económica de los cubanoamericanos, especialmente en Miami. La más llamativa de todas es la proliferación de negocios orientados hacia y dependientes de la relación con Cuba. De éstos, los primeros fueron las agencias de viajes que explotaban ese mercado. Desde la década de 1970 aparecieron algunas, como Marazul, pero actualmente su número se ha multiplicado y sus anuncios publicitarios se encuentran a todo lo largo de la calle 8. Junto con ellas se han expandido compañías especializadas en envíos de paquetes, documentos y dinero a Cuba, tiendas que venden piezas para autos de fabricación soviética y de Europa oriental que ruedan por miles en las calles cubanas, venta de teléfonos celulares desbloqueados para poder ser utilizados en Cuba, negocios dedicados al alquiler de joyas y prendas con las que un número de inmigrantes presume de su éxito cuando visita a sus familiares. En fin, todo un floreciente segmento del mercado minorista de bienes y servicios articulado en torno a la creciente circulación de personas y al flujo de paquetería y remesas entre los dos países. Tal proliferación sería simplemente impensable en las décadas de 1960 y 1970.
La relación transfronteriza se hace presente también dentro de la evolución de las preferencias en el consumo cultural. Actualmente se ha convertido en fenómeno recurrente y cada vez más normalizado por la circunstancias, que artistas de éxito en Cuba se presenten en Miami, con grandes afluencias de público. Durante nuestras visitas a Miami vimos los anuncios de actuaciones en lugares como el Miami-Dade County Auditorium de artistas cubanos no emigrados, como Ivette Cepeda, el dúo Buena Fe, Gente de Zona, entre otros. Situaciones como las protestas de una parte de la comunidad por la presencia de esos artistas en locales miamenses, si bien no han desaparecido del todo, se van atenuando, en la medida en que tienen menos apoyo y su capacidad para afectar el desarrollo de los espectáculos disminuye. La de mayor magnitud en los últimos años fue dirigida contra la presentación de Buena Fe, pero no consiguió impedir la actuación. Al tiempo que generó expresiones de rechazo entre cubanoamericanos de las cohorte más recientes, muchas de ellas publicadas en los distintos sitios digitales como Facebook y Twitter. Esta realidad genera nuevas posibilidades económicas, ahora en el mundo del espectáculo, y más ampliamente en las llamadas industrias culturales.
Todavía hay algunos aspectos a añadir. Un fenómeno aún relativamente incipiente y poco estudiado es el de la migración de retorno. Las condiciones de las primeras cohortes hacían muy poco probable que sus componentes adultos considerasen esa opción. Sin embargo, está comenzando a aparecer con mayor frecuencia, según hemos podido constatar por contactos personales. También ha tenido un impacto, todavía por medir, la modificación de la ley migratoria cubana realizada a finales de 2012 y vigente desde 2013. Con la modificación se eliminó el permiso de salida (una especie de visado de salida), y se extendió a dos años el período de permanencia continuada en el extranjero para considerar a una persona emigrante (Consejo de Estado de la República de Cuba, 2012).
Para entender las implicaciones, la condición de emigrado priva al ciudadano del derecho a tener propiedades en Cuba, de la capacidad de heredar, así como del derecho a participar en los procesos políticos formales del país. Esta modificación del marco legal ha creado condiciones favorables para formas de migración circular, en la medida en que, con estancias periódicas breves, los emigrados conservan sus derechos y propiedades en Cuba, algo que no era posible con anterioridad. Cuando relacionamos esto con la mencionada Ley de Ajuste Cubano y los programas de refugiados, es evidente que el período necesario para obtener la residencia permanente en Estados Unidos queda perfectamente incluido dentro del período señalado por la legislación cubana según la modificación de 2012.
Imbricada directamente con la creciente interconexión entre el país y su diáspora se encuentra la reforma económica en curso en Cuba. La conexión económica típica en estos casos son las remesas. Pero la apertura de espacios para el emprendimiento privado ha transformado una parte considerable de esas remesas en capitales para microinversiones. El impacto real de este fenómeno está todavía por determinarse, pero los primeros estimados son ilustrativos. Por ejemplo, de 379 restaurantes y negocios privados similares abiertos en La Habana en 2014, se estima que hasta 70 % fueron financiados por esa vía, fundamentalmente con fondos transferidos por personas emigradas a partir de la década de 1990 (Sánchez, 2015).
De aquí podemos extraer un corolario inmediato: la combinación entre la nueva inmigración cubana en Estados Unidos y los cambios en curso en Cuba ha generado vías, marcos e intereses que potencian la comunicación permanente y extendida entre los migrantes y su sociedad de origen. Conjuntamente con las formas emergentes de circularidad y migración de retorno, este desarrollo ha creado una comunidad transnacional real, según la definición de Portes. Con esto se termina por dibujar el cuadro de la fractura interna de la comunidad cubanoamericana.
Conclusiones
La evolución de la comunidad cubanoamericana entrando en el siglo XXI se puede sintetizar en una idea: se ha producido una importante ruptura, generada por el amplio volumen de la nueva inmigración, actualmente mayoritaria entre los nacidos en Cuba residentes en Estados Unidos. Este proceso se articula en torno a algunos ejes fundamentales: el cambio en la percepción de la emigración dentro de la sociedad cubana, la despolitización relativa de la motivación para emigrar, la formación y ampliación de la comunicación directa entre los emigrados y su país de origen, formas emergentes de circularidad migratoria y los flujos de microinversiones que están empezando a impactar en Cuba y a crear vínculos e intereses multidimensionales entre los cubanoamericanos y la sociedad cubana.
Los nuevos desarrollos en Cuba son parte integrante de este proceso, en el rol de generadores de cambio y también como efectos de la relación, dentro de los marcos de un proceso de reacomodo de la relación bilateral entre Cuba y Estados Unidos. Las manifestaciones de esa relación empiezan a hacerse visibles, pero todavía están en una etapa muy temprana.
Tal ruptura implica un cambio cualitativo de gran importancia en la estructura y comportamientos de la comunidad. Uno de los aspectos más significativos del cambio es la fractura del enclave étnico en dos partes, conectadas pero con dinámicas propias. Se necesitan todavía más estudios sobre este tema, pero pudiéramos estar presenciando un proceso de formación de una especie de enclave 2.0. Esta neoformación cuenta con escasos apoyos entre las cohortes precedentes, por lo cual su proceso de acumulación primaria transcurre por vías diferentes; pero existe dentro de los marcos definidos por la hegemonía cubanoamericana en Miami, y tiene acceso sin limitaciones morales o políticas al mercado en expansión articulado en torno a la relación con Cuba. Aquí subyace la pregunta de si la estructura emergente se establecerá por separado, si eventualmente sustituirá al enclave original, si será absorbida completamente por aquel, o si se integrará en un proceso de simbiosis que transformará a ambas partes. En todo caso es un proceso que está ocurriendo ante nuestros ojos que debe ser estudiado con detenimiento.
Por otra parte, se han creado las bases para un mayor acople de la cultura cubanoamericana con la cultura cubana global. Las preferencias de los cubanos residentes en Estados Unidos se aproximan cada vez más a las de los residentes en la isla. Con ello se borran poco a poco algunas de las barreras instaladas desde la década de 1960. En no poca medida, la migración cubana hacia Estados Unidos se aproxima a los rasgos más generales de las migraciones latinoamericanas homólogas.
Esto último significa una mayor aproximación a la definición de comunidad transnacional, según fue propuesta por Portes, que no se cumplía para las etapas tempranas de existencia de la comunidad cubana de Miami. Es necesario no perder de vista este aspecto, pues la comunicación sostenida puede implicar la generación de un lenguaje común y, lo que es más significativo, un sistema de valores y criterios compartidos a ambos lados de los estrechos de la Florida, construidos entre los nuevos inmigrantes y la sociedad cubana contemporánea, con la exclusión relativa de las primeras cohortes, adelantándose a la desaparición física de éstas.
Las manifestaciones de estos procesos se encuentran en todos los ámbitos, desde la economía y el arte hasta la política y las relaciones internacionales. La historia de Cuba muestra cuán importantes son esta clase de vínculos transfronterizos, por lo que es imprescindible mantener un seguimiento continuo de estos desarrollos. La comunidad cubanoamericana es uno de los factores que tenemos que conocer a profundidad para entender adecuadamente algunos de los procesos contemporáneos al interior de los dos países e incluso en las relaciones regionales. Más estudios complementarios son necesarios para lograr una comprensión real del carácter y papel de esa comunidad en el nuevo milenio.