INTRODUCCIÓN
El 25 de agosto de 2010 el diario El Universal de México publicó la noticia del descubrimiento de una fosa común con 78 cuerpos –58 hombres y 14 mujeres– en un rancho de la localidad de San Fernando, en el estado de Tamaulipas, al noroeste de México ( El Universal, 2010 ). Presumiblemente, se trataba de los cuerpos de migrantes que se dirigían a la frontera México-Estados Unidos y fueron víctimas de una banda vinculada al narcotráfico. La noticia se supo por el único sobreviviente, un joven indígena proveniente de una comunidad rural andina de la provincia de Cañar en el Sur del Ecuador.
Cuatro años más tarde, el 11 de marzo de 2014, una niña indígena ecuatoriana de 12 años de edad, proveniente de la misma provincia, encontró la muerte en un albergue de Ciudad Juárez, ciudad fronteriza ubicada a 1400 kilómetros de San Fernando. La noticia del diario El Comercio de la ciudad de Quito, indica que la niña estaba en su segundo intento de cruzar la frontera México-Estados Unidos para reunirse con sus padres en la ciudad de Nueva York, a la que habían emigrado hace diez años ( Castillo, 2014 ).
Estas dos noticias circularon globalmente provocando la reacción de Estados, organizaciones de la sociedad civil y demás actores institucionales que unánimemente condenaron el tráfico de personas como una realidad global lacerante y llamaron la atención sobre la relación cada vez más estrecha de estos hechos con el crimen transnacional organizado. La lectura desde los Estados y en los medios de comunicación masiva fue la de un problema de seguridad nacional que amenazaba en convertirse en un problema regional.
En contraste, a nivel local en las comunidades rurales de donde provenían estos dos migrantes estos acontecimientos no son extra-ordinarios, sino que forman parte de los relatos cotidianos de sus habitantes. Entre los pobladores del Cantón Cañar, perteneciente a la provincia que lleva el mismo nombre,2 la muerte o desaparición de un familiar migrante es una experiencia compartida por varios y, en muchas ocasiones, los cuerpos nunca son recuperados.3 El caso de Tamaulipas mostró entonces no solo la violencia del crimen organizado, sino que volvió visible un flujo migratorio que había permanecido relativamente desconocido hasta entonces: el de jóvenes integrantes de comunidades indígenas ecuatorianas que emprenden “el camino” hacia Nueva York y la Costa Este de Estados Unidos, donde se han asentado sus familiares y vecinos desde hace al menos veinte años.
De acuerdo al Censo de Población de 2010, el Cantón Cañar cuenta con alrededor de 59 323 habitantes, de los cuáles 45 916 provienen del área rural. 46 por ciento de la población rural se autoidentifica como indígena ( INEC, 2011 ). Cañar es el tercer cantón con mayor emigración internacional a nivel nacional y el único cantón donde ésta no ha disminuido en los últimos diez años ( Herrera, Escobar y Moncayo, 2012 ). Además, los datos expresan dos tendencias nuevas: una progresiva feminización y también el incremento en la salida de menores de edad ( ODNA, 2008 ).
De acuerdo a su relato, el joven indígena emboscado viajaba a reunirse con sus padres, quienes habían emigrado a Nueva York hacía cuatro años. Había dejado a su esposa, de 17 años, embarazada de su primer hijo con quien estaba unido desde que él tenía 15 años, (Diario digital INFOBAE, 2010 ). Así mismo, la niña muerta en la ciudad fronteriza viajaba con otra niña de su edad, también en proceso de reunificación familiar debido a la imposibilidad de que su padre o su madre para llevarla por vías regulares, pues no contaban con papeles de residencia legal en Estados Unidos.
Este artículo analiza la migración de familias indígenas ecuatorianas de la provincia de Cañar a la ciudad de Nueva York en el contexto de la agudización de la violencia en el cruce de la frontera mexicana. Optamos por un análisis que sitúe la violencia del tránsito en el marco de otras violencias estructurales que afectan la vida de estas familias. Las trayectorias migratorias muestran que junto a las condiciones cada vez más riesgosas del viaje, se han producido también importantes cambios en las condiciones de inserción de estos migrantes al mercado laboral y se han modificado sus formas de asentamiento. Esto ha producido una mayor precarización de las condiciones de reproducción social que vuelven menos posible los procesos de movilidad social y expone a los migrantes cada vez más a procesos de deportación.
En efecto, los proyectos migratorios y vitales de estas familias son muy distintos a aquellos que experimentaron otros migrantes ecuatorianos a la misma ciudad de Nueva York veinte o treinta años atrás ( Priblisky, 2007 ), y radicalmente opuestos a lo vivido por las familias ecuatorianas en España ( Pedone, 2006 ; Herrera, 2008 ). En primer lugar, la salida, el asentamiento y la inserción laboral se realizan en entornos cada vez más riesgosos y precarizados, en los que las redes sociales y familiares de ayuda se han visto debilitadas. En segundo lugar, las crisis económicas de 2001 y 2008, junto con las transformaciones del mercado laboral y los procesos de regeneración urbana de la ciudad de Nueva York, han producido un efecto de dispersión de estos migrantes en varios asentamientos cada vez más alejados de los tradicionales espacios de ocupación y socialización de la comunidad ecuatoriana en Queens, afectando también sus condiciones laborales y de reproducción social.
En tercer lugar, la condición de clandestinidad con la que inicia el viaje de estos migrantes indocumentados se mantiene durante su experiencia de asentamiento e inserción laboral en la ciudad. Finalmente, las familias indígenas reproducen vínculos intensos con sus familiares y comunidades, a pesar de que muchos de sus miembros no han regresado a sus comunidades de origen en diez o quince años. Se trata de un transnacionalismo forzado y bastante más precario, diferente de aquellas conexiones que tejen los migrantes ecuatorianos en Nueva York con trayectorias de más de treinta años en la ciudad. Estos últimos sí han alcanzado cierta movilidad social y muchos han configurado una suerte de vivir transnacional que incluye retornos temporales, negocios étnicos, conexiones económicas e incluso redes políticas ( Caro-López, 2012 ).
El análisis se basa en trabajo de campo multisituado realizado primero en las comunidades del Cantón Cañar, en las parroquias de Zhud y General Morales, entre los años 2010 y 2013, y posteriormente, en varios lugares de asentamiento de la población indígena en Nueva York y sus alrededores: los sectores de Bushwick y Ridgewood, en Brooklyn y Queens, en Jamaica Queens, el área de Castle Hills en el Bronx, Ossining en el estado de Nueva York y Milford, Massachussetts.4 El trabajo en Estados Unidos se realizó en dos etapas: una primera en 2012, en la cual se entrevistó a familiares de personas provenientes de las parroquias de Zhud y General Morales en Cañar, con las que se había trabajado previamente en un proyecto sobre impactos de la migración en el desarrollo local.
El artículo también recoge entrevistas realizadas en Bronx, Nueva York, en 2016, con otros familiares de las mismas parroquias. En total se pudo reconstruir a 15 unidades familiares provenientes de las parroquias rurales mencionadas. Se entrevistó a varios integrantes de las familias tanto en Ecuador como en Estados Unidos. Si bien la muestra no pretendía seleccionar personas indocumentadas, la gran mayoría de los entrevistados permanecían indocumentados al momento de la entrevista, incluso quienes contaban con diez o más años de residencia en Estados Unidos. Una excepción la constituyeron algunos jóvenes que en 2016 habían podido beneficiarse de DACA.
La mayoría de las familias tenían hijos nacidos en Estados Unidos y también en Ecuador, que nacieron antes de la migración. Se trata de familias que la literatura ahora denomina familias mixtas ( Debry, 2015 ), para significar que están constituidos por algunos miembros que cuentan con la nacionalidad estadounidense y otros no. Casi todos los entrevistados habían llegado en la primera década de 2000, aunque algunos de sus parientes que al momento de la llegada sirvieron como redes de apoyo habían migrado varios años antes. También se hicieron diez entrevistas a migrantes mestizos provenientes de la provincia de Cañar, pero de origen urbano y que habían llegado a Estados Unidos antes de 2000. Estas entrevistas se realizaron en los tradicionales asentamientos de la comunidad ecuatoriana en Nueva York –Ridgewood, Corona Queens y Buschwick–, a través de contactos con asociaciones y autoridades consulares.5 El sentido de estas entrevistas fue captar la trayectoria de los migrantes de la región sur del Ecuador que antecedieron la llegada de la migración indígena de Cañar, y contar con elementos comparativos que permitan identificar las diferencias entre los dos grupos de migrantes.
El artículo está dividido en seis secciones. La primera parte presenta el marco conceptual desde el que se analiza la convergencia entre precariedad laboral y construcción social de la ilegalidad, que sirve como base para interpretar la experiencia de la migración indígena ecuatoriana a Nueva York. La segunda sección examina algunas de las características de las comunidades de origen para contextualizar la existencia de una cultura de la migración instalada por condiciones estructurales de exclusión. La siguiente sección analiza la salida, luego el asentamiento en los lugares de destino y, finalmente, se presentan las estrategias de inserción laboral haciendo hincapié en las diferencias entre hombres y mujeres. Se concluye con algunas reflexiones sobre las diferencias existentes entre estos migrantes post 2001 y aquellos ecuatorianos que migraron con anterioridad.
PRECARIEDAD LABORAL Y CONSTRUCCIÓN SOCIAL DE LA ILEGALIDAD
En sintonía con la literatura sobre la construcción social de la ilegalidad que se ha desarrollado en los últimos años en el campo de los estudios migratorios ( Donato y Armenta, 2011 ; Boehm, 2012 ; Debry, 2015 ; Golash-Bouza y Hondagneu-Sotelo, 2013 ; Ábrego y Menjívar, 2012 ; Oliviero, 2013 ; Brotherton y Barrios, 2008 ; Shrover, Van Der Leun, Lucassen y Quispel, 2008 ), este artículo concibe a la ilegalidad como una condición social y contingente, que se ajusta a realidades históricas y contextos políticos específicos. Sostenemos que esta condición social de “ilegalidad” cobra existencia al inicio del proyecto migratorio en la localidad de origen, y se refuerza en la vida cotidiana a la que se ven abocados los migrantes en las actuales condiciones del mercado laboral que los empuja a una constante movilidad y dispersión en los asentamientos. El texto examina cómo el lugar de salida y el mismo viaje contribuyen a la construcción social de la ilegalidad y de qué manera estas experiencias, producto de las restricciones impuestas por la política migratoria, convergen con una inserción laboral muy precaria.
El análisis se nutre de dos campos que han sido especialmente influyentes para entender este nuevo momento de la migración indocumentada en Estados Unidos. Por un lado, están las transformaciones hacia una economía postproductiva en la ciudad global ( Sassen, 2000 ; Waldinger, 1996 ; Chin, 2005 ; Cordero-Guzmán, Smith y Grosfoguel, 2001 ) que han modificado considerablemente la relación de los y las migrantes con el mercado de trabajo. Varios autores han mostrado que la globalización económica se asienta en procesos de feminización y racialización de los mercados laborales que han significado mayor precariedad y flexibilización de las condiciones de trabajo ( Flores-Gonzáles, Guevarra, Toro-Morn y Chang, 2013 ). En el caso de la ciudad de Nueva York este proceso de reconfiguración del mercado laboral significó, por ejemplo, la drástica disminución de los talleres textiles que empezó en los años 1980, espacios ocupados principalmente por mujeres migrantes de muchas nacionalidades, entre ellas, mujeres ecuatorianas. Pero además, el mercado laboral se vio alterado por las crisis económicas de 2001 y 2008. La primera, producto del atentado a las Torres Gemelas, significó la reubicación de varias empresas y negocios financieros fuera de la ciudad, afectando la economía de los servicios y la mano de obra migrante masivamente empleada en este sector. En cambio, la crisis global de 2008 impactó en sectores económicos como la construcción, especialmente importante para los migrantes indígenas ecuatorianos varones.
Sin los talleres textiles, o las llamadas factorías, las mujeres van a incursionar en la venta ambulante y el trabajo doméstico pagado por horas; actividades que, como lo han señalado varias autoras, brindan a las mujeres cierta flexibilidad para combinar sus labores productivas y reproductivas aunque no ofrecen seguridad alguna en términos de ingreso y otros beneficios ( Muñoz, 2013 ). La crisis en el sector de la construcción va a significar la búsqueda trabajo por parte de los varones fuera de la ciudad de Nueva York. Los cambios en el mercado laboral para hombres y mujeres van a empujar a varias familias ecuatorianas a salir de la ciudad hacia otros destinos y a buscar empleo en otros nichos. Por ejemplo a los estados de New Jersey y Massachussetts, o a la región norte del estado de Nueva York.
Por otro lado, retomamos la creciente literatura que examina el impacto del endurecimiento de la política migratoria en la vida cotidiana de los migrantes ( Donato y Armenta, 2011 ; Debry, 2015 ; Boehm, 2012 ). Estas autoras han subrayado la importancia de ir más allá de la condición legal y entender que estar indocumentado o “no autorizado” es principalmente una condición social y además, contingente en términos de tiempo y espacio ( Donato y Armenta, 2011 ). Estos trabajos coinciden en señalar que la condición de “ilegalidad¨ en la década de 1980, e inclusive hasta 1990, no significaba realmente una amenaza o constricción en la vida de las familias migrantes indocumentadas.
Por el contrario, en los últimos quince años la restricción del movimiento y, más aún, el crecimiento exponencial de las deportaciones y las devoluciones en la frontera, hacen de la condición de “ilegalidad” un fantasma que condiciona de manera diferenciada la vida cotidiana de hombres, mujeres y niños/as ( Debry, 2015 ). Pero, además de la zozobra, los trabajos de Boehm (2012) y Debry (2015) muestran que la condición de ilegalidad se convierte en un factor de estratificación social tan potente como la clase o la raza. Por ejemplo, el hecho de que niños en una misma familia tengan o no documentos de residencia puede producir diferencias en el acceso a la educación e inclusive a la salud, en algunos estados.
Es decir, la condición de ilegalidad incide en las oportunidades que esa persona encuentra en su proyecto de vida. Más aún, De Génova (2002) acuña el concepto de “deportabilidad” como un constructo político que ejerce un poder disciplinador sobre la vida de los migrantes. Para este autor el régimen de deportación no es solamente un mecanismo del Estado para expulsar ciudadanos considerados “no deseables”, sino fundamentalmente un régimen de disciplinamiento y control social que constituye al migrante indocumentado en deportable a través de determinadas leyes, reglamentos y procedimientos varios. Esta condición de deportabilidad es entonces producida por el Estado.
Para De Genova y Peutz (2010) este espacio de invisibilidad forzada y subyugación se materializa en la vida del indocumentado de muchas maneras. Por un lado, varias actividades consideradas comunes y corrientes –mundanas– como trabajar, manejar un auto o viajar libremente se convierten en delito. En segundo lugar, la restricción de la movilidad física puede inducir mayor inclinación a aceptar situaciones de explotación laboral. En tercer lugar, puede provocar en los migrantes lo que De Génova denomina “una forzada orientación hacia el presente”, es decir, el proyecto migratorio parece moverse en un tiempo circular, en un acto en permanente reconstrucción, imposibilitando un sentido de proyección ( De Genova, 2002 ).
Las trayectorias migratorias y laborales de los y las indígenas migrantes de Cañar residentes en Nueva York y sus alrededores muestran que tanto la precariedad, producto de la reconfiguración de los mercados laborales globales, como la deportabilidad, conforman el marco en que despliegan sus estrategias de vida.
CAÑAR INDÍGENA Y MIGRANTE
Sin embargo, precariedad y deportabilidad no puede ser entendidos solamente a partir de las condiciones estructurales en las ciudades de destino. Es necesario también una mirada atenta a cómo los lugares donde se origina la migración configuran la experiencia migratoria y las desigualdades que experimentan estas familias. En efecto, estos migrantes provienen de sectores rurales pobres, con procesos de minifundización creciente de sus tierras cuyo usufructo ya no cubre desde hace mucho tiempo sus necesidades de reproducción social. Son sectores que han combinado desde hace varias generaciones la migración interna con las actividades agrícolas ( Vaillant, 2013 ; Rebaï, 2008 ; Jokisch, 2002 ).
También son sectores sociales con largas historias de dominación y resistencia a prácticas racistas por parte del Estado y los grupos mestizos locales, y con una memoria importante de lucha por la tierra ( Vaillant, 2013 ; Eguiguren, 2015 ). La migración constituye entonces no solamente la búsqueda de un mejor futuro económico para sus familias, sino una experiencia donde esos clivajes de dominación –de clase, étnicos y de género– se viven de manera distinta.
La emigración desde el Cantón Cañar ha mantenido un ritmo sostenido en los últimos quince años, en contraste con lo ocurrido en el resto del Ecuador, donde ha disminuido la salida de emigrantes ( Herrera et al., 2012 ). La cadena migratoria iniciada hace cincuenta años se sigue reproduciendo y ampliando en toda la región. La crisis estructural de las comunidades rurales por el proceso de minifundización, el problema de acceso al agua, el desempleo y la expansión de las redes migratorias han extendido el imaginario de la migración como una posibilidad cada vez más cercana para los habitantes del Cantón Cañar. En estos últimos quince años son las comunidades indígenas las que han entrado activamente a estas cadenas. Así, en los censos poblacionales de 2001 y 2010 las parroquias rurales mayoritariamente indígena de Zhud y General Morales del Cantón Cañar, encabezaron las cifras migratorias.
Además, el patrón tradicional de una migración rural masculina va cediendo paso a una migración cada vez más feminizada. Un flujo silencioso y persistente de mujeres indígenas salen a hacer el camino. Al igual que el estudio de Boehm (2012) sobre familias transnacionales entre México y Alburquerque, en Cañar la infidelidad no es tan temida como el que los cónyugues dejen de enviar remesas para el sustento diario y la compra de activos que puedan asegurar un futuro de bienestar para las familias. Por ello, muchas mujeres deciden reunirse con sus parejas argumentando que tiene que evitar el abandono conyugal. El grado de endogamia entre las parejas tanto en Cañar como en Nueva York es muy alto, pero además el lazo de parentesco y étnico persiste y configura las estrategias migratorias y laborales. Por ejemplo, varios jóvenes relataron que no conocían personalmente a los familiares con los que se encontraron al llegar y facilitaron su venida a Estados Unidos, a pesar de ello, el lazo de confianza basado en el parentesco es suficiente para emprender el viaje y migrar.
La proporción de los migrantes que dejan hijos/as menores de 18 años en origen es más alta en los hogares indígenas (67%), sobre todo cuando las que se van son las mujeres (69%). Mientras 26 por ciento de los niños y niñas de Cañar tiene a uno o a ambos padres en el extranjero, el porcentaje sube a 36 por ciento cuando se trata de hogares indígenas ( ODNA, 2008 ). De las entrevistas a jóvenes indígenas en Nueva York se pudo colegir que varios de ellos vivieron infancias separados de su mamá y su papá, a cargo generalmente de sus abuelos, y cuando llegaron a Nueva York pudieron compartir la vida cotidiana con sus padres y madres y reconocerse nuevamente.
Se trata, además, de familias que mantienen intensas conexiones a la distancia. Así, de acuerdo a la encuesta PIC-FLACSO (2012), 80 por ciento de las familias en estas dos parroquias mantiene relación con sus familiares en Estados Unidos, ya sea porque se comunican regularmente (al menos una vez al mes), porque reciben regalos –sobre todo ropa (al menos dos veces al año)– y porque reciben remesas (mensualmente y cada tres meses en su mayoría, de hijos/hijas y esposos).
En definitiva, similar a muchas localidades y regiones de México o Centroamérica, en las parroquias indígenas de la provincia de Cañar la migración internacional forma parte de las estrategias de reproducción social de varias generaciones. Pero, a diferencia del caso mexicano, esta migración no ha disminuido en los últimos años sino que, por el contrario, se ha sostenido a pesar del creciente riesgo que significa el cruce las fronteras para los migrantes y los cambios en los mercados laborales donde se insertan.
“HACER EL CAMINO”
En efecto, casi la totalidad de los migrantes entrevistados, antiguos y más recientes, indígenas y mestizos, cruzaron la frontera México/Estados Unidos por vías clandestinas con la ayuda de “pasadores”, “coyoteros” y prestamistas, siendo partícipes de una industria ilegal de la migración indocumentada instalada en este circuito Cañar-Nueva York desde hace muchos años. El cruce de la frontera ha sido analizado por otros autores como Jason de León (2013) quien examina las acciones de la patrulla fronteriza en el desierto de Arizona y relata la historia de la desaparición de una mujer ecuatoriana en el desierto, y también por Voigt (2013), en el caso de las violencias a las que se enfrentan los centroamericanos al cruzar México camino a Estados Unidos.
Al igual que estos trabajos, los testimonios de los migrantes de Cañar muestran que a diferencia de hace años, hacer el camino puede tener una connotación de viaje sin retorno. Cada una de las personas que deja su comunidad sabe que la llegada ya no es segura y el retorno es incierto. Lo señalan las huellas de los que se han ido, sus casas vacías, sus terrenos baldíos, las madres y padres ausentes, y también están las historias de los desaparecidos ( De León, 2013 ). Es decir, el endurecimiento de las políticas migratorias en Estados Unidos impacta en la misma geografía de los lugares de salida de la migración y la vida de sus habitantes.
Las personas que emprenden el viaje no están solamente cruzando las fronteras en busca de un trabajo en el Norte. Hacer el camino también crea un sentido de empatía y de identificación como si a partir de allí se cruza también una frontera subjetiva y se empieza a ser migrante “ilegal”.
Me fui en barco hasta Guatemala, luego en bus y luego caminando, caminando caminando hasta la frontera, luego hasta Los Ángeles… caminando y luego en bus hasta Brooklyn... Lo más duro para mí era para salir a tierra, cuando nos subieron a las lanchas, después de los ocho días que estuvimos en el agua, es la salida… quince horas en lancha… eso es lo más feo para mí, el agua salada le parte la cara, le parte la piel [a una], parece que ya se vira y si se cae ahí... ahí queda..., el agua le golpetea, de los golpes parece que le han arrastrado después… de ahí lo que se camina, se camina escondido por los cerros, con miedo de los pantanos... (Rosa, retornada, Cañar, agosto 2012).
Las experiencias de incertidumbre y desasosiego de hombres y mujeres durante el viaje los coloca en una situación de vulnerabilidad extrema al entregar su vida y literalmente sus pertenencias a personas desconocidas, pues en muchos casos se les confisca objetos personales que denoten que son viajeros. Al tiempo que deben negar su condición de migrantes viajeros, traspasan el umbral de lo permitido y se constituyen en “ilegales” antes de llegar a territorio estadounidense.
Los relatos dejan ver que las travesías se han complejizado; los viajes son más largos, por rutas más entreveradas que comprender mar y aire. Nuestros viajeros andinos están acompañados cada vez más por hombres y mujeres de todo el mundo. Los y las entrevistadas recuerdan a viajeros de la India, de China, Perú, Colombia, además de los centroamericanos. En varias ocasiones son devueltos a la frontera mexicana y vuelven a hacer el cruce hasta tres veces.
La estrategia frente a las devoluciones y al endurecimiento de las condiciones del viaje ha sido mimetizarse entre los otros migrantes, principalmente los centroamericanos o mexicanos. Esta es la forma aconsejada por los propios coyoteros o la misma gente devuelta que está en su segundo y tercer intento.
Lo anteriormente descrito tiene consecuencias no esperadas, pues algunas veces las personas no son encontradas precisamente porque han ocultado su nacionalidad ( Álvarez, 2016 ). Esto difiere de los relatos de migrantes que llegaron alrededor de 1980 e inclusive en 1990, que si bien también cruzaron clandestinamente por México, lo hicieron en menos tiempo, a menor costo y sin zozobra. Por ejemplo Oswaldo, quien ahora es propietario de un restaurante de comida ecuatoriana en Brooklyn, salió de Cañar y en una semana estaba ya en Nueva York. Realizó un viaje por avión a la ciudad de México y cruzó la frontera en tres días. Oswaldo, además, pudo beneficiarse de la regularización migratoria de IRCA en 1986 (Immigration Reform Contral Act) a través de la cual se legalizaron aquellos migrantes que llegaron a los Estados Unidos antes de 1982. También difiere de la forma en que los ecuatorianos emigraron a España a finales de 1990, quienes generalmente entraron a España con visado de turista y se quedaron a trabajar. Este grupo de migrantes se benefició de un programa de regularización emprendido por el gobierno español en 2005; además, al día de hoy muchos han adquirido la nacionalidad española.6
En definitiva, la “ilegalidad” como identidad, estigma o marcador social queda entonces instituida en el viaje. Pero los relatos migrantes también apuntan a la superación de situaciones adversas, inclusive luego de experimentar detenciones y devoluciones. Es decir, al tiempo se que constituyen como “ilegales” los migrantes aprenden a navegar con esta condición, aunque sea de manera precaria y riesgosa. Al momento que se instituye la ilegalidad también se la transgrede.
EL ASENTAMIENTO: DEL ENCLAVE ÉTNICO A LA DISPERSIÓN
Pero el viaje también trae secuelas de más largo aliento. Esta práctica de confundirse entre otros va a ser una forma de estar en el mundo, en su condición de migrantes, que perdura después del viaje. Produce con el tiempo una especie de invisibilización, un no hacerse sentir para escabullirse de los riesgos y del peligro. A la violencia del cruce se suma ahora la condición de deportabilidad en la vida cotidiana; los migrantes indígenas buscan pasar desapercibidos y parecen ser invisibles en el mismo entorno donde habitan. Así, el párroco de una de las iglesias más frecuentada por los migrantes ecuatorianos en Brooklyn, incluidos los indígenas quichua-hablantes de las comunidades de Cañar, no sabía que a su iglesia asistían personas quichuas hablantes: mujeres que en su tiempo libre siguen hilando o cosiendo sus polleras para las fiestas, jóvenes con grupos de música y danzantes de Cañar.
Su presencia resuena solamente cuando surgen conflictos con las autoridades locales o federales. Por ejemplo aquel vivido en septiembre de 2011 en la comunidad de Milford, en Massachussetts, a raíz de un atropellamiento por parte de un migrante indígena de un joven de origen italiano. La comunidad local organizó una serie de protestas y pidió la expulsión de los migrantes de la zona, acusándolos de violencia y consumo excesivo de alcohol.7 A raíz de este evento, muchos migrantes han dejado de conducir o lo hacen en altas horas de la noche, para evitar el control por parte de los agentes, pues existen varios casos de detenidos por licencias caducadas o falta de papeles que han derivado en deportaciones. Este es el caso de Juan, luego de un episodio con la policía por manejar con su licencia caducada enseñó a manejar a su esposa, quien por ser mujer es menos visible para la policía. Esto confirma lo que otros estudios han mencionado sobre la construcción masculina y racializada de los “ilegales” ( Golash-Boza y Hondagneu-Sotelo, 2013 ).
A este ocultamiento también han contribuido los cambios en las formas de asentamiento. Si bien Queens concentra 63 por ciento de la población ecuatoriana en Nueva York (125 891 personas en 2008), el Bronx, donde se asienta mayoritariamente la población indígena, pasó de 12 277 a 29 314 ecuatorianos entre 1990 y 2008 ( Caro-López, 2011, p. 8 ). Pero además, las familias indígenas entrevistadas relatan un recorrido de cambios residenciales constantes. Si bien en su mayoría llegan a Brooklyn o Newark en el estado de New Jersey, al poco tiempo se instalan en otros lugares como el Bronx o en pueblos satélites de Nueva York, como Spring Valley u Ossining. Un factor que ha influido considerablemente en esta dispersión, es el encarecimiento de los arriendos debido a los procesos de gentrification –o regeneración urbana– que han convertido a zonas como Bushwick o Ridgewood, tradicionalmente latinas y de mucha población ecuatoriana, en barrios para jóvenes estudiantes o profesionales de clase media, generalmente blancos.
Así, aunque algunas familias indígenas todavía viven en este sector y allí se encuentra tanto la principal iglesia católica a la que asisten como también una iglesia evangélica liderada por un pastor quichua de Cañar, muchas de las familias han salido del barrio y residen ahora en Jamaica Queens, junto con comunidades indias y pakistaníes, en el sector de Chinatown de Queens. Esta dispersión los aleja de las redes familiares, siendo las mujeres las más afectadas, por carecer de redes de ayuda de cuidado y también del contacto cotidiano con una comunidad fuerte. Muchas de las mujeres que entrevisté, hijas y madres, no se visitaban por cerca de dos o tres meses, algo impensable en sus comunidades de origen. Pero además, tanto el desplazamiento de ciertos centros de trabajo fuera de Manhattan, a partir del evento del 11 de septiembre de 2001, como la búsqueda de nuevos nichos laborales, ha empujado también a estas familias a salir de los enclaves tradicionales originales de la comunidad ecuatoriana en Nueva York.
INSERCIÓN LABORAL
Los hombres: recorriendo los suburbios en busca de techos y jardines
Uno de los temas más recurrentes en mis conversaciones sobre las trayectorias migratorias y laborales con los migrantes más antiguos, anteriores a 2001, era que los tiempos pasados fueron mejores. Así, por ejemplo Juan, mestizo oriundo de la ciudad de Biblián en la provincia de Cañar, llegó a Nueva York en 1984. Juan provenía de una familia de campesinos y empezó a trabajar a los doce años como ayudante de su tío transportista. Muy pronto migró a Guayaquil para trabajar temporalmente en la industria camaronera, hasta que un primo lo convenció de viajar a Nueva York en 1984, donde ya residían varios familiares. Al llegar Juan empezó a trabajar lavando platos en el mismo restaurante que su primo. Desde entonces se mantuvo en el sector de los servicios de restauración y poco a poco, al pasar de los años, logró hacer un capital que le llevó a invertir en su propio negocio. En el momento de la investigación era propietario de un restaurante de comida ecuatoriana en Brooklyn. Si bien esta es una trayectoria particularmente exitosa –la de convertirse en propietario de un negocio– presentaba dos elementos que sí son generalizables para el conjunto de trayectorias anteriores a 1990 y que son, por un lado, la inserción en un nicho laboral relativamente estable, que es el trabajo en restaurantes, en el que empieza un proceso laboral ascendente desde lavaplatos hasta cocinero, y por otro lado, la posibilidad de obtener papeles de residencia legal, lo cual significa, si no el asentamiento definitivo, al menos la reunificación familiar.
En contraste, aquellos migrantes que llegaron después de 2001 tenían trayectorias laborales menos estables, y se habían visto imposibilitados de obtener papeles. Más bien, sus trayectorias mostraron complejos entramados de un ir y venir entre la temporalidad, la precariedad y el desempleo. El “día a día” es la regla.
En efecto, los varones indígenas de Cañar post 2001 compartían y comparten hasta ahora nichos laborales con los migrantes recién llegados desde Honduras y Guatemala. Los hombres ocupaban un nicho particular de la construcción, que era el del mantenimiento de techos (el roofing), y el trabajo como jardineros en las casas de suburbio de la clase media, general pero no exclusivamente blanca. Estos eran principalmente trabajos estacionales que se realizan en el verano. Se organizaban en cuadrillas de cuatro o cinco personas al mando de un maestro albañil que hacía de intermediario para conseguir los contratos con los dueños de las casas. El sistema era muy parecido al trabajo de jornal en los campos españoles o mexicanos examinados por Lara Flores (2006) o Pedreño (2007) . En esos trabajos funcionaban las redes familiares y de pertenencia territorial.
La mayoría de los entrevistados trabajaban con o para parientes y/con o para personas de su comunidad. Se trataba de cuadrillas de la construcción que se movilizan en el área de tri-state, que comprende Nueva York, New Jersey y Connecticut. Su radio de acción era bastante amplio y se ensanchaba cada vez más debido a la escasez de contratos. Si algunos años previos a la investigación se podían quedar en un solo sector, después debían recorrer varios lugares. La idea de moverse constantemente era una necesidad de sobrevivencia, no sólo por la búsqueda de trabajo sino por su situación de indocumentados, ya que intentaban evitar ser detectados en un solo lugar.
Dos factores en particular caracterizaban la precariedad de sus labores. Por un lado, se trataba de servicios prescindibles: “si el invierno no es fuerte, no hay trabajo en el verano” (o sea que no se dañan los techos y por tanto no hay necesidad de repararlos). Por otro lado, estaba la temporalidad y falta de regularidad. Pues como lo relató un entrevistado “hay semanas enteras en que no hay trabajo”. Las temporadas de invierno eran especialmente difíciles, por eso se trabajaba hasta 15 horas diarias en el verano para poder tener ahorros para el invierno “de vacas flacas”, tal como sucede con los ciclos agrícolas del campo. La idea de falta de trabajo era una fuente permanente de angustia, especialmente entre los recién llegados. A pesar de la dureza de las condiciones de trabajo en el verano debido a las altas temperaturas, los entrevistados se quejaban de que algunas veces los empleadores suspendían las labores, quedándose entonces sin ingresos:
[…] uno se siente desesperado, esta semana misma sólo trabajé un día, no se aguanta uno afuera. Además no se trabaja por las aguas, no se trabaja por el calor, no se trabaja por el frío...., no nos dejan trabajar los supervisores, entonces uno se siente desesperado y no se sabe cómo se va a pagar la renta, la comida misma, allá [en Ecuador] si uno no trabaja un día no pasa nada… se pasa dos, tres, cuatro días sin trabajar y no pasa nada, se tiene la casa, la comida... cualquier cosa… aquí no, aquí si no se trabaja un día no se paga la renta… por eso me siento desesperado, eso no me enseño 8 … Yo no trabajaba en construcción allá, por eso me agarra de nuevo… aquí uno se siente desesperado si no trabaja un día (Humberto, Ossining, NY, noviembre de 2012).
En otro momento, Humberto relató sus distintos trabajos en lavanderías, restaurantes y jardines. El recorrido que nos contó Humberto, con seis meses de estadía, no era muy distinto del que relató su cuñado David, con siete años de residencia en Estados Unidos.
En una ocasión, David me recogió de la estación de tren en un auto Ford 4 X 4, la presencia del auto me hizo pensar en una migración exitosa, al menos económicamente hablando. Sin embargo, David empezó señalando la escasez de trabajo por la crisis, pero también por la competencia con la llegada de centroamericanos al nicho de la reparación de techos: “por eso pagan 60 y 70 (dólares) el día y la gente acepta y cuando ya están ahí se dan cuenta que no es conveniente.” Es decir, se confirmó que la forma de trabajo era a través de contratistas por jornal. Él había trabajado bajo esa modalidad todo el tiempo: cortando césped, arreglando techos, de pintor, en cableado, haciendo muros, arreglando jardines. Me relató con un sinfín de detalles prácticamente los mismos oficios que Humberto. Estas historias de precariedad se repetían en varios de los hogares entrevistados, los más antiguos eran de contratistas, y traspasaban la crisis y la escasez de trabajo a los jornaleros, bajando los salarios y las horas de trabajo.
Por otra parte, un factor adicional que entorpeció esta movilidad en el trabajo del roofing fue la medida que tomada por el estado de Nueva York de no revalidar las licencias de conducir a personas que no tuvieran regularizada su residencia en el país. Esto significó que muchos de estos contratistas tuvieron limitaciones de movimiento, pues a pesar de los años y del dinero acumulado no contaban con papeles. El trabajo dependía entonces no solamente de la demanda de trabajo por parte de los propietarios de los suburbios de clase media, sino también por el marco legal al momento de la investigación que limita sus movimientos: Estado, deportabilidad y mercado se articulan para configurar una inserción laboral precaria para estos migrantes.
Por último, si bien todos estos trabajos se presentaban como estructuras de oportunidades enclaustradas en redes de parentesco y de pertenencia territorial, esto no las hacía necesariamente solidarias u horizontales. Por ejemplo, en algunos casos se pudo constatar cierta conexión entre las redes que arreglaban la ida de los migrantes y aquellas a través de las cuales consiguía el primer trabajo. Esto puede significar una vinculación entre el pago de la deuda por el viaje y el trabajo conseguido, que vincula la precariedad con posibles redes de tráfico de personas.
En definitiva, la precariedad que caracterizaba la inserción laboral de los varones tenía que ver con determinadas condiciones de trabajo, es decir su inestabilidad, su temporalidad, la incertidumbre y la dureza del mismo. Ahora, los ingresos obtenidos podían ser altos en ciertos períodos, cuando se obtenían buenos contratos, e inexistentes en otros momentos. El pago de las deudas por el viaje, la necesidad de enviar remesas a los familiares y las expectativas sobre la construcción de la casa de la familia de los familiares que se habían quedado en Ecuador, hacían que los varones migrantes todavía prefirieran quedarse en Estados Unidos, a volver a las condiciones de pobreza de sus comunidades, pues significaría demostrar fracaso.
Inserción laboral: las mujeres en busca de casas que limpiar
Si los hombres recorrían los suburbios en las Vans en busca de techos para reparar, las mujeres salían en otras Vans a buscar casas que limpiar. Al igual que la construcción, estos trabajos eran y son organizados por coterráneos o, al menos, por connacionales. María Antonieta vivía desde hacía seis años en Ossining y desde el inicio trabajó con una señora mestiza de Girón, Provincia de Azuay, Ecuador, limpiando casas. Ella era quien conseguía las casas y llevaba en su auto a cuatro mujeres por varios condados de la ciudad de Nueva York. Generalmente alcanzaban a limpiar tres o cuatro casas al día en jornadas de siete de la mañana a ocho de la noche y, al igual que los hombres, recibían un jornal, que era mucho más bajo que en la construcción, pues en limpieza oscilaba entre 60 y 70 dólares, mientras que en la construcción los varones recibían alrededor de 200 dólares al día. María Antonieta, oriunda de Zhud –parroquia rural indígena del Cantón Cañar–, estaba cómoda con esta modalidad, le gustaba moverse por todos lados, prefería ese trabajo que estar en un restaurante o en una lavandería. La llevaban a “Connecticut, al Bronx, a Jersey City, a Queens, y a distintas casas... de morenos, de chinos, de americanos...”
Así como existen todavía estas cuadrillas de mujeres recorriendo casas, este tipo de organización se repite en el ejercicio de otros oficios, esta vez interétnicos. Es el caso de manicuristas o personas que trabajaban en salones de belleza que eran contratadas por los dueños de estos lugares, generalmente hombres coreanos, que recogían a las mujeres por la mañana y las regresaban a sus casas en la noche, luego de extenuantes jornadas.
Un artículo del New York Times reporta un crecimiento exponencial de estos salones, que desde el año 2000 se han triplicado en la ciudad de Nueva York y que mantienen los precios más bajos del mercado nacional por el servicio de manicure sobre la base de la explotación del trabajo de mujeres inmigrantes. El artículo recoge testimonios de mujeres inmigrantes chinas, coreanas, tibetanas y ecuatorianas que denuncian no recibir el salario mínimo por hora y muchas otras formas de discriminación ( Maslin Nir, 2015 ). En el trabajo de campo realizado en 2012 y 2016 los primeros oficios de varias adolescentes indígenas fue precisamente en estos nail salons, generalmente fuera de Nueva York, en áreas de Connecticut y el Bronx, en donde conviven con migrante indígenas de Guatemala y México.
De la factoría a la venta ambulante
A diferencia de los hombres que prácticamente se ocupaban indefectiblemente en la construcción, las mujeres indígenas ejercían varios empleos. Aparte de la limpieza y las manicuristas, algunas mujeres trabajaban en los pocos sweatshops todavía existentes en la ciudad. A pesar de los procesos de reconversión productiva hacia una economía de servicios que prácticamente eliminó las manufacturas textiles en Manhattan en los años noventa ( Waldinger, 1996 ), todavía a finales de la década de 1990 y en el 2000 muchas mujeres indígenas empezaron su primer trabajo en las llamadas factorías, con dueños dominicanos, coreanos, italianos. Ahora algunas de estas factorías eran propiedad de ecuatorianos. Si bien estas fábricas ya en los años 1990 y 2000 estaban localizadas en Brooklyn y New Jersey, principalmente, en 2016 todavía quedan unas pocas en el área de Midtown Manhattan que reclutan trabajadoras jornaleras. En una mañana de marzo de 2016, en la Calle 38 con Octava Avenida se podían contar alrededor de 30 mujeres esperando ser reclutadas, en su gran mayoría eras mujeres indígenas y mestizas ecuatorianas. En ellas se encontraron diversas modalidades de trabajo: a destajo, por jornal, por hora.
Cuando Inés recién llegó a vivir a Nueva York, dos días después del atentado a las Torres Gemelas, su cuñada le llevó a una factoría, cuya dueña era una mujer guayaquileña: “esa mujer se aprovechaba de las ecuatorianas, de las mujeres indígenas sobre todo, las de Zhud, todititas estaban ahí… pagaba por semana 80 y nos descontaba el transporte”. Al principio, Inés pasaba cortando hilos todo el día, luego aprendió a usar las máquinas de coser y entonces le pagaron un poco más, 200 dólares por semana. Inés trabajó en varios talleres tanto en Brooklyn como en Midtown Manhattan, con dueños de distintos orígenes y diferentes modalidades de pago: por horas, a destajo, por días. Así es que Inés pudo enviar dinero para mantener a sus cuatro hijos y luego logró traer a tres de ellos contrayendo deudas de $12 000 dólares cada uno. Se trataba de empresas estudiadas en la década de 1990 por Margaret Chin (2005), quién encontró en estas manufacturas mano de obra ecuatoriana en grandes cantidades.
Con el paso de los años y la inseguridad frente a las factorías que empezaron a escasear, las mujeres de Zhud entraron en el negocio de la venta ambulante: “ahí no molesta nadie, es más tranquilo, puedo quedarme esperando que recojan al hijo de la escuela y luego me voy...”. Se trata de un trabajo estacional como el de los hombres. Las mujeres compraban cajas de mangos, los cortaban y los vendían en bolsas pequeñas por las calles de Brooklyn. Sus compradores eran transeúntes mexicanos y afroamericanos de las calles de Downtown Brooklyn, “los morenitos compran con limón, los mexicanos con el picante…”.
Si bien este trabajo era considerado por Inés como más agradable porque se manejaban autónomas, con sus propios horarios, y no le rendían cuenta a nadie, también relató varios episodios con los policías municipales; inclusive dos ocasiones en que fue apresada porque estaba vendiendo en una calle para la que no tenía permiso. La primera vez se asustó mucho y pasó la noche allá, la segunda ya no tanto, y después lo veía como gajes del oficio. El problema fundamental para ella era el costo de la fianza cada vez que esto ocurría. Con todo y arrestos, Inés tenía una percepción ambigua frente a la policía: “no son todos malos, ellos mismos compran los mangos, es prohibido vender en... Street, pero en cambio ahí es donde más compran…entonces ellos mismos nos dicen en español...´ya vaya señora, vaya...no he visto nada… vaya a otra calle´…. ellos nos ayudan”.
Este tipo de experiencias se asemejan a los estudios de Muñoz (2013) que muestran que la venta ambulante puede significar una alternativa para las mujeres que logran organizar mejor sus jornadas de cuidado con los hijos. Así mismo, este percepción de la venta ambulante como trabajo digno por parte de las mujeres, y la forma pragmática como es percibida y negociada la transgresión de las reglas, son también trabajados en el texto de Estrada y Hondagneu-Sotelo (2011), quienes analizan la venta ambulante de adolescentes latinas en Los Ángeles.
En definitiva, el mercado laboral de los y las migrantes ecuatorianos oriundos del Cañar se caracterizaba por la precariedad, la temporalidad y después por el movimiento permanente. Hombres y mujeres recorrían la ciudad, ya fuera en cuadrillas de jornaleros y jornaleras de servicios urbanos en las Vans de sus intermediarios, o en las calles, con la venta ambulante. Se trataba de empleos fortuitos, prescindibles, invisibles en su mayoría.
Estas tres características posibilitaban su existencia, de lo contrario, una mayor visibilidad en tiempos de crisis y sin papeles habría ido en contra de su sobrevivencia. Mimetizados en las calles de la ciudad, algunos de los oficios implicaban relaciones interétnicas, ya sea porque sus contratistas y sus “jefas”, como las llaman las mujeres, eran migrantes más antiguas, de otras nacionalidades, o porque se trata de ecuatorianos mestizos. En ese último caso, se encontraron en varios casos formas de explotación laboral y de reproducción de relaciones de dominación presentes en origen. Es necesario seguir explorando esta veta en donde los vectores de desigualdad tiene que ver con construcciones racistas que en origen se combinan claramente con desigualdades de clase, mientras que en los entornos migrantes, donde se tienden a diluir los marcadores de clase, parecen persistir estos marcadores de desigualdades étnicas que permean las relaciones entre nacionales de un mismo país.
Por otra parte, en cuanto a las relaciones laborales con otros grupos de migrantes, estos marcadores étnicos eran invisibilizados y más bien las relaciones se regían por clivajes de clase o por ejes de desigualdad basados en la vulnerabilidad que provoca la falta de documentos. Por último, una característica importante, sobre todo en la venta ambulante, es que ésta se reproducía en nichos de consumo para los mismos inmigrantes.
CONCLUSIONES
El análisis de las trayectorias migratorias, laborales y de asentamiento de estos migrantes post 2001 se diferencian tanto de las experiencias de los ecuatorianos que llegaron en la década de 1990 a Nueva York,9 como de aquellas de los ecuatorianos que salieron para Europa10 y, además, no se explica únicamente por su situación de recién llegados. En efecto, hemos mostrado que la trayectoria de los ecuatorianos mestizos, de origen urbano y rural, que han llegado en décadas anteriores, si bien no es ascendente y lineal, sí comparte mucho de una historia de progresiva integración socioeconómica, aunque culturalmente sigan excluidos y el sentido de pertenencia sea mucho más complejo de lo que una línea asimilacionista propone.
En efecto, esta primera exploración a la vida de las familias indígenas migrantes muestra una trayectoria, una condición y un escenario a futuro diferente, en el que los procesos de exclusión no tienden a desaparecer, sino que persisten e incluso, se acentúan. Varios factores se entretejen para crear esta situación. En primer lugar, está la crisis económica de 2008 que causó un estancamiento de la economía afectando la capacidad de gasto de las familias de clase media, sector social al que están vinculadas económicamente estas familias migrantes a través de la entrega de servicios bastante puntuales y precarios, como son el mantenimiento y limpieza de sus casas en verano. Es decir, se trata de nichos laborales extremadamente estrechos y poco flexibles.
En segundo lugar, la falta de papeles ha perpetuado su situación de irregularidad y los convierte en excluidos estructurales, sin posibilidad de movilidad laboral, económica, y menos, social. Esta crisis de legalidad tiene efectos directos e indirectos. Por un lado, están las amenazas y aprehensiones para la deportación que, en términos prácticos significan grandes montos de dinero a desembolsar para cubrir las fianzas necesarias para que la persona salga en libertad. Por otra parte, la falta de papeles limita considerablemente la movilidad de las personas por miedo a ser aprehendidos, en una coyuntura en que, como hemos visto, sus posibilidades de trabajo dependen de su capacidad de moverse de un condado a otro.
De manera indirecta, la imposibilidad de contar con un trabajo estable coloca al proyecto migratorio del migrante en una especie de tiempo circular en el que pasan los días y todo vuelve a empezar: se enfrentan los mismos riesgos, la escasez, las mismas dificultades, sin que exista la posibilidad de fijarse en el espacio. Por el contrario, deben cambiar de vivienda a cada rato en la búsqueda de un mejor precio, y los trabajos cambian constantemente, por tanto se vuelve imposible cualquier estrategia de manejo de los riesgos de mediano plazo.
En tercer lugar, este doble entorno de crisis provoca un encerramiento de la reproducción social de estas familias en las redes más cercanas, que poco a poco se van agotando. Lo que en un inicio puede ser visto como acaparamientos de oportunidades a través de redes familiares, con el tiempo puede convertirse también en la imposibilidad de moverse hacia otros espacios y otros trabajos debido a las limitaciones legales.
En definitiva, debido a la crisis económica de 2008 y como consecuencia del endurecimiento de las políticas migratorias, estas familias entretejen cada vez más sus prácticas de reproducción social y su proyecto migratorio en condición de precariedad, mismos que parecen reproducirse y profundizarse, en lugar de cambiar.