La belleza es siempre un velo (ordenado) a través del cual debe presentirse el caos.
Eugenio Trías
Introducción
La obra de Montiel Figueiras, semejante a la de otros contemporáneos suyos como Guadalupe Nettel, Norma Lazo o Mario Bellatín, hace ostensible una serie de sustratos textuales que rigen la comprensión lectora de su discurso. El acto de proyectar un texto anterior en el propio unifica la serie de relaciones en cada cuento de la antología Ciudad tomada (2013). La lectura crítica de este tipo de obras en las que el recurso intertextual es evidente pone en cuestión la función apelativa ante el reparo de iniciar una pesquisa tras el significado oculto, o hacia una verdad fuera del texto, puesto que si el empeño radica en la idea de asir el sentido como si se tratase de un espacio vacío que habría de colmarse con un significado discursivo, se corre el riesgo de desembocar en algo más extravagante o intrínsecamente literal. Si la imagen asentada o invocada se sustrae como referencia, no se evita el conflicto de intereses entre lo que se enuncia y no se describe en el texto. Al poner en perspectiva el supuesto quehacer del juicio y la interpretación, o al tratar de frenar la intención de roturar el texto en aras de crear un subtexto en el que persista una idea de verdad, las intenciones del autor y de la obra pueden o no coincidir en el acto de lectura. En consecuencia, la incidencia del recurso intertextual en las literaturas contemporáneas, como la presente, conlleva tantas dificultades como en aquellas en las que la influencia o la coincidencia textual sólo se implica.
La serie de advertencias en donde la interpretación es el cometido principal de la crítica literaria la mostró Susan Sontang en su ya clásico ensayo Against interpretation (1966); en él expone y refleja la serie de objeciones surgidas en contra de los excesos interpretativos cuya intención se cifra en la develación del verdadero u oculto significado.
Por otra parte, regresando a la explicitud del recurso intertextual, bien se podría partir de la premisa irónica de la ficción. En este tenor, John Barth (1967), al reflexionar sobre las variadas formas de citación, indicaba que ésta era, incluso, el fundamento o la consecuencia de su agotamiento en la obra de Borges. Barth sugiere que la originalidad de Borges es haber erigido una obra literaria de valor sobre un cuestionamiento corrosivo de la literatura.
Ya sobre la marcha, surge la cuestión sobre si la suma ironía de Borges, señalada por Barth, puede resucitar el qué de la escritura literaria, en el sentido de si toda escritura es reescritura, como sugiere el recurso intertextual,1 para qué escribir. ¿Vale la pena resucitar una vez más lo ya dicho y leído?, y más aún, ¿cuál es el propósito de señalar su resurrección? Sobre esta duda posible, Graciela Reyes, en su libro Polifonía Textual (1984), profundiza en la idea de si la literatura emerge de la literatura; los procesos de citación o intertextuales constituyen, en pocas palabras, la otra vuelta a la tuerca.
La acción de darle vuelta a la tuerca se discierne como el procedimiento que Montiel Figueiras ejecuta en Ciudad tomada; el escritor hace girar la cita sobre sí misma, invierte su posición primera, la recupera, pero le imprime otro destino; ahí se finca el convencimiento de que ni se puede empezar de cero ni sólo afirmar o continuar el trabajo predecesor; la idea es proponer, no copiar. Al reinterpretar el mecanismo citacional desde esta perspectiva, supongo que es un acto tan necesario como paradójico, pues sería imposible regular la misma lógica de la búsqueda. En hipótesis, al ilustrar el recurso citacional se incide en el qué de la escritura ficcional. Al confrontar el supuesto surge la necesidad de renovar identidades como la forma de aventurar su respuesta sobre el objeto literario en sí. Esta empresa narrativa, llevada a cabo por el autor, trascendería las vinculaciones intertextuales y metaliterarias para fundar una propuesta basada en la exigencia de la obra.
Dado el caso, Montiel Figueiras invierte su talento creativo en la factura de esas nuevas identidades que recuerdan un pasado congénito,2 pero que proponen algo más basado en sus recursos poéticos. Parte de su destreza se advierte en la plasticidad lírica del propio universo figurado, un espacio en donde los temores ancestrales se reflejan en las neurosis contemporáneas; los miedos y las angustias nunca agotan el polo heterogéneo de lo pulsional, lo sagrado, la locura, el crimen y lo desechable. Frente a esta perspectiva, el escritor inventa una serie de sujetos y de acciones para mostrar las discrepancias íntimas provocadas por esos temores; todos los personajes se ven en la necesidad de resemantizar sus relaciones objetales; al mostrarlas (al narrarlas y describirlas) empatan y transforman de manera verosímil aquellos ecos poéticos legados por la tradición. Al esgrimirlos, la obra por sí misma ensaya un nuevo espacio ficcional.
Ahora bien, la decisión de trabajar un texto sobre el texto invocado -o al incidir en el palimpsesto amplifica- otras relaciones y subordina ciertos símbolos más allá de su función referencial. Ensayar otras identidades en la renovación que advierto requiere un movimiento sucesivo que fundamente esta conjetura basada en la idea de que la obra exige más de lo imaginado y predicho en el núcleo de sí misma.
La importancia de un título. Apereturas y consecuencias
La antología del autor presupone desde el título un cambio de régimen de una vida privada a otra invasiva, y viceversa. A partir de la advertencia textual del paradigmático cuento "Casa tomada", de Julio Cortázar,3 que Montiel Figueiras incluye a manera de epígrafe inaugural, se extiende la idea de casa para instalar la noción de espacio literario a través del vocablo ciudad. La descripción de los lugares físicos importan menos que las formas abstractas de mutación e irrupción de los personajes; de aquí que la retórica del autor revele su importancia en la textura del texto al transmitir discursivamente la sensación de que algo físico se apodera sin remedio, no sólo de los personajes, sino también del texto mismo. Así sean presencias indeterminadas, ellas expresan la inquietud e importancia de dimensionar el sentido de "darle vuelta a la tuerca" (ida, vuelta e inversión), en que lo invasivo se magnifica y tiene lugar. En cada cuento existen distintas posibilidades de conceder la entrada a la extrañeza de ese otro texto en el presente; el texto extraño concurre con éste en el mismo sitio. Extraño en el sentido de siniestro (Trías, 1982), o aun de ominoso (Freud, 19194), puesto que la intrusión invocada así lo requiere. Esa acción es la rareza inherente en las acciones de cada personaje frente a una situación que se anuncia, sucede y se instala como si fuese familiar, y, al contrario, lo supuesto familiar comenzará a resultar extraño. Puntualizo la importancia de esta paradoja en relación con el mecanismo o proceder intertextual, que al manifestarse como intertexto revela la inversión del espacio. La paradoja resulta en la vuelta de tuerca; en su inversión se pone en escena la extrañeza del texto familiar a través de los nuevos seres o entes -individuos, entelequias, especímenes, existencias, valores- o de textos finalmente, en donde acecha la visión de lo otro, lo que está a la espera de un (re)encuentro o, mejor aún, de un reemplazo. En el fondo se trata de conceder y de convenir en un juego: el de la intrusión de lo otro transmutado en los caracteres, en tanto preceptos que traducen y vehiculan el núcleo intertextual del espacio ficcional. Todos los habitantes de Ciudad tomada muestran una especie de impostura, sea por exceso, cansancio, legado, o simple curiosidad; todos desean ocupar, asolar, conquistar o compartir ese cierto o antiguo espacio: el lugar de lo propio perteneciente a lo histórico y a lo actual, que se puede suscribir en la tradición de la premisa rilkeana: "el principio de lo terrible que todavía se puede soportar".5 Así se garantiza la subsistencia del juego y su talante estético por tiempo indefinido. Nuevas articulaciones, combinaciones y expresiones responden a la necesidad de renovar identidades ensayando la exigencia de la obra que está en proceso de gestación. En tal movimiento, el autor presupone que el espacio literario le corresponde a todos. En este juego, en cada texto se puede recrear, hacer surgir y poner en circulación los signos, los entes contenidos y decantados en nombres, personajes, sueños, ideas, textos, para que surjan finalmente en el centro de un nuevo cosmos personal.
En este sentido, al subrayar la coincidencia nominal entre el título de Montiel y el cuento de Cortázar, la lectura no resulta de los referentes de trasfondo político6 que ha descrito la crítica atenta a los textos del escritor argentino, o casualmente a los del autor Montiel Figueiras. Aquí se trata de comprender un mundo poético e imaginario en donde se fundamente esta reiterada cuestión: la exigencia de todo escritor por "renovar identidades" a partir del juego que nunca se detiene, el del texto literario que surge de su propio cuestionamiento, del arte que lo cobija y desnuda al mismo tiempo. De una "Casa tomada" a una Ciudad tomada surge la necesidad de crear nuevas figuras que respondan a otra nueva forma que identifique el espacio poético del autor más allá de la familiaridad que entraña el intertexto. La renovación de identidades no se aleja de la obsesión del "grado cero", cercana la propuesta homónima del libro de Roland Barthes, quien, a propósito de la "cosa" del escritor, o de su contradicción, apuntó que si acaso sus producciones obedecían menos a una intención y más a un ritual en el que se repite la presión de la Historia y de la tradición:
[...] hay una Historia de la Escritura; pero esa Historia es doble: en el momento en que laHistoriageneralpropone-oimpone-unanuevaproblemáticadellenguajeliterario,laescritura permanece todavía llena del recuerdo de sus usos anteriores, pues el lenguaje nunca es inocente: las palabras tienen una memoria segunda que se prolonga misteriosamente en medio de las significaciones nuevas. La escritura es precisamente ese compromiso entre una libertad y un recuerdo, es esa libertad recordante que sólo es libertad en el gesto de la elección, no ya en su duración (Barthes, 2000, p. 24).
A partir de la característica problemática del lenguaje, que había cobrado ímpetu en la crítica postestructuralista, el gesto de selección anudará premisas ante el hecho de reflexionar acerca de una manera de fundamentar la creación de una obra y de subrayar la común presencia de una literatura actual, ocupada en recrear espacios en esos otros espacios ocupados (o anteriores) que indefectiblemente nos lega la Historia y la tradición, desde entonces ya signados como una problemática metalingüística-literaria, e incluso genérica7.
Dicho lo anterior, percibo la antología como si estuviese pensada en dos planos; en el inicial están los primeros cuentos en los que los personajes son quienes construyen, pierden, extrañan y asaltan los espacios invocados y convocados; en el segundo plano están los relatos subsiguientes en los que ya se vislumbra el énfasis de los caracteres en el trayecto hacia el mito, o inmersos en el sueño que se transforma en su propia pesadilla. En este despliegue no pierdo de vista la existencia de otro plano simultáneo de intereses que concita también un repertorio inevitable, el de lectura, en donde otra vez la Historia y la tradición se prolongan en la interpretación lectora.
En el primer cuento, "El coleccionista de piel", se observa en detalle un tipo atrincherado en el departamento letra R de un edificio céntrico en la ciudad de México, cuya actividad es arrancarse la piel adentelladas. Después de este ingreso en el mundo del texto, en el que la piel es arrancada, pero se reserva y almacena, ya se precipitan los demás relatos: el del desmemoriado que no se reconoce como habitante de la construcción de enfrente ("El edificio"), el del que se siente extraño ante la voluptuosidad de una vida lujosa ("El rascacielos") y la que requiere del orden mismo de los objetos para proveerse de una identidad ("Las cosas"). En otro régimen de adjudicación se destaca la tradición de los referentes míticos y oníricos en donde se incluyen los otros cuentos (por ejemplo, "Cosas de Adriana", "Las estaciones del sueño").
Desde la necesidad de innovar o dar empuje a una serie de metamorfosis, y desde la complejidad intrínseca de la escritura ficcional, Montiel Figueiras da ese giro de tuerca que he venido comentando. La acción misma es la interrogante problemática que apunta Barthes a lo largo de su obra a propósito del lenguaje literario, o que en otro sentido había preocupado a Italo Calvino al proponer el prestigio de los clásicos, que no sólo responden a la premisa: "un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir" (1992, p. 15), sino también en el sentido de cuántos o cuáles textos están en el libro que estamos leyendo, y qué de las características estilísticas conseguiríamos sacar a la luz y cuántas otras se nos escaparían para construir una figura unitaria de un sujeto escritor. En el caso del autor, y en conveniencia con el título de la obra, se agregan obligatoriamente las vanguardias ejercidas por los clásicos modernos latinoamericanos.
Sin perder de vista la premisa sobre la exigencia de la obra, similar o distinta, en los escritores preocupados por lo que el mismo Barthes, y antes Blanchot, calificó como una actitud desesperante frente a la imposibilidad de la obra: "el momento en que es rechazado, excluído por la obra que está escribiendo" (Blanchot, 1992, p. 47); el inconveniente de lo incierto comienza efectivamente con la palabra. Respecto de las palabras "no inocentes", Blanchot se preguntaba si "¿Las desgarra el equívoco? Feliz equívoco sin el cual no habría diálogo. ¿Las falsea el malentendido? Pero ese malentendido es la posibilidad de nuestro entendimiento ¿las invade el vacío? Ese vacío es su propio sentido" (Blanchot, 2006, p. 25). La palabra invocada de nuevo pone en juego la ambigüedad del signo. También Cortázar sanciona el hecho, al mencionar que "ese maravilloso juego de cubos de colores que es el alfabeto, y de ahí sale todo [...] la literatura es una especie de arte combinatoria en la que entra cualquier combinación posible [...] lo único que vale es el principio de incertidumbre" (2014, p. 69). La incertidumbre de la palabra al aceptar la inconstancia de lo designado deviene en su misma paradoja: crear un discurso que, además de verosímil-legible, sea originariamente (in)cierto. Si aun las palabras de uso común conservan una memoria, lo propio sucedería con las imágenes que por tradición cultural acarrean su propia pregnancia. También Maurice Blanchot, al plantearse la palabra y la literatura como cuestión, propuso una forma de reconciliación, equitativa entre la desesperación y la paciencia ante la obra; frente a la búsqueda de la manera de enfrentar la tarea o si habría que reconsiderar la emergencia de la "inspiración", comenta que: "la impaciencia debe ser el corazón de la profunda paciencia, el relámpago puro que la espera infinita, el silencio, la reserva de la paciencia, hacen surgir de su seno no sólo como la chispa que enciende la extrema tensión, sino como el punto brillante que ha escapado de esta espera, el azar feliz de la despreocupación" (1992, p. 165).
Así exista un azar inspirado, el rayo de una "necesidad" subsiste en una poética particular; de otra manera, la máquina8 de hacer literatura se habría detenido. Es decir, el novelista cuando arriesga la propia respuesta encarna en los personajes una visión en la que se revela la incierta exigencia de la obra. En su entorno se puede construir la trama que articula y comunica el lenguaje entre sujetos e historias, con la finalidad de hacer la obra suficientemente legible y sensible.
Al suponer que el lector comprende y siente la propuesta de la obra o que ésta produzca su propio deseo involucro esa otra situación antes aludida, la que surge en la lectura crítica y que deambula entre el juicio, el valor y la sensibilidad. Importa advertir, entonces, que los diferentes tipos de lectura median entre la conjetura del autor y la ambigua exigencia de la obra; entre el acto de mantener un balance entre el propósito de explorar el texto y el de reconstruir el conocimiento o la experiencia sensible del mundo efectuada por la conciencia o la poética del autor; la subjetividad transforma la intención de la obra.
El deslinde de una perspectiva crítica
Al adjudicar una postura crítica en el acto de comprender y de soslayar, en la medida de lo posible, una sobre interpretación, es como trato de seguir un trayecto de lectura basado en esas líneas citadas de Roland Barhes y de Maurice Blanchot, que, a mi juicio o en mi comprensión, responden a la noción de exigencia de una obra en la que la incertidumbre cobra lugar, como lo sugiere el propio Cortázar (2014, p. 69). Tal exigencia, que traduzco en la necesidad de renovar identidades para producir el escozor de lo desconocido, redunda en el título de este escrito. La intención es conjeturar sobre una forma de renovación que trascienda la expectativa de todo relato ficcional, en donde se invita al lector a involucrarse o a reproducir ese escozor que inaugura el mecanismo del propio juego literario, el de originar creaturas nuevas sobre las conocidas (sean "peregrinos" o "intrusos" -declaran los narradores de Montiel-). Esto ocurre asimismo a consecuencia de lo que Montiel implícitamente propone como un "implante mnemónico": una especie de copiadora de imágenes diluidas en "el laberinto difuso" de su propia intriga, tal como lo aduce cada narrador es esta Ciudad tomada. Cada enunciado y enunciación resultan del acto de percibir cómo sobresale una forma de exigencia que arranca desde la misma problemática situada en los personajes-narradores, pues todos, aun en su paranoia, su neurosis y evocación al mito, parecen conscientes de que para trascender deben crear su propia aventura, así requieran -irónicamente- de "un guía en el umbral de su futuro". El acto de originar una aventura que remite y emerge de otra fundamenta la intriga esencial en la obra:
Entró en la construcción como un personaje ingresa en un relato: a tientas, con paso vacilante y las manos extendidas para medir la distancia entre párrafo y párrafo, entre forma y forma. Una vez acostumbrados en la negrura que se les venía encima igual que la página emborronada, sus ojos empezaron a identificar objetos, signos de puntuación [...] Y ahora qué, pensó, dirigiéndose a la presencia animal9 que había comenzado a sentir, cada vez más intensa, a su lado. ¿Cuál es el siguiente paso? ¿Poblar de ecos una historia que arranca? ¿Permitir que la imaginación fluya a su antojo por las frases iniciales? ¿Cómo se escribe el relato que uno debe protagonizar? [...] ¿Qué camino era el más viable para el relato que se escribía a su alrededor: resurrección y huesos...? (Montiel Figueiras, 2013, pp. 47-48 y 53).
La intriga, expuesta de manera metalingüística, siempre se genera en el discurso de los personajes-narradores precisamente para franquear el terreno de lo extrañamente conocido. El autor implícito formula las dudas como si éstas formaran parte del carácter de los personajes; su propia incertidumbre crea el espacio siniestro en el cual se mueven. La configuración del carácter del personaje, su mirada, su cuerpo, su discurso, es lo que hace dudar de su entorno, del contexto situacional y espacial. La poesía de Montiel Figueiras cobra plenitud retórica en los caracteres y en la manifestación de sus dudas para contrastar el desahucio, la desesperación la enajenación que reinauguran de forma siniestra el mundo de lo fantástico, lo gótico, el universo del mito y del sueño.
Para enfatizar la plasticidad figurativa de los caracteres y la percepción de los objetos, el autor requiere de otros lenguajes artísticos. Montiel cita, evoca y relaciona la riqueza de la pintura, la arquitectura y la música, logrando que todo confluya y forme parte del camino viable para configurar nuevas identidades sobre las evocadas. Para subrayar la visualidad de las imágenes recurre al mecanismo de la ecfrasis; los narradores se atienen a un arte denotado por el estilo (art déco, por ejemplo) o al prestigio de un nombre (de Giotto a Modigliani, y de él a Hopper, además de otros artistas como la cantante Nina Simone). Este recurso, también intertextual, se repite en la inclusión de epígrafes y párrafos convenientes, como el de, 'J. G. Bachellard, in memoriam' en el cuento "Rascacielos", o a través de un fragmento de Las olas de Virginia Woolf en "Las cosas". En otros cuentos enfatiza la herencia del mito para justificar su inevitabilidad. Por ejemplo, en "Teseo en su laberinto" se incluye la frase de Pascal "De pronto lo antiguo se precipita". El repertorio del autor suma el conocimiento y afición por imágenes fílmicas, como en el cuento "Paraíso", en cuya cita se lee: "A partir de un cortometraje de Mariana Chenillo".
Otro orden de coincidencias genera nuevas "huellas mnemónicas", ya como resultado evocativo de otros textos (contextos-intertextos), pero en la lectura. Según el repertorio textual, se reconocen acciones que recrean la actitud de ciertos personajes en situaciones extremas, como el que acecha al otro desde la banca de un parque, el que olvida su nombre, el que permanece pertrechado y se niega a abandonar el lugar ajeno. La caracterización de personajes y acciones remite a los indicios; éstos provocan inferencias que también conceden la relación y el contraste entre el autor, la obra y el lector. En este sentido, la perspectiva del escritor importa, aunque se dirija inintencionalmente. A continuación cito el fragmento de una entrevista realizada por el periodista Adrián Chávez a Montiel Figueiras sobre la importancia que el autor concede a una "ciudad tomada"; esta conversación fue publicada en la versión electrónica de La hoja de Arena (Chávez, 2013):
Periodista: La relación entre la ciudad y el individuo es un tema que ha explorado durante muchos años en su literatura.
Montiel: Las grandes ciudades, como la de México, en algún momento se vuelven contra el individuo que las construye; ese proceso como de Doctor Frankenstein (la criatura que se vuelve contra su creador, o que ya no sabe cómo controlarla) me parece apasionante.
Periodista: En efecto, los cuentos de Ciudad tomada están llenos de individuos sin rostro, o con "un rostro que es más bien la primera imagen que viene a la mente cuando alguien dice la palabra rostro", devorados o movidos por la bestia urbana, por sus edificios, sus laberintos, sus objetos y sus caprichos; una ciudad-personaje, que es todas las ciudades, una ciudad invisible (como las de Italo Calvino, uno de los autores de cabecera de Mauricio), no por invisible menos estruendosa.
Si bien se nota que la exploración literaria correspondería al objeto ciudad ante la urgencia del título, al considerar la idea, "ciudad-personaje", le adjudico la neutralidad que resulta del trayecto: ciudad-mundo-obra-arte. El itinerario y la aventura de la obra desembocan en el arte en general y en el género en particular; mas al permear la Historia y la tradición en épocas modernas y al acuñar la premisa de que el arte remite la obra a sí misma, no se impide la cuota de realismo contenido. Si se arriesga la imagen de un "Doctor Frankenstein", ya contiene las cuotas de incertidumbre y de fatalidad inherentes al destino humano y a su contexto.
Releo los textos de Montiel ante la premisa de que la obra encuentra su origen en el arte; según sugiere Blanchot, "cuando se manifiesta como una afirmación completamente distinta a las obras que tienen su medida en el trabajo, en los valores e intercambios, pero diferente no significa contraria" (1992, p. 221). Es decir que la obra, no por retornar o incluir sus fases artísticas se aleja de una realidad cultural; frente a la obra es preferible dejar abierto el cuestionamiento problemático del arte, o de la literatura, como su propia interrogación. Por otra parte, la realidad de la ciudad de México, del país todo, se ha convertido de tiempo en tiempo en un objeto de estudio constante, cuyos acercamientos expresan, sobre todo, el caótico entorno cultural, y más cuando la importancia del momento sociopolítico es evidente. Lo distinto en los cuentos de Montiel es que, así pretexte la ciudad como motivo, el tramado intertextual le hace regresar, o nunca le permite alejarse del trayecto de ida y vuelta sobre el proceder literario. Cada cuento denuncia la importancia de la fábula ficcional como algo nunca consumado, por ende siempre repetible: el ritual escriturario, que como todo rito mantiene y transforma esa carga de matiz siniestro que he comentado.
Sigo entonces a Blanchot frente a la idea de la obra cuestionada por la experiencia de la búsqueda, que en el mismo acto de escribirse se presenta como imposible, en el sentido de interminable: "La literatura no puede concebirse en su integridad esencial sino a partir de la experiencia que le retira las acostumbradas condiciones de posibilidad" (Blanchot, 1992: 261). Los escritores enfrentan la experiencia de lo (im)posible en su realización, o la experiencia propia escrituraria, como puede apreciarse en las citas siguientes, la del texto de Blanchot a propósito de Kafka y que empato con una cita Montiel:
La cita de Blanchot:
El escritor que escribe una obra se suprime en esa obra y se afirma en ella. Si la escribió para deshacerse de sí mismo, resulta que esa obra lo compromete consigo mismo y lo devuelve a sí, y si la escribe para manifestarse y vivir en ella, ve que lo que ha hecho es nada [...] O incluso ha escrito porque ha oído, en el fondo del lenguaje, ese trabajo de la muerte que prepara a los seres para la verdad de su nombre: ha trabajado por esa nada y él mismo ha sido una nada que trabaja [...] ¿Dónde radica entonces el poder de la literatura? (Blanchot, 2006, p. 72).
La cita de Montiel:
Vaya obligación: escribir nuestra propia historia para poder protagonizarla. Y mientras tanto, mientras nos llega el turno de protagonizar la historia que además tenemos que escribir, sólo queda el nombre. Queda sólo la espera. Pero, ¿espera de qué? ¿Espera de quién? (Montiel Figueiras, 2013, p. 35).
La exigencia del qué del autor frente al qué de la obra literaria, para quien emprende con razón la misma búsqueda, se manifiesta en la cita de Blanchot y en el discurso del narrador de Montiel, expresa también la necesidad de una transformación en la cual los autores implicados dejan de ser los mismos para culminar la imposibilidad que la inicia: la literatura como auto cuestionamiento. La interrogación sobre la literatura provoca la necesidad de imaginar la representatividad de un mundo que es imposible de aprehender; de aquí que el autor en cada libro desee destruir el lenguaje anterior para realizarlo de otra manera. Pero valdría preguntarse si mientras algo se suma, algo más se anula, y si en ese movimiento se desdibuja el sujeto que lo escribe. Desde mi punto de vista, este anularse del sujeto es parte del siniestro intertextual que hace girar a los textos en el tenor de lo extraño en lo familiar y de lo familiar en la extrañeza.
La literatura de Montiel, en el momento de partir de una Historia y de una tradición, no se agota ni como texto ni como objeto cultural; lo que realiza es expandir la experiencia al incidir en lo universal del conflicto sobre cómo hay que decir las cosas que tiene en mente y aquellas que deben supuestamente ser dichas. Por ende, el autor se atiene a la alianza cuestionable entre el ser y el sentido, así lo evidencia la permanencia conjetural del mito, como bien anota el narrador de un cuento: "Además, añade melodiosa -Ariadna-, 'los mitos existen para reescribirse cuantas veces sea necesario, hasta que tengamos la versión que nos satisfaga'"(107).10
Otra cuestión, que proyecta la necesidad y la exigencia sobre cómo decir o desarrollar los pensamientos, es el requerimiento de una forma, y "la forma cuesta cara", afirmaba Valéry.11 La forma apresura en el lenguaje un énfasis sobre el uso de un mismo lenguaje poético y plástico o lírico, como se comentó arriba. Montiel escribe poemas, lo subrayo porque no sólo hay relaciones metafóricas, metonímicas, o cualesquiera figuras y tropos existentes en toda expresión lingüística y literaria; lo que detiene aquí la mirada es la transformación semántica, la economía signada por la palabra en la poesía: decir más con menos.12 Al condensar el relato en imágenes, Montiel brinda otras cuestiones inherentes a la propia ambigüedad literaria del decir o del designar. Hay interludios que los narradores coligen al expresar las marcas generadoras de una sintaxis narrativa que en realidad funciona al mostrar los estados de ánimo y abrir campos de visión. Por ejemplo, en "El coleccionista de piel" converge la sensación física al forzar los goznes de una puerta, cuando el narrador testigo advierte "un crujido óseo: el chasquido de la pata que se rompe cuando el ciervo abandona el cepo para desangrar entre los inmensos árboles en la noche". En esta imagen se puede apreciar, además de la sinestesia, la marca lírica que produce una inversión poética que redunda en ganancia del sentido. En este caso particular se enfatiza el inicial prístino efecto auditivo como advertencia de la subsiguiente situación; esta moción, semejante a la técnica utilizada en el lenguaje fílmico, previene la mirada y demás sentidos del espectador cuando de golpe se encuentra ante la visión de un sitio encerrado, oscuro, con olor a sangre, proveniente del ser enajenado que se devora a símismo. Para mostrar otro efecto de economía del relato mediante una inversión lírica agrego otra cita, ahora del cuento "El edificio": "Así empezó su historia: con un perro que le ladraba al pie de una página en la que una mano había dibujado cien ventanas ciegas" (p. 39). Montiel provoca que se aguce el oído (lirico) y se detenga la mirada (prosa) con el fin de asistir al espectáculo que la palabra propicia y ofrece, así conmueve al lector-espectador, desde una clásica consigna y proceder irónicos. Recordemos la nota de Barth respecto de la obra de Borges a la que se suma la idea implícita de un "encuentro de mentes", uno que el teórico Wayne C. Booth supone imprescindible como intercambio simbólico en un acto de lectura: "es siempre bueno que una ironía sea comprendida, es siempre bueno que lectores y autores lleguen a entenderse -aunque la comprensión no tiene que llevar necesariamente a la mutua aprobación[...]" (1989, p. 260); es evidente el juego irónico que provoca el registro intertextual para saber en qué terreno nos movemos. Se trata siempre de moverse: jugar, arriesgarse lúdicamente, emprender un "mano a mano" (o "mente a mente") entre las identidades invocadas -desde el título- y las nuevas; tal como se corrobora en el párrafo citado antes, en el que el personaje afirma ingresar a tientas en la construcción de un relato, pero esperando la comprensión de los lectores ya involucrados con esta sombra de ironía, que no puede pasar inadvertida al recontextualizar la imagen de una "casa tomada" a una "ciudad tomada".
La misma imagen se reproduce en "El edificio", para converger en el contexto de ciudad, y de ahí a una forma de realidad y de fantasía desdoblada como espacio literario. Ciertamente, al adosar de lirismo las notas metaliterarias, "forma y forma", narrativamente acuñadas, se reformula la búsqueda de otro camino viable para continuar escribiendo alrededor de la "cosa" literaria o imaginativa, cuando la figura se empeña como límite o como una zona fronteriza que recibe del mismo lenguaje su sentido y desplazamiento. Esta característica metalingüística interesa en torno a su mediación -al pensar en la estructura de la obra-, cuando ese algo que irrumpe en el relato proviene de manera directa de las formas discursivas y gramaticales: la impresión de que una voz refiere (habla-enuncia) por detrás del personaje y frente a sus acciones; Blanchot sugiere (2006, p. 224), al dimensionar las posibilidades gramaticales de un él neutro, que esta situación está auspiciada por el tipo de relación entre el narrador y los personajes de manera sustancial; la voz narrativa, como una actividad interna que opera en quien la posea, podría representarse como un espacio aventurado o premonitorio en el mismo relato, algo semejante a lo que designa Blanchot con frases tales como "las fuerzas de la vida" (2006, p. 25); una situación contingente que muestra de todas formas una suma ambigüedad, en donde el relato mismo juega entre la verdad o lo real, dentro y fuera de la trama. Esta circunstancia que contextualiza un escenario ambiguo es algo neutro e incaracterizable, que puede ejemplificarse en el discurso de los narradores al trasladar un yo a un él: "'Entró en el departamento como un personaje ingresa en un capítulo que no le corresponde': 'El edificio' (55)". El uso de esta tercera persona gramatical indica que es otro quien mira entrar a alguien, pero al mismo tiempo, en el patrocinio de un ajuste metaliterario o de la transgresión de una voz en el relato (la falsa tercera persona), se traduce de manera lingüística en un yo que relata cómo se ingresa cáusticamente en una historia que puede o no corresponder a quien la describe y que informa acerca de la existencia de unos otros congéneres, atentos y en guardia, ante lo que podría pasar en ese capítulo o escenario que no fuera el suyo.
En todos los casos, Montiel subraya que el hecho de que el personaje prevea un espacio propio en el otro bien puede corresponder a los entes que universalmente cruzan el territorio de la ficción. Esta casualidad soporta la intrusión de caracteres específicos; el narrador en turno no sólo se lo apropia, sino también indica la existencia de un doble. De forma semejante, la misma ciudad resplandece como algo en donde convive lo neutro y su duplicidad; en ella todo cabe y todo puede ocurrir, transformarse y continuar eternamente en su duplicación. En este orden de ideas, el autor implícito refuerza el tono de egos atormentados y desdichados, asaltando y siendo asaltados; todos prefiguran su simultaneidad, duplican un espacio que evidentemente podría ser el de "alguien", de los otros entes en una historia que entonces sí se sostiene por sí sola: "preformada por el pensamiento de un demiurgo y, como existe por sí misma, lo único que falta es contarla" (Blanchot, 2006, p. 227). Pero contarla es el problema; hay que inventarse otra forma de apropiación, como dicta el cuento "Las cosas", cuyo íncipit es el epígrafe de un inconfundible fragmento de Las olas, de Virginia Woolf ("Como un cuchillo atravesaba todas las cosas; y al mismo tiempo estaba fuera de ellas, mirando"). El autor, Montiel, ensaya aquí otra intrusión, un doble más, ahora basada en el recurso de la percepción y el don poético de Woolf. El protagonista del cuento sabe de las cosas como parte de una cotidianeidad, mas al subrayar el sentir de su propio ser sensible, y en atención a la sugerencia del texto del Woolf ("al mismo tiempo fuera de ellas"), la narradora del cuento, más que dudar de la corporeidad de los objetos mismos en el juego de percibirlos, decide revelar la náusea que le causan; la afectación transcurre de la percepción de la mirada a la interioridad del cuerpo, quizá como un intento de liberarse del reflejo o del efecto siniestro de la duplicidad. No importa que las cosas descritas tengan un alto grado de lujo y voluptuosidad, o quizá por lo mismo, el asco que le provocan aumenta día tras día. La sinestesia, como todos sabemos, es uno de los mecanismos que sostiene la obra de Woolf al momento de describir las relaciones entre los objetos y los afectos. Sin embargo, regresando a la idea de un espacio literario sin propietario absoluto (el demiurgo), el autor bien puede inventar que su personaje perciba y sienta las cosas desde la náusea, como un reflejo de isomorfismo entre el afuera y el adentro mediante la sensación del asco. Arriesgo aquí una interpretación: en el franco acto de vomitar(las), el personaje se deshace de ellas, al desligarse se separa de lo otro, sólo así puede mirarse como lo diverso, por eso decide que "Atravesar el umbral equivale a entrar en una versión urbana del paraíso: cada superficie demandaba su atención con una suerte de pureza solar; cada objeto refulgía con la urgencia de ser no sólo tocado, sino nombrado por primera vez y para siempre" (p. 73). Al tener presente el libro de Woolf, que bien mirado se puede afirmar que recomienza en cada capítulo (por "primera vez y para siempre"), lo que se advierte es la propia ambigüedad o contradicción sobre el lugar de las cosas; la incertidumbre del lugar (o el lugar perdido de las cosas) se yergue como uno de los rituales literarios que se aplica en los textos de Montiel; otra versión a la manera del "grado cero de escritura" propuesto por Barthes.
En los cuentos "Las cosas de Ariadna" y "Teseo en su laberinto" se subraya la decantación de la "cosa" como una presencia ubicua que obligaría a una diferencia. ¿En dónde el ovillo, el laberinto y el minotauro?13 ¿En dónde pueden estar las cosas presentidas por una Ariadna que viaja a nuestro tiempo con el linaje de la tradición del mítico nombre y la suma de objetos que amuebla su casa?:
El silencio aceitoso de las cosas disueltas por una razón indescifrable. El orden de las cosas en la casa se ha ido alterando casi imperceptiblemente [...] salir al jardín cuando la luna es un ojo intruso entre las brumas de la tarde y soltar un grito sofocado al toparse con una mesa Chippendale en medio de la explosión nuclear de las buganvilias (Montiel Figueiras, 2013, p. 89).
Ariadna regresa de un viaje y alguien ha alterado el lugar de las cosas; el nuevo orden de los objetos crea un escenario que disuelve y resemantiza el nuevo espacio literario. Como en el cuento de Cortázar, los ruidos extraños inundan y confunden la percepción del espacio, así provocan los miedos; no obstante, aquí el temor se debe más a la extrañeza del puro sonido que a la idea de los supuestos intrusos que lo propician: "Los ruidos aumentan de intensidad -al cabo de un intervalo- o quizá- por qué no- una nueva palabra, un arrastrarse más veloz" (p. 93). La manifestación metalingüística subraya la incidencia de la palabra en el linde del nombrar, del no confundirse con la del otro en ese intento de renovación identitaria desde la palabra misma.14 Así se acuñe en este relato tanto el prestigio de un nombre como el de un mito, y aun el de una reinterpretación del texto de Cortázar, todo conviene como contraste frente los propósitos particulares de renovar identidades. Al concluir, el motivo del mítico laberinto se resuelve en una telaraña; el prestigiado ovillo comienza desde esta imagen estructural, pero es también el hilo que se corre por las medias de seda de la protagonista. Ariadna y su mito son objetivados por el narrador -fuera de lugar- en una silente imagen; él la ofrece como puro espectáculo, puro objeto-arte, para que pueda ser sepultada con "un pequeño minotauro de mármol brotándole de la boca" (p. 95). El acto de sepultar previene la duplicidad o su resurrección en otro cuento, en el imaginario histórico o místico de otro escritor. En el siguiente cuento toca su turno a Teseo (en su laberinto). Así como se reordenan las cosas a voluntad en el relato de Ariadna, en una suerte de caleidoscopio, la herencia decantada del Minotauro fija y altera "su herencia escritural: jeroglíficos de sangre"; la nueva savia logra que la reinterpretación del mito se genere para trascenderlo:
"Quizá los monstruos no son más que ideas", piensa Teseo. "Quizá el laberinto no es más que la mente enrevesada que les otorga hospedaje" [...] "Un laberinto es un cerebro y también un intestino. El pensamiento y la comida" [...] El Hades es un gran teatro con diversos escenarios para la representación de la ferocidad. El laberinto se vuelve uno de esos escenarios (Montiel Figueiras, 2013, pp. 102 y 104).
Este tipo de enunciados son expresiones retóricas en las cuales la cosa del mal o de lo ominoso acaba siendo el oxímoron que Montiel interpreta como una paráfrasis entre irónica y humorística, que reúne el mito Ariadna-Minotauro-Teseo con el cuento de Cortázar, justo en el párrafo final del mismo cuento: "Al salir del laberinto, lo asume Ariadna, el ovillo irá a dar a una cloaca. No vaya a ser que algún pobre diablo se le ocurra meterse a cambiar la historia" (p. 108). Si bien ya no importaría agregar algo más sobre el comentario irónico, o sobre ese humor al estilo Cortázar, insisto y enfatizo la exigencia de una obra que se rige a partir de la imagen instituida en el inicio del libro a través del cuento "El coleccionista de piel".
Hay que desprenderse de la piel, aunque sea a dentelladas, pero guardarla por si acaso. El acaso de esa piel adquiere textura en el cuento "El paraíso", otra inversión incuestionable del mítico jardín edénico, cuando revela el afuera como un espacio cerrado con llave (la del supervisor del negocio), que además se ha perdido. Este relato transforma el mito en metaficción invertida al señalar la inmovilidad de los personajes como caracteres encerrados en un espacio (que además es un elevador), que repiten la voluntad de un dios -o la voluntad de un demiurgo- fascinado con la posibilidad que le otorga la creación ficcional. Aquí es también interesante el comentario de uno de los narradores cuando diserta sobre la feliz peculiaridad de las lenguas romances, pues contienen las formas verbales idóneas para lograr el efecto de la imaginación literaria: "El hubiera es el tiempo verbal de la ciencia ficción. Si el hombre no hubiera inventado el laberinto [...] si el hombre no hubiera hecho aquello. Eso he leído por ahí" (p. 124). La ironía de Borges se sumaría aquí a la de Cortázar, pues de esa línea proviene el sello irónico en este cuento.
Otros relatos se enriquecen a partir de sustratos oníricos a sabiendas de que los sueños forman parte de la percepción de la realidad, o que se convierten en la pesadilla de la propia realidad. Algo de Freud está en la narración de "Las estaciones del sueño": "Hay sueños que son verdades disfrazadas de sueños" (p. 113). Esta suerte de axioma funciona tanto en los textos de Montiel como en las narrativas de autores contemporáneos, como he indicado al inicio de este escrito, pero aquí destaco los nombres de Guadalupe Nettel y Emiliano Monge, como esos escritores que ya no se contienen en la sugerencia, en la implicación, sino subrayan y entrecomillan las afinidades textuales literarias como resultado de una herencia cultural que no puede distanciarse de otros hitos humanísticos o filosóficos, como es el psicoanálisis.
El pensamiento fundado en el discurso del psicoanálisis configura el cuento "Las estaciones del sueño"; aquí se recrudecen los terrores, las obsesiones, los augurios y sumariamente el signo de lo ominoso: "El terror comienza a invadirme: un terror a todo y a nada a la vez, uno de esos miedos infantiles que de repente, sin razón, crecen dentro de nosotros y nos dejan congelados" (p. 112). La teoría psicoanalítica asevera que todo afecto sobre una moción de sentimientos, de cualquier clase que sea, se trasmuda en angustia por obra de la represión,15 "el retorno de lo reprimido se presenta en forma de síntomas, sueños, actos, fallidos, etc." (Laplanche, 2002, p. 378). La protagonista del cuento afirma que sueña con su imagen infantil gritando con desesperación porque alguien la ha dejado abandonada a su suerte en un vagón del metro, mientras emerge de repente la figura del doble a través de una ciega decrépita que la paraliza de miedo; el miedo trasmuta en horror al reflejarse ella misma sin un rostro definido: "una cara que podría ser la de cualquiera [...] como si las facciones fueran de plastilina y unos dedos la moldearan a su capricho" (p. 118). La noción de creación dentro de la creación comparte sintomáticamente la idea del sueño dentro del sueño, como una alianza que identifica la represión total.16 Ya que la represión no destruye las ideas o los recuerdos sobre los que actúa, y se limita a confinarlos en el inconsciente, no es extraño que el material reprimido retorne en forma distorsionada, como puede reinterpretarse en la figura decrépita y en el rostro sin rostro durante ese sueño, cuando la protagonista claudica sin poder despertar. La mujer (otra duplicación en la nueva versión de Ariadna) busca con persistencia el laberinto dibujado en el sueño tratando de hallar el límite entre las imágenes soñadas, imaginadas y reales. ¿Dónde el sueño y dónde el despertar? La imbricación de este tipo de operaciones, que en otras circunstancias y otros fines bien podría identificarse como neurosis, se presenta de manera metafórica en este cuento y alegórica en otros: "La niña y la suicida", en el que el discurso expone una serie de cuestionamientos sin respuesta para sólo concluir que el mundo posee vínculos secretos e intercambios insondables. No por casualidad este cuento semeja la conclusión de toda una etapa de búsqueda al relacionarse con otro, "Las estaciones del sueño". Si en éste último se expresa oníricamente la búsqueda y el límite de un estado próximo al duermevela, en "La niña..." se sugiere una respuesta inquietante: "'Porque soy parte fundamental del perímetro en el que ustedes, ciegos, sin siquiera sospecharlo, se mueven. 'Porque soy la presencia oscura que los habita'" (p. 189).
Pareciera que uno y otro cuento comparten el retorno de lo reprimido tal como Sigmund Freud expuso en su ensayo sobre lo ominoso (1976)17. Esta oscuridad indica el camino de ida y regreso entre lo siniestro que reaparece de manera constante en el arte. Es decir, Montiel no se aparta de la que se considera otra tradición: "la cosa" como parte de lo sublime-siniestro, y que reconsidero para concluir este ensayo.
Conjetura final
La última conjetura en este ensayo bien podría enunciarla como "en el principio fue Cortázar", no como homenaje, sino como la mostración interpretativa del proceder intertextual, un doble más, por ende invasivo en el tenor de la fantasía y lo ominoso. Montiel Figueiras pone en escena la conjetura de la repetición, la interpretación, la iteración de lo incierto que en tanto espacio literario caracteriza la búsqueda. Esta búsqueda confronta su presencia a través del ritual del juego ya plegado en el inter, prefijo que indica su estar entre algo textual, después se despliega en la trama, y anuncia lo infalible de la paradoja: familiar-extraño. Eugenio Trías, en el interés de clarificar los supuestos estéticos, reconsidera la herencia filosófica que desembocó en lo ominoso freudiano, y lo extiende como lo sublime-siniestro característico del arte. Yo lo retomo como el atributo lúdico en el movimiento de los trayectos intertextuales,18 el doble presente en la condensación invasiva del cuento de Cortázar que intercepta Montiel para recrear al unísono la conjetura, el precepto y el guiño predecesor en la lectura de sus historias. En "Casa tomada" hay un algo generador que necesita repetirse y develarse en Ciudad tomada; la intriga trama un espacio que traduce e intercepta la memoria de lo familiar/extraño que bien puede advertirse en el enunciado del primer cuento de la antología: "luchando por dar con la clave oculta, la palabra que estrenaría su bitácora" (p. 42).
El hecho de pre-textar, a manera de íncipit, el cuento de Cortázar indica asimismo la preexistencia irónica de una búsqueda literaria en el trayecto de su comprensión. Decir que, en tanto lectora, en ese "encuentro de mentes" comprendo de esta manera la obra, quizá dependa de las similitudes que guarda con esas otras, en su apertura a las otras, y con lo que Montiel Figueiras quiera a su vez traducir, interpretar y mostrar como obra propia. Las figuras de la narrativa cortazariana provienen de una tradición y se resuelven como material en los propios intentos e interpretaciones de nuestro escritor de crear el propio yo escritural como un camino de aprendizaje y de afiliación19. Al citar la homonimia del texto de Cortázar, los relatos de nuestro autor se ligan alegórica y consecutivamente con el hilo de una Ariadna universal que protagoniza el juego en la emergencia de una historia que había comenzado en el principio de los mitos y que debe continuar. El mythos alcanza su función reiterativa en los mecanismos intertextuales; el relato se traduce y actualiza eso siniestro que Trías supone en el arte.
Para el filósofo, lo amenazante -ominoso/siniestro- es una percepción que intimida la integridad personal, seguida por una reflexión posterior sobre la propia insignificancia e impotencia del sujeto ante un objeto -desconocido- de magnitud no mensurable. Esta situación, que Trías inquiere como relativa a toda manifestación artística, se muestra como una serie de etapas en las que el sentimiento de lo sublime alumbra y transforma la motivación de Montiel. Lo sublime (de raíz kantiana) emerge en "plena y ambivalencia entre dolor y placer" (Trías, 2001, p. 35), y si bien empata con el terror fantástico y el ambiente gótico expuesto en la mayor parte de los relatos de la citada antología del autor, cobra énfasis en el trayecto de historias literarias que se reiteran a manera de cita universal, tanto en los libros de Cortázar como en los propios. El terreno de lo ambiguo, lo incierto, lo paradójico amplia el horizonte de lectura hacia los territorios ignotos que la misma literatura entabla en diálogo con la filosofía, el psicoanálisis y demás materias humanísticas que imprimen esa percepción de orden a lo estético 'a través del cual debe presentirse el caos'. El caos empata la búsqueda de algo que la obra necesita y no se sabe qué es. Si se considera la reiteración del vocablo cosa en filosofía (lo cósico de la cosa, su objetividad) y en el quehacer literario -mencionado hasta la saciedad-, no por nada un relato de Montiel Figueiras se titula "Las cosas".20
Lo demás, es parte de las huellas implícitas que deben ocupar un lugar tras el agente que lee y responde al texto, pues las conjeturas convergen en este mismo sentido. Ante la obra de Montiel se reitera la inminencia de una necesidad, de una exigencia, de una consecuente renovación de identidades que subraya el juego de repetir, de duplicar y el riesgo de hacer literatura.