Introducción
El Nuevo Mundo fue descubierto y conquistado cuando en Europa comenzaban a consolidarse las monarquías absolutas, y la relación Iglesia-Estado se fortalecía dando pie a las grandes concesiones eclesiásticas a las coronas europeas. Como ejemplo, las Bulas Alejandrinas, junto con las otorgadas por Julio II, establecieron las bases para la evangelización de las Indias Occidentales y, con ello, la transformación religiosa, política, económica y social del mundo entero.
Para que se pueda sustentar lo anterior es necesario determinar, aunque de manera somera, el papel protagónico que fueron obteniendo los papas,1 cómo llegaron a ejercer un poder determinante tanto en lo espiritual como en lo temporal y cómo sus decisiones afectaron a un mundo en formación. Cabe mencionar que si bien los problemas que surgieron de tipo religioso, jurídico, económico y social con el descubrimiento y la conquista del Nuevo Mundo han sido trabajados en diversas épocas y por diferentes autores, sigue siendo un tema relevante porque, en vez de perder actualidad, cada día se abren nuevas posibilidades para acercarnos al tema, depurando nuestros conocimientos y ahondando más en éste desde otras perspectivas.
En este caso ubicamos nuestra atención en el papel preponderante de las bulas papales y su repercusión en las decisiones reales en la planeación y organización del proceso evangelizador en la Nueva España.
Antecedentes
Al terminar el periodo de persecución a los cristianos en los siglos I, II y III, la Iglesia cristiana comenzó a padecer la injerencia del poder imperial en sus asuntos terrenales y aun en los eclesiásticos, lo que dio por resultado una nueva forma de relacionarse de estos poderes denominada "cesaropapismo", el cual inicia con Constantino, quien se consideraba "obispo exterior" de la Iglesia y quien fue el convocante del primer Concilio Ecuménico de la Iglesia: el Concilio de Nicea (325 d.C.).2
Carlos Salinas Araneda define el cesaropapismo como un sistema dualista originado en Oriente, "marcado profundamente por la injerencia del poder temporal en el poder espiritual: el emperador dicta leyes sobre materias eclesiásticas" llegando incluso a inmiscuirse en cuestiones dogmáticas (Salinas Araneda, 2004, p. 28). Este sistema no se dio en Occidente, ya que Roma había perdido su importancia política ofreciendo la ocasión para que el papado se fortaleciera. De ahí que, después de la caída del Imperio Romano de Occidente, el papa Gelasio I (492-496) estableciera el principio de la existencia de dos poderes, "lo cual implica un planteamiento de las relaciones entre el orden espiritual y orden temporal, cuya realización se intentará trabajosamente a lo largo de los siglos, entre desviaciones continuas que rompen en la práctica el difícil equilibrio que implica" (Lombardia, 1980, cit. en Salinas Araneda, 2004, p. 26).
El dualismo propuesto por Gelasio implica, por una parte, que la Iglesia ha de estructurarse, de acuerdo con su condición de Reino de Dios en la tierra, como una sociedad jerárquicamente organizada, en cuyos dignatarios reconozcan los fieles a sus maestros, sacerdotes y pastores en lo que atañe a la vida religiosa; y, por otra, que el poder de los que rigen la Iglesia sea reconocido por las autoridades temporales, no solo como un hecho, sino como algo derivado de la voluntad de Dios, con la consiguiente aceptación de la incompetencia que supone entender que hay asuntos que corresponden en exclusiva al principio - el eclesiásticode los dos por los que se rige el mundo (Lombardia, 1980, cit. en Salinas Araneda, 2004, p. 29).
Al finalizar el siglo v, del antiguo Imperio de Occidente no quedaba sino un conjunto de reinos autónomos, generalmente hostiles entre sí y empeñados en mantener su supremacía. Este vacío de poder fue propicio para que el obispo de Roma se convirtiera en la única autoridad indiscutida en los ámbitos religioso, cultural y político. Este último adquirido desde el siglo VIII, cuando Pipino el Breve les otorgó, en calidad de feudo del reino merovingio, unos territorios italianos que se convertirían en los Estados pontificios ya entrado el siglo XIX y que hasta la actualidad permanece en el Estado Vaticano.
En el siglo XI, los pontífices buscaron liberarse de "la tutela de los emperadores del Sacro Imperio Romano Germánico, que en las décadas anteriores había controlado las designaciones pontificias", con lo cual privilegiaban a los teutones, y gracias al Papa Gregorio VII (1073-1085) vino una reforma en las relaciones entre los poderes espiritual y temporal, con la creación del derecho canónico "convirtiendo a partir de ese momento a los papas en los principales legisladores de la Europa cristiana" (Salinas Araneda, 2004, p. 32). A esto se añadió la creación de las universidades donde se impartía tanto el derecho romano justiniano (ius civile) como el reciente derecho canónico (ius canonicum), entre los cuales había una estrecha relación.
El gran éxito de los papas estriba en que, además de poner en juego su poder para hacerse obedecer en las cuestiones eclesiásticas o en conseguir que tales o cuales cuestiones o personas caigan bajo la competencia de los tribunales eclesiásticos, consiguen además crear un Derecho culto, de difusión universitaria, cosa que ningún Emperador o rey del Medievo intentó siquiera lograr (Salinas Araneda, 2004, p. 33)
La superioridad del poder espiritual sobre el poder temporal quedó registrada en la bula de Bonifacio VIII conocida como Unam Sanctam,3 que fue rechazada por Felipe el Hermoso de Francia. Esto marcó el inicio de una nueva relación en la que lo temporal regiría sobre lo espiritual. De esta forma, en los siglos XIV y XV se fortalecieron los Estados a través del poder que fueron adquiriendo sus monarcas; a pesar de ello, los papas lograron mantenerse independientes gracias al poder temporal que les confería su posesión de los Estados pontificios.
La Iglesia se convirtió en el baluarte de la cristiandad asumiendo su papel frente al Estado, con el que se estableció una relación en la cual la Iglesia ejercía la supremacía sobre los reinos cristianos. Según Pérez Collados:
La autonomía política de los diversos reinos adquiriría su última legitimación en Dios y sería de esta instancia de donde provendrían los límites al árbitro del príncipe. Se constituye el pontífice, por lo tanto, en el único árbitro imparcial y competente para resolver los conflictos surgidos entre el príncipe y su pueblo, del mismo modo que para resolver los conflictos entre Estados nacionales de la cristiandad. En el desempeño de esa misión de árbitro soberano, los distintos papas irían elaborando un ordenamiento canónico que conocemos con el nombre de derecho censuario pontificio, el cual estaría llamado a regular el reparto de influencias políticas en áreas geográficas concretas entre varios Estados y, en concreto, el reparto de las fuerzas políticas de Castilla y Portugal en el Atlántico (Pérez Collados, 1993, pp. 239-240).
Esta hegemonía sobre los gobiernos cristianos se verá en el desarrollo del tema que nos atañe. Así, en el siglo XIII, cuando Portugal terminó con su reconquista, le quedaron sólo dos caminos: a) limitarse a una guerra defensiva contra los moros norafricanos que continuamente atacaban sus costas, o b) atacarlos en sus propios territorios. Portugal escogió la segunda opción "apoyándose en argumentos jurídicos, canónicos, políticos y económicos" (Rojas Donat, 2007, p. 111). Sin embargo, Portugal ve frenados sus deseos religiosos y expansionistas por el gobierno castellano-leonés ya que este último se había hecho cargo de la conquista de los últimos territorios musulmanes dejando a un lado a la Corona portuguesa.
Portugal reconocía a España como legítima heredera de los reyes visigodos, dueños del territorio norafricano -Mauritania-Tingitana-, pero al mismo tiempo consideraba tener el derecho y la obligación de luchar, como todo buen gobierno cristiano, contra los moros. Así, con base en:
la batalla del Salado, de 30 de octubre de 1340, en la que los reinos de Castilla, Portugal y Aragón, formando una coalición, habían vencido al emir de Marruecos Abu-l-Hassán, jefe de los benimerines y al rey moro de Granada. Esta victoria generó un clima de entusiasmo en Portugal que conminó al monarca Alfonso IV a proseguir la lucha contra los infieles con la anuencia y las gracias y privilegios del papa, apoyo que resultaba muy necesario frente a las posibles reclamaciones de Castilla. Evidentemente, con aquella victoria terminaban las hostilidades provenientes del norte de África, pero también junto con el expediente de la guerra de cruzada, prolongación de la reconquista se abría una ruta comercial de gran importancia" (Rojas Donat, 2007, p. 114).
Seguidamente de la victoria de Salado, el rey de Portugal aprovechó el ambiente favorable a su causa y mandó a sus embajadores ante el papa para que presentaran un informe de los logros y costos de los portugueses en la lucha contra los moros. Como resultado, el 30 de abril de 1341, por medio de la bula4Gaudeamus et exultamus, Benedicto XII concedió al gobierno portugués los privilegios de la "santa cruzada" y el diezmo de las rentas eclesiásticas por dos años.5 Fue así como lo describió Luis Rojas Donat:
Con base en ello, solicitaron al pontífice los auxilios necesarios: el diezmo de todas las rentas eclesiásticas del reino, la predicación de la cruzada y las indulgencias de Tierra Santa. Se trata de todas las facilidades otorgadas años antes a los príncipes cristianos que fueron a combatir en la cruzada de Oriente y que el mismo Alfonso IV revocara en 1366 por la imposibilidad de llevarla a cabo. Benedicto XII otorgó el diezmo de todas las rentas eclesiásticas del reino por dos años, exceptuando los beneficios de los cardenales y de las órdenes militares, y accedió al resto de las peticiones (2007, p. 115).
De manera sorpresiva, mediante la bula Tue devotionis sinceritas, del 15 de noviembre de 1344, el papa Clemente VI convirtió las Islas Canarias en un principado feudatario de la Santa Sede y nombró al infante Luis de la Cerda o Luis de España6 "príncipe soberano de las islas Afortunadas" -como se les denominaba a las Canarias-, a cambio de evangelizar a sus habitantes y de entregar a la autoridad pontificia cuatrocientos florines de oro. Cuando le fueron otorgadas, no contó con el apoyo económico ni militar, por lo que el principado sólo quedó en proyecto, aunque De la Cerda y sus descendientes utilizaron el título de "príncipes de la Fortuna".
Como ya se ha dicho en el párrafo anterior, Luis nunca tomó posesión de estas islas. Los dos países, España y Portugal, siguieron en pugna. El papa continuó dando su apoyo a través de cartas pontificias a una y otra parte, hasta que la querella se llevó en 1435 al Concilio de Basilea. En 1436, el papa Eugenio IV ratifica mediante una bula la posesión de Castilla sobre las Canarias. Sin embargo, la propiedad de las islas se determinó, como se verá más adelante, hasta el 4 de septiembre de 1479 con el Tratado de Alcáçovas, en el que Portugal conservó el control sobre sus posesiones en África, Guinea, Madeira, las Azores y Cabo Verde, entre otras, y cedió las Islas Canarias a Castilla. En ese mismo tratado se le concedió el impuesto del quinto real a Portugal en los puertos castellanos, y España reconoció el reino de Fez dentro de la esfera de influencia portuguesa. Cabe mencionar que en este documento también quedó concertada la boda de la hija de Isabel y Fernando, la infanta Isabel de Aragón y Castilla, con el príncipe heredero, Alfonso de Portugal y Viseu.
El 10 de enero de 1345, en una segunda bula llamada Ad ea ex quibus otorgó Clemente VI al rey de Portugal, Alfonso IV, el diezmo por dos años de todos los bienes eclesiásticos del reino. En este mismo documento se establecía que España había pactado una tregua de diez años con el rey Benamarín, por lo que la lucha contra los musulmanes sería sólo por parte de Portugal.
La expansión de Portugal en territorios africanos realizada por Enrique el Navegante7 trajo consigo la problemática del comercio con los musulmanes, porque "el derecho canónico prohibía el comercio con los islámicos". Por lo tanto, el rey Juan I expresó al papa Martín V su deseo de convertir a los infieles y, con ello, entablar relaciones comerciales que traerían consigo un derrama económica necesaria para ambas partes (Rojas Donat, 2007, p. 122). "El pontífice respondió con la bula Super gregem dominicum de 1421, concediendo a Portugal la licencia para comerciar con los musulmanes, a excepción de las mercancías prohibidas [...]: hierro, madera, cuerdas, barcos y armas" (Rojas Donat, 2007, p. 123).
Estos productos, que podrían ser utilizados en la construcción y en la fabricación de armamento, fueron vedados en el canon 24 durante el III Concilio de Letrán o Lateranense de marzo de 1179, convocado por el papa Alejandro III. Pero, como lo señala E. Nys, estas prohibiciones fueron atenuadas con "licencias papales de comercio que se les otorgaban a los monarcas, comunidades, o individuos, o por absoluciones algunas veces compradas por los comerciantes. Para obtener rápidamente estos favores, muchas veces el aplicante señalaba al papa cómo el comercio tendía a difundir la fe cristiana" (1896, pp. 284-286).
Para 1433, bajo los auspicios del príncipe Enrique el Navegante, el explorador y marino portugués Gil Eannes partió de Lagos y regresó por las Islas Canarias sin haber logrado su objetivo: llegar al cabo Bojador8 -en costa de Marruecos- y descubrir un paso hacia el oriente rodeando África. Un año después, el príncipe se disculparía por haber creído en "ciertas leyendas con las que se asusta a los niños", y quiso hacer un nuevo intento. Para tal fin se volvió a embarcar Eannes, quien consiguió llegar a la costa, que encontró deshabitada. Para mostrar que se había alcanzado tan dudoso sitio llevó consigo unas flores conocidas como rosas de Santa María (De Oliveira 1914, p. 207). En su siguiente expedición fue acompañado de Alfonso Gonçalves Baldaia. En su segundo viaje a esta región ignota, Eannes y Gonçalves Baldaia llegaron hasta Angra dos Ruivos -llamada así por los peces con forma de escorpión que encontraron-, donde localizaron algunas huellas humanas y de camellos.
Una vez alcanzado el cabo Bojador, Portugal requería de la posesión de las Islas Canarias para realizar escalas en sus travesías hacia el sur. Por ello solicitó al pontífice el otorgamiento de estas islas, pero Juan II de Castilla, aprovechando un concilio que entonces se efectuaba en Basilea, se adelantó y pidió a sus embajadores en esa ciudad que informaran a Luis Álvarez de Paz, embajador en la Curia romana, para que consiguiera del papa la revocación de la bula para conquistar las Canarias que se habían otorgado originalmente a Portugal. "La respuesta del papa fue la bula Romani Pontificis del 6 de noviembre de 1436; declara que en la concesión de la conquista de las islas al rey de Portugal se sobreentendía 'con tal de que no existiera algún derecho sobre ellas'. De ningún modo el papa quería perjudicar a Castilla subordinando la concesión a las posibles reclamaciones" (Castañeda, 2012, p. 290). Así, por medio del breve Dudum cum ad nos del 31 de julio de 14369 le informó de esa bula invitando al rey de Portugal a que meditara sobre ésta y no se lesionaran los derechos de Castilla. Al final, el embajador lograría su cometido y las Canarias serían cedidas aparentemente a Castilla.10
Aunque el reino portugués había perdido las Canarias, usando los privilegios que le habían sido otorgados por la bula Rex regum11 el príncipe Enrique desencadenó sus avances colonialistas en las costas africanas. Para ello, propuso un plan a las autoridades eclesiásticas en las que planteaba la posibilidad de "llegar a las Indias a través de las costas africanas y, una vez allí, contactar con los príncipes amigos de los que se sabía por los libros de Marco Polo, estableciendo un pacto con ellos contra el Islam, de forma que se podría atacar a los musulmanes por el norte, desde Europa, y por el sur, desde las Indias" (Pérez Collados, 1993, p. 24).
En 1436, Gonçalves Baldaia volvió a zarpar y navegando hacia el sur llegó a Angra dos Cavallos, cerca de Puerto Recodo, donde se enfrentó con los nativos. Siguiendo hacia el sur descubrió lo que llamó Rio do Ouro -en Sahara Occidental- pensando que se trataba del legendario río de oro del que hablaban los comerciantes. Continuó hasta Pedra da Galé y regresó a Algarve -en el sur de Portugal- con redes de fibras tejidas por los nativos.
De 1439 a 1440 se realizó una nueva expedición al mando de Diniz Fernandes, quien alcanzó el estuario del Senegal en África Occidental. El siguiente año, Antão Gonçalves y Nuno Tristão llegaron hasta Porto do Cavalleiro y regresaron con los primeros cautivos y polvo de oro. Con esto se manifestó en definitiva que el mundo no terminaba en un mar de fango y que las tierras habitadas no pertenecían a nadie más que a Dios y a su representante, el papa, como cabeza de la cristiandad. "Después del triunfal viaje de Diniz Fernandes, el príncipe Enrique como gran maestro de la Orden de Cristo, mandó a Fernão Lopes de Azevedo, Caballero de la orden, en una embajada al papa pidiéndole que todo el territorio descubierto debería pertenecer a la Corona española, y todos los diezmos a la Orden de Cristo" (Oliveira Martins, 1914, p. 208).
Los reyes católicos, con los mismos argumentos que habían usado para obtener las Canarias, es decir, la posesión de las tierras por sus antepasados visigodos, reclamaron Guinea y su comercio, incluso impusieron un impuesto a las mercancías provenientes de esas partes (Fernández de Navarrete 1825, cit en Davenport, 1917, p. 10) y amenazaron con iniciar la guerra si el monarca portugués no desistía de su conquista en Guinea. El rey de Portugal tomó una actitud serena e invitó al rey de Castilla a esperar de manera pacífica las resoluciones pendientes, pero antes de que hubiera una respuesta murió el rey de España, en julio de ese año; en su lugar quedó Enrique IV, quien tenía pocas intenciones de enfrentarse con Portugal, e incluso para agosto de ese año ya había concertado su boda con la hermana del rey portugués (Fernández de Navarrete, 1825, cit. en Davenport, 1917, p. 11).
En 1455, Nicolás V otorgó a Portugal una bula denominada Romanus pontifex por medio de la cual le concedió todo tipo de beneficios para la expansión hacia las costas atlánticas africanas y prohibió la navegación castellana en esa región desde los cabos Bojador y Num -a la altura de las Canarias- hacia el sur hasta Guinea quedando excluida España por decisión pontificia de esta importante ruta comercial. Un año después, en 1456, Portugal se vería de nuevo beneficiada con la bula Inter caetera, ésta del papa Calixto III,12 en la que le adjudicó la concesión exclusiva de navegación y descubrimiento al sur de las Islas Canarias.
En 1460, con la muerte del príncipe Enrique, el rey de Portugal, Alfonso V, delegó el trabajo de exploración a las compañías privadas y se concentró en tratar de anexar el territorio español a Portugal y ampliar sus conquistas sobre los infieles. Por ello, en 1475 invadió Castilla y se alió con la princesa Juana. Esta guerra de sucesión13 llegó hasta las Islas Canarias, donde los portugueses incitaron a los nativos a rebelarse contra los castellanos, y los españoles reforzaron su comercio con Guinea. Para marzo de 1479, la reina Isabel de Castilla entabló conversaciones diplomáticas con su tía la infanta Beatriz de Portugal para poner fin a las hostilidades. Para septiembre estaban listos dos tratados en Alcáçovas entre Juan I de Portugal y Juan II Castilla. El primero, Tercerias, se refería a asuntos dinásticos; el segundo establecía un tratado de paz perpetuo. En este documento se comprometía Isabel a no interferir en las tierras y el comercio de Portugal con Guinea, las Azores, Cabo Verde o Madeira y no obstruir en la conquista de Marruecos; por su parte, el rey de Portugal cedía las Islas Canarias a Castilla.
El 21 de junio de 1481, estos derechos fueron confirmados por Sixto IV en una bula que otorgaba a la Orden Portuguesa de Jesucristo jurisdicción espiritual en todas las tierras adquiridas desde cabo Bojador hasta Ad Indos. La bula, llamada Aeterni Regis,14 ratificaba lo expuesto en las bulas Romanus pontifex de 1455 e Inter caetera de 1456: las peticiones de exclusividad de Portugal sobre Guinea; contenía y sancionaba el tratado entre España y Portugal de 148015 por el cual se le concedía al gobierno portugués el derecho exclusivo de navegación y descubrimiento en la costa de África con la posesión de todas las islas concedidas del Atlántico, excepto las Islas Canarias.
En conclusión, la política expansionista y religiosa de Portugal en un principio se vio frenada por el gobierno castellano-leonés, pero los portugueses supieron sacar provecho de sus logros en la lucha contra los moros y consiguieron una serie de cartas apostólicas, entre ellas la "santa cruzada" que le dieron ventaja sobre sus vecinos españoles, pero que a la larga éstos aprovecharían para su propio beneficio.
Las Bulas Alejandrinas detonantes de la evangelización en el Nuevo Mundo
Desde el siglo XV aumentó la demanda de productos en Europa, y los propios comerciantes se vieron imposibilitados para solventarla. El auge del comercio europeo nació cuando éstos decidieron que ya no querían depender más de los comerciantes moros e italianos. Así, se arriesgaron a salir de la zona del Mediterráneo en búsqueda de nuevas rutas hacia el este y, con ello, a los mercados de especias de las Molucas, Java, Ceilán y la India.
En esta carrera marítima, España y Portugal pronto aventajaron a Holanda, Francia e Inglaterra al establecer colonias y comercio. Sin embargo, tal situación de colonización los llevó a entrar en contacto con sociedades diferentes a las que desde el primer momento calificaron de "infieles". Esto dio pie a que las Coronas de Portugal y Castilla consideraran lícito la ocupación de sus tierras cobijadas con un halo de cristiandad. De este modo, los beneficios económicos y la expansión de su soberanía quedaba disfrazada con una máscara de religiosidad tras la cual estaba la presencia pontificia.
Con lo anterior, cabe recordar que la intervención de la Santa Sede por medio de la concesión de bulas que le garantizaba sus derechos frente a otros fueron en su momento peticiones expresas de los monarcas portugueses y castellanos, ya que los papas difícilmente hubieran concedido tierras y derechos de no haber sido requeridas por ellos. Sin embargo, pese a haber realizado estas demandas, en realidad los monarcas no las consideraban necesarias porque, de acuerdo con el derecho de la época, 16el descubrimiento y la ocupación por un príncipe cristiano constituía un título suficiente de adquisición de éstas, como ya había ocurrido con las Islas Canarias.
Así, el cronista mayor de Indias, Antonio de Herrera y Tordesillas, señaló que en la Corte de Isabel y Fernando cuando llegó la noticia del Nuevo Mundo en 1493 hubo quien opinó que no era necesario el visto bueno del pontífice, lo que expresó en su Historia General de la siguiente manera:
i aunque por la posesión que de aquellas Nuevas Tierras havia tomado el Almirante, i por otras muchas causas, huvo grandes Letrados, que tuvieron opinión, que no era necesaria la confirmación, ni donación del Pontífice para poseer justamente aquel Nuevo Orbe, todavia los Reies Catolicos, como obedientisimos de la Santa Sede, i piadosos Principes, mandaron al mismo Embaxador, que suplicase á su Santidad fuese servido de mandar hacer gracia á la Corona de Castilla, i de Leon, de aquellas Tierras descubiertas, i que se descubrieren adelante, i expedir sus Bulas acerca de ello (De Herrera, 1730, pp. 40-41). 17
Si bien la intervención de la autoridad romana no era considerada indispensable, sí era conveniente, ya que, por una parte, acreditaba el poder de los monarcas sobre las tierras conquistadas y, por otra, tenían el reconocimiento papal. Esto fue evidente en abril de 1493, cuando los Reyes Católicos se vieron interesados en obtener tres bulas18 que les atribuyeran en las islas y tierras del Atlántico los mismos privilegios otorgados por otros papas a los reyes de Portugal en las tierras africanas. Dichas prerrogativas fueron dadas en virtud de su potestad apostólica de otorgar indulgencias de la cruzada contra los infieles y de someterlos a los cristianos. A lo cual hay que añadir que se les dispensaba de la prohibición de comerciar con los moros.
El cardenal de Valencia, Rodrigo Borja, fue electo papa el 11 de agosto de 1492 y pasó a ser conocido como Alejandro VI. Este polémico personaje mantuvo una estrecha relación con los Reyes Católicos, a quienes había favorecido en 1472, cuando era delegado papal en la península ibérica, avalando su matrimonio a pesar de ser primos hermanos19 y les otorgó el título de Reyes Católicos cuando ocupó la silla papal.20
El papa Alejandro VI concertó la concesión de la bula Inter caetera21 o de donación el mes de abril, aunque su fecha se retrasó hasta el 3 de mayo de 1493. En este documento pontificio se les hacía donación a los monarcas católicos de las tierras e islas descubiertas navegando hacia el occidente -hacia las Indias-, siempre y cuando no pertenecieran a otro príncipe cristiano, con los mismos derechos y privilegios con que contaban los reyes portugueses en las suyas. En esta bula no se hace referencia a ninguna línea divisoria.
La bula inicia mencionando el celo religioso de los Reyes Católicos en la reconquista del reino de Granada de la tiranía de los sarracenos; por lo que se sienten inclinados a concederle todo aquello que ayude a que prosigan en ese propósito santo. Se señala que una vez recuperada Granada y deseando buscar tierras remotas donde catequizar, habían mandado a Cristóbal Colón con navíos buscando tierras remotas y desconocidas. Estos encontraron tierras lejanas habitadas por gente desnuda que no come carne y creen que en "los cielos existe un solo Dios creador" y parecen adecuados para el conocimiento de Jesucristo. A continuación les ordena que en esas regiones se introduzca el nombre del Salvador, y los exhorta en el nombre del Señor y "por la recepción del sagrado bautismo por el cual estáis obligados a obedecer los mandatos apostólicos y con las entrañas de misericordia de nuestro Señor Jesucristo os requerimos atentamente a que prosigáis de este modo esta expedición" (Rincón Castellano, s.f.) y que los persuadan a abrazar la profesión cristiana. Le sigue la parte dispositiva que establece:
[...] os donamos concedemos y asignamos perpetuamente, a vosotros y a vuestros herederos y sucesores en los reinos de Castilla y León, todas y cada una de las islas y tierras predichas y desconocidas que hasta el momento han sido halladas por vuestros enviados, y las que se encontrasen en el futuro y que en la actualidad no se encuentren bajo el dominio de ningún otro señor cristiano, junto con todos sus dominios, ciudades, fortalezas, lugares y villas, con todos sus derechos, jurisdicciones correspondientes y con todas sus pertenencias; y a vosotros y a vuestros herederos y sucesores os investimos con ellas y os hacemos, constituimos y deputamos señores de las mismas con plena, libre y omnímoda potestad, autoridad y jurisdicción. Declarando que por esta donación, concesión, asignación e investidura nuestra no debe considerarse extinguido o quitado de ningún modo ningún derecho adquirido por algún príncipe cristiano. Y además os mandamos en virtud de santa obediencia que haciendo todas las debidas diligencias del caso, destinaréis a dichas tierras e islas varones probos y temerosos de Dios, peritos y expertos para instruir en la fe católica e imbuir en las buenas costumbres a sus pobladores y habitantes, lo cual nos auguramos y no dudamos que haréis a causa de vuestra máxima devoción y de vuestra regia magnanimidad (Rincón Castellano, s.f.).
En el mismo manuscrito se indica que, bajo pena de caer en excomunión latae sententiae, serían castigadas todas las personas que realizaran actividades económicas o de otro tipo sin el permiso expreso de los reyes o de sus herederos y que a los monarcas españoles se les concedían los mismos "privilegios, gracias, libertades, inmunidades, exenciones e indultos" que se les había entregado con anterioridad a los reyes de Portugal en el continente africano. Termina el pontífice con una visión de los bienes que obtendrían: "Confiando en Aquel de quien proceden todos los bienes, imperios y dominios, esperamos que si -con la ayuda del Señor- continuáis con este santo y laudable trabajo en breve tiempo se conseguirá el éxito de vuestros esfuerzos con felicidad y gloria de todo el pueblo cristiano" (Bula Inter caetera, 3 de mayo 1493).22
Ese mismo día, 3 de mayo 1493, se expidió una segunda bula llamada Eximiae devotionis23 o de privilegios, despachada en julio por la Cámara secreta, en la que se reprodujo la anterior con algunas pequeñas variantes.24 En ella se equiparaban los mismos títulos jurídicos en sus respectivas tierras a los reyes de Portugal y Castilla.25 Cabe mencionar que la donación estaba condicionada, porque imponía la obligación de otorgar de los bienes de la Corona una dote para la manutención de los prelados que sería tasada por los diocesanos. De esta manera, el papa puso en manos de los reyes la administración de los bienes de la Iglesia en las Indias.
Como resultado de lo anterior, se expidió una tercera bula Inter caetera26 o de donación y de partición, en la que se omiten los privilegios, fechada el 4 de mayo del mismo año, por la que se estableció una línea divisoria en dirección norte-sur,27 a cien leguas al oeste de las islas Azores y de Cabo Verde, asignando el territorio del occidente de la línea de demarcación a los reyes Isabel y Fernando y las tierras al este
tenían de someterlos, según declaran ellos mismos. Ese señorío radical excluye al resto de reyes cristianos, como está claro; sin determinar: 1) si tal señorío radical ¿excluía los señoríos efectivos de los indígenas y, por tanto, los sustituía, o más bien, se sobreponía a ellos como señorío imperial y no anulaba, el de los reyes cristianos? No lo aclara la bula y 2) ¿cómo iban a conseguir los Reyes Católicos el sometimiento o señorío efectivo? Tampoco lo aclara la bula" (Pérez Amador, 2011, p. 68).
a Juan II de Portugal.28 Bajo este acuerdo, Castilla conservó las Américas excepto la parte este de Brasil.29 La bula se encuentra redactada en los siguientes términos:
[Otorgando] con la plenitud de la potestad apostólica: todas las islas y tierras firmes, descubiertas y por descubrir, halladas y por hallar hacia el occidente y mediodía, haciendo y constituyendo una línea desde el Polo Ártico, es decir, el Septentrión; hasta el Polo Antártico, o sea, el Mediodía, que estén tanto en tierra firme como en islas descubiertas y por descubrir hacia la India o hacia cualquier otra parte, la cual línea diste de cualquiera de las islas que se llaman vulgarmente de los Azores y Cabo Verde cien leguas hacia occidente y el mediodía [...] dada en Roma, en San Pedro, el año de la Encarnación del Señor de mil cuatrocientos noventa y tres, el cuatro de las nonas de mayo, año primero de nuestro pontificado (Rincón Castellano, s.f.)
En esta bula no se menciona a Portugal, al que sólo se le alude en la cláusula en que se excluye de la donación las tierras al oeste de la línea de demarcación que pudieran estar en posesión, en la navidad de 1492, de "algún príncipe cristiano". Asimismo, se indican los derechos de los portugueses en Mina de Oro y Guinea, pero no se nombran las Indias (Davenport, 1917, p. 71).
En una carta de los reyes a Colón del 4 de agosto se indicaba que "ahora es venida [la bula] y vos enviamos un traslado de ella para que todos sepan que ninguno puede ir a aquellas tierras sin nuestra licencia, y llevadla con vos, porque si a aquella tierra aportáredes, la podáis mostrar" (Lopetegui y Zubillaga, 1965, p. 44). Con esto queda clara la finalidad inmediata que tenía este documento.
Relacionada con las bulas anteriores, el 25 de junio de 1493 fue concedida por Alejandro VI a fray Bernardo Boyl, vicario de la orden de los Mínimos en España, la Piis fidelium o bula menor, otorgándole amplias facultades espirituales, por lo que los Reyes Católicos lo ordenan viajar al Nuevo Mundo para encabezar la evangelización. Se le autoriza a administrar los sacramentos, edificar y bendecir iglesias o casas religiosas, dispensar ayunos y vigilias, aun absolver pecados reservados a la Santa Sede.
En la otra parte del mundo, la línea de demarcación quedó imprecisa en la India, donde ambos gobernantes pretendían llegar. Para resolver esta cuestión, los monarcas españoles, mientras mantenían pláticas con los portugueses, obtuvieron una nueva bula, la Dudum siguidem30 o ampliación de dominio o donación, el 26 de septiembre de 1493, por la cual se les concedían las tierras que descubrieran al este, oeste y sur de la India sobre las que otro príncipe cristiano no tuviera posesión. Es probable que en la solicitud de esta bula estuviera involucrado Colón, quien creía haber llegado a las Indias orientales, y con ella se garantizaría la no intervención de los portugueses en las tierras recién descubiertas. Con este documento se revocaban todas las donaciones otorgadas a Portugal y se excluía a todos los súbditos de otras casas reinantes de explorar, navegar o pescar en esas partes sin el permiso expreso de la Corona española.
Así, a este grupo de cartas pontificias otorgadas por Alejandro VI entre mayo y septiembre de 1493 se les denomina Bulas Alejandrinas.31 Cabe mencionar que estas concesiones fueron hechas a título personal a los reyes Isabel y Fernando y, a petición de ellos, incorporadas las tierras a la Corona de Castilla sin compartirlas con Aragón. Otro elemento a resaltar es el carácter misional de estos documentos, ya que con ellos se estableció la obligación de catequizar a los indios, lo cual no había sido impuesto a los portugueses.
Estas bulas Alejandrinas fueron muy favorables a Isabel de Castilla y Fernando de Aragón,32 y excluyeron a Juan II de Portugal de las empresas americanas. Situación por la cual este monarca se dirigió al papa a través de su cardenal de Lisboa, Jorge, obispo de Albano. Como consecuencia, se acordó pactar nuevas condiciones en el Tratado de Tordesillas del 7 de junio de 1494. En este documento se planteaba que los límites estuviesen a 370 leguas al oeste de las islas de Cabo Verde, que ni entonces ni después pudieron ser establecidos por motivos técnicos.33 Tampoco la demarcación de la India anunciada en la Dudum siguidem llegó a realizarse debido a que los portugueses arribaron a esas partes mucho antes que los castellanos encontrando la situación estabilizada.
En agosto de 1494 zarpó Colón en su segundo viaje, con mil quinientos hombres, entre los cuales iba el fraile benedictino Juan Boyl, acompañado de otros religiosos y clérigos seculares reclutados en Sevilla. Sin embargo, esta misión no prosperó porque el fraile tuvo constantes disgustos con Colón a causa de la manera en que eran tratados los indígenas; por tal razón, regresó la mayoría de estos frailes a España en diciembre del mismo año. Boyl, por su parte, excomulgó al almirante, y a los dos años regresó a España. En la isla La Española, hoy Santo Domingo, sólo permanecieron tres legos franciscanos: Juan Tizín, Juan de la Deule y el monje catalán Jerónimo Ramón Pané (Gazulla, 1934). En 1495, los Reyes Católicos ordenaron que pasaran misioneros a evangelizar a los indígenas del Nuevo Mundo, con lo que franciscanos, dominicos y mercedarios comenzaron su labor catequizando a los niños y edificando iglesias en las Antillas.
El 16 de diciembre de 1501, el papa concedió la perpetuidad de los diezmos de las Indias mediante la bula Eximiae devotionis sinceritas:
[...] con efecto por vosotros y vuestros sucesores y vuestros bienes, y [de] los suyos, se haya de dar y asignar dote suficiente a las Iglesias, que en las dichas Indias se hubieren de erigir, con la cual sus prelados y rectores se puedan sustentar congruentemente, y llevar las cargas que incumbieren a las dichas Iglesias, y ejercitar cómodamente el Culto Divino a honra y gloria de Dios Omnipotente, y pagar los derechos episcopales conforme la orden que en esto dieren los diocesanos que entonces fueren de los dichos lugares, cuyas conciencias sobre esto cargamos (Garrido Aranda, 1979, p. 330).
Este Tratado de Tordesillas requería ser confirmado por la Santa Sede a través del papa Alejandro VI, quien no pudo hacerlo porque murió, aparentemente envenenado, el 18 de agosto de 1503. Lo sucedió Pio III, quien falleció después de 26 días de pontificado. Hubo que esperar a que fuera elegido un nuevo papa, Julio II, en el cónclave más corto de la historia. El tratado tiene la característica de haber contado con peritos españoles y portugueses que asesoraron en lo técnico a los diplomáticos, y quedó reafirmado en la bula Ea quæ pro bono pacis del 24 de enero de 150634 promovida por el rey Manuel de Portugal.
El 28 de julio de 1508, Julio II, por la bula Universalis Ecclesiae Regiminis "concedió a los reyes de España el patronato universal de todas las iglesias de las Indias; se trata de una concesión como no había existido nunca entonces en el Derecho canónico" (Salinas Araneda, 2004, p. 51). La importancia de esta bula radica en que a partir de ese momento el rey gozaría del privilegio de que "no se nombrase ninguna dignidad eclesiástica en América sin la previa presentación de un candidato idóneo por su parte" (2002, p. 52).
Los reyes, a su vez, "confiaron a las órdenes religiosas la conquista espiritual del territorio, legitimando su actuación mediante dos bulas papales: la Alias Felicis dada por León X el 25 de abril de 1521 y la Exponis Nobis Nuper de Adriano VI otorgada el 10 de mayo de 1522". Ambas proporcionaba la autoridad apostólica "donde no hubiere obispos o se hallaran a más de dos jornadas, salvo en aquellos ministerios que exigían consagración episcopal" (Espinosa Spínola, 2005, p. 249)
La última bula relacionada con este tema, conocida como Procelsae devotionis, tiene fecha del 3 de noviembre de 1514 y fue otorgada por Leon X. Durante ese año, el papa tuvo conocimiento de los recientes descubrimientos portugueses por medio de algunos presentes de las tierras descubiertas que le hizo llegar el rey Manuel. Como respuesta, el pontífice redactó esa bula de 45 páginas en las que ratificó todos los derechos sobre las tierras orientales que beneficiaban a Portugal.
En 1516, acompañando a las tropas de Cortés iban algunos "capellanes castrenses, al servicio pastoral de los soldados, de modo que el primer anuncio del Evangelio a los indios fue realizado más bien por el mismo Cortés y sus capitanes y soldados, aunque fuera en forma muy elemental, mientras llegaban frailes misioneros" (Iraburu, s.f., p. 99). Entre ellos llegaron "el mercedario Bartolomé de Olmedo, capellán de Cortés, el clérigo Juan Díaz, que fue cronista, después otro mercedario, Juan de las Varillas, y dos franciscanos, fray Pedro Melgarejo y fray Diego Altamirano, primo de Cortés" (Iraburu, s.f., p. 99).
El 27 de abril de 1522 salieron del convento franciscano de Gante tres religiosos con destino al Nuevo Mundo; ellos eran fray Juan de Tecto (Juan de Toict o Johan Dekkers), fray Juan de Aora o Ayora (Johan Van der Auwera) y el lego Pedro de Gante (Pedro de Mura, Peter Van del Moere, de Moor o de Muer). Llegaron a la Villa Rica de la Veracruz el 13 de agosto de 1523 donde fueron recibidos por Cortés, quien de inmediato los envió a Texcoco.
De esta manera sencilla se inició el proceso formal de evangelización en la Nueva España, con tres frailes franciscanos flamencos, de los cuales dos, Juan de Aora y Juan de Tecto, murieron durante la malograda expedición de Cortés a las Hibueras. Solo quedó Gante, quien aprendió la lengua e inició la primera escuela. Posteriormente llegarían dos franciscanos más a España, fray Juan Clapión y fray Francisco de los Ángeles, a quien Leon X le había dado amplias facultades, como ya se mencionó, por medio de la bula Alias Felicis del 25 de abril de 1521 para realizar la tarea de evangelizar.
A través de la Bula Omnimoda, del 9 de mayo de 1522, el papa Adriano VI decidió que los franciscanos fueran los primeros misioneros en la Nueva España. Así, el ministro general de la obra franciscana, Francisco de los Ángeles, ordenó a fray Martín de Valencia que convocara a doce frailes españoles para llevar a cabo la evangelización en la Nueva España. Además del propio Martín de Valencia, fueron elegidos Toribio de Benavente (Motolinia), Martín de Jesús (o de la Coruña), Francisco de Soto, Antonio de Ciudad Rodrigo, Juan Suárez, Luis de Fuensalida, García de Cisneros, Francisco Jiménez, Juan de Ribas y los dos legos Andrés de Córdoba y Juan de Palos, quienes llegaron al Nuevo Mundo en 1524 (cfr. Iraburu, p. 99).
Reflexiones finales
A manera de reflexión, podemos resaltar que era una práctica frecuente recurrir al apoyo del pontífice, tanto de los portugueses como de la Corona castellanaleonesa. Sin duda, la preeminencia que gozó en su momento Portugal por parte de los pontífices en turno le posibilitó el control de toda la costa oeste de África sobre la cual edificó su imperio colonial en la región. Esto mismo se repetiría años después con la Corona española, cuando obtuvo privilegios inmensos por parte del pontificado recibiendo todo un continente, como es sabido.
La revisión teórica expuesta en el presente artículo nos permite hacer nuevas preguntas: ¿qué papel tuvieron los diferentes pontífices en la construcción de la geografía política de la época?, ¿qué tanto se trató de decisiones de tipo personal?, ¿se refieren éstas a llevar solamente el cristianismo a las tierras recién descubiertas o implican la facultad de coloniaje? ¿Las medidas adoptadas por la Corona española fueron las adecuadas para implantar el cristianismo?, ¿cuál fue el papel de la Iglesia en el proceso sincrético que se desenvolvió como resultado de la imposición de cristianismo?
Los diferentes autores señalan que los papas no intervenían si no era a petición explícita de alguna de las partes; sin embargo, cómo explicar que en ocasiones en las cartas papales se mencionen las demandas y en otras se señale que fue motu propio. Basándose, como lo señala la bula Inter caetera de 1493, en el "uso de la plenitud de la potestad apostólica y con la autoridad de Dios Omnipotente que detentamos en la tierra y que fue concedida al bienaventurado Pedro como Vicario de Jesucristo" se autoadjudicaban la potestad para dar y quitar tierras y a los habitantes de ellas, por lo que las críticas siempre han estado presentes.
De acuerdo con Luis Weckmann (1949, pp. 21-23), las bulas papales de Alejandro VI son documentos medievales que él ubica dentro del concepto de doctrina omni-insular. Así, el autor determina:
[...] las Bulas Alejandrinas de Partición, de 1493, constituyen una de las últimas aplicaciones prácticas de una vieja y extraña teoría jurídica, elaborada explícitamente en la corte pontificia a fines del siglo XI, enunciada por primera vez en el año 1091 por el Papa Urbano II [pero que quizá traza su paternidad a Gregorio VII] y conforme a la cual todas las islas pertenecen a la especial jurisdicción de San Pedro y de sus sucesores, los pontífices romanos, quienes pueden libremente disponer de ellas. Esta teoría [...] bajo el nombre de doctrina omniinsular es, sin duda alguna, una de las elaboraciones más originales y curiosas del derecho público medieval (Weckmann, 1949, p. 3, nota 23).
Al saberse del descubrimiento de las nuevas tierras, la Iglesia vio en ello un signo providencial con el cual podría recuperar las pérdidas ocasionadas por Lutero. El pontífice consideró que los reyes eran dignos de recibir esa encomienda espiritual y, por lo tanto, decidió hacerles la donación y encargarles la evangelización de los indígenas. De esta manera, el papa les imponía una grave obligación que los reyes llamarían en leyes, cédulas y ordenanzas "el cargo de la conciencia real" y a su cumplimiento "el descargo de la real conciencia" (Gomez Hoyos, 1961, p. 14).
Con la letra apostólica Inter caetera de 1493 quedaba establecido que los reyes tendrían, no sólo que costear las expediciones de los misioneros, sino además el derecho de seleccionar a los frailes que irían al Nuevo Mundo, lo cual ocasionó un regalismo exagerado, como lo muestra el nombramiento de los primeros misioneros.
Alejandro VI refleja, desde el primer documento alejandrino, la lucha que ya había iniciado contra el mundo árabe, y el descubrimiento de las nuevas tierras le dio la oportunidad de expandir el cristianismo a lugares desconocidos hasta entonces. Así, desde las primeras líneas señala que "la fe católica y la religión cristiana sean exaltadas y que se amplíen y dilaten por todas partes y que se procure la salvación de las almas y que las naciones bárbaras sean abatidas y reducidas a dicha fe" (Remeseiro, 2004, p. 5).
Por otra parte, al retomar el codicilo -legado- que siguió al testamento de la reina Isabel y que fue redactado tres días antes de su muerte, vemos la convicción de ésta o su justificación histórica al querer llevar la palabra de Dios a los indígenas, ya que señala:
Por quanto al tiempo que nos fueron concedidas por la Santa Sede Apostólica las islas e tierra firme del mar Océano, descubiertas e por descubrir, nuestra principal intención fue, al tiempo que lo suplicamos al Papa Alejandro sexto de buena memoria, que nos fizo la dicha concession, de procurar inducir e traher los pueblos dellas e los convertir a nuestra Santa Fe católica, e enviar a las dichas islas e tierra firme del mar Océano prelados e religiosos e clérigos e otras personas doctas e temerosas de Dios, para instruir los vezinos e moradores dellas en la Fe católica, e les enseñar e doctrinar buenas costumbres e poner en ello la diligencia debida, según como más largamente en las Letras de la dicha concessión se contiene, por ende suplico al Rey, mi Señor, mui afectuosamente, e encargo e mando a la dicha Princesa mi hija e al dicho Príncipe su marido, que ansí lo hagan e cumplan, e que este sea su principal fin, e que en ello pongan mucha diligencia, e non consientan e den lugar que los indios vezinos e moradores en las dichas Indias e tierra firme, ganadas e por ganar, reciban agravio alguno en sus personas e bienes; mas mando que sea bien e justamente tratados. E si algún agravio han rescebido, lo remedien e provean, por manera que no se exceda en cosa alguna de lo que por las Letras Apostólicas de la dicha concessión nos es inyungido e mandado" (Cláusula XXI, Medina del Campo, 23 de noviembre de 1504).
En el siglo XVI surgen diferentes posturas jurídicas en relación con la actuación del papa Alejandro VI; por un lado se justifica ésta como heredero del legado de Cristo y, por lo tanto, con la facultad de otorgar plena libertad de acción a los gobiernos cristianos y en caso necesario declarar la llamada "guerra justa" a los indígenas que no se sometieran al cristianismo de modo pacífico. Uno de los juristas que apoyaba esta corriente era Juan Ginés de Sepúlveda, opositor a Las Casas, quien manifestó: "es pues un hecho históricamente comprobado la barbarie que padecen los aborígenes del Nuevo Mundo y en consecuencia aplicando la filosofía de Aristóteles, resulta incuestionable su condición de siervos por natura y su deber de someterse a los europeos que evidentemente representan una cultura superior" (Ots, 1943, p. 250).
El pensamiento de Las Casas estaba inmerso en teorías medievales en las que admitía el privilegio del papa "para intervenir en las cosas temporales, incluso sobre los no cristianos, en orden al fin espiritual" (González Fernández, 1987, p. III); por ello consideraba que el derecho de los Reyes de Castilla y León sobre las Indias se basaba en la donación pontificia. Francisco de Vitoria, por su parte, argumentaba que no había razón por la cual los indígenas debían sujetarse al Imperio. "Tampoco Vitoria comparte el pensamiento teocrático de Las Casas en orden a admitir la concesión pontificia. Porque para el catedrático salmantino el Papa no tiene ningún poder espiritual ni temporal sobre los indios ni sobre los demás infieles [...] Lo que sí admite Vitoria en las bulas pontificias es un título legítimo dándoles el sentido de una comisión a la Corona para predicar la fe, con derechos exclusivos y con valor jurídico internacional" (González Fernández, 1987, pp. III-IV).
Otra autoridad que apoyaba el desempeño del papa fue, sin duda, Juan López de Palacios Rubios, quien fue el encargado de redactar lo que se conoce como el Requerimiento, un documento que surgió a raíz de una denuncia (en 1511) del fraile dominico Antonio de Montesinos por el maltrato de los indios, que dio como resultado una reunión, al año siguiente en Burgos, donde se llegó a la conclusión de que había que explicarle a los indígenas sobre el derecho del papa y de los reyes de España sobre ellos.
Ese documento, que debía ser leído en español a los indígenas, no fue del todo aceptado como lo muestra la declaración de unos caciques zenúes de sur de Cartagena. En un comunicado al conquistador Martín Fernández de Enciso, le hacen saber que están de acuerdo con que existía un solo Dios que gobernaba el cielo y la tierra, "pero en lo que decía que el Papa era señor de todo el universo en lugar de Dios, y que había hecho merced de aquella tierra al rey de Castilla, dijeron que el Papa debiera estar borracho cuando lo hizo, pues daba lo que no era suyo, y que el rey que pedía y tomaba tal merced debía ser algún loco, pues pedía lo que era de otros, y que fuese allá a tomarla, que ellos le pondrían la cabeza en un palo, como tenían otras [...] de enemigos suyos" (Herrera, 1993, pp. 38-44).
Resulta interesante que semejantes argumentos hayan sido utilizados después en el llamado Siglo de las Luces (XVIII)35 por uno de los principales críticos de Alejandro VI, el filósofo enciclopedista francés Dionisio Diderot, quien en su edición de la Histoire de 1781 "se pregunta cómo fue posible que Alejandro VI pudiera dar lo que no le pertenecía y que príncipes cristianos aceptasen tal regalo cuando entre ellos se estipularon condiciones lo más opuestas a lo moral [sic] evangélica: la sumisión de los indígenas o la esclavitud, el bautismo o la muerte. El filósofo remata el asunto con la afirmación de que aquel al que no le embargue un sentimiento de vivo honor ante tan inicuas cláusulas es un sujeto de tan poca calidad humana que no merece se razone con él" (Raynal, 1780, cit. en Mayagoitia, 1993, p. 214).
Otro autores de siglos posteriores han reflexionado sobre el papel del papa en la repartición del Nuevo Mundo y han sugerido, como Edward Gaylord Bourne (1962), que estas bulas muestran el carácter conciliador del papa Alejandro VI para "satisfacer ambos lados"; por su parte, Ludwig Freiherr Pastor (1952), Joseph Hergenröther (1876) 36 y Hugo Grotius (Vander Linden, 1917: 2) lo presentan como un árbitro mediador. Aeneas McDonell Dawson (1860) y H. Harrisse (1897) consideran que Alejandro VI actuó como supremo juez de la cristiandad o guardián de la paz y E. Nys (1896, p. 193), incluso manifiesta que la participación papal fue nula.
Por su parte, Giménez Fernández (1944) niega el carácter misional que tuvo la empresa de Colón, pese a que el mismo almirante lo haya establecido en su Diario. Asimismo, atribuye a las bulas sólo un interés económico, familiar y político por parte del papa para estar bien con el Rey Católico, por lo cual fue altamente criticado por autores como García Gallo. Este último autor hace énfasis en el pensamiento misional de los Reyes Católicos cuando declararon su deseo de evangelizar a los indígenas, como lo habían propuesto con antelación en la conquista de la Gran Canaria en 1478 (García Gallo, 1957, pp. 461-829), aunque no deja de reconocer su carácter económico y político.
Según los cánones religiosos, en su calidad de "pastor universal" el papa tenía37 poder sobre los infieles y sus tierras y, por lo mismo, podía disponer de ellas a su libre albedrío otorgándolas a los príncipes cristianos de acuerdo con sus propios intereses y los de la Iglesia. Por lo tanto, la geografía política se vio modificada una y otra vez según daban prebendas a una y otra parte. Pero también había movimientos territoriales provocados por las canonjías entregadas por los propios príncipes al papado para conseguir futuros beneficios. Esto implicó que pontífices como Alejandro VI tomara decisiones de carácter personal, porque él tenía compromisos de tipo moral con Fernando de Aragón, puesto que le había otorgado tierras para su vicaría en Valencia y el ducado de Gandia -en la provincia de Valencia- para su hijo ilegítimo, Pedro Luis de Borja y Catanel. Asimismo, se sabe que participó en diversas intrigas, intervenciones y conspiraciones políticas para asegurar el poder político de su familia y, en especial, beneficiar a sus hijos Juan, César, Lucrecia y Jofre Borgia,38 por lo que no se duda de que ayudara al monarca español esperando más provechos para él y su familia.
También hubo pontífices como Julio II, quien vio más allá de sus beneficios personales, por ejemplo, ratificando a Portugal todos sus derechos sobre las tierras orientales como resultado de su actuación en una campaña evangelizadora relevante en Guinea, Marruecos y la India.
Con relación al coloniaje, sería ingenuo pensar que los papas no estaban enterados del cataclismo que estaba sucediendo en la Nueva España. La existencia de un documento explícito como fue el Requerimiento, en el que se les amenazaba con la esclavitud, da muestra de que el papa era consciente de la situación en el Nuevo Mundo. Además, desde el inicio de las colonias lusitanas, los pontífices fueron informados de las ganancias monetarias de las conquistas y el mercado que podrían obtener tanto los conquistadores como la Santa Sede.
En cuanto a la evangelización, ésta se efectuó a la par de la conquista militar, que tuvo aciertos y fracasos. Los frailes mendicantes de las tres órdenes -franciscanos, agustinos y dominicos- eran religiosos capaces que, además de implantar métodos misionales adecuados al momento y a las circunstancias, lograron promover infinidad de cartas apostólicas en defensa de los derechos de los indígenas. Los frailes se vieron ante la necesidad de aprender las lenguas nativas y tratar de adentrarse en el mundo prehispánico para entender su cosmovisión para poder catequizarlos; pero en este proceso tuvieron que retomar elementos indígenas y, a través de un proceso sincrético, relacionarlos con el cristianismo.
Las bulas alejandrinas fueron un detonante importante de un inmenso proceso evangelizador en el Nuevo Mundo, ya que al haber puesto Alejandro VI como condición de la donación la cristianización de los pueblos recién descubiertos, los Reyes Católicos y sus descendientes centraron su atención y justificaron su actuación en ese mandato papal.
A partir de la promulgación de estas cartas apostólicas, los Reyes Católicos adquirían para el reino de Castilla un continente en el que antepusieron a los demás temas temporales la tarea religiosa. En pocos años, las vicisitudes de la conquista y la colonización habían transformado el Nuevo Mundo; con el mestizaje, las epidemias y el proceso evangelizador había cambiado el rostro del territorio. Por otra parte, no se puede soslayar el hecho de que el descubrimiento de las nuevas tierras trajo consigo un replanteamiento de los dogmas cristianos y de su imaginario. El Nuevo Mundo desafiaba siglos de conocimiento y hubo que adecuar los preceptos bíblicos a la nueva realidad. Las intervenciones pontificias por medio de las bulas históricas respondían también a la política de la Santa Sede de ese momento: la defensa contra el Islam, la autoridad del papa sobre los monarcas cristianos y el pueblo en general, y la difusión de la fe.
Cabe mencionar que las consecuencias internacionales de estas bulas fueron escasas, ya que Francia e Inglaterra las ignoraron porque ambos Estados desconocían la jurisdicción del papa tanto en asuntos eclesiásticos como temporales.
Finalmente, creemos que la importancia de estas bulas radica en su relación con la rápida expansión geográfica colonial, la difusión del cristianismo, el establecimiento de leyes internacionales y la modificación de las relaciones Iglesia-Estado.
También influyeron en la vida de millones de personas que habitaban el nuevo continente y que se vieron inmersas en un proceso de evangelización que destruyó todo su mundo, su realidad, sus creencias, su cosmovisión y en muchos casos su vida.