La polis literaria es un bello título inspirado en una carta de José Lezama Lima, que Rafael Rojas recoge para estudiar el reflejo literario de significativos conflictos políticos. “Con delicadeza Salvador Allende llegó a la polis”, escribió Lezama, implicando la diferencia “entre allendismo y fidelismo o entre socialismo democrático y socialismo totalitario” (p. 197). Tal contraste, plantea Rojas, resulta clave para revisitar “las tensiones entre las diversas maneras de entender el socialismo o la democracia, la izquierda o el nacionalismo durante los años 60” (p. 20). Investigando las relaciones de la Revolución Cubana y el boom de la nueva novela latinoamericana, la aguda percepción de la realidad de Lezama constituye, justamente, el ángulo lúcido con el que Rojas propondrá releer aquellos procesos, no desde un dualismo político (el boom como obra de la Revolución o el boom como disidencia al proyecto cultural latinoamericano de La Habana), sino desde “una compleja dialéctica de continuidad y ruptura” tributaria del poder de ficción de la literatura. Por la capacidad que la imaginación literaria tiene de postular una realidad propia, los escritores del boom transitarán a partir de 1971 -en palabras de José Donoso- “de la fe primera en la causa de la Revolución Cubana a la desilusión”. Este “devenir acelerado de armonías y conflictos” es el foco analítico de Rojas en su libro.
Para ilustrar este movimiento, la peculiaridad de La polis literaria reside en “el intento de rearmar el concepto de revolución en algunos de los novelistas protagónicos del boom”. Paz, Fuentes, Vargas Llosa, Cortázar, García Márquez, Roa Bastos, Carpentier, Donoso, Edwards, Lezama, Cabrera Infante y Sarduy son el elenco explorado. Una primera lectura del libro de Rojas permite constatar el éxito de su intento, así como los insumos y medios que sustentan ese logro. Tras el deslumbramiento inicial, una segunda lectura facilita, por otra parte, justipreciar tres enormes virtudes de La polis literaria: 1) su firme y ambiciosa estructura de trabajo; 2) su propuesta de nuevas y fecundas relecturas para repensar los nexos entre historia social, historia cultural y literatura política; 3) la pregunta (nacida de lo que el libro estimula a imaginar) por cómo la actual atmósfera de la democracia redefine los códigos interpretativos de la literatura para figurarse el sentido de la política. Sobre estos tres ejes reseño este valioso libro.
Desde los 50, y durante golpes de Estado reincidentes hasta 1976, la Guerra Fría en América Latina opuso dictaduras y revoluciones. “Mientras las derechas recurrían al autoritarismo, las izquierdas se volcaban a la revolución” (p. 10), marcando un tiempo en el que “entre tanta dictadura de derecha, el experimento cubano parecía una razonable y defendible dictadura de izquierda” (p. 151). En ese clima, la novelística de los dictadores (Yo el supremo, de Roa Bastos; El recurso del método, de Alejo Carpentier; El otoño del patriarca, de García Márquez; y, a su modo, La guerra del fin del mundo, de Vargas Llosa) no era “una ficción insólita de la historia sino, simplemente, la transcripción de una pesadilla real” (p. 173). Frente a ello, la Revolución resaltaba como la única salida posible.
Doce años después de su hazaña (1959-1971), el hechizo de la Revolución Cubana genera, sin embargo, menos fervor. Ese cambio, expresado en la resistencia de los escritores del boom al dictum castrista “con la revolución todo, contra la revolución nada”, exhibe antecedentes en 1961 con el cierre del suplemento literario Lunes de la Revolución (editado por Guillermo Cabrera Infante), y en 1968 con el apoyo de Castro a la invasión soviética a Praga. El punto de quiebre será 1971, año en el que el encierro en La Habana del poeta Heberto Padilla y su esposa (también poeta), Belkis Cuza, agrava las diferencias de muchos escritores con “la premisa cubana de una noción instrumental y realista de literatura en tanto arma de la Revolución”. La querella ideológica de la Guerra Fría, manifiesta en el creciente diferendo entre escritores y revistas asociadas al boom (Casa de Las Américas, dirigida por Roberto Fernández Retamar; Mundo Nuevo, encabezada por Emir Rodríguez Monegal; Marcha, conducida por Ángel Rama), “reformuló el gran tema cultural de las identidades nacionales y el latinoamericanismo” (p. 15). En los ensayos dedicados a esta ruptura por el literato y funcionario cubano Roberto Fernández Retamar se leerá así “la expresión más nítida de una teoría de la literatura latinoamericana, pensada como refutación de la estética y la política del boom de la nueva novela” (p. 16). Fuentes, Vargas Llosa, Cortázar, entre otros, serán blanco a partir de entonces de presiones y ataques por desacatar un exigido realismo socialista, relegado en sus obras por el uso de narrativas vanguardistas y de renovación de la técnica y el lenguaje. En duelos de esta temperatura ideológica, su cosmopolitismo será visto como contrarrevolucionario y burgués.
Para contextualizar estas agitaciones, Rojas rememora el papel que desde Europa y Nueva York juega en estos bretes una Nueva Izquierda contraria al totalitarismo soviético. Aunque no lo aborde con el detalle puesto en el rol de C. Wright Mills en un nuevo ethos socialista, la evocación del postestructuralismo -con el que Severo Sarduy leerá a Fuentes y a Lezama- es un guiño a la ascendencia de “los nuevos filósofos franceses” (Foucault, Baudrillard, Glucksmann) en la pugna que opone socialismo democrático y experimento cubano. En el socialismo por vías electorales de Salvador Allende (1970-1973), ese ideario intelectual tendrá un referente empírico que refuerza el disgusto con la directriz cubana de someter la literatura a la Revolución. El derecho a criticar esta dogmatización alimenta en los escritores del boom su repulsa al “decadentismo” con el que la dirigencia castrista identifica e infama novelas como Zona sagrada (Fuentes), 62. Modelo para armar (Cortázar), Conversación en la Catedral (Vargas Llosa), De donde son los cantantes (Sarduy) o Paradiso (Lezama). Con Paradiso, especialmente, la reconstrucción de la polémica es fascinante. Prohibida por la burocracia cubana, Paradiso es denigrada como una ficción barroca que “sobredimensiona la cuestión estilística o verbal de la literatura, en detrimento de la intervención en la realidad” (p. 116. El énfasis es mío).
¿Cuál debe ser la forma poética y política de intervención literaria en la realidad? Alrededor de esta pregunta, los debates más acalorados incitarán dos visiones: a) la de algunos escritores “comprometidos” (Óscar Collazos, Mario Benedetti, Roque Dalton), para quienes resultaría equivocado establecer normas de trabajo intelectual fuera de la Revolución, y b) la de los nombres más ilustres del boom, coincidentes en una defensa férrea de la soberanía y autorreferencialidad estética. Expuesta en ensayos su concepción autónoma de la literatura, es en la correspondencia privada de estos escritores donde sus fisuras con la rigidez cubana pueden estimarse con claridad reveladora. El trabajo de Rojas en los archivos de Austin y Princeton sobresale aquí como una de las piezas más brillantes del libro. Desde ahí, leyendo lo que en ocasiones fueron posicionamientos públicos, pero en otras se mantuvo en la zona de lo privado e íntimo, Rojas formula propuestas de relectura crítica. Sintetizo algunas: 1) deudor de François Furet y de su lectura del cambio revolucionario como suceso infértil, el concepto de revolución de Octavio Paz muestra la recepción sesgada de Tocqueville que Furet trasladó a categorías tremendistas; su viraje liberal (de la revolución como revuelta o rebeldía a una máscara del autoritarismo) conlleva ese síndrome; 2) la insuficiente valoración de Fuentes como un autor que, embelesado por los impactos de la Revolución Cubana, plantea en sus primeras novelas (La región más transparente, Las buenas conciencias, La muerte de Artemio Cruz, Cambio de piel) el deber de revolucionar la Revolución Mexicana infectada de corrupción; 3) la no candidez de Cortázar, quien desde su primera visita a Cuba en 1963 comienza un romance con la isla no exento, empero, de “contrapartidas” y reparos ante la política cultural habanera, con la que se afana en limar asperezas; 4) la gracia y aporte de Donoso, Cabrera Infante, Sarduy y Lezama al introducir una mirada a la marginalidad latinoamericana (étnica, sexual, racial, popular) que “permitía lanzar un cuestionamiento neobarroco a las poéticas predominantes en el boom, que se movían entre el realismo puro -socialista o no-, tipo Vargas Llosa, el realismo mágico, tipo García Márquez, o la literatura fantástica, tipo Cortázar” (p. 179).
Escrita, por otra parte, en un momento en el que la lógica de la Guerra Fría adentra al socialismo cubano en la órbita de la URSS y Europa del Este, El otoño del patriarca es una novela de García Márquez que “dialogaba críticamente con ese contexto, aunque de un modo sutil o casi imperceptible para el lector de la izquierda latinoamericana de entonces” (164. El énfasis es mío). El realce que sugiero en esta cita resume uno de los máximos talentos de Rojas para encauzar sus relecturas. Me refiero a su condición de gran lector. Esta cualidad mezcla la sensibilidad del que lee con gran efusión emotiva (a Rojas le maravilla la materia de su trabajo) con la perspicacia de quien reflexiona con suma agudeza. Haciendo fácil lo que no es, Rojas fusiona vehemencia y juicio reposado. Esa destreza colma de sentido y hallazgos la apuesta por releer muchos años después lo que hoy puede descifrarse como realidades antes encubiertas o distorsionadas. Sin esa habilidad, el libro de Rojas habría sido otro repaso de eventos interesantes, pero que a la luz de su enfoque se convierte en un ejercicio imprescindible para entender la tensión del pasado sobre el presente y las huellas en el futuro de ese tiempo pretérito.
No hay mejor capítulo que el dedicado a García Márquez para ver esta maestría. Me concentro solo en una de las hipótesis de un lector sagaz. Siendo en Cuba un autor de Estado, García Márquez seguirá una conducta que desmiente el lugar común del oportunismo o flaqueza intelectual para pensar la realidad política. No hay desgana ni ortodoxia en su postura pública, sino un tipo de ciudadanía política diferente a la actuada por Paz, Fuentes, Vargas Llosa o Cortázar, afectos a la ostentación liberal o marxista de sus ademanes. Desde sus críticas a la URSS en 1959 o a Cuba en el temprano 1961, la travesía política de Gabo es de las más ignotas. En su socialismo no hubo atracción comunista ni tampoco guevarismo; pero ello no basta para considerarlo falto de ideas políticas. Merced a una cierta concepción de la historia de América Latina, practicada en su trato con los jefes de Estado, “la poética de la historia latinoamericana de García Márquez se traducía en una estrategia intelectual pragmática, que sugería a los escritores la no intervención en política (pues) los escritores hacemos más moral que política” (p. 142). Bajo este “maquiavelismo al revés” y esta “extraña autonomía literaria dentro del compromiso”, García Márquez traza su objetivo de evitar la exclusión continental de Cuba, así como el eje de su pertinaz defensa de la literatura como un mundo paralelo (pero también distinto) a la realidad. Esta senda del postboom es una herencia del colombiano poco apreciada.
A propósito de postboom y su clima democrático, cierro con un último cumplido al trabajo de Rojas. Un libro que provoca el deseo de una secuela es un libro especial. ¿Y si Rojas usara su estructura analítica para discutir el nexo de la literatura y la política bajo la actual legitimidad cultural del consenso democrático? ¿De qué modo la literatura experimenta el hábitat democrático? Sin alternativas a ello luego del fin de la historia, ¿cómo afectan a los relatos literarios la modernidad cosmopolita, las deslavadas identidades nacionales y colectivas, el mercado editorial, la mediatización social, la profesionalización literaria o el desideologizado concepto dominante de la política? ¿Ante la crisis de la socialdemocracia y el retroceso conservador del liberalismo, la literatura política desvanece sin un proyecto alternativo de futuro? ¿Cuánto del radical subjetivismo, de autores como Donoso o Sarduy, se traslada a un nuevo encuadre de la literatura y la realidad? Una eventual segunda parte de La polis literaria, seguro estoy de ello, podría seguir echando luz sobre la perplejidad de nuestro tiempo (democrático).