La Quinta Modelo, edición de 1870Tensiones distópicas en medio de la reconciliación restauracionista (1867-1876)
El fusilamiento de Maximiliano de Habsburgo el 19 de junio de 1867 puso fin a un periodo de doce años de guerra civil cuyos prolegómenos comenzaron en 1855, con el inicio de la promulgación de las Leyes de Reforma (1855, 1856, 1857, 1859). El espíritu de dicha legislación, fiel a la ortodoxia liberal mestiza, concebía la secularización de la vida nacional como la condición esencial a partir de la cual podrían trascenderse los lastres socioeconómicos y culturales del antiguo régimen colonial y alcanzarse la modernidad decimonónica material y humana tan deseada, pues los hombres compartirían un solo proyecto y perspectiva de vida, sin estar escindidos entre la visión del mundo corporativista y ultraterrena de la Iglesia y el punto de vista progresista e individualista del siglo. La ejecución del archiduque austriaco se entendió, por ello, como el primer acto en la época moderna con el que México no solo se deslindó de Europa y se desmarcó de sus pretensiones imperialistas, sino que también intentó articular un proyecto nacional propio.
Por ello, la caída del Segundo Imperio supuso también la definitiva legitimación histórica y moral del liberalismo mexicano, el cual, encarnado en la figura de Benito Juárez y su gabinete, se dio a la tarea eufórica, genésica casi, de transformar al país, el cual, entendían los demócratas, había tenido solo una independencia política con respecto de España durante sus primeros cuarenta y seis años de vida, pues consideraban que continuaba habiendo una dependencia mental, cultural, con la antigua metrópoli, como testimoniaba el sostenimiento de los valores, usos y costumbres que los trescientos años de coloniaje habían interiorizado en la colectividad (Kollonitz, 1866; Ramírez, 1865; Martínez, 1955). Así, fuertemente condicionada por el positivismo, que contribuyó a difundir en los círculos culturales y políticos el médico poblano Gabino Barreda, constituyéndose en la filosofía del Estado, la República restaurada asumió la educación como el factor a partir del cual podría dársele trascendencia real y concreta a México como proyecto colectivo independiente, pues, gracias a los valores y a la perspectiva comunes que inculcaría entre la población, cristalizaría el proyecto de nación moderna y liberal que daría al país un lugar dentro del concierto universal de las naciones (Alvarado, 2007).
Junto con esas disposiciones y decretos oficiales, se articularon otros proyectos culturales y artísticos con los cuales “una generación de intelectuales y artistas colaboran íntimamente con el incipiente Estado para promover un vigoroso nacionalismo cultural estrechamente ligado al plan político nacional de desarrollo y la ideología principal del grupo dominante” (Maciel, 1984, p. 96). De esta manera se impulsó la pintura, la música, la arqueología y la historia nacional durante esos años, contexto en el cual hay que entender el sentido y la función de las composiciones musicales de Melesio Morales como las tituladas “Dios salve a la patria”, “Sinfonía vapor”, “Nezahualcóyotl” y “Anita”; de la obra pictórica de José Agustín Arrieta, Manuel Serrano, Miguel Mata, Santiago Rebull, Félix Parra, Juan Cordero y José María Velasco; de los historiadores Vicente Riva Palacio, Eufemio Mendoza, Alfredo Chavero, Juan de Dios Arias, Julio Zárate y José María Vigil, entre otros. Sin duda que la literatura, quizás por las cualidades metasígnicas de su medio de expresión, la palabra escrita y su oralización,1 alcanzó un protagonismo definitivo, concertando incluso el desarrollo y la significación de las otras expresiones artísticas y culturales, mediante estudios críticos y el impulso de la institucionalización de tertulias y exposiciones de arte.2
En este marco se dio un impulso particular al género novelesco, pues, dada su expresión prosística y realista, se asumió que:
[…] la novela es indudablemente la producción literaria que se ve con más gusto por el público, y cuya lectura se hace hoy más popular. Pudiérase decir que es el género de literatura más cultivado en el siglo XIX y el artificio con que los hombres pensadores de nuestra época han logrado hacer descender á las masas doctrinas y opiniones que de otro modo habría sido difícil hacer que aceptasen. La novela hoy no es solamente un estúpido cuento, forjado por una imaginación desordenada que no respeta límites en sus creaciones, con el solo objeto de proporcionar recreo y solaz á los espíritus ociosos, como las absurdas leyendas caballerescas a que vino á dar fin el famosísimo libro de Cervantes. No: la novela hoy ocupa un rango superior, y aunque revestida con las galas y atractivos de la fantasía, es necesario no confundirla con la leyenda antigua, es necesario apartar sus disfraces y buscar en el fondo de ella el hecho histórico, el estudio moral, la doctrina política, el estudio social, la predicación de un partido ó de una secta religiosa: en fin, una función profundamente filosófica y trascendental en las sociedades modernas (Altamirano, 1868, pp. 17-18).
Esta caracterización y función protagónica de la novela, que supuso el clímax de la concepción de la literatura como una de las bellas letras (Gunia, 2007; Urrejola, 2011) al convertirse, mediante el género novelesco, en el testimonio artístico humanístico por antonomasia de los alcances, límites y contradicciones del individuo y la sociedad, consideraba Altamirano que había detonado sus posibilidades cognoscitivas, éticas y estéticas en México con la República restaurada, pues, dada la inmediatez cultural de la expresión prosística, el pueblo vio en ella una posibilidad concreta para conocer el sentido histórico de la caída del Segundo Imperio y la importancia del triunfo liberal con el gobierno juarista, así como, más importante quizás, para comenzar a reconocer y concientizar los valores nacionales que le definían no solo una historia, sino un temperamento y una identidad:
[…] el pueblo tenía necesidad de una lectura cualquiera, en que se hubiesen compaginado los hechos memorables que acaban de tener lugar [la Intervención francesa y el Segundo Imperio]; el pueblo deseaba saber lo que había pasado en todos los ámbitos de la República, quería conocer personalmente a sus defensores y a sus enemigos, sus glorias y sus infortunios. […]
El novelista que forjó la novela nacional entre 1868 y 1889 aproximadamente [como Juan Antonio Mateos o Vicente Riva Palacio] resolvió proveer a esta necesidad por medio de una lectura romanesca, en que a la fábula de su invención estuviesen mezclados los relatos de los principales acontecimientos del drama mexicano. No creyó hacer la historia, sino formar un bosquejo; no fue su intención dirigirse a los pensadores que recogen datos para escribir la historia del mundo, sino dirigirse a las masas del pueblo para coordinar sus recuerdos y sus indagaciones; de modo que su obra […] es una lectura popular y nada más. El amor allí es casi un episodio; es la cadena que une las fechas históricas, es el camino de flores o de espinas que va conduciendo […] a todos los lugares consagrados por la gloria o por la desgracia, y que comienza en México en 1863 y concluye en Querétaro en 1867 (Altamirano, 1868, pp. 61-62).
Como ya lo ha señalado con suficiencia la historia de la literatura y la historia de la cultura literaria, primero con las doce veladas o tertulias organizadas entre noviembre de 1867 y abril de 1868 por Alfredo Chavero y Altamirano, después con los editoriales y las diversas secciones del periódico El Renacimiento (1869), posteriormente con los numerosos prólogos y ensayos del escritor nacido en Tixtla y sus discípulos en las décadas siguientes, también con la institucionalización de las tertulias y publicaciones de otras agrupaciones como las de la segunda época del Liceo Hidalgo (1867-1889), de la Sociedad Nezahualcóyotl (1868-1873), del Liceo Mexicano (1885-1893) o de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística (vigente desde 1833), la novela se convierte en el género dominante dentro de la tradición literaria mexicana, a partir del cual se buscaba educar al pueblo. Múltiples proyectos periodísticos y editoriales así lo muestran, buscando sumar esfuerzos al proyecto de literatura nacional que concertaba el escritor tixtlense.
Uno de esos esfuerzos fue el realizado por La Unión, diario de breve existencia, entre el 10 de julio y el 24 de agosto de 1870. Luego de la cancelación, en diciembre de 1869, de El Renacimiento, y contando con el apoyo de los impresores Santiago White y Francisco Díaz de León, quienes también habían apoyado dicha publicación, Gonzalo Esteva, un año antes fundador y editor también de El Renacimiento, junto con Ignacio Manuel Altamirano, articuló uno de aquellos proyectos con la edición de La Unión:
[…] creado con el propósito de unificar a los mexicanos y olvidar los odios de partido y en el que, en su calidad de redactor principal, impulsó el proyecto de amnistía que buscaba otorgar el perdón a los que apoyaron al imperio, postura que le generó diversos conflictos y acusaciones de subvención (Vieyra y Adame, 2020, p. 78).
Llama la atención que tres años después de su derrota, y pese al discurso conciliador e integracionista de los letrados e ideólogos restauracionistas, continuaba habiendo irritación hacia los partidarios del Segundo Imperio, sentimiento que se extendió hasta finales de la centuria.3
A pesar de que los ejemplares del rotativo resguardados en los principales acervos del país (UNAM, UANL, etcétera) están incompletos, referencias indirectas a manera de diversos prólogos y artículos de la época, así como estudios posteriores, permiten reconstruir su derrotero y afirmar que La Unión tuvo un folletín literario editado por Gonzalo Esteva. Pese a su ambiguo conservadurismo, el editor veracruzano había hecho suyos los esfuerzos y las proclamas de los ideólogos y artistas liberales que buscaban estimular la conciliación e integración del gremio independientemente de su filiación ideológica, mediante proyectos culturales y literarios comunes que tuvieran como fin último el progreso material y cultural de México.
En la exposición de motivos que le daba sentido y orientación al periódico, Gonzalo Esteva firmó un editorial en el que indicaba que La Unión tendría un folletín, pues:
[…] deseosos de dar á nuestro periódico la importancia debida en todas y cada una de sus secciones, no hemos omitido gasto, ni perdonado sacrificio, confiando en la generosa aceptación que esperamos del público para nuestros trabajos; siquiera sea porque el fin y la norma de nuestros esfuerzos, son el amor, la prosperidad y el engrandecimiento de nuestra hermosa y desgraciada patria. Consecuentes, pues, con nuestros propósitos, hemos adquirido de los Sres. Díaz de León y White, la serie de novelas que comenzamos a dar hoy en nuestro folletín (Esteva, 1870, p. 5).
La Unión buscaba editar la obra de los principales narradores mexicanos de la época, con independencia de su filiación ideológica, como expresión del espíritu de conciliación e integración que era la función asignada a la cultura durante la República restaurada, con base en el sustrato positivista del régimen. La suspensión del diario al mes y medio de haber iniciado labores impidió la continuidad del plan editorial: hubiera sido particularmente interesante y revelador ver la nómina y el canon que habría conformado. El proyecto dio inicio con la publicación en folletín de la obra narrativa de Roa Bárcena, la cual también fue compendiada en el volumen titulado Novelas de don José María Roa Bárcena. Originales y traducidas, que reunía la obra narrativa que el autor veracruzano había escrito hasta esa fecha (“Una flor en su sepulcro”, “Aminta”, “Buondelmonti”, “La Quinta Modelo” y “Noche al raso”), así como algunas de sus traducciones novelescas del alemán al español (“Primeras impresiones”, de autor anónimo, y “La dicha en el juego”, “Maese Martín y sus obreros” y “Haimatocara”, de E. T. A. Hoffmann).4 Consumado y reconocido ya como un maestro de la novela corta, el compendio de las obras propias y traducidas de Roa Bárcena debieron haber sido leídas con gusto por el público lector mexicano de la época.
Sin embargo, la inclusión de una de ellas debió de levantar ámpula en el sensible contexto de la República restaurada, me refiero a La Quinta Modelo. Y es que la obra originalmente publicada entre mayo y septiembre de 1857 en el periódico católico y conservador La Cruz, mezclando y confundiendo manidamente los modelos y principios del liberalismo con los del socialismo utópico -aquel basado en el trabajo individual, este en el cooperativismo-, realizó una acerba crítica y deslegitimación del modelo de sociedad que supuestamente buscaban articular la Ley Juárez (1855)5 y la Ley Lerdo (1856),6 primeras expresiones de las Leyes de Reforma, cuyos espíritu y letra recogería la Constitución de 1857, dando una resolución artística al rechazo que en el momento había a esa legislación y que daría origen a la Guerra de Tres Años (1857- 1861), a la Intervención francesa (1863-1867) y al Segundo Imperio mexicano (1864-1867). Afirma Luisa Rico Mansard:
Roa publica una fulminante novela, La Quinta Modelo, que intenta demostrar tanto a liberales como a la sociedad mexicana en general, que es imposible progresar y gozar de paz bajo los principios republicanos. En fin, mientras los liberales están buscando una salida a los problemas mediante la reorganización del estado, Roa [y los conservadores ponen sus esperanzas en la monarquía] (1986, p. 13).
Por tal razón, La Quinta Modelo suele ser entendida como una novela distópica, esto es, como una antiutopía literaria, ya que la descripción y la valoración del orden colectivo y moral objeto de la narración están enfocadas en revelar lo negativo e indeseable que resulta el modelo propuesto,7 lo que la convierte, también, en una novela de tesis. Esta modalidad asumió como punto de vista generador de una significación crítica al liberalismo la carnavalización de personajes y situaciones, perspectiva que subvierte la actuación y el significado de protagonistas y espacio-tiempos al exagerarlos y deformarles su perfil moral e histórico, hecho que deviene en su caricaturización tanto física como ideológica.
La Quinta Modelo inicia con el retorno a México de Gaspar Rodríguez, político liberal exiliado cuyo regreso no le conmueve, pues “no le causaba impresión alguna volver á ver las montañas y los edificios del país donde nació” (Roa, 1870, p. 204); anotación no gratuita ni ingenua, pues señala como al paso la falta de patriotismo e identidad del personaje.8 A partir de esta vuelta al origen del apátrida Gaspar, la novela articula dos núcleos temáticos y dos espacio-tiempos de la acción: el primero de ellos refiere el supuesto oportunismo y la corrupción política del partido y los personajes liberales, que lo nombran congresista y lo llevan a la Cámara de Diputados, no por sus convicciones y méritos demócratas, sino por sus habilidades retóricas y por su capacidad para asimilarse a los grupos dominantes y defender sus intereses. El otro núcleo de la novela, el más importante quizás, refiere que, una vez concluida su labor como parlamentario, Gaspar regresa a su hogar, donde fuertemente influido por la lectura y el conocimiento irreflexivo y acrítico del socialismo utópico y del modelo del mundo estadounidense (la lógica de la narración identifica a ambos con el liberalismo) pone en práctica una comunidad cooperativista y laica, sin influencia ni guía moral ni religiosa alguna, que fracasa y lo conduce a la locura.
Es pertinente señalar la descripción y significación farsesca que se otorga a la educación en el entorno liberal de La Quinta Modelo, pues, además de interpretarse como un ejercicio acrítico, se describe como una práctica meramente superficial, que crea una apariencia intelectualoide que trastoca y deforma el sentido y decoro histórico de las instituciones establecidas, siendo esta, curiosamente, una de las representaciones mejor logradas de la novela.9 Seguramente, varios lectores llegaron a establecer paralelismos entre las vivencias de Gaspar Rodríguez, el protagonista, y Benito Juárez, el presidente de la República, pues luego del exilio político en Estados Unidos que, supuestamente por imitación, los influye, tanto el personaje novelesco como el histórico regresan a México y comienzan a implementar un modelo de nación liberal secular que trastorna la circunstancia y tradición histórica de raigambre católica y española, como reconoce Rico Mansard:
[…] en su protagonista Gaspar Rodríguez converge Roa las personalidades de un [Benito] Juárez, de un [Sebastián] Lerdo, de un [Filomeno] Mata, de un [Francisco] Zarco y de otros miembros del Congreso Constituyente del 57. El novelista se mofa de los liberales e intenta demostrar que estos destruyen todo, desde los lazos familiares hasta una nación completa (1986, p. 21).
En el contexto de la enunciación, esto es, 1857 y los años inmediatamente posteriores, en medio de los ríspidos debates entre los que se fueron aprobando las Leyes de Reforma, La Quinta Modelo fue una de las resoluciones discursivas articuladas por el partido conservador para restar sentido histórico e ideológico a los planteamientos y modelos políticos y socioeconómicos del liberalismo. Como lo sugirieron en su momento Díaz Covarrubias en Gil Gómez el insurgente (1858), Riva Palacio en Calvario y Tabor (1868) o Mateos en El Cerro de las Campanas. Memorias de un guerrillero (1868) o en Sacerdote y caudillo. Memorias de la insurrección (1869), los conservadores conformaron un campo de batalla no solo militar, sino también discursivo, desde donde buscaron deslegitimar las propuestas, modelos y héroes independentistas y liberales (Bobadilla-Encinas, 2011), estrategia discursiva de ataque que les resultó funcional al menos hasta 1867. En esta coyuntura, la novela mexicana se convirtió en espacio ético y estético de polémicas o debates indirectos, soterrados, entre liberales y conservadores, como lo revela, en 1861, Nicolás Pizarro con la novela El monedero, en la que articula una sublime y utópica respuesta a los planteamientos de Roa Bárcena en La Quinta Modelo, con un tono ponderado y mesurado, en la que no solo se postulan los alcances posibles del socialismo utópico en México, sino que se reconcilian y complementan socialismo y cristianismo.
Ahora bien, llama particularmente la atención el hecho de que cuando se publicó por segunda ocasión, en 1870, como parte del proyecto literario para el folletín del periódico La Unión, La Quinta Modelo, de José María Roa Bárcena, volvió a levantar escozor histórico e ideológico entre algunos sectores del público lector, los de adscripción liberal sobre todo. Solo a partir de la inferencia de esa reacción, de ese prurito, se entiende que Gonzalo Esteva señalara en la introducción del compendio de Roa Bárcena que en alguna de las novelas editadas está presente una “sana y decorosa crítica […] de ciertos personajes históricos ó de marcadas tendencias del tiempo en que el autor escribía” (Esteva, 1870, p. 5). Esta alusión, por tema y perspectiva, solo puede referirse al texto del que Gaspar es protagonista y con la que el editor, seguramente, buscaba deslindarse de las interpretaciones ideológicas y coyunturales que la publicación de la obra pudiera tener.
Dichos pruritos y reacciones liberales debieron haber llegado a un grado tal que se acusó al editor de estar subvencionado por alguno de los miembros del partido conservador, quienes, resentidos todavía por su derrota política e ideológica definitiva desde 1867 y simbolizada con el fusilamiento de Maximiliano de Habsburgo, buscaban desacreditar los principios y el modelo socioeconómicos de la República restaurada con la publicación de obras como la de Roa Bárcena. La acusación a Gonzalo Esteva resulta, por lo menos, sumamente contradictoria, pues, pese a sus orígenes conservadores y su trabajo diplomático durante el Segundo Imperio, el veracruzano estaba ya filiado al corro de letrados que buscaba la conciliación y la integración de los escritores en torno al proyecto de literatura nacional altamiranista, formando parte, además, del grupo de intelectuales que apoyaba la campaña presidencial que llevaría a Juárez a su quinta reelección en 1871. Seguramente por ello, Roberto Esteva salió al quite aclarando que su hermano no recibía apoyos ni de tirios ni de troyanos, esto es, ni de liberales ni de conservadores (Vieyra y Adame, 2020, p. 78).
La edición de La Quinta Modelo en el folletín de La Unión fue importantísima, como lo revela el hecho de que algunos historiadores de la literatura mexicana de mediados del siglo XX y otros contemporáneos (Brushwood, 1973; Oseguera, 1991; Carballo, 1991; Cortés Hernández, 2011; Gómez Aguado, 2019) asumen la de 1870 como la edición original de la novela. Sin embargo, más interesante me resultan las reacciones que no necesariamente a manera de polémica o debate frontal tuvo la reedición de La Quinta Modelo, pues el contexto de la República restaurada imponía una tolerancia y respeto políticamente correctos en aras de lograr la integración nacional e impulsar así el progreso del país. Por ello considero que alguna de esas reacciones se manifestó en el plano ético y estético, a manera de replanteamiento de temas, perspectivas y formas novelescas, como sucedió un año después, en 1871, cuando Ignacio Manuel Altamirano publicó La Navidad en las montañas, la respuesta novelesca más puntual y más lograda al antiutópico modelo del mundo liberal prefigurado por La Quinta Modelo.
La Navidad en las montañas, ¿respuesta utópica a La Quinta Modelo?
A partir de la anécdota planteada por el autor en la dedicatoria a la quinta edición de la obra realizada en París en 1891, la crítica literaria ha mantenido la simpática leyenda de que Ignacio Manuel Altamirano escribió La Navidad en las montañas en tres días de diciembre de 1871, gracias a la insistencia y los empeños de Francisco Sosa, excolaborador suyo en El Renacimiento (1869). La tradición dice que el periodista nacido en Campeche se instaló en el estudio del escritor obligándolo de esta manera a cumplir su ofrecimiento de publicar un cuadro de costumbres mexicanas en El Álbum de Navidad. Páginas dedicadas al bello sexo, que él imprimía como anexo o folletín del periódico La Iberia (1867-1876), entonces dirigido por Anselmo de la Portilla;10 para ello, se apoltronó en una especie de atalaya, el sofá del recibidor quizás, y se dio a la tarea de despedir hasta mejor ver a las visitas que pudieran distraer al artista de su quehacer, tomando los manuscritos originales de la mesa conforme iban saliendo y enviándolos a la imprenta en el instante. Gracias a estos esfuerzos de Sosa, apareció publicado el texto entre las páginas 199 y 296 del mencionado florilegio navideño. La obra captó la atención del público y la crítica nacional e internacional de inmediato, como lo muestra el hecho de haber alcanzado la quinta edición en español y la sexta en francés para el año de 1891 (Altamirano, 1891, p. 3).
Esa buena aceptación de la ciudad letrada se debió, seguramente, al hecho de estar perfectamente escrita, sin redundancias ni digresiones, ser capaz de detonar y expresar románticamente los aspectos más sensibles del imaginario y la realidad nacional de la época: en un entorno histórico y humano caóticos y de incertidumbre enmarcado por la guerra, un narrador personaje solitario y marginado configurado como un militar derrotado y que viaja a escape, encuentra casual y simbólicamente durante la Nochebuena y la Navidad el sentido de la existencia en el orden material y moral establecido en una perdida aldea por un patriarcal sacerdote.
Habría que tomar en cuenta otro factor, este de índole ideológica, que determinó la buena recepción del texto, pues La Navidad en las montañas exponía y puntualizaba dialécticamente los alcances sociales y morales del modelo de nación liberal y democrática que buscaba implementar la República restaurada (1867-1876) luego del fracaso de la Intervención francesa y la subsecuente caída del Segundo Imperio mexicano (1863-1867), lo que ayudaría a explicar el interés en la novela tanto por parte del público nacional en general como del galo en particular, hecho no documentado ni estudiado hasta ahora y que ofrecería, sin duda, luz acerca de la dialéctica de los procesos de escritura y recepción de la época entre México y Europa.
Sin embargo, hubo otros factores, quizás no tan idealizados y sí mucho más cotidianos y pedestres, que pudieron haber determinado la composición de la novela. Como ya señalé, un año antes, en 1870, se había publicado como folletín del periódico La Unión (1870), entre otras, la segunda edición de La Quinta Modelo, del escritor veracruzano José María Roa Bárcena (1827-1908); como también señalé ya, dicha reimpresión fue realizada en el marco de la conciliación y la integración que buscaban promover los ideólogos y promotores culturales y literarios de la República restaurada, quienes compartían la certeza de que la novela era el género idóneo para formar al pueblo en torno a los valores y el temperamento que lo definían, así como para introducirlo en una interpretación nacional liberal del mundo (Altamirano, 1868; Altamirano, 1870). Sin embargo, como también traté de hacer ver en el apartado anterior, la representación carnavalesca del modelo de sociedad liberal de La Quinta Modelo rompía con la atmósfera y espíritu conciliadores e integracionistas pregonados del juarismo.
En este contexto polémico y sensible política e ideológicamente, resulta coyuntural la composición y publicación de la novela de Altamirano, pues La Navidad en las montañas articula una serie de contrapuntos temáticos, valorativos y formales muy precisos con los principales planteamientos carnavalescos de La Quinta Modelo, lo que revela su función contestataria, así como el hecho de que el supuesto espacio-tiempo de conciliación y progreso que promovió la República restaurada en realidad estuvo dominado por una serie, si no de debates explícitos y directos, sí de tensiones, de la cual la novela del escritor nacido en Tixtla es una de sus manifestaciones. En este sentido, el planteamiento ético y la realización estética de La Navidad en las montañas se revelan como una polémica clara, mas no frontal, como una contrarrespuesta artística políticamente correcta a la interpretación y resolución de la novela escrita por Roa Bárcena, intención controversial que seguramente los lectores de la época reconocieron, pero no replicaron ni atizaron, atendiendo al sentido integracionista y conciliador del momento histórico.
Desarrollando las interpretaciones de Luis Reyes de la Maza (1957), María del Carmen Millán considera que La Navidad en las montañas (1871) es una novela utópica porque:
[…] tiende a conjugar la efusión sentimental de una Navidad poblada con los recuerdos de la infancia y realzada por la belleza del paisaje, con un programa de convivencia social, tan armonioso y humano que no puede entenderse sin el antecedente de que Altamirano busca la fórmula de tolerancia que logre la unión del país (1957, p. 206).
A este señalamiento solo habría que apostillar dos cosas: primera, que el cuadro de costumbres mexicanas inicial que había prometido Altamirano en el Álbum de Navidad fue rebasado por el planteamiento y sentido utópicos de la obra, pues, salvo una o dos escenas que buscaban captar prácticas culturales que le dan identidad al pueblo -el canto de villancicos y la celebración de la misa de gallo en Nochebuena-, la novela articula una nítida y contundente imagen sobre el orden material y moral de una colectividad regida por principios democráticos y representativos. En segundo lugar, quiero señalar que ese carácter utópico del texto está marcado por el hecho de que el programa de desarrollo social y humano posible está planteado y ubicado no en una ínsula o lugar físico y temporal ajeno y distante, futuro -como era característica composicional del subgénero utópico desde la antigüedad-, sino en un espacio-tiempo confluente con el del devenir histórico y humano de la enunciación, 1871, que por eso se presenta contiguo y cercano, verosímil dentro del horizonte de expectativas del narrador y, por lo tanto, del lector.
Por ello, la obra se resuelve artísticamente como un testimonio del capitán X, como resultado de su voluntad discursiva por autentificar y dar trascendencia ética y estética al modelo social y humano que describe y valora, hecho que confirma la conclusión de la novela con un enmarcado de la narración muy semejante al que Altamirano también había desplegado en Clemencia (1869):
[…] todo esto [que narré en La Navidad en las montañas] me fué referido la noche de Navidad de 1871 por un personaje, hoy muy conocido en México, y que durante la guerra de Reforma sirvió en las filas liberales: yo no he hecho más que trasladar al papel sus palabras (1871, p. 296).
Este encuadre de la narración resulta particularmente significativo porque muestra la intencionalidad expresa no solo por referir idealmente un espacio-tiempo de realización colectiva y humana posible, sino también por plantearlo como un lugar específico y en desarrollo que se valida y legitima por esa inmediatez, por esa cercanía espacial y temporal, vivencial y valorativa que expresa la formalización.11
El narrador testigo está configurado como un ser romántico cabal, esto es, como un marginado desencantado de la vida, el cual se inserta en la tradición cultural y literaria mexicana al representarse como un soldado de la libertad que retoma el espíritu del arquetipo configurado por Fernando Calderón en su poema homónimo (1838):
¿En dónde estaba yo? ¿Qué era entonces? ¿A dónde iba? Y un suspiro de angustia respondía á cada una de estas preguntas que me hacía, soltando las riendas á mi caballo, que continuaba su camino lentamente. Me hallaba perdido entonces en medio de aquel océano de montañas solitarias y salvajes; era yo un proscrito, una víctima de las pasiones políticas, é iba tal vez en pos de la muerte, que los partidarios en la guerra civil tan fácilmente decretan contra sus enemigos (Altamirano, 1871, p. 205).
Como decía, la figura del capitán recuerda en mucho al soldado de la libertad del poeta tapatío, pues marcha en medio de las vicisitudes de la vida en un recorrido que lo conduce irremediablemente o a la muerte o a la libertad como fin de la existencia. Con todo, más allá de las filiaciones que pudieran establecerse en torno a la imagen del hombre romántico y su situación, quiero destacar las interrogaciones retóricas con las que el narrador inicia la descripción de su circunstancia, pues ellas recalcan el patetismo dramático de la vivencia personal y colectiva, al manifestar las incertidumbres del ser y estar del individuo: llama la atención el acertado manejo de las figuras patéticas, pues subraya así la tragedia de la existencia. Por otro lado, en estrecha relación con lo dicho, mención especial quiero hacer de la significación metafórica (y paralelística) de la acción de soltar “las riendas a mi caballo, que continuaba su camino lentamente”, y es que así, me parece, se representa el sinsentido vital que aqueja al narrador, pues cede a la voluntad del destino o del otro, del bruto, en este caso, la guía y derrotero de su actuación. De esta manera, el texto comienza planteando una atmósfera de extravío, cansancio y perplejidad, a partir de la cual, por contraste, adquirirá especial trascendencia social y moral el modelo del mundo que el narrador conocerá poco después de la mano de un clérigo y con el que superará la intensidad de la vivencia pesimista inicial.
Así, casi al azar, en medio de esa situación de desconcierto y desorientación que vive en las vísperas de Nochebuena y Navidad, el capitán X encuentra posada en la humilde parroquia del fraile José de San Gregorio, el cura español de un pueblo perdido en una de las sierras mexicanas. La nacionalidad del párroco despierta en el narrador testigo resabios de los antiguos (pero aún por entonces vigentes) pruritos antihispanistas contradictoriamente heredados por el nacionalismo criollo:12
-¡Español! -me dije yo-: eso sí me alarma; yo no he conocido clérigos españoles mas que jesuítas ó carlistas, y todos malos. En fin, con no promover disputas políticas, me evitaré cualquier disgusto y pasaré una noche agradable (Altamirano, 1871, p. 207).
Sin embargo, el presbítero logra superar las prevenciones iniciales del narrador al referirle y mostrarle en los hechos que concibe y pone en práctica en el ámbito social y cultural el ejercicio de su ministerio espiritual, revelándose aquella praxis como resultado de este sacerdocio:
Yo comprendo así mi cristiana misión: debo procurar el bien de mis semejantes por todos los medios honrados, a ese fin debo invocar la religión de Jesús como causa, para tener la civilización y la virtud como resultado preciso; el Evangelio no sólo es la buena nueva bajo el sentido de la conciencia religiosa y moral, sino también desde el punto de vista del bienestar social. La bella y santa idea de la fraternidad humana en todas sus aplicaciones, debe encontrar en el misionero evangélico su más entusiasta propagandista; y así es como este apóstol logrará llevar a los altares de un Dios de paz a un pueblo dócil, regenerado por el trabajo y por la virtud, al campo y al taller, a un pueblo inspirado por la idea religiosa que le ha impuesto, como una ley santa, la ley del trabajo y de la hermandad (Altamirano, 1871, pp. 229-230).
Considero que en este planteamiento está precisamente el quid del modelo utópico propuesto por Altamirano, por un lado, así como de la réplica articulada por el escritor a La Quinta Modelo, de Roa Bárcena. Y es que mediante la convicción o fe en el trabajo como una especie de ley divina universal capaz de liberar al ser humano de sus pasiones e intereses yoístas, predisponiéndolo a su realización plena, equilibrada y fraternal en el Otro, en el Otro que colaborará en, en el Otro que se beneficiará de su trabajo, La Navidad en las montañas plantea que el progreso material y moral de la colectividad solo puede ser resultado del mejoramiento de las condiciones de vida y de la superación del individualismo egocentrista y de la corrupción, entendida esta como el desarrollo de acciones encaminadas a satisfacer los deseos del individuo por sobre los deseos y necesidades de la colectividad.
Quiero subrayar el papel definitorio y fundacional que Altamirano otorga al trabajo individual en la transformación social y moral del pueblo, pues de esa manera se distancia tanto de un individualismo narcisista y egoísta -por eso mismo ramplón y reduccionista- como del cooperativismo con el que Roa había asociado y caricaturizado al liberalismo (como influencia o reelaboración del socialismo utópico), estableciendo al mismo tiempo como principio fundamental del progreso humano y liberal a ese trabajo individual fraterno y respetuoso, que ostenta estas características al ser el detonante que concientiza los alcances y límites de su propio quehacer, así como de su posible incidencia en el desarrollo del otro: adviértase, aunque sea de paso, cómo el principio de alteridad es el generador de significado y trascendencia del yo.
Al mismo tiempo he de apuntar que con la actuación del cura De San Gregorio, La Navidad en las montañas replica, además, otra de las acusaciones de La Quinta Modelo al proyecto socioeconómico y cultural liberal, esto es, la referida a su supuesta falta de sentido espiritual y humanístico. Y es que al concebir como parte del ministerio evangélico la aplicabilidad de los principios religiosos en las dinámicas cotidianas de la vida y su incidencia positiva subsecuente en el mejoramiento material y moral de la comunidad, La Navidad en las montañas recupera y reconcilia al liberalismo con los principios humanos del catolicismo primitivo, que su institucionalización dejó de lado. Este hecho es reconocido por el capitán X, el narrador enmarcado, quien al escuchar del cura el modelo socioeconómico que había ayudado a establecer, afirma vehemente:
Señor [cura], le diré á usted francamente y con mi rudeza militar y republicana, [que] yo he detestado desde mi juventud á los frailes y á los clérigos; les he hecho la guerra; la estoy haciendo todavía en favor de la Reforma, porque he creído que eran una peste; pero si todos ellos, fuesen como usted, señor, ¿quién sería el insensato que se atreviese, no digo á esgrimir su espada contra ellos, pero ni aun á dejar de adorarlos?
¡Oh, señor! Yo soy lo que el clero llama un herege, un impío, un sansculote; pero yo aquí digo á usted, en presencia de Dios, que respeto las verdaderas virtudes cristianas, como jamás las ha respetado fanático ó sayón reaccionario alguno. Así, venero la religión de Jesucristo, como usted la practica, es decir, como él la enseñó, y no como la practican en todas partes. ¡Bendita Navidad esta que me reservaba la mayor dicha de mi vida, y es el haber encontrado á un discípulo del sublime Misionero, cuya venida al mundo se celebra hoy! […] ¿Qué vale todo eso [las cenas, los bailes y los regalos navideños que se estilan en las grandes ciudades] en comparación de la inmensa dicha de encontrar la virtud cristiana, la buena, la santa, la modesta, la práctica, la fecunda en beneficios? Señor cura, permítame usted apearme y darle un abrazo y protestarle que amo el cristianismo cuando lo encuentro tan puro como en los primeros y hermosos días del Evangelio (Altamirano, 1871, pp. 216-217).
Con esta caracterización y actuación sociocultural dinámica y concreta, el cura de La Navidad en las montañas se diferencia diametralmente de su colega de La Quinta Modelo, el cual, pese a contar con las simpatías ideológicas del narrador, es configurado como una entidad arquetípica pasiva que, más allá de la conseja y la amonestación moral abstracta, es incapaz de proyectar su ejercicio sacerdotal en las dinámicas materiales de la vida.
En La Navidad en las montañas, la capacidad del párroco para trascender el mero ámbito espiritual de su ministerio e incidir en los cauces materiales de la vida del pueblo se explica y justifica de la siguiente manera:
-La religión, señor capitán, la religión me ha servido de mucho para hacer todo esto. Sin mi carácter religioso quizás no habría yo sido escuchado ni comprendido [… pues] evidentemente mi carácter de sacerdote y de cura, daba una autoridad á mis palabras, que los montañeses no habrían encontrado en la boca de una persona de otra clase.
[Sin embargo, lo que me ha permitido trabajar con la gente del pueblo es que] ellos han tenido ocasión todos los días de conocer la sinceridad de mis consejos, y esto me ha servido muchísimo para lograr mi principal objeto, que es el de formar su carácter moral [a partir del trabajo] (Altamirano, 1871, pp. 229-230).
Como puede advertirse, la implementación del modelo social y del principio fundacional que lo rige, el trabajo individual consciente de su incidencia en el desarrollo de la colectividad, son resultado no de la imposición de dogmas ni de interpretaciones doctrinarias más o menos certeras o tergiversadas, sino de la autoridad moral que despierta entre la feligresía el hecho de reconocer la correspondencia habida entre las acciones concretas y los consejos y normas de vida del cura, que, además, embona con las expectativas y la idiosincrasia del pueblo. Y es que la congruencia entre la palabra y la acción del párroco es la que valida sus exhortos y sugerencias dentro de la colectividad, proyectando su labor y su conducta como manifestaciones concretas de una moralidad dinámica y propositiva.
Esta congruencia entre la acción y la palabra que otorga al cura esa autoridad moral le permite intervenir e incidir tanto en el perfil laboral como moral y cultural del pueblo, solo que no rompiendo con las estructuras y dinámicas socioeconómicas de la colectividad, de índole capitalista y liberal (patriarcales incluso), en las que siempre media una compensación material por bienes y servicios, sino otorgándoles una consciente significación humana y fraterna a las relaciones e intercambios pecuniarios que benefician tanto al individuo como a la comunidad. Por ello considero que el mérito de la propuesta utópica planteada en La Navidad en las montañas radica, no en la articulación de un modelo socioeconómico y cultural abstracto y alterno, ajeno y distante a la realidad socioeconómica e ideológica liberal y capitalista de la enunciación, sino en la humanización de las acciones y situaciones de ese entorno contiguo al espacio-tiempo de la enunciación. En esto, de nueva cuenta, La Navidad en las montañas toma distancia radical de los entramados e interpretaciones de La Quinta Modelo, pues a la configuración carnavalizada de la sociedad liberal que articula Roa desde la ideología conservadora -presentándolo, por eso mismo, como un orden involutivo y deshumanizado que retrotrae al hombre a un individualismo demencial y enajenado-, Altamirano opone un equilibrio socioeconómico y moral humanista y liberal.
Resulta particularmente interesante el hecho de que esa preeminencia moral del párroco le permite injerirse no solo en los ámbitos social y moral, sino también en el de los usos y costumbres de la comunidad como los hábitos alimenticios y las prácticas físicas, lo que posibilita el mejoramiento de la vida y la salud de los habitantes del pueblo. En este marco, rompiendo incluso con los parámetros nutricionales de la época que entendían la carne como la fuente nutricia por excelencia (Guerrero, 1996, pp. 195 y ss.), a través del fraile De San Gregorio, La Navidad en las montañas incentiva el consumo de productos agrícolas por sobre los ganaderos, pues considera que así se matiza la fogosidad del temperamento de los miembros de la colectividad, a la vez que señala el “poco empeño en la propagación de esas desgraciadas víctimas del apetito humano” (Altamirano, 1871, p. 228) que son los ganados mayor y menor y las aves de corral. Este vegetarianismo en ciernes testimonia los alcances humanistas del planeamiento altamiranista que buscaba mostrar las posibilidades culturales y fisiológicas incluso del modelo socioeconómico liberal del mundo, el de la República restaurada, del que el autor era uno de los portavoces.
Estudiosos como Luis Reyes de la Maza (1957), María del Carmen Millán (1957), John Brushwood (1959, 1973) o Carlomagno Sol Tlachi (2012) señalan que el modelo social planteado en La Navidad en las montañas está inspirado en el socialismo utópico, en los falansterios de Charles Fourier (1772-1837), modelos de organización socioeconómica que establecían en la organización y el ejercicio cooperativista del trabajo agrícola e industrial desarrollado por células socioeconómicas y culturales una posibilidad para el desarrollo armónico y equilibrado del individuo y la colectividad.
Pese a lo sugerente de la interpretación y a los paralelismos posibles que a primera vista pudieran sugerir alguno de los entramados del texto con esas falanges utópicas, no comparto estos señalamientos. Y es que en esa aldea perdida en alguna de las serranías mexicanas, en la que conviven armónicamente hombres y mujeres, siguen existiendo y diferenciándose los agricultores y los ganaderos de los peones y los artesanos que les ayudan y complementan su quehacer (Altamirano, 1871, p. 224); en el orden social del pueblo siguen existiendo hombres más acomodados que, fraternal y desinteresadamente, señala el cura, auxilian o ayudan a simplificar la vida no solo de los menesterosos de esa sociedad, sino de los estratos más débiles (Altamirano, 1871, p. 225). Estas diferencias sociales revelan sus tensiones y contradicciones en la historia de amor de Carmen, la sobrina del alcalde, y Pablo, el humilde cazador huérfano que había sido recogido y criado por una humilde y vieja tía, quienes sufren y batallan para realizar su amor, dadas las desigualdades sociales habidas entre ellos. Por tal razón, sostengo que la propuesta novelesca altamiranista en La Navidad en las montañas rebasa la identificación con algún modelo socialista y, más apegada a la vocación conciliadora de la modernidad restauracionista liberal, que era su marco de la enunciación, asume como suya una organización que tiene como guía moral a un líder que funge como mediador de las diferencias entre los involucrados (el cura De San Gregorio en la novela, el presidente Juárez en el contexto), que encuentra en el trabajo individual el detonante del desarrollo y la realización material y humano de la colectividad y sus miembros, y en la cual valores como fraternidad, respeto, congruencia, tradicionalmente asociados a la moral cristiana, son asumidos en realidad como valores o preceptos liberales que conciertan el desarrollo burgués y capitalista de aquellas acciones.
La lectura o interpretación socialista utópica que ha dado la crítica a La Navidad en las montañas se debe, en primer lugar, a la interpretación no problematizada del reconocimiento que hizo el escritor tixtlense a la novela El monedero (1861), de Nicolás Pizarro. En “Revistas literarias de México” (1868), artículo fundacional que es uno de los primeros ejercicios críticos de la historia de la literatura mexicana realizado por un mexicano,13 Altamirano, en un reconocimiento exaltado, había afirmado que dicha obra:
[…] es una novela social y filosófica en toda la extensión de la palabra. No sólo es un estudio de las costumbres, de las necesidades y de los vicios de la sociedad, sino un proyecto de reforma, un monumento filosófico elevado al amor del pueblo y propuesto a la consideración de los hombres pensadores para mejorar la educación y la suerte de las clases desgraciadas (1868, p. 54).
Hay que recordar que, en medio de folletinescas aventuras y enredos sentimentales, El monedero, la novela de Pizarro, propone como medio de superación y realización individual y colectiva la fundación de una colonia corporativa llamada la Nueva Filadelfia, fundada por un sacerdote, el padre Luis, y el protagonista mestizo Fernando Hénkel:
[…] para reunir en ella a todos los desheredados de la sociedad, a los parias que el capitalismo imperante ha hundido en la miseria. Como en esta ciudad todos trabajan en cooperativa, a los pocos meses es una colonia próspera y deslumbrante, situada en el centro del Estado de Jalisco (Reyes, 1957, p. 574).
Como al garete, en un paréntesis que pareciera una apostilla casual e intrascendente, la historia y la crítica literaria han señalado que El monedero “bien podía ser […] el antecedente directo de La Navidad en las montañas, de Ignacio Manuel Altamirano” (Reyes, 1957, p. 574).
Si bien, junto con los pocos estudiosos de El monedero, advierto la admiración de Altamirano a la obra de Pizarro y reconozco incluso paralelismos y concomitancias composicionales y argumentales entre La Navidad en las montañas y El monedero -los guías del pueblo son sacerdotes, aunque el de Pizarro renuncia a su apostolado en aras del amor; los coprotagonistas Fernando Hénkel y el capitán X son héroes románticos, etcétera14-, me parece que son distintos los horizontes ideológicos desde los cuales se interpreta y valida el mundo en las novelas. Sin querer establecer un deslinde puntual y equidistante, los marcos valorativos de uno y otro texto tienen marcos referenciales distintos: mientras la Nueva Filadelfia de Pizarro se apega a los parámetros significativos del socialismo utópico de Charles Fourier (organización socioeconómica cooperativista, que determina el desarrollo material y moral de sus miembros mediante la educación [Millán, 1957]), la aldea de Altamirano, en cambio, como planteé, postula el trabajo individual como la condición sine qua non para el desarrollo y la realización humana individual y colectiva, resoluciones éticas y estéticas distantes entre sí ideológicamente, pero cercanas y emparentadas en el nivel humano, pues buscan ambas el desarrollo y la realización del hombre por caminos convergentes aunque distantes en lo estructural.
La Navidad en las montañas concluye con la reconciliación del pesimista capitán X tanto consigo mismo como con la humanidad. Y es que luego de aquilatar el perfil moral y la coexistencia armónica alcanzada por el pueblo gracias al trabajo individual armónicamente concertado, el militar olvidó sus penas y se sintió “feliz, contemplando aquel cuadro de sencilla virtud y de verdadera y de modesta dicha, que en vano había buscado en medio de las ciudades opulentas y en una sociedad agitada por terribles pasiones” (Altamirano, 1871, p. 295). A diferencia del exaltado Gaspar Rodríguez, quien termina loco ante la conciencia del fracaso de su comunidad cooperativa que corrompe a sus miembros al inclinarlos al individualismo egoísta y a la avaricia, provocando alguno de ellos la muerte de su hijo.
Las tensiones de la conciliación. Anotaciones a manera de conclusión
Hasta ahora, la historia de la cultura literaria y la historia de la literatura han configurado la República restaurada (1867-1876) como un periodo de reconstrucción y transformación nacional que, mediante la conciliación e integración de las posturas e ideologías antagónicas de otrora en un solo proyecto de desarrollo y pensamiento, encauzó a México por la senda del progreso decimonono.
Por eso es interesante advertir que, en el nivel político, comenzaron a surgir voces que cuestionaron la legitimidad de la República restaurada o que mostraron la frágil cohesión del orden, como lo revela el Plan de la Noria en 1871. Y por eso también es interesante advertir que entre los letrados de la época hubo posturas e interpretaciones divergentes que cristalizaron en propuestas artísticas enfrentadas, como sucedió con la articulación y el cultivo de la novela de la Intervención y el Segundo Imperio por Juan Antonio Mateos, Vicente Riva Palacio e Ignacio Manuel Altamirano entre 1867 y 1876, que buscaba responder a los planteamientos del criollismo conservador vía José Zorrilla y su Drama del alma (1867) (Bobadilla-Encinas, 2019), o como pasó con las definiciones excluyentes de literatura nacional que articularon Francisco Pimentel e Ignacio Manuel Altamirano alrededor de 1886, o como sucedió con La Navidad en las montañas (1871), del ya mencionado escritor tixtlense, que replicó en el plano artístico y de manera mesurada a los planteamientos carnavalescos de La Quinta Modelo, de Roa Bárcena.
Como intenté mostrar hasta aquí, la escritura y edición de La Navidad en las montañas, de Ignacio Manuel Altamirano, en diciembre de 1871, fue una réplica contundente, pero políticamente correcta, a la segunda edición de La Quinta Modelo, de José María Roa Bárcena, realizada por Gonzalo Esteva en 1870, como folletín del periódico La Unión. Como expuse, la obra del escritor liberal replantea y reinterpreta los mismos aspectos temáticos y composicionales sobre el modelo liberal del mundo que el narrador conservador veracruzano había criticado y deslegitimado social y humanamente en su obra. Esto dio como resultado la articulación de sendas poéticas: Altamirano configuró su microcosmos narrativo como un remanso utópico de trabajo individual, fraterno y respetuoso que impulsaría el desarrollo humano y colectivo, en tanto que Roa Bárcena, desde una perspectiva carnavalesca, configuró ese mundo como un aquelarre distópico y demencial.
Poco puedo agregar a lo dicho hasta aquí, salvo asumir que a partir de esas visiones del mundo divergentes que se manifiestan en originales poéticas o resoluciones artísticas del mundo, la historia de la cultura literaria y la historia de la literatura comienzan a descubrir elementos y entramados concretos que obligan a repensar y reescribir con toda su dialéctica la descripción y la comprensión de la cultura y la literatura mexicana decimonónicas, pues ellas son indicios reveladores de lo dialéctica, de lo tensa y lo conflictiva que ha sido y es la articulación de la tradición cultural y literaria nacional.