Las mujeres son los únicos seres que se reproducen a sí mismas. Los otros las tienen a ellas para lograr su reproducción. […] Las instituciones de salud atienden a las mujeres en un espacio extradoméstico ajeno. El parto y el nacimiento dejan la intimidad de la casa y de la propia cultura para convertirse en espacio estatal. […] La modernidad ha entrado a los cuerpos de las mujeres y ha expropiado para las instituciones públicas esa parte de la maternidad que es la procreación doméstica. Marcela Legarde (1990, pp. 94 y 228)
Introducción
La salud de las madres y sus hijos es uno de los objetivos más importantes del desarrollo social, por lo que la elaboración y el impulso de políticas públicas que garanticen el bienestar materno infantil es un compromiso sobre el que deben dar cuenta todos los países, pues para esto han signado acuerdos internacionales. No obstante, la muerte materna continúa figurando como un problema de orden mundial, y aunque, si bien morir por condiciones asociadas al embarazo y el parto es un riesgo latente para todas las mujeres, el ser indígena se ha identificado como un determinante que potencia dicho riesgo (Juárez et al., 2019; Bonfil, 2014).
Ahora, si bien los factores que contribuyen a un mayor riesgo de muerte materna en esta población son de naturaleza compleja, las investigaciones en torno al tema han mostrado una tendencia a destacar un mayor riesgo obstétrico como resultado de las elecciones que las mujeres hacen desde su agencia reproductiva, pretendiendo desconocer las desventajas estructurales que afrontan en el ejercicio de esta. Juárez et al. (2019) y Bonfil (2014) han señalado que uno de los factores contribuyentes de mayor peso está representado por las barreras que coexisten para la atención obstétrica. Y es que tendríamos que cuestionar que no es suficiente la existencia de infraestructura para que las mujeres indígenas se acerquen a los servicios, porque el concepto de accesibilidad no se limita a lo material, sino se extiende a lo simbólico (Cordero, 2021). En este tenor, es importante reconocer que para estas mujeres adentrarse en los servicios de salud resulta complejo porque los imaginarios y prácticas que sostienen el modelo de atención dentro de estas instituciones pueden resultar incompatibles, y hasta inaceptables, con sus cosmovisiones y sus formas de entender el mundo, sus cuerpos y sus experiencias reproductivas (Landini et al., 2014).
De Sousa (2010, pp. 38-48) ha escrito sobre la transcendencia del conflicto de saberes en la sociedad actual, una sociedad diversa y pluricultural que ha desarrollado resistencias frente a la intención de imposición colonial de un único paradigma (el de la razón científica) para explicar y vivenciar la experiencia humana. Estas resistencias que se despliegan frente a la postura hegemónica obedecen a que la imposición de un único paradigma -ajeno, además, a las realidades locales- tiene el potencial de anular en las personas la capacidad y libertad para construir sus experiencias desde su propio referente histórico, con los valores que le significan desde lo personal, pero también como grupo cultural. Es en este sentido que la imposición del paradigma eurocentrista hegemónico se constituye en un epistemicidio que aniquila el derecho a las diferencias desde un imaginario que culturiza y desata procesos que buscan establecer y/o legitimar formas de dominación.
La implementación del modelo biomédico hegemónico es un ejemplo claro de una estrategia de este epistemicidio. Aunque no puede dejar de reconocerse el esfuerzo que se ha hecho en los últimos años para que las políticas en materia de salud reproductiva incorporen elementos de género e interculturalidad, es más que evidente el poco avance en la incorporación de estas perspectivas en el nivel comunitario y, con esto, la persistencia de una actuación sanitaria aún sostenida de manera protagónica en un paradigma que minimiza cualquier otra perspectiva sobre los procesos salud-enfermedad-atención-cuidado que no sobremedicalice y patologice dichas experiencias.
Investigadoras que nos anteceden en el estudio del fenómeno de la muerte materna en mujeres indígenas han documentado la doble intención de las políticas dirigidas al combate del problema señalando que si bien las políticas y los programas hablan de la incorporación y fortalecimiento de las parteras como recurso comunitario, no ha sido sencillo el camino de impulsar estrategias que en lo operativo rescaten y preserven sus saberes y las pongan al servicio de la vida, en diálogo con los conocimientos del modelo médico occidental. Más bien, se contempla a estas, y a otros actores comunitarios, como un recurso para extender la estrategia biopolítica de institucionalizar todos los partos y asegurarse de que todas las mujeres sean atendidas por igual, como lo plantea el modelo médico hegemónico, solo por “personal calificado”, término que se coloca como etiqueta para minimizar cualquier otro paradigma de acompañamiento y cuidado en los procesos de embarazo y parto (Alarcón, 2021; Veliz-Rojas et al., 2019).
Desde la perspectiva del modelo médico hegemónico -centrada en los procesos biológicos-, las muertes maternas indígenas ocurren como consecuencia de la incapacidad de las mujeres y sus redes para buscar ayuda de forma oportuna, en los lugares adecuados y por las vías correctas. Por supuesto, este actuar se piensa invariablemente desde un imaginario que biologiza, sobremedicaliza y patologiza, sin reconocer ni problematizar el impacto que la racialización ha impuesto históricamente sobre sus cuerpos y sobre la manera en que esto limita las posibilidades de gestión sobre estos, su salud y el acceso a la atención (Amaya et al., 2020).
Sería irresponsable decir que en México el Sistema Nacional de Salud no ha hecho esfuerzos por frenar el índice de muertes maternas en mujeres indígenas; sin embargo, también es preciso reconocer que esta lucha no ha terminado, pese a haber enunciado un planteamiento intersectorial, intercultural y con enfoque de género en lo operativo. Es justo frente a esta limitación donde la participación de los servicios de salud en territorios indígenas ejerce más acciones de control que de bienestar, pues desconocen los derechos culturales de los pueblos originarios. Como ejemplo de lo anterior, reflexionemos sobre las consecuencias del desmantelamiento de las instituciones de primer nivel de atención para atender partos, o sobre la clandestinidad y la marginalidad a las que se ha pretendido confinar la partería tradicional, medidas que se han documentado como violentas frente al derecho a la salud por las propias mujeres en las comunidades indígenas (Bautista y López, 2017).
La ausencia de una efectiva perspectiva intercultural y de género imposibilita que el sistema de salud reconozca la potencialidad de los saberes locales en las estrategias de búsqueda de bienestar de las mujeres, y es la mirada occidental y colonizada la que expropia la salud a los territorios indígenas, en un acto que impacta no solo en lo cultural, sino también en el derecho a la salud y la vida. Todo lo anterior, posibilitado dentro de contextos sostenidos en el racismo estructural, desde los que se fundan, justifican y reproducen las relaciones asimétricas de poder entre los saberes coloniales y contracivilizatorios, para los que aferrarse a otras formas de cuidar de sí misma y de la salud es visto como una amenaza para la estabilización social y del Estado (Urrego-Rodríguez, 2020).
La forma en que operan las políticas de salud en los territorios indígenas replica, en general, la manera en que el Estado moderno ha tratado de despojar a estos pueblos de su territorio imponiendo políticas pensadas desde la modernidad occidental, desconociendo la riqueza de los imaginarios y la jerarquización de valores desde los cuales las indígenas piensan sus espacios y pueblos. Pero, así como los grupos originarios implementan estrategias de resistencia para la defensa del territorio, las mujeres se resisten para defender la autonomía de sus cuerpos, a los que contemplan más allá de su biología, reconociéndolos como espacios en los que se inscriben representaciones ancestrales, espirituales y valores que significan y resignifican las experiencias no solo como sujetas, sino como integrantes de un pueblo, de una comunidad con historia e identidad propia (Carreño, 2018).
Desde la perspectiva del modelo de salud médico hegemónico, el riesgo de muerte materna se atribuye principalmente a los imaginarios sobre el cuidado reproductivo que las mujeres indígenas han desarrollado y reproducido, pretendiendo ignorar que las decisiones que toman estas mujeres se realizan dentro de contextos saturados por desventajas estructurales. En palabras de Ponce et al. (2017):
[…] la condición étnica es un factor de vulnerabilidad en la medida en que implica estar colocado en estructuras diversas: 1) de explotación económica que los perpetúa en la pobreza y los impulsa a la migración, 2) de segregación o marginación social como los sistemas de salud y educación adecuados, 3) de subordinación política y cultural que les impide el pleno ejercicio de sus derechos humanos y de sus derechos colectivos como pueblos y 4) de dominación simbólica (racista, homofóbica, clasista) que a través de actos de discriminación cotidiana configuran sus dinámicas familiares, sociales, emocionales, afectivas y sexuales.
Se ha identificado que entre estos grupos de mujeres son mayores las tasas de fecundidad y natalidad, lo que se ha asociado de modo directo con los imaginarios locales en torno a la reproducción que prevalecen en los grupos indígenas, presuponiendo que “prefieren” tener un mayor número de hijos, ya sea por usos y costumbres o porque el maternaje les dota de estatus y legitimidad en el contexto rural (Szasz y Lerner, 2010). Otros autores han señalado que tener un mayor número de hijos responde a las funciones sociales y de subsistencia de las familias rurales (Castro Ríos, 2012). Mucho menos se ha hablado de la brecha en el acceso a los programas de salud sexual y reproductiva y de este acceso pensando no solo en la posibilidad de acceder físicamente a estos espacios, sino también y principalmente que estos espacios sean culturalmente pertinentes, acordes con las cosmovisiones de las mujeres indígenas (Noreña et al., 2015).
Pese a lo anterior, se parte del reconocimiento de que las mujeres indígenas poseen capacidades adquiridas de formas intergeneracionales, intergenéricas y comunitarias, para pensar e implementar estrategias que favorezcan su salud y bienestar. Este asunto ha sido documentado en investigaciones como la realizada por Baeza y Aizemberg (2018) con mujeres quechuas y aymaras, en la que se da cuenta de que, aun cuando estas mujeres habitan espacios con múltiples barreras al sistema sanitario, son capaces de desplegar racionalmente estrategias que posibilitan operar saberes propios y los activos comunitarios plasmados en las redes de reciprocidad familiares y vecinales.
Hablar, entonces, del autocuidado durante los procesos de gestación, parto y puerperio implica quitar la mirada del marco colonizante de la medicina hegemónica y posicionarla en una perspectiva de reconocimiento de los saberes populares, desde la cual la agencia es entendida como “la habilidad de definir las metas propias de forma autónoma y de actuar a partir de las mismas, es decir, aquello que una persona tiene la libertad de hacer y lograr en búsqueda de las metas o valores que él o ella considere importantes” (Sen, 1985, p. 203).
En tal contexto, nos sentimos convocadas para realizar esta investigación con el objetivo de visibilizar las experiencias de autocuidado que han vivido las mujeres tének y nahuas durante el embarazo y el parto y sus percepciones sobre la atención institucionalizada.
Material y métodos
El estudio se llevó a cabo en el periodo de agosto a diciembre de 2018. Se trató de una aproximación intensiva de tipo mixto, en la que se aplicaron encuestas y entrevistas grupales. El cálculo probabilístico de la muestra se realizó mediante muestreo estratificado, buscando la representación de los seis municipios que conforman la microrregión Huasteca centro. La fórmula para calcular la muestra tuvo un nivel de confianza de 95 por ciento y un margen de error estándar de +/- 3%.
Se efectuó el ajuste para el tamaño de la muestra con la siguiente fórmula: na = n / (1 + n/N)12. Se compensó el número de muestras con el 20 por ciento más de encuestas, para el caso de un probable error muestral, lo que resultó en un tamaño de muestra de 245. Considerando la proporción de la población total de los municipios de estudio, se calculó el número de encuestas que se realizarían en cada uno de estos.
Participaron en la encuesta 259 mujeres, de 15 a 49 años de edad, que estuvieron embarazadas, que dieron a luz en los últimos 12 meses y habitaran en los municipios que conforman la región de estudio. Las encuestas se aplicaron en comunidades y mercados de la región, así como en instituciones de salud.
Las cuatro entrevistas grupales o grupos focales tuvieron en común participantes mujeres indígenas en edad reproductiva: uno con las jóvenes menores de 18 años, otro con las mayores de 35 años, un tercero con las mujeres con más baja escolaridad y otro más con las mujeres con más de 10 años de escolaridad. Se procuró esta conformación en los grupos buscando que la mayor parte de las experiencias estuviesen representadas. En total, participaron 40 mujeres.
El instrumento se desarrolló ex profeso para el estudio. La validez de este se aseguró mediante la revisión y retroalimentación de académicas con experiencia en estudios étnicos, de género y salud; una de ellas es de origen nahua. El instrumento fue útil para la recuperación de las voces de las mujeres tének y nahuas acerca de las experiencias y percepciones en las siguientes dimensiones del autocuidado: 1) atención prenatal; 2) consejería prenatal y natal; 3) preparación para el parto, y 4) recursos para la resolución segura del parto.
Una vez diseñado el instrumento, se procedió al pilotaje y se atendieron las recomendaciones y ajustes del comité evaluador. Para la recuperación de narrativas asociadas a las experiencias vividas, se recurrió a la estrategia de entrevistas grupales. En estas se contó con interpretes bilingües con el fin de recoger con exactitud las expresiones y respuestas de las participantes. Para la realización de las entrevistas y para la aplicación de los cuestionarios, se aseguró previamente la firma del consentimiento informado, en el que se les aseguraba el respeto a su anonimato y la confidencialidad de la información compartida. En el caso de las entrevistas, se audiograbaron con el consentimiento de las participantes y fueron transcritas de forma íntegra.
El análisis estadístico se realizó con el programa SAS para Windows versión 9.1, del que se obtuvo la estadística descriptiva. En tanto, en la parte cualitativa se analizaron los discursos de forma selectiva; además, se hizo un análisis interseccional.
En la estrategia de trabajo de campo se incorporó a dos becarias con formación en psicología y en derechos humanos para que apoyaran a las usuarias encuestadas, tanto en casos de una probable crisis emocional por haber vivido violencia obstétrica como para aportar algún conocimiento y asesoría a las mujeres encuestadas que lo requirieran.
Resultados
Contexto de estudio
El estudio se llevó a cabo en la microrregión Huasteca centro de San Luis Potosí, donde la tasa de fecundidad promedio entre las mujeres de 15 y 49 años de edad se encuentra en el rango de 1.9 a 2.5 hijos nacidos vivos (INEGI, 2016). La tasa de alfabetización en la población de 15 a 24 años se encuentra en los rangos de 98.5 a 98.7 por ciento, y de 70.9 a 86.0 por ciento en la población de 25 y más años de edad. Los idiomas indígenas que se hablan en la región son, en primer lugar, tének o huasteco, seguido del náhuatl y, en menor proporción, del otomí, mixteco y maya (INEGI, 2016).
De acuerdo con el informe del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social publicado en 2015 (CONEVAL, 2015), en esta microrregión se documentan los más altos porcentajes de pobreza, que superan niveles del 80 por ciento. De hecho, para 2015, tres de los municipios que integran esta región fueron señalados como los de mayor rezago social en la esfera nacional.
Caracterización de las mujeres participantes
El promedio de edad de las participantes fue de 27.9 años, con una mínima de 16.3 y una máxima de 41.5. El hecho de que estos promedios de mínima y máxima se sitúen fuera del rango que históricamente se ha considerado “adecuado” para procrear obliga a reflexionar sobre los imaginarios que sostienen la reproducción en los pueblos indígenas, donde maternar implica la posibilidad de ser reconocidas socialmente por su contribución a la reproducción de sus comunidades, tanto en términos biológicos como culturales (Fawed et al., 2016).
La presencia de madres adolescentes reitera lo que antes ha señalado el Consejo Nacional de Población y la Secretaría de Gobernación del Estado Mexicano (2019) respecto a que la Estrategia Nacional para la Prevención del Embarazo en Adolescentes (ENAPEA) no ha dado resultados en territorios indígenas, principalmente porque, al igual que la mayoría de las políticas en salud, las acciones se han concentrado en las grandes urbes, y porque en el imaginario tanto colectivo como institucional la violación y el incesto que aún tienen lugar en esta población no solo no se combaten ni se castigan, sino que también se justifican desde un nulo entendimiento de lo que implica el respeto a los “usos y costumbres” (González, 2020).
La mayoría de las participantes en esta investigación reportó que vive con su pareja, bajo las modalidades de matrimonio y unión libre. Asimismo, la mayoría refirió que su ocupación principal son las labores del hogar; apenas el 12.3 por ciento dijo que ejerce alguna ocupación remunerada. El hecho de que la principal ocupación de la mayoría de las mujeres sea el trabajo doméstico no remunerado se constituye, en términos de salud reproductiva, en indicador de una mayor probabilidad de vivir los partos con violencia obstétrica, ya que sus opciones y redes suelen ser más limitadas, la información a la que pueden acceder sobre salud y derechos es menor, sus opciones de atención del parto se reducen y, en general, poseen menores expectativas acerca del desempeño propio en el parto y del personal que las atiende (OPS, 2010). Finalmente, en lo que respecta a la etnia, el 78 por ciento se reconoce hablante de idioma indígena, predominantemente tének.
A continuación, se desarrollan las categorías identificadas consolidadas en el proceso de análisis. Para una mayor comprensión, las categorías han sido desarrolladas de acuerdo con los fenómenos identificados como más relevantes desde la experiencia de las mujeres, en este sentido, primero en la búsqueda y el acceso al control prenatal, después en la búsqueda y el acceso a la consejería prenatal y natal, y, por último, en las experiencias en la búsqueda y acceso a la atención del parto seguro.
Experiencias en la búsqueda y acceso a la atención prenatal
Resulta imposible no hablar del concepto de resistencias para situar histórica y políticamente el actuar de las indígenas gestantes insertas en contextos no solo determinados geográficamente, sino también configurados a partir de símbolos e imaginarios que los dotan de identidad. Y es que, aun cuando mucho se ha escrito sobre esta “relación dialéctica” que se establece entre la estructura y la capacidad de las personas para decidir cómo actuar en su cotidianeidad, es pertinente reconocer que esta reciprocidad opera bajo criterios socialmente determinados de exclusión y discriminación, en los que mientras ciertas cosmovisiones son altamente valoradas e incuestionadas, otras son descalificadas y tratadas de erradicar; justo como se ha documentado con respecto de las prácticas de búsqueda de atención de las mujeres indígenas (El Kotni y Ramírez, 2017).
En esta investigación identificamos que, si bien las mujeres se incorporan a los programas institucionales para llevar un “control prenatal”, solo 10.8 por ciento de ellas lo hizo a partir de políticas de seguridad social y el resto a partir del beneficio del programa Seguro Popular, que subsidiaba un paquete de servicios médicos gratuitos destinados para población que no cuenta con seguridad social y que califica como “alto” el riesgo de empobrecimiento por gastos en salud.
Resulta relevante, por otra parte, que 48 por ciento de las mujeres participantes dijo no haber buscado su incorporación al entonces denominado Seguro Popular hasta que supo de su condición de embarazo, lo que evidencia el fracaso del programa en lo relativo al acercamiento de acciones de atención primaria de salud a estas poblaciones. Tal fracaso lo atribuimos a que, como ha afirmado Menéndez (2016), son programas cuyas estrategias en lo operativo no despiertan interés en los pueblos indígenas porque fundamentalmente se trata de acercamientos sostenidos en paradigmas que no buscan la trasculturalización a partir del reconocimiento de las similitudes y del respeto al derecho a ser y pensar diferente, sino que continúan basándose en el descarte de las diferencias y en la búsqueda de acabarlas superponiendo el paradigma médico hegemónico.
Identificamos, además, que una situación que dificulta a las mujeres insertarse en la atención institucional es la inexistencia de claridad acerca de la forma en que se organizan los servicios de salud, es decir, en su cosmovisión no tienen cabida las clasificaciones “sector público”, “seguridad social” y “sector privado”. Ellas organizan y seleccionan los servicios de salud más apropiados en función de las dinámicas en que el servicio es ofertado. Algunas prefieren la brigada móvil porque el hospital es muy “tardado” o “está muy lejos”, o van a “la casa de salud” porque en el centro de salud son “muy groseros”. No alcanzan a dilucidar que estas son las estrategias para hacer llegar el servicio, cuya disponibilidad depende del modo en el que se organiza el sistema sanitario.
Estas percepciones denotan lo ajeno y lejano (en términos geográficos y culturales) que resulta la organización de los servicios para los imaginarios de este grupo poblacional específico. Si no hay idea de la manera en que se organizan la oferta, es muy probable que no se tenga idea del tipo de servicios que se otorgan en condiciones de gratuidad. Ello se relaciona con las aseveraciones de otros autores acerca del modo en que la población en mayores condiciones de pobreza tiende a utilizar en alta medida las consultas de atención primaria y en menor medida las de servicios de especialidad, porque no hay claridad sobre los servicios de los que puede beneficiarse (Urbanos-Garrido, 2016).
Aunque todos los servicios a los que acuden se desprenden de los Servicios de Salud del Estado, estos tienen diferentes significados como espacios para atención, como lo evidencian las siguientes narrativas:
Me espero a que pase la brigada; ya me ven, me checan, me miden el bebé y me dicen que ando bien. Hasta el centro de salud es mucho tiempo caminar y mucho sol que agarro.
Aquí, en la casa de salud, me checan, me dan las pastillas [ácido fólico], dicen cómo me cuide; pero no es como el hospital, acá es más mejor, sin tanta espera y tanto regaño.
Parece, entonces, que los recursos que les son familiares a sus contextos los identifican más próximos no solo geográficamente, sino también culturalmente. Aunque tanto en las brigadas como en las casas de salud es personal sanitario quien las atiende, los escenarios comunitarios se perciben menos restadores de autonomía para ellas y sus cuerpos y, con esto, menos legitimadores del poder fáctico que trae consigo la biopolítica. En el pensamiento de Michel Foucault, los hospitales u otros espacios sanitarios se contemplan como escenarios de vigilancia y control sobre los cuerpos (Foucault, 2009, pp. 75-77).
Llama la atención, por otra parte, el hecho de que el 65 por ciento de las mujeres refiriera que accede a la atención prenatal en las brigadas móviles de los servicios de salud, lo que confirma la ausencia de infraestructura hospitalaria suficiente en estos territorios. Esto se complejiza porque, del total de las mujeres encuestadas, el 12.6 por ciento dijo que había vivido alguna situación que se le comunicó de alto riesgo en el transcurso del embarazo. Entre estas, prevaleció la anemia grave, infecciones de vías urinarias, amenazas de aborto y partos prematuros, así como desarrollo de trastornos hipertensivos asociados a la gestación.
El hecho de que por lo menos una de cada diez mujeres encuestadas haya vivido un embarazo de alto riesgo en una comunidad donde la única posibilidad de atención médica es la brigada móvil exige poner en discusión las garantías reales que el Estado ofrece en materia de salud materna en las comunidades indígenas y destacar la pertinencia del acompañamiento de las parteras en estos contextos, en los que son el único recurso disponible, realmente garante, para intervenir en situaciones de emergencia obstétrica.
En este orden de ideas, destaca que dos de cada diez mujeres relataron que han retrasado su acercamiento a las instituciones de salud y que no fueron rigurosas en sus consultas prenatales, lo cual se encontró asociado principalmente a cuestiones de acceso geográfico, difíciles de resolver con los recursos propios o los de su comunidad. “Unas les piden de favor, a veces de madrugada, a la camioneta, y si no se quieren levantar, se tienen que venir caminando; hay unas que se vienen aliviando en el camino”.
No obstante, cinco de cada diez mujeres dijeron que asistieron entre cinco y diez veces a consultas prenatales en el último embarazo, tal como establece como deseable la NOM-007-SSA2-2016 para la atención de la mujer durante el embarazo, parto y puerperio, y de la persona recién nacida.
Cabe destacar que el 30 por ciento de las mujeres ejerció su derecho a no responder la pregunta sobre el número de consultas prenatales efectuadas, lo que resulta relevante porque hace patente la existencia de resistencias no solo a no responder, sino muy probablemente a no estar incorporándose al seguimiento de los servicios de salud. Aunque, desde una mirada occidental de las relaciones de poder este actuar podría ser visto como un mecanismo de resistencia no poderoso, porque no está desafiando de forma franca la hegemonía, retomando los aportes de Scott (1985), esta conducta representa una forma de resistencia cotidiana, descrita, en términos de este autor, como el ejercicio de una conducta que no implica una resistencia colectiva abierta y desafiante, sino que se configura como una desobediencia pasiva o una evasión que en sí misma no busca derrocar el sistema combatiéndolo, sino simplemente no incorporándolo.
En este marco, es pertinente discutir sobre la perspectiva que estas mujeres han desarrollado sobre la atención prenatal dentro de los servicios de salud, la cual, al parecer, contemplan más asociada con una estrategia de vigilancia y control sobre sus cuerpos que como un derecho humano que el Estado busca garantizar. Esto posiciona el debate en la mirada de estas mujeres acerca de la atención prenatal no como un derecho humano, sino como una estrategia de control a la que deben dar cumplimiento, en un escenario en que el cuidado de sus cuerpos y procesos gestantes les son expropiados y donde sus cosmovisiones son ignoradas, lo cual convierte el acercamiento a los servicios de salud en una experiencia indeseable (Bautista y López, 2017).
En este tenor, aunque en las entrevistas grupales cinco mujeres expresaron abiertamente haber sido acompañadas exclusivamente por parteras en sus últimos embarazos y partos, explicaron que la preferencia por este tipo de atención no deriva de una elección personal fundada en sus preferencias culturales, sino más bien asociada a una serie de omisiones que percibieron en la atención médica.
Bueno, a mí me dijeron que viniera dos veces para telemedicina, y no me atendieron. Las dos veces que vine en telemedicina con los ginecólogos en ninguna de las ocasiones pasé; estuve desde temprano hasta bien tarde, y no pasé y no hubo comunicación con el ginecólogo.
En los servicios de salud no cumplen con los horarios de citas; nada más andan con el celular, nada más paseando. Nos citan a una hora, y nos dejan ahí sentadas, y no se vale; uno hace la lucha para llegar temprano.
Cuando estaba embarazada me dijeron que me iban a sacar sangre a las doce, y me la sacaron hasta las dos de la tarde, y yo me vine sin comer, y tuve que aguantar hasta en la tarde porque me dijeron que no podía comer nada. Tres veces me sacaron la sangre, tres veces me tuve que aguantar hasta en la tarde; llegué a mi casa mareada porque no había comido nada.
El tiempo parece tener un valor muy importante en la vida cotidiana de las mujeres. Al parecer, los tiempos de espera que en las ciudades son tolerados resultan incompatibles con las dinámicas de los pueblos que, aunque no se señale de forma abierta, tienen sus propios recursos, sus prácticas y saberes para acompañar sus procesos de salud.
Experiencias en la búsqueda y acceso a la consejería prenatal y natal
Las mujeres tienen claro cómo quieren vivir sus procesos de embarazo y parto. Contrario a lo que se piensa desde el modelo médico hegemónico, su fuente en materia de consejería es amplia y dista de centrarse exclusivamente en el personal médico. Aun cuando el mayor número de mujeres identificó al personal de salud como fuente de información en materia de consejería, en sus discursos otorgan un lugar más relevante a la consejería proveniente de sus madres, suegras, las parteras, e incluso sus parejas.
Entre los consejos que recibieron de otras mujeres de su comunidad, destacan aquellos que aluden a aspectos relacionados con la alimentación y la preocupación de producir “suficiente” leche como “tomar atole” y “hacer tés”. También les daban consejos para evitar que “la leche se vaya” como “que no me bañara con agua fría”, “no acercarse al fogón, no salir”, “[que] no me acercara a la lumbre, que no cocinara”, “que me vendara y me sacara la leche que le quedaba, que me lavara con agua tibia”, “que no saliera porque agarraría aire”. También les aconsejan acciones para evitar evisceraciones o hernias como “cuidarse, no barrer la casa porque el polvo hace que se caiga la matriz”, “que no haga fuerza, que esté en cama, y no quiero”. Respecto a los cuidados del bebé, “que no lo deje llorar mucho tiempo porque el ombligo se le infla y quererlo mucho”, “que no comiera tomates ni huevos porque le haría daño”.
Identificamos, entonces, que la capacidad de cuidar de sí y de sus hijos durante el embarazo deriva de un sincretismo complejo que les posibilita la incorporación tanto de la consejería de sus redes familiares y comunitarias como del personal sanitario. Esta “selectividad” de consejos populares y médicos, que ya ha sido descrita por Castro, Bronfman y Loya (1991), se ve favorecida en el marco de la socialización tanto con elementos del paradigma occidental como del indígena. De este modo, es posible incorporar de forma selectiva los consejos médicos que no se contraponen con los locales, y no al revés. No seguir al pie de la letra los discursos médicos hegemónicos constituye una oportunidad para desafiar y/o reivindicar relaciones sociales de hegemonía y subalternidad (Piñones et al., 2019).
En las narrativas generadas en los grupos focales pudo escucharse cómo, entre las medidas que tomaron para mantenerse sanas y seguras durante el embarazo y puerperio, atendieron más las recomendaciones de sus familiares que las de los profesionales. Aunque no se identificó la práctica de acciones que representaran un riesgo para su salud o la del bebé, esta realidad exige problematizar las estrategias que desde el sector salud se llevan a cabo para comunicar los riesgos, promover el autocuidado y prevenir complicaciones.
La comunicación del riesgo basada en la interculturalidad tiene como premisa el reconocimiento de que los discursos institucionales tienen lugar en espacios en los que no son únicos y, lo que es más, no son siquiera a los que les otorgan mayor legitimidad. Conocer cómo piensan la realidad estas mujeres y desde dónde es extremadamente necesario. Reconocerlo no se acota a hablar idioma indígena, sino que supone el reconocimiento de que la comunicación terapéutica se ve afectada por las relaciones de poder que se establecen con las usuarias, el cuestionamiento de estos modelos de interacción, y reposicionarlos reconociendo que se puede lograr más actuando como mediadores interculturales que posibiliten un diálogo entre cosmovisiones, que continuar pretendiendo colonizar el pensamiento indígena (Rojas, 2017).
Experiencias en la búsqueda y acceso al parto seguro
Un hallazgo sumamente interesante tiene que ver con el alto porcentaje (43.7 por ciento) de mujeres que ejerció su derecho a no responder la pregunta acerca del lugar en que fue atendido su último parto, lo cual representa claramente una forma de resistencia que se refleja no solo en la no respuesta, sino también en algo mayor que tiene que ver con la no adhesión al paradigma de la institucionalización del parto. Por supuesto, somos conscientes de que también evidencia la posible desconfianza que tienen en quienes hacemos investigación y la forma en que se usará la información, y quizá las posibles reprimendas del sistema sobre ellas por no suscribirse a lo dictado por la biopolítica. Entre las razones para preferir este tipo de atención, resaltan que el niño “no venga acomodado” o “se atraviese”; saben que tienen que ser “sobadas” para que los bebés tengan una posición que posibilite su salida “normal” (vaginal), y son conscientes de que estas alternativas no las encontrarán en los hospitales, ya que en estos lugares este tipo de inconvenientes se resuelven realizando cesáreas.
Una de las razones que parece tener mayor peso para que las mujeres decidan ser atendidas por parteras en sus comunidades es la oportunidad de permanecer acompañadas durante la experiencia del parto, situación que en sus experiencias de parto previas no se ha garantizado, como puede constatarse en las siguientes narrativas:
Con mi otro hijo [anterior] me dijeron que no pueden entrar acompañantes porque hay muchas mujeres más.
No me dio la oportunidad y no pedí tampoco.
Que no debía pasar [adentro del hospital] nadie, más que yo.
Me dijeron que tenía que estar sola ahí [en el hospital], no debía entrar mi esposo.
Hubo también mujeres que en las encuestas manifestaron abiertamente haber parido asistidas por una partera; esto se repitió en los encuentros grupales. Las razones que cimientan la preferencia por este tipo de atención incluyen también la desconfianza en las habilidades del personal médico para actuar en casos complicados. Contrario a lo señalado por la política en salud materna, las mujeres indígenas perciben que las parteras tienen mayores competencias para actuar en situaciones inesperadas, en tanto contemplan que el personal médico todo lo resuelve con la práctica de la cesárea.
Pero no solo la certeza de cesáreas innecesarias motiva su miedo de acercarse a los servicios de salud; también contribuyen las narrativas colectivas que circulan en su comunidad sobre la manera en que acontece el parto en los hospitales.
Bueno, yo los tuve en mi casa; tengo tres. No me quise venir la primera vez con el hijo que tuve porque decían que a una la amarran y no te dejan moverte; a mí me da miedo, por eso no me vine, tenía miedo. Decían que me iban a traer, pero yo no quise, pues [los tuve] con partera, en la casa nomás. El parto fue parado; de repente ya iba a nacer cuando llegó la partera y nada más me dio hierbas y me cortó el cordón con otate.
Entonces, se infiere que las mujeres de estas comunidades despliegan resistencias y estrategias para, desde la autonomía, elegir dónde y por quién ser asistidas en los partos. Sin embargo, una vez que deciden ingresar al ámbito hospitalario para ser atendidas, estas resistencias se dificultan. Uno de los aspectos en el que es más clara la aseveración anterior es la posición que se adopta para parir.
Como parte de esta investigación, en el instrumento que se presentó a las mujeres se incluyó una imagen de posiciones recomendadas para el parto; la tarea de estas era indicar la postura en la que parieron y en la que hubiesen preferido parir. La mayoría de las mujeres que fueron asistidas por parteras parió en posición vertical o cuclillas. En contraparte, todas las mujeres cuyo parto fue atendido en una institución lo hicieron en posición de litotomía,1 aun cuando poco más de una cuarta parte de ellas (26.1 por ciento) dijo que hubiera preferido que sus partos se resolvieran en una posición distinta y la mayoría “en cuclillas” o “sentada”. La posición para parir parecería asunto menor, pero es totalmente simbólica de la desigualdad de poder en un parto pensado desde la mirada médica en la que dicha posición está prescrita no en beneficio de su comodidad y proceso, sino en el del personal que la atiende, en el que se encarna el biopoder, aun cuando la propia ciencia médica ha declarado que las tasas de laceraciones perineales graves son menores en partos en posición vertical (Consejo de Salubridad General, 2019). Asimismo, al parecer, las mujeres de esta región tienen otras referencias históricas y actuales de validación ancestral y cosmogónica acerca de las posiciones para parir, las cuales debieran investigarse más y reconocerse como parte de los derechos culturales de la salud reproductiva de las mujeres indígenas.
Otra de las cuestiones que resultó relevante es que casi la mitad de las informantes (40 por ciento) dijo que vivió la experiencia de parto sin contar con información sobre cómo sería este proceso, no en términos de la propia experiencia y de las vivencias que pasarían sus cuerpos, sino principalmente porque les resultaba por completo ajeno y, en dicho sentido, estresante el perfomance que se despliega en lo que Castro (2014) denomina campo médico, cuya dinámica este mismo autor explica con fundamento en el concepto “habitus médico autoritario”, que se caracteriza por acciones reivindicativas del poder médico sobre el resto del personal, y aun de las usuarias, violento, real y simbólicamente, con respecto de los derechos humanos.
En la encuesta realizada se incluyeron imágenes de los cambios del cuerpo durante los procesos de dilatación, parto y alumbramiento; etapas que el modelo médico hegemónico construyó para abordar el parto, pero que son fundamentales en términos reales para que las mujeres comprendan los procedimientos y las técnicas que se realizan en sus cuerpos durante la atención institucionalizada. Las imágenes incluyeron palabras o frases clave que ayudaron a las mujeres a construir argumentos explicativos de cada una de las etapas de la experiencia. Sin embargo, advertimos que la información con que contaban acerca de los procesos fisiológicos del parto era prácticamente nula, lo que no quiere decir que no sepan del proceso que sus cuerpos viven durante el embarazo y el parto, sino que demuestra únicamente que la manera en que estos procesos se ven y se viven desde el cuerpo de las mujeres no es compatible con la forma en que se ha reconstruido teóricamente la experiencia, la cual centra los cambios preponderantemente en lo biológico, cuando para las mujeres se configuran más como una cuestión emotiva, espiritual, cultural y social (Morales, 2015).
Lo anterior resulta relevante, pues consideramos que es necesario construir un conocimiento intercultural con perspectivas, rituales y vocabularios compartidos, que nombren y aborden las experiencias de forma más cercana a la que vivencian las mujeres. Continuar contemplando e interviniendo en los procesos desde la mirada hegemónica constituye una forma de dominio y disciplinamiento impuesta, que pretende ejercerse sobre los cuerpos, pues los tecnicismos que los definen solo pueden interpretar quienes se mueven en el modelo médico hegemónico.
La fragmentación del ser que hace el modelo hegemónico con la finalidad de entender la enfermedad (Silva, 2013) se replica cuando se construye teóricamente el embarazo y el parto, aun cuando se sabe que estos son esencialmente procesos fisiológicos, y no situaciones de enfermedad, y que, aunque puedan suscitarse complicaciones obstétricas que pongan en peligro de muerte a la madre y al bebé, la mayoría de estas pueden anticiparse, por lo que no es justificable la estandarización del tratamiento del embarazo y el parto desde la sobremedicalización. La cosmovisión indígena, en contraparte, da cuenta de la experiencia reproductiva desde la significación del parto por parte de las mujeres como un acto vital-ritual en el que el cuerpo expresa de forma natural su capacidad femenina para dar vida, y el parir involucra no solo el cuerpo biológico, sino también el ser social, comunitario, histórico y espiritual (Morales, 2015).
Resultó relevante, por otra parte, el hecho de que las mujeres del municipio con mayor nivel de escolaridad en la región son quienes mostraron mayores dificultades para identificar los cambios que se producen durante el trabajo de parto y el parto, lo cual se contrapone con la afirmación hecha en otras investigaciones de que las mujeres escolarizadas tienen acceso a educación sexual por lo menos en lo referente a aspectos biológicos (Rojas et al., 2017). Esta contraposición nos conduce a plantear la pertinencia de problematizar, además, la manera en que estos contenidos se aborden en los espacios educativos desde una perspectiva que haga posible que el mensaje sea comprensible y compatible con los referentes de sus cosmovisiones como antecedentes.
El desconocimiento sobre el proceso de parto se explica también en función de que, en este estudio, el 38.5 por ciento de las mujeres refirió que el parto vivido había sido su única experiencia, ya que eran primíparas. Este aspecto se determinó como una variable que potencia el riesgo de la vivencia de violencia obstétrica. Lo anterior se hizo manifiesto en los discursos que las mujeres compartieron en los conversatorios.
Pues yo cuando tuve mi primer bebé fueron groseros, pues éramos primerizas, no entendimos bien, y ya cuando tuve mi segundo bebé, pues me trataron mejor, ya fue con el tercero pues más. Así, como le decía, tuve complicaciones con mi tercer bebé. Aquí las enfermeras, especialmente la doctora, me trataron bien, pues... bonito (GF2).
Cuando eres primeriza pues sí te maltratan. Hay enfermeras que son groseras y doctores también que son groseros; te dicen de cosas cuando vas a tener tu primer bebé. Las que son muchachas pues todavía no tienen experiencia (GF2).
Las experiencias de violencia obstétrica deben ser visibilizadas como una condición que afecta directa y desproporcionalmente la experiencia de todas las mujeres, en general, pero con un impacto mayor entre las indígenas, pues ya no se trata solo de una relación desigual en términos de poder, sino del despliegue franco de violencia sustentada en estereotipos de género, racismo y clasismo, como han señalado otros autores (De Assis, 2018). Hallazgos como este exigen, por otra parte, discutir acerca del tema de la intermedicalidad en los escenarios institucionales en contextos indígenas, donde se espera un comportamiento (o, más bien, un sometimiento) de las mujeres durante la experiencia de parto, derivado de una comprensión específica del mundo, invariable en la realidad occidental, pero difícil de asumir en las cosmovisiones indígenas (Follér, 2004).
Para otras mujeres, algunas de las estrategias implementadas como parte de la política pública para reducir el índice de muertes maternas son vistas como discriminatorias, pues no se les han explicado las razones por las cuales se les puede negar el ingreso al hospital, y, en tanto avanza su trabajo de parto, canalizarlas a las Casas de Atención a la Mujer Embarazada (CAME). Esto puede verse en la siguiente narrativa.
Cuando yo iba dar a luz, estaba una muchacha de la sierra, y no sé si habla o no hablaba muy bien el español. Entonces no la atendieron, la mandaron a la casa CAME; la tuvieron toda la noche y al día siguiente, y entonces la muchacha se hartó junto con su esposo y se fueron. Pero no sé si es porque no hablaban bien. Todo porque no le entendían aquí o se hartaron o de que ni siquiera la atendieron (GF1).
El Estado y sus instituciones deberían considerar que las políticas sanitarias tienen que ser claras para las cosmovisiones de las usuarias, pues adquieren significancia desde las mismas cosmovisiones. Solo mediante acciones políticas congruentes y con sentido desde sus cosmovisiones y la priorización de valores vigente para su grupo es posible hablar de emancipación, autonomía y apropiación de los recursos que el Estado pone a su disposición (Smith, 2012).
El 3.5 por ciento de las participantes encuestadas refirió que, una vez que ya habían acudido al hospital con dolores de parto, fueron regresadas a sus casas y sus bebés nacieron fuera de los espacios del hospital. De este modo, se vieron obligadas a parir en un espacio no acondicionado para ello, con los riesgos que esto conlleva. Una de ellas narró su experiencia del siguiente modo:
Fui a cada rato a la clínica, y me regresaron. Estuve un viernes, sábado y domingo, y nada, y me regresaron el día lunes. Los dolores estaban intensos y en la madrugada del martes nació en mi casa. Mis familiares me ayudaron. En el ISSTE no me atendieron, me regañaron y no me quisieron dar el papel. Pagamos taxi para Valles y allá me atendieron bien.
La institucionalización del parto resulta ambigua, pues se promueve sin tener en consideración las desventajas geográficas que afrontan las mujeres para el retorno a las instituciones. Vemos nuevamente, como respuesta institucional, la reprimenda contra las mujeres y el castigo de restringir el registro de sus hijos porque ellas no dieron cumplimiento a la indicación de buscar la atención hospitalaria, aun cuando esta se dio.
Otras mujeres mencionaron que la atención en los hospitales va aparejada de la coacción para usar un método de planificación familiar. A 17.8 por ciento de las mujeres le colocaron un método que no deseaba; 9.9 por ciento dijo que fue esterilizada o que le colocaron un método sin consentimiento, y 5.9 por ciento, que fue amenazada por parte del personal de salud para aceptar la colocación de un método. Entre los discursos de las mujeres al respecto se encuentran estas frases: “Me obligaron a operarme, firmé porque no me dejaban salir”, “Me dijeron que me operara, que para que quería más hijos”.
En numerosos estudios que anteceden a este se ha reportado el asunto de la esterilización y la colocación de dispositivos anticonceptivos de manera forzada, práctica que violenta de modo directo uno de los derechos humanos y que se ha descrito como la expresión más clara de la violencia obstétrica (Belli, 2013).
Conclusiones
El objetivo de esta investigación fue visibilizar las experiencias de autocuidado que han vivido las mujeres tének y nahuas durante el embarazo y el parto y sus percepciones sobre la atención institucionalizada. Como hemos demostrado, las mujeres adoptan estrategias selectivas y hábiles para gestionar, pese a las desigualdades y la pobreza, lo que ellas consideran mejor para articular sus conocimientos locales con los construidos en el modelo médico hegemónico. Aunque no plantean formas de resistencia confrontativas, las maneras sutiles parecen serles útiles para continuar privilegiando los saberes y los recursos comunitarios para vivir sus partos de modo más humanizado en comparación con el proporcionado por el sistema de salud. Reconocen las estrategias de coacción que el sistema busca ejercer sobre sus cuerpos y decisiones reproductivas y encuentran la manera de resistirse y seguir teniendo las mayores ventajas prácticas que les ofrecen ambos saberes.
Acceden a la atención a través del sistema de protección de salud, pero son conscientes de la existencia de una serie de condiciones estructurales que afectan su incorporación con la misma inmediatez que las mujeres urbanas. Esto se erige como una motivación para combinar la atención de las parteras locales con la atención médica.
Son acompañadas por una red extensa que las aconseja sobre los cuidados durante la gestación y el parto. Aunque figura con predominancia jerárquica el consejo médico, este comparte espacio con la consejería que las madres, las suegras y las parejas les brindan. Aun en el momento de decidirse por un consejo sobre otro, suelen decantarse por el de la red familiar o afectiva.
Las mujeres indígenas desconocen algunas complejidades de los procesos fisiológicos y los posibles riesgos del trabajo de parto y el parto, incluso las mujeres que han accedido a la escolarización. No obstante, dadas las características de discriminación y racismo propias de los servicios médicos en esta región, es importante brindar información, principalmente en idiomas indígenas y, de ser posible, por parte de otras mujeres, a fin de que tengan mayor comprensión de las mejores formas de preservar sus vidas.
En cuanto a la preferencia por la atención de una partera con respecto de la institucional, prevalece el temor de expresar que continúan siendo atendidas por parteras de sus comunidades, a las que prefieren porque saben que tienen mayores posibilidades de que no se les realice una cesárea. Este temor podría reflejar también la criminalización de la partería por parte del sector salud.
Con fundamento en el análisis de las perspectivas y narrativas de las informantes, afirmamos que algunos de los principales retos institucionales de los Servicios de Salud y de los actores sanitarios de estos consisten en la inexistencia de competencias interculturales para intervenir en poblaciones cuyas cosmovisiones no son compatibles con la de la medicina hegemónica occidental, el nulo desarrollo de infraestructura cercana, en términos geográficos y culturales, la carencia de estrategias reales para integrar a las parteras en una respuesta organizada para garantizar la salud materna y prevenir la muerte obstétrica, la incapacidad para lograr que las mujeres indígenas reciban un seguimiento prenatal que en realidad les sea significativo desde su cosmovisión particular, la falta de una perspectiva intercultural que posibilite el reconocimiento del valor de las estrategias personales y colectivas que las indígenas implementan para llevar a buen término sus embarazos y partos, así como para el reconocimiento de que cuentan con una red de consejería local amplia a la que priorizan sobre la consejería médica.
Otros retos tienen que ver con el reconocimiento de las violencias reales y simbólicas que el personal de salud y las instituciones ejercen contra las mujeres con base en el género, clase y etnia; el reconocimiento de su percepción sobre la falta de habilidades del personal médico para intervenir en la resolución del parto sin tener que recurrir a la cesárea, y de las narraciones que circulan en su contexto sobre el maltrato a las mujeres y la violencia obstétrica.
Con base en los resultados, determinamos que es necesario construir un conocimiento intercultural con perspectivas, rituales y vocabularios compartidos que nombren y aborden las experiencias de forma más cercana a la vivencia de las mujeres. Sugerimos apostar por el diálogo intercultural de saberes y por las estrategias reales para la atención del parto humanizado, pues estos emergen como planteamientos importantes que deben ser considerados en las políticas públicas para la prevención de la mortalidad materna, toda vez que es evidente que las pretensiones de colonizar las experiencias y las vidas, desde un paradigma único -y además ajeno-, no solo no aporta a la salud materna, sino que constituye una forma más de las violencias que estas mujeres viven.
En esta investigación documentamos actos de resistencia, desacato y desencuentro, por supuesto, en condiciones de desigualdad para las mujeres indígenas. Dejamos memoria de la falta de diálogo intercultural entre el personal que aplica políticas médicas hegemónicas y las mujeres que perciben el trato de este personal como una forma más de violencia y discriminación de sus costumbres.
Insistimos en que no se puede ni debe continuar ignorando la voz de las mujeres cuyos cuerpos han sido objeto de prácticas médicas que ignoran sus historias y percepciones, sustentadas en discursos institucionales. Sin comunicarles en sus idiomas, estas prácticas se han realizado en sus cuerpos. Así, la legitimidad de la práctica sanitaria requiere consenso.