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Andamios
versión On-line ISSN 2594-1917versión impresa ISSN 1870-0063
Andamios vol.9 no.18 Ciudad de México ene./abr. 2012
Artículos
Partidos políticos y sociedad civil. Paradojas y reveses democráticos
Political parties and civil society. Paradoxes, morals and ideals
Víctor Hugo Martínez González*
* Doctor en Ciencia Política, Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO)-México. Profesor-investigador de la Academia de Ciencia Política y Administración Urbana de la UACM. Correo electrónico: vicohmg@gmail.com
Fecha de recepción: 23 de febrero de 2010
Fecha de aprobación: 7 de junio de 2011
Resumen
Los vínculos entre los partidos políticos y la sociedad civil con la democracia son reales, pero difíciles y problemáticos. Este ensayo analiza las paradojas y reveses democráticos de estos actores políticos. La democracia necesita de su convergencia, pero también de un Estado que define ciertas condiciones sociales.
Palabras clave: Partidos políticos, sociedad civil, democracia, Estado, organizaciones de la sociedad civil (OSC).
Abstract
The links between political parties and civil society with democracy are real, but difficult and problematic. This essay analyzes the paradoxes and democratic reversals of these political actors. Democracy needs it's convergence, but also of a State that defines certain social conditions.
Key words: political parties, civil society, democracy, State.
INTRODUCCIÓN
"Pudiera ser que el partido como institución estuviera desapareciendo gradualmente, siendo reemplazado por nuevas estructuras políticas más adecuadas a las realidades económicas y políticas del siglo XXI" (Lawson y Merkl, 1988: 3). Publicada en 1988, esta sentencia marcó el sonado libro When Parties Fail (Cuando los partidos fracasan, decaen). Dos años después, Katz y Mair (1990) entregan la hipótesis de un nuevo modelo de partido a salvo de crisis. ¿Bastó ese tiempo para que los partidos volvieran de su casi entierro? Lo cierto es que no: ese debate, si los partidos están o no en declive, duraría poco más de 30 años. Durante éste, no quedó nunca claro cómo llegó a afirmarse que la sociedad civil cumpliría las funciones de partidos exhaustos o redundantes. La sociedad civil no tomó ese lugar, pero sí evidenció sus confines: sus efectos en la democracia no resultaron indiscutibles o preclaros.
La sociedad civil, cayó así por su propio peso en un falso dualismo, no es el reino de la virtud superior a la maledicencia de los partidos. Ésta, como sucede con aquéllos, padece tensiones con la democracia. Dichas tensiones, paradojas y reveses democráticos, tendrían dos conjuntos de explicaciones: 1) las propias de la naturaleza compleja y no unívoca de los partidos y la sociedad civil: no existe una teoría general ni de sus definiciones ni de su vínculo con la democracia;1 2) las referidas a la carencia de ciertos prerrequisitos sociales y estatales sobre los que la democracia pueda profundizarse y expandirse.
El desarrollo de estas explicaciones estructura este texto en tres partes. La primera describe los problemas de la relación de los partidos con la sociedad civil y la democracia a partir de contextualizar los ajustes que, desde el lado de los partidos, habrían sido operados para vencer el presagio de su muerte. Ésta es la hipótesis que asocia la crisis de representación de los partidos con su costosa adaptación a cierto cambio social. La segunda parte discute con ánimo crítico el potencial democrático de la sociedad civil: no todas las organizaciones civiles, si queremos evitar los retrocesos democráticos, contribuyen a la democratización. Este reexamen emerge de estudios empíricos que para el caso de México señalizan regresiones dentro de las asociaciones ciudadanas y sus interacciones. La tercera parte reflexiona sobre la imprescindible reconstrucción de estatalidad que asegure cierto espacio público donde la convergencia entre partidos y sociedad civil trascurra bajo condiciones y garantías de democracia. A modo de conclusiones abiertas resalto aquí el lugar de un Estado fuerte y políticamente reposicionado dentro del discurso de la calidad democrática.
Estas ideas, aclaro ya, se despliegan con énfasis divulgativo. Recurro por serme útil a un tono ensayístico y a recursos pedagógicos que incluyen ráfagas de cine como imágenes persuasivas de la importancia del tema. Si este formato estimula la investigación empírica de lo tratado, su montaje habrá valido el riesgo.
LOS PARTIDOS POLÍTICOS Y CONTEXTO SOCIAL
El nexo entre partidos políticos y sociedad civil ha sido siempre polémico. Uno de los primeros estudiosos de los partidos (Ostrogorski, 1964) escribió que éstos eran tan dañinos a la sociedad que lo mejor era eliminarlos. Otro de esos clásicos (Weber, 1967) juzgó lo opuesto: los partidos son frutos de la modernidad y la democracia. La democracia es posible gracias a los partidos, repetirían Duverger (1957) o Sartori (1980). ¿Por qué entonces, no obstante estas tesis canónicas, seguimos preguntándonos si los partidos son funcionales o perjudiciales a la democracia (Biezen, 2004)? Habría tres hipótesis del enredo, ninguna de las cuales carece de objeciones dentro de la misma literatura.
1. La hipótesis de Ostrogorski, fechada en 1902, para la que el problema reside en las reglas de la democracia y en la naturaleza de los partidos, dice lo siguiente: si la democracia representativa de las sociedades modernas se basa en la creación de una mayoría electoral por parte de los partidos, éstos se convierten en organizaciones racionales y eficientes que para obtener esa mayoría electoral sacrifican su vocación democrática. Paradoja: los partidos son vitales para la democracia, pero cumplir una de sus tareas constitutivas los aleja del ideal democrático. La de Ostrogorski es una posición aristocrática propia de su tiempo. Un aforismo de Lichtenberg resume esta fobia a la democracia masiva generada por los partidos: "el bienestar de los países se decide por mayoría de votos, pese a que todo el mundo reconoce que hay más gente mala que buena". Demócratas liberales impugnarán el pesimismo de Ostrogorski. Que los partidos se sirvan de la sociedad para satisfacer sus intereses, que practiquen adulterio ideológico e incumplan promesas, no supone ningún fallo, pues "los partidos formulan políticas para ganar votos, no ganan votos para formular políticas" (Downs, 1957: 30-31).
2. La hipótesis de que los partidos se desvincularon de la sociedad porque dejaron de ser lo que eran.2 Por aquí se abre una explicación fácil pero insuficiente: la culpa del divorcio sociedad-partidos es de éstos, de su ambición y abandono de la sociedad. La primera hipótesis pone en entredicho esta segunda, pues, a pensar por lo que Ostrogorski viera, los partidos no fueron nunca demasiado diferentes a lo que hoy son.
3. La hipótesis de que los partidos cambiaron porque, a efecto de las transformaciones sociales, se vieron obligados a ello. Para esta idea, la crisis de los partidos no implica su declive, sino su ajuste y renovación ante vuelcos estructurales de la sociedad postindustrial. Con la revolución en los medios de comunicación, por ejemplo, los partidos tendrían que aprender a hacer campañas por Internet y menos en plazas. Con ciudadanos para los que "votar por la persona y no por el partido"3 les parece adecuado, los partidos tendrían que presentar candidatos mediáticos y, si los hay, jóvenes y guapos. Con sociedades descreídas de las grandes causas o ideologías, los partidos tendrían que reconfigurarse para responder a demandas demasiado específicas. De ello son producto partidos europeos de La Cerveza, La Piratería o el catalán antinacionalista que en 2006 fotografió desnudos a sus candidatos. Mi exposición sigue esta tercera hipótesis.
SOCIEDAD INDUSTRIAL Y PARTIDOS POLÍTICOS
Por fines pedagógicos alusivos a la contextualización de la que hablé antes, me gustaría sentar un previo cinematográfico. El pretexto es la relación entre sociedad industrial, aparición de una nueva clase obrera y el surgimiento de los partidos modernos. Todo ello situado en un cierto ambiente (siglo XIX) que determinará algunos nexos entre partidos y sociedad. Glosaré unos datos (Gubern, 2005).
Cuando el cine nació en 1895, la "cuestión social", el medio de vida de las clases populares, no le era extraña. La primera película de cine fue así la estampa de los trabajadores saliendo de su fábrica.4 El conflicto de las clases sociales tendría testimonios en Estados Unidos en las películas de D. W Griffith.5 Tal conflicto daría lugar a filmes de partido lo mismo en la ex Unión Soviética (La Huelga, 1924; El Acorazado Potemkin; 1925, ambas de Sergei Eisenstein) que en Alemania, donde partidos y sindicatos socialistas fundan el "cine del pueblo", y el Partido Comunista la Compañía Prometeus, que ideó películas proletarias, algunas con guiones de Bertolt Brecht.
En tiempos ya del cine sonoro, Jean Renoir dirige filmes militantes para el Partido Comunista francés.6 México, con la película Redes (1934)7 sobre una huelga de pescadores, participó de esta tendencia de la que incluso un surrealista como Luis Buñuel (Las Hurdes, 1933) no quiso exentarse. Italia, y el discurso neorrealista de intelectuales (cristianos o marxistas) sobre la vida obrera y campesina de posguerra, fue parte también de este cine social8 recogido por la nouvelle vague francesa, el cinema venté brasileño o el realismo social inglés.
¿A qué con este divague? La respuesta está en el empeño ensayístico y didáctico del texto: la crisis de los partidos o sus déficits democráticos pueden dimensionarse de manera menos densa y/o reduccionista como síntomas de un cambio social que los contextualiza y al que estos fenómenos responden. Lo que glosé sobre cine, indisociable de una época que propició filmes de partido, permite pensar los puentes o intersticios entre partidos y sociedad.
Una premisa de contextualización: ninguna de nuestras amistades, gobiernos, universidades, pensamientos, pueden escapar al clima social que les configura.9 Nosotros, seres modernos, sentimos dolor y alegría de un modo incomprensible a los antiguos (Escalante, 2000a). Comparadas con décadas atrás, dice Clint Eastwood, otro cineasta, "las personas se han hecho muy mariconas por tratar de entenderlo todo psicológicamente". Para nuestros padres, lustrar cotidianamente su calzado tuvo un significado que para nosotros no tiene. Esta premisa de cambio y adaptación sociales es válida para los partidos. Cuando a éstos les reclamamos su incapacidad para conservar y atraer más militantes, no debemos olvidar que a los individuos no nos parecen raras las lealtades cortas.10 Hoy está bien visto y legitimado cambiar de cónyuge, religión o ídolos, de sexo, vocación e incluso equipo de fútbol. No me interesa defender o justificar a los partidos, pero sí asociar su comportamiento con este principio de cambio social.
Con esta premisa, volvamos al cine. ¿Qué expresa la cercanía entre sociedad industrial, cine de la nueva clase obrera y surgimiento de los partidos modernos? Al menos tres cosas.
Uno. Que los partidos implantaron un nuevo orden social que fracturó uno viejo y oligárquico. Los partidos, escribe Beyme (1986: 17), fueron transgresores de un sistema para el que las masas sociales no contaban. Instrumentos y organizaciones de la sociedad, los partidos fueron vistos con recelo por quienes no querían que la política fuera para todos (Sartori, 1980). Hijos y causa de la democracia, como Weber (1967) los llamó, aprontaron mediante luchas y movilizaciones sociales el Estado democrático, esto es, un Estado donde la elección de gobernantes ocurre por sufragio universal y no restringido. La fotografía proletaria de inicios del cine rinde por ello guiños a esta épica partidista.
Dos. Por haber nacido de las masas sociales, los partidos tendrían gran legitimación y un fuerte vínculo con la sociedad fundado en su utilidad práctica y simbólica. Los partidos de masas, de intensa integración social, politizaron las dos fracturas que en su tiempo fijaron las estructuras sociales: el clivaje de clase social y el clivaje religioso. Novecento (1976), la alegoría de Bertolucci sobre la historia moderna italiana, debe sus tomas más portentosas a la por entonces estabilidad y polarización de esos clivajes.11 Por medio de partidos con esa penetración social que el ambiente imbuía:
a) La masa social cobra protagonismo, como en La Huelga (1924), película de Eisenstein.
b) Uno de mi cuadrilla, de mi fábrica o barrio, sin ser aristócrata o "notable", puede ser dirigente político.
c) Mi familia consigue integración social a través de guarderías, sindicatos, escuelas, clubes, grupos deportivos o talleres de teatro que el partido mantiene. "De la cuna a la tumba", llamaba Neumann (1965) a esta integración social partidista.
d) En el cenit de su impacto y arraigo sociales, el partido funda compañías de cine, rueda películas militantes, combate culturalmente la hegemonía social. Los filmes y obras de partido cuentan además con el genio de destacados intelectuales (Brecht, Renoir, Eisenstein, Pasolini, Sartre, Revueltas, Neruda, Pinter) que esparcen la socialización partidaria.12
Tres. Quizá con un toque de exceso, Duverger (1957: 57) escribió que la pasión por los partidos era tanta que los marineros creaban "células de a bordo" cuando sus faenas en altamar los alejaban de su organización partidista. El mismo fervor, caso de la película Tierra y Libertad (1994) de Ken Loach, posee al protagonista inglés que por lealtad a su partido marcha a la guerra civil de España, y ahí donde va se presenta orgullosamente con su carnet de partido.13
Estos partidos, por esos años llamados obreros, campesinos, religiosos, burgueses, comunistas, socialistas, etcétera, eran muy modernos y muy políticos. Modernos porque en unas épocas que tampoco fueron la prehistoria, la modernidad fue definida como el momento de crear organizaciones grandes, burocráticas, ideológicas y representativas de sectores particulares de la sociedad que veían con los mejores ojos la opción de votar por programas partidistas. El proyecto de la modernidad (Habermas dixit) implicaba, además, un horizonte normativo del que los partidos fueron considerados medios y no obstáculos. Y digo que tales partidos eran muy políticos porque, insertos en un contexto de expectativas y exigencias sociales al que debían responder, los partidos eran predeterminados por un espíritu epocal para el que la política no era una esfera o actividad diferenciada de la economía, la cultura, las artes o la educación. Aludo aquí, por supuesto, a la centralidad de la política en la estructuración de las sociedades, no a su deformación totalitaria.
Para mejorar la fortuna de los países, pensaban entonces algunos partidos envueltos en estas coordenadas, era indispensable trastocar las estructuras económicas y sociales. Por esa tesis, todavía hasta los años setenta del siglo xx, la conceptuación de la democracia era para muchos impensable sin la pregunta analítica por las condiciones necesarias para que una democracia fuera factible (Lipset, 1959). Si como es cierto, esa visión aquejaba un dejo reduccionista que negaba autonomía a la política y la hacía un epifenómeno de lo económico o social, no constituye un despropósito recordar que la unión política-economía-sociedad era también una posición (política, ideológica y académica) prefigurada por el convencimiento de que la política era un espacio integral y no específico, departamentalizado o estrecho. Que el actual discurso por la calidad democrática no esté dispuesto a regatear que el ciudadano es un agente moral y el estudio de la democracia una tarea que requiere de la teoría axiológica, social y filosófica, parece, precisamente, un reconocimiento de que la autonomía de la política no es su clausura y cierre en un esquema desligado de lo económico, cultural o ético.14
SOCIEDAD POSTINDUSTRIAL Y PARTIDOS ELECTORALES
Lo que acabo de contar sucedía bajo una atmósfera social en la que el sentido de la política, la democracia, los medios de comunicación, el compromiso político o las utopías era diferente al que tienen en la actualidad. Bajo aquellos otros significados, la relación partidos-sociedad atravesaría lo que algunos, exagerando la nota, llamaron la "edad gloriosa de los partidos políticos." Que no sea así hoy, ponderado este ¿declive? dentro de una amplísima serie de cambios sociales, parece menos dramático. El rock no figura más en el top radial de éxitos. ¿El giro en gustos musicales equivale a su muerte?
Rehúso "nostalgiar" de gratis. Pensar que todo tiempo pasado fue mejor y creer que los partidos están en crisis porque traicionaron lo que eran, es una salida muy simplona. ¿Qué no ha estado presuntamente en crisis?15 La ciencia política, la novela, el cine, el libro, la familia, la religión, la educación, la amistad, los modales. ¡Pero si se ha dicho que el fútbol mexicano vive una crisis! No, los partidos no están en crisis por no poder ser lo que fueron ayer. Recuperemos mejor nuestra premisa inicial: los partidos evidencian evolución y ajustes por su necesidad de adaptarse a las transformaciones de los sentidos y significados de la política, la democracia, el individuo, el arte, la sexualidad, etcétera. En lo que al desempeño de los partidos afecta, sobre este cambio social cabría precisar:16
1) Su irrupción no espontánea sino sostenida y acrecentada en el tiempo. El predominio del partido de masas no fue nunca absoluto. Coexistieron con él otros tipos de partidos de menor integración social. Los partidos no fueron alguna vez de una sola forma: sus modelos han sido siempre varios y diferentes (Krouwel, 2006). Cierto ambiente social propició la fortaleza del modelo de masas. La alteración de las estructuras sociales subyace en el traslado de los partidos hacia organizaciones menos programáticas.17
2) La sustitución de las estructuras de clase y religión como cemento social por otras de distinta especie y peso ("líquidas", les llama Bauman), ha sido, muy directamente, causa del cambio en los partidos. La sociedad postindustrial genera una afluencia económica que suscita (de)polarización y (des)ideologización sociales (Kirchheimer, 1966; Inglehart, 1977).18 Tampoco el cambio fue aquí de una noche. Las tesis sobre ello de Aron (El opio de los intelectuales) y Bell (El fin de la ideología) son, respectivamente, de 1955 y 1960.
3) La (des)centralidad de la política. Bajo los Estados de Bienestar (que el cambio social al neoliberalismo estrecha) la integración social fue un problema político al que los Estados respondieron mediante la creación y expansión de ciudadanía. El neoliberalismo conservador reduce esa estatalidad, recorta lo público, automatiza lo económico y erosiona lo político: lo que se puede hacer en política deviene así poco cuando ésta es desplazada como eje estructurador de lo social. De ahí la dificultad de los partidos para presentar programas diferentes de gobierno.
Estos cambios, recuerdo la excusa de mi digresión, conforman un contexto de importantes secuelas y nuestra relación como sociedad civil con los partidos está mediada por éstos. No es mi interés agotar estas transformaciones, sino establecer su influjo en los nexos entre partidos, sociedad civil y democracia.
Para desencantar la falsa nostalgia, convengamos también que el cambio social y partidista fue anticipado por la presciencia del cine de ficción. Metrópolis, de Fritz Lang, pintaría en 1926 una sociedad donde la casta de los señores rige y vive sus placeres en hermosos parques y locales de diversión, mientras los trabajadores penan en un mundo subterráneo poblado de máquinas que los esclavizan. Un sistema industrial que en su "progreso" engendra una sociedad postindustrial, excluyente, desgarrada, sin lazo entre gobernantes y gobernados.
En ese orden, escribe Kirchheimer (1966) en 1954 al analizar el cambio en los partidos, éstos, aparentando ser fuertes y rectores, serían organizaciones muy poco poderosas al servicio de sentidos y significados sociales que los desfondan. Kirchheimer era un teórico ácido y pesimista del avance de la sociedad postindustrial.19 En sociedades dominadas por la tiranía del mercado, pensó éste, los partidos, sin importar si su voluntad sea noble o mezquina, acaban siendo custodios de un orden social conservador. Moralista y clarividente, en tiempos previos a la globalización, el internet o el Youtube, Kirchheimer denunciaba un cambio social regresivo en el que los partidos, sin hacer otra cosa que adaptarse, se hacían débiles, molestos o extraños a la gente al cumplir lo que la sociedad esperaba de ellos: ganar votos, ofreciendo para esto candidatos de celofán y consumo. Paradoja: por buscar indiscriminada y desideologizadamente las mayores preferencias políticas, por correrse al centro y hacerse catch-all, las izquierdas y derechas partidistas desvirtuarían la otrora oposición de principios, accederían al gobierno e, interesados pragmática pero no irracionalmente en retener clientelas electorales circunstanciales y evasivas, se convertirían en organizaciones conservadoras. "Partidos electoral-profesionales", los denomina la literatura académica (Panebianco, 1990). Exitosos, pero vulnerables, diría otro teórico (Mair, 1989) al advertir el efecto perverso sobre los partidos de la caza inestable de votos útiles, de ocasión, sin identidad partidaria.
Cuando en pleno siglo XXI, Richard Katz y Peter Mair (2007) explican que para compensar su debilidad los partidos debieron salirse de la sociedad y meterse al Estado, debe recordarse que 57 años antes Kirchheimer vislumbró esa partidización estatal y despartidización social.20 La gente prefiere ir a bailar que militar en un partido, decía Kirchheimer en su época. Por responsabilidad de los partidos, pero también por una cierta evolución cultural, los sentidos, significados y valores hegemónicos continúan prestigiando la ascendencia de lo privado sobre los asuntos públicos. La socialización partidaria, la penetración de las subculturas partidarias en la sociedad, se ve así limitada. Sólo como broma cabría imaginar en estas circunstancias el regreso de los filmes de partido.21
El que los partidos no estén en el cine (tampoco en muchos otros espacios culturales) contextualiza nuestra premisa de cambio social. ¿Por qué si éstos quebraron el viejo orden (Beyme), hoy resguardan el actual (Kirchheimer)? ¿Por qué si brotaron de la sociedad (Duverger), el reclamo actual a una insensible partidocracia? ¿Por qué el carnet partidista perdió encanto y valor? La mitad de las explicaciones recuerda el cinismo que Ostrogorski o Michels (1962) consideraron la naturaleza de los partidos. La otra conecta con un ambiente que rodea y confina lo que un partido puede ser y hacer. Pienso en síntomas como:
1. El mundo de los intelectuales, antes comprometido con la lucha política, deviene en un universo autorreferente, falsamente aséptico y funcional al poder. Su conducta valida ser apartidistas, "objetivos" y trabajar como profesionales con el gobierno en turno (Martínez, 2009b). De la borrachera ideológica pasamos a la insoportable levedad del ser, desapasionado políticamente. Los intelectuales que podrían contrarrestar esa cultura hablan como ministros de lo políticamente correcto, funcionarios de una "realidad" con pretensiones de incontestable.22
2. En este clima de excesivo "realismo" y secularización, la incapacidad de la política de virar el statu quo la define en negativo. "La política se ha convertido en la práctica que decide lo que una sociedad no puede hacer" (Piglia, 2001: 102). Todo se ha politizado en ese falso y pobre "sentido común" neoconservador.23
3. La democracia, es cierto, son reglas y elecciones. Pero su riqueza no acaba ahí. Hay un sentido de la democracia excluido por el valor que sí se prestigia. Me refiero a la participación popular. En la imposición de ciertos códigos sociales se ha llegado a argüir que la democracia es amenazada por una participación que desborde los canales partidistas. Institucionalización se convierte así en una palabra de moda que obvia que el sistema político, para estar en contacto con el social, requiere el flujo de desinstitucionalización de movimientos y luchas sociales. Se desestima ello en nombre de la gobernabilidad, esa palabra cuya acepción original pregonaba el recorte de demandas democráticas de la sociedad.
4. La mutación valorativa de los intelectuales, la política y la democracia aleja a los partidos de vínculos normativos con la sociedad. Si los partidos no descifran y resisten estas tendencias regresivas, si sólo se adaptan a ellas y persiguen votos, serán aparatos implicados en un statu quo que los anula como medios de transformación. Esta pesadilla la tuvo Kirchheimer al temer la pérdida de los partidos como opositores a las estructuras de dominación. No merece por ello nostalgia la congoja de Katz y Mair (2004: 35): "la democracia se convierte en una manera de alcanzar estabilidad social, y no tanto el cambio social, y las elecciones se convierten en 'solemnes' procedimientos constitucionales".
LA SOCIEDAD CIVIL Y SU "POTENCIAL DEMOCRÁTICO"
Tengo en mis manos una de muchas fotos impactantes de la caída del Muro de Berlín. A unos metros de la puerta de Brandenburgo, cientos de personas derrumban un símbolo de opresión. Tiempos en los que el resurgimiento contemporáneo de la sociedad civil desactiva totalitarismos. Un cambio de época, iniciado poco antes con el florecimiento de partidos políticos y asociaciones ciudadanas en autoritarismos de Europa y América latina.24
Estas "transiciones desde un gobierno autoritario" conjugan la pluralidad de partidos y organizaciones de la sociedad civil (OSC) como señales inequívocas de conquista de la democracia. A unos y otras se reconoce (y financia) públicamente su aporte a la ruptura de un orden que comenzará a ser diferente. La consolidación del cambio, la estabilidad de la democracia electoral, complejizará, sin embargo, los servicios democráticos de los partidos y la sociedad civil. La sola presencia de partidos y grupos ciudadanos parece no ser suficiente para que la democracia vaya a más. Las celebradas democracias partidarias, se "descubre", pueden ser poco democráticas (Martínez, 2009c), y las muchas OSC no conjuran retrocesos democráticos como la difusión de instituciones contramayoritarias o independientes del control electoral (bancos centrales, instancias supranacionales, agencias reguladoras). Se sabía de las tensiones entre partidos y democracia. Se admite ahora que la sociedad civil no es inmune a esos cortocircuitos.
La revisión crítica del potencial democrático de la sociedad civil rebusca entre hipótesis y presupuestos entusiastas que, bien mirados, siempre cargaron con ambigüedades (Prud'homme, 2000; Escalante, 2000b; Salazar, 1999) y paradojas no muy alejadas de las de los partidos (Reveles, 2009b).
En una de sus últimas obras, Charles Tilly (2010) subraya, por ejemplo, inconsistencias en el enlace entre participación cívica (capital social) y democracia que el trabajo de Putnam (2003) hiciera popular. Putnam, revisita Tilly, teoriza sobre un doble desliz y una omisión metodológica. Conceptualmente, "Putnam interpreta las instituciones gubernamentales más efectivas como las más democráticas (y) trata las redes organizativas, el capital social, las normas de reciprocidad y las estructuras de confianza como equivalentes" (Tilly, 2010: 127). Pero la probable alianza participación cívica-democracia, detecta Tilly, luce apresurada cuando Putnam "nos dice bien poco acerca de las conexiones causales entre democracia y confianza" (Ídem).
Leída con calma y cuidado de la importancia de los mecanismos causales en la explicación en ciencias sociales (Elster, 2010), la crítica de Tilly es de lo más pertinente. Si no toda asociación civil es por definición un actor democrático, cómo derivar de ellas la causa de la democracia. La relación no es directa; no puede ser determinada sin considerar otros factores como: tipo y calidad de las asociaciones (antecedentes de su constitución, intereses y dinámicas); tipo y calidad del régimen, Estado o espacio público donde esas asociaciones nacen e interactúan.
Complejizada de este modo la relación sociedad civil-democracia, el caso de México resulta un buen ejemplo de las paradojas y reveses democráticos de las OSC. Recupero de entre especialistas algunas de estas contradicciones.
La sociedad civil en México está altamente organizada,25 pero son cada vez más frecuentes los movimientos que se producen fuera de ella (lo que indicaría que) "las organizaciones existentes no logran canalizar los conflictos porque tienen escasa legitimidad o porque no logran traducir los proyectos y las necesidades de la población" (Bizberg, 2010: 22).26 Alberto Olvera (2010: 182) frasea con mayor crudeza la misma ironía: "los sectores prodemocráticos de la sociedad civil [...] exhiben durante los años recientes una diversificación notable en términos de agendas y espacios de acción, lo cual coincide, paradójicamente, con la pérdida de su presencia pública (y) escasos resultados políticos en términos de contribuciones a la consolidación democrática".
Poner en suspenso analítico la confluencia empírica participación ciudadana-democracia lleva a Bizberg (2010: 56) a develar otra paradoja: "luego de un periodo durante el cual las OSC se fortalecieron, éstas han retrocedido a partir de la alternancia". Este contratiempo obedecería a diferentes razones:
1. Enclaves autoritarios (Bizberg, 2007): una inercia de control social mediante organizaciones corporativas y clientelares subordinadas al Estado aun después de la alternancia en la presidencia.
2. El tipo de "transición votada", que democratizó el régimen electoral y el juego partidario, pero no fue igualmente exitosa para reestructurar las relaciones de poder que constituyen la sociedad. La competencia y pluralismo partidistas así conseguidos, no son obstáculo cuanto fuente de un sistema de partidos sólido pero desvinculado de la sociedad (Prud'homme, 2010). A este "tripartidismo democrático" apuntalado por un diseño institucional que incentiva la autorreferencia, decía también Prud'homme (2010: 157), urge "un cambio de valores y prácticas de la clase política".
3. Incapacidad de la sociedad de revertir el proceso de democratización del régimen político fundado en la vía electoral y excluyente de la participación autónoma y activa de las OSC (Bizberg, 2010: 55; Olvera, 2010: 188-189). A tenor de ello, los efectos han sido más previsibles que sorpresivos: absorción de muchos cuadros de las ONG en la administración pública; control de la clase política de espacios creados (Instituto Nacional de las Mujeres) que, sin verdadera autonomía política, favorecen proyectos asistenciales y no la creación de ciudadanía; reproducción ampliada de tradiciones clientelares tanto en clave conservadora como populista; colonización política de organismos formalmente autónomos de defensa de derechos (CNDH, IFAI, IFE); debilitamiento y división de las OSC por la conversión de algunos dirigentes en candidatos a elección popular; confusión conceptual y política al equiparar participación ciudadana con formas de democracia directa (Olvera, 2010: 199-221).27
Si lo descrito hasta acá es medianamente atinado, los resultados de un análisis que mide (en 2007 para 31 estados y el DF) la relación entre niveles de organización de la sociedad civil y democracia (Somuano, 2010) no son tampoco tan imprevistos. Tres modelos de regresión lineal, con inclusión de variables socioeconómicas (índice de marginalidad, desarrollo humano, analfabetismo) para mejor control del vínculo ose-democracia, mostraron un efecto más bien ambiguo y a veces negativo de las OSC sobre la democracia. Las inferencias de esta investigación recuerdan a Tilly: "la relación entre sociedad civil organizada (medida por el número de OSC por estado) y democracia no es una relación directa, sino que está mediada por variables socioeconómicas [...] la evidencia empírica sugiere que el número de OSC (nivel de asociación) no es causa sino consecuencia del nivel de democracia local" (Somuano, 2010: 210).
En lugares donde privan la depresión económica, poco urbanismo, alta marginalidad y precarios niveles de desarrollo humano, las OSC, demasiado frágiles por la ausencia de condiciones democráticas, protagonizan otras tantas paradojas: su funcionamiento recrea intercambios clientelares; los valores de sus miembros no son más democráticos de los de aquellos que no lo son; la confianza interpersonal entre sus integrantes no es significativamente diferente que la de los no afiliados; la estructura interna de muchos grupos sigue patrones no democráticos; ciclos de vida ligados a intereses de grupos específicos de personas y a un flujo permanente de recursos financieros. Las conclusiones otra vez evocan a Tilly: "no todas las organizaciones o asociaciones son igualmente efectivas para apoyar la democracia, y, de hecho, algunas tienen efectos negativos directos" (Somuano, 2010: 218).
Paradojas y reveses democráticos, acabamos de ver, nublan el potencial democrático de la sociedad civil. Mucho de éste, por ser la sociedad civil un espacio interpuesto entre los sistemas económicos y políticos (Ortiz Leroux, 2010), radica en el cuestionamiento de democracias electorales y economías de mercado distantes (cuando no refractarias) de los deseos sociales. Que en México siete de cada diez personas no confíen en los partidos (Casar, 2009), cabe entrever, indica que la sociedad civil posee expectativas de la política que no corresponden, no se subsumen, a los oficios y derivas de ésta. Quizá muchas de estas esperanzas (que la democracia elimine la desigualdad económica o los políticos se comporten de modo ético) tendrán respuestas decepcionantes.29 Para como marchan las cosas, vista la desafección ciudadana a la democracia, toca a la sociedad civil el reclamo por un orden menos raquítico en representación y legitimidad.
En un renovado escenario de organización y movilización sociales, indispensable para que el sistema político no sea inmune a las exigencias de cambio, ni sus mediaciones con las OSC vulneren la autonomía de éstas, existiría una larga lista de reformas que los partidos, así sea por un cálculo pragmático de cuotas electorales, quedarían conminados a legislar. Éstos verbalizan ya (tal vez incluso reflexionan) ciertos ajustes a las reglas de acceso y ejercicio del poder: modificaciones en el calendario electoral para que los partidos hagan más que consumirse en las urnas; normas para que las campañas transcurran entre debates ideológicos y no sólo spots; incremento en la fiscalización y rendición de cuentas de los partidos; fomento y vigilancia de los mecanismos de democracia interna partidista; revocación de mandato; presupuestos participativos; expansión de consejos consultivos ciudadanos; introducción de verdadera paridad de género en candidatos y dirigentes partidistas; desbloqueo de la no reelección legislativa y ejecutiva; prueba de los candidatos independientes; etcétera.
De explorarse, algunas de estas medidas quizá resulten exiguas o desaten efectos no previstos. Pero negar a priori sus ensayos tendría mucho de fundamentalismo democrático y osificación de un statu quo que a los propios partidos paraliza. Para empujar estos cambios, vuelvo a la diagnosis de los especialistas, las OSC requieren mayores niveles de organización, autonomía e interlocución democráticas; pero también una oxigenante autocrítica dirigida a:
a) La tendencia legitimada de que sus líderes disfruten de una posición liberal y "progresista" que, no bien se inspecciona, comporta un prestigioso modus vivendi cuyo influjo democrático es subordinado a ambiciones personales de preservar esos reflectores o lograr un sitio en el presupuesto público.30
b) La escasa democracia de las OSC estaría revelando que éstas, por falta de defensas de su propio potencial normativo, recrean la clase de intereses propios del sistema político o económico. Si la sociedad civil incorpora la instrumentación con la que el gobierno y partidos pretenden reconocerla, sus objetivos y logros seguirán siendo proclives a las regresiones.
c) Si la sociedad civil exige transparencia financiera a los partidos, con la misma vara quedaría obligada a practicar la evaluación pública de sus propias organizaciones. Patrocinios inconfesos, gastos onerosos o dudosa representación política, son autocríticas que las OSC no deben evadir.31
CONCLUSIONES (ABIERTAS AL ESTADO)
"Después de seguir la liberalización, la transición y la consolidación, descubrimos que todavía hay algo que mejorar: la democracia. El nuevo tema pasó a ser la calidad de la democracia. Y es justo que lo sea". Escritas por Przeworski (2010: 28), estas palabras aluden al cambio de coordenadas con las que los partidos y la sociedad civil son vistos tras la regularización de la democracia electoral. Su presencia fue un punto de llegada en situaciones previas de autoritarismo, pero rebasado éste la democracia muestra una problemática irreductible al mero concierto de votos, partidos y OSC. Esta complejidad refiere condiciones estructurales asociadas al Estado. Quiero cerrar este ensayo con algunas breves notas a este respecto (Martínez, 2011).
Si bien no es nuevo que el Estado en América latina sufre de falencias históricas (O'Donnell, 2007a y 2007b), su "modernización" bajo directrices neoliberales encapsula y restringe los alcances de la democracia conseguida. "No obstante la consolidación de la democracia electoral, se agudizó el carácter elitista y excluyente de las decisiones de gobierno, en un medio dominado por los intereses particulares" (Loaeza, 2010: 45-46).
Esta paradoja, posible por la disipación del Estado como eje estructurador de lo social, es causa de los peores diagnósticos: déficit de civilización (Bartra, 2007: 138); pérdida de cohesión social (Przeworski, 1998: 138; Loaeza, 2010: 24); perversión de la democracia en la forma de ritos y simulaciones vacuas (PNUD, 2010). Ya podemos (se reflexiona desde estos apremios) tener gran número y variedad de partidos y grupos civiles, pero en ausencia de ciertas condiciones estructurales en las que la democracia se sustenta y dilata, el impacto democrático de partidos y OSC quedará circunscrito a límites y eventuales reflujos.
Tales "condiciones estructurales de la democracia" no son otras que los efectos del Estado como centro y garante de integración social: crecimiento económico; disminución de grados intolerables de desigualdad socioeconómica; disociación entre desigualdad económica y política; corrección de grandes asimetrías de poder social; creación de ciudadanía civil y política así como progresión de los derechos sociales; organización republicana del poder; fundamento de un orden legal y legítimo ligado al bienestar humano; calidad del espacio y sistema de opinión pública; democratización del debate económico.32
Puesto en términos de Tilly (2010: 55), si los procesos que promueven la democratización son la integración de las redes de confianza dentro de la política pública, la separación de la política pública de las desigualdades de categorías y la neutralización de los centros de poder autónomos, ninguno de esos mecanismos cobra vida en ausencia de un Estado con capacidad de afectar de modo significativo los recursos, actividades y conexiones interpersonales de los ciudadanos. "Ninguna democracia puede operar si el Estado carece de la capacidad de supervisar la toma de decisiones democráticas y poner en práctica sus resultados" (Tilly, 2010: 47).
Como más claro no puede decirse, concluyo resumiendo algunas ideas que cruzaron este texto.
1. La relación partidos-democracia existe, pero es más histórica y contingente que absoluta. Entre los clásicos, el debate separó a quienes (Ostrogorski, Michels) observaron la organización de los partidos como un freno a la democracia, y quienes (Duverger, Sartori) apreciaron el desarrollo de los partidos como reflejo y motor democráticos. El advenimiento de la sociedad postindustrial, modificando el contexto bajo el que un tipo de partido (de masas) mantuvo contactos cercanos con la sociedad, revivió la polémica. ¿Los partidos son funcionales o perjudiciales a la democracia? La reivindicación de las democracias partidarias, aun desde una perspectiva racional y desmitificadora (Przeworski, 1998; 2010), puntúa la insustituible influencia de pre-rrequisitos sociales para que el juego partidario sea competitivo y eficiente.
2. La sociedad civil, alguna vez proclamada por la crisis de representación de los partidos (que los cambios sociales aceleran) un reducto moral de la democracia, exhibe paradojas y reveses democráticos no demasiado diferentes a los de los partidos. Necesarias, pero no suficientes para la vigorización democrática, las OSC son materia de exámenes críticos que destacan los horizontes pero también confines de su potencial democrático. Surge así, racionalizando el papel de los partidos y grupos ciudadanos, un discurso de calidad democrática donde unos y otros, soportados por prerrequisitos sociales que el Estado debe proveer, pueden ser actores convergentes en la democratización.
3. El ajuste del Estado bajo parámetros neoconservadores de automatismo económico y desplazamiento de lo político, impone el desafío de recuperar cierta estatalidad capaz de reconstruir un orden social fragmentado. Sin esa repolitización, los derechos políticos y civiles son más formales que concretos, y los derechos sociales son objeto de paliativos clientelares que no alteran, sino reproducen, la muy asimétrica distribución de poder en la sociedad. Para crear y fortalecer ciudadanía mediante sus funciones y mediaciones con el sistema político, los partidos y las OSC precisan el suelo fértil de un Estado que extienda la democracia más allá del régimen y la trama electoral. Un Estado que esté de vuelta de la doctrina del shock neoliberal.33
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1 Sobre la polisemia y disputa conceptuales de los términos sociedad civil y partido político véase Ortiz Leroux (2010) y Martínez (2009a).
2 Schmitter (2001), "Parties are not what they once were" (Los partidos no son lo que una vez fueron).
3 Esta es la hipótesis de Bernard Manin (1998). El nacimiento mismo de los partidos de masas en la segunda mitad del siglo XIX, recuerda Manin (1998: 23), fue interpretado ya como "una crisis de representación". Discutí la longevidad de la "crisis de los partidos" en Martínez (2007).
4 La salida de los obreros de la fábrica (hermanos Lumiére), no debe obviarse, constituye una loa del industrial orgulloso de su empresa. La segunda versión de la película, la más divulgada, omitirá el coche de caballos en el que los dueños de la empresa se retiran en sendo contraste con las bicicletas de los obreros. En México, Porfirio Díaz también haría uso del cine como una ideología publicitaria.
5 A Corner in Wheat (1909), The Usurer (1910), El Nacimiento de una Nación (1916), Intolerancia (1916).
6 La Vie est á nous (1936), Los Bajos Fondos (1936), La Gran Ilusión (1937), La Marsellesa (1937), La Regla del Juego (1939). "La Vie est á nous no se exhibió comercialmente, sino en sesiones privadas para militantes o simpatizantes comunistas en los barrios obreros (...) Su explotación comercial no se produjo hasta finales de 1969, tras la tempestad de mayo de 1968" (Gubern, 2005: 176).
7 Financiada por la SEP (Narciso Bassols, secretario de educación y entonces marxista), dirigida por Fred Zinnemann, con música de Silvestre Revueltas.
8 Véase Roma, ciudad abierta (1945), de Rosellini; Ladrón de bicicletas (1948) y Umberto D (1951), de De Sica; o La tierra tiembla (1948), de Visconti.
9 Un clásico sociológico al respecto en Gerth y Mills (1963).
10 Es el tema de Isaiah Berlin, al que no voy a meterme, del sentido negativo de la libertad individual: si la libertad de los antiguos era positiva y estaba ligada a la participación pública activa, la de los modernos privilegia la no interferencia con el goce privado y el derecho a elegir participar o no de lo público.
11 Los partidos como efecto de clivajes sociales en Lipset y Rokkan (1967).
12 La posterior marginalización de esa disputa por los valores de la hegemonía es explicada por Roger Bartra (2010) en Las redes imaginarias del poder político. El libro, vale decir, repasa la creación y represión de la banda de Baader-Meinhof (organización terrorista de izquierda alemana articulada en 1968), proceso sobre el cual fue estrenado en 2009 el largometraje Fracción del Ejército Rojo.
13 Ken Loach, de militancia trotskista, es representante del cine de realismo social y temática socialista en Inglaterra. En la nouvelle vague francesa esta tendencia fue ejemplificada por Jean-Luc Godard y su filme (maoísta) La China (1967).
14 La política, apostillaba Mair (2001) en un estado del arte de la política comparada, no es igualmente autónoma en todas las sociedades. El tema de la calidad democrática lo toco en el tercer apartado del texto.
15 Genealogía y piruetas del vocablo crisis en Koselleck (2007).
16 Las tesis acabadas de los trastornos en los partidos de la sociedad postindustrial en Dalton et al. (1984), Dalton y Wattenberg (2000), Inglehart (1977).
17 El cine refleja contrastes similares. Dentro de la nouvelle vague la producción de Truffaut explora todos los géneros cuando la de Godard más se politiza. La de Fellini en pleno neorrealismo italiano se dispara en los terrenos oníricos (su Dolce Vita, 1959, es obertura de la vida posmoderna); la de Tarkovski esculpe el alma humana cuando el control soviético sobre el arte fustiga lo no material.
18 Esos clivajes desaparecen tal vez menos de lo que se teoriza; se refuncionalizan pero siguen fijando líneas de exclusión: "existe una estrecha vinculación entre, por un lado, las tendencias al desclasamiento y a la desubicación (que he denominado metafóricamente aburguesamiento del proletariado y proletarización de la burguesía), y por otra, las redes imaginarias generadoras de los mitos de la normalidad y la marginalidad" (Bartra, 2010: 25).
19 La relación de Kirchheimer con la Escuela de Frankfurt, determinante en su óptica y desazón, puede verse en Colom (1992). Las tesis de Kirchheimer son, tres años después que las de Duverger, radicalmente diferentes a las de éste. La discrepancia refleja la historicidad (no condición absoluta) del partido de masas.
20 La idea de "un nuevo tipo de partido, el partido cartel, caracterizado por la interpenetración entre el partido y el Estado, y por un patrón de colusión inter-partidista" (Katz y Mair, 2004: 27), aparece ya en ensayos de 1954 que Kirchheimer continuará trabajando. Véase Burin y Shell (1969).
21 "Un bribón en Berlín" (Roberto Madrazo, corredor de fondo), "Corruptos, pero devotos" (Diego Fernández de Cevallos, primer actor), "Pocos, pero sectarios" (grupos del PRD, en lead role), serían, continuando el chiste, producciones imposibles.
22 "Los intelectuales pueden ser brillantes y no tener idea lo que sucede en el mundo", ironizaba Woody Allen en su película Annie Hall (1977). El comprometido sitio de los intelectuales en la democracia en Bartra (1993). La mudanza de intelectuales públicos a intelectuales mediáticos (con fama inversamente proporcional al descrédito de la clase política) es analizado en Escalante (2010).
23 La autoridad del sentido común es contextualmente variable (Pereda, 2009: 35). Tampoco el statu quo posee fuerza normativa: Sánchez-Cuenca (2010).
24 Si la primera toma de la Dolce Vita de Fellini (un cristo en volandas por Roma a remolque de un helicóptero) es expresión de la posmodernidad arrancada en la arquitectura y las artes, la caída del Muro de Berlín, asumida como el fin de los metarrelatos y utopías modernas, consuma el desgaste de signos políticos otrora señeros. El cargamento de estatuas comunistas río abajo es un retrato de ello en el filme La Mirada de Ulises (1995) de Angelopoulos. Al respecto también puede verse la simpática "Adiós a Lenin" (2003) de Becker, o las rutilantes Hombre de Mármol (1977) y Hombre de Hierro (1981) de Andrzej Wajda.
25 10,629 OSC registradas en 2008, reconocidas e impulsadas por la aprobación el 9 de febrero de 2005 de la Ley Federal de Fomento a Actividades de Desarrollo Social Realizadas por las Organizaciones Civiles (Somuano, 2010: 198, 204).
26 Marchas, rechazos a políticas públicas, resurgimientos identitarios, movimientos locales, puntuales, generalmente defensivos y sin capacidad para integrarse en redes y traducirse políticamente (Bizberg, 2010), son presa fácil de la represión que "criminaliza la protesta social". Sobre esto último, véase Favela (2010).
27 La participación ciudadana ampliada sería familiar a "las auditorías ciudadanas de la democracia". Sobre esto último véase O'Donnell (2003).
29 Al respecto, véase Przeworski (2010), Qué esperar de la democracia.
30 Que los grupos de la sociedad civil dispongan de dineros públicos y transparentes no contraría, sino refuerza, la probabilidad de que sus proyectos tengan viabilidad. No es eso lo que se objeta, sino la manipulación de ese objetivo social a beneficio de oportunismos o privilegios individuales.
31 Agregaría, gracias a la mirada de Reveles (2009b), un reproche cinematográfico: la ausencia por parte de la sociedad civil de filmes que aborden hitos de la transición democrática mexicana.
32 Véanse PNUD (2010); Przeworski (2010); Tilly (2010), O'Donnell (2007b). Originalmente publicado en 1981, el análisis de Roger Bartra de los perjuicios de las nuevas (y devaluadas) funciones del Estado sobre la democracia en contextos de transposición de conflictos sociales a redes imaginarias, es de suma puntería: "los ciudadanos son llamados a 'decidir' [...]. Pero el problema fundamental radica en la manera como una sociedad dada define el campo de las decisiones políticas; por contraste con el campo de aquellos elementos sobre los cuales no es posible o no es considerado socialmente necesario tomar decisiones" (2010: 210-211). Denunciando la poca fuerza estatal que impide "democratizar el debate económico", el reciente informe del PNUD (2010) ahonda en la misma laguna.
33 La Doctrina del Shock (2009) es título del filme de Winterbottom y Whitecross que visualiza la devastación social de las políticas neoliberales.