Introducción
Las dificultades de la comprensión1 sólo pueden ser entendidas en la obra de Hannah Arendt en su íntima vinculación con el desafío que representa el estudio del fenómeno totalitario. A pesar de que Arendt manifestó un abierto desinterés por las cuestiones metodológicas, se vio impelida a dar cuenta de ellas a partir de las críticas y objeciones que suscitó en 1951 la publicación de su libro Los orígenes del totalitarismo (1999). Así, en 1953 escribe “Una réplica a Eric Voegelin” en respuesta a la reseña crítica que Voegelin había publicado sobre su libro, y ese mismo año publica el artículo “Comprensión y política”,2 en donde se aboca más extensamente a esclarecer su concepción de la comprensión.3 Aunque en estos textos Arendt no lleva a cabo una reflexión sistemática sobre la metodología de investigación que utiliza, diversos intérpretes (Vollrath, 1977; Althaus, 2000; Sánchez Muñoz, 2003) encuentran allí indicios que les permiten reconstruir “su método de pensamiento político” (Vollrath, 1977: 161, traducción propia).
Por otra parte, las reservas y los cuestionamientos respecto de los procedimientos metodológicos de Arendt se pusieron de manifiesto en los años sucesivos a la publicación de su libro sobre el totalitarismo y posteriormente se profundizaron con la aparición de Sobre la revolución [1963]. En este contexto, algunos historiadores y politólogos llegaron a denunciar la carencia absoluta de método y el carácter “metafísico” del pensamiento de Arendt.4 Nuestra hipótesis de trabajo se sitúa entre estas dos líneas interpretativas, por un lado, procuramos mostrar que estos últimos posicionamientos se sustentan en ciertos equívocos respecto de conceptos como “ciencia”, “objetividad”, “causalidad”, que son objeto de profundas críticas por parte de Arendt. Por ello, resulta necesario hacer a un lado estos conceptos y pensar la historia y los asuntos humanos desde una nueva trama conceptual, articulada en torno de nociones como “comprensión”, “imparcialidad”, “cristalización”, por mencionar sólo algunas de las más relevantes. De este modo, se despejarán las objeciones que señalan que Arendt carece de método y que su pensamiento procede por asociaciones arbitrarias; antes bien resultará manifiesto que se estructura en torno de una concepción metodológica no convencional, en la cual confluyen elementos de una perspectiva crítico-fragmentaria proveniente del legado benjaminiano junto con otros provenientes de una fenomenología-hermenéutica de cariz heideggeriana. Sin embargo, por otra parte, tampoco queremos sustentar que puede encontrarse en Arendt una “metodología” particular (Sánchez Muñoz, 2003: 5), sino que más bien ciertas pautas y criterios, sometidos a continua revisión,5 obran como marcos orientadores en la tarea del “pensar sin barandillas” (denken ohne Geländer) a la que nos ha arrojado la ruptura de la tradición provocada por el totalitarismo.
A partir de esa peculiar conjunción signada por el impacto de las fábricas de la muerte que constituyen “la experiencia básica” del siglo XX (Arendt, 2005: 248), el enfoque de Arendt adquiere rasgos distintivos que no permiten simplemente subsumirla en las tradiciones filosóficas imperantes, aun cuando resulta manifiesta la reapropiación de ciertos motivos filosóficos que es preciso dilucidar. En este trabajo, procuramos profundizar en la crítica de Arendt hacia la concepción tradicional del conocimiento prevaleciente hacia mediados del siglo XX, a la vez que delinear algunas de las peculiaridades de su concepción de la comprensión como un abordaje metodológico específico.
Las dificultades de la comprensión surgen en toda aproximación al estudio de los asuntos humanos, pero sin lugar a dudas también en la confrontación con el fenómeno totalitario, sus consecuencias se vuelven ineludibles y ponen en cuestión los fundamentos mismos no sólo de la historiografía sino del mundo mismo en el que fueron posibles los campos de concentración y exterminio. A continuación abordaremos dos grandes problemáticas que se encuentran como base del posicionamiento metodológico de Arendt. La primera de ellas remite al impulso conservacionista de la historia frente a los horrores del pasado; y la segunda, a su crítica al papel de la causalidad en la explicación histórica. Aunque esta tarea es eminentemente crítica, resulta ineludible para delimitar la concepción arendtiana de la comprensión, tanto de la tradición alemana de la comprensión (verstehen) como de ciertos abordajes tradicionales de las ciencias históricas y sociales.
El problema de la conservación y la reificación del pasado
Desde sus inicios la historiografía6 se funda en el impulso de conservar las acciones pasadas de los hombres para salvarlas del olvido. Esto implica adoptar un posicionamiento a favor de algo que ocurrió y que es concebido como digno de ser preservado. Por ello, hacer historia constituye un acto de recordar, que frecuentemente también supone la voluntad de resguardar lo que ha acaecido. Así, frente a la futilidad de las acciones humanas, la historia se presentaba entre los griegos como aquella que permitía asegurar su preservación para la posteridad.7 Esta pretensión que parecía constituir la razón de ser de la historia, ya no puede sustentarse en nuestros días, especialmente cuando nos vemos confrontados con acontecimientos cuyo horror no queremos en absoluto preservar.8 Por ello, cuando emprende el estudio del totalitarismo, Arendt confiesa que se encuentra ante el problema de “cómo escribir históricamente acerca de algo, el totalitarismo, que yo no quería conservar, sino que, al contrario, me sentía comprometida en destruir. Mi forma de solucionar el problema ha dado lugar al reproche de que el libro estaba falto de unidad” (2005: 484).9
La discontinuidad narrativa se presenta como una forma de resguardarnos del riesgo de reificación del pasado (Honneth, 2006: 38),10 al ponernos de manifiesto que el pasado no es un encadenamiento cerrado que sigue su curso indefectiblemente, sino que discurre en el ámbito de los asuntos humanos signado por la contingencia y donde -siempre cabe recordar- lo que sucedió podría haber sido de otra manera. El libro de Arendt sobre el totalitarismo consta de tres partes: antisemitismo, imperialismo y totalitarismo, respectivamente. Las dos primeras partes constituyen un análisis de los elementos de la época moderna, y especialmente del siglo XIX, vinculados con el antisemitismo y el imperialismo que de alguna manera sentaron las bases que hicieron posible la configuración del totalitarismo en el siglo XX. Sin embargo, no hay unidad entre las tres partes, porque el análisis del fenómeno totalitario no puede reducirse a los elementos que lo precedieron. El totalitarismo, abordado en la tercera parte del libro, no es un efecto, un mero producto deducible de precedentes, sino que detenta una singularidad que lo vuelve irreductible a los elementos que lo configuran. La falta deliberada de articulación de la narración nos recuerda que no hay fatalidad ni proceso histórico, cuyo desenlace pueda explicar el devenir de la historia, y nos impele a afrontar el estudio de un acontecimiento sin olvidar la contingencia y la singularidad que lo atraviesan. De este modo, la discontinuidad narrativa lleva consigo una crítica del progreso y de todo determinismo que pretenda clausurar la indeterminación propia de la historia en tanto ámbito de interacción.
De este modo, aunque no es posible erradicar el riesgo de preservar y de reificar el pasado, en cierta medida, cuando emprendemos su estudio, Arendt considera que es posible al menos mitigarlo, si en lugar de abordarlo como un desarrollo acabado y continuo, rescatamos sus interrupciones y sus discontinuidades, mostrando las corrientes que efectivamente condujeron a la configuración de un fenómeno, pero que también podrían haber deparado otros derroteros. Una narración articulada del pasado reviste a los hechos históricos de una necesidad que encubre la contingencia propia de las acciones humanas. En este sentido, la comprensión mediante la discontinuidad puede resguardar el carácter contingente e irreductible del pasado y, al mismo tiempo, penetrar en las corrientes dominantes que, con todo, no conducen a un progreso ni a un fatalismo automático.11 Así, la comprensión constituye un precario equilibrio entre la captación de la maleabilidad de las acciones humanas en el pasado y su posterior confluencia en un fenómeno determinado. Advertir las interrupciones del pasado y su carácter potencialmente contingente, nos previene de la reificación involuntaria del pasado que queremos comprender.
Por lo tanto, la discontinuidad se torna un precepto central en el abordaje del pasado, que le otorga una connotación peculiar al enfoque narrativo de Arendt. Toda narración implica una continuidad y, sin embargo, para no constituirse en una mera preservación del pasado, tiene que permitir recuperar la discontinuidad y la irrupción de lo inesperado en las acciones pasadas. Ésta es la apuesta que Arendt emprende siguiendo a Walter Benjamin (2002), y que Benhabib (2000: 94) caracteriza como una narración fragmentaria (fragmentary historiography o storytelling). Aquí sólo podemos señalar la dificultad que implica contrarrestar el impulso de la historia hacia la preservación, y la salida que Arendt encuentra en un modo de narración, estructurada no sólo en torno de un comienzo y de un fin, sino fundamentalmente en relación con el acontecimiento y su carácter disruptivo. Esta forma de narración inclina la balanza por la discontinuidad frente a la continuidad, por la destrucción frente a la conservación y por la fragmentación frente a la unidad, y pese a ello pretende seguir siendo un modo narrativo de comprensión. La metodología de Arendt se sustenta así en una narración discontinua que, interrumpiendo la continuidad de la trama, introduce saltos que permiten dar cuenta de la contingencia e imprevisibilidad propia de los asuntos humanos.
Crítica de la causalidad y especificidad de la comprensión
La actividad histórica pretende por medio de procedimientos “científicos”, ya sea de carácter deductivo o de explicaciones causales, obtener resultados definitivos. Así, la historia que es el producto contingente y efímero de las interacciones entre los hombres es concebida como resultado de los procesos que los trascienden. Parece haber, entonces, una tensión irreductible entre el hacer historia y su pretensión de fijar el pasado, por una parte, y el curso ineludiblemente imprevisible y mutable de los asuntos humanos, por otra. Es como si al hacer historia se violentara el carácter contingente constitutivo de las acciones humanas, para presentarlas como consecuencias necesarias que se deducen de premisas verdaderas, o que se explican exhaustivamente en relación con las causas que las originan; mientras que el primero es el procedimiento predominante en las denominadas “filosofías de la historia”;12 el segundo impera en las explicaciones historiográficas de corte funcionalista y estructuralista. La historiografía pretende así explicar acontecimientos relacionándolos con otros precedentes, mediante relaciones causales o deductivas, con lo que la historia parece poder revestirse de una necesidad científica, pero a costa de negar el carácter propio de las acciones humanas que la constituyen. De modo que, según Arendt, las explicaciones causales, deductivas y también las teleológicas presentan a la historia como un producto inevitable de un encadenamiento de sucesos precedentes, clausurando de ese modo lo inesperado, lo contingente y la inestabilidad de las acciones pasadas.
Sin embargo, esta crítica de Arendt no debe ser entendida como una negación de la pretensión de la historia de constituir una forma de conocimiento, como lo entiende Vowinckel (2001: 5), sino que, más bien, tiene por finalidad la impugnación del modelo científico dominante de las ciencias naturales, que hasta entrado el siglo XX seguía obrando como marco de referencia para la historia y para las ciencias sociales en general. Arendt se muestra profundamente crítica de los intentos de “concebir una ‘ciencia de la sociedad’ como disciplina omniabarcadora, ‘suma total de las llamadas ciencias históricas y filosóficas’ que compartiría los mismos patrones científicos de la ciencia natural y procedería de acuerdo con ellos” (2005: 456). De este modo, la argumentación arendtiana procede de manera aristotélica procurando delimitar la especificidad del objeto de la historia para, a partir de ello, dilucidar el abordaje metodológico apropiado.
En diversas obras, Aristóteles distingue entre el conocimiento teórico, el práctico y el productivo de acuerdo con el tipo de entidades de que se ocupan, las finalidades que los rigen y los métodos adecuados para su estudio.13 Esta distinción es relevante porque otorga el estatus de conocimiento legítimo al ámbito de los saberes prácticos (ética y política) y productivos (de carácter técnico), en contraposición con uno de los rasgos predominantes de la ciencia moderna, que ha sido
el admitir como “ciencia” o conocimiento científico sólo aquel que respondía a una actitud teórica, esto es, cuya finalidad era la adquisición de un mero saber desinteresado. “Teoría” se ha tornado, en consecuencia, sinónimo de “conocimiento sistemático”, con lo que la distinción aristotélica entre los tres tipos de ciencia pasó completamente al olvido (Guariglia, 1992: 52).
En este contexto, cabe destacar la tentativa arendtiana que hacia mediados del siglo XX, desafiando a las tendencias cientificistas, procura recuperar la especificidad ontológica y metodológica de las ciencias históricas y sociales.
Arendt se apropia de este modo del precepto aristotélico, según el cual cada conocimiento debe proceder de acuerdo con un método adecuado a su objeto de estudio, puesto que “es propio del hombre instruido buscar la exactitud en cada género en la medida que lo admite la naturaleza del asunto; evidentemente tan absurdo sería aprobar a un matemático que empleara la persuasión como reclamar demostraciones a un retórico” (Aristóteles, 1970: I 3, 1094b). En este sentido, un avance de los métodos científicos propios de las ciencias exactas y naturales, no sólo no significa un mejor conocimiento de los asuntos humanos, sino que incluso resulta contraproducente si se erigen como modelo, puesto que obturan el desarrollo de una aproximación apropiada a las acciones humanas que constituyen el objeto de estudio de la historia y de la política. De este modo, el hecho de que no se haya considerado debidamente la especificidad de este abordaje parece explicar, según Arendt, la situación crítica de las ciencias sociales hacia mediados del siglo XX:
Mientras nuestros patrones de precisión científica no han dejado de crecer y hoy son más altos que nunca antes, nuestros patrones y criterios de verdadera comprensión parecen no haber dejado de declinar. Con la introducción en las ciencias sociales de categorías de valoración completamente extrañas y frecuentemente absurdas, los patrones y criterios de comprensión están más bajos que nunca. La precisión científica no tolera ninguna comprensión que vaya más allá de los estrechos límites de la escueta facticidad, y por esta arrogancia ha pagado un precio alto, ya que las salvajes supersticiones del siglo XX, revestidas de un cientificismo embaucador, empezaron a suplir sus deficiencias. Hoy la necesidad de comprender ha crecido hasta hacerse desesperada, y da al traste con las pautas no sólo de la comprensión sino de la pura precisión científica, así como de la honestidad intelectual (2005: 408).
Hacia otro paradigma de la comprensión: imparcialidad y cristalización
La situación de las ciencias sociales y su incapacidad de penetrar en las implicancias de las fábricas de la muerte, requiere de una revisión del marco categorial de la comprensión. Aunque esto implica reconocer que la historia junto con las ciencias sociales se inscriben en la tradición alemana de la comprensión (Verstehen), Arendt se encarga de destacar las diferencias que separan los inicios de esta tradición desde Schleiermacher hasta Dilthey respecto de Heidegger y de la corriente existencialista. En este sentido, disentimos con Daniel Mundo (2003: 107-115) cuando enfatiza los vínculos entre la concepción de Arendt y los desarrollos de Dilthey, obviando mencionar las críticas que la propia Arendt esgrime en “Dilthey como historiador y como filósofo” (2005: 171-174).14 Aquí Arendt se distancia de la noción de revivir (nacherleben) que Dilthey utiliza para dar cuenta de cómo es posible comprender las vivencias objetivadas que conforman la historia, al tiempo que objeta la “actitud de algún modo parasitaria hacia la vida que hace que las reflexiones generales de Dilthey sobre la historia resulten tan marcadamente características del espíritu del siglo XIX” (2005: 172). A partir de esto, según Arendt, es posible entender que Dilthey “viese en el artista al tipo más elevado de hombre”, puesto que es capaz de expresar sus vivencias, mientras que el historiador se volvería un oficio alternativo para aquellos que no están dotados de ese talento; al menos pueden consagrarse a “descifrar ‘expresiones’, haciéndose así partícipe[s] de la experiencia de los otros” (2005: 172). De este modo, se observa en Dilthey el legado de la adoración romántica del genio, que ya no consiste en la tradicional exaltación de las capacidades creativas del artista, sino más bien en concebir al artista como el “sujeto” portador de vivencias y experiencias que constituyen el rasgo distinto del arte. El artista es subjectum en el sentido de lo que subyace en la tradición metafísica del hypokeimenon, pero también entendido como sujeción (Foucault, 1988: 231), aunque sujeción no a otros hombres sino a la manifestación de tendencias que lo sobrepasan y subsumen en su desenvolvimiento.
Los señalamientos precedentes muestran los reparos de Arendt respecto de la aproximación de Dilthey a la comprensión de la historia. No podemos ocuparnos aquí de analizar en detenimiento la sustentabilidad de las críticas de Arendt, sino sólo nos interesa destacar su explícito distanciamiento de Dilthey y poner esto someramente en relación con su aproximación a la comprensión a partir del giro ontológico que Heidegger le imprime. En ese sentido, no resulta casual que Arendt escriba en 1951 en sus notas preparatorias para un seminario sobre Jaspers y Heidegger lo siguiente: “El Dasein es un modo de ser, en el cual en su misma existencia se establece una relación de comprensión con su ser” (2015: 024229, traducción propia).15 Lo que interesa especialmente a Arendt es esta dimensión ontológica que hace de la comprensión algo inherente a la forma propia de ser del hombre y que coloca esta problemática más allá de la discusión metodológica. También su reapropiación de Aristóteles se encuentra mediada por el giro ontológico de Heidegger y su interpretación de conceptos aristotélicos.16 Desde este marco, Arendt se propone repensar la cuestión de la comprensión y sus dificultades frente al totalitarismo.
Esta primera delimitación sitúa a la historia en el ámbito de la comprensión, diferenciándola de los enfoques que, revestidos de pretensión científica, abordan la historia con marcos conceptuales y criterios de precisión que no sólo le resultan ajenos sino que al mismo tiempo obturan el esclarecimiento de su especificidad. Sin embargo, esto no implica que Arendt esté reeditando el tradicional dilema entre explicación y comprensión de principios del siglo XX,17 sino que a partir del giro heideggeriano está sentando las bases de lo que con posterioridad se denominará la “universalidad del problema hermenéutico” (Gadamer, 1992: 213). Al respecto, citamos en extenso un párrafo del ensayo “Religión y política” (1953) que resulta particularmente esclarecedor:
La ciencia de la sociedad debe su origen a la ambición por fundar una “ciencia positiva de la Historia” que pudiera equipararse a la ciencia positiva de la naturaleza. Por este origen derivativo, no es sino natural que la “ciencia positiva de la Historia” haya ido siempre un paso por detrás de la ciencia de la naturaleza que era su gran modelo. Así, los científicos naturales saben hoy lo que los científicos sociales no han descubierto aún, a saber: que casi cualquier hipótesis con la que se acerquen a la naturaleza funcionará de un modo u otro y arrojará resultados positivos; la maleabilidad de los hechos observados parece ser tan grande que ellos siempre darán al hombre la respuesta que espera. Ocurre como si en el momento en que el hombre plantea una pregunta a la naturaleza todo se aprestara a reordenarse de acuerdo con su pregunta. Llegará el día en que los científicos sociales descubrirán, para su consternación, que esto mismo es incluso más verdadero en su propio campo, que en él no hay nada que no pueda ser probado y muy poco que pueda ser refutado; la Historia se ordena tan adecuada y consistentemente bajo la categoría de “desafío -y-respuesta” o de acuerdo con “tipos ideales”, como lo hace bajo la categoría de luchas de clases (Arendt, 2005: 457-458; cursivas nuestras).
La “maleabilidad de los hechos observados” se debe precisamente a la mediación interpretativa que subyace y constituye a los hechos mismos. En este sentido, las ciencias naturales y sociales no pueden ser concebidas simplemente de manera contrapuesta dado sus objetos y metodologías diversas e irreductibles -como suele entenderse en el debate explicación-comprensión-, sino que incluso es preciso advertir que comparten un suelo común, que es la base hermenéutica constitutiva de los hechos que son objeto de estudio. “La física, hoy lo sabemos, investiga lo que existe de un modo tan centrado en el hombre como el que usa la investigación histórica. Por tanto, la antigua disputa entre la ‘subjetividad’ de la historiografía y la ‘objetividad’ de la física ha perdido buena parte de su importancia” (Arendt, 1996: 57).
Arendt desmantela así la oposición entre subjetividad y objetividad como clave para distinguir las ciencias históricas y sociales respecto de las naturales. La cuestión de la “objetividad” se ha vuelto problemática para ambas en la medida en que se reconoce la construcción de sus objetos de estudio. En particular, en el caso de la comprensión, su “objeto” en realidad son otros sujetos con interpretaciones del mundo y de su propio accionar, sobre las cuales a su vez se sustentan las interpretaciones del conocimiento especializado, no obstante, en la comprensión de la historia desempeña un papel relevante la imparcialidad, que consiste en la consideración de las distintas perspectivas -siempre y cuando no anulen a las demás- por medio de la capacidad representativa de la imaginación de las posiciones implicadas tanto efectiva como potencialmente -entre ellas, las futuras generaciones-. La imparcialidad no significa, entonces, no tomar parte sino, por el contario, dar cuenta de las diversas perspectivas de las partes implicadas. La comprensión se presenta como una articulación del sentido común que implica, al mismo tiempo, una revisión crítica de sus presupuestos, en la medida en que contempla las diferentes posiciones, pero esta interpelación no se realiza desde una comunidad ideal, sino desde las comunidades efectivas e inmersas en su historicidad.
Asimismo, Arendt advierte que esta maleabilidad interpretativa de los hechos resulta ser un postulado “incluso más verdadero” para las ciencias sociales; esto debe entenderse en el sentido de que se encuentran sujetas a una “doble hermenéutica”, según la expresión acuñada en 1967 por Giddens (1987: 165-166).18 Según Arendt, la comprensión de la historia y de las ciencias sociales se basa en la comprensión previa y no articulada del sentido común, de manera que el proceso de comprensión implica una doble interpretación: la de los propios actores -que da forma al sentido común- y la que a partir de ella es reelaborada desde la historiografía y las ciencias sociales. En este sentido, si bien la interpretación se encuentra en la base de la constitución tanto de los objetos de las ciencias naturales como de las sociales, la especificidad de estas últimas radica en que a su vez se sustentan en las interpretaciones del sentido común, lo que remite al denominado círculo hermenéutico.19
En este sentido, Arendt advierte que “la verdadera comprensión [true understanding] no se cansa del interminable diálogo y de ‘los círculos viciosos’” (2005: 392), porque es este círculo el que parte de la comprensión preliminar y que vuelve a ella, pero dotándola de una articulación de la que carecía; el que hace posible la emergencia de una comprensión elaborada que resulta capaz de despejar nuevos sentidos para el conocimiento. “La comprensión precede y sucede al conocimiento [knowledge]. La comprensión previa [preliminary understanding], que está en la base de todo conocimiento, y la verdadera comprensión, que lo trasciende, tienen en común que ambas hacen que el conocimiento tenga sentido [meaningful]” (Arendt, 2005: 376).
De este modo, el esfuerzo de la comprensión consiste en revisar la comprensión preliminar pero al mismo tiempo dotar de sentido al conocimiento. Ésta es la tarea específica de la comprensión que, partiendo de la comprensión preliminar y de cómo ésta se plasma en el conocimiento científico, consiste al mismo tiempo en someter a ambos a examen para llegar a una comprensión elaborada y articulada a partir de ello.20 Así, Arendt realiza tres movimientos complementarios en la conceptualización de la comprensión y de su relación con el conocimiento de las ciencias naturales. Primero, pone de manifiesto la base interpretativa que sustenta a las ciencias naturales, para luego criticar el papel que han desempeñado como modelo de las ciencias históricas y sociales; y finalmente señala la primacía de la tarea de la comprensión como aquella única capaz de dotar de sentido al conocimiento. En este contexto, debe entenderse el vínculo que Arendt establece entre el incremento de la precisión científica y el declive de nuestra capacidad de comprensión como una marca característica de nuestra época. A tal punto, Arendt distingue la comprensión del conocimiento científico -tal como ha sido tradicionalmente caracterizado-, que el avance sin precedentes de la ciencia en el siglo XX no sólo no ha redundado en una profundización de nuestra comprensión, sino que incluso “nuestros patrones y criterios de verdadera comprensión parecen no haber dejado de declinar” (Arendt, 2005: 408). Arendt entiende que se ha producido una pérdida de la comprensión en el mundo contemporáneo que trae consigo una creciente “incapacidad de engendrar sentido” (Arendt, 2005: 380).
Esta crisis de sentido se ve agravada cuando se abordan los asuntos humanos mediante nociones provenientes de las ciencias naturales, que barren con la singularidad de los acontecimientos de las ciencias históricas y sociales. La noción de causalidad, tal como hemos visto, constituye un caso paradigmático, ya que permite apreciar los inconvenientes que se generan cuando se aplican categorías “científicas” a fenómenos humanos, puesto que éstas, al no adecuarse a su objeto de estudio, obturan la posibilidad de captar sus características propias.
Quienquiera que en las ciencias históricas crea honestamente en la causalidad, está de hecho negando la materia de su propia ciencia. […] En un marco de categorías preconcebidas, la más tosca de las cuales es la de causalidad, nunca pueden suceder acontecimientos en el sentido de algo irrevocablemente nuevo; la historia sin acontecimientos se convierte en la monotonía muerta de lo idéntico que se despliega en el tiempo (Arendt, 2005: 388).
A la luz de esta cita, parece difícil sostener la afirmación de Vowinckel (2001: 107) de que Arendt no rechaza la explicación histórica causal -que según la autora utilizaría en su análisis del totalitarismo-, sino solamente el determinismo histórico. Arendt sostiene enfáticamente que “la causalidad […] es una categoría enteramente extraña y falseadora en las ciencias históricas” (2005: 386), por tanto parece que no quedan dudas sobre su rechazo de las explicaciones causales en la historia. Así lo entiende también Dana Villa: “Ella era extremadamente escéptica respecto de todas las explicaciones causales del totalitarismo; explicaciones que aíslan uno o varios factores que supuestamente ‘producen’ el totalitarismo” (1999: 181; traducción propia).21
La comprensión no constituye un proceso de deducción o explicación causal, porque no produce resultados definitivos, sino que tiene por objeto la generación de sentido. De modo que, mientras que el conocimiento alcanza resultados en la forma “cuestionarios, entrevistas, estadísticas” o “evaluaciones científicas de datos” (Arendt, 2005: 371, nota 3), la comprensión no arroja “resultados definitivos”, sino que se caracteriza por engendrar sentido. Asimismo, comprender un fenómeno no implica reducirlo a un cúmulo de factores previos de los cuales pueda deducirse, sino mostrar su singularidad en relación con otros acontecimientos. A diferencia de las ciencias naturales que se ocupan de eventos recurrentes, los cuales ofrecen un marco apropiado para la explicación causal, la comprensión histórica trata de las acciones humanas y éstas son acontecimientos irrepetibles. Pretender explicar causalmente una acción es negar su carácter contingente y singular, disolviéndolo en causas o premisas que pueden delimitarse exhaustivamente. Al respecto, sostiene Arendt en su ensayo “Comprensión y política”:
No sólo el verdadero significado de todo acontecimiento trasciende siempre de cualquier conjunto de “causas” pasadas que podamos asignarle (baste pensar en la grotesca disparidad entre “causa” y “efecto” en un acontecimiento como la Primera Guerra Mundial), sino que el pasado mismo sólo viene a existir con el acontecimiento mismo. Sólo cuando algo irrevocable ha ocurrido, podemos nosotros intentar trazar su historia hacia atrás. El acontecimiento ilumina su propio pasado; nunca puede deducirse de éste (2005: 386-387).
Si el acontecimiento no puede deducirse ni es un efecto de su pasado, cabe preguntarse qué tipo de relación se establece entre ellos. Arendt propone la metáfora de la cristalización que le permitiría establecer un vínculo entre el acontecimiento y su pasado, pero al mismo tiempo preservar la contingencia que los caracteriza. La noción de acontecimiento ocupa un lugar fundamental en la concepción arendtiana, subrayando lo novedoso e inesperado de las acciones humanas. Asimismo, el énfasis de Arendt sobre que la comprensión no produce resultados definitivos y es un proceso inacabado que constantemente se reinicia y renueva, nos conduce ineludiblemente a la dimensión existencial de esta actividad en clave heideggeriana. En este sentido, la tarea de comprender no se restringe a quien quiere hacer historia, o quien adopta una actitud intelectual, sino que es una necesidad vital propia de las personas.
El concepto de cristalización, que proviene de la química, remite al proceso mediante el cual ciertas sustancias adoptan la forma de un sólido cristalino generalmente a partir de mezclas homogéneas, formadas por un sólido disuelto en agua. La cristalización es utilizada como método para purificar sustancias, puesto que permite separar los sólidos contenidos en una solución líquida. Al respecto, quisiéramos destacar algunas cuestiones. En la mezcla homogénea no podemos percibir el elemento sólido en la medida en que se encuentra disuelto, pero con la cristalización precisamente se logra la separación de ese elemento sólido. De manera análoga, habría elementos totalitarios que se encontrarían dispersos y en cierta medida invisibilizados, pero que en determinado momento confluyen o precipitan dando lugar al totalitarismo.
La cristalización le permite a Arendt pensar una forma de articulación entre el pasado y el futuro que a su vez preserva la contingencia propia del momento de la irrupción del acontecimiento. De este modo, la cristalización remite, por un lado, a la inscripción de un acontecimiento en una trama de elementos precedentes, pero, por otro lado, subraya el carácter contingente e imprevisto de ese acontecimiento. En este sentido, Fina Birulés, siguiendo a Disch (1994: 147), entiende que, cuando Arendt recurre al uso de la noción de cristalización, “se estaba haciendo eco de las páginas de la Crítica del juicio en las que Kant introducía la cristalización como metáfora de la contingencia” (Birulés, 2006: 44). Como “metáfora de la contingencia” (Birulés, 2007: 35), la cristalización pone de manifiesto que un fenómeno se ha configurado de determinada manera, pero que también podría haberlo hecho de otra forma.
Consideraciones finales
Aunque advertimos que la cuestión metodológica no constituye una problemática central en el pensamiento de Arendt, a partir de los ensayos en que responde a las críticas que sus obras suscitaron, hemos delineado una propuesta específica que permite someter a una profunda revisión ciertas concepciones epistemológicas tradicionales a la vez que arroja luz para reflexionar sobre la especificidad y los desafíos que enfrentan las ciencias históricas y sociales. En este doble movimiento, Arendt procede al desmantelamiento de ciertas nociones tradicionales, como objetividad y causalidad, al tiempo que reconfigura una nueva trama conceptual en torno del acontecimiento, la narración discontinua, la imparcialidad y la cristalización. La comprensión arendtiana emerge así reconfigurada más allá de la tradición alemana de la comprensión (Verstehen) como una forma de narración discontinua que procura dar cuenta de la singularidad de los acontecimientos desde una diversidad de perspectivas, a la vez que los inscribe en el derrotero histórico que los hizo posibles -aun sin explicarlos casual o deductivamente- mediante la noción de cristalización.
De este modo, a lo largo de las páginas precedentes, hemos ofrecido una delimitación de la concepción arendtiana de la comprensión dentro de su crítica a una forma restringida de entender el conocimiento científico, que resulta ajeno a la historia y a las ciencias sociales. Desde una mirada convencional, el conocimiento científico: a) se caracteriza por el estudio de procesos recurrentes, b) se orienta a la búsqueda de generalizaciones, c) de resultados definitivos, y d) constituye una actividad restringida a especialistas. En contraposición, la comprensión: a) se ocupa de hechos que ocurren una sola vez, es decir, los acontecimientos, b) procura captar la singularidad de lo acaecido, c) es una actividad sin fin, inacabada, cuyo “resultado” consiste en la renovada generación de sentido, y d) es tarea que nos atañe a todos en la medida en que existimos, aunque resulta dotada de mayor articulación y elaboración en la doble hermenéutica del investigador social y político. La comprensión reconsidera críticamente la comprensión previa del sentido común y a su vez trasciende el conocimiento científico, en su acepción más estrecha, en la medida en que es capaz de dotarlo de sentido.
La delimitación arendtiana entre conocimiento científico y comprensión permite dar cuenta del hecho de que el avance de la ciencia no sólo no ha redundado en una mayor comprensión de nuestro pasado y nuestro presente, sino que, por el contrario, el siglo XX parece atravesado por cierta impotencia de la comprensión y por una profunda crisis de sentido. De ahí que la investigación y la comprensión de los asuntos históricos y sociales no constituyan sólo una preocupación académica, sino que remiten a la trama de sentido compartido que sustenta el lazo social. Por ello, la reflexión sobre la metodología de la investigación de los fenómenos históricos, sociales y políticos se reviste de especial relevancia en la inacabada tarea de crítica y recomposición de un horizonte común.