Introducción
El fenómeno urbano no es nuevo, sino antiguo, histórico y complejo, aunque los cambios que llegan con la era industrial marcan el comienzo de una etapa distinta por sus características, complejidades y problemas. Estas transformaciones
Se han acentuado hoy hasta extremos inimaginables. Nuevas formas urbanas, nuevos contenidos sociales y nuevos modos de vida, nuevas tipologías y tejidos urbanos, nuevas centralidades y otras muchas innovaciones aparecen en la configuración de las áreas urbanas. Todo ello acentuado por el impacto de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (Capel, 2003: 9).
El aumento de la población por la inmigración; el desarrollo del transporte, que favorece la expansión urbana; el impacto de la industria de la construcción y la aparición del ascensor impulsan el crecimiento vertical, a la vez que la ciudad como urbs se divide en centro, ensanche y zonas exteriores. El centro para la administración, el comercio y las zonas residenciales de las clases altas; en el ensanche, viviendas de calidad y la infraestructura urbana: servicio de agua, alumbrado, drenaje, empedrado (después pavimento), etcétera, en el que aumenta la clase media; y las zonas exteriores o periferias, destinadas a las industrias y a los obreros. La segregación por actividad y clase aparece y crece, también el individualismo utilitarista; se pierde el sentido de comunidad y la representación simbólica colectiva para ser reemplazada por el desarraigo, el desconocimiento del otro y la cultura de la competencia y la creación de valor asociada al mercado.
En ese proceso de evolución, hasta hoy surgen los barrios de los obreros, con escasa infraestructura y viviendas de mala calidad; los rascacielos1 y las viviendas de altura; las viviendas multifamiliares o unidades habitacionales, por ejemplo en América Latina: el caso brasileño de 1940 hasta 1960 o el mexicano con las unidades habitacionales para clases medias y bajas; supermanzanas, countries, barrios cerrados, etcétera; además, la infraestructura urbana. En tiempos más recientes, las tecnologías de la información y comunicación (TIC) y las grandes construcciones de infraestructura que dan lugar a las smart city2 y el equipamiento urbano para atraer el capital internacional.
Con la evolución urbana y la expansión capitalista, las ciudades dejan de tener un centro único, para tener otras centralidades basadas fundamentalmente en el comercio, que se desplazan hacia las periferias. Asimismo, surgen otros problemas:
grupos residenciales que se degradan rápidamente por su mala calidad, por la falta de inserción urbana, por su anomia sociocultural, por las pobreza de los equipamientos, por […] la marginación física y social […] Áreas centrales congestionadas y especializadas que pierden su rol integrador en beneficio de funciones administrativas. Barrios históricos despedazados y desarticulados por actuaciones varias, poco respetuosas con los entornos y con la calidad de vida […] de los residentes. Diseminación en el territorio […] de centros comerciales, campus universitarios e industrias […]. La recuperación de áreas degradadas […], casi siempre céntricas […] sectores acomodados […], los nuevos pobladores desplazan a los antiguos con la consiguiente pérdida de éstos del derecho a la centralidad y a la accesibilidad (Borja y Muxi, 2000: 29).
A lo largo de este proceso, en la ciudad de Simmel, la escuela de Chicago o la actual, el estilo de vida de los urbanitas se basa en el racionalismo utilitarista, en el individualismo, en el hastío y en el desarraigo (Simmel, 1986; Del Acebo, s.f.); para Park (1999) es una vida ciudadana superficial y casual, de desconocidos y de nuevos y divergentes tipos de individuos, pero también de construcción del individuo y de elegir en libertad (Simmel, 1986). Sus relaciones ya no son comunitarias, de cercanía y solidaridad, sino de “la búsqueda de la máxima rentabilidad de la producción mediante el control sistemático de los espacios y tiempos de los individuos, la homogenización de las mentalidades, y la racionalización de los itinerarios y los espacios en […] los procesos humanos y mecánicos” (Layuno, 2013, párrafo 5), con dominio de la zonificación funcional.
A esto se agrega, en el siglo XXI, que las inmobiliarias (grandes empresas transnacionales o nacionales) se convierten en nuevos actores que cambian el mercado de las viviendas y la infraestructura urbana, consecuentemente transforman la ciudad. Estas empresas “con frecuencia se alejan de las necesidades de los ciudadanos y de las ciudades y hasta de las políticas para centrarse en la lógica del negocio inmobiliario”3 (Capel, 2003: 9), y la ciudad se reduce a producción e intercambio de mercancía y mercado (Cacciari, 2010).
Este artículo busca conocer esa compleja red de relaciones en la ciudad, pretendiendo develar los alcances de la urbs, la civitas y la polis: la crisis que atraviesan, la tendencia teórica y política que se limita a asociar la polis a los aspectos político-administrativos y legales y a la planeación realizada por los gobiernos, lo que favorece al capitalismo inmobiliario. Se concluye que existe una hegemonía de la urbs y el debilitamiento y pérdida de la civitas y la polis.
Ciudadanía, espacio público y ciudad: ¿urbs, civitas y polis?
“Espacio” proviene del latín spatium y significa apertura, la amplitud, lo abierto. Los términos chora en griego y raum en alemán expresan un significado parecido, aunque la raíz alemana alude a “abrir un claro en el bosque” (Lindón, Aguilar y Hiernaux, 2006: 10). Esto tiene doble implicación cuando se habla de ciudad y ciudadanía:41) la acción humana de “abrir un claro en el bosque” (Ortega, citado en Lindón, Aguilar y Hiernaux, 2006: 10), desde mi punto de vista, es la acción individual de abrir un espacio en el bosque de complejidad y confusión de la ciudad, de sus múltiples intereses, de sus luchas individuales, para producir “un claro” para el encuentro y el diálogo; y 2) “la apertura”, “la amplitud” o “lo abierto”, que dicho encuentro y diálogo permite, se convierte en espacio público por la acción política, donde tiene lugar lo ciudadano, como opuesto al espacio privado, cerrado. Por lo tanto, el espacio es construido por la acción humana al abrirlo para convivir en torno a intereses privados; y es público al ampliarlo por la acción política, que se ocupa de los intereses públicos, de convivir y deliberar en torno al bien común. En el primer caso es la acción humana de la civitas. En el segundo caso, el espacio de lo público es la deliberación y la acción política de la polis (Habermas, 1998; Arendt, 1997). En el siglo XXI, estos espacios, con el impacto de las migraciones y las TIC, se amplía al espacio digital y global, lo cual produce espacios transnacionales (Castells, 1995, 1998) y translocales. En ellos la ciudadanía, que es la expresión de la civitas y polis, es un reto para la ciudad, aunque ésta es cada vez más un espacio de intercambio, plural, intercultural y de oportunidades para la realización de intereses individuales utilitarios; es decir, urbs.
De la nación a la ciudad: ¿transnacionalismo intercultural y cosmópolis?
Se entiende por transnacionalismo ‘la articulación de espacios, pueblos y culturas de dos o más países, que viven en un campo social interconectados por redes, uniendo y transfiriendo de nodo a nodo, vivencias, creencias, símbolos, imaginarios, dinero y otros bienes materiales’ (Hiernaux y Zárate, 2008: 11-12), cuyas relaciones no necesariamente implican que la persona se tenga que desplazar de donde vive para formar parte de la comunidad transnacional o que ésta involucre a todo un país o pueblo (Fernández-Tapia, 2010; Besserer, 1999).
Los cambios provocados por las migraciones (nacional e internacional), la emergencia de las TIC, lo local y la diversidad sociocultural nos hace volver el rostro a la civitas romana, con esa característica de cosmópolis.5 En la actualidad varias son cosmópolis globales. No podemos pensar en polis homogéneas, sino en transnacionales, multiculturales, plurales o interculturales,6 tanto en los espacios directos como en los digitales. Las ciudades de hoy nos llevan de vuelta a las cosmópolis, pues aún las zonas no fronterizas o de escasa migración internacional intercambian flujos informativos, de comunicación y bienes materiales y simbólicos, transformando identidades, culturas y estilos de vida.
En estas ciudades, el posnacionalismo (Soysal, 1998) y la ciudadanía global (Castles y Davidson, 2000; Held, 1995), que atribuyen a los derechos humanos o a los convenios y tratados comerciales la membresía de ciudadanía, cobran vida; son perspectivas cosmopolitas que comparten el multiculturalismo, republicanismo, interculturalismo y liberalismo (Bilbeny 1999; Cortina, 2003). El impacto del posnacionalismo y la ciudadanía global se muestran en la ratificación de los tratados internacionales y su incorporación en las leyes y política nacionales7 y urbanas. La Ciudad de México ha incorporado en sus políticas y leyes la perspectiva de los derechos humanos. Sobre la ciudadanía global, las redes globales por causas ambientales, los organismos internacionales de justicia, los tratados de libre comercio, etcétera, impulsan políticas globales que se implementan en las ciudades.
Así, desde la teoría, la realidad y la legislación, emerge un cosmopolitismo incluyente, distinto al excluyente de la Ilustración y las revoluciones burguesas, que excluían a las mujeres y extranjeros (Fernández-Tapia, 2010). Las cosmópolis de hoy incluyen a extranjeros y sectores marginados en los servicios, programas y derechos, también el voto, así en varias ciudades europeas, de América Latina y en Estados Unidos, como aplicación de los derechos humanos o del derecho a la ciudad; aunque orientada al mercado trae marginalidad, pobreza y exclusión.8
La transnacionalidad y multiculturalidad han generado, desde el Estado y la sociedad civil, organizaciones y redes que conectan dos o más países por causas comunes o por intereses privados, como los casos de las comunidades y las redes de los inmigrantes mexicanos en Estados Unidos (Besserer, 1999). También han convertido a ciudades como Londres, Nueva York, Madrid, París, Miami, en cosmópolis globales.9 La transnacionalidad del capital financiero global y de las inmobiliarias transnacionales como nuevos actores claves del desarrollo urbano influyen también en “1) la organización espacial de la economía urbana, 2) las estructuras de reproducción social y 3) la organización del proceso laboral” (Sassen, s.f.: 39); y están convirtiendo las ciudades grandes y pequeñas en urbs, con no lugares que llevan a no ciudades, con segregación espacial y social: espacios de urbanitas consumistas, sin comunidad, con identidades difusas y nuevos estilos de vida. Es el modelo de las ciudades modernas.10
La ciudad: urbe, civitas y polis
La ciudad como urbs y como civitas
La urbs es la configuración física de la ciudad: calles, plazas, puentes, edificios, etcétera, más la infraestructura de telecomunicaciones y telemática. Civitas es el espacio de los ciudadanos que construyen social y culturalmente la ciudad, a partir de sus intersubjetividades y ciudadanía. En Roma incluía el ejercicio del poder:
La ley pretende encarnar la ética ciudadana, por lo que acatarla deriva de la forma en que ha sido elaborada y cómo la acepta el ciudadano individual. Aunque en la civitas, lo que realmente se busca es cuáles son las medidas y cuáles son los límites de la ley, dicha ley está concebida como el instrumento de la justicia e incluso está ideada como la garantía de la libertad (Acuña, 2011, párrafo 55).
El individuo sometido a la ley es, a la vez, sujeto de libertades. No se reduce a lo político, sino que abarca las relaciones sociales, culturales y económicas.
Actualmente civitas se define como “producción social y cultural, con énfasis especial en las conductas de sus ciudadanos/as y las relaciones entre individuos y colectivos” (Corti, 2008, párrafo 4). Capel (2003: 10-12) señala que son los ciudadanos y el uso que hacen del espacio, su diversidad social y cultural; es decir, la realidad social construida por ellos. En síntesis, tiene que ver con el deber y con los derechos en términos del respeto a la ley, que encarna la ética ciudadana. A la vez implica la construcción de interacciones sociales de sentido y valor simbólico, que se pierde con la degradación de la ciudad. Sin embargo, actualmente la infraestructura del mercado hace de la ciudad y sus relaciones sólo urbs.
Así, por un lado, urbs y civitas dan lugar a esta concepción de ciudad utilitaria, donde la infraestructura sin los ciudadanos que la usan, si queremos utilizar el planteamiento de Capel (2003), dejaría de ser ciudad. Esta concepción necesita repensarse. Por otro lado, la ciudad es analizada en términos de interacciones sociales a partir de los estudios de Simmel, pero con énfasis en la urbs, no en la civitas, porque esta última a) va más allá del hecho utilitario individual de la vida en las ciudades, y b) el tipo de sus interacciones no son resultantes, determinadas y caracterizadas por las estructuras físicas que giran en torno al mercado.
En este espacio de la urbs racional y utilitaria, los actores son cada vez menos proclives a respetar la ley o tener conductas éticas. La informalidad, la apropiación de terrenos, los sobornos, fraudes, “transas” cotidianas, la evasión de impuestos, la corrupción, el lavado de dinero, etcétera, son parte de la cotidianeidad del uso del espacio urbano y del urbanita, de las inmobiliarias y del propio Estado.11 Se busca la mayor utilidad. Se antepone el lucro al respeto de la ley. Se privilegia, por lo tanto, la informalidad, la corrupción y la violencia, que adquieren normalidad y legitimidad social. Por lo tanto, cada vez más, la urbs “hace imposible la vida ética dada las formas de vida egocéntricas y competitivas […]” (Santillán, citado en Uribe, 2011: 124). Esta realidad es el resultado del
campo de las relaciones sociales que hace de este lugar la urbs […]; hecha de un tipo de interacción humana propia de las condiciones que las enmarcan -la fragmentación, las instantaneidad, las múltiples redes de intercambio por las que transita cada urbanita- de la cual parten los individuos para moldear a conveniencia su supervivencia conjunta ( De la Peña, 2012: 24).
Delgado considera que los individuos “tienen la última palabra acerca de cómo y en qué sentido moverse físicamente en el seno de la rama propuesta por los diseñadores”, siendo “la acción social lo que, como fuerza conformante que es, acaba por impregnar los espacios con sus cualidades y atributos” (1999: 18). No obstante, en la ciudad del siglo XXI, ¿el individuo modela la urbs o ésta moldea al individuo? La urbs lo absorbe y condiciona todo, aun al individuo, a la vez que, segrega, aísla, discrimina, atomiza y determina los comportamientos humanos.
Ya en Simmel (1986), que centra su planteamiento en las interacciones del individuo y en cómo la urbe transforma su sique para producir y reproducir una nueva organización social, las interacciones sociales del urbanita son definidas por la economía: el uso de la moneda. La racionalidad es el eje de dichas interacciones.
La puntualidad, calculabilidad y exactitud que las complicaciones y el ensanchamiento de la vida urbana le imponen a la fuerza, no sólo están en la más estrecha conexión con su carácter económico-monetarista e intelectualista, sino que deben también colorear los contenidos de la vida y favorecer la exclusión de aquellos rasgos esenciales e impulsos irracionales, instintivos, soberanos,12 que quieren determinar desde sí la forma vital (Simmel, 1986: 251 ).
El resultado final es la ciudad convertida en un mercado por excelencia donde: a) los individuos tienen interrelaciones y eligen entre múltiples opciones con base en los estímulos que cambian continuamente, b) se da la división y especialización del trabajo y c) la racionalidad, que son las bases de sus sentimientos y relaciones ( De la Peña, 2012: 28). A la vez, al ser la ciudad el centro en el que se puede elegir entre diferentes opciones, se convierte en el espacio del ejercicio de la libertad individual y de las interacciones sociales.
En una ciudad como civitas se puede tener mayor libertad; en la ciudad como polis, libertad plena; en la urbs, en cambio, el ejercicio de la libertad se limita al consumo, por ejemplo: diversión, comida, ropa, bebida, todo tipo de servicios y bienes sobre los cuales se elige. Si la civitas es fuerte, permitiría también la elección y construcción de diferentes estilos de vida, así como los derechos que se ejercen, la diversidad sería respetada y también los estilos de comportamiento social serían diferentes al hegemónico. No obstante, esto no fue real en toda la era industrial, sino más propio de la modernidad tardía o posmodernidad.
Las interacciones sociales, sin embargo, con respecto a la ciudad medieval y a la vida rural se intensifican, se multiplican y no se limitan al mercado. Los espacios de la música, la cultura, literatura, filosofía, el arte y la misma vida obrera, por ejemplo, fueron espacios de una racionalidad distinta a la del mercado, contracultural, de cambio y transformación; alternativa y hasta antisistémica.
La misma condición mercantil monetaria de la ciudad es un proceso liberador de los individuos, como dejaría entrever Simmel (1986). Por lo tanto, también “es un proceso de individualización y de libertad individual”, según De la Peña (2012: 28), lo cual es cierto, mas sus libertades son creadas y delimitadas por el mercado.
En síntesis, es un espacio de relaciones complejas de carácter funcional -temporales o permanentes- y en constante transformación (Simmel, 1986: 6-7). Es la ciudad de los urbanitas, individuos cuya base de intercambio, relaciones y organización social lo determinan la estructura espacial y el sistema monetario; individuos indiferentes, superficiales, desconfiados y de desconocidos. Para Simmel (1986) son obligados a ser así y sólo en apariencia son fríos y sin sentimientos
Esta descripción sintomática de la ciudad de Simmel coincide, no obstante el tiempo y los cambios, con la ciudad actual de Cacciari (2002: 1-2): “de la producción y del intercambio de la mercancía”, una ‘red nerviosa, devoradora de territorios’ y de ‘contenedores’, que determina lo social. También coincide con la caracterización que hace González (2013): espacio de consumo individualista, de segregación, desconfianza, anonimato, de desconocidos y de la tendencia a la pérdida de sentido de comunidad y de valor simbólico. Es la ciudad del imperio de los mercados y del urbanismo neoliberal (Theodore, Peck y Brenner, 2009). Es la ciudad como urbs, cuya centralidad es la utilidad y seguridad, y produce un individuo que se aleja de la civitas y de la polis: el urbanita. Para Wriht:
Es característico de los urbanitas que se relacionen entre ellos en papeles sumamente segmentarios. Dependen […] de más individuos para la satisfacción de sus necesidades vitales que los habitantes de las zonas rurales y están por ello relacionados con mayor número de grupos organizados, pero dependen menos de personas concretas […] la ciudad se caracteriza más por los contactos secundarios que por los primarios. Es indudable que los contactos en la ciudad pueden ser directos, pero son […] impersonales, superficiales, transitorios y segmentarios (1988: 40).
A la vez, estas ciudades pueden identificarse como multiculturales, al ser heterogéneas, lo que para Wirth (1988: 37-38; 83) ‘garantiza su supervivencia, como resultado de su diferenciación y especialización’, cuya complejidad, transformaciones y múltiples públicos con intereses y culturas diferenciadas, dan la perspectiva de una crisis permanente, de un caos necesario y de un lugar de desarraigo, de inseguridad y de temor; pero también de regeneración, cambio, renovación, inclusión y diversidad. Desde mi punto de vista, ello permite el nacimiento de ciudades multiculturales, como señalan Borja y Castells (2000), que aumentan su estado de conflicto y aparente caos, pero también las oportunidades y la inclusión.
En esta ciudad, la civitas y la polis ceden su lugar a la urbs para convertirse en una “ciudad contemporánea como espacio de ausencias, deshabitado, regular y construido a partir de contenidos predominantemente racionalistas, donde el ser humano, por su parte, ha perdido el contenido de vida compartida en sus dimensiones políticas, públicas y cívicas” (Díaz, 2012: 110; cursivas mías). En otras palabras, la civitas y la polis están siendo absorbidas por la urbs del “desconcierto caótico, segmentación urbana, libertad y desarraigo, globalidad y localidad” (Díaz, 2012: 110). En ella ni siquiera lo territorial genera unidad, sino que se expresa cada vez más como una pertenencia disociada, anónima y consumista de individuos, en la cual “frente a la desaparición de la unidad territorial como base de la solidaridad social, creamos unidades de intereses” (Wirth, 1988: 40). Es la ciudad del “declive del hombre público” (Sennet, 1974), pero que, tal vez, a partir de su reclusión privada y digital, puede ser recuperada y volver al reencuentro en las calles y plazas para participar en ellas, construyendo redes (Fernández-Tapia, 2013). O bien, desde el mercado y el consumo es posible construir la ciudadanía (García, 1995).
La ciudad como polis
La política trata del estar juntos y los unos con los otros de los diversos. Los hombres se organizan políticamente según determinadas comunidades esenciales en un caos absoluto, o a partir de un caos absoluto de las diferencias. En la medida en que se construyen cuerpos políticos sobre la familia y se los entiende a imagen de ésta, se considera que los parentescos pueden […] unir a los más diversos y […] permitir que figuras similares a individuos se distingan las unas de las otras (Arendt, 1997: 45).
Es una contradicción aparente, es decir, el caos de dichas diferencias y esa complejidad engendran ciertas condiciones de igualdad y unidad de los diversos y la diferenciación de los semejantes, pero esto también implica buscar el bien común de esa diversidad, entre ella y con ella, aunque la polis es menos diversa que la civitas en su origen, pues la civitas romana es cosmopolita y más democrática porque incluye a otros que no son romanos. La polis actual es más democrática, multicultural y pretende la interculturalidad, como también sucede con la civitas actual.
Bajo la perspectiva de la diversidad y diferenciación, Arendt resalta: “la política es una situación de hombres no de un individuo, un hombre. Entre-los-hombres, por lo tanto completamente fuera del hombre […]. La política surge en el entre y se establece como relación […] nace de la interacción de los hombres” (1997: 45-46) libres. No en el sentido griego de unos cuantos, que no incluía a todos los adultos, pero sí, aunque parece una contradicción, en el sentido de isonomía, en tanto que “lo decisivo de esa libertad política es su vínculo con un espacio. Quien abandona su polis o es desterrado pierde no solamente su hogar sino también el único espacio en que podía ser libre; pierde la compañía de sus iguales” (1997: 70). Por lo tanto, no hay substancia propiamente política en el individuo.
Otro aspecto importante es que sin la ciudad como polis no había libertad. Los ciudadanos desaparecen del claro en el bosque, vuelven al mundo privado de sus relaciones no políticas. “La libertad ya no tenía espacio y esto significaba que ya no había libertad política” (Arendt, 1997: 71). Esto pasa hoy en las ciudades, pues las discusiones públicas giran en torno del interés particular. Es más grave si la deliberación “política” es para solucionar problemas de la necesidad económica (básica o superflua) por escasez o por acumulación. No deja de ser importante, pero no es polis porque no busca el bien común; tampoco es civitas porque al buscar el bien individual, con frecuencia se viola la ley.
En conclusión, la libertad de la polis no se limita al individuo ni a la libertad individual, porque trasciende a lo público. Ese mundo privado, cerrado, se abre a los que salen de él, pero termina cuando regresan a él. Arendt dice al respecto:
si bien en el mundo que se abre a los valientes, los aventureros y los emprendedores surge ciertamente una especie de espacio público, éste no es todavía político en sentido propio. […] El espacio público de la aventura y la gran empresa desaparece tan pronto todo ha acabado, el campamento se levanta y los “héroes” -que en Homero no son otros que los hombres libres- regresan a casa (Arendt, 1997: 74).
Es solamente un claro en el bosque: salir a enfrentar a la urbs como individuo, para replegarse luego a lo privado sin importar más que sus relaciones primarias. De allí que el espacio público real se realiza en la ciudad cuando se tiene una permanencia y vínculo social y político, con arraigo, de lugares e historia, y, por lo tanto, de valor simbólico. Para Arendt (1997), el espacio público sólo llega a ser político al establecerse en una ciudad, al vincularse a un sitio en concreto que sobreviva a las “gestas memorables” y a los nombres de sus autores y se transmita de generación en generación, lo cual da a los mortales, a sus actos y palabras, permanencia. Ese espacio público real es el de la acción política y de la representación simbólica, que al sintetizarse en isegoría, tiene un error de origen:
La libertad de expresar las opiniones, el derecho a escuchar las opiniones de los demás y ser asimismo escuchado, que todavía constituye para nosotros un componente inalienable de la libertad política, desbancó muy pronto a una libertad que, sin ser contradictoria con ésta, es completamente de otra índole, a saber, la que es propia de la acción y del hablar en tanto que acción (Arendt, 1997: 76).
Es decir, se separa discurso y acción política. Este cambio que heredamos y permanece en la ciudad moderna da lugar a la limitación de la acción pública y del derecho de participación política. Un vínculo que debe recuperarse, pues ni el discurso ni “la acción puede jamás tener lugar en el aislamiento, ya que aquel que empieza algo sólo puede acabarlo cuando consigue que otros le ayuden” (Arendt, 1997: 77). Ésta es la participación que va más allá de la urbs.
El otro elemento que permite alejarse de la polis es cuando se aborda la libertad de hablar, desvinculada de la interacción con los otros, en dos momentos: primero en el fin, porque no se busca el bien de la ciudad sino el individual; y en un segundo momento, bajo la premisa equivocada de libertad y democracia, se afirma que cada hombre tiene derecho a decir lo que quiera, dentro de los límites legales. De este modo el individuo se desvincula del tejido social que le dio origen y busca mantenerse aislado, incluso de aquellos con los que piensan de manera similar, pues se vive en competencia permanente, que es una característica de los urbanitas, más aún en el contexto neoliberal y globalizado. ‘Nadie puede comprender adecuadamente por sí mismo y sin los otros iguales a él lo que es objetivo realmente si sólo mira desde su perspectiva y su posición en el mundo y que le es inherente, pues sólo puede ver y vivir el mundo como es, al entenderlo como algo que es común a muchos, que yace entre ellos, que los separa y los une, que se presenta distinto a cada uno de ellos y que, por este motivo, es comprensible en la medida en que muchos, dialogando entre sí sobre él, intercambian sus puntos de vista; porque sólo en la libertad de conversar surge en su objetividad visible desde todos lados el mundo del que se habla’ (Arendt, 1997).
Por lo tanto, es necesario regresar a la polis, es decir, a la conversación y a la acción política en los asuntos públicos y del bien común, al sentido de comunidad política, su tejido social, y participar en torno a ella y a la humanidad.
La hegemonía de la urbe
En las grandes ciudades se imponen los shopping centers con “reservado derecho de admisión”, los guetos residenciales cuyas calles de acceso han perdido su carácter público en manos de policías privados. Hay un temor en el espacio público. No es un espacio protector ni protegido. En unos casos no ha sido pensado para dar seguridad sino para ciertas funciones como circular o estacionar, o sencillamente un espacio residual, entre edificios y vías. En otros casos ha sido ocupado por las “calles peligrosas” de la sociedad: inmigrados, pobres o marginados (Borja, 1998: 13).
Lo alarmante es que esto no sólo sucede en las ciudades grandes, sino en las medianas y hasta en pequeñas. Para poner un ejemplo, en América Latina en 2009 la violencia aumentó en las ciudades de Guatemala, Belice, San Salvador, Tegucigalpa, Basseterre, Port of Spain, Puerto Príncipe, Panamá, Santo Domingo, Nassau, Kingston, Bogotá, Managua, Quito, São Paulo, Asunción, México, San José, Montevideo, La Paz, Buenos Aires, Lima. En los diez primeros, más Managua y Montevideo, es mayor la violencia que a nivel nacional (ONU-Habitat, 2012: 75). Entre 2004-2009, de los 25 países de todo el mundo con mayores tasas de feminicidios, 13 están en América Latina, con crímenes principalmente urbanos (ONU-Habitat, 2012). La tasa de robos entre 2009 a 2010 aumentó en Bolivia, Brasil, México, Panamá y Perú, y disminuyó levemente en Chile, Guatemala, Nicaragua, República Dominicana, Venezuela, mientras que se mantuvo igual en Paraguay (PNUD, 2013: 19). A la vez, las 50 ciudades más peligrosas del mundo se encuentran en América Latina y El Caribe (Martín, 2016: 13). En 2011, los países con más porcentaje de victimización fueron México (42%), Perú (40%), Argentina (39%), Costa Rica (38%) y Colombia (38%), todos lo demás se ubican entre 27 y 37%, con excepción de Panamá (18%) (Latinobarómetro, 2012: 26). Estos problemas se han agravado al presente en Colombia, Perú, México y Brasil, cuya inseguridad urbana, delincuencia y crimen organizado es un problema nacional. La pobreza urbana (más la indigencia) arroja porcentajes preocupantes: Bolivia, 36.1% (2011); Colombia, 33% (2013); Ecuador, 44.4% (2013); México, 43% (2012); Paraguay, 47.2% (2013); República Dominicana, 57% (2013); El Salvador, 45.6% (2013) y Brasil, 20.2% (2013) (Cepal, 2015). Cada país presenta cinturones de miseria, aun los que tienen menos pobreza: Chile, Uruguay y Argentina.
Por último, deseo referirme a la informalidad económica como un problema similar al de vivienda. La economía informal va desde 30.7% en Chile y 37.7% en Costa Rica en 2008, hasta 39.3% en Perú y 62.5% en Bolivia en el mismo año (Tokman, 2010). Según el informe, en América la informalidad económica es alta, por ejemplo: en Guatemala es de 77.7%; en El Salvador, 72.2%; Honduras, 74.9%; en México, 58% (OIT, 2014); asimismo, este organismo revela que 27 millones de jóvenes trabajan en condiciones de informalidad en América Latina y El Caribe (OIT, 2015). Similar situación se vive en todos los países en vías de desarrollo del mundo, mientras que en los desarrollados aumenta la pobreza y la violencia.
A lo anterior se agrega que en toda ciudad se presenta un mayor multiculturalismo; desconfianza y asilamiento; barrios y manzanas cerradas; tiendas, plazas, calles y hasta taxis enrejados; muros que aíslan barrios; mallas que impiden cruzar las calles; y la reclusión en oficinas y casas, huyendo del espacio público para refugiarse en el privado y en el mundo digital. Es decir, es una ciudad de presos voluntarios, individuos temerosos, autómatas, de desconocidos y aun de extraños en casa, subsumidos en un mundo informacional difuso y errático, con elites presas de sus aspiraciones de comodidad, ascenso social o acumulación de riqueza, que es también un refugio privado.13
Debido a la realidad descrita, a las grandes ganancias inmobiliarias (López, 2015) y la ausencia de políticas de Estado, para Rodríguez (2007: 152), ‘las inmobiliarias transnacionales ofrecen soluciones, separando a la población por estratos sociales y creando espacios cerrados, con ofertas para todos los sectores sociales; construyen fortalezas protegidas para las clases privilegiadas contra los peligros de inseguridad y los barrios degradados de hacinamiento y marginación’. Asimismo, absorben a las grandes construcciones (puentes, vías de transporte, edificios, aeropuertos e infraestructura, etcétera). El impacto de estos actores está en lo siguiente:
Los fraccionamientos cerrados, propio de los siglos XX y XXI en Estados Unidos, Europa, África, Oceanía y América Latina; actualmente con sobrerregulación vecinal y con videocámaras y vigilancia estricta de personas y vehículos.
Obras de infraestructura que encierran vecindarios y cambian la estética urbana (los segundos pisos en la Ciudad de México, las grandes construcciones de altura de los países desarrollados, aeropuertos, etcétera).
Construcciones de plazas comerciales y complejos hoteleros, aun violando la normatividad de los países, en particular en países en vías de desarrollo.
Incremento de las inversiones inmobiliarias privadas que “permite afirmar que las ciudades están viviendo una aguda intensificación de la mercantilización de desarrollo urbano”, debido a la “creciente movilidad del capital producido por la globalización financiera ( De Mattos, 2007: 83).
Las operaciones transnacionales de las inmobiliarias, que generan riesgos urbanos y supranacionales, con fuerte concentración espacial y especialización sectorial que aumentan las disparidades territoriales y la inequidad social, cuyos proyectos se orientan a la infraestructura residencial, empresarial y oficinas, o en ambas (Daher, 2013).
La infraestructura empresarial construida está, a la vez, al servicio de las multinacionales transnacionales de la globalización, cuyas inversiones dominan el mercado mundial (Allard, 2007) y latinoamericano (Morales, 2010).
El precio de las viviendas no sólo dependen de la ubicación y servicios, sino de la especulación inmobiliaria (Fernández y García 2014).
La infraestructura de las telecomunicaciones modernas se suman al espacio, lo que reconfigura las relaciones e interacciones y crea nuevos estilos de vida: el control mediático panóptico y sinóptico; se privatiza el espacio público y se hace público el privado bajo el control empresarial y de los Estados.
De este modo las urbs están sujetas a la voracidad de las transnacionales inmobiliarias y la vida urbana, a las diversas empresas del transnacionalismo global, para quienes las leyes y los impuestos pueden sortearse con exoneraciones, evasiones, corrupción o violación abierta a la ley. Así, la urbs, ese contenedor urbano de edificios, vías, plazas comerciales y hasta públicas, está al servicio del utilitarismo económico, informal o formal, dominado por las transnacionales. En ella “se es un ciudadano completo no cuando el derecho lo determine o cómo él lo prescriba sino, sobre todo, en función de la competencia y capacidad consumista de cada persona” (Rodríguez, 2007: 156).
La infraestructura y la utilidad económica absorbe a la ciudad, porque “la jerarquización de los ciudadanos en base al criterio de la propiedad, lejos de contradecir algún principio de buena ordenación social, aparece más bien como exigencia a la que sería literalmente inmoral contravenir […] el principio operativo es, por supuesto, el tanto tienes tanto vales” (Gómez-Pin, 1995: 58-59). De este modo, se deshumaniza, se pierde valor simbólico y se mutila la ciudad, y así se instalan “más democracias de individuos que democracias de ciudadanos” (Lipovetsky, 2000: 203-204).
Esto nos lleva a constatar la hegemonía de la urbs, que se manifiesta en la dominación de la propiedad del suelo sobre la humanidad; el desarraigo y debilitamiento de la cohesión social; la segregación que separa poblaciones, clases y grupos sociales bajo el prejuicio de mayor seguridad, así como de comodidad y especulación utilitaria; la pérdida del valor simbólico; vecinos desconocidos; desconfianza, indiferencia y apatía; alejamiento de los lugares de sentido para constituirse en espacio sin sentido; participación centrada en el interés privado y no en el interés común; el refugio en el mundo privado de cuatro paredes y abandono del espacio público; grandes construcciones funcionales y con base en la máxima utilidad de suelo y economía; privatización del espacio público; escasa interacción social en los barrios, manzanas y casas; infraestructura, funciones y producción industrial centradas en intereses especulativos privados; relaciones centradas en el uso del tiempo y la utilidad, no en la ocupación del espacio y las relaciones de sentido; desaparición de la métrica espacial y dominio de la métrica temporal; escasos o nulos proyectos comunes centrados en el bien común; la desaparición, gradual o acelerada, de la ayuda mutua y el incremento del individualismo hedonista; determinación de las viviendas, tipos urbano, rutinas, concepción de la belleza urbana y los estilos de vida por diseños urbanos centrados en la producción, la eficiencia y la utilidad, no en el ser humano, y planeación de la ciudad al servicio utilitarista del mercado neoliberal. Los resultados de dicha hegemonía han sido:
Pobreza, desigualdad y exclusión […] la segregación urbana, reflejada en el encierro socioterritorial de grupos pobres estructurales y la ghettización progresiva de los sectores de ingresos altos y medios […] a los que se suma la pérdida del papel integrador de los espacios públicos y la desestructuración de los tejidos culturales de la ciudad (Cariola, citado en Dammert, Karmy y Manzano, 2004).
Asimismo el debilitamiento o anulación de la polis lleva a:
La postmetrópoli, la no ciudad (Cacciari, 2002: 2). El territorio de los no lugares, de la ciudad vacía. Aunque otros la conciben como esperanza, optimismo y la ciudad como espacio público, de producción, pero también de iniciativas comunitarias, de legalidad, de inclusión y oportunidades (Borja y Castells, 2000; Borja, 1998, 2003) y como derecho a ella (Borja, 2012). Sin embargo, la ciudad necesita ser recuperada en torno a la ciudadanía, en su contenido y sentido.
La organización del espacio en torno a edificios y contenedores que desarrollaban la función de cuerpos de referencia; en busca de la racionalización del uso del espacio (Cacciari, 2002). Una urbs funcional que busca seguridad y racionalidad utilitaria, en la cual lo que queda de la civitas es sólo el intercambio comercial, y de la polis, las decisiones de los tecnócratas urbanos, políticos y empresarios de buena voluntad o sin escrúpulos.
A mayor “énfasis en la retórica del contenedor -y cuanto más aumenta-, mayor resulta su pobreza simbólica” (Cacciari, 2002: 4). Como resultado aun los espacios abiertos o públicos se convierten en privados o se mimetizan con el mercado, por lo que pierden su valor social, público y simbólico; de tal modo que:
Naturalmente, espacio cerrado no es sólo el edificio definido con base en una función, con una sola “propiedad” -lo son también, y más ahora, los barrios residenciales […], donde viven sin habitar “gated comunities”- espacios cerrados son los “parques de atracciones”, donde la misma diversión es “cronometrada”, como la enfermedad en los hospitales, la instrucción en la escuela o en los “campus”, la cultura en los museos o en los teatros. Vivimos obsesionados por las imágenes y los mitos de la velocidad y la ubicuidad, mientras los espacios que construimos insisten testarudamente en definir, delimitar, confinar (Cacciari, 2002: 4).
En ese contexto, si bien la “ciudad informacional” (1995) y “multicultural” (Borja y Castells, 2000) se presenta de forma esperanzadora y optimista, ha crecido el utilitarismo, el desarraigo y la exclusión; así la ciudad como urbs se ha convertido en ciudad del riesgo, donde existe cada vez menos civitas y menos polis.
Conclusiones
Existen dos elementos centrales en este proceso; el primero: la urbs y su uso en términos de mercado y movilidad racional determinan lo social y político y debilitan o anulan a la civitas y a la polis, por lo que se requieren políticas innovadoras e inclusivas, cuyo centro sean los ciudadanos y su humanidad. El segundo se refiere a la necesidad de repensar la ciudad como urbs, civitas y polis.
Lo anterior deriva en una tendencia a crear ciudades vacías de contenido y de sentido: “todos idénticos, vacíos, intercambiables, ajenos a la geografía y el clima, desprovistos de la medida humana”, “la medida de nuestra época” (Augé, 1993: 84). Así, aparecen “urbanizaciones clonadas y espacios cerrados donde entrar es un privilegio” (Rodríguez, 2007: 160). Son las ciudades de los contratos inmobiliarios, de las construcciones monumentales, de la segregación y el hacinamiento, de la diferenciación negativa y de la exclusión del espacio público. En la que “los espacios públicos urbanos si no desaparecen se desvitalizan y nada hay de anormal en ello, sino la congruente colonización de los mismos por la lógica del mercado” (Fortuna, 2002: 131). Es un problema grave porque no es ni una polis ni una civitas, sino, “como decía Platón, una sinoiquia, una cohabitación” (Cacciari, 2010: 51). Sólo queda la urbs del urbanita, de las inmobiliarias y del mercado, que produce desciudadanización, despolitización y deshumanización.
Habría que repensar la ciudad, no sólo en sus problemas y realidades concretos, sino en sus dimensiones como urbs, civitas y polis, si se conceptúa civitas, quitando su elemento jurídico-político, y si se reduce la polis al ordenamiento jurídico y de gobierno (Capel, 2003: 10-12). Es necesario no limitar la urbs al espacio físico y el equipamiento, sino incluir su uso funcionalista y su racionalidad monetaria, es decir, el espacio físico, su equipamiento y sus usos, el mercado y sus relaciones de racionalidad utilitaria. Esto permitirá definir la civitas como el espacio de ciudadanía en términos jurídicos y pertenecientes a una comunidad de ciudadanos, y a la polis como el espacio de la discusión y la acción política, no sólo del gobierno sino de todos los habitantes.