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Andamios

versión On-line ISSN 2594-1917versión impresa ISSN 1870-0063

Andamios vol.13 no.32 Ciudad de México sep./dic. 2016

 

Reseñas

La disputa por la ciudad

Víctor Hugo Martínez González* 

*Profesor-investigador en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM). México. Correo electrónico: vicohmg@gmail.com

Aragón Rivera, A.. 2015. Ciudadanía. La lucha por la inclusión y los derechos. México: Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM), Gedisa,


Debo a Álvaro Aragón una lectura que continúa ocupándome días después de terminada. Libros notables como el suyo provocan este efecto. La razón de esta permanencia sugestiva reside en el amplio conjunto de preguntas y dilemas con el que este libro interpela al lector. Revisado con lápiz en mano, resulta claro que ese vigor deriva de una estructura formal metódica, rigurosa, elegante y propicia a los efectos de una reflexión que Aragón Rivera consigue acercar y mantener en un plano de apertura y discusión.

Dos páginas de envidiable claridad bastan para que el autor asiente los objetivos y los medios de su obra. El lugar, las funciones, los alcances, pero también los riesgos de la ciudadanía en la teoría política clásica, moderna y contemporánea, constituyen el presunto gran tema. Refiero así, “presunto gran tema”, porque si bien es cierto que alrededor de éste se anudan las exposiciones centrales, también lo es que un libro perspicaz ofrece distintas capas y subtramas. No sucede así por accidente, sino porque el autor desprende de su hondo conocimiento de la materia tensiones y encrucijadas que traspasan el campo de la sola exégesis. Leer Ciudadanía. La lucha por la inclusión y los derechos es, de esta forma, una respuesta tan esclarecedora como contundente para quien se pregunte por el sentido práctico de la teoría política. No es que Aragón Rivera venga a descubrirlo, pero sí a confirmar cómo un manejo de la disciplina talentoso y sensible revitaliza a sus teóricos como voces imprescindibles para seguir pensándonos. A partir de la forma en que Aristóteles y Cicerón (clásicos); Locke y Kant (modernos), y Marshall, Kymlicka, Alexy, Ferrajoli, Nussbaum y otros contemporáneos han proyectado la sociedad y el papel de los ciudadanos, Aragón Rivera recorre las continuidades y rupturas que el concepto de ciudadanía comporta en sus propiedades analíticas e históricas. En trazos injustos con la riqueza de los contenidos, sintetizo algunos momentos de ese recorrido.

“El todo es anterior y más importante que las partes”, premisa rectora de Aristóteles y Cicerón, es una idea que el autor interpreta social y epistémicamente para mostrar las bases de una concepción de esta clase. El periodo clásico volvía impracticable otro orden que no fuera organicista ya que entonces era inexistente la palabra individuo. En ese entorno, Aristóteles postulaba una armonía geométrica de valores. Fuera de ésta y de la comunidad a la que esa filosofía de vida daba origen, sólo estarían los dioses y las bestias. La pena de destierro se aplicaba así al inconforme con lo que la “naturaleza” regía. Ese principio era una evidencia (en la naturaleza seres superiores mandan sobre los débiles) y al mismo tiempo un criterio de explicación de las cosas. Por naturaleza, se creía también, las personas nacen bajo un fin para el que son creados. Enseñanzas de este tipo, orgánicas, teleológicas y éticas según el arreglo de aquel universo, definieron la ciudadanía como un deber, esto es, como una participación activa con los asuntos de la polis, con el espacio común que a todos disponía en un sitio jerárquico e indiscutido. Ciudadanía es en tiempos clásicos un sinónimo de compromiso. Quien puede ser ciudadano, dada la importante carga cívica de esta condición, resulta de una atribución restringida, selectiva, elitista diríamos hoy si ponemos fuera de contexto el pensamiento de Aristóteles y Cicerón.

La exclusión que la ciudadanía clásica significa será vista en la modernidad como eso: una exclusión arbitraria. Pasarán siglos de cambios para que el reconocimiento de los individuos motive a que la obligación política (por qué debemos obedecer) responda a elaboraciones ficcionales. La naturaleza, puesta en duda por la ciencia demostrativa, resultará insuficiente para diseñar y legitimar una nueva estructura social. En pasajes ágiles pero simultáneamente profundos, Aragón Rivera reconstruye en Locke y en Kant la premisa de que el individuo y sus derechos son el nuevo centro de lo social. “La sociedad existe por nuestras necesidades y el Estado por nuestros vicios”, dirá Thomas Paine, capturando en una frase una teoría política moderna para la que el Estado estará justificado si defiende los derechos individuales que preexisten al orden político. Comienza ahí nuestra historia de malquerencias y relaciones contradictorias con ese actor que el pensamiento liberal tiene por opresivo. La dignidad que Locke reconoce en el individuo es religiosa, contextualmente influida por las luchas a favor de la tolerancia espiritual. El derecho a la vida por el que Locke pugna, es importante también recordarlo, incluye entre sus rasgos esenciales el acceso a la propiedad privada, reflejo de esta demanda del liberalismo económico que antecedió e impulsó al liberalismo político y su batalla por restringir al Estado.

En Kant, por otra parte, hay una premisa que singulariza y embellece su teoría del ciudadano autónomo y libre. Me concentro en ella, ya que resulta inabarcable el sistema kantiano. Metafísica de las costumbres es un título justo para aquilatar la fuerza de esta idea: los individuos, a decir de Kant, poseen arbitrio y capacidad de juicio para imponerse sobre sus propios instintos y gobernarse según imperativos éticos de convivencia. Este dominio de sí constituye el reflejo de la libertad, entendida como una consciencia plena del sentido y las exigencias de la humanidad dentro de los individuos. Naturalmente, piensa Kant, el hombre es proclive a una sociable insociabilidad, esto es, a volver a confundir el bien con lo que para cada uno es conveniente desde su propio interés. Salir de esa socialización equívoca requiere de un marco ético asegurado por una república donde las leyes jurídicas y morales abstraigan al hombre de sus costumbres primarias. El trayecto a la ciudadanía es así para Kant un enérgico ejercicio de una libertad responsable con lo social.

Si desde el segundo capítulos el libro de Álvaro Aragón es ya pródigo en desafíos y enigmas (¿puede el hombre domeñar sus reflejos irracionales aun cuando algunos neurocientíficos lo consideren ilusorio?, ¿es la autonomía una fantasía moral?); el tercero de sus apartados es todavía más generoso en problemáticas apasionantes. En éste, las disputas por la ciudadanía multicultural y la ciudadanía cosmopolita conforman un núcleo argumentativo. Una idea fuerte y provocadora cruza este apartado: las luchas por la inclusión ciudadana no están exentas de regresiones; la ciudadanía misma, volviéndose contra sus promesas, puede convertirse en la bandera emotiva que avale y hasta prestigie posiciones particularistas. Universalismo versus particularismo no es una tensión nueva, pero sí un tema muy ilustrativo de las rupturas y continuidades (¿irracionales?) en estos mapas teóricos con secuelas prácticas.

La estrategia expositiva del autor, desvelando los claroscuros de las posiciones enfrentadas, enfoca de modo juicioso el impasse al que los excesos particularistas y universalistas pueden llevar. Mejor aún, después de sopesar los méritos y despropósitos de estas teorías, el autor afirma su propia postura, su elección entre tradiciones con puntos ciegos. Creyente en un universalismo procedimental, porque éste consistiría en el escenario donde todas las culturas pueden admitirse como significativas, Aragón Rivera aboga por una suerte de teoría general no inmune a las nociones e influjos del conflicto y el realismo políticos. Sin una ingeniería política, institucional y jurídica que sirva a la búsqueda difícil de una igualdad en la libertad, la ciudadanía seguirá siendo una “ciudadanía preciada”, como el autor denomina a la ciudadanía excluyente y chauvinista. Vinculando de esta forma las controversias por los derechos sociales, la ciudadanía multicultural y la ciudadanía cosmopolita, Aragón Rivera propone una revisión muy crítica de Habermas, Rawls, Nussbaum, Ferrajoli, Zolo, Walzer, Kymlicka o Taylor (entre otros).

Un trabajo espléndido como éste despierta las ganas de discutirlo con su autor. Me gustaría mucho conocer la reacción de Álvaro Aragón a las siguientes preguntas:

1) La lucha por la ciudadanía, indisociable como estuvo y sigue estando de la expansión de los derechos del individuo, incluido entre éstos el derecho de no participar de lo que rebase su órbita privada, ¿no supone como consecuencia indeseada la tragedia de una ciudadanía pasiva, dispuesta a realizarse activa y comprometidamente sólo en quienes por sus propios motivos resulten interesados en la política? Decantada la balanza moderna por los derechos y no por las obligaciones ciudadanas, ¿cómo contrarrestar ese desequilibrio, si como el autor reconoce la educación cívica es un recurso ingenuo? ¿Es una demanda factible el ideal de que a todos nos competa la política y todos nos responsabilicemos así de ella?

2) La idea ilustrada de una sociedad cuyas relaciones están fundadas en una abstracción imprescindible (somos iguales en lo político, aunque no lo seamos en todo los demás) debería bastar como cemento de un orden social civilizado y racional. Asumo, porque el autor lo deja claro, que esa idea es más un proyecto normativo que una realidad. Teóricamente estoy muy de acuerdo. En un nivel antropológico y sociológico tengo dudas. ¿Alcanza esa potente idea de contrato civil (del que el interés individual es parte forzosa) para vertebrar una sociedad? ¿No existe ya la sociedad antes de ese pacto de racionalidad normativa e instrumental? ¿Un orden no requiere como aglutinante de algunos elementos irracionales, simbólicos o inverificables que hagan creer a sus miembros en su legitimidad? Entiendo la renuencia del autor a esta vía; por ahí pueden recrearse órdenes tradicionales, despóticos, lesivos. Mantengo, no obstante, mi duda, pues no hay sociedad moderna que no precise de normas y prácticas que escapan a la razón y sus instituciones.

3) Finalmente, resulta interesante remarcar (¡una vez más!) lo ineludible que el Estado es para imaginar una sociedad habitable. Ninguna lucha por la ciudadanía puede no valorar la fuerza estatal. El relato neoconservador que opuso Estado o sociedad fue una grosera mentira, que irónicamente tiene parecidos con teorías de izquierda para las que el contacto con el Estado sería reprochable. El enfoque de la calidad democrática, para el cual el papel de la ciudadanía es la clave de la democracia, propone devolver al Estado poder, política y coordinación, pero esa idea no acaba de aceptarse, como si en tiempos democráticos la estatalidad riñera con la vida política libre. En tiempos democráticos, reducidos además por el modelo económico, qué posibilidades hay para recobrar al Estado cuya autoridad y control son resistidos por izquierdas y derechas, cada cual con esquemas de ciudadanía más o menos clientelares o individualizadas. Si Aragón Rivera incorpora la ecuación democracia-mercado y con ella las restricciones económicas y culturales para la ciudadana social que él empuja, intuyo de su parte más razones inteligentes para persuadirnos de que, a pesar de todo los límites del orden social y de la inclusión ciudadana, éstos son conflictivos y contingentes. Espero así, aunque sea mucho pedir, un nuevo libro de este autor preparado para pensar las sociedades complejas y nuestros contrasentidos.

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