Introducción
El artículo analiza la manera en que la etnicidad, desde su dimensión cultural, posibilita a las mujeres rarámuri residentes en los asentamientos de la ciudad de Chihuahua, participar en la vida colectiva, fomentando así un proceso de resignificación de prácticas que favorecen su posicionamiento en diversos cargos políticos y rituales, como el de siríame o gobernadoras indígenas, los cuales han sido prerrogativas de los varones. La investigación partió de un análisis culturalmente situado que considera la particularidad del contexto histórico y social rarámuri; se basó en un enfoque etnográfico centrado en dichos espacios de residencia congregada en la capital del estado, particularmente en cuatro de ellos (El Oasis, Carlos Díaz Infante, Carlos Arroyo y Colonia Tarahumara), así como en una localidad de la Sierra Tarahumara de la cual son originarios un gran número de residentes de los asentamientos: Narárachi; y privilegió el análisis cualitativo, apoyado en las técnicas de observación participante, charlas “informales”, encuestas y entrevistas semiestructuradas.
El análisis se basa en las aportaciones de Barth (1976), Epstein (2006), Comaroff y Comaroff (2006) y Bonfil (1987), y considera que la etnicidad es una dimensión de la vida social que hace referencia a la categorización de grupos sociales particulares dentro de un contexto amplio e implica tres aspectos: identidad, cultura y desigualdad. Además, al aproximarse a otras categorías de distinción y desigualdad social como el género, la etnicidad también permite comprender la forma cultural de significar y vivir la condición de mujer rarámuri, así como las maneras en que se estructuran sus relaciones en la vida colectiva urbana.
La etnicidad rarámuri en el contexto urbano de Chihuahua
El desplazamiento de los rarámuri a la ciudad de Chihuahua tiene una larga historia, pues, por ejemplo, hay registros de finales del siglo XIX y principios del XX que señalan su presencia para la comercialización de plantas medicinales (Lumholtz, 1994; Bennett y Zingg, 1986). Estas incursiones comenzaron a ser más evidentes a partir de la década de 1950 y los estudios sobre esta migración han señalado que la principal causa del movimiento tiene que ver con aspectos económicos (Iturbide y Ramos, 1991; Servín, 2001), aunque actualmente se pueden distinguir otros relacionados con la educación, la salud o los problemas personales (Morales, 2014).
La migración a la capital de Chihuahua tiene dos modalidades, clasificadas de manera general como temporal y permanente. La primera consiste en un movimiento realizado en épocas en las que no se requiere mucho trabajo en las parcelas de sus lugares de origen, como en el invierno, cuando ya han levantado su cosecha.1 De esta manera permanecen en la ciudad desde unas cuantas semanas hasta algunos meses y se dedican a vender hierbas medicinales, algunas mujeres a la kórima,2 o los varones al trabajo en la albañilería. Por su parte, la migración clasificada como permanente implica una residencia constante y prolongada en la urbe y se presenta en dos formas: dispersa, en casas propias o rentadas, y congregada en asentamientos destinados a la población rarámuri.3
La ciudad de Chihuahua ofrece a los rarámuri recursos y oportunidades que no tienen o que son diferentes en las localidades de la Sierra, como trabajo, alimentación, educación, salud, consumo. Sin embargo, su condición de pobreza y subalternidad adquiere otras modalidades, pues ahora están insertos en un nuevo contexto de desigualdad, social, político, económico, cultural, etcétera, en su relación con el Estado y el mundo mestizo. Por ejemplo, en la ciudad se emplean en actividades étnicamente diferenciadas, minusvaloradas, mal remuneradas y sin beneficios sociales; la discriminación y la minusvaloración hacia los rarámuri por parte de la sociedad chihuahuense es común; están sujetos a normatividades y legalidades urbanas que los sitúan en posiciones de desventaja; quienes residen en los asentamientos no son dueños de las viviendas; la relación paternalista establecida por el Estado no se modifica; su imagen es utilizada con fines comerciales y turísticos sin que ellos se beneficien (Morales, 2014).4
El conjunto de oportunidades y problemas inherentes a la vida urbana orienta la forma particular en la que los rarámuri experimentan su etnicidad, la cual revela similitudes y diferencias respecto a lo mostrado en otras investigaciones sobre indígenas urbanos (Arizpe, 1975; Mora, 1996, 2003; Altamirano, 1988; Bastos, 2000; Camus, 2002; Oehmichen, 2000; Durin, 2006, 2010; Hirabayashi, 1985; Velasco, 2002; Oehmichen, 2005; Igreja, 2004; Perraudin, 2010). Entre las similitudes observamos que, en la ciudad de Chihuahua, los rarámuri resuelven su reproducción material en un mercado laboral “etnizado” material y simbólicamente, de acuerdo a las dimensiones de clase, etnia y género.5 Es decir, acceden a espacios de trabajo y remuneración que operan bajo un lógica que articula mecanismos de selección, excluyéndolos de los empleos que ofrecen mejores condiciones.6 En términos generales, la investigación en campo mostró que los varones se dedican a la albañilería y al peonaje en ranchos ganaderos, mientras que las mujeres laboran en el empleo doméstico, la limpieza de hoteles o restaurantes, la venta ambulante de artesanías y golosinas; y muchas de ellas también se dedican a la kórima.
Otra de las dimensiones de la etnicidad rarámuri es la que hace referencia a la construcción de las representaciones identitarias. De acuerdo con Arnold L. Epstein (2006), en contextos marcados por la diversidad cultural, como en los procesos migratorios, las expresiones de identidad étnica se ubican dentro de un espectro marcado por un polo positivo y uno negativo. En el polo positivo, la identidad étnica depende de conceptos internos de exclusión, de fuerzas y recursos internos, y se sustenta en la autoestima y en los valores propios del grupo a los que se manifiesta un apego. En cambio, en el polo negativo la identidad se apoya en una definición impuesta desde fuera y basada en las evaluaciones internalizadas desde los otros.
En este último sentido, la población no indígena ha construido una representación social negativa de los rarámuri, pues los ven como extraños cuyo “verdadero” lugar está en la Sierra, y que ser indígenas en la ciudad los convierte en flojos, alcohólicos, drogadictos y sucios. Servín y González (2003) advirtieron este tipo de representaciones e indicaron que los discursos acerca de la población rarámuri se basan en imágenes estereotipadas, como la de ser renuentes al progreso y a la incorporación al mundo mestizo, ignorantes, borrachos o, en la “mejor” de las valoraciones, víctimas de la pobreza y la ignorancia (Servín y Gonzáles, 2003, p. 224).
En cambio, la “imagen” rarámuri (fenotipo, lengua, indumentaria, fiestas, juegos, territorio, etc.) es utilizada por el gobierno de Chihuahua y la población no indígena con fines comerciales y turísticos, lo cual también evidencia rasgos de desigualdad pues ellos no son los principales beneficiados. Al respecto, Friedlander (en Alonso, 2006) señaló que “la glorificación que hace el estado mexicano de los elementos de la cultura indígena ha permitido la incorporación de los indígenas a la nación mientras que conserva al mismo tiempo su identidad de bajo estatus y posición de clase” (Alonso, 2006, p. 179). Este es el caso de los rarámuri: hasta cierto punto representan una de las imágenes de identidad y “hermandad” chihuahuense, sin embargo también están sujetos a una imagen negativa construida por la población no indígena.
Como rasgo distintivo, los rarámuri no han recurrido a la politización de su identidad étnica para entablar relaciones, demandas y exigencias sociales y culturales ante el Estado, como sí lo han hecho otros grupos indígenas en contextos urbanos (Hirabayashi, 1985; Mora, 1996; Velasco, 2002a y 2002b; Oehmichen, 2005; Igreja, 2004; Perraudin, 2007).7 En cambio, fueron las instituciones religiosas y del estado de Chihuahua las que, a través de un proceso de intervención, se vincularon con este sector de la población. De esta manera, las iglesias evangelista y católica jesuita, y dependencias del gobierno de Chihuahua, como la Coordinación Estatal de la Tarahumara8 y el Programa para el Desarrollo Integral de la Familia (DIF), así como organizaciones altruistas, son las que marcaron la pauta en la conformación de los asentamientos y no los mismos rarámuri quienes se hayan organizado para demandar apoyos en el rubro de la vivienda (Morales, 2013).
En la actualidad hay doce asentamientos rarámuri reconocidos por las instancias gubernamentales: El Oasis, Pino Alto, Colonia Tarahumara, Pájaro Azul, Carlos Díaz Infante, Carlos Arroyo, Granjas Soledad, Ladrilleras Norte, Desarrollo Urbano, Díaz Ordaz, Vistas Cerro Grande y Rinconada los Nogales (Morales, 2013; Martínez, 2015).9 La conformación de los seis primeros siguió las premisas de etiquetamiento y carga simbólica inherentes a las prácticas de intervención y solución de los problemas de desarrollo analizados por Norman Long (2007). Es decir, la residencia dispersa se estimó como inadecuada, por lo que, bajo el argumento de generar mejores condiciones de vida, las instituciones señaladas plantearon que la mejor manera de ayudar a los rarámuri era congregándolos en lugares destinados exclusivamente para ellos (Morales, 2013).10 Sin embargo, los asentamientos no tienen correspondencia con el modelo habitacional rarámuri, que en la Sierra Tarahumara es disperso, por lo que su creación remite al análisis de Ana Alonso (2006) sobre las políticas de espacialización en la configuración del Estado y la etnicidad. En este sentido, los asentamientos evidencian una etnicidad que permite etiquetar lugares de disciplina, homogeneización y civilización, en cuyo núcleo es posible reunir y controlar a esta población.
Pero en estos asentamientos las premisas de la intervención no se limitaron a la esfera residencial, pues los actores religiosos y del Estado también generaron normatividades y formas de organización. Es así que las viviendas han sido entregadas en préstamo bajo un contrato de comodato, es decir, los rarámuri no son dueños de la propiedad y están comprometidos a cumplir un conjunto de reglas para tener derecho al espacio residencial. Y aunado a ello, los interventores y otros actores políticos también implementaron un modelo de organización política en los asentamientos. Para ello tomaron como referente el sistema de gobierno que prevalece en las localidades rarámuri de la Sierra Tarahumara, el cual está encabezado por un siríame o gobernador indígena. La meta fue reproducir las atribuciones y facultades del funcionario ahora en el contexto urbano: coordinación y mediación en asuntos relativos a la moral, al orden grupal, a la ritualidad y a la justicia, además de ser el interlocutor del asentamiento con los agentes externos.11
Pero el proceso de intervención en los asentamientos no se ha presentado como un esquema lineal en el que las instituciones implementan políticas y los rarámuri las adoptan en su totalidad. Al contrario, implica un conjunto de mecanismos por los cuales los actores sociales, las instituciones y los residentes de los asentamientos, interpretan, negocian y transforman los contenidos de las políticas de intervención. Emerge un proceso de agencia que otorga a todos los actores involucrados la capacidad de actuar sobre el flujo de eventos sociales. De acuerdo con esto, los rarámuri no han asumido que el siríame ejerce las funciones de una autoridad absoluta que toma decisiones por su propia cuenta, o que actúa conforme a los objetivos de los agentes externos, sino que lo han ido conduciendo a ciertas áreas de trabajo o participación de acuerdo a sus propios intereses. De esta manera, las funciones de autoridad moral y normativa parecen diluirse debido a las necesidades, conflictos y particularidades de la vida congregada en los asentamientos; las obligaciones festivas permanecen; y la función principal en la urbe, que se ha potenciado, es la de un intermediario que pone en contacto niveles culturales y políticos de los mundos rarámuri y mestizo (Morales, 2013).
Esta situación conduce a un aspecto que John y Jean Comaroff (2006) advirtieron en la definición de etnicidad: el principio de acción social. En este sentido, la etiqueta étnica rarámuri motiva y racionaliza la búsqueda de beneficios individuales y colectivos, y a la vez establece un proceso dialéctico entre la estructura y la acción social al interior de los asentamientos. En otras palabras, a muchas familias rarámuri se les impuso la vida congregada y un modelo de organización política, pero a través de los años, ellas han resignificado estos elementos haciéndolos propios. Representan un punto estratégico para vincularse con el Estado y la sociedad mestiza, y los residentes saben que la “visibilidad” de los asentamientos se compensará con diferentes recursos. En suma, si bien en los asentamientos se aprecian lógicas culturales impuestas y ajenas, tal como lo plantea Bonfil (1987) con el concepto de control cultural, son espacios que han sido apropiados, forman parte de las estrategias de reproducción social y cultural que los rarámuri despliegan en la ciudad de Chihuahua.
Etnicidad, cultura y género rarámuri
La valoración positiva de la identidad también define la etnicidad rarámuri en los asentamientos, lo cual permite retomar los planteamientos de Epstein (2006) y Barth (1976). Según Epstein, la identidad étnica también tiene un polo positivo que depende de conceptos de exclusión, de fuerzas y recursos internos, y se sustenta en la autoestima y en los valores propios del grupo a los que se manifiesta un apego. Para Barth (1976), las distinciones étnicas tienen que ver con procesos de exclusión e incorporación mediante los cuales se conservan las categorías sociales, siendo la autoadscripción y la adscripción por los otros el rasgo fundamental que distingue a los grupos étnicos como forma de organización. De acuerdo con esto último, los grupos étnicos se definen por sus límites a partir de las normas de pertenencia al grupo y los medios para indicar filiación o exclusión.
En el caso rarámuri, tanto el parentesco como las prácticas matrimoniales al interior del grupo proporcionan un conjunto de normas y reglas que garantiza la pertenencia étnica entre los residentes de los asentamientos. Y ellos también ejercen su capacidad de reproducción cultural de otros aspectos: continúan hablando su lengua; el uso de la indumentaria rarámuri es común entre las mujeres; y, de manera particular, reproducen señales, prácticas y emblemas de diferencia que responden a las orientaciones de valores básicos subyacentes a su cultura como las fiestas y rituales. En la mayoría de los asentamientos, sus residentes organizan una serie de fiestas importantes ligadas al ciclo católico: principalmente Semana Santa, Virgen de Guadalupe, Navidad y Reyes. Estas fiestas son espacios mediante los que se pide y se agradece a las deidades por la salud, el trabajo y los bienes, pero, sobre todo, significan momentos de suma importancia para la reafirmación de la identidad en el contexto urbano, además de representar tiempos de convivencia, recreación e intercambio social y cultural.
La práctica ritual muestra que, en la urbe, los rarámuri ejercen de manera autónoma un control cultural sobre sus rasgos particulares en los términos planteados por Guillermo Bonfil (1987). Para este antropólogo, un grupo étnico es aquel que tiene un ámbito de cultura autónoma a partir del cual define su identidad colectiva y hace posible la reproducción de sus límites en tanto colectivo diferenciado. Siguiendo al autor, la identidad étnica rarámuri en la ciudad de Chihuahua implicaría una norma de participación regulada en las decisiones que ejerce el grupo en el ámbito de la cultura propia. A esas prerrogativas también les corresponden ciertas obligaciones cuyo cumplimiento forma parte del desempeño de cada individuo en tanto miembro del grupo. Es decir, para hacer frente al contexto urbano, los rarámuri de los asentamientos recurren a los valores culturales propios y manifiestan apego a su identidad étnica, la cual depende de conceptos de exclusión, de fuerza y recursos internos sustentados en la autoestima. Lengua, indumentaria, organización social, ritualidad, familia, parentesco, prácticas matrimoniales, etcétera, son pautas a las que dan una valoración positiva y les permiten una mejor inserción y reproducción social en el mundo urbano.
En este sentido, la dimensión cultural de la etnicidad ofrece a las mujeres rarámuri la posibilidad de tomar decisiones y participar en la organización política y ritual de los asentamientos, lo cual muestra que en la ciudad están ocurriendo transformaciones en los roles de género. Comprender a cabalidad dichos cambios implica conocer la manera en que el género se construye en las localidades de origen en la Sierra Tarahumara. De esta manera, haciendo operativos los planteamientos de Scott (2000),12 junto con un análisis culturalmente situado que considera la especificidad rarámuri, puede entenderse que los roles y las relaciones de género están definidos por la cosmovisión y las diferentes esferas que caracterizan la organización social, así que mujeres y hombres experimentan sus asignaciones en un contexto social que oscila entre la igualdad, la complementariedad y la hegemonía masculina, condición que es interiorizada y subjetivada, asumiéndola como parte del orden natural de la vida social (Morales, 2014).
En consecuencia, los roles, representaciones y prácticas de género denotan cierta equidad en espacios como el trabajo y las actividades de reproducción material, la propiedad y la herencia, el matrimonio, o las instituciones de intercambio y reciprocidad, como la kórima y las carreras de bola y aro. Pero la hegemonía masculina se afirma al restringir la participación de las mujeres en los principales espacios políticos, rituales y de representación: las prácticas muestran que los cargos del sistema de gobierno y la organización festiva, la especialización ritual y curativa, así como el vínculo con las instituciones son prerrogativa de los varones (Morales, 2014).13 El siguiente testimonio de una rarámuri resume la tensión que se vive entre la hegemonía masculina, la tendencia a las relaciones horizontales y la complementariedad de los géneros:
Entre la cultura tarahumara siempre el hombre va adelante; porque siempre como que le damos más importancia al hombre y que la mujer siempre va atrás. No que valga más el hombre, pero si usted ve en un camino ¿quién va adelante? el hombre, y la mujer va ahí atrás. Y siempre es así. Y en las fiestas ¿quién es el que ofrece? el hombre; ¿quién canta? el hombre; ¿quién invita a una fiesta? ¿a una tesgüinada? Va el hombre a invitar a cada casa. No porque tenga más valor. Pero el papá es como que la cabeza de la familia. Ya sabemos que son los dos, verdad. Yo como que me enfoco cuando era niña, de cómo eran las cosas: el papá era el que decía, la mamá también, pero siempre le preguntaba al papá. Y la mujer es la compañera, es el complemento de las cosas, porque siempre pues en una familia ¿a quién van y le dicen algo? Pues a la mamá (María Juana,14 Entrevista 2011).
Veremos a continuación que hay una correspondencia entre la etnicidad y las adecuaciones de los roles de género en la ciudad de Chihuahua, la cual está propiciando una mayor participación de las mujeres en la organización social de los asentamientos. En consecuencia, el papel de las rarámuri en la vida colectiva se evidencia en el cumplimiento de las funciones de siríame o gobernadoras indígenas y otros cargos políticos, en la organización festiva y ritual, así como en el vínculo con las instituciones.
Organización sociopolítica
En cada localidad rarámuri de la Sierra, la organización política está encabezada por un siríame o gobernador indígena, quien es apoyado en sus tareas por un grupo de auxiliares, todos varones, destacando los segundos gobernadores, capitanes, soldados, mayoras, fiscales, aliwasi y comisario de policía. En los asentamientos urbanos no se ha logrado reproducir totalmente dicho esquema, aunque en algunos sí encontramos una estructura extensa, y en todos ellos las tareas y funciones son resueltas principalmente por la o el siríame. Dentro del conjunto de adecuaciones en la urbe, llama notablemente la atención el nivel de posicionamiento de las mujeres en la organización sociopolítica en la mayoría de los asentamientos, lo cual implica un importante elemento de resignificación en los roles de género. La Tabla 1 muestra los cargos políticos de los asentamientos y evidencia aquellas posiciones que son ocupadas por mujeres.
Cargo/Asentamiento | Año de creación | Iniciativa | Siríame (Primer gobierno) | Segunda/o gobernadora |
Oasis | 1957 | Evangelista | Mujer | Mujer |
Pino Alto | 1974 | Civil | Mujer | - |
Colonia | ||||
Tarahumara | 1991 | Gobierno | ||
Chihuahua | Mujer | Mujer | ||
Sierra Azul | 1992 | Jesuita | Mujer | - |
Ladrillera | Inicio década | Residentes | Hombre | Mujer |
Norte | 2000 | |||
Granjas | Inicio década | Residentes | Mujer | Hombre |
Soledad | 2000 | |||
Desarrollo | Inicio década | Residentes | Mujer | Mujer |
Urbano | 2000 | |||
Díaz Ordaz | Inicio década | Residentes | Mujer | Mujer |
2000 | ||||
Carlos Díaz | 2006 | Jesuita | Hombre | Mujer |
Vistas Cerro | 2006 | Residentes | Mujer | Mujer |
Grande | ||||
Carlos Arroyo | 2009 | Jesuita | Mujer | Hombre |
Rinconada Nogales | 2012 | Residentes | Mujer | Mujer |
Fuente. Elaboración propia a partir de datos en campo, de Morales (2014) y Martínez (2015)
En diez de los doce asentamientos, las mujeres están asumiendo los cargos de primeras gobernadoras (83%) y en ocho los de segundas gobernadoras (66%). Sin embargo, en los ocho asentamientos que había al finalizar la primera década del siglo XXI, sólo tres mujeres ocupaban el cargo de siríame y dos de ellas el de segundas gobernadoras, pues en el resto estaban posicionados los varones (Morales, 2009). Esta situación puede explicarse por dos razones: el retraimiento de los varones, y el gusto e interés que tienen las rarámuri por participar en la organización colectiva de los asentamientos. Sobre el primer punto, los varones argumentan que, debido a las exigencias laborales, no tienen la posibilidad de asumir las responsabilidades colectivas; sin embargo, las mujeres logran ajustar sus tiempos para cumplir con las actividades laborales, domésticas y de organización sociopolítica. A continuación presento testimonios de las exgobernadoras de los asentamientos Carlos Arroyo, Oasis y Carlos Díaz, respectivamente, en los que dan cuenta de ambos aspectos:
¿Cuál es el comportamiento o la actitud del hombre cuando se le pide así un servicio de cargo? No, no acepta, o simplemente no cumple, tiene el nombramiento pero no cumple. Y pues la misma comunidad, si los hombres no cumplen pues ¿a quién se nombra? Pues a la que vemos más movida, a aquella que siempre anda ayudando; o sea son a ellas a las que nombran, a las mujeres […] Yo pedí ser segunda por ser mujer. Yo luego luego dije “si voy a quedar yo, pido ser la segunda, no quiero ser la primera”. Jamás pensé que un día fuera a ser gobernadora, que fuera a tener ese título. No me siento gobernadora, simplemente me siento una servidora de la comunidad. Y pus aquí a lo mejor sí soy la que me muevo más que el hombre, “pero yo lo hago por ayudarte”, le digo. Él se apoya en mí, no decide nada si no va y me lo consulta (Luciana, entrevista 2011).
Sí me gusta ayudarle a la gente. Ahora soy la segunda gobernadora y yo me he movido mucho: levantar la lista de los que vienen a junta, o pedir dinero casa por casa para la fiesta del 12 [de diciembre], siempre syo voy allá al tiradero por leña. Me gusta recibir apoyo de la Coordinadora [ahora COEPI] y yo me siento orgullosa de la gente también. Yo le ayudo mucho a la gente, ir al hospital y cuando una señora no sabe hablar español yo lo llevo (Carolina, entrevista 2010).
En un principio, cuando me nombraron como autoridad, estaba mi tío como primer gobernador, pues fui la primera persona aquí en la ciudad en ser la segunda gobernadora. Mi tío también me decía que tenía que ser primera, pero le dije “Es que tú eres el hombre y el hombre es al que le creen más”. Bueno, yo así creía porque en la Sierra yo veía que había sólo hombres. Pero mi tío tuvo otro problema y tuvo que salir como autoridad. Inmediatamente escogieron otra persona pero no quería dar consejo ni hacer reuniones. Y cuando escogieron a él ahí sí me decían que fuera primera, pero yo le pedí que él fuera primero porque yo todavía no sentía segura. La autoridad yo, en que ahora soy la primera gobernadora ahora, no me siento como primera, solamente me gusta servir. Pus es que mi trabajo sigue siendo igual porque yo [como segunda gobernadora] trabajaba igual como ahora (María, entrevista 2011).
Organización festiva y ritual
En la mayoría de los asentamientos se organizan las fiestas de Semana Santa, Virgen de Guadalupe, Navidad y Reyes. En los términos planteados por Bonfil (1987), esto evidencia un ámbito de cultura autónoma, pues los rarámuri ejercen su capacidad sobre la reproducción de los elementos culturales propios. Dichas celebraciones tienen una estructura, organización y elementos similares a sus contrapartes en la Sierra Tarahumara: hay un grupo de personas encargadas de los preparativos, hay danzas de fariseo o matachín; sacrifican reses, chivas o pollos; elaboran batari o tesgüino15 y preparan alimentos que son ofrecidos ritualmente a las deidades y luego se comparten entre los participantes.
No obstante que en las celebraciones los varones encuentran momentos propicios para hacerse presentes en la vida colectiva, de acuerdo a sus prerrogativas rituales, participando en las danzas de fariseos y matachines o en su función como especialistas de la curación, en los asentamientos también se presentan una serie de transformaciones que llevan a las mujeres a asumir posiciones que antes tenían restringidas en dicha esfera, lo cual muestra una mayor visibilidad y participación. Por ejemplo, en Semana Santa, algunas de ellas cumplen el cargo de capitanas o abanderadas (alpersi) y danzan al compás del tambor, ya sea junto con los varones, o en grupos exclusivamente femeninos. Además, a partir de 2017, en los asentamientos el Oasis y Colonia Tarahumara, las rarámuri, sobre todo las jóvenes, toman parte en el juego de las luchas,16 combatiendo al grupo de los fariseos. Y de igual manera, en las fiestas invernales se suman a las danzas de matachines, ya sea junto con los varones o en grupos exclusivos de mujeres; en la colonia Tarahumara, por ejemplo, desde hace varios años existen tres grupos femeninos de matachines, uno de niñas y dos de mujeres adultas. El testimonio de una gobernadora muestra la toma de posiciones de las mujeres en las fiestas:
Aquí las mujeres son las que bailan, ellas son las que duran toda la noche. En Semana Santa aquí no hacemos distinción, queremos formarnos una conciencia de que nuestras danzas son la oración y que la oración es derecho de todos, no nomás de los hombres. Entonces también nosotras tenemos derecho de orar de la misma manera que el hombre, entonces por eso también nosotras participamos en las danzas de matachín y todo. Porque yo recuerdo en mi comunidad, la mujer nomás tiene que estar ahí sentada y el hombre es el que actúa ¿Pero qué no tenemos derecho a orar de la misma manera que el hombre? Por eso la mujer aquí es la que participa más y en todo. Pero aquí, pues en las danzas son las mujeres, las muchachas. En la Semana Santa aquí bailan las mujeres, ellas son las abanderadas (Luciana, entrevista 2011).
Las obligaciones y cargos asumidos por las mujeres muestran un proceso contradictorio de resignificación del género. No obstante que han adquirido visibilidad, posicionamiento y prestigio, también es cierto que los compromisos les generan mayores cargas laborales. Aún así, ellas piensan que el hecho de asumir los cargos y participar en la vida colectiva de los asentamientos les deja un saldo positivo y lo hacen con gusto. Nuevamente el testimonio de una gobernadora sintetiza las implicaciones que tiene todo este proceso en la vida de las rarámuri:
Sí es mucho trabajo para la mujer. Porque el tener un cargo y hacer el trabajo de la familia y de la casa, todo. Aparte, los servicios que se prestan aquí en el asentamiento: que barrer la cancha, que barrer el salón, que limpiar, que lavar paredes, qué lavar pasillos, pus todo lo hace la mujer. Entonces, todavía encima de eso pues las nombramos para algún cargo, entonces pues es mucho trabajo. Pero si me están pidiendo ese servicio pus lo tengo qué hacer. Pus sí, es carga de trabajo pero las mujeres lo hacemos con gusto. Aquí nosotras lo vemos como algo muy positivo, en la ciudad, y es cosa de la ciudad, pues en la Sierra yo todavía veo, yo comparo, allá pues todavía es el hombre el que como que más participa, se nota más la participación del hombre que de la mujer y pus aquí es al contrario. Entonces es cosa de aquí de la ciudad y pus la mujer es la que participa, y la mujer es la que opina, la mujer es la que dice… Pus yo creo que la experiencia aquí en el asentamiento es muy positivo cuando las mujeres son las que aceptan ir a un reunión, aquí o en otras partes. Se les invita a las demás autoridades que son hombres pero ellos no, ni van y las que van, las que participan somos las mujeres. Sí, porque nosotros siempre aquí pues estamos conscientes de que estamos conviviendo con la otra cultura. Entonces recibimos, estamos abiertas a recibir todo lo que nos pueda servir, como personas y como comunidad también; y todo eso de los derechos y las leyes y todo eso, pues es la sociedad y tenemos qué conocer de ellos. Y eso nos ayuda a las mujeres como a abrirnos más, como aprender a movernos, abrirnos espacios. Y para nosotras todo lo que recibimos es positivo y tratamos de buscar lo positivo y participar (Luciana, entrevista 2011).
Siguiendo a Macleod (2011), quien señala que la cultura es un terreno en donde se negocian constantemente los significados, los símbolos, los principios y las normas, considero que la participación de las rarámuri en la dimensión étnica aporta elementos al proceso de resignificación de los roles y relaciones de género en la urbe; permite su posicionamiento en ciertos cargos políticos y rituales y, además, su desempeño en prácticas de raíces propias manifiesta una búsqueda por abrirse espacios en donde su agencia es fundamental.
Las carreras de aro y bola
Las carreras de aro (rowera) y bola (rarajípa), son espacios que posibilitan la socialización rarámuri e involucran el intercambio y la circulación de bienes y objetos. El propósito de ambas competencias es muy sencillo: los corredores deben terminar en primer lugar el recorrido de una distancia acordada, las mujeres lanzando un aro (rowera) con una vara (chu’ajípara) y los hombres pateando una bola de madera (komaka). Dichas actividades están atravesadas por elementos lúdicos, deportivos, económicos, rituales, cosmogónicos y de generación de prestigio social; están sujetas a una normatividad, son respaldadas por la tradición y abarcan también aspectos de la moral y la política. Son espacios que permiten la aparición de autoridades temporales a las que llaman cho’kéame, que son los funcionarios encargados de organizar las carreras, concertar las apuestas17 y las transacciones entre los equipos rivales. En las localidades de la Sierra el puesto de cho’kéame es ocupado tanto por hombres como por mujeres, quienes sólo cumplen la función durante de la carrera.
Todas las características señaladas forman parte de los contenidos culturales de las competencias tanto en la Sierra como en la ciudad de Chihuahua, pero en el contexto urbano las mujeres se han apropiado de este espacio y lo han transformado prácticamente en un ámbito femenino. Son ellas quienes han asumido su organización y participan en mucho mayor proporción que los hombres. Salvo la regla que señala que los corredores de bola son hombres, la cual sigue cumpliéndose en la ciudad, así como la ocasional presencia de algunos varones como espectadores, la formación de equipos, la participación en las apuestas, asumir los roles de chokáme y, en general, la organización es siempre femenina. Y en el caso de las carreras de aro la situación es aún mucho más evidente, es un evento totalmente asumido por las mujeres. Los siguientes testimonios son de un hombre y una mujer, respectivamente, y muestran tanto su afición por las carreras, como la percepción que tienen sobre la escasa asistencia masculina y la toma de posiciones de las mujeres en este tipo de eventos:
Antes era corredor, corría ahí en la presa El Rejón. Ahí hacían apuestas antes… Los hombres no apuestan aquí [en la ciudad], no sé por qué, en la Sierra sí. A lo mejor ahora está al revés, las mujeres son las que apuestan y los señores casi ni se arriman, ya es otra costumbre… Yo no voy, no es porque no me guste, muchas veces porque no hay hombres (Silverio, entrevista 2010).
Me gustan los juegos, la carrera que hacen, a mi me gusta ganar, pus es que gusta mucho divertirse cuando están jugando. En veces me gusta apostar, me gustan las faldas que traen, son muy bonitos y me gusta verlos, pero en veces pierdo… Ahora van puras mujeres, pus siempre son puras mujeres. Antes sí iban hombres a la presa, ahora no sé por qué no (Irene, entrevista 2011).
Las carreras de aro se organizan entre mujeres de un mismo asentamiento, pero también con equipos de otras colonias y asentamientos, representados cada uno por una corredora (rowéame). La constante participación y los triunfos de las corredoras las hace destacar y son buscadas para competencias cada vez más importantes. Y lo que resulta llamativo es que el reconocimiento de las corredoras, y también de algunas chokéame, puede trascender la intermitencia de las competencias para reflejarse en la organización de los asentamientos. No es una generalidad, pero en algunos de ellos encontramos corredoras y chokéame que participan y se interesan en los asuntos colectivos, su opinión y apoyo son tomados en cuenta, su prestigio se refleja en la convocatoria que tiene con un determinado número de mujeres e, inclusive, han llegado a posicionarse como gobernadoras o capitanas, por ejemplo, en los asentamientos el Oasis, Carlos Arroyo, Carlos Díaz, Rinconada los Nogales o Granjas Soledad.
En suma, las carreras constituyen actividades que estimulan y refuerzan la identidad, configuran mecanismos de expresión e integración que evidencian un control cultural autónomo articulado con la dimensión de género: son mujeres quienes se reúnen para participar en las carreras, hablan su lengua materna y apuestan objetos materiales de su cultura. Tales eventos, además del esparcimiento y la recreación, son fundamentales para mantener y crear vínculos con rarámuri de otras colonias.
Conclusión
En el caso rarámuri analizado, la etnicidad, en su dimensión cultural, estimula un proceso de resignificación en los roles de género que favorece el posicionamiento de las mujeres en diversos cargos y tareas. A las nuevas prerrogativas también les corresponde un conjunto de obligaciones cuyo cumplimiento forma parte del desempeño de cada una de ellas en tanto que son miembros del grupo rarámuri. Aceptar estos derechos y obligaciones no sólo les garantiza membresía y adscripción étnica, sino también ciertos espacios de equidad de género al asumir nuevas posiciones y responsabilidades, evidenciando así la capacidad que tienen para tomar decisiones sobre un repertorio de elementos culturales propios.
En la transformación de los roles y relaciones de género están involucrados varios elementos y actores que pugnan desde la agencia externa y desde el ámbito local. Por un lado, los actores institucionales han impuesto ciertas prácticas y modelos de transferencia de recursos y de organización que requieren el cumplimiento femenino de ciertas responsabilidades, como la escuela, el Programa Federal Prospera u otras actividades asistencialistas. Por otro, los varones se muestran desinteresados en la responsabilidad de los cargos del sistema de organización sociopolítica, como siríame o gobernadores, o en la vinculación las instituciones que intervienen en estos lugares congregados. Finalmente, en un proceso de interiorización, selección y negociación, las mujeres han mostrado una capacidad de decisión sobre el uso elementos rarámuri y la puesta en práctica de pautas lingüísticas, rituales, económicas y políticas, etcétera, definiendo así un ámbito de cultura autónoma en el contexto urbano mediante el cual asumen su identidad étnica. La Tabla 2 resume los cambios en los roles de género.
Rasgos de las relaciones de género | Autonomía | Hegemonía masculina | Horizontalidad | Complementariedad |
Participación política y ritual de mujeres en la ciudad | Cambio: Favorece la autonomía femenina por mayor participación | Cambio: Disminuye y mujeres se favorecen por mayor participación | Cambio: Mujeres se favorecen, pero hay contradicción por cargas laborales | Cambio: Mujeres asumen más funciones junto a los hombres |
Fuente: Elaboración propia.
Es así que en los asentamientos podemos observar a las rarámuri asumiendo cargos y responsabilidades dentro de la organización política y festiva. Algunas de ellas han llegado a ocupar los puestos de primeras o segundas gobernadoras, además de comprometerse en las funciones auxiliares como capitanas o también como líderes de las danzas. En consecuencia observamos que las ideologías de género, definidas como la posición asignada a las mujeres dentro del sistema sexo genérico (Kelly, 1984), no son estáticas, sino susceptibles a ser resignificadas en un proceso que lleva a las rarámuri a tomar posiciones de las cuales, al interior de los marcos sociales y culturales, han sido excluidas por mucho tiempo.
Las obligaciones y cargos asumidos por las mujeres muestran un proceso contradictorio: aunque los compromisos les generan mayores cargas laborales, ellas piensan que el hecho de participar en los puestos, y en general en la vida colectiva, les deja un saldo positivo y lo hacen con gusto. De esta manera, la dimensión cultural de la etnicidad aporta elementos en el proceso de resignificación de los roles y relaciones de género, pues además de acceder a ciertos cargos políticos y rituales, su desempeño en prácticas de raíces propias manifiesta una búsqueda por abrirse espacios en donde su agencia es fundamental. En el caso rarámuri presentado, a diferencia de otros grupos y contextos, no se observa un proceso reflexivo en torno a la búsqueda de equidad de género, tampoco se apela a un lenguaje de derechos ni a una movilización propiamente femenina. Es cierto que existe un retraimiento de los varones en estas responsabilidades, pero también las rarámuri muestran su compromiso y, además, en la práctica manifiestan el derecho que tienen a ser protagonistas de su cultura.