Introducción
La Renta Básica (en adelante RB) es una de las propuestas de política social más innovadoras que existen hoy en día. La RB es una prestación monetaria, financiada a través de impuestos, que la administración debería pagar de forma periódica (por ejemplo, mensualmente) a cada ciudadano. Se trataría de una prestación que se pagaría a los individuos (no a las familias o a los hogares), de forma incondicional (es decir, sin tomar en consideración la edad o el nivel de renta del individuo, que éste haya cotizado previamente, que tenga o no un empleo, o cualquier otra consideración), e independientemente de cualquier otra renta que el individuo pueda percibir.1 En lo que se refiere a la cuantía de la prestación, ésta debería ser la máxima posible que resulte sostenible en el tiempo (Van Parijs, 1996).
Uno de los aspectos sobre las que más se ha especulado en el debate sobre la RB es la de cómo afectaría a los incentivos laborales. Es cierto que el efecto de las prestaciones monetarias sobre dichos incentivos es discutido para cualquier tipo de prestación, pero la incondicionalidad de la RB hace la cuestión si cabe más perentoria. Este trabajo se centra en dicho problema, haciendo especial inciso en cómo podría afectar una RB a los incentivos laborales de los trabajadores más precarios. Si bien las críticas contra la RB suelen alertar del posible abandono masivo del trabajo remunerado que esta podría producir, el peligro sería especialmente grave en el caso de los trabajadores que ocupan los empleos más precarios, con peores salarios y con menor potencial de autorrealización. En estas páginas tratará de argumentarse que dichos temores resultan infundados tanto en el caso general como en el particular de los trabajadores precarios y que, adicionalmente, la RB puede ser un excelente instrumento de activación de los trabajadores poco cualificados, al tiempo que evitaría los problemas derivados de las políticas workfaristas y mejoraría la inclusión social, y reduciría la precariedad y la polarización social y laboral.
Este trabajo se centra así en las críticas empíricas o factuales contra la RB. Se dejan de lado, por tanto, las críticas normativas que señalan que la RB sería injusta porque abriría la puerta al parasitismo y a la explotación de los laboriosos por parte de los holgazanes.
Por otro lado, el trabajo se centrará exclusivamente en el posible impacto de una RB sobre el trabajo remunerado, de manera que también se deja de lado la cuestión de cómo podría afectar la medida a otros tipos de trabajo como el voluntario o el doméstico.
El resto del artículo se organiza como sigue. En primer lugar, se discute el posible impacto de una RB sobre los incentivos laborales del conjunto de los trabajadores. El segundo apartado, por su parte, se centra en el subconjunto de trabajadores precarios poco cualificados. Allí, primero se presentan las características básicas, en lo que afecta a este trabajo, de los Estados de Bienestar de posguerra. A continuación se analizan las consecuencias de la crisis de los mismos en términos de precariedad laboral, pobreza y exclusión. A continuación se realiza un balance crítico del resultado de las políticas workfaristas con las que se ha intentado hacer frente a esos problemas. En cuarto lugar, se sostiene que la RB podría ser un buen instrumento para contribuir a solucionar dichos problemas y que, quizá sorprendentemente, ésta podría constituir un muy buen instrumento de activación de la fuerza de trabajo precaria y poco cualificada. Finalmente, el trabajo se cierra con un apartado de conclusiones.
Renta Básica, incentivos laborales y reparto del trabajo
Existen, como mínimo, dos sólidas razones para suponer que la introducción de una RB no comportaría un abandono masivo del trabajo. Por un lado, pese a que la RB aseguraría la subsistencia de los ciudadanos, la mayoría de estos tiene unos estándares de vida que se sitúan muy por encima del mismo. De este modo, el incentivo económico continuaría siendo el principal (o uno de los principales) estímulos para trabajar (Noguera, 2005). Así pues, es de esperar que la mayoría de los ciudadanos no se conformara con mantener la vida de subsistencia que la RB les garantizaría y tratase de mejorar su situación. En segundo lugar, contra lo que un análisis apresurado pudiese hacernos creer, la renta no es el único incentivo que impulsa a la gente a trabajar. Pese a que la RB pudiera reducir la fuerza (que no eliminar) del incentivo monetario, no alteraría los demás (o lo haría sólo parcialmente). El trabajo también ofrece (o puede ofrecer en algunos casos más o menos numerosos) otros beneficios adicionales a los trabajadores como pueden ser estima, autoestima o autorrealización (Noguera, 2005).2
Así pues, el miedo a que la introducción de una RB supusiese un abandono masivo del trabajo no parece justificado. Lo que tal vez sí que podría producir la medida es una reducción de la oferta de empleo por parte de los individuos que actualmente trabajan. No obstante, quizá sorprendentemente, eso no tendría por qué suponer una reducción global de la oferta de empleo (que podría incluso aumentar). Lo que podría suceder sería, más bien, que la RB se convirtiese en un buen instrumento para lograr un mayor reparto del trabajo.
La RB constituiría un incentivo para que los empleados que actualmente trabajan a tiempo completo redujesen su jornada laboral y optasen por empleos a tiempo parcial. En este sentido, podríamos esperar que la RB funcionase como una técnica suave para el reparto del trabajo de modo que los empleos que quedasen libres como consecuencia del retraimiento de la oferta laboral de los empleados a tiempo completo fuesen ocupados por personas que actualmente se encuentran excluidas del mercado de trabajo o precariamente insertadas.3 De este modo, la RB podría contribuir a una mayor flexibilización del mercado de trabajo, entre otras cosas, a través de incentivar el empleo temporal y a tiempo parcial, sin que dicha flexibilización se tradujese en un incremento de la pobreza ni de la precariedad. En este sentido, la RB es la mejor o una de las mejores políticas disponibles hoy por hoy para incentivar la participación en el mercado de trabajo y conseguir un funcionamiento más eficiente del mismo sin producir exclusión social.4
Además, probablemente, la RB afectaría a la centralidad del empleo y a la ética del trabajo (Van Parijs y Vanderborght, 2006) mientras que mejoraría el reconocimiento social de otro tipo de trabajos y de actividades generadoras de utilidad social. De este modo se promovería una distribución más racional entre trabajo pagado y no pagado (Jordan, 1992) y se facilitaría una cierta desprofesionalización del trabajo asalariado (Standing, 1986, Van Parijs, 1992). En este sentido, como señala Raventós (1999), con una RB, el empleo a tiempo parcial (o eventual) sería cada vez más una opción libre para los ciudadanos, a diferencia de lo que sucede hoy en día en que la mayoría de personas empleadas en esas modalidades lo están porque no gozan de oportunidades reales de acceder a un empleo estable a jornada completa.
Dado que, como acaba de decirse, podría producirse una cierta erosión de la centralidad del empleo que fuese paralela al aumento de la valoración de otras formas de trabajo, sería lógico esperar que la opción de una presencia discontinua en el mercado dejase de ser vista como un second best y que el empleo parcial pasase a ser considerado la opción preferida para mucha gente, incluso en aquellas situaciones en que el pleno fuese posible (Offe, 1992). Como consecuencia de este proceso es de esperar que se difuminasen las fronteras entre los activos y los inactivos (Noguera, 2002a). Esto, a su vez, podría contribuir a suprimir los estigmas asociados a la inactividad, cosa que influiría positivamente sobre la cohesión social.5
Así pues, vemos que no existen razones fundadas para temer que la introducción de una RB produjese un abandono masivo del trabajo y ni siquiera una reducción importante de la oferta de empleo, sino más bien un mayor reparto del trabajo. Pero, para concluir este apartado, vale la pena mencionar que, en cualquier caso, aunque la RB produjese un descenso del volumen de trabajo global en nuestras sociedades, eso no debería preocuparnos en exceso. No debemos perder de vista que 1) de hecho hoy en día existe un gran exceso de oferta de empleo en la práctica totalidad de los países del mundo y que 2) el trabajo remunerado no es un objetivo en sí mismo (Noguera, 2005, Van Parijs, 1996). Tal y como afirma Van Parijs (1996), nadie puede desear sensatamente vivir en una sociedad hiperactiva o sobreempleada6 y en consecuencia, como destaca Noguera (2005), no habría nada de malo sino todo lo contrario en que algunas personas abandonasen sus empleos, especialmente si lo hiciesen para dedicarse temporalmente a otras actividades socialmente útiles.
No obstante, pese a todo lo dicho, el lector aún podría contraargumentar que, aun concediendo que la mayoría de los ciudadanos no abandonarían sus trabajos si se introdujese una RB, quizá un sector concreto de los mismos sí que lo haría: los trabajadores precarios. Los empleos precarios reciben salarios bajos y, además, tienen un escaso o nulo potencial de autorrealización para quien los desempeña, así que quizá la introducción de una RB reduciría o eliminaría los incentivos laborales de estos individuos. Desde mi punto de vista, ésta vuelve a ser una conclusión errónea y existen buenas razones para sostener que, en realidad, la RB podría tener el efecto justo contrario: podría suponer un buen instrumento de activación de la fuerza de trabajo. Se dedica el resto del artículo a desarrollar este argumento.
Renta Básica y trabajadores precarios
El Estado de Bienestar de posguerra
Como es bien sabido, los Estados de Bienestar fueron diseñados de forma tal que las familias accedían a la mayoría de las prestaciones sociales a través de las cotizaciones del cabeza de familia. Se trató pues de un sistema familiarista, pensado para una situación de pleno empleo masculino y de lógica contributiva. Los sistemas contributivos en los Estados de Bienestar europeos de la posguerra mundial presentaban las siguientes características: 1) eran sistemas públicos, 2) de reparto (en los que las contribuciones actuales financian a las prestaciones actuales), 3) obligatorios, 4) con prestaciones relacionadas con las cotizaciones previas, esto es, que se dirigen a reponer o mantener el salario previo en una cierta proporción (que puede ser variable según el programa específico de que se trate) (Noguera, 2001a). Incluso en lo que se denominó como la época dorada de los Estados de Bienestar (Noguera, 2003), los sistemas contributivos generaban importantes inequidades y efectos perversos (Noguera, 2001a, 2002b).
Tal y como destacan Healy y Reynols (2002), los sistemas de bienestar social, tal y como se los diseño en la posguerra mundial, pueden funcionar cuando se dan las siguientes condiciones: 1) el pleno empleo masculino es la norma, 2) la participación de la fuerza de trabajo femenina es baja, 3) el desempleo, cuando se da, es de corta duración, 4) los pagos del bienestar social actúan simplemente como un mecanismo de transición para sostener a las personas durante períodos de enfermedad o desempleo, 5) el empleo suele ser de tiempo completo y con una remuneración suficiente como para poder mantener a una familia y 6) los empleos son permanentes. Sin embargo, como es bien sabido, el sistema entró en crisis durante los años 70 del siglo pasado. El desempleo masivo y el aumento de la desigualdad, de la exclusión social y de la pobreza en un contexto de profundos cambios sociales, se convirtieron en la norma. Los mecanismos de protección social como la prestación por desempleo, que fueron diseñados para ser residuales y transitorios, tuvieron que hacer frente a unas nuevas realidades para las que no estaban preparados (Noguera, 2001a).
Crisis del Estado de Bienestar de posguerra
La reacción europea durante los años 80 consistió en la introducción de medidas de lucha contra la pobreza y de mantenimiento de rentas, se extendieron los salarios sociales o rentas mínimas. “En general, el concepto de renta mínima se asocia a una prestación económica, de naturaleza diferencial, sujeta a la comprobación de recursos financiada fundamentalmente a través de impuestos y cotizaciones sociales y que constituye la última malla de seguridad económica frente al riesgo de pobreza” (Ayala, 2000, p. 88).
Las rentas mínimas tienen dos objetivos diferenciables y, hasta cierto punto, contradictorios en la situación actual. Por un lado, se trata de una política de mantenimiento de rentas que trata de evitar que los perceptores caigan en la pobreza. Por otra parte, se trata de conseguir la reinserción social de los mismos, reinserción que se define en esas políticas, casi exclusivamente, como inserción en el mercado de trabajo.7 Eso, en un contexto en que el empleo estable y de calidad, el que marcaba la inserción en los Estados de Bienestar europeos de posguerra, se ha convertido en un bien escaso, sitúa a las rentas mínimas en una encrucijada.
Son numerosos los autores que sostienen que en las economías occidentales se produce un trade-off entre pobreza y desempleo.8 Si se pretende crear empleos nuevos y a tiempo completo, sólo puede hacerse a costa de precarizarlos y de, por tanto, condenar a la pobreza a los trabajadores que los ocupen. Si se pretende que el empleo tenga la calidad suficiente como para asegurar los estándares de vida de los trabajadores, debemos aceptar unas elevadas tasas de desempleo. Las sociedades deben por tanto, desde esta lógica, elegir cuál es la combinación de desempleo y de pobreza que están dispuestas a aceptar y las rentas mínimas y los subsidios de desempleo deben jugar el papel de parches que ayuden a paliar los efectos más nocivos de la elección. Como no podía ser de otra forma, el éxito de las rentas mínimas en su doble objetivo de eliminación de la pobreza y de inserción social, entendida como inserción en el mercado de trabajo, ha sido muy escaso.9 No sólo su éxito ha sido escaso sino que, además, han acabado generando una amplia gama de efectos contraproducentes. Me centraré aquí sólo en los que tienen que ver con el objeto de este trabajo, a saber, a través de las rentas mínimas de inserción y de los subsidios de desempleo se corre el riesgo de generar trampas de la pobreza, incentivar el fraude, generar dependencia y estigmatizar a los perceptores (Noguera, 2001a).
En primer lugar, tanto el subsidio de desempleo como las rentas mínimas son prestaciones condicionales. Para tener derecho a recibirlas se tienen que cumplir una serie de requisitos, el más importante para lo que aquí nos afecta consiste en que son incompatibles (en mayor o menor grado, dependiendo de los casos concretos) con el disfrute de rentas salariales. En el momento en que se obtiene un empleo, se pierde la parte correspondiente (o la totalidad) del beneficio. Este hecho provoca las denominadas trampas de la pobreza y del paro.
En primer lugar, la trampa de la pobreza consiste en el hecho de que una persona que está cobrando una renta mínima tiene un fuerte desincentivo para aceptar un empleo dado que estará sometida a una tasa impositiva marginal del 100%, esto es, por cada euro de ingreso que reciba merced a su nuevo empleo se le descontará otro euro de su prestación.10 Para eliminar el efecto de la trampa, el salario del nuevo empleo tiene que superar ampliamente la cuantía de la prestación, cosa que no suele suceder dado que los empleos a los que optan los beneficiarios de las rentas mínimas suelen ser precarios.11 Independientemente de cuál sea la incidencia real de esta trampa, es evidente que el mecanismo institucional genera un fuerte incentivo contraproducente. A este respecto, existe un amplio consenso entre los diseñadores de políticas públicas en que hay que evitar prestaciones que conduzcan a las familias pobres a enfrentar tasas marginales muy altas al tomar un empleo o aumentar las horas de trabajo. Los sistemas demasiado selectivos se ven afectados por trampas de la inactividad y desalientan la empleabilidad de las personas con bajas cualificaciones (Van Parijs, Jacquet y Salinas, 2002).
Por su parte, la trampa del paro constituye un subcaso de la anterior.12 Una persona que se encuentra cobrando una prestación por desempleo perderá la totalidad de la prestación si acepta un trabajo. Esta trampa tiene, además, dos dimensiones adicionales que van más allá del componente meramente económico de la misma y que no siempre son suficientemente tenidas en cuenta. La segunda dimensión de la trampa es la de incertidumbre.13 Tal y como se ha dicho, los beneficiarios de rentas mínimas suelen verse abocados, si a alguno, al empleo precario. El miedo de no estar a la altura y perder rápidamente el empleo y luego tener que volver a hacer trámites para recuperar la prestación que, en el mejor de los casos, supondrá pasar un tiempo sin percibirla, desincentiva la aceptación y búsqueda de empleos. Contra lo que suele pensarse, esta segunda dimensión de la trampa es más importante que la primera.
La tercera dimensión de la trampa del paro consiste en una confluencia de factores.14 Por un lado, la persona desempleada sufre una erosión de su capital humano. Esta puede producirse por la pérdida de conocimientos técnicos adquiridos o puede ser fruto de los avances tecnológicos. En segundo lugar, las personas que se encuentran un largo período de tiempo desempleadas sufren una transformación de sus aspiraciones. El tercer proceso tiene que ver con la demanda de trabajo. Los empleadores conocen bien los dos fenómenos anteriores y rechazan contratar a personas que llevan un largo período desempleadas.
Otro efecto de este tipo de medidas condicionales, estrechamente relacionado con los anteriores, es el fraude.15 Como hemos visto, las prestaciones condicionales incentivan a los desempleados a permanecer al margen del empleo formal. Sin embargo, la cuantía de estas prestaciones es muy escasa y se sitúa por debajo de la línea de subsistencia. Estos dos factores unidos incentivan fuertemente a su vez la realización de trabajos en negro, no declarados.
Todos estos factores abren la puerta a que se acabe generando en los beneficiarios una dependencia respecto de los programas de asistencia social (Noguera, 2001a). De modo general, y más allá de la incidencia empírica real de cada uno de estos problemas, la cuestión central aquí es que cuando se le da dinero a alguien por tener una determinada característica, se le está dando un incentivo para conservarla (o adquirirla) (Adam, Brewer y Shephard, 2006). De esta forma, los subsidios condicionados a situaciones de pobreza y exclusión generan unos incentivos profundamente perversos que inducen a los beneficiarios a no esforzarse por mejorar su situación y que incentivan el fraude. Los beneficiarios son los perdedores de este sistema, no —contra lo que en ocasiones se argumenta— los ganadores.
Además de las trampas, otro de los de los efectos contraproducentes más destacables de este tipo de medidas es la estigmatización de los perceptores.16 Para acceder a muchos de estos programas (como los salarios sociales o rentas mínimas) se tiene que superar un test de recursos (means test) que, en ocasiones, puede constituir un proceso humillante para los solicitantes (Raventós, 2001a, 2001b). Los perceptores de ese tipo de medidas son señalados como pobres (o como vagos, marginales e inadaptados) por la misma política (Raventós, 2001a, 2001b).
De modo general, se divide la sociedad entre aquéllos que contribuyen y aquéllos otros que necesitan de asistencia pública para subsistir (Mitschke, 2002). Los participantes en este tipo de programas se vuelven conscientes de su situación real y pueden ver aún más reducida su motivación17 (Adelantado y Noguera, 2001). De modo igualmente general, cualquier beneficio restringido sólo a pobres suele ser estigmatizador (Van Parijs, Jacquet y Salinas, 2002). La misma definición individualizante de los programas genera culpa en los perceptores, los cuales se sienten responsables de una situación que, en realidad, normalmente tiene su origen en fenómenos socioeconómicos que escapan a su control (Adelantado y Noguera, 2001).
Todas estas características han convertido a los Estados de Bienestar europeos en lo que Van Parijs (1992, 2001, 2002) ha denominado Estados de Bienestar pasivos, a saber, sistemas en los que se incentiva a la mano de obra (o a parte de la misma) para que se mantenga fuera del mercado de trabajo. La preocupación por superar esta situación y activar a la fuerza de trabajo ha impulsado a los países occidentales durante los últimos años a introducir políticas de tipo workfarista. Este tipo de políticas tiene por objeto atacar la pasividad tanto de los perceptores de la política como la de la burocracia administrativa. Se trata, por decirlo con Groot y Van der Veen (2002), de desterrar de las mentes de los solicitantes la expectativa legítima de acceder a un beneficio social con la sola condición de cumplir con el ritual de presentarse en el centro de empleo a constatar que no hay ningún empleo adecuado en el camino. Por el otro lado, se intenta obligar a la burocracia de la administración del bienestar a interesarse activamente en capacitar a los solicitantes para lograr una inserción permanente en el mercado laboral.
Workfarismo
Los tipos de medidas de activación que se han venido tomando a lo largo de estos años varían mucho de unos contextos a otros pero, de modo general, consisten en introducir (o expandir) beneficios en el empleo como reducciones de las aportaciones de los empresarios o los trabajadores a la seguridad social, subsidios directos al empleo o créditos impositivos a las empresas en función del número de trabajadores que emplean, subsidios directos al salario o créditos impositivos reembolsables dirigidos sólo a los trabajadores, o subsidios para estimular empleos en el sector público. A su vez, este tipo de beneficios puede dirigirse sólo a los empleos de bajos salarios, a todos los empleos (pero arrojando un beneficio neto sólo para los empleos de bajos salarios debido al modo en que se financia el programa), o sólo a los empleos que tienen alguna característica correlacionada con los bajos salarios (como emplear a discapacitados o personas con un bajo nivel educativo) (Van Parijs, Jacquet y Salinas, 2002).
A su vez, las condiciones de acceso a los programas de mantenimiento de rentas se vuelven cada vez más restrictivas y el hecho de recibir un salario social se vincula de forma cada vez más estricta con la realización de algún tipo de trabajo. En el caso más extremo de workfare, la administración crea directamente empleos en el sector público para aquellos beneficiarios imposibles de insertar en el mercado de trabajo normal y cuyo principal objetivo es mantenerlos activos.18
La evaluación de este tipo de programas escapa a los objetivos del presente trabajo pero, de modo general, puede sostenerse que su éxito es bastante limitado.19 En particular, no parece que el workfare solucione los problemas mencionados e incluso en algunos casos probablemente los agrava. Por ejemplo, Standing (1986) señala que los empleos subsidiados que se han creado en el Reino Unido no demandan prácticamente ninguna capacidad a los trabajadores que los llevan a cabo, de modo que no les ofrecen posibilidades de realización ni de mejorar su autoestima y no superan el problema de la estigmatización, ya que tanto los beneficiarios como el resto de ciudadanos son conscientes de que se trata de un mercado de trabajo para fracasados. En muchos casos, además, los empleos subsidiados se habrían creado igualmente sin necesidad de subvenciones20 y, por tanto, sin carga estigmatizadora. Standing concluye que no parece que estas actividades tengan un efecto positivo sobre la actitud hacia el trabajo o que ayude a promover el desarrollo de habilidades.
Es dudoso que los subsidios salariales y las medidas de sostenimiento de rentas destinadas a facilitar la transición de la prestación al empleo que se aplican en Europa tengan demasiado éxito en activar a los desempleados. Parece, más bien, que la mayoría de esos empleos pueden ser ocupados por trabajadores recién incorporados al mercado o por mujeres, mientras que los desempleados continuarían atrapados en las trampas de la pobreza y el desempleo sin que los subsidios lograsen reactivarlos (Beer, 2002).
Ayala (2000) destaca que el aumento de las restricciones para acceder a una renta mínima parece estar incrementando el impacto de las trampas del desempleo y de la pobreza, ya que los que tienen unos ingresos que aún les permiten acceder a la prestación, pueden renunciar a ellos si la prestación se vuelve más selectiva.
El problema de fondo vuelve a ser el mismo que ya se ha mencionado anteriormente, se aplican programas individualizantes que sitúan al perceptor como responsable de su situación en un contexto de crisis del empleo en el que hace imposible que dichos programas tengan éxito en una mayoría de casos independientemente de lo que hagan o dejen de hacer los beneficiarios de los mismos. Las medidas de workfare acosan a los beneficiarios que son permanentemente tratados como sospechosos (Van Parijs y Vanderborght, 2006).
La Renta Básica como instrumento de activación de la fuerza de trabajo
Aunque a primera vista pueda parecer sorprendente, la RB, al igual que el workfare, puede ser una estrategia de activación de la fuerza de trabajo.21 La RB, sin embargo, evitaría los efectos contraproducentes atribuidos a las estrategias de workfare. Me centraré aquí exclusivamente en los problemas que más directamente afectan al objeto del presente trabajo, a saber, las trampas de la pobreza y el desempleo, el fraude, la estigmatización de los perceptores y la exclusión social.
En primer lugar, la RB eliminaría las trampas de la pobreza y del paro.22 Se eliminaría el incentivo pernicioso que supone ofrecerle un beneficio a la gente sólo en la medida en la que conserven su situación de necesidad (Standing, 1986). En el caso de la trampa de la pobreza, es evidente de qué modo la RB la superaría. La tasa impositiva marginal que se le aplicaría a una persona desempleada por acceder a un trabajo en el mercado sería del 0%, a diferencia de lo que hemos visto que sucede con las rentas mínimas con las que dicha tasa puede llegar a ser del 100%. En el caso de la primera dimensión de la trampa del paro, el cambio sería aún más drástico con la nueva medida ya que hoy en día generalmente se pierde la totalidad de la prestación en el momento en que se accede a un empleo aunque sea a tiempo parcial o de carácter eventual. 23
La RB también enfrentaría directamente la segunda dimensión de la trampa del desempleo, la de la inseguridad.24 Por muy adverso al riesgo y muy poca confianza en sí mismo que pueda tener un determinado desempleado, la aceptación de un determinado trabajo no supondría ningún peligro para su derecho a la RB.
La posible incidencia de la RB sobre la tercera dimensión de la trampa del paro que se expuso más arriba es más incierta. Evidentemente, con una RB una persona que pase un largo tiempo desempleada vería erosionado su capital humano, del mismo modo que le sucede sin RB, y los empresarios serían conscientes de este hecho exactamente de la misma forma que lo son ahora. Sea como sea, sería ingenuo pensar que con una RB nunca más habría nadie que se encuentre desempleado de forma involuntaria. Ni la RB ni ninguna otra medida puede garantizar a todo el mundo de una forma sostenible un empleo estable y de calidad que le aporte bienestar y autorrealización. Pero la RB es la medida que mejor (o, tal vez, una de las que mejor) puede garantizar el maximín de la oportunidad real de acceder a un empleo de esas características (Van Parijs, 1996).25
Finalmente, uno de los grandes beneficios de la RB consistiría en que eliminaría los problemas de estigmatización de los sectores más precarios de la clase obrera vinculados a las políticas workfaristas.26 La RB eliminaría la pobreza y difuminaría las fronteras entre parados y ocupados, con lo que se difuminaría también la base para los estigmas del paro, de la pobreza y de la dependencia de la ayuda pública (Wright, 2000). La RB eliminaría también, obviamente, los humillantes controles means test que tienen que pasar los demandantes de prestaciones para poder acceder a las mismas y es mucho menos intrusiva que estas medidas.27 En tercer lugar, la RB suprimiría los falsos empleos públicos que hoy en día se crean simplemente para mantener activos a los perceptores de determinados beneficios sociales y que, como he argumentado, terminan por estigmatizarlos (Noguera, 2005, Standing, 1992).
Por otra parte, la RB mejoraría las oportunidades de inserción social. Tal y como se ha argumentado, en los programas actuales la inserción prácticamente se reduce a encontrarse empleado en el mercado de trabajo. Aun aceptando que esto fuese así, la RB ya sería una buena estrategia de inserción en tanto que es la mejor (o una de las mejores) estrategias disponibles para incentivar la activación de la fuerza de trabajo. Pero la inclusión no tiene por qué reducirse al trabajo en el mercado.28 En un número muy importante de casos, el único problema que tienen las personas catalogadas de excluidas por los programas de inserción es la no disponibilidad de una renta. Además, tal y como se ha comentado, la pobreza incide negativamente sobre la búsqueda de trabajo y el reempleo en lugar de producir reactivación. Recibir prestaciones muy bajas está asociado con reducidas oportunidades de reempleo, baja calidad del mismo, pobreza y poco bienestar mental y mala salud (Malmberg-Heimonen y Vuori, 2005). Por el contrario, la mayoría de expertos demandan hoy en día separar el derecho a percibir una renta del derecho a la inserción social (Ayala, 2000). La implementación de una RB no tiene por qué suponer la desaparición de los programas de inserción social (no sólo laboral). Al contrario, con una RB los trabajadores sociales y todos aquellos profesionales que trabajan en el campo de la inserción podrían dedicarse realmente a su cometido en lugar de tener que desviar gran parte de su potencial a fiscalizar a los beneficiarios tratando de impedir que, por ejemplo, incurran en el fraude.29
En definitiva, contra lo que pudiese a priori parecer, vemos que existen buenas razones para esperar que la RB podría constituir un buen instrumento de activación de los sectores de trabajadores precarios. Nótese empero que, a diferencia de lo que sucede actualmente, este hecho no se traduciría en un aumento de la precariedad laboral, sino todo lo contrario. La RB le ofrecería a los trabajadores precarios la opción real de dejar sus empleos o no aceptarlos y que, en el mismo sentido, ésta aumentaría el poder de negociación (individual y colectivo) de estos trabajadores.30 Así, por una u otra vía, los empresarios se verían forzados a mejorar las condiciones de esos empleos (Noguera, 2002a, 2005). De este modo, la RB puede incentivar y aumentar las posibilidades de empleo de los trabajadores menos cualificados, sin que eso se traduzca, como sucede hoy en día, en un aumento de la pobreza y de la precariedad.31
Conclusiones
Los críticos contra la RB acostumbran a argumentar que esta medida viola el requisito de factibilidad que debería cumplir una política pública bien diseñada. A saber, la introducción de la medida produciría un abandono masivo del trabajo que la convertiría en inviable. En este sentido, algunos autores se han referido a la paradoja de la RB (Francisco, 2001, Wright, 2000), que consiste en el hecho de que si defendemos la implantación de una RB, nos vemos obligados a optar entre una RB de cuantía elevada que desincentivará el trabajo remunerado y, por tanto, resultará insostenible a medio-largo plazo o una RB mínima que no desincentivará el trabajo pero será tan escasa que no producirá los efectos positivos esperados. La paradoja puede resumirse en la máxima según la cual la RB que merecería la pena apoyar es imposible y la RB que es posible no merece ser apoyada.
Sin embargo, los argumentos ofrecidos en este artículo invitan a pensar que, en realidad, como defiende Noguera (2005), los defensores de la RB no se enfrentan a una paradoja sino simplemente a la necesidad de encontrar un óptimo. La RB conecta con el principio rawlsiano del reparto maximín del producto de la cooperación social. En este sentido, se trataría de encontrar el nivel máximo sostenible de RB. Deberemos ir aumentando la cuantía de la RB hasta que alcancemos un punto en el que un incremento adicional produciría efectos nocivos que podrían poner en peligro la sostenibilidad de la medida en cuestión. Tal y como argumenta Wright (2000), determinar dónde se encuentra ese punto es una cuestión empírica pero, como también apunta Van Parijs (1996, 2001), la evidencia parece mostrar que, al menos en las sociedades desarrolladas, el punto de equilibrio se encuentra bastante por encima del nivel de subsistencia.
Como hemos visto, no cabe esperar que una RB como la descrita fuese a producir un abandono masivo del trabajo remunerado sino, más bien, un mayor reparto del mismo. En el caso concreto de los trabajadores precarios menos cualificados, existen buenas razones para esperar que una RB constituyese un buen instrumento para eliminar las trampas del paro y la pobreza así como la estigmatización social. De este modo, la RB podría conseguir compatibilizar una mayor activación de la fuerza de trabajo y la reducción de la exclusión social, con una reducción de la precariedad y de la polarización social y laboral.