Finalmente el viaje conduce a la ciudad de Tamara.
Uno se adentra en ella por calles llenas de enseñas
que sobresalen de las paredes. El ojo no ve cosas
sino figuras de cosas que significan otras cosas…
Italo Calvino, Las ciudades invisibles
Más allá de lo estratégico… acercarse a lo incalculable
El ahínco por comprender lo social es un afán por comprendernos como seres en el mundo y aproximarnos al saber sobre las fuerzas que nos mueven al pensar y al hacer. Un saber que, respondiendo a esas fuerzas, frecuentemente es incorporado en estrategias diversas que, destinadas a intervenir en los procesos sociales, generalmente toman forma como recursos instrumentales de la política, entendida ésta como “régimen de control poblacional y como forma de creación de identidades corporales y psíquicas” (Mier, 2010, p. 254).
El trasfondo de esta finalidad es el supuesto de posibilidad de aprehensión de lo social como saber susceptible de ser instrumentalizado y las exigencias de conocimiento, en gran medida, se guían por este supuesto olvidando lo mucho de inaprehensible, indeterminable e incalculable que tienen lo social y -por el tema que nos atañe- la ciudad.
Si atendemos a la observación que Lindón hacía en 2001, cuando señalaba que la investigación realizada respecto a la ciudad, prioritariamente se había centrado en las políticas urbanas o en las políticas sociales que repercuten en el ámbito urbano, nos damos cuenta de la producción del saber social incorporado en el régimen de control poblacional y la creación de identidades a los que refiere Mier. En la misma línea ubicamos la introducción que Ziccardi (2012) hace a Ciudades del 210: entre la sociedad del conocimiento y la desigualdad social, obra en la que los ejes referidos por Lindón se actualizan con temas concernientes a la sociedad del conocimiento, la desigualdad, la perspectiva ambiental, el debilitamiento de la cohesión social, el reclamo por los derechos, la participación ciudadana, la pobreza y la segregación.
La ciudad es más que lo estructural y lo funcional. A principios de los años 2000, se hacía visible este supuesto; desde ahí, se admitió la poca investigación que anteriormente se había realizado y se impulsó el desarrollo del conocimiento de lo social respecto a la memoria, las representaciones, la sociabilidad, la experiencia y lo imaginario puestos en relación con la ciudad y las formas de vida que les son propias. Como creación social, la ciudad “no puede existir más que si una serie de funciones se cumplen constantemente, […] pero no se reduce a esto” (Castoriadis, 1989, p. 200). En la ciudad, como en la sociedad, lo funcional se “combina” en proporciones variables con lo imaginario y éstos no podrían sostenerse sin estar tejidos a lo simbólico.
Este artículo está dedicado a la experiencia y lo imaginario. Aunque el primer tema ha sido mucho menos trabajado que el segundo -comparativamente hablando-, comparten tratamiento similar en la literatura del campo de los estudios de la ciudad; al ser tan amplia la producción escrita, es fácil encontrar diversidad de abordajes que no siempre cumplen con expectativas de rigurosidad en sus formulaciones teórico-metodológicas. En el caso de la noción de experiencia -salvo excepciones- es altamente frecuente el uso del sustantivo sin ahondar en sus alcances conceptuales para comprender lo que ocurre en la ciudad; mientras que en el caso de lo imaginario, no sólo se emplea el término en el ámbito de lo sobreentendido, también -excepto cuando se explicitan sus fundamentos- suele ser depositario de aquello que no tiene concepto o se ignora cuál es el pertinente para nombrar lo observado.
Generalmente se hace referencia a lo imaginario como a las representaciones, imágenes, o como al receptáculo de ambos. Si bien se han construido diferentes aproximaciones conceptuales a “lo imaginario”, particularmente la perspectiva antropológica de Durand (2004) ha sido frecuentemente mezclada con la perspectiva que Castoriadis (1989) construyera, resultando en nociones que se acercan a lo que en los años sesenta del siglo pasado Moscovici popularizó como las “representaciones sociales” -versión deslucida de la concepción durkhemiana de la vida social.
Con todo ello, hoy se habla de “los imaginarios” como Moscovici hablaba de las representaciones sociales: meros utensilios susceptibles de ser cambiados, apropiados, esgrimidos, de cualquier manera; más aún se nombra lo imaginario como si fuera representación. Las imprecisiones conceptuales derivan juicios que las investigaciones rigurosas no han alcanzado a acotar, de tal manera que actualmente encontramos producciones orales y escritas en las que los términos que nos ocupan son trivializados y, con ello, pierden la potencia que nos pueden brindar para la comprensión y la acción.1
En este marco, el presente artículo se propone exponer las nociones experiencia e imaginario que, desde la perspectiva de las autoras, pueden llegar a ser articuladas a los estudios de los fenómenos propios de la ciudad. No se trata de un estudio extendido, es, sobre todo, una recuperación de lo que ya se ha nombrado y la presentación de otras perspectivas que pueden articularse a las nociones referidas con la finalidad de contribuir a comprender los fenómenos que nos interesan. Por ello, trataremos de ofrecer una reflexión acerca de lo imaginario como esa potencia creadora, que efectivamente está en la génesis de las representaciones y de lo simbólico, y de la experiencia, para apuntar su posible articulación con la reflexión en torno de la ciudad.
Experiencia en la ciudad
Si bien la visión canónica de la ciudad se la debemos a Simmel (1903) y a Wirth (1938) -ya que fueron ellos los que pusieron al centro concepciones con las cuales todavía hoy se realizan reflexiones acerca de la ciudad y de las formas de la vida urbana en la contemporaneidad- en el siglo XX y lo que va del presente, la ciudad ha sido no sólo enigmática, hasta cierto punto, sino que potencia un conjunto de deliberaciones e incluso fantasmas en los que aparece dotada de capacidades que la situarían como una especie de entidad en sí misma. Temas como la exacerbación de los estímulos, el individualismo, el anonimato, la transitoriedad y superficialidad de las relaciones han sido tomados, actualizados y enriquecidos con ideas que pretenden desentrañar la complejidad propia de la ciudad y lo que ésta genera en la vida humana.
Sin embargo, definir la ciudad, encontrar las categorías con las cuales sea posible pensar eso que se supone constituye es -como señalara Childe (1950) de la noción de ciudad, en los años cincuenta del siglo pasado- “notoriamente difícil de definir” y sin embargo hasta hoy los rasgos o criterios que Childe señalara en su estudio arqueológico para distinguir las ciudades de las villas, se encuentran presentes en buena parte de las caracterizaciones de lo que se denomina ciudades. Por ejemplo, la relación que las caracteriza en cuanto a extensión territorial y densidad poblacional; la especialización de los trabajadores (de tiempo completo) que las habitan; el mercado y los intercambios comerciales foráneos más complejos, etcétera.
Si bien la aproximación de Childe ha sido sólo para el estudio particular de los asentamientos humanos desde una perspectiva arqueológica y su teoría de la Revolución urbana puede dar lugar a muchas consideraciones. Este enfoque nos ofrece un punto de interés, ya que su modelo más que tratar acerca de las ciudades en sí mismas, trata acerca de series de cambios sociales, económicos, políticos y culturales interrelacionados (Smith, 2009), que para Childe llevaron a los primeros Estados y ciudades. Sin embargo, aunque este haya sido, digamos, el objetivo aparente del modelo, desde la perspectiva con la que proponemos tratar estos temas, el autor apuntó a un tema central en la reflexión acerca de eso que llamamos ciudades, porque lo que afanosamente nos empeñamos en conceptualizar como producto de la ciudad es más bien “creación -producto- de la vida humana” que es social e histórica y se realiza en la forma de prácticas que a lo largo del tiempo y en el espacio, sufren cambios.
Retomando el hilo expositivo de lo que, canónicamente, se ha dicho de las ciudades, éstas -explica Wirth-, por su densidad poblacional, son espacios en los que se da la diversificación y la especialización; los contactos físicos cercanos se producen por la proximidad en la ocupación del espacio -como es el caso de las muchedumbres- más no por la intención de la relación; los contrastes y las desigualdades son evidentes; los mecanismos de exclusión generan complejos patrones de segregación que producen inseguridad e inestabilidad.
Algunas de las perspectivas actuales siguen la línea marcada desde principios del siglo XX, algunas otras plantean ideas que contravienen la generalización establecida como patrón para concebir la ciudad.2 Quienes continúan la visión canónica la han enriquecido pues, por una parte, la mayoría de los pobladores de este planeta vivimos en ciudades y la devastación de los recursos naturales cada vez ha sido más brutal y veloz; por otra parte, antes de mediados del siglo XX los procesos de industrialización y la urbanización acelerada llamaron la atención de las ciencias sociales sobre la ciudad y sus problemas, tanto los de afectación por eventos naturales que se convierten en catástrofes sociales como por los que se producen por la dinámica propia de las ciudades y su crecimiento (Pradilla, 2013 y Wade, 2013).
Otros puntos de vista acentúan la condición diferencial de las ciudades actuales como pérdida de un supuesto sentido original de las mismas. Por ejemplo, Kosik (2012) muestra cómo las condiciones de las grandes ciudades modernas ya no tienen eso que él nombra como lo poético, refiriéndose con este término a la conjugación de lo bello, lo sublime y lo íntimo. Vivimos asediados por un flujo continuo de cosas, artefactos e informaciones que, en su carácter de efímeras, aparecen y desaparecen antes de poder establecer relaciones de admirativa permanencia y pasan por nosotros sin ser parte de la memoria.3 Para este pensador, lo bello y lo sublime han sido transmutados de manera “uniformadora, humillante, degradante” por lo bonito, lo agradable, lo imponente, lo agresivo. De esta manera, la arquitectónica4 de la ciudad se difumina en manos de la funcionalidad; así, las ciudades se convierten en múltiples entornos funcionalmente interdependientes regidos por un conjunto de propósitos que justifican su existencia. A su vez, la pérdida de lo poético y de la arquitectónica en las ciudades, propicia el crecimiento desmedido de lo utilitario, lo banal, lo trivial y lo prosaico como factores que minan los vínculos sociales.
La ciudad que añora Kosik es la ciudad europea de cierto tiempo histórico que -por mucho- dista de nuestras ciudades latinoamericanas; no obstante, en lo general, vale su reflexión sobre los cambios centrales que distinguen a las ciudades actuales. Son muchas las voces que se unen en esta perspectiva desoladora; con la globalización y el neoliberalismo se extrema la agudeza de las condiciones de vida en la ciudad; prevalecen los intereses del mercado en la definición de las políticas y los procesos de la urbanización; se expulsan sectores poblacionales que ya no tienen cabida en los espacios renovados; se crean lugares residenciales cerrados para el disfrute de sus propietarios quedando cercados a la mirada ajena y la posibilidad de intrusión; se producen contactos y roces cotidianos de sociabilidad citadina sumamente inestables y efímeros.
En este punto vale la pena señalar que si bien tales perspectivas desoladoras acerca de la ciudad son actuales -hablan de globalización y neoliberalismo- lo cierto es que para lo urbano ocurre algo similar que para la ciudad como lo señalamos antes, ya que desde mediados de los años setenta del siglo pasado, las interrogantes y fantasmagorías acerca de la vida de la ciudad y la vida urbana se suceden inquietantes. Al respecto, Castells (1974, p. 113), se preguntaba
¿Es la ciudad fuente alternativa de creación o de decadencia? ¿Es lo urbano estilo de vida y expresión de la civilización? ¿Es el medio ambiente factor determinante de las relaciones sociales? Tales son las conclusiones que se podrían deducir de las formulaciones más difundidas en relación con el tema urbano: los polígonos periféricos enajenan; el centro libera, los espacios verdes relajan, la gran ciudad es el reino del anonimato, el barrio produce solidaridad, los tugurios originan criminalidad, las ciudades nuevas suscitan la paz social, etc.
A todas esas formulaciones, Castells las llamaba “la ideología urbana” que -desde su perspectiva- apuntaba a una especie de constatación de que un “sistema específico de relaciones sociales (la cultura urbana) connote un cuadro ecológico dado (la ciudad)” (1974, p. 115). A pesar de esta perspectiva crítica, a lo largo de los años, ese conjunto de condiciones y otras más vinculadas con eso que se llama “la ciudad y lo urbano” han llevado a algunos investigadores a señalar sin cortapisas a la experiencia urbana. Por ejemplo, Martínez (2003, p. 116) destaca que “todo ello [como lo enunciado en los párrafos anteriores] tiende a limitar la experiencia urbana de la población (no como mero estar en, sino como participar de), su posibilidad de integración e incluso la misma idea de ciudad como referencia”. Por su parte, Aguilar (1990) supone que la experiencia urbana se empobrece enormemente debido a la incapacidad de generar significados colectivos.
La virtual pobreza de la experiencia urbana no habría que entenderla en términos de la ausencia de una cierta intensidad en la vida personal o bien de estímulos de orden sensorial. El planteamiento apunta hacia la falta de significados comunes en el ámbito urbano, considerando la multiplicidad de tiempos sociales y de vivencias frente al espacio que coexisten en la ciudad.
La actualidad de las metrópolis y megalópolis queda muy lejos de la posibilidad de la experiencia, si consideramos a ésta como el despojarse de los artificios que empañan la potencia del contacto del sujeto con su entorno en vías de conformar recuerdos y generar memoria sobre lo que es él y la relación con su entorno. Tal vez esta imposibilidad puede ser lo que provoca el malestar en las ciudades; un malestar tan común y tan tedioso que suele convertirse en hastío antes de tomar conciencia sobre él. Un malestar que produce el extrañamiento del sujeto sobre sí mismo y se incrusta de manera férrea e invisible; un malestar que desde la dimensión afectiva y cognitiva, opera en las disposiciones prácticas de la vida.
Malestar […] derivado de la involución de la praxis social, del desvarío de una sociedad cegada que parece olvidar la ciudad como experiencia formativa y se refugia en el hogar o en áreas clausuradas (malls, parques temáticos, calles privatizadas, gated communities). Dos nuevos mitos que tienen algo de necesidad compensatoria y que expresan la frustración de la experiencia social en las ciudades. Uno es el mito del hogar, vinculado al individualismo moderno, autosuficiente, centrado en células de socialización y refugio, soporte espacial de la reclusión-exclusión feliz rodeado de sujetos supuestamente iguales -suposición volitiva más que experimental. Otro es el forjado en las modernas fábricas de sueños (los media, la publicidad, la Gran arquitectura, etcétera): se trata de los malls, de los parques temáticos; utopías y ucronías aparentes donde todo empieza y acaba en un festín de consumo dirigido. Es el juego de la simulación, el ocio programado, eficiente, sin riesgos y muy previsible que se postula como la gran experiencia cultural de nuestra época. (Martínez, 2003, p. 116).
Ante todo esto, vale preguntarse ¿es específicamente un hastío, un malestar “provocado por la vida en la ciudad”? o más bien ¿es un hastío, un malestar producto de nuestras sociedades en la actualidad? Porque más allá de algunas de las características que hemos señalado y que distinguen a eso que llamamos ciudad y la vida que se vive en ella, las condiciones económicas, políticas, ambientales, culturales que distinguen la vida de nuestras sociedades, actualmente más bien llevan a lo que Castoriadis se preguntaba acerca de la vida en nuestras sociedades
¿el hombre contemporáneo quiere la sociedad en la que vive? ¿quiere otra? ¿quiere una sociedad en general? La respuesta se lee en los actos y en la ausencia de actos. El hombre contemporáneo se comporta como si la existencia en sociedad fuera una tarea odiosa que sólo una desgraciada fatalidad le impide evitar. (1997, p. 30)5
Para Castoriadis, en eso que llamó La crisis de las sociedades occidentales, “el hombre contemporáneo típico hace como si sufriera a la sociedad” (1997, p. 31) y con ello le imputará todos sus males, pero a la vez le presentará todas sus demandas. Y quizá, como parte de la vida social, como creación socio-histórica, la ciudad encarna esos males y por ello se la vive, se la piensa como la frustración de la experiencia social.
Entonces, tomamos la ciudad y nos proponemos desarmarla cual reloj antiguo para separar sus partes, identificar sus mecanismos, comprender la dinámica que la hace funcionar y cumplir con lo que está destinada. En ese afán observamos calles y construcciones, relacionamos espacios creando una visión panorámica, identificamos grandes vías y rutas secundarias, nos encontramos con magnas plazas y escondidos recovecos. De igual manera, creamos miradas sobre lo social y lo cultural en las que lo simbólico da cuenta de los movimientos, las transformaciones, las pérdidas, las creaciones, las dinámicas. Así, la ciudad es todo… la ciudad es flujo incontenible… es derrame de sucesos… es oleada anímica… es circulación de significaciones.
En este último sentido -el de las significaciones circulantes- se define una de las formas que adquiere la experiencia en los estudios de la ciudad: la experiencia como significado. Lindón (2001) explica que lo experiencial sobre el espacio urbano se vierte en los significados que adquiere la vida social; se trata de un tejido de dimensiones analíticas que aluden a las imágenes/representaciones del territorio, los lugares de la memoria y las percepciones espaciales desde las cuales las personas establecemos relaciones entre sí.
Otra de las formas que se utilizan en los estudios de la ciudad, al intentar clarificar la noción, refieren a la experiencia como acción. La misma autora señala que la acción social queda implicada en la reflexión sobre la ciudad y el espacio urbano desde la experiencia subjetiva.
Así, el punto de vista de la experiencia no conduce al investigador a explorar al individuo en sí mismo, sino al individuo orientado hacia los otros, y actuando desde un universo de sentido socialmente compartido; por eso, colocar el foco en la acción social no es independiente de la subjetividad social, más bien ambas están estrechamente relacionadas. (Lindón, 2001, p. 16)
Tal como lo pone Lindón, pareciera que los significados se expresan en las imágenes, las percepciones, las representaciones y la memoria; en efecto, pero todas estas dimensiones analíticas -como ella las llama- no sólo son expresión de los significados, también son generadoras de significados en los que se fincan las formas de sociabilidad y los procesos de identificación en el ámbito urbano.
La lectura de escisión entre la experiencia como significación y la experiencia como acción muestra a la significación y a la acción como categorías autónomas -o, al menos con cierto grado de autonomía- que marcan diferentes rumbos para la comprensión de la experiencia de ciudad y la investigación que se realice sobre ella.
Al considerar desvinculadas ambas categorías, las investigaciones se centran en las expresiones manifiestas -tanto de la significación como de la acción- y sus consecuencias en el espacio público, ya sea que se entienda éste como territorio o como forma de organización política y social. Si bien no deja de ser importante el estudio de estas manifestaciones, en la no articulación entre ellas se corre el riesgo de que lo social quede desdibujado en el análisis de las significaciones y que lo subjetivo quede invisibilizado en el análisis de las acciones.
En cambio, el abordaje de significación y acción -desde sus articulaciones- permite abrir la mirada sobre los fenómenos urbanos; de tal forma que las construcciones subjetivas se inscriben en el orden de lo social y en lo social también se despliega el carácter subjetivo de la representación y lo imaginario. Con este panorama, las significaciones y las acciones tienen mayor potencia como categorías de análisis de la experiencia de ciudad.
Del imaginar y de lo imaginario
La ciudad no sólo se puede mirar desde arriba, desde la superficie o desde el subsuelo; otra forma de mirarla tiene que ver con la aprehensión de ella, siempre de manera parcial aunque tenga pretensiones de totalidad. La mirada que aprehende nos permite decir que la ciudad es… no es… tiene… no tiene… le sobra… le falta… Es la mirada que genera un impulso de necesidad por comprenderla y por comprenderse en ella…
Estas ciudades […] son eminentemente objetos de deseo y despiertan el interés de habitarlas o apoderarse de sus espacios siempre crecientes y siempre mal definidos. Pero también despiertan el deseo de entenderlas y representarlas en su totalidad para darles o sacarles algún sentido en medio del aparente caos que estamos viviendo (Transborde 8, 2010, p. 9)
La funcionalidad que demandan las ciudades ha abolido la arquitectónica en ellas -señala Kosik (2012)- convirtiéndolas en un abismo de indistinciones en el cual no tiene cabida la subordinación de lo secundario a lo esencial. Si miramos la propia vida urbana -en lo próximo y en lo que no lo es tanto- podríamos estar de acuerdo con Kosik. No obstante. ¿la ciudad sólo produce indistinción?, ¿la indistinción es una modalidad del ser social y no producción de la ciudad?, ¿la vida urbana nos hace indiferentes no sólo en términos de apatía, sino también en el sentido del no diferenciar? Si lo pensamos como conjunto social, es posible. Si lo abordamos como individuos o como colectivos, podríamos omitir una respuesta determinante y totalizante.
[…] la descripción que un individuo hace de su ciudad no es simplemente una descripción individual, puede entenderse como la construcción social, colectiva de ‘una’ inteligibilidad del mundo (de un micro-mundo), que al mismo tiempo es una matriz común de ‘lenguaje natural’, estructurante de ese mundo. Esto supone pensar que la ciudad es construida constantemente a través de los sujetos, desde las distintas posiciones que tengan en la trama social. En esa construcción continua y cotidiana de una ‘inteligibilidad compartida’, de esquemas de interpretación, participan todos los sujetos desde sus cotidianidades, negociando -sin saberlo- unos con otros esquemas de interpretación, tipificaciones, representaciones, visiones de las situaciones que van conformando la vida urbana. (Lindón, 2001, p. 17)
Algunas de las transformaciones de la vida urbana provienen de las acciones de los sujetos en colectivo; especialmente se puede observar en los movimientos que tienen como fin la ocupación de espacios para vivienda y el mejoramiento de los mismos para hacerlos dignamente habitables o en los movimientos que procuran la protección del ambiente y promueven la sustentabilidad. Es cierto que no podemos hablar de indiferencia en estos casos y también es cierto que tocamos la funcionalidad de la ciudad; no obstante, no podríamos decir que lo esencial queda subordinado a lo secundario ni podemos negar que estos procesos colectivos son generadores de diversas formas de lo social. ¿Lo esencial y lo secundario para quién?, ¿qué determina lo que es esencial y lo que es secundario?
Así, la ciudad es más que sus muros, sus caminos o sus construcciones; la ciudad no se circunscribe a su condición de materialidad porque incluso ésta no sería tal sin la facultad imaginativa del ser humano. La ciudad es creación humana, se habita, se transforma y se dinamiza por la multiplicidad de procesos que le son atingentes y, entre ellos, cobra relevancia aquel que lleva como denominación lo urbano.
“Lo urbano no puede perfilarse sin comprometer una dimensión narrativa del orden de lo fantástico” (Mier, 2012, p. 322) que propicia el encuentro entre extraños y el desencuentro entre propios, que sostiene las aspiraciones y las perturbaciones de lo político y que da lugar a la identidad y la diferencia expresada en una rica gama de culturas urbanas. Investigar sobre lo imaginario es de radical importancia para comprender una parte de las muchas facetas de los procesos sociales en las ciudades y las metrópolis de nuestro tiempo; y, por ello mismo, es necesaria la dilucidación sobre los alcances de esta noción en los estudios sobre los fenómenos urbanos.
Es vasto el campo de investigaciones sobre la ciudad y lo urbano. Una parte importante de ellas aluden o refieren directamente a los imaginarios urbanos y lo hacen en temas relativos a la experiencia de habitar, a las reconfiguraciones espaciales, a las acciones desarrolladas en colectivo, a cuestiones culturales, al ejercicio de la ciudadanía y la política, entre otros. Con alta frecuencia, la idea de imaginario(s) urbano(s) es empleada sin explicitar la concepción que la sostiene o el sentido que se le atribuye y queda desdibujada en la propia condición que evoca: la imaginación. Son pocos quienes han explicitado sus formulaciones conceptuales para abordar el estudio de lo que se denomina “imaginarios urbanos”; Hiernaux (2007) reconoce a Armando Silva y a Néstor García Canclini como los autores más relevantes en este campo.
Silva -quien en 1992 publicaba por primera vez su libro Imaginarios urbanos- construye sus planteamientos desde interpretaciones parciales y reduccionistas6 de teorías formuladas -entre otros- por Lacan, Freud, Peirce y Castoriadis. Para Silva (2006, p. 97), lo imaginario “no son mentiras ni secretos […] se viven como verdades profundas de los seres […] son verdades sociales”. Los imaginarios sociales -sostiene este autor- “serían precisamente aquellas representaciones colectivas que rigen los procesos de identificación social y con los cuales interactuamos en nuestras culturas haciendo de ellos modos particulares de comunicarnos e interactuar socialmente” (Silva, 2006, p. 104).
En la exposición de su peculiar y cuestionable construcción sobre los imaginarios urbanos, Silva enfatiza la preeminencia de la “percepción imaginaria” -entendida como registro visual- y combina concepciones que en sí pueden ser contradictorias al hacer un análisis serio de ellas, pero que él hace confluir como fundamento teórico-metodológico del estudio de los imaginarios urbanos. Por igual incluye “cruces fantasiosos”, representaciones colectivas, el predominio de los sentimientos sobre la razón, el carácter de lo técnico o lo tecnológico en la producción de las representaciones y la construcción social de la realidad.
En 1997, García Canclini publica por primera vez su libro homónimo: Imaginarios urbanos, en el que compila tres conferencias impartidas en 1996 en la Universidad de Buenos Aires. En el marco de la modernidad, García Canclini (2005) aborda cuestiones culturales en Latinoamérica y algunas de sus ciudades, analiza lo que se entiende por ciudad, expone su idea respecto a la existencia de tres ciudades en la Ciudad de México y presenta resultados de investigación sobre los imaginarios urbanos. En ese momento, no se pronuncia por una concepción de lo imaginario en particular pues prefiere no afiliarse a alguna.
En una entrevista que Lindón le hace en 2007, García Canclini habla de su atracción por la concepción lacaniana de lo imaginario y reconoce que ésta no se puede operacionalizar en la labor de investigación; sin embargo, en las explicaciones que brinda respecto a su propia concepción de lo imaginario -que él define como socio-cultural- hace explícito su interés por aquello que como elaboración simbólica y como imaginación, completa los huecos que hay en lo que conocemos, cubriendo la insuficiencia de nuestro saber.
Al referirse en específico a los imaginarios urbanos, parte de la condición fragmentaria de la ciudad que ha llevado a realizar investigaciones cuyo carácter no se limita a descripciones socioeconómicas.
Actualmente, damos mucha importancia a lo cultural, a lo simbólico, a la complejidad y la heterogeneidad de lo social en la ciudad. Es entonces cuando lo imaginario aparece como un componente importantísimo. Una ciudad siempre es heterogénea, entre otras razones, porque hay muchos imaginarios que la habitan. Estos imaginarios no corresponden mecánicamente ni a condiciones de clase, ni al barrio en el que se vive, ni a otras determinaciones objetivables. Aparecen aspectos subjetivos, aunque a mí no me resulta muy convincente reducir lo imaginario a lo subjetivo, porque también la subjetividad está organizada socialmente. Pueden hacerse muchas variaciones desde la perspectiva del sujeto, pero siempre están condicionadas, existe un horizonte de variabilidad que no es enteramente arbitrario. Confrontar este objeto un poco esquivo -que son los imaginarios urbanos- remite a una problemática más que a un objeto rigurosamente acotado. Es la problemática de la tensión entre lo empíricamente observable y los deseos de cambio o las percepciones insuficientes, sesgadas, condicionadas por la comunicación mediática o por otros juegos comunicacionales que, de tanto en tanto, cambian los ejes de los imaginarios. […] Todas son construcciones histórico-sociales, que por un lado son investigables con instrumentos cuantitativos que alcanzan un cierto grado de rigor. Por otro, requieren también un análisis no sólo explicativo sino interpretativo, con recursos propios de los estudios culturales. (Lindón, 2007, p. 91)
La conceptualización que hace García Canclini sobre los imaginarios urbanos es mucho más afortunada que la de Silva; sin embargo, su visión de lo imaginario como una elaboración que viene a completar -de alguna manera- nuestro conocimiento del mundo y su investigación sobre las imágenes, coloca al imaginario muy cerca de entenderlo únicamente como imaginación, aunque ciertamente no sólo una imaginación reproductiva sino también a la imaginación que crea.
Es inevitable la asociación de lo imaginario con la imaginación que, no sólo es un concepto de uso frecuente, también es un término del lenguaje cotidiano que -como tal, es indefinido y polivalente-; la imaginación tiene una trayectoria histórica indeterminable y es inabarcable su diversidad cultural (Lapoujade, 1988). Esta es una razón de peso para comprender cómo quedan trastocadas, e incluso co-fundidas, diversas nociones de lo imaginario que justo buscan salir del ámbito de lo cotidianidad para aproximarse mejor ciertos procesos humanos. Si bien, su trayectoria histórica es indeterminable -como indica Lapoujade- sí es posible delinear los rumbos de dilucidación sobre la imaginación y lo imaginario. Las derivas son muchas y sólo por citar algunos ejemplos, pensamos en Jean Paul Sartre, Gastón Bachelard, Jacques Lacan, Charles Taylor y, por supuesto, Cornelius Castoriadis.
Como hemos señalado, desde hace casi 30 años los acercamientos a la concepción de lo imaginario, sobre todo la que planteara Cornelius Castoriadis, ha tenido un auge particular. Lo imaginario se ha tornado en una especie de respuesta a prácticamente todo lo relativo a las formas que adquieren tanto la conducta individual como colectiva. Una especie de lugar común que con el tiempo y los desarrollos vinculados a lo que se le asigna, pueden incluso tomarse como referencias para el estudio de lo imaginario mismo, es decir, a esa potencia de la creación que puede generar, incluso, las más contradictorias afirmaciones.
Todo ello, en primer lugar, derivado de lo que al inicio de este texto señalábamos, lo imaginario tiene una extraña alianza con las ideas de imagen e imaginación y en esa alianza tanto la fijeza de la imagen y las derivaciones hacia lo “irracional” que se le imputan a la imaginación. Así, lo imaginario deviene pura irracionalidad7 y paradójicamente puede por asociación con la idea de imagen, derivar en expresión fija, en una cierta idea de la representación que la hace parecer monolítica. Adicionalmente, como señala Mier (2004, s.p.):
Hay una extraña paradoja de la imaginación, al mismo tiempo condición expresa de la vida psíquica y al mismo tiempo una condición que contiene los gérmenes de la renovación del pensamiento pero al mismo tiempo los elementos y las raíces del extravío.
Imaginario y experiencia de ciudad
Hablar de imaginario y experiencia de ciudad es incursionar en un campo problemático representado por algo más complejo que una conjunción y una preposición. Si pensamos en ambos -imaginario y experiencia- como fuerzas que se conjugan produciendo singularidad y potencia, entonces podríamos pensar en los fenómenos de los estudios de la ciudad de manera que no se co-fusione la ciudad y lo social como si se tratara de una entidad, en el sentido de lo unitario.
Esta aspiración obliga a un trabajo teórico arduo que aquí sólo apuntamos a manera de una mirada en devenir y que parte de la consideración que Mier (2012, p. 327) hace sobre el trabajo de Sartre en su libro Lo imaginario:
Lo imaginario, desde esta postura, ya no tiene que ver con representaciones concretas, imágenes o con las características peculiares de la imaginación: fantaseo, etcétera, sino que es una condición inherente a la conciencia, un modo de relacionarse con el mundo y darle sentido. Sujeto y mundo están articulados a través de lo imaginario. Lo imaginario aparece, entonces, ya como algo propio marcado por dos condiciones específicas; una primera referida directamente a la experiencia y otra, a la construcción de horizontes.
Experiencia y construcción de horizontes…. podríamos decir que esta frase sintetiza el interés por los estudios de la ciudad; queremos saber sobre el vivir en la ciudad, hacer en ella, ser partícipe de su dinámica y, también, queremos saber hacia dónde apuntan esos movimientos. Y, ciertamente, ahí también está lo imaginario.
La vertiente que aquí se propone, inicia con un replanteamiento de las formas de comprender lo imaginario y la experiencia; para ello, por la energía que contienen sus teorías y las posibilidades que brindan para dilucidar sobre lo social en la ciudad, hemos elegido a dos filósofos: Cornelius Castoriadis y Gilles Deleuze.
Conocedor de las raíces del pensamiento occidental acerca de la imaginación, Castoriadis apunta a una concepción de lo imaginario que no sólo recupera las tensiones desde lo que Aristóteles planteaba en De Ánima, sino que en un trabajo crítico y potente, pasando por Kant, Husserl, Sartre, fundamentalmente Freud y en cierto sentido también a partir de sus discrepancias con Lacan, construirá la aproximación conceptual con la que, para algunos, nos es posible tratar de pensar la vida social, la vida colectiva y la potencia creadora de los sujetos.
Así pues, en su formulación de lo imaginario, Castoriadis retoma del psicoanálisis -Freud- el tema de la pulsión, la lógica del sueño y el proceso de la identificación -luego con Lacan habrá de poner distancias. Es decir, a las ideas desarrolladas por los filósofos acerca de la imaginación, con los aportes del psicoanálisis, Castoriadis apunta hacia una idea de la imaginación, de lo imaginario, que la aleja de la idea de imaginación como capacidad de la conciencia, como construcción cognitiva y lógica de la conciencia. En este sentido, Castoriadis abre otra vía para pensar la imaginación y su relación con otro modo de comprender la creación de subjetividad y la creación del sujeto dentro del campo de su propia identidad y de su identidad histórica, y en esa vía, con la idea de que las sociedades se instituyen imaginariamente, introduce la dimensión antropológica que implica que la imaginación dejará de ser una condición particular del sujeto para convertirse en “condición potencial del vínculo entre sujeto y regulación” (Mier, 2004).
Por ello y desde la perspectiva de Castoriadis, entonces es posible hablar de lo imaginario no sólo como la creación desde la nada, sino la posibilidad de la creación de la propia temporalidad, de la creación de historia. Según Castoriadis, lo imaginario en el ámbito de lo social es, primordialmente, creación de significaciones, estas significaciones tienen como sostén representativo participable imágenes o figuras y la totalidad de lo percibido natural -nombrado o nombrable por cada sociedad. Así,
cada sociedad define y elabora una imagen del mundo natural, del universo en el que vive, intentando cada vez hacer de ellas un conjunto significante, en el cual deben ciertamente encontrar su lugar los objetos y los seres naturales que importan para la vida de la colectividad, pero también esta misma colectividad, y finalmente «cierto orden del mundo». Esta imagen, esta visión más o menos estructurada del conjunto de la experiencia humana disponible, utiliza cada vez las nervaduras racionales de lo dado, pero las dispone según, y las subordina a, significaciones que, como tales, no se desprenden de lo racional (ni, por lo demás, de un irracional positivo), sino de lo imaginario […] incluso el «racionalismo extremo» de las sociedades modernas no escapa del todo. (1989, p. 258)
En este orden entonces, la creación para Castoriadis
presupone, tanto la alineación, la capacidad de darse lo que no es (lo que no es dado en la percepción, o lo que no es dado en los encadenamientos simbólicos del pensamiento racional ya constituido) [….] Lo esencial de la creación no es “descubrimiento” sino constitución de lo nuevo […] no es en todo caso una relación de verificación [en el plano social es] la emergencia de nuevas instituciones y de nuevas maneras de vivir, tampoco es un “descubrimiento”, es una constitución activa. (1989. p. 231)
Si a todo ello agregamos, parafraseando a Castoriadis, que lo imaginario social es entonces la posición (en el colectivo anónimo y por este) de un magma de significaciones imaginarias y de instituciones que las portan y las transmiten. Es el modo de presentificación de la imaginación en el conjunto, que genera significaciones que la psique no puede por sí sola. Creación del mundo de una sociedad, al instituir significaciones que producen ese mundo y no otro, y llevando a la emergencia de representaciones, afectos y acciones propios de ese mundo. Por todo ello es que insistimos que se debe diferenciar del término de representaciones sociales, que habitualmente circula como sinónimo.
De esta manera, lo imaginario social como creación no puede confundirse con la reproducción de la imagen, ni puede asegurarse que la imaginación creadora persigue el logro de una completitud imposible, por más que la persona construya fuertes certezas al respecto, como mecanismo psicosocial.
En este marco, pensar la experiencia como un mero suceder a quien habita la ciudad, como un solo participar en la vida urbana o como una necesaria creación de significados colectivos, propone rutas de investigación mucho mejor acotadas, asequibles instrumentalmente hablando, con una mayor probabilidad de generar certezas que ofertar para pensar sobre la ciudad y los fenómenos sociales que se producen. No obstante, las vías investigativas no se cierran ahí ni tienen que forjarse todas para arribar a conclusiones que -unas más y otras menos- nos dejen satisfechos temporalmente.
Junto con lo imaginario, desde los planteamientos de Castoriadis, requerimos una noción de experiencia que nos brinde la oportunidad de un abordaje que, aunque menos “tranquilizador”, desvele aquello otro de lo que poco sabemos y que también está presente en lo social de la ciudad. En este tenor, sin que Deleuze (2005) hable de la experiencia, podríamos pensar a ésta como acontecimiento pues contribuye a confrontar fuertemente cualquier noción que asocie a la experiencia con el sentido acumulativo de la vivencia. No obstante, la apertura a lo inaprehensible -en la que nos posiciona Deleuze- coloca en enormes dificultades a la investigación de la experiencia de ciudad, sin que ello quiera decir que no deba investigarse.
Desde la noción de acontecimiento, la ciudad no es telón de fondo de lo que sucede en ella. El acontecimiento “se efectúa en nosotros” dice Deleuze y, en tanto se efectúa en lo propio -como el dolor o como el placer-, podemos pensar al acontecimiento como ruta de exploración de la experiencia de ciudad.
El acontecimiento no es lo que sucede (accidente); está en lo que sucede el puro expresado que nos hace señas y nos espera […] es lo que debe ser comprendido, lo que debe ser querido, lo que debe ser representado en lo que sucede […] un cambio de voluntad, una especie de salto sobre el mismo lugar de todo el cuerpo que cambia su voluntad orgánica contra una voluntad espiritual que quiere ahora, no exactamente lo que sucede, sino algo en lo que sucede, algo por venir conforme a lo que sucede, según las leyes de una oscura conformidad humorística: el Acontecimiento. […] El estallido, el esplendor del acontecimiento es el sentido. (Deleuze, 2005, p. 183)
En esta línea, podemos ver a la ciudad como agente de la configuración del acontecimiento; la gran metrópolis y la pequeña ciudad son partícipes de la singularidad del acontecimiento, pero lo que gestan no es igual. No sólo por las características que les son propias, también por las circunstancias de quien las habita, las condiciones de aquél que puede “hacerse hijo de sus propios acontecimientos, y con ello, renacer, volverse a dar un nacimiento, romper con su nacimiento de carne”. (Deleuze, 2005, p. 183)
Sin embargo, en los estudios de la ciudad el acontecimiento no figura de esta manera, se le conserva en el lugar tradicionalmente asignado como hecho de cierta relevancia. No hay una explicación al respecto pero podemos suponer la complejidad y problemática que implica esta categoría deleuziana para trasladarla a terrenos de concreción; además, las ciudades contemporáneas -terriblemente complicadas- sobresaturadas en exigencias y con condiciones propias que ponen en tela de juicio a las condiciones de posibilidad de la experiencia.
Desde estas miradas sobre lo imaginario y la experiencia, hablamos de cierta forma de “integralidad” -por no tener a la mano un mejor término- que no totalidad o fragmentación de la experiencia. También hablamos de que no hay espacios o lugares propicios para la experiencia, inadecuados para ella o que la ciudad ya no genera experiencia. Esto es, imaginario y experiencia conjugan todos los tiempos y todos los “espacios” de la compleja y dinámica trama en la que se producen las condiciones y circunstancias de lo social en la ciudad y, por ello, no podemos suponer que la experiencia se “urbaniza”, en el sentido de que a la experiencia le sucede lo mismo que a la ciudad. Si ésta está fragmentada, la experiencia puede ser experiencia de fragmentación pero no es experiencia fragmentada; la experiencia es y no puede ser parcializada o fragmentada precisamente porque lo imaginario, en vínculo con lo simbólico, hace posible su integralidad.
Desde esta propuesta, podemos pensar en la multiplicidad -por ser múltiple y por su efecto multiplicador- inaprehensible de lo social en la ciudad que nos permitirían tener otras miradas y seguir rutas inimaginables respecto a la construcción de horizontes.