Como suele suceder respecto a todos los fenómenos sociales, hablar de la ciudad es una tarea inagotable. Por sí misma, la ciudad y las formas de lo social que ahí se suscitan provocan la imaginación, incitan discusiones y son campo propicio tanto para la opinión común, la investigación y para la creación artística. Especialmente, las ciudades contemporáneas nos retan de manera muy importante, pues los marcos de referencia y los esquemas de interpretación parecen insuficientes ante la confusa mezcla de condiciones y aconteceres -en las distintas dimensiones de vida en la ciudad- en las que lo caótico y lo violento cobran carácter magnánimo, mientras que las formas de intervención social, las formulaciones políticas y los mecanismos institucionales de gobierno son funcionalmente deficientes y carecen de la fuerza necesaria para contener fenómenos. No sólo no logran contenerlos, en muchos casos contribuyen a su desbordamiento de una manera que rebasa a propios y a extraños. ¿Qué hacen los habitantes de las ciudades con ello?, ¿cuáles son sus reacciones y acciones?, ¿de qué manera se puede vislumbrar lo imaginario en su condición de experiencia y de construcción de horizontes?
No es posible pensar la ciudad y sus complejos problemas sólo desde una perspectiva disciplinaria o teórica; la reflexión amerita un cruce de horizontes de significación, una lectura que integre perspectivas de muy diversa índole y procedencia, y una mirada interrogante que apunte a reconocer e incluso crear fisuras y fracturas en lo que se asume ya dado, incuestionable e inamovible. Por estas razones, entrevistamos al Dr. Raymundo Mier Garza, quien en su rico y extenso itinerario académico, ha incursionado en diversos ámbitos reflexivos que lo han llevado a configurar una postura crítica respecto a la comprensión de los procesos humanos y su potencialidad política. Con una larga trayectoria en publicaciones y cátedra, en temas de corte antropológico, filosófico, lingüístico, sociológico, político y psicoanalítico, preguntamos al Dr. Raymundo Mier:
—¿Qué es pensar la ciudad hoy?
—Es una tarea extraordinariamente compleja por la concurrencia de tópicos, interrogantes, procesos diferenciados, múltiples factores dinámicos, pero también porque en la ciudad se expresan privilegiadamente determinaciones políticas surgidas de estrategias tanto intrínsecas a los ámbitos locales, como derivadas de la incidencia de procesos indeterminados espacial, histórica y políticamente. La sola interrogación sobre la historia de las ciudades permite asimilar en una confluencia aparentemente bien definida, la disipación de los perfiles del problema: la historia de las ciudades no es solo la transformación espacial y material, la mutación de los equipamientos, la disposición cambiante de los territorios, sino también las identidades de los habitantes, de sus prácticas, de sus formas de vida, de sus valores; se transforman los umbrales del riesgo inherente a la vida colectiva, los patrones de violencia, las facetas de la indiferencia o el entrelazamiento de las historias de vida, el sentido mismo de lo cotidiano y de los horizontes de expectativas de los sujetos y los diversos grupos sociales, entre muchos otros procesos.
La naturaleza de los procesos que ocurren en las ciudades se ha desarrollado, además, con una especie de espectro dinámico de fisonomías cambiantes, a ritmos a veces impredecibles o incluso irreconocibles; las facetas de estos cambios son tan variadas, tan vastas, tan diferenciadas, que prácticamente desbordan los marcos canónicos de la sociología, de la antropología urbana o la historia regional. No hay posibilidad de un acercamiento nítidamente disciplinario -antropológico, sociológico, filosófico o demográfico- capaz de aprehender en una caracterización integral, comprensiva a la ciudad. No hay ninguna posibilidad tampoco de un acercamiento antropológico.
Todavía en los años ochenta había en la propuesta de una antropología urbana una renovación de las alternativas de comprensión y análisis de los procesos urbanos, lo cual era un giro que suponía incluso una reformulación de los acercamientos de la antropología -canónicamente orientada hacia la comprensión de los grupos étnicos-; con la orientación hacia los procesos urbanos, la antropología abandonaba su objeto propio: los grupos tradicionales, originarios, los grupos étnicos o como quiera llamárseles, para entrar a través del análisis de todos los sistemas de interacción en el problema del ordenamiento de los procesos de intercambio en la modernidad. Con esto, el problema de las ciudades toma una fisonomía distinta, pero particularmente desafiante incluso con respecto a los conceptos tradicionales de la antropología, que, según la doxa, asume como ejes cardinales los estudios de parentesco, mito, ritual, etcétera, en sistemas relativamente cerrados y estables, para enfrentarse a los sistemas de segmentación múltiples e indeterminada, en regímenes de regulación social abiertos y de entornos también indeterminados, como los que emergen de los procesos urbanos en la modernidad.
La demografía, que es sin duda un instrumento crucial no solo como un acercamiento propio a los fenómenos urbanos, sino además como una disciplina que apuntala otras perspectivas disciplinarias (la economía, la sociología, ciertas ramas de la ciencia política) no basta para entender la concurrencia de procesos radicalmente heterogéneos, en escalas múltiples, en estratos rápidamente cambiantes y diversificados, en extensiones y temporalidades heterogéneas que ocurren en eso que solemos llamar ciudad; lo que ocurre con la demografía es también un problema con la economía o la sociología, ningún acercamiento disciplinario por sí mismo incorpora toda la diversidad de los factores, las dinámicas de los procesos urbanos.
Un hecho fundamental es la indeterminación de los entornos sociales, en los que concurren las llamadas políticas de la “globalización”, cuyo análisis tampoco alcanza para aportar una comprensión de la concurrencia y el entrelazamiento de procesos en condiciones locales y en condiciones de entorno abierto e indeterminado -globales-. Esto ha dado lugar a categorías también vagas orientadas a la comprensión de estas dinámicas de escala: lo público, lo privado, lo íntimo, que ya en su propios contornos inciertos, incrementan la disolución de los marcos de comprensión de “la ciudad”, hasta tal punto que a veces se confunden los análisis de aquello que ocurre en los barrios, en las calles, en la cuadra, en la propia casa, en el interior de la propia recámara, con los procesos que emanan de las estrategias de gobernabilidad de escalas regionales o nacionales, y éstas en el contexto indeterminado de los procesos de variación no localizada y de incidencia incierta como los que derivan de la esfera de “lo global”.
Una especie de repliegue de los análisis locales en contextos urbanos ha tratado de apuntalarse sobre la idea de familia, cosa que por ejemplo trabaja Richard Sennett de una manera absolutamente fascinante. Toda esta idea de la nueva “familiarización” que se produce en los ámbitos urbanos en la modernidad, que exhibe un extraño vuelco, una especie de repliegue sobre la relevancia del orden familiar y que tiene que ver esencialmente con una reformulación de lo público en términos de una lógica del riesgo -que involucra los procesos subjetivos de la angustia, el miedo, el peso de la incertidumbre en las tramas de vínculos sociales, las formas de experimentar la exclusión, el despojo, la desigualdad y la miseria -que en la ciudad adoptan sentidos propios. Esto ha conducido a ciertas tesis sobre lo público: aparece como lo amenazante, entonces si lo público es lo amenazante, es necesario reconstituir las formas de vida propias de los espacios privados y en particular el de la familia. Luego, si vas a ir al cine, pues lo piensas. Surgen, en las formas de vida contemporáneas modeladas por la incidencia de procesos simbólicos inducidos por los medios masivos, otras alternativas. No salir. No. Mejor quédate a ver Netflix en la casa. Si te vas a ir de reventón, ¿por qué no hacen su reventón aquí en el cuarto? Es más, si te vas a ir al hotel con tu chava o con tu chavo, pues nosotros los padres nos hacemos de la vista gorda y mejor quédate aquí ¿Para qué vas a un hotel? Es muy riesgoso irse a un hotel, etcétera. Todo esto que Sennett llama “familia intensa”. El tema de la familia intensa que está enteramente construido sobre la idea, sobre este replanteamiento de lo público y lo privado en términos de las nuevas dinámicas de organización de la cultura urbana... de las culturas urbanas, más bien, porque siempre con la ciudad cada vez más hay que hablar en plural. No hay tal cosa como lo urbano o la ciudad entendidas como espacios o ámbitos o entidades bien delimitadas.
—Esto me recuerda el estudio que en los ochenta hizo el IMERNAR,1desde la antropología urbana, sobre la basura en la ciudad. Entonces dividieron la Ciudad en cuadrantes con base en los residuos que se generaban en las viviendas.
—¡Claro! Patrones de consumo.
—Sí, zonificaron la ciudad y tuvieron un conocimiento muy claro de ésta. Ahora no podría ser; no hay manera de establecer una metodología, ni siquiera en una colonia, por cómo se ha transformado.
—Claro. Y un factor que está ahí trabajando desde siempre, el problema de la especulación inmobiliaria, directamente asociado con procesos tan diversos como los patrones de acumulación de capital en la modernidad, los patrones sectoriales de consumo y las formas imaginarias del prestigio que se expresa en asentamientos territoriales, entre otros factores, y dan un sentido complejo al tema de la especulación inmobiliaria, pero que cobra, cada vez más, fisionomías muy desconcertantes y alarmantes.
La “especulación” -y el término en sí mismo merece mucha atención- inmobiliaria alude a todos estos nuevos planteamientos de reorganización del espacio urbano en términos de pequeñas microciudades; la concurrencia y la interferencia de procesos de escalas inconmensurables, entre lo macro y lo micro, entre los procesos que atañen a la integración de vastos procesos urbanos y los microuniversos en los que concurren formas de vida muy circunscritas y específicas, involucran la idea de que se puede pensar cierto tipo de modos de organización, prácticamente de grupos muy vastos, muy grandes, que sin embargo, quedan circunscritos en espacios reducidos, incluso sofocantes, casi amurallados. Amurallados no solo materialmente, sino “ecológicamente”; es decir, se crean “esferas ecológicas” -ecologías a veces de índole meramente simbólica- que permiten esta especie de aislamiento de estos nuevos conglomerados donde se provee de todos los servicios. También los patrones de consumo claramente ubicados y claramente reconocibles.
Además, con todas las facilidades para acomodar dentro de un espacio circunscrito y conexo: oficinas, departamentos, comercios, lugares de encuentro, servicios de diversión y esparcimiento, todo separado por pocos pasos, todo para que en realidad la gente pueda pensar su vida ahí mismo. En algunos de estos conglomerados incluso se cuenta con hoteles por si tienes visitas, que se puedan quedar ahí mismo para que no tengan que hospedarse fuera de ahí. En fin, esta visión de ciudades amuralladas simbólicamente -mediante diseños arquitectónicos, circunscripciones urbanas, territorios delimitados por “estilos de vida”, dentro de las ciudades, esferas de vida dentro de esferas de vida, introduce también dinámicas extraordinarias, que además plantean problemas económicos de base gravísimos que todos sufrimos: entre otros, el tema de los servicios, particularmente la gestión del agua, tiempos y ritmos del transporte, contaminación y disposición de los desperdicios. La noción de “servicios” es de una enorme complejidad. Ofrece una síntesis de muchos procesos heterogéneos: desde formas de vida, esferas de consumo, iluminación (seguridad), políticas públicas -particularmente delicado es el tema de salud- hasta estrategias de gobernabilidad. Evidentemente, consumos masivos de agua, concentración de vehículos, absolutamente descomunales con respecto a las capacidades de servicio de las calles y de la organización previa de la ciudad. El tema del drenaje que se vuelve cada vez más una especie de inmenso crucigrama…
—Pero, ¿es un problema de la ciudad o es un problema de la sociedad?
—Por supuesto, deriva del curso que ha tomado la organización política, las formas de gobierno, los patrones de acumulación, los centros de producción y los hábitos de consumo en este momento del capitalismo, que asumen una fisonomía propia en los diversos entornos del desarrollo urbano. No, no es de ahorita, pero se está volviendo cada vez más grave.
—¿Pero se agrava en qué medida? Porque uno de los argumentos que usan para referirse a esa gravedad es “nos van a empezar a racionar el agua”. Y esa es una práctica extendida desde hace tiempo. El problema del agua es un problema a nivel nacional desde hace muchísimos años. ¿Por dónde está parado el país, valga la expresión, y por dónde la Ciudad?
—Siempre ha sido un problema el manejo del agua y de los desperdicios, para no hablar de los otros. La ciudad, es decir, las formas de vida en las concentraciones urbanas, supone ese problema. Intrínsecamente. Pero por supuesto que dadas las formas de concentración y de ordenamiento urbano, los problemas van tomando fisionomías y magnitudes que a veces, por supuesto, se vuelven inmanejables y yo creo que no estamos lejos de umbrales críticos para todos esos problemas. Es decir, a lo que se refiere esta queja de que “nos van a empezar a racionar”, es que antes había evidentemente una distribución de agua por clases sociales, porque además las clases sociales también estaban más nítidamente encuadradas en territorios. Es claro que esa afirmación: “Ellos, quienes ejercen el poder, quienes son los beneficiarios de la acumulación, nos van a empezar a racionar”, es más un elemento estratégico en la confrontación política que una formulación diagnóstica y mucho menos una orientación programática.
—La casa urbana marcaba más claramente los territorios...
—Marcaba más nítidamente los territorios urbanos, que a partir precisamente de la especulación inmobiliaria empiezan a entreverarse extraordinariamente con los otros procesos de segmentación social, es decir, las grandes inmobiliarias. Estos monstruos empiezan a comprar terrenos muy baratos, que por supuesto estaban en zonas abandonadas, proletarias, marginales o intermedias, y dentro del marco de la especulación inmobiliaria estaban valuadas en términos muy bajos. A partir de esta reorganización del espacio urbano, son incorporadas a zonas de alto consumo y quedan inscritas entre zonas de enorme pobreza. Los niveles de altísimo consumo dan lugar a estas zonas urbanas de una visibilidad espectacular, subrayada por edificaciones arquitectónicas descomunales, que aparecen como “monumentos” de las secuelas sociales, políticas y económicas de la acumulación, como pasa con esta extrañísima pseudociudad que es Santa Fe. Yo creo que todos los que vivimos en la Ciudad de México tenemos la experiencia de llegar a Santa Fe y decir ¿qué es esto?, ¿qué mundo es éste?
—Sennett dice que hay tantas ideas de ciudad como personas pensamos en ella. Lo que lleva a esta “familia intensa”, al aislamiento, nos estaría hablando de cierta ciudad que tenemos en la cabeza. ¿Cuál es la idea de ciudad que tenemos en la cabeza y que nos lleva a eso precisamente?
—Yo creo que ya cualquier idea que queramos tener de la ciudad es una fantasmagoría. No creo que haya nadie con una visión mínimamente integral, no digamos de la ciudad, sino de su ámbito más o menos cotidiano. Yo creo que es parte de nuestra experiencia cotidiana decir que uno recorre todos los días cierto tipo de caminos, cierto tipo de rutas y cree que conoce cierto tipo de modo de vida en su entorno. Y de repente te das cuenta que no es así, de que no tienes una idea. En mi caso, donde yo vivo, pensé que conocía eso hasta que un día tuve que cruzar toda la Candelaria a pie (yo vivo a dos cuadras de La Candelaria). Nunca lo había yo hecho, y no tenía idea de que eso existiera en la Ciudad de México... y ese universo, histórico y social particular, propio, está a tres cuadras de la casa en la que he vivido veinte años. Pero nunca había ido por ahí, y menos a pie. Y no creo que sea simplemente una chifladura mía. El tema también de los linderos y las segmentaciones entre estratos sociales, procesos políticos y formas de vida...
El automóvil se ha convertido en un tema verdaderamente crucial, un síntoma y un factor causal de transfiguraciones aberrantes de las formas de vida urbanas; cómo se inserta y crea condiciones para las formas de vida absolutamente propias y absolutamente cambiantes, la medida en que el parque automovilístico es permanentemente cambiante y engendra cambios en todos los órdenes de la vida: transforma los tiempos de vida, las experiencias de la distancia y de la duración, las calidades de los vínculos, las condiciones de bienestar y de salud, e inclusive, aunque parezca un rasgo de humor, las formas de la agresión y la violencia sociales. Una de estas facetas sintomáticas es el aumento sin límites de la cantidad de taxis, en la medida en que estamos viendo un fenómeno que corresponde a grandes concentraciones urbanas, que es, evidentemente, una expresión del derrumbe laboral. Es decir, hay una conexión entre todo lo que es la pérdida de los empleos, el derrumbe del parque industrial, del aumento del desempleo y la posibilidad de suplirlo con una oferta de servicios, que pasa de una manera perfectamente accesible, en un cierto sentido, a enormes capas de población que lo ven como una alternativa de empleo o de negocio.
Por ejemplo, la oferta de taxis que además transforma también radicalmente un modo de pensar la ciudad, un modo de satisfacer las necesidades de transporte, un modo de repensar las distancias, pero también, al mismo tiempo, produce un conjunto de fenómenos colaterales muy difíciles de controlar, entre otros, por ejemplo, la delincuencia dentro de los taxis. El tema de la violencia en los taxis y el de la violencia en general, que también pasa por toda esta recomposición de las formas de vida generadas a partir de esta transformación material de la ciudad. La violencia en la ciudad cobra matices absolutamente peculiares. Es muy compleja. Enzensberger, en un pequeñito texto: Perspectivas de la guerra civil, habla un poco de algo que podríamos llamar “las otras guerras”. Las guerras no visibles, o que pasan a la vida cotidiana, se integran en ella como formas vicarias de la violencia bélica y se llevan a cabo en la ciudad. A ver, simplemente, hagamos un censo: ¿cuántos muertos hay en accidentes de tráfico, atropellados, choques, etcétera? Digamos, ¿cuántos se mueren en las guerras? Y por supuesto, las magnitudes de muertes y de todo eso... no sé...
—No se equiparan. Ni por la frecuencia, ni por la intensidad, ni por los motivos.
—Y entonces, con la perspectiva de Enzesberger, estamos librando una especie de extraña guerra, extraña transformación de esta presencia de la guerra en la vida cotidiana, pero al mismo tiempo es una guerra imperceptible que va impregnando, que va reordenando también nuestra sensibilidad, porque ahora saber que asaltaron a alguien o saber que alguien se murió en un accidente de tráfico, alguien que lo atropellaron en una bicicleta, forma parte de la inmensa masa de datos que aunque incrementa nuestra sensación de riesgo y de peligro, también paradójicamente genera una práctica de olvido y de exclusión...
—¿Pero es culpa de la ciudad o de un conjunto de otras condiciones que están y que se hacen visibles?
—Yo creo que cuando le atribuimos a “la ciudad” el carácter de agente, introducimos un giro extraño en la reflexión. Yo creo que la ciudad no es “culpable” de nada. Porque la ciudad no es un agente, propiamente hablando. No podemos decir que la ciudad actúa en un sentido de provocar esto, sino que la ciudad designa un espacio complejo, heterogéneo, determinado por una integración de procesos, de estructuras sociales y de acontecimientos que comprometen el vínculo y la coexistencia de grandes grupos de población, en un marco territorial más o menos reconocible; va haciendo surgir un conjunto de procesos que antes no ocurrían, ni teníamos idea siquiera, ni teníamos la experiencia, ni estábamos con una disponibilidad para esta experiencia, ni sabemos cómo reaccionar ante ella, mucho menos anticiparla. ¿Qué va a pasar en esta ciudad dentro de cinco o diez años? No tenemos la menor idea.
—Claro, porque no es propio nada más de la ciudad sino de las condiciones de vida de esta sociedad. De cómo se concretan a partir de la disposición de la ciudad, en intensidades y condiciones variables. Y a partir de esta vertiente de trabajos, de diatribas en contra de la ciudad, como si fuera un agente, un agente malvado, como también un agente que es nuestro...
—Sí, es nuestro aliado…
—¡Exactamente!
—¿Es alguien en quien nos podemos apoyar para hacer cosas? No, no. La ciudad no es un agente. La ciudad es precisamente este ámbito o esta compleja integración de fenómenos extraordinariamente diversos y complejos, en un ámbito territorial y con una condensación demográfica poblacional de diversidad de acciones: que, además, congrega una diversidad inabarcable de condiciones pragmáticas. Es decir, si quisiéramos hacer un inventario del tipo de acciones que se llevan a cabo en la ciudad... no nos daría la Enciclopedia Británica, el catálogo pragmático es inabarcable. La variedad de acciones y la variedad de las modalidades de las acciones, se vuelven cada vez más difíciles de identificar. Más ahora con la transformación del espacio-tiempo, que se está dando por las nuevas y cambiantes condiciones cibernéticas. Es decir, que las condiciones cibernéticas introducen una alteración radical del espacio-tiempo, de la relación espacio-tiempo-cuerpo. Son los tres ejes que se transforman drásticamente a través de las nuevas tecnologías.
Por supuesto. el conjunto de transformaciones de las capacidades técnicas y tecnológicas es algo que empezó a ser un factor terrible dentro de la ciudad. De ello todo mundo se queja: las distancias se vuelven al mismo tiempo gigantescas e ínfimas, los tiempos, los plazos se dilatan y se comprimen simultáneamente, los cuerpos se vuelven prescindibles y determinantes, y la ciudad acumula estas tensiones paradójicas, porque además, las distancias ya no se miden en términos de kilómetros, sino en magnitudes de algo tan inasible como la densidad del tráfico, como la organización o desorganización del espacio urbano: de repente, para atravesar cinco kilómetros tienes que gastar dos horas u hora y media. Sin coche, en una calle que fuera una línea, podrías atravesarla en ocho minutos dadas las condiciones de organización del tráfico. En fin, todo esto, se vuelve una larga distancia como si tuvieras que recorrer sesenta o setenta kilómetros. Es decir, la idea de distancia se trastoca radicalmente. La idea de tiempo también. De tiempo vital.
—Entonces sí es la ciudad.
—Creo que habría que reformular la afirmación. La ciudad es el ámbito complejo donde ocurren estos procesos.
—De acuerdo, pensemos entonces en el espacio público. Ahora hay una gran preocupación por él, por su pérdida, por la afectación en la vida política y hay una fuerte tendencia a pensar que hay que recuperar el espacio público para recuperar otra forma de vida de la ciudad como la que teníamos antes de este repliegue. Pienso que no se puede recuperar.
—Sí, puedo entender las motivaciones de este pensamiento porque hay una condición de estas formas fantasmagóricas de la nostalgia, es decir, la nostalgia de algo que nunca hemos vivido; porque nunca hemos vivido ese espacio público. Es más, una utopía que quizá deriva de una manera de asumir el espacio público como un sucedáneo moderno de los espacios de la fiesta, el carnaval o ciertos procesos rituales. Pero creo que la comparación es insostenible.
Por supuesto que los niveles de riesgo en otros tiempos de las ciudades eran distintos, pero la sensación de riesgo asume una presencia y una fisonomía particular en las formaciones urbanas. Eso, entre otras cosas, fue uno de los factores primordiales de la exigencia, desde el siglo XIX, de amplias avenidas y sistemas de alumbrado: no solo para agilizar el movimiento, dar curso a ciertos hábitos del tránsito y la mirada, sino también hacer más eficiente el control y la vigilancia de los espacios públicos ante el acoso de violencia y delincuencia potenciales. Pienso que cuando era joven en realidad andar en la calle a las tres de la mañana caminando tenía su riesgo, sí tenía su riesgo. No el de ahora, pero ni remotamente. Pero eso no es la ciudad... la ciudad es la misma... bueno, no es la misma... pero ¿por qué no puedo salir a las tres de la mañana por esta calle? Por las transformaciones que han ocurrido en las formas de vida dentro de este espacio y cómo se han construido las tensiones, los conflictos, los regímenes de poder, las formas particulares del modo de implantación de las reglas de convivencia y los modos de construcción de los vínculos colectivos.
Todavía hay gente y algunos lugares de la ciudad donde quienes viven ahí pueden decir orgullosamente “esto todavía es un barrio”. Quiero decir todavía conserva cierto tipo de matices de convivencia, cierto tipo de matices de intercambio, de reconocimiento recíproco entre los vecinos, de ciertas condiciones de cooperación entre los distintos grupos que habitan ahí. Modos también de ofrecer los servicios, modos de darse del intercambio económico, que tienen otros matices que los absolutamente neutros y brutales de los grandes almacenes trasnacionales. Son lugares donde es posible todavía encontrar fiestas colectivas, donde se acude a congregaciones de distinta índole, donde hay márgenes para la intervención en la gestión, reducidos, pero todavía existen. Es decir, todavía está el marchante, el señor de la verdulería que te conoce y te guarda las naranjas. Todavía hay lugares y cierto tipo de pequeños espacios donde ese tipo de formas de vida, ese régimen de convivencia. Todavía hay ciertas reuniones vecinales para acordar la construcción de vías o de edificios, políticas para ciertas cuotas de inversión, etcétera, esas formas de intercambio y reciprocidad... También es cierto que eso tiende a desaparecer aceleradamente; no se mantienen intactas porque nada se mantiene intacto, pero aun así, todavía guardan cierto tipo de capacidad de articular la vida colectiva. Pero la mayor parte de la ciudad no. Toda esa lógica barrial, que tenía una capacidad de crear vínculos, patrones de relaciones, prácticamente está en proceso de desaparición.
Con lo anterior viene otro rasgo también propio de las ciudades y que es muy difícil de separar del resto de los factores, que son las estrategias de gobernabilidad. ¿Cómo es posible que una ciudad como esta sea gobernada? ¿Cuáles son las condiciones de posibilidad de gobernar esto? No hay. No hay condiciones de gobernabilidad. La ciudad es intrínsecamente ingobernable. Quiere decir que Mancera y todos y quienes están con él, que son muchos, son intrínsecamente ineptos, porque la ineptitud en el gobierno es algo ineludible e inimaginable, o sea el grado de ineptitud y de estupidez y de ignorancia corresponde a la imposibilidad de llevar a cabo estrategias de gobernabilidad eficientes. Es algo sorprendente y no tiene que ver con el PRD ni con Mancera ni con Morena... es decir, quien estuviera ahí experimentará este permanente desbordamiento, esta permanente ineficiencia y esta insuficiencia de medios y de capacidades estratégicas. Por más puro, santo e intachable que se pretenda, o por más “científico” o “genial” que pretenda ser. Es lo que suelo decir. No defiendo a Mancera, pero quien estuviera ahí estaría en condiciones de fracaso…
¿A qué le llamaríamos la ingobernabilidad de la ciudad? Hay algo que yo defiendo desde hace mucho tiempo y es la idea de que lo que preserva la vida colectiva en ciudades como ésta son equilibrios dinámicos no subjetivos, modos de autorregulación sin gestión -parece una paradoja- en las formas de vida colectiva. Esto me parece que es algo que valdría la pena reflexionar. Un modo de darse -no permanentemente, pero aunque sea esporádicamente- de la génesis espontánea de movimientos colectivos locales y modos de gestión adecuados a las formas de vida que ocurre en circunstancias particulares. Es una idea básicamente anarquista. La idea de que esencialmente las agrupaciones humanas tienden a organizar ciertas formas de vida buscando ciertas condiciones de equilibrio que no necesariamente pasan por modos de ejercicio de poder, sino de formas de articulación y composición de fuerzas que conjugan sus propias formas de vida.
Es decir, para poner un ejemplo muy simple: mi cuadra. Con trabajos conozco a mis vecinos. Tengo 25 años de vivir ahí. No conozco a mis vecinos, no sé sus nombres. No tenemos ninguna agrupación. Sabemos, por el resultado de las elecciones que, aunque hay una mayoría panista, hay mucho apoyo al PRD y a Morena y el PRI está en notoria minoría, pero existe. Estamos en condiciones de franca fragmentación política. Pero de repente se inunda la colonia y todo mundo sabe qué hacer con la inundación y surgen solidaridades y ayudas recíprocas, se organiza la gente de manera espontánea para solucionar el problema; de alguna manera nadie trata de no joder al de junto: hay una especie de “sabemos más o menos cómo”; mi forma de vida y la forma de vida del de junto pueden entrar en una especie de arreglo... no vínculo... un arreglo. Una especie de contractualidad. Un modo de contractualidad que no es un vínculo, que no tiene otra duración que la que exige la persistencia del problema. Entonces finalmente se equilibra y logramos que se vaya el agua, que más o menos se restablezca la normalidad. Se restablece la normalidad y otra vez todo mundo regresa a sus rutinas y su indiferencia. Para hacer lo que tenemos que hacer, ni siquiera nos preguntamos nuestros nombres. Sigo sin saber cómo se llama el de al lado, pero sé que, como la coladera que se tapa es la del vecino de allá, yo no debo poner mi coche ahí junto porque el agua se estanca y hace imposible la limpieza. Entonces acomodamos los coches de otra manera y todos sabemos qué hacer. Cómo hacerle para acoplar nuestras formas de vida: no hay líderes, no hay presidente de la cuadra, no hay organización, no hay cuotas, no hay puestos ni “nomenclatura”; esas son las formas en los barrios, en cuadras, así también funcionan muchos condominios; el condominio donde yo vivía antes funcionaba a grandes rasgos así. Pero estos equilibrios son de una fragilidad enorme, o sea esto no es una organización estable. No. Es, como le llaman ahora, “metaestable”.
—Esa organización que pareciera que se da espontáneamente, no es tan espontánea; hemos aprendido que no necesitamos crear vínculos ¿Podríamos pensar que esas son las modalidades de comunidad en las ciudades? Porque así como hay nostalgia respecto al espacio público, también hay cierto monto de nostalgia sobre la comunidad y prevalece la idea de que lo que nos puede salvar de esta ciudad es ser comunidad -que nunca lo hemos sido-.
—No creo que haya una vía real. No creo porque lo que veo en esto es una fantasmagoría de la comunidad, de la idea de comunidad utópica. La idea de la comunidad aparece como la nueva herencia del buen salvaje, o de “la ciudad de dios”, o la “república amorosa”. Ficciones en la frontera del extravío, ejercicios de una nostalgia vacía. “Todo paraíso es un paraíso perdido”, escribió José Emilio Pacheco. Volteamos hacia un pasado que no existe y vemos una armonía perdida en los tiempos míticos del origen. En el principio, queremos pensar, las comunidades eran maravillosas, eran armónicas, estaban en equilibrio con la naturaleza. No es cierto, la vida social es, constitutivamente, tensión, confrontación, lucha, supremacías, junto con alianza, intercambio y reciprocidad, y episodios de generosidad, no solamente entre sujetos, sino entre los sujetos y sus entornos. La depredación se da junto con la preservación de la vida.
—Los griegos llegaron a la roca madre antes de nosotros.
—Terrible. Había depredación seria. Las guerras internas, la violencia interna dentro de las comunidades. La idea de comunidad es una idea muy linda, muy nostálgica. En el Edén ni siquiera Adán y Eva hicieron una comunidad. Se agarraron a madrazos luego luego, para no hablar de la suerte entre hermanos…
—Pero creo que es esta fantasmagoría y esta idealización la perpetuación de estos momentos preciosos, de articulación de “equilibrios dinámicos no subjetivos”. Porque ahora que tú decías esa ciudad... bueno, la ciudad de los sesenta, que es la ciudad que viví en la Portales. Podría decir que era la comunidad perfecta, la Portales... con los nazis en la cuadra de atrás. Porque jugábamos en la calle y nunca nadie nos robó un juguete. Pero no hay una permanencia de la comunidad. Eran momentos preciosos, mínimos: organizaban la posada, pero el resto del año cada quien continuaba hasta cierto punto en su indiferencia, como tú lo señalabas. Es como una necesidad de perpetuar estos momentos de comunidad por algo, para sosegar las angustias en general. Los cambios que la propia sociedad instaura y lo que pasa es que en las ciudades se vuelve más virulento. Los ámbitos de resonancia de todos estos cambios se hacen mucho más fuertes que en otros ámbitos de vida social.
—De alguna manera, pensando un poco a la Durkheim -ya se sabe que para mí es una referencia entrañable-, la idea de que necesariamente la articulación de lo social es un todo, por supuesto que el todo no existe. El todo es una construcción imaginaria que se expresa en una condición de ritualidad. Ritualidad que tiene una espacio-temporalidad delimitada y restringida. No se puede estar de ritual todo el tiempo, ni en todos los espacios. Tienen sus espacios, tienen sus tiempos. Y ese tiempo se vive como una expresión de la condición duradera, integral e integradora del vínculo social que engendra una “esfera” de “lo propio”, una experiencia de identidad.
En la modernidad urbana existen todavía, aunque desdibujados, estos espacios donde se intensifican los vínculos, donde se consolidan los regímenes normativos; no son rituales, pero sin embargo, es donde se intensifica el vínculo, donde se hacen más o menos patentes ciertas formas de vínculo, aunque sean débiles y precarias. Son fiestas, reuniones, lugares de juego, donde se hace patente el vínculo. Estos espacios cumplen un poco la función de una especie de pararitualidad o, como lo llamaría quizá Turner, una especie de ámbito ritualoide, que no es exactamente un ritual, pero que es un momento de concurrencia y de síntesis de ciertos modos de vínculos que se expresan de manera patente con cierta intensidad y que de alguna manera refrendan la experiencia de una totalidad tanto temporal como espacial del vínculo colectivo. Entonces, sí hay estos momentos: el del futbol colectivo, el de la reunión de amigos, las comidas y las reuniones de cantina, en fin, incluso reuniones y manifestaciones políticas que no son rituales, pero que alientan una experiencia precaria de comunidad. Es un exceso llamarles rituales, como ahora está la tentación de llamarle a todo ritual. No son rituales, pero tienen algunas facetas del proceso ritual: concurrencia en un ámbito espaciotemporal delimitado, intensificación del vínculo, las condiciones que la propia intensificación del vínculo produce, que son momentos de liminaridad, porque los momentos de liminaridad derivan de la intensificación, entre otras cosas, de la intensificación efectiva, que acarrea además una disipación de las fronteras identitarias que cierran el espectro simbólico del vínculo; es decir, en el momento de intensificación del vínculo, se debilitan los marcos de la vida cotidiana y se generan las condiciones de pensar otro tipo de experiencias, que es en realidad la nostalgia de lo público.
—Éramos tantos y nos queríamos tanto …
—Sí…. “Nos amábamos tanto” … Así es, pero en realidad es como tú dices: fue el partido de futbol que vivimos, en aquella adolescencia, cuando todos éramos cuadernos de doble raya… y “te acuerdas qué padre, nuestras reuniones…”
—Y nos regresamos caminando en las noches, era otra ciudad...
—Sí, y eso duraba unos veinte minutos, unas horas. Pero esos veinte minutos parecen sintetizar todo un universo de vida que no es así. Fuera de esos veinte minutos cada quien hacía de su vida lo que podía y si el vecino se moría pues pobre... Pero no hay ese vínculo colectivo; hay esos momentos y hay esos rasgos, esas reminiscencias de solidaridades colectivas que se expresan en ciertos momentos de fragilidad sobre todo, o de violencia, que sí convocan el vínculo.
—Y esta especie de indiferencia se acentúa en algunas configuraciones de la infraestructura urbana. Se van a acentuar por este tipo de configuración. Pienso en esto que decías al principio de cómo se ha recompuesto la ciudad. Este programa de redensificación de la ciudad, levantar la ciudad para redensificarla, tener más habitantes por hectárea y cuando empiezan a surgir todos estos edificios en la Del Valle. Son ese tipo de acciones las que hacen que se torne mucho más virulenta esta condición de anonimato, de distancia, de indiferencia, porque son como cortes, dificultades, que, además de lo que ya somos como humanos en una sociedad occidental, se nos ponen más trabas para que tengamos posibilidades más permanentes de estar relacionados.
—Sí, ahorita estaba pensando: otro efecto de esta recomposición que tiene que ver con la experiencia más abierta, más clara, menos encubierta de la desigualdad brutal que está patente y que siempre ha estado patente en la ciudad. La ciudad es el espacio de la desigualdad constitutivamente. Desde Florencia y Venecia y las ciudades medievales. La ciudad es el espacio de realización, sustentación, expresión y espectacularización de la desigualdad. Y ahora, las formas de control de eso pasan por la territorialización, es decir, la territorialización permite crear condiciones de composición de identidades, jerarquías y poderes heterogéneos, para formas de vida diferenciadas, sometimientos y exclusiones articuladas entre sí. En equilibrios precarios, pero que generan una cierta capacidad de diálogo de las formas de vida y por lo tanto de equilibrio de estas formas de vida.
Pero, ¿qué pasa cuando introduces una forma de vida extraña en otra? Produces una condición de desequilibrio, sin introducir simultáneamente las condiciones de su equilibración. En Santa Fe, por ejemplo, que fue en esta ciudad, durante decenios, uno de los espacios más deprimidos de consumo, de formas de vida, delincuencia, etcétera, de repente introduces junto, casi en una intimidad, formas de vida descomunalmente distintas... y entonces ¿te asombras de que haya violencia? Y si eso lo multiplicas y lo diseminas por la ciudad, lo que estás diseminando también son condiciones de desequilibrio tal, que producen una imposibilidad de articulación de los patrones normativos que hacen posible la convivencia. Estás diseminando la violencia por toda la ciudad y los mecanismos de territorialización que permitían esta conformación de comunidades. Precisamente la Portales, se sabía que si tú no eras de allí y entrabas, te estabas jugando la vida. O la Doctores, tú no eres de la Doctores, no te metas my dear. Es decir, se constituían en universos de formas de vida equilibradas, compatibles, articuladas. Si quieres había un pacto entre quienes habitaban ahí... pero... ese pacto valía para ellos, solo para ellos. Y de alguna manera, esta especie de condición de convivencia entre formas de vida compatibles, articulables, equilibradas, producía también una especie de atenuación de las condiciones de la violencia. Introduce cuñas de altos niveles de consumo, de altos niveles de reorganización del espacio, de circulación, etcétera. Destruye las formas de correspondencia y de integración de la comunidad que ya están vigentes en esos espacios y produces, por supuesto, una diseminación de la violencia, automáticamente.
—Además, qué tipo de esquema, porque, en ciertas zonas se puede llegar a un punto de equilibrio con estos que poco a poco vienen llegando, pero todos los que vienen en bloque y con fronteras muy delimitadas…
—Fronteras, fronteras. La llamada “posmodernidad” no es en realidad la desaparición de las fronteras, sino la multiplicación inadvertida de microfronteras, y microsegmentaciones proliferantes e irreconocibles, pero eficaces, de los vínculos sociales. Esas fronteras expresan tensiones excluyentes, modos de darse de la diseminación de los estigmas. Aparecen encubiertas por formas de vida, ya muy hechas. Muy estructuradas, muy articuladas, en una cierta condición radicalmente extraña a ésta. Son equilibrios precarios.
Estamos hablando en la ciudad siempre de equilibrios precarios. Y si nuestra dinámica de concentración -poblacional y de riqueza- produce esta especie de conmoción incesante, proliferante, que acrecienta la confrontación brutalmente contrastante de forma de vida y de patrones de relación social y de modos de establecimiento de vínculo, ahonda las condiciones de exclusión y los modos del ejercicio de la violencia. Y, si, además de esto, introduces el otro factor inevitable, que se multiplica también con los mecanismo de exclusión laborales, pragmáticos, de consumo, “clasistas”, que viene inherente a todo esto, pues las condiciones de una diseminación de la violencia están todas puestas ahí. Y después se asombra la gente de que haya crecido la violencia en la ciudad. Pues sí, ¿cómo no? Antes no ha crecido más, la violencia. Todos estos procesos, por supuesto, están entreverados. Habíamos dejado de lado el tema de la gobernabilidad.
Se extiende la idea de que las gobernabilidades van exigiendo cierto tipo de condiciones de particularización. Que ya no se puede gobernar a través de políticas generales. La paradoja es que se busca gobernar los procesos locales con políticas generales, y las políticas generales responden a las lógicas de las políticas locales: la discordia “ontológica” de las escalas de las estrategias de gobernabilidad, en lugar de revelarse más eficaces, se revelan radicalmente ineficaces y requieren de estrategias de encubrimiento. En fin, un proceso agobiante. Pero al mismo tiempo, las condiciones de diferenciación y de este entrelazamiento de todos los procesos, hace más difícil la articulación de estrategias de gobierno particularizadas.
Por ejemplo, la idea de una organización delegacional -¡ahora alcaldías!- es errática, porque no puedes inscribirlas en el marco de políticas generales derivadas de la conectividad de todos los factores en juego en la ciudad. Por ejemplo, en Coyoacán tienes, oficialmente, por lo menos tres coyoacanes: el de los pedregales, que es en la frontera donde yo vivo, zona de asentamientos irregulares: Santa Úrsula, y tal y tal. Después, juntito con los pueblos de indios: La Candelaria, los Reyes, de tradición prehispánica; todo ello al lado de asentamientos creados por invasiones (Santo Domingo, Santa Úrsula, que son productos de invasiones). ¿Cómo conjugas eso? Además están Coapa y los Culhuacanes y después la zona mega nice: el Centro de Coyoacán y de todo este territorio en el que se asienta el mundo universitario e intelectual. Además, y esto acrecienta la complejidad, no se trata de comunidades nítidamente delimitadas y relativamente cerradas, sino espacios absolutamente permeables. A pesar de las fronteras políticas y administrativas, ¿dónde comienza Coyoacán y dónde Benito Juárez o Tlalpan…? La línea divisoria es una línea francamente arbitraria y ridícula, absolutamente ineficaz e insostenible. Son más drásticas en ocasiones las fracturas internas en el seno de las delegaciones que las que existen entre una delegación y otra. A ver: ¿políticas generales para todo Coyoacán? ¿Para la Ciudad de México? No. Lo mismo pasa en Tlalpan y en todas las delegaciones. Salvo estos asentamientos de la vasta clase media, que es precisamente Del Valle y Narvarte, que más o menos tienen cierta homogeneidad: por su génesis, por su historia, por muchas razones. Pero todo el resto de las delegaciones: Gustavo A. Madero es una cosa verdaderamente… La Venustiano Carranza... Todo esto está sustentado en una serie de presupuestos: primero, la idea de que es una ciudad, lo que es francamente absurdo, luego, la idea de que la organización política requerida responde a criterios y pautas de gestión delegacionales, y tercero, que se puede gobernar de manera coherente haciendo intervenir estrategias de gobernabilidad generales sobre las condiciones locales de gestión.
Junto a lo anterior, otro problema es la transformación dinámica extraordinariamente acelerada que tiene la ciudad. La ciudad cambia de manera a veces rotunda, pero lo hace con ritmos desiguales en los distintos territorios que la integran. Esta velocidad de cambio introduce un problema constitutivo con el ejercicio de la gestión pública, que requiere para sus formas de gobierno precisamente una articulación en procesos burocráticos. O sea no se puede gobernar sin burocracia, punto. Todo mundo lo sabe, Weber dixit… Es decir, la idea de gobierno necesariamente requiere todo un conjunto de modos, de ejercicio de ese gobierno que reclama organización, datos, manejo de datos de información, de organización de las gestiones públicas, que supone un vasto aparato burocrático que, para su desempeño, responde a una lógica propia -que no es la de los procesos urbanos y su transformación- y sus tiempos propios, que tampoco responden a los que atestiguamos en la ciudad.
El vasto aparato burocrático no tiene la capacidad de respuesta a un tiempo dinámico equiparable al de la transformación de la ciudad. Quiere decir que se está generando entre las dinámicas reales de la ciudad, que se mueven a una velocidad espectacular y las formas de respuesta gubernamental, una especie de tensión que hace que cualquier tipo de estrategia de gobernabilidad venga siempre inadecuada, atrasada, siempre anacrónica, anacrónica en el sentido fuerte, es decir, en otro tiempo. El tiempo de la burocracia es otro que el de la vida social y esta especie de asimetría entre el tiempo y la dinámica de la vida social y la dinámica de la burocracia, que siempre ha sido conflictiva, en las condiciones actuales de las dinámicas poblacionales y económicas de la ciudad, resultan absolutamente ya monstruosas.
Es decir, prácticamente ante la torpeza inherente del aparato burocrático, las condiciones de gobernabilidad adecuada son imposibles para las condiciones dinámicas de la ciudad. Entonces, bien, ¿qué clase de gobierno se necesitaría? Un gobierno no burocrático. O una burocracia capaz de reaccionar a una velocidad equiparable a la de los propios procesos urbanos, es decir, con condiciones de eficiencia que son imposibles de lograr y que, por lo tanto, producen un efecto gravísimo: el del fracaso de las formas y los procedimientos jurídicos.
Los procesos jurídicos tienen, además, su propia burocracia, tiempos, ritmos, su propia y desesperante lentitud, que no corresponde a la rapidez y la variación de la conflictividad urbana: esto produce un efecto, el fracaso burocrático y su expresión más brutal: la impunidad. Es decir, por supuesto que por muy eficiente que fuera un juzgado sería incapaz de equipararse a la dinámica de la violencia social y de lo que ocurre, todas las transgresiones de todos tipos, colores y sabores que ocurren en la ciudad. Por supuesto que por muy eficientes que fueran los trámites en las delegaciones, no hay manera de cubrir las necesidades derivadas del crecimiento de la población, su dinámica y su conflictividad. El mecanismo burocrático es de una lentitud tal frente a la transformación de las condiciones de conflicto propias de la ciudad que, por supuesto, el 90% de las situaciones de conflicto quedan necesariamente sin atender. Es algo que queda velado en la experiencia y el sentido común.
La incapacidad de la burocracia no es solo un problema simplemente de ineficiencia o de ineptitud, sino que deriva de la lógica y el modo de funcionamiento propio del aparato burocrático, cuya temporalidad es radicalmente extraña a las condiciones dinámicas de la vida real de la sociedad. Entonces, claro, la asimetría hace que la mayor parte de los problemas, los conflictos y las transgresiones, queden irresueltas.
—Me hace mucho sentido lo que hablas de la desigualdad, los desfases, las anacronías y me lleva a pensar en los esfuerzos de la sociedad civil y sus esperanzas puestas en una transformación de la ciudad en la que se minimice la desigualdad, la fragmentación y la exclusión. Aunque tienen clara esta finalidad, suelen reproducir formas, esquemas, patrones, ideas que justo alimentan y sostienen aquello que quieren abatir ¿Cómo reconducir estos esfuerzos para no sostener aquello que combaten?
—Mira, yo creo que uno de las ilusiones, acogidas básicamente por el pensamiento conservador, es la idea de que las leyes van a solucionar las cosas. De que una “nueva constitución” va a ser la respuesta adecuada a las condiciones de vida de la ciudad. La derecha piensa que la lucha jurídica nos va a dar un marco de convivencia. Hay muchas falacias que alimentan esta ilusión. Porque las leyes no existen en abstracto. Esto que estamos diciendo sobre la vigencia de las leyes supone todo un conjunto de condiciones administrativas y operativas, que a su vez suponen un régimen complejísimo burocrático, burocrático. Y la condición burocrática... como he insistido, tiene una lógica propia, extraña, y es extraña incluso a las propias leyes y a la tortuosidad de la burocracia jurídica. Es decir, hay una especie de extra-legalidad de la propia condición administrativa encargada de la aplicación de las leyes. Por decirlo casi exagerando la paradoja, el aparato burocrático es extra-legal, por no decir ilegal. Tiene su propia condición normativa, que limita por supuesto la posibilidad de aplicabilidad de las leyes, así como las condiciones de aplicabilidad, etcétera, etcétera.
En otras palabras, hacer caso omiso de toda la dimensión administrativo-burocrática que requiere necesariamente el aparato jurídico para operar, es dejarse capturar por la ilusión de que la eficacia de la ley deriva de la letra…. No basta con aprobar una ley ¡¿eh?! o sea, por favor. Y esto es lo que son los panistas, es la derecha en realidad. Pensar que basta con leyes “más justas”. Palabrería y retórica vacía. No, no, ¡espérate! Las leyes “más justas” -en caso de que pudiéramos darle alguna significación a estas palabras- no significan nada, sin involucrar las condiciones y el régimen de su aplicabilidad. Nada. Entonces, esto es un problema gravísimo de todas las expectativas. Presionemos a la Asamblea para que tengamos leyes más justas, para que tengamos políticas... no, espérate, las políticas no se aplican solas. A ver, cuáles son sus condiciones de aplicabilidad y pragmática. Sobre esas no se opera.
Los movimientos sociales en busca de una “reivindicación jurídica” no dicen “bueno, vamos a cambiar el modo de organización de los archivos, el modo de organización de la información, vamos a cambiar a las secretarias, vamos a transformar el trabajo de los administradores, los criterios de contabilidad, las exigencias para el ejercicio presupuestal que supone cada ley que se aprueba…”. No hay que capacitar solo a la policía, hay que transformar la lógica y los procedimientos administrativos, y las capacidades y desempeños de quienes se integran en ese aparato. Para que el policía salga a cumplir una orden, el mecanismo se tiene que poner en marcha y se tiene que emitir la orden correspondiente. Y si todos los requisitos administrativos y jurídicos no se cumplen, el policía no sale o lo hace en condiciones particulares. Es la tortuosidad del aparato burocrático que se reproduce en todas partes y en todos los niveles.
—Y adquiere su fisionomía más, digamos, milimétrica, en toda la gestión urbana. Por ejemplo, la oficina del catastro donde están todos los planos, donde está toda la división de los predios, porque tiene que ver con la territorialidad de la ciudad que se expresa en eso que vale dinero.
—Claro y que es, en realidad, el soporte de toda la especulación inmobiliaria. Y, por supuesto, toda esta tortuosidad tiene una forma de ser operativo: la corrupción. Es la única manera de hacer operativo el aparato de gestión urbana sometido a la tortuosidad mecánica de la burocracia, a la inadecuación de las pautas administrativas, a la diferencia irreductible de las asimetrías entre las dinámicas de gestión y las dinámicas de la vida social.
¿Cómo se hace posible operar en estas condiciones? Privilegiando, por encima de los procedimientos, las normas y la burocracia jurídica, cierto tipo de canales especiales. Y éstos se ponen en juego a partir de intereses muy específicos: eso que se denomina “corrupción”. Pero esto no solo tiene que ver con la avidez, la deshonestidad, la usura, no supone solo necesariamente que la gente sea malvada, mala onda. Supone, en ocasiones, salvar las trabas de la profunda ineficacia, el anacronismo o la irracionalidad del aparato de gestión burocrático-jurídico: tratar de que la operatividad monstruosa de lo burocrático no termine por sofocar o por extinguir la potencia vital de los procesos sociales. ¿O qué? ¿Me voy a esperar 10 años para que me den un permiso para poder trabajar? ¿Voy a dejar que por un lamentable procedimiento anacrónico y arbitrario me clausuren un negocio o una empresa que se desempeña dentro de los márgenes de legalidad y eficiencia requeridos? La respuesta será: ¿Cómo se hace para que la ineficiencia burocrática no aniquile la vida?
Por otra parte, hay una condición “estructural” de la “corrupción”: estos tiempos lentos, tortuosos, estas vías laberínticas de la burocracia político-jurídica no son los tiempos de reproducción del capital. Éste requiere que los trámites sean inmediatos, que los procesos tengan la menor cantidad de trabas posibles. El capital, para poderse reproducir a la velocidad que necesita hoy, requiere vía libre, y el aparato burocrático por supuesto que detiene todo esto. ¿Cómo lo haces funcionar? Corrompiendo. La dinámica de la reproducción del capital autoriza y legitima estas vías ilegítimas de la eficiencia administrativa.
—O sea, el aparato burocrático tiene autonomía.
—Por supuesto... Evidentemente no hay manera... es decir, eso que se llama corrupción, no siempre es corrupción propiamente dicha. Es un efecto particular de esta tortuosidad mecánica, de los aparatos burocrático administrativos y de las diferencias, la imposibilidad de satisfacer las exigencias de equilibración, propias de la vida urbana con el aparato burocrático. No, no hay respuesta para esto en las condiciones de funcionamiento del capital contemporáneo, y menos en países como México. Y lo que es peor, lo más probable es que esa diferencia se vaya ampliando cada vez más, en la medida en que las condiciones de renovación y de actualización de los procedimientos burocráticos es in finitamente más lenta y tiene otra lógica que la de la vida real, de los procesos realmente existentes en la ciudad. Entonces, toda la demanda por ¡que no haya corrupción! Que no haya corrupción quiere decir que no hay vida. Que todo se detiene al ritmo de la burocracia, que todos marchamos al tiempo, al ritmo de la gestión y los procedimientos jurídicos y administrativos, quiere decir: estamos condenados a morimos todos, de tedio.
—Sí porque no hay ni una sola disidencia. Entonces, la ciudad no es un ogro.
—No, no, no lo es.
—Tampoco es una señorita muy “bien portadita”. No es un ogro, pero tampoco es lo que somos.
—Creo que son figuras simpáticas, pero no creo que clarifican mucho los procesos. La ciudad es un espectro de fenómenos complejo con una referencia territorial, material, administrativa, económica, en el que se encuentran imbricadas constitutivamente estrategias de control y de gobierno, y formas de vida, individuales y colectivas.
—Pensaba en los nomadismos con Duvignaud. Hay épocas en las que es posible ir y venir, en esa lógica privilegiada del anonimato. Pero hay momentos, hay épocas y hay lugares en los que estos nomadismos no son posibles, pero no necesariamente la ciudad como ente -regreso a esta idea- los ha matado, sino que es la propia dinámica que se ralentiza un poco, quizá muy probablemente, por una derechización de los espacios.
—Una cosa muy interesante que alguna vez escuché hace mucho tiempo en una mesa redonda y me pareció muy importante no perderla de vista, un colega mío de antropología, del Instituto de Investigaciones Históricas, que se dedicó a la historia del movimiento obrero, decía que hay una especie de extraño equívoco en el modo de comprender las crisis sociales. Existe la opinión, porque es una opinión, de que los tiempos de crisis dan lugar a la emergencia de movimientos revolucionarios. Y él sostenía lo contrario: esta relación entre crisis y movimientos de transformación social no es la regla. Más bien la regla es al revés: los tiempos de crisis producen repliegues, regresiones de los movimientos, su degradación o su disolución. El retorno a posiciones radicalmente conservadoras: utopías, mesianismos. Es decir, también el retorno a fundamentalismos: básicamente la gente se vuelve fundamentalista. Por supuesto, porque las condiciones de riesgo son infinitamente mayores e incalculables en el momento en que, junto con las condiciones de supervivencia, se disipan las condiciones que confieren estabilidad a los vínculos.
Toda la gente busca replegarse, protegerse frente a las condiciones agresivas de riesgo inasible. Entonces no es cierto que en las condiciones de crisis brutal sale la gente a hacer movimientos revolucionarios, no. El fascismo por ejemplo, es una reacción precisamente a un fundamentalismo exacerbado. Una manera de reagruparse, de reconstituirse en condiciones de un fundamentalismo nacionalista.
—Por eso este retorno, esta recuperación del espacio público. Hablamos de un espacio público que ahora pensamos que lo tuvimos.
—Como si lo hubiéramos perdido. Pues no lo perdimos: nunca lo tuvimos.
—Uno que jamás existió, porque además ni siquiera sabemos cuál es.
—No, no tenemos la experiencia para decir, ok, yo tuve la experiencia y la perdí. Ya no me dejaron tener eso... nunca lo tuve.
—Entonces sí es esta fantasía de la pérdida bucólica de algo que jamás existió y de lo que jamás podremos tener experiencia, ni recuerdo, ni rememoración, salvo de, yo insisto, estos momentos preciosos.
—De momentitos: de cuando salíamos a jugar futbol a la calle y no pasaban coches y podíamos poner nuestra portería en medio de la calle.
—Pero ahí, por ejemplo, me surge una duda. Pensaría que habría una diferencia entre lo que sería una recreación bucólica y lo que sería memoria. Pensando que la memoria tiene que ver con esta constitución de lo social y, volviendo a lo perdido, una de las líneas que se ha planteado es el asunto de que en la ciudad el olvido nos lleva a un urbicidio ¿Qué tendríamos que diferenciar para que la recreación bucólica no se confunda con la memoria social, la memoria colectiva?
—Lo que pasa es que, bueno, el tema de la memoria, es inagotable. Realmente la memoria, afirma el sentido común, es siempre de lo que ocurrió, pero con frecuencia es la evocación de lo que no ocurrió así. Frente a la reflexión sobre la memoria se abre también la reflexión sobre la imaginación y el vínculo entre ellas. En el proceso de rememoración imaginamos lo que ocurrió, no restauramos lo vivido sino que lo recreamos. O sea, no hay memoria de lo ocurrido, realmente.
La memoria es de lo que no ocurrió, es una fantasmagoría del pasado, esencialmente. La memoria evocada es una fantasmagoría del pasado. O sea, este maravilloso verso de Sabines: “Te deseo que te construyas un pasado feliz”. Que uno dice, sí, es cierto, sería maravilloso tener un pasado feliz. ¿No? Me encantaría. Es un buen deseo para uno. Yo no lo tengo. Rememorar es algo extraño: las vías son disyuntivas. El heroísmo o la victimización, el protagonismo o el eclipse de sí, la exaltación de la propia imagen o su degradación: se oscila, entre estas dos posiciones, se integran una en otra. Uno se sorprende implicando en el recuerdo ese: “¿Te acuerdas cuando éramos felices?” o “¿Te acuerdas cómo sufrimos y qué mal la pasamos?” “Y nosotros que nos queríamos tanto.” Y toda esta visión del paraíso perdido. Hemos sido expulsados del paraíso porque en algún momento, en algunos momentos, tuvimos estas experiencias que ahora miramos paradisiacas. Lo que tú llamas bucólicas. Y yo creo que forma parte de este movimiento de la memoria... este movimiento de... Eso ha dado lugar en el tiempo reciente a un extraño culto por la memoria: esta especie de fantasía de que recuperar la memoria involucra una lucha contra el poder y por la libertad, como si recuperar la memoria nos permitiera al mismo tiempo recuperar condiciones de libertad.
La disposición material de la ciudad: sus edificios, sus calles, sus monumentos, sus lugares, sus parques, sus cines, se convierten en testimonios de la propia vida y de la vida con los otros, la vida colectiva. Es una expresión de una trama que sustenta la memoria. La ciudad nos va a permitir construir condiciones de colectividad porque la memoria, en la medida en la que no solamente es individual, sino colectiva, va a involucrar vínculos, porque la memoria supone la fuerza afectiva de los vínculos. Pero no es así, exactamente. Es decir, otra vez Durkheim…. Halbwachs, los marcos de la memoria colectiva, efectivamente se apuntala en una concepción de Durkheim, la idea de las representaciones colectivas de Durkheim, la idea de que las instituciones tienen memoria.
¿Qué clase de memoria tienen las instituciones? Y qué clase de memoria tienen y qué clase de memoria inducen, porque las instituciones no solamente expresan el proceso de sedimentación de las expresiones normativas de la memoria, no solo inducen memoria, también producen olvido. Producen olvido y producen memoria simultáneamente. El mecanismo se encuentra en las condiciones mismas de la normatividad institucional; la articulación de las reglas, porque las instituciones son esencialmente reglas de prohibición y reglas de prescripción: debes actuar de esta manera, no debes actuar de esta manera. Pero esta conjugación de reglas prescriptivas y reglas prohibitivas supone también una memoria que hace posible precisamente su vigencia.
Derrida recuerda esta especie de lectura que hace Pascal de Montaigne en torno de la pregunta: ¿En qué radica la fuerza de la ley? La respuesta es simple y oscurísima: “en que ha sido heredada”. Que es lo único que le da fuerza a la ley, que ha sido heredada. Que es una formulación muy impresionante. La ley que ha sido transmitida en términos de herencia y que es lo que le confiere la fuerza, que tiene que ver con la vigencia de las instituciones, en realidad. La vigencia de las instituciones supone esta condición durable del pasado y, eventualmente, del origen. El tiempo institucional cifrado en la frase del sentido común: “las instituciones duran, los hombres pasan”. Es decir, hay una memoria transindividual que está sosteniendo la vigencia de la fuerza regulatoria de las instituciones: eso es la memoria colectiva. Es lo que está dándole cuerpo, fuerza a la memoria colectiva. No es que la colectividad comparta los vínculos o los mismos recuerdos. No, no los comparte. No se reúne toda la colectividad a contarse historias y cuentos. Eso es bucolismo. Hagamos una gran fogata...
—Pero además, recurrentemente, porque sí la podemos hacer en algún momento de la vida y en algún momento nos sale muy linda y nos divertimos…
—Una cena en la que te reúnes con cuatro vecinos y cuentas una anécdota...
—Es ese extrañamiento de algo que nunca ocurrió en términos de un estar en la ciudad, en una forma de comunidad que no es posible.
—No es posible, no. No es posible.
—Entonces si la ciudad no es un ogro, ¿qué es?
—No, no es un ogro. Son las condiciones de nuestra vida contemporánea, con todas las facetas oscuras, terribles, de esta especie de modo de plasmarse materialmente, también de modos de ejercicio de la gobernabilidad, modos de ejercicio del poder, de los desequilibrios sociales, de las formas de exclusión, etcétera, que se plasman en equipamientos incorporados en cierto territorio y en cierto tiempo. Y eso es de una complejidad atroz y es enormemente dinámica. Es decir, todavía ayer o antier no sé con quién estaba platicando sobre Insurgentes (la calle, por supuesto…), y le decía que, como he pasado toda mi vida por Insurgentes, tengo la extraña ilusión de que la conozco. Tengo 60 años de pasar por Insurgentes conscientemente. Y la semana pasada o no sé pero hace muy poco tiempo, que tuve que manejar en la noche por Insurgentes y tuve una experiencia de vértigo: pensé “¿dónde estoy, dónde me salgo, a qué altura estaré de Insurgentes, entre qué calles estoy? No reconozco nada.” Y es una sensación, no sólo de que Insurgentes cambió radicalmente, además es una sensación de extrañamiento y de extrañamiento de mí mismo: ¿Quién soy yo?
Precisamente por esta especie de enrarecimiento del espacio-tiempo que incide en el cuerpo, en las condiciones afectivas de la identidad propia, ¿cuándo ocurrió esto? Ni cuenta me di. ¿Cuándo ocurrió? ¿Dónde estoy? ¿Y qué fue de mi vida y qué fue de todos los signos vitales que estaban materializados, expresados materialmente en cierto tipo de construcciones, en cierto tipo de disposiciones urbanas? Ya no están. Eso no quiere decir que yo no tenga pasado, quiere decir que hay una dimensión de enrarecimiento que se introduce en mi experiencia vital. No quiere decir que me borraron la memoria. Esas son exageraciones de los académicos. No, ni la ciudad me borró la memoria. Ni me quitó la identidad. No, no me quitó la identidad. Sigo siendo Raymundo Mier. Pero sí una sensación de enrarecimiento de la propia experiencia de mí.
—No eres el único al que le ha pasado eso y no es el único momento en el que te ha pasado; eso es parte de vivir la ciudad, de estar en la ciudad. Parte de la experiencia de ciudad.
—Parte de la experiencia de estar en la ciudad es esta permanente confrontación con condiciones de extrañamiento permanente de ti mismo. Sí.
—Eso podríamos llamarlo experiencia de ciudad
—Es parte de la experiencia de ciudad. Es parte, sí.
—Con esto de la “experiencia urbanizada”, pensaba más bien que se hubieran vuelto más propios y más decentes, más urbanos.
—Claro. La idea de urbanidad tiene que ver con educación, con convivencia e incluso, la palabra misma solía tener como uno de sus sentidos esta idea de urbanidad... urbanidad... los manuales de urbanidad, por supuesto. Formas de cortesía, formas de relación con el otro. Richard Sennett lo plantea, es decir, cómo en realidad el tema de la cortesía adquiere matices absolutamente propios en el espacio urbano, en la medida en que estás tratando con puros desconocidos. Entonces las únicas formas particulares de la convivencia tienen que darse a partir de la creación de estas convenciones que establecen patrones de identidad, modos de comportamiento, condiciones de reciprocidad abstracta, artificial; que hacen posible precisamente la convivencia en un mismo espacio de identidades irreconciliables, distintas.
Tienes que convivir con una gente a la que nunca vas a volver a ver probablemente en tu vida. Sales y te vas a topar con un camión, o con un señor esperando el camión y le cedes el “pase usted”. Nunca más lo vas a volver a ver en la vida. Pero las condiciones de urbanidad exigen esta especie de régimen de coexistencia completamente artificial, que hace posible precisamente la concurrencia articulada de estas identidades totalmente diferenciadas. Sin eso, en realidad seríamos fantasmas; sin el régimen de cortesía, seríamos una cosa verdaderamente imposible, insoportable.
—Ahí sí, no tendríamos ciudad.
-Nada. Sería de una indiferencia atroz. La experiencia de la soledad sería verdaderamente más terrible de lo que es hoy la experiencia de esta desolación sutil, cotidiana, habitual. El hecho de que vayas en tu coche y alguien te diga pase, pase usted... O que te diga: gracias porque lo dejaste pasar.
—Eso no es indiferencia, ciertamente.
—No. Es decir: ni lo conoces, ni te conoce, ni nunca lo vas a volver a ver, pero ya ese solo gesto, alienta una convivencia que hace que la ciudad sea soportable. Efectivamente, hay una condición de urbanidad, que es en realidad de lo que uno sí tiene nostalgia real. Que eso se va perdiendo también en ciertas formas de organización contemporánea de la ciudad. Que ya ni siquiera eso hay para atenuar la violencia de la vida cotidiana. Antes, yo recuerdo, a las mujeres, sobre todo a las mujeres embarazadas, a los viejos, les cedían el asiento en el camión, el camión se paraba para esperarte. Es decir, había cierto tipo de urbanidad... ya no. Ya la urbanidad se ha vuelto intolerancia y eso sí lo resentimos como una especie de crisis de soledad. Es decir, en el momento en que esa tenue capa de equilibrio precario, sostenida por la cortesía, desaparece, estás a la intemperie, estás desamparado literalmente. Entonces, claro que la vida social se vuelve infernal. La vida en la ciudad se vuelve un infierno. Bueno sí, pero no es la ciudad. No es la ciudad. Es la vida en la ciudad.
—En parte de lo que se ha pensado acerca de la ciudad, se hace una especie de encabalgamiento entre la urbanización y la fragmentación de la ciudad con la experiencia haciendo referencia a la fragmentación de la experiencia. ¿Acaso podemos hablar de la fragmentación de la experiencia?
—La experiencia tiene siempre una condición de síntesis. No hay fragmentación de la experiencia. La experiencia, precisamente, es la de la síntesis imaginaria. La participación de lo imaginario está dándole cohesión a la experiencia, o bien es la composición de un conjunto disyuntivo de experiencias que intrínsecamente son fragmentarias, pero que se experimentan más allá de toda fragmentación, como una unidad difusa, sin contornos, pero incontrovertible. Uno no vive la experiencia como una pedacería. No vives a pedazos. Vives el continuo de tu vida: tu vida es un continuo. No dices, ¡ay!, mi vida está hecha de mera retacería. No. Uno no tiene la experiencia de vivir su vida como un paisaje de ruinas sin sentido, no, precisamente por esta fuerza imaginaria de síntesis.
—Y que lo que sintetizas es por fuerza esta condición imaginaria de tu propia creación en las condiciones en las que estás. Eso que es el sentido.
—Sí y por eso tampoco ves la ciudad como un fragmento. Aunque esté toda fragmentada, la vives como un espacio coherente, cohesivo.
—Porque además el centro sigue siendo el centro. Las afueras siguen siendo las afueras.
—Y vas al centro y no pasas de un fragmento a otro de la ciudad.
—No. Hay una síntesis de lo que es el centro y hay una continuidad
—¡Exactamente!, una continuidad
—Es una continuidad. Todo esto me lleva a pensar en la novela de Ítalo Calvino, Ciudades Invisibles. Cada ciudad que le cuenta Marco Polo a Kublai Khan es completamente distinta, cada ocasión, cada noche, cada experiencia y cada experiencia es una síntesis de esa ciudad.
—Es que probablemente sea la misma.
—¡Exactamente! Y en ese sentido, ahí incluía este planteamiento hacia la perversión. Entonces, ahí sí es un poco perversa la ciudad en términos de creación de esta posibilidad de síntesis, de cada quien su propia ciudad.
—Sí, pero tiene que ver con el pasado. Quizá un contraste podría ayudar. Si se piensa en los narradores tradicionales, lo que antes se llamaban los grandes conversadores. Mi padre era uno de esos: mi padre podía mantenerte entretenido tres horas porque hablaba hasta por los codos y era simpático y ocurrente e inteligente, en fin. Era un gran conversador y sus relatos era una trama interminable de testimonios, de anécdotas, de “recuerdos vivos”. No puedo decir durante cuántos años lo oí narrar, porque le encantaba narrar en las comidas... no sé... qué te puedo decir, 30 años lo escuché narrar sus mismas anécdotas, las mismas. Nunca me aburrí: las cambiaba. Yo siempre le decía, eso no lo habías contado nunca, papá. “Ay, cómo no.” Claro que lo había contado, de otra manera. El Apatzingan de mi papá era un lugar mítico: su propio infierno. Cada día era regresar a uno de sus círculos y volver a mirar a esos condenados espectrales deambular en esas rutas circulares propias de aquel Apatzingán de mi padre. Era su lugar mítico, como el Santa María de Onetti, o el Yoknapatawpha de Faulkner, es decir, el Apatzingán de mi papá era una especie de ciudad mágica que existió sin haber existido, donde pasaba de todo, porque cada vez mi papá platicaba cosas distintas o las mismas de otra manera. Yo decía, bueno, estás inventando ese lugar mítico. Y mi papá creía en ese lugar y su Apatzingán, de alguna manera, es el mío, en el que creo; mi padre decía “es que así fue”. No te estoy inventando nada, así fue tal como te lo estoy contando. Y sí, seguro. Así fue.
—Pero Apatzingán le daba la materia a él.
—Sí.
—Para esa creación...y entonces en ese sentido sí es esta especie de condición perversa de la ciudad dar esa materia para la creación.
—Dar esa materia para una recreación infinita. Yo te puedo también contar miles de ciudades de esta ciudad. Y cualquiera de nosotros puede hacerlo. Todas las ciudades que hemos vivido.
—Y todas las ciudades que construimos como realidad, como en el caso de las investigaciones. Las investigaciones que se realizan, ¿de qué ciudades nos hablan?, ¿qué ciudades se hacen reales a través de la investigación? ¿En qué ciudad vivimos, entonces?
—¿Qué ciudad quieres que te cuente?