La disyunción: filosofía y etnografía
En las líneas a continuación se esbozan instancias conceptuales que encuentran como gozne el problema de la comunidad en la filosofía francesa contemporánea. Tales instancias, evocadas a través de nombres propios; Pierre Clastres, Georges Bataille, Maurice Blanchot, Jean-Luc Nancy, Philippe Lacoue-Labarthe, entre otros, deben ser pensadas no bajo una lógica historiográfica, la cual predeterminaría cronológica y causalmente a los pensadores abordados, sino más bien, estos nombres deben ser advertidos como diagramas anacrónicos, los cuales, dispuestos como intensidades cromáticas, son capaces de donar bosquejos singulares que, diferencial y repetitivamente demandan pensar el espacio límite que une a la filosofía y a la política: la comunidad.
Ahora bien, antes de aproximarnos a dicho límite, se quisiera enunciar el supuesto del cual parte este escrito. La idea por ensayar durante los siguientes párrafos es que, para pensar el debate sobre el concepto de comunidad en la filosofía francesa contemporánea, resulta imperante tratar una relación que pocas veces es sacada a la luz en los escritos filosóficos: la relación entre la etnografía y la filosofía. Nos detenemos en dicha relación debido a que en esta vía del pensar nos asalta la pregunta: ¿qué experiencias límites le permite experimentar la etnografía a la filosofía? -ello siguiendo análogamente el camino esbozado por Gilles Deleuze al tratar otra relación; el vínculo entre la pintura y la filosofía: “No estoy seguro […] de que la filosofía haya aportado algo a la pintura. No lo sé. Pero quizás no es así como hay que plantear las cosas. Me gustaría más plantear la pregunta inversa: la posibilidad de que la pintura tenga algo que aportar a la filosofía” (Deleuze, 2014, p. 21). Y es que, desde su génesis, la etnografía no sólo se ha constituido como una práctica de deconstrucción del pensamiento occidental -recordemos aquella sentencia que Marcel Mauss lanza en 1902 en la cátedra de Religiones de pueblos no civilizados: “No existen pueblos no civilizados. Sólo existen pueblos de civilizaciones diferentes” (Mauss, 2010, p. 13)-, sino que, además, se ha cuestionado por el origen pragmático de la comunidad, cuestión que nos coloca en ese límite por pensar que ensambla abismalmente a la filosofía y a la política. Con el único fin de precisar uno de los tantos empalmes que exhiben lo anterior, bien se puede bosquejar, como mera ejemplificación, el vínculo entre el El ensayo sobre el don (Essai sur le don) de Marcel Mauss, y el artículo de 1933 de Georges Bataille La noción de gasto (La Notion de dépense); ensayos que, al tratar el problema del potlacht, interpelan a Bataille a trabajar durante 16 años en La parte maldita (La Part maudite), texto en el que proyecta las leyes de una economía general capaz de forjar existencias soberanas.
Una vez evocado aquel empalme, se quisiera conducir nuestra atención a un etnógrafo que tuvo una resonancia estridente en el pensamiento de Maurice Blanchot, y que, por consecuencia, tendrá que ser repensado por Jean-Luc Nancy y Philippe Lacoue-Labarthe: Pierre Clastres. ¿Por qué apelar a la necesidad de tratar con demora y cuidado el pensamiento de este etnógrafo? Para responder a tal interrogante, tendremos que hacer un recuento de superficie sobre el modo en el que se genera el debate sobre la comunidad en el pensamiento filosófico francés, ya que sólo experimentando dicho proceso se será apto para vislumbrar el concepto de lo común y de comunidad desde el ámbito de la filosofía del retraimiento, la desobra y la amistad.
La pregunta por la comunidad
En 1983, la revista Aléa propone la publicación de un número dedicado a pensar el problema de la comunidad: La comunidad, el número (La communauté, le nombre); para dicha publicación, el filósofo Jean-Luc Nancy escribe un artículo: “La comunidad desobrada” (“La Communnauté désœuvrée”); escrito emanado de un seminario dedicado a experimentar el concepto de comunidad desde el pensamiento de Georges Bataille. Cabe destacar que en este mismo año aparece El retraimiento de lo político (Le retrait du politique), texto que, además de ser escrito junto a Philippe Lacoue-Labarthe, se instaura como el libro insignia del recién instituido Centro de Investigaciones de Estudios Filosóficos sobre lo Político (Centre de Recherches et d’Études Philosophiques sur le Politique), el cual tenía como misión “ocupar una posición marginal o `retraída´ frente a los lugares tradicionales asignados al diálogo entre filosofía y política”. (Nancy y Lacoue-Labarthe, 1997, p. 105)
En 1986, tras una larga discusión en el medio francés, Nancy redacta un libro homónimo al artículo: La Communnauté désœuvrée, donde, además de incluir el artículo del 83, se imprimirían otros ensayos. Ahora bien, como réplica al artículo de 1983, Maurice Blanchot publica La comunidad inconfesable (La Communauté inavouable), texto en el que el pensador, no sólo acomete rumiar su concepto de desobra (désœuvrée) desde las disyunciones que Nancy había desarrollado en su artículo, sino que, además, reflexiona junto a Nancy el concepto de comunidad perfilado por Bataille, el cual implica en su misma acepción una paradoja: “La comunidad de los que no tienen comunidad”. (Blanchot, 2002, p. 11)
En el 2001, Nancy da un primer paso para dar respuesta a ese texto arcano de Blanchot, y redacta La comunidad enfrentada (La Communauté affrontée), escrito en el que el pensador francés obliga a su pensamiento a ir más allá de Bataille. No obstante, no será sino hasta el 2014 cuando Nancy, con La comunidad revocada (La Communauté désavouée), además de tratar de ir más allá de Bataille, intentará pensar las problemáticas propias del concepto de comunidad inconfesable dispuesto en el pensamiento de Blanchot. Daniel Alvaro escribe al respecto:
Nancy reconoce estar subsanando una falta: Blanchot había contestado raudamente a “La Communauté désœuvrée”, mientras que aquel se tomó más de 30 años en hacerlo. Esta demora se justifica aquí por el “asombro” inicial ante la rapidez y la contundencia de la respuesta de Blanchot, por los “efectos de intimidación” que producía esta figura y por una declarada “dificultad real para comprender”. (Alvaro, 2016, p. 64)
Un suceso que llama la atención y que gira en torno a la tardía respuesta de Nancy -Blanchot muere en el 2003- es relatado por Cristina Rodríguez Marciel, quien en “Jean Luc-Nancy y Maurice Blanchot: el reparto de lo inconfesable” afirma que, en el 2009, Nancy siendo presidente de su Tribunal de tesis, no pudo asistir a la defensa en Madrid por motivos de salud. Ante tal imposibilidad, Nancy envió al presidente suplente una petición que incluía la lectura de una intervención preparada sólo para esa ocasión. Dicha intervención es relevante en consecuencia a que, en ella, Nancy da cuenta de los motivos por los que tardó todos esos años en dar respuesta a Blanchot. Así pues, en tal intervención de 2009 se lee:
¿por qué, en definitiva, no he respondido todavía clara y directamente a La Comunidad inconfesable? […] En realidad, el texto de Blanchot […] me resulta opaco, misterioso en el sentido de la palabra de no esclarecedor. Observo además, por añadidura, que nadie, que yo sepa, en el mundo -en el que, sin embargo, ese texto ha circulado en tantas lenguas con los otros tantos textos a los que remitía-, nadie ha propuesto en realidad simplemente una “lectura” de estas páginas. ¿Por qué? Es decir, por qué ese texto de Blanchot se resiste tanto. (Rodríguez, 2012, p. 262)
Para Nancy, La comunidad inconfesable de Blanchot, como esa respuesta directa y enigmática a “La comunidad desobrada”, es un texto que se resiste a ser significado; un texto en y de resistencia. En este sentido, cabe destacar que las líneas a continuación no pretenden exponer lo que en aquellas vehementes y esquivas páginas se expone, y ello se debe, no sólo a las disposiciones espaciales de este escrito, sino a la vez a su complejidad, retraimiento y obcecación. De tal modo, se piensa, este artículo no puede abocarse a explorar en profundidad ese fondo problemático fiero dispuesto en el pensamiento de estos autores; por lo que el escrito sólo se desdoblará sobre la relación entre la etnografía y la filosofía, ya que se piensa, esta relación es una arista más que nos permite intuir en su complejidad el problema de la comunidad en la filosofía política contemporánea.
Dispuesto lo anterior, quisiera centrar nuestra atención en un último hito presente en este recuento sobre el debate de la comunidad en la filosofía francesa. Así, el último estrato histórico a traer a cuenta es el prefacio que Nancy escribió para la edición estadounidense de La Communauté désavouée. Prefacio en el cual, por primera vez el pensador francés destaca el vínculo entre el pensamiento de Blanchot y la etnografía de Pierre Clastres:
[…], podría decirse que Blanchot se inclina por una jerarquía anárquica, dando a cada una de estas palabras su peso: una potencia sagrada desprovista del poder de mando. En el fondo, esto podría ser -me doy cuenta ahora- una versión de lo que Pierre Clastres hace muchos años había expuesto bajo el nombre de “la sociedad contra el Estado” y había puesto bajo el signo de la “palabra luminosa” -palabra fundadora o mantenimiento hablado del grupo a través de la repetición de un relato fundador. (Nancy, 2015, p. 57)
Esta mínima alusión a Clastres abre el campo problemático sobre el debate de la comunidad en la filosofía política francesa en una senda poco explorada. Vereda que las siguientes líneas procuran explorar. Para ello, en lo que sigue se quisiera centrar nuestra escucha en los ecos que constituyen la resonancia Clastres. Me interesa en específico generar tres conceptos, ya que estos son ineludibles para experimentar el posicionamiento filosófico de Blanchot en el debate inscrito en la pregunta por lo común.
Clastres y el problema de la comunidad
Uno de tantos caminos que pueden conducir al pensamiento de Clastres es el perfilado por el literato Paul Auster, quien en 1972, tras su encuentro con el ensayo de Clastres: De lo Uno sin lo múltiple (De l’Un sans le multiple), decide traducir el libro Crónica de los indios guayaquís (Chronique des indiens Guayaki). Auster afirma que en los escritos de Clastres descubrió un pensador a quien seguiría por largo tiempo. Para el futuro escritor de La trilogía de Nueva York (The New York Trilogy), las investigaciones etnográficas de Clastres rompen con la sequedad científica de los estudios antropológicos, dando paso así a una experimentación otra de las “sociedades salvajes”. ¿En qué reside esta experimentación otra de las “sociedades salvajes”? Para responder a dicha cuestión, se quisieran traer a cuenta dos textos centrales en la obra de Clastres: 1) La sociedad contra el Estado (La société contre l’Etat) y; 2) Investigaciones en antropología política (Recherches d’antropologie politique); ensayos en los que se nos relatan las experiencias del etnógrafo francés en los territorios de los Tupi-Guaraníes. Ahora bien, realizar una síntesis sobre La sociedad contra el Estado, así como de Investigaciones en antropología política, no tiene cabida en los objetivos de este artículo. De tal modo, lo único que por el momento se señalará, son aquellos conceptos de Clastres que problematizan la idea de comunidad en la filosofía política francesa contemporánea, esto con miras a esbozar el concepto de retraimiento y de amistad, ya que se piensa, junto a Gilles Deleuze (2009), que la filosofía nos es otra cosa más que creación de conceptos.
Así pues, y sin más preámbulo, las instancias que Clastres hereda son: 1) (im)potencia; 2) (in)significancia (a)histórica y; 3) (anti)producción. Tratemos de manera sucinta estos conceptos con el fin de, posteriormente, hacerlos resonar en el debate sobre la comunidad en la filosofía política francesa contemporánea, para así separar el pensamiento de Nancy y de Blanchot en torno al problema de la comunidad, diferenciación que a Nancy le tomó 30 años producir y que resulta imperante pensar con el fin de introducir nuevas disyunciones en tal problemática.
(Im)potencia
En La sociedad contra el Estado, Clastres emprende su indagación interrogándose por las formas arcaicas de poder político expresadas en las “comunidades salvajes”. El etnógrafo se cuestiona cómo se gesta la expresión del poder entre los “salvajes”. Ahora bien, como ya se podrá intuir, en este pensamiento anárquico y paradójico, la expresión del poder en las sociedades arcaicas anida en la (im)potencia. En la introducción realizada para la edición norteamericana de Investigaciones en antropología política, Eduardo Viveiros de Castro asevera:
La paradoja es un operador crucial en la antropología de Clastres: hay una paradoja en la [etnografía] […] (el conocimiento no como una apropiación sino como una desposesión); una paradoja intrínseca en cada una de las dos mayores formas sociales (en la sociedad primitiva, jefe sin poder; en la nuestra, servidumbre voluntaria); y una paradoja de la guerra y del profetismo (aparatos institucionales para la no-división que se vuelven los gérmenes de un poder separado). (Clastres, 2010, p. 22. Trad. del autor)
De tal modo, se puede entreoír cómo es que el corazón de la etnografía de Clastres late al son de la aporía: en el marco epistemológico, se apuesta por un conocimiento desapropiante, una reflexión (im)propia que posibilite pensar en propiedad; en el marco común, se hace patente la necesidad del despliegue de una institución de poder que en su funcionamiento elimine cualquier posible expresión de poder y; por último, en el marco de la guerra, se subraya la necesidad de instituciones que eviten la imposición de organizaciones institucionales. Todo lo cual da como resultado un pensamiento laberíntico de difícil acepción.
Pero no vayamos tan rápido, detengámonos por el momento en la expresión de (im)potencia en las “sociedades primitivas”. ¿En qué consiste dicha noción? La (im)potencia en las “sociedades primitivas” se articula como un poder sin coerción, sin servidumbre y sin violencia -lo cual no implica que estas sociedades sean pre-políticas. Las “sociedades primitivas” se constituyen como una multiplicidad que evita a toda costa, por medio de distintos agenciamientos, separar al poder de la sociedad, es decir, evitan instituir órganos (institucionales) que aíslen al poder de lo social. De ello que la definición de Clastres para las “sociedades primitivas” sea el de sociedades en contra de lo Uno; sociedades en contra de la abstracción del poder o; en últimos términos, sociedades sin Estado.
La singularidad que nos posibilita distinguir con nitidez lo hasta ahora esbozado, es la singularidad del jefe en las tribus Tupi-Guaraní. En la Selva Amazónica los rasgos distintivos del jefe de la tribu son: 1) ser generoso con sus bienes; 2) ser un buen orador, y; 3) resguardar la autonomía de la sociedad por medio de la guerra. Cabe señalar que tales peculiaridades se lían en la casi completa falta de autoridad. La singularidad del jefe se conjura como un poder privado de todos los medios de ejercerse. Clastres nos trae a colación en Investigaciones en antropología política el caso de Fusiwe (jefe de una de las tribus estudiadas), del cual se nos dice: “Afirmemos simplemente que la persona de Fusiwe ilustra perfectamente el concepto indio de poder, radicalmente diferente al nuestro, en el que todos los esfuerzos de la tribu tienden precisamente a separar la jefatura y la coerción y, por ende, su noción se precipita hacia un poder sin poder”. (Calstres, 2010, p. 89)
Aseverado lo anterior, experimentemos por el momento el primer rasgo distintivo: la generosidad del jefe. Dicha generosidad más que ser un deber, parece ser, en las “sociedades primitivas”, un modo de servidumbre. El jefe provee de todo lo que se le pide. Así, el jefe es quien siempre posee menos; el que vive en el hogar y con los ornamentos más miserables. Todo lo ha donado. El jefe se destaca por dedicar su día al trabajo, esto para satisfacer los reclamos de su tribu, mientras que los demás integrantes sólo dedican unas horas a las labores cotidianas, esto para satisfacer sus caprichos diarios -no más de tres horas nos relata Clastres. Uno podría preguntarse entonces: ¿por qué alguien desearía ser jefe? A lo que responderemos que se debe estrictamente al apetito de prestigio. Se precisa entonces que en las “sociedades primitivas” se genera una relación negativa con el poder. El poder del jefe es rechazado para que al interior mismo de la comunidad no haya separación entre el poder y la comunidad. El poder es reducido a una impotencia. El jefe es el marginal, es expresión de un no-poder. Ahora bien, esto no implica que en esta instancia (im)política no exista el poder, tal pensamiento sería una inversión simple; una forma de platonismo renovado. Clastres apunta que “es imposible pensar lo apolítico sin lo político […]. Incluso en las sociedades donde la institución política está ausente […], aún allí lo político está presente, aún allí se plantea la cuestión del poder […], algo existe en ausencia” (1978, p. 19). Se trata, por lo tanto, de lo que posteriormente Lacoue-Labarthe y Nancy pensarán como poder retraído (1997); retraimiento que no implica el acto de desaparecer, sino la acción de desaparecer apareciendo, esto es, aparecer como desaparecido en la propia desaparición. Ello involucra la presencia en ausencia de un poder que es marginado con el fin de que éste no acabe entregándose como autoridad y, por lo tanto, no conjure a la sociedad a una división entre dominantes y dominados. Clastres termina afirmando que en las “sociedades primitivas” el poder “es venerado en su impotencia”. (Clastres, 1978, p. 44)
Con el fin de hilar la etnografía y el problema de la comunidad en la filosofía francesa contemporánea, por el momento se quisiera atraer la atención a una cita dispuesta en uno de los escritos más políticos dentro de la obra fragmentaria de Blanchot, La escritura del desastre (L’écriture du désastre):
La máquina delirante y deseante trata en vano de hacer que funcione el no-funcionamiento; el no-poder no delira, siempre se ha salido ya del surco, de la estela, al pertenecer al afuera. No basta con decir (para decir el no-poder): tenemos el poder, a condición de no utilizarlo, pues esta es la definición de la divinidad; la abstención, el alejamiento de la compostura, no es suficiente, si no presiente que es, de antemano, señal del desastre. El desastre es el único que mantiene a distancia el dominio. […] Poder sobre lo imaginario, a condición de entender lo imaginario como aquello que se zafa del poder. La repetición como no-poder. (2015, p. 14)
En esta cita se nos precisa lo aporético mismo inserto en la política de las “sociedades primitivas”. Se nos hace patente que no basta con llevar a cabo una inversión simple con la cual se apueste por la simpleza de una no-utilización del poder, ya que esto implicaría de igual manera pensar que el poder puede ser apropiado. En las “sociedades primitivas” el poder se utiliza; se emplea para expresarlo en su (im)potencia. Única forma en la que se presenta en ausencia ese no-poder que pertenece al afuera. En la conjuración del poder, se halla el desastre. Es la apuesta, o la tirada de dados, por una repetición de lo imaginario en la que el no-poder siempre se ausenta; siendo con dicha ausencia como evita su fetichización y su dominio. En el desastre de la (im)potencia comenzamos a escuchar la sentencia de Bataille con la que Blanchot abre La Communauté inavouable: comunidad de los que no tienen comunidad.
(In)significancia (a)histórica
Recorramos ahora la segunda instancia, la de la (in)significancia (a)histórica. Para ello recordemos que, para ser jefe hay que tener un gran talento oratorio y, no obstante, a pesar de este talento, la comunidad dista de la intención de escuchar la poética creada. Ese jefe Tupi-Guaraní que tiene la obligación de recitar poemas es ignorado por la comunidad; Clastres señala que “literalmente, el jefe no dice, prolijamente, nada” y que tal flujo invariable de palabra vacía es “la garantía que prohíbe al hombre de palabra convertirse en hombre de poder”. (Clastres, 1978, p. 138)
El propósito de este agenciamiento reside en evitar la instauración de la narrativa histórica, y con ella, del establecimiento de un relato significante del poder. Sobre esto Clastres apunta: “el poder político, como coerción o como violencia, es la marca de las sociedades históricas, vale decir, sociedades que llevan en sí la causa de la innovación, del cambio, de la historicidad […] [;] las sociedades con poder político no coercitivo son las sociedades sin historia”. (Clastres, 1978, p. 22)
Resulta conveniente hacer resonar lo anterior con uno de los filósofos que está vibrando con un gran tono en la filosofía francesa contemporánea. Y es que tal retraimiento de lo histórico subyace en la Segunda intempestiva nietzscheana, esto al señalarnos que los medios para sanar la enfermedad histórica se llaman lo ahistórico y lo suprahistórico, es decir, la fuerza de poder olvidar dispuesta sobre lo eterno del arte y la religión (Nietzsche, 1999, p. 135). De lo anterior que junto a Clastres se pueda afirmar que los “pueblos sin escritura no son por lo tanto menos adultos que las sociedades letradas. Su historia es tan profunda como la nuestra y […] no existe ninguna razón para juzgarlos incapaces de reflexionar sobre su propia experiencia e inventar para sus problemas soluciones adecuadas”. (Clastres, 1978, p. 19)
Vinculando las nociones de (im)potencia y de (in)significancia (a) histórica, prestemos atención a esta larga cita de Investigaciones en antropología política:
¿Acaso la separación entre el jefe de la tribu y el poder significa que la cuestión del poder no es un tópico, y que por lo tanto las sociedades primitivas son apolíticas? El pensamiento evolucionista -incluso su inaparente variable marxista (en especial la variable engelsiana)- afirma que este es el caso, y que ello tiene que ver con su primitivismo, que es, por cierto, el carácter primario de estas sociedades: son la niñez de la humanidad, su primer paso hacia la evolución y, por lo tanto, son incompletas. [Pareciera ser entonces que] […] la ausencia de Estado marca su ser incompleto, su estado embriogénico de existencia, su ahistoricidad. ¿Pero en realidad tal es el caso? Nosotros podemos fácilmente ver que tal juicio, en realidad, sólo es un prejuicio ideológico, el cual ve a la historia como el movimiento humanístico necesario a través del cual las configuraciones sociales son maquínicamente ingeniadas y conectadas. Pero esta postura neo-teológica de la historia y su fantástico continuismo debe ser rechazado: las sociedades primitivas, por ende, deben dejar de ocupar el grado cero de la historia. […] ¿A qué se debe que las sociedades primitivas sean (a)estatales? […] Las sociedades primitivas no tienen Estado porque se reúsan a tenerlo, porque se reúsan a la división de su cuerpo social entre lo que domina y lo que es dominado. (Clastres, 2010, p. 167. Trad. del autor)
La (in)significancia (a)histórica y la (im)potencia se conjugan para expresar que el evolucionismo histórico se constituye como una instancia significante, la cual, formándose como relatos progresivos de deuda, no produce otra cosa más que legitimaciones para la sujeción de lo múltiple en lo Uno. Las sociedades de Estado necesitan de la historia para normalizar; para brindar soberanía a un poder separado y distante de lo social. La historia necesita de lo idéntico; del reconocimiento de lo igual; de la eliminación de la diferencia, de ello se deriva que los relatos históricos estatales señalen lo (a)histórico como lo primitivo; como lo incompleto. Para Clastres, tal discurso historiográfico no es más que un prejuicio ideológico en donde una teología precisa la marcha y el fin de lo común. Frente a ello podríamos afirmar que, si “las sociedades son sociedades sin Estado, no es porque tengan una congénita inhabilidad para llegar a la adultez, sino que es porque se reúsan a la creación de esa institución”. (Clastres, 2010, p. 179)
Para hilar de nueva cuenta este punto con la filosofía y el problema de la comunidad, escuchemos nuevamente a Blanchot, quien en La escritura del desastre plantea:
Entre determinados «salvajes» (sociedad sin Estado), el jefe ha de dar prueba de su dominio sobre las palabras: nada de silencio. Al mismo tiempo, la palabra del jefe no es dicha para ser escuchada -nadie presta atención a la palabra del jefe o, más bien, se finge inatención; y el jefe, en efecto, no dice nada, repitiendo algo así como la celebración de las normas de vida tradicionales. ¿A qué solicitud de sociedad primitiva responde esta palabra vacía que emana del lugar aparente del poder? Vacío, el discurso del jefe lo es justamente porque está separado del poder- es la sociedad misma la que es el lugar del poder. El jefe debe moverse del elemento de la palabra […]. El deber de la palabra del jefe, ese flujo constante de palabra vacía (no vacía, tradicional, de trasmisión) que le debe a la tribu, es la deuda infinita, la garantía que prohíbe al hombre de palabra convertirse en hombre de poder. (Blanchot, 2015, p. 14)
El discurso del jefe como ese espacio vacío, separado de toda coerción, es una expresión de la (im)potencia; de su (in)significancia (a) histórica. Es el dispositivo que llama al desastre y que lo conduce a la desobra. Resulta necesario entonces tocar mínimamente el concepto blanchotiano de desobra (désœuvrée), el cual, como es bien conocido, está sujeto a los conceptos de literatura y escritura. En “Retornos de la escena primitiva de la muerte: Muerte y escritura en el relato El instante de mi muerte de Maurice Blanchot”, Idioa Quintana nos brinda un gran acercamiento:
si hay algo así como una experiencia previa de la muerte que comanda la escritura, esta experiencia pasa a su vez, así parece proponerlo Blanchot, por la escritura, por una escritura entendida como désœuvrement, es decir, como una escritura inoperante o desobrada. Debido a esta desobra, lo que es escrito no se lleva a término sino que queda sometido a un movimiento infinito que se hurta a la presencia, al tiempo presente y al poder del sujeto para apropiarse de ella o remitirla a un sí mismo, como si una separación infinita interviniera interrumpiendo el movimiento especular del yo que escribe. Si la escritura es un modo de abrir la posibilidad de la experiencia de la muerte, esta apertura es al mismo tiempo la fractura que da cuenta de la imposibilidad de hacerla presente, de aprehenderla, de apropiarse de ella, posibilitando la experiencia (de lo) imposible. (Quintana, 2014, p. 78)
Tanto la escritura del desastre, como el discurso del jefe Tupi-Guaraní, son inoperantes. Tal inoperancia es lo que impide que la escritura o el discurso sean conducidos a la identidad; a lo Uno. Hurtándose de la presencia, despojado de la identidad, este sujeto sin reconocimiento abre la experiencia de lo imposible; de la muerte en vida; esto al afirmar un retraimiento; un paso (no) más allá. La escritura o el discurso en desobra se precisa entonces como el desastre en el que uno encarna la herida de la existencia; su aporía en común, esto al despojarla de la coerción significante. El último escrito de La parte de fuego: “La literatura y el derecho a la muerte” (La part du feu: “La littérature et le droit à la mort”) de Blanchot puede servirnos como guía en esta difícil tarea de entrever lo hilos que unen los estudios de Clastres con el problema de la comunidad, la literatura, la muerte y la historia.
Cabe señalar que tal problemática requeriría de cientos de páginas por escribir, por lo que aquí, en estas líneas, lo único que se hará será trazar algunas ideas que nos posibiliten percibir el vínculo entre la etnografía de Clastres y el pensamiento de Blanchot. Diremos entonces que la poesía del jefe Tupi-Guaraní es inoperante, ésta se compele en la (des)obra, ello para evitar la instauración de significantes que pre-determinen y con ello posibiliten el ejercicio coercitivo del poder. La (des)obra poética del jefe Tupi-Guaraní no es apolítica, sino (im) política. Es anárquica. Esto es lo que repica estruendosamente en los escritos blanchotianos. Como ya nos lo había hecho patente Nancy en el prefacio a la edición estadounidense de La comunidad desobrada: “podría decirse que Blanchot se inclina por una jerarquía anárquica, dando a cada una de estas palabras su peso: una potencia sagrada desprovista del poder de mando”. (Nancy, 2015, p. 57)
En La parte de fuego Blanchot afirma: “la literatura no es solamente ilegítima, sino nula, y esta nulidad constituye tal vez una fuerza extraordinaria, maravillosa” (Blanchot, 2007b, p. 272). En torno a ello, nuestro pensador prosigue y escribe: “El lenguaje del escritor, incluso revolucionario, no es el lenguaje del mando. No manda, presenta, y no presenta haciendo presente lo que muestra, sino mostrándolo detrás de todo, como el sentido y la ausencia de ese todo” (Blanchot, 2007b: 283). Vamos intuyendo entonces el núcleo -si es que así se le puede nombrar- de la problemática inserta en el debate de la comunidad desde la arista etnográfica-filosófica. Tal núcleo se compone por la pregunta por lo común, y por cómo se puede “nombrar” lo común, ya que, en su nombramiento, residirá el modo en el que la multiplicidad y lo Uno se exponen como poder o (im)poder. Se hablará entonces de una “ontología” de lo común; de un vínculo entre la metafísica y el nombre en la cual se insertan las problemáticas de la historia, la poesía, la escritura y la literatura.
Es por ello que, frente a la necesidad de las sociedades de Estado de crear un discurso significante histórico, en el cual se legitime la soberanía en una forma de coerción comunicativa que se distingue por estar separada de lo social (lo cual refiere a una organización metafísica de la identidad), Blanchot hable de un retraimiento del ser y de la política en la palabra; es decir, de una desobra (in)significante y (a)histórica: “La palabra me da el ser, pero me lo da privado de ser. Ella es la ausencia de ese ser, su nada, lo que queda de él cuando ha perdido el ser, es decir, el simple hecho de que no es” (Blanchot, 2007b, p. 287). Para Blanchot, podríamos afirmar -al igual que para Clastres- sólo en este movimiento de presencia ausente; de retraimiento, es donde se puede generar la amistad. Una amistad en donde lo único común es la expresión repetitiva presente de lo ausente. Una amistad en diferencia. Aquello que las comunidades estatales no pueden soportar. Blanchot en su libro La amistad (L’amitié), rememorando a Bataille, escribe:
Debemos renunciar a conocer a aquellos a quienes algo esencial nos une; quiero decir, debemos aceptarlos en la relación con lo desconocido en que nos aceptan, a nosotros también, en nuestro alejamiento. La amistad, esa relación sin dependencia, sin episodio y donde, no obstante, cabe toda la sencillez de la vida, pasa por el reconocimiento de la extrañeza común que no nos permite hablar de nuestros amigos, sino sólo hablarles, no hacer de ellos un tema de conversación (o de artículos), sino el movimiento del acuerdo del que, hablándonos, reservan, incluso en la mayor familiaridad, la distancia infinita, esa separación fundamental a partir de la cual lo que se separa se convierte en relación. Aquí, la discreción no consiste en la sencilla negativa a tener en cuenta confidencias […], sino que es el intervalo, el puro intervalo que, de mí a ese otro que es un amigo, mide todo lo que hay entre nosotros, la interrupción de ser que no me autoriza nunca a disponer de él, ni de saber sobre él […] y que, lejos de impedir toda comunicación, nos relaciona mutuamente en la diferencia y a veces en el silencio de la palabra. (Blanchot, 2007a, p. 266)
Aporía de la amistad, de la comunicación y de lo común. Una amistad (in)significante y (a)histórica.
(Anti)producción
La (anti)producción como tercera instancia ya fue de alguna manera afrontada cuando se trajo a colación la vida en el consumo y en el exceso propio de las “sociedades primitivas”. En las sociedades Tupi-Guaranís no hay carencia. El consumo es consumo de exceso. Se trata de la expresión de una soberanía radical. Clastres afirma que mientras que “la idea de economía de subsistencia surge del campo ideológico de Occidente moderno” (Clastres, 1978, p. 14), las “sociedades primitivas” apostaban por una máquina social dispuesta sobre la (anti)producción, esto con miras a que la producción misma no se constituyera como el nódulo significante de la circulación económica.
Con el fin de escuchar los ecos de esto en la filosofía contemporánea, podemos llamar de nueva cuenta a Bataille, y en específico sus conceptos de economía restringida y de economía general. Y es que Bataille rompe con toda actividad servil, con todo gasto que conlleve a la economía restringida, de ahí su apuesta por una experiencia vital incitada por el gasto improductivo. Para Bataille, la soberanía es la afirmación del pensamiento desobrado o (anti)productivo; en la primera parte de su Suma ateológica leemos: “la experiencia interior es lo contrario de la acción” (Bataille, 2016, p. 68). Se trata de un pensamiento que nada tiene que ver con el Estado o con el Uno, en consecuencia a que es lo opuesto a cualquier tipo de servidumbre voluntaria.
Uno de los elementos más atrayentes de este pensamiento es que, en tal desobra, es donde se desencadena la comunicación en comunidad. Nancy señala que “la comunicación es el hecho constitutivo de una exposición al afuera que define la singularidad” (Nancy, 2001, p. 58). Una comunicación de singularidades (in)útiles. Bataille, como ese pensador francés que desde los 14 años tenía en mente elaborar una filosofía de la paradoja, apelará entonces por un comunismo desobrado. Un comunismo que, siguiendo lo apuntado por Mauss, era ya afirmado y producido por el “hombre arcaico”.
Bataille postula: “El hombre arcaico se plantea constantemente la cuestión de la soberanía, era para él la cuestión primera, lo que contaba soberanamente a sus ojos” (Bataille, 1996, p. 88). Para las sociedades arcaicas lo soberano no puede ser sometido a lo útil, y es que, como nos lo subraya Jacques Derrida en un texto dedicado a Bataille: “la soberanía no tiene identidad […]. Para no dominar, es decir, para no someterse, no debe subordinarse nada […], es decir, no debe subordinarse a nada ni a nadie […]: tiene que gastarse sin reserva, perderse, perder el conocimiento, perder su memoria, su interioridad”. (Derrida, 1989, p. 364)
En este sentido, los estudios económico-antropológicos no se han cansado de afirmar, acorde con la historia, que la economía de las “sociedades primitivas” es una economía de subsistencia y de supervivencia. Desafortunadamente, tal es la imagen dogmática del pensamiento que se les presenta a los estudiantes en las escuelas. A través de dicho relato histórico-económico se extiende la repetición de un mito de soberanía, el cual legitima la separación entre lo político y lo social; entre los técnicos y los ignorantes; entre los dominantes y los dominados. Clastres afirma: “ciertos padres de la antropología económica han inventado el mito del hombre salvaje condenado a un estado cuasi-animal debido a su inhabilidad para explotar los recursos naturales eficientemente”. (Clastres, 2010, p. 192. Trad. del autor)
Frente a la producción, y frente a la economía de la escasez, las “sociedades primitivas” apuestan por atestiguar su exceso; su diferencia. En pocas palabras, la (anti)producción se expone como la lucha por la completa autonomía. Sobre esto Clastres expresa:
Es esencialmente imposible pensar en economías primitivas sin pensar en su carácter político […]. Todas las comunidades primitivas aspiran, en términos de su consumo productivo, a la completa autonomía; ellos aspiran a excluir toda relación de dependencia con las tribus vecinas. Es el ideal autárquico de las sociedades primitivas: producir justo lo suficiente para satisfacer todas sus necesidades, pero producirlas por ellas mismas. […] El ideal de la economía autárquica es, de hecho, un ideal de independencia política. […] Los salvajes producen para vivir, no viven para producir. (Clastres, 2010, p. 194. Trad. del autor)
La (anti)producción, en su retraimiento, no implica por lo tanto la nula producción. Se produce en el exceso. Frente a la idea de que la economía es la ciencia que estudia el reparto de la escasez, la “economía primitiva” genera dispositivos de (anti)producción que forman en su pragmática la autarquía. (Im)potencia económica que afirma la diferencia. Clastres señala:
La lógica de las sociedades primitivas, la cual es la lógica de la diferencia, contradice la lógica del intercambio generalizado, es decir la lógica de la identidad, porque se trata de la lógica de la identificación. […] [La] sociedad primitiva se rehúsa a identificarse con los otros, ya que perdería así aquello que la constituye; su propio ser y su diferencia, olvidando de este modo la habilidad de pensarse a sí misma como un autónomo Nosotros. […] El intercambio de todo con todo sería la destrucción de la sociedad primitiva: la identificación como un movimiento hacia la muerte […]. La lógica de la identidad daría como secuela la ecualización del discurso, donde el lema de la amistad sería: ¡Todos somos lo mismo! (Clastres, 2010, p. 263. Trad. del autor)
Provistos con los tres conceptos dispuestos a lo largo de la obra de Clastres, es momento de introducir un punto de quiebre en el pensamiento sobre la comunidad en el pensamiento francés. Dicho punto de quiebre incumbe a la respuesta de Nancy realizada treinta años después al planteamiento de Blanchot. Un posicionamiento que concernirá a la manera en la que Blanchot se apropia del pensamiento de Clastres y de Bataille para producir un peligro: el riesgo de una politología negativa.
Comunidades retraídas
La manera en la que Nancy abre uno de sus últimos libros, nos da cuenta de la necesidad de repetir incesantemente la pregunta por lo común. Cuestionamiento que, al ser relanzado, incita a que el ser mismo de la comunidad se ponga en juego. Nancy esboza:
Si hay un work in progress en la filosofía contemporánea es, sin dudas, el trabajo acerca de la comunidad: acerca de lo común, el comunismo, el comunitarismo, el ser-en-común, el ser-con, el ser-juntos o incluso el “vivir- juntos” que hoy en día designa de manera patética y quizás hasta ingenua la preocupación de una sociedad shockeada por los ataques que la condenan en su ser mientras que al mismo tiempo ella se siente insegura y preocupada por sí misma. (Nancy, 2015, p. 56)
Ante los compromisos vergonzosos que adquirimos día a día ante el poder, ante la necesidad de grandes significantes que apuestan por una legitimidad mítica y, ante la economía restringida de carencia, organización y producción, la comunidad misma debe ponerse en cuestión. Como lo explicita Nancy, en la contemporaneidad se despliega con vehemencia un penoso “testimonio del mundo moderno. El testimonio de la disolución, de la dislocación o de la conflagración de la comunidad”. (Nancy, 2001, p. 13)
Sobre ello Clastres, en los últimos párrafos de La sociedad contra el Estado, hará un llamado a los filósofos exigiendo que toda metafísica del Uno, al igual que toda exposición de la comunidad al poder, la significancia, la organización y la producción, sea puesta en cuestión. El etnógrafo pregunta: “¿Qué hay del Uno como Bien, como objeto preferencial que la metafísica occidental asigna, desde su aurora, al deseo del hombre?” (Clastres, 1978, p. 189). De tal modo, Clastres, además de señalar que la metafísica y la política siempre llegan juntas, y por lo tanto pueden contener en sí análogas patologías, interpela a los filósofos a que hagan suyo el profetismo de los Tupi-Guaraníes de la Selva Amazónica; su tentativa heroica de una comunidad que inhabilite todo poder, toda significancia, así como toda producción “inmanentista”- en términos de Nancy (2001). Se piensa entonces que, la comunidad de los que no tienen comunidad de Bataille, la comunidad inconfesable de Blanchot, las comunidades desobrada, enfrentada y revocada de Nancy, sin olvidar el retraimiento de la política pensado junto a Lacoue-Labarthe, hacen eco de esa exigencia. Estos filósofos contemporáneos anacrónicamente trazan la importancia de hacer frente a los juicios ontológicos del Uno -como los elaborados por los primeros europeos sobre los indios de América del Sur, quienes al “comprobar que los «jefes» no poseían ningún poder sobre las tribus, que nadie mandaba y nadie obedecía, declararon que esas gentes no eran civilizadas, que no se trataban de verdaderas sociedades: Salvajes «sin fe, sin ley, sin rey»” (Clastres, 1980, p. 112)- ya que, tales juicios se actualizan constantemente y de forma terrorífica, como lo hace manifiesto Blanchot al postular que en su contemporaneidad “en el judío, en el <<mito del judío>>, lo que […] Hitler [deseaba aniquilar era] precisamente al hombre liberado de los mitos” (Blanchot, 2010, p. 103). Y es que existe un pavor del hombre necesitado de mitos de soberanía hacia las singularidades erráticas liberadas de la organización, la significación y la constante necesidad de legitimidad mítica (Sáez, 2015).
Como lo enuncian diferencialmente estos pensadores, tanto el problema límite de lo político, como el problema de la filosofía, es el ser capaz de soportar la finitud, la ausencia de mito, en vida. “La comunidad está ahí para asumir su imposibilidad” (Nancy, 2001, p. 33). Esto es, (im)política, (in)significante y (des)obradamente. En palabras de Blanchot, ser capaz de soportar el desastre; esa ausencia presente de un mito que en términos de Bataille se ajusta a la sentencia: “La noche también es un sol” (Bataille, 2004, p. 78). En torno a ello, Nancy precisa que “hablar del mito no fue jamás otra cosa que hablar de su ausencia”. (Nancy, 2001, p. 100)
En este (sin)sentido, la ausencia de poder, de significante, de obra y por ende de comunidad, no es el simple fracaso; es el don de la amistad. Y es que sólo en la amistad es posible generar una comunicación en diferencia; una comunicación que es “antes que todo salir-fuera-desí” (Nancy, 2001, p. 50). Blanchot afirma que se trata del abandonner, donde abandono y don se conjugan para testificar no la falla de la comunidad, sino el momento más extremo de ésta; su posible imposibilidad. (Hill, 1997, p. 202)
Blanchot asevera: “la comunidad, como dice Jean-Luc Nancy, sólo se mantiene como el lugar -el no-lugar- donde no hay nada que retener, secreto de no tener ningún secreto, que no obra sino en la desobra [Désœuvrèment]” (Blanchot, 2002, p. 41). Y a este respecto, Nancy en La comunidad afrentada nos recalca la necesidad de hacer “frente a las monstruosidades del pensamiento […] [por medio de una tarea,] que es atreverse a pensar lo impensable, lo inasignable, lo intratable del ser-con [, como comunidad,] sin someterlo a ninguna hipóstasis”. (Blanchot, 2002, p. 113)
Para ir cerrando con este ensayo, quisiera apuntar que: la comunidad de los que no tienen comunidad de Bataille, como una comunidad de la (im)potencia; la comunidad desobrada de Nancy, como una comunidad de la (anti)producción, y; por último, la comunidad inconfesable de Blanchot, como una comunidad (in)significante, todas estas comunidades (im)potentes, (des)obradas y (a)históricas crean lazos disyuntivos con un elemento común transgresor; con un elemento diferencial de retraimiento y repetición que se compone como una máquina de guerra (Deleuze y Guattari, 2006) que despliega sus armas, afecciones y devenires frente a la maquinaria estatal de lo Uno.
De ahí el título dado a este mínimo ensayo: Comunidades retraídas. Las comunidades retraídas son las comunidades anacrónicamente arcaicas que apuestan por el retraimiento del poder, de la historia y del obrar, con el fin de problematizar aquello que en su ausencia presente llama a lo que es más digno de ser pensado. Sólo sobre este retraimiento se propicia una comunidad que ya no parte de la representación, de la comunicación de lo igual, ni de la identidad. Las comunidades retraídas apuestan por una comunidad diferencial que hace lo múltiple, permitiendo con ello una amistad sin lazos. Repetición diferencial de la comunidad puesta en todo momento en cuestión.
Las comunidades retraídas luchan en contra de la agenesia, esa enfermedad que, como patología de civilización, incapacita a las individualidades a crear (Sáez, 2015). Buscan encontrar lo común en el límite que las conecta con lo Otro. Ese Otro que se retrae y que invoca por la transgresión, generando con ello un pliegue capaz de inventar una comunidad en diferencia. Las comunidades retraídas son por lo tanto comunidades creadoras. En la (in)significancia y la (des)obra fundan la amistad. Y esa amistad, como lo señalamos con Blanchot, nos obliga a renunciar a conocer sólo a aquellos con los que algo esencial nos une. Se trata de una amistad sin dependencia, ni episodio. Una comunidad de artistas capaces de fundar amistad en el alejamiento de su expresión. Ni significancia, ni mitos de soberanía, identidad o legitimidad. Puro gasto improductivo. De ello su estatuto anárquico.
Ahora bien, no podríamos cerrar este ensayo, sin traer a cuenta aquello que, de alguna manera, distancia a nuestros pensadores. En este sentido, se quisiera extender aquella cita que obligó a la escritura de las líneas que constituyen este ensayo:
podría decirse que Blanchot se inclina por una jerarquía anárquica, dando a cada una de estas palabras su peso: una potencia sagrada desprovista del poder de mando. En el fondo, esto podría ser -me doy cuenta ahora- una versión de lo que Pierre Clastres hace muchos años había expuesto bajo el nombre de “la sociedad contra el Estado” y había puesto bajo el signo de la “palabra luminosa” -palabra fundadora o mantenimiento hablado del grupo a través de la repetición de un relato fundador […]. En ciertos aspectos la comparación no es aberrante […]. Por otro lado, la comparación se termina allí donde Clastres habla de “sociedad” pues Blanchot descarta la sociedad, todas sus instituciones, sus leyes, su organización. Para él se trata de rastrear un pensamiento de la “comunidad” [que escapa] […] a toda institución, a toda forma de consistencia. (Nancy, 2015, p. 57)
Para Nancy tal escape de Blanchot a toda forma de consistencia representa un peligro. Esto en consecuencia a que al trazar un noúmeno transgresor que se escapa de lo óntico, Blanchot pareciera de nueva cuenta facilitar una narrativa que posibilita la separación del fundamento con la expresión. Nancy señala:
he allí una versión purificada del fundamento de la política fuera de ella, en un cielo, en un espíritu o en una destinación superior. Puede tratarse de cualquier figura o no-figura que se quiera - divina, mítica, del pueblo o de lo “neutro”- pero se trata por fuerza de una instancia que es preciso calificar de no-política, hiperbólica o metapolítica […]. Un fundamento superior, sublime, una suerte de politología negativa o mística a instancias de la teología, he allí lo que clama por una estima superior. (Nancy, 2015, p. 58)
Desde la postura de Nancy, el anarquismo trasgresor de Blanchot pareciera olvidarse al final de pensar el entre, el movimiento mismo de retraimiento que se juega en dos regímenes, para dar mayor peso en la balanza a lo hiper o metapolítico. En este sentido, cabe señalar que no es que Nancy brinde mayor peso en la balanza al lado óntico, ya que ello lo haría caer en el inmanentismo. Pensar lo común obliga entonces a colocarse en un límite, en un borde que no se encuentra exento de peligros. Pienso este límite en Blanchot tiene con mayor vigor a la anarquía, lo cual gesta lo trágico en el centro mismo de lo común. Espíritu que bien puede conducir a la imprudencia y a la generación de un gasto improductivo que termine por destruir toda experiencia común. De ahí el resguardo de Nancy ante lo hiper o metapolítico.
Nancy concluye el prefacio a La comunidad inconfesable, con las siguientes palabras: “Era 1983, pero si nadie ha estudiado este texto durante treinta años [La Communauté inavouable] es simplemente porque siempre todo el mundo creía saber más o menos lo que “política” quería decir, y lo que la política debía y podía hacer. Ahora creemos cada vez menos...” (Nancy, 2015, p. 59). Este ahora creemos cada vez menos, hace patente una herida que se pensaba subsanada. Se trata de la hendidura límite que hace manifiesta una latencia que pocas veces somos capaces de percibir debido a nuestro estado continuo de aturdimiento. Pensar lo común se vuelve entonces una tarea inaplazable. ¿De qué otra manera podríamos afirmar la amistad?