Explorando la utilización de la hermenéutica y la fenomenología como recursos auxiliares en la búsqueda de sentido de las imágenes me enfrenté a cuestionamientos sobre el vínculo entre ellos, su sentido y la discusión que acompaña a la hermenéutica entre techné y “saber ético”; para luego extrapolarlas a las imágenes. Así comienzo esta disertación en que apelo al saber de filósofos que discurren en torno a ambas filosofías, así como de quienes las vinculan con la estética y las imágenes.
Pero, ¿qué entiendo por imagen? La imagen es un referente de algo percibido que se registra por uno o más sentidos y luego es aprehendido en la mneme. Modos de entender, experiencias de percepción, momentos de significación; porque la imagen depende de quien aprehende el objeto como registro mnémico.1 ¿Cómo adquieren sentido las imágenes? En su interrelación con el conociente que les interpreta en forma empírica y técnica, pero también en el saber ético o phronesis. Las imágenes son significadas al interactuar con su interpretante, quien les conoce en su contexto como fenómeno de cognición; por esto me detengo en precisar los puntos de encuentro y diferencia entre hermenéutica y fenomenología.
Hermenéutica moderna y fenomenología
La hermenéutica es una forma filosófica empleada desde la Antigua Grecia, que adquirió gran importancia en el Medioevo, para luego distanciarse de su origen y de la fuerza teológica adquirida para ligarse al humanismo desde Dannahauer en la concepción científica del siglo XVIII. La palabra hermenéutica implica procesos de interpretación, acciones de traducción, explicación y de manera relevante la comprensión; pero no es un método o metodología científicos. En el Diccionario de Hermenéutica se le refiere como teoría filosófica que “concierne a la totalidad de nuestro acceso al mundo” y a entender las cosas de éste (Ortiz y Lanceros, 1998, p. 230). Para Gadamer es “capacidad natural del ser humano” con una arista teórica y una práctica (2002, p. 293). Mier la explica desde Schleiermacher por su acción al comprender los enunciados en las fisuras del diálogo, en sus dimensiones gramatical y psicológica (2018, p. 37).
La hermenéutica como interpretación permite comprender algo o expresamente ‘un texto’, a pesar de las diferencias entre quien produce y el que lee, particularmente en el plano temporal. Mas no solo refiere textos complejos o diálogos entre especialistas, también hay interpretación e inferencia cuando un individuo cualquiera conoce su entorno y se vincula con él. Interpretar es inherente al ser humano pero requiere de la capacidad para inferir; de carecer de ese talento natural todo aprendizaje es inútil (Gadamer, 2002, pp. 293-294).
El diálogo como fenómeno es focal para la hermenéutica porque es base de la comprensión. El vínculo entre entendimiento y lenguaje sólo es posible por la reelaboración de marcos y horizontes desde Schleiermacher (Mier, 2018, p. 23), en cuyo modelo hermenéutico refiere la comprensión recíproca de “la relación entre el yo y el tú” que da lugar a la unilateral “interpretación psicológica” (Gadamer, 2002, p. 21; 2003 p. 68). El sentido escritural lingüístico caracteriza la “dimensión hermenéutica”, como se manifiesta en la traducción que se apropia de lo extraño en una fusión de horizontes temporales entre escritor y traductor, diálogo continuo entre pasado y presente (Gadamer, 2002, p. 373). En este diálogo es indispensable la intuición que ocurre al tomar conciencia de nosotros mismos y dar sentido al mundo en su totalidad, en una sucesión de intuiciones que desencadenan el proceso de conocer y participan de la tensión entre lo universal y lo singular (Mier, 2018, pp. 23, 26-27, 29); intuición viva o “empiria auténtica” que rebasó la erudición histórica (Dilthey apud Gadamer, 2003, p. 55).
La necesidad de conocer un bien y conocerlo para sí obliga a diferenciar el saber hermenéutico en técnico o techné y ético o phronesis. El techné acontece cuando el aprendizaje se limita a saber cómo aplicar, sin ser un saber efectivo que se tiende a olvidar; el saber ético carece de aprendizaje como tal, emerge cuando es necesario, permanece vivo y no se olvida (Gadamer, 2003, pp. 86-88, 95). El saber y el conocer no se poseen pero existen, dado que no es posible aplicar algo que no se tiene. Saber es fenómeno y ocurre en su contexto original, de igual forma que el objeto conociente.
El fenómeno como objeto de conocimiento es eje de la hermenéutica y de la fenomenología, y en ambas filosofías es esencial la toma de conciencia de sí, el contexto en que ocurre el fenómeno y el diálogo entre éste, quien lo produjo y el que lo lee o recupera. Esto plantea importantes puntos de encuentro entre hermenéutica y fenomenología.
El término “fenomenología” apareció por primera vez en filosofía con Lambert en 1774 y en Kant en 1786, aunque fue hasta el siglo XX que adquirió el sentido dado por Husserl y Peirce. Para Husserl la fenomenología se distancia de la psicología descriptiva y del yo empírico, sustituido por la vivencia en sí misma; Peirce, a diferencia de Husserl, planteó la fenomenología semiótica o faneroscopía como rama filosófica orientada a organizar categorías, en las que analizan los “constituyentes” del pensamiento y la vida (Warton, 2016, pp. 185188, 194-195). Caminos paralelos sin distancia insalvable entre ellos porque les vincula el uso e incorporación de la percepción y la afección (Mier, 2018, pp. 60, 64).
La fenomenología plantea la idea de relación como auténtica ontología trascendental de la conciencia, sin formular juicios ni análisis, sino con una descripción de la estructura de la conciencia (Sandoval, 2018, p. 273); en Husserl se mueve en esferas de intuición directa (Xolocotzi, 2018, p. 143). Desde Dilthey la fenomenología plantea que todo lo que se muestra es incorporado por la conciencia que toma cognición de sí; en Brentano se integra el rasgo de intencionalidad manifiesto en la orientación específica de los fenómenos, que se diferencian en psíquicos y físicos; la “intencionalidad brentana” sirvió de fundamento a Husserl para plantear la estructura de la conciencia como ‘flujo continuo de vivencias intencionales” dirigidas hacia algo objetivo (Xolocotzi, 2018, pp. 140-141).
En Husserl la fenomenología no es sólo ciencia, sino una disciplina que provee el órgano fundamental de una rigurosa filosofía científica: “la ciencia fundamental de la filosofía y de todas las demás ciencias” a las que reforma metódicamente. La teoría fenomenológica tiene como meta última la práctica centrada en la vida individual del fenomenólogo, la de los miembros de su comunidad y la humanidad; busca que cada individuo descubra sentido de sí y de la interacción con su mundo cercano y general (Zirión, 2018, pp. 90, 125-126).
La fenomenología expone el problema de un “yo empírico” frente a un “yo puro”; “fenómeno puro” o “trascendental” liberado de lo empírico que constituye “lo material del objeto”, abandonando y trascendiendo en el tiempo al “objeto como objeto real” que al existir está anclado al presente; “las operaciones de la conciencia pura permiten al objeto escapar de la prisión del tiempo físico: la presencia” y lo conduce a “un flujo temporal de continuidad” (Sandoval, 2018, p.275). El flujo del tiempo es continuo y ocurre en la conciencia vinculando al objeto inmanente y al trascendente, ambos resultantes del flujo activo en el presente que se relaciona con un pasado fijo, articulado en tres modos de conciencia temporal esencial: “sensación, representación ponente y representación de fantasía” (Sandoval, 2018, pp. 283-284). Fenomenología trascendental con conciencia trascendental anclada a la ontología en que se suspende la realidad y se toma conciencia de la esencia de sí mismo, sustituyendo la experiencia por “intuiciones ejemplares” (Sandoval, 2018, pp. 305-306).
La investigación fenomenológica desde Husserl retorna a la “vida vivida” en un análisis del mundo de la vida o lebenswelt, de forma anónima de todo sentido y significación como experiencia, enriqueciendo la objetividad y sobrepasando la problemática metodológica de las ciencias humanas (Gadamer, 2003, p.71). Aunque el lebenswelt es fundamental para la fenomenología, la conceptualización del mundo se establece en forma problemática al inscribirse en una lógica y una ética que emprenden caminos opuestos (Sandoval, 2018, p. 287). La fenomenología se distancia de la psicología descriptiva de Schlaiermacher y del yo empírico, sustituida con la vivencia en sí misma. Ésta también omite la formulación de juicios y el análisis, reemplazados con la descripción de la estructura de la conciencia: conciencia del mundo y de sí mismo, del fenomenólogo en relación con el fenómeno.
La distancia real entre fenomenología y hermenéutica es minúscula porque en ambas se reconoce el flujo temporal continuo donde se toma conciencia de sí y del contexto del fenómeno en relación consigo mismo, de frente a un objeto inmanente y trascendente que da objetividad al fenómeno en su contexto para reencontrarse en él al elucidar las relaciones experimentadas y generar inferencias producto de series de intuiciones encadenadas. El esclarecer hermenéutico rechaza al historicismo y se ancla a dimensiones ontológicas que ligan hermenéutica y fenomenología desde Husserl y Heidegger, cuando el acontecimiento histórico es en sí mismo “fenómeno” (Gadamer, 2003, p. 95).
Heidegger desarrolla la idea de comprensión como verstehen, que en alemán adquiere dos sentidos: conocer alguna cosa en su espacio, conocerse en algo y “saber reencontrarse en ello” al interpretar un texto; y elucidar las relaciones connotadas inherentes a quien conoce o experimenta para generar inferencias (Gadamer, 2003, p. 73).
La hermenéutica busca entender el mundo y posibilitar su interpretación a partir de la intuición encadenada que comprende las enunciaciones, no de forma técnica sino con diálogo entre emisor y receptor complejizado por la distancia espaciotemporal entre ellos que obliga a reconocer lo extraño como propio, para lo cual es necesario primero tomar conciencia de sí mismo y luego hacerlo de ese ‘algo’ que se interpreta en su contexto.
En un diálogo desde textos literarios que enlazan a escritores, lectores y traductores, el historiador se acerca a éstos junto con los de contenido histórico. La forma de acercarse a un texto está determinada por el interés de cada especialista: el filólogo se centra en la lingüística y la semántica mientras que el historiador se enfoca en el acontecimiento histórico, fenómeno de interés para la hermenéutica y la fenomenología, que sustenta tanto una hermenéutica histórica como una fenomenología de la historia. ¿Pero qué pasa con la imagen?, ¿es fenómeno histórico o debe abordarse de forma independiente cuando se ancla al pasado y al contexto? Exploremos la relación entre hermenéutica y arte, estética, historia del arte y búsqueda de sentido de las imágenes.
Hermenéutica en la investigación histórica y el análisis del arte
La historia piensa en los grandes relatos como verdad significativa, distante de la ficción de los acervos literarios, aunque no son caminos paralelos, se entrecruzan y comparten vías de abordaje. Al igual que la relación del texto con el filólogo y el historiador, el texto histórico y el literario narran historias con palabras y letras (Dilthey apud Gadamer, 2003, p. 69). Las mismas fuentes nutren a ambos, textos literarios e históricos, ficción igual que realidad; sólo cambia el interés del que narra y de quién elucida el contenido.
En su sentido más lingüístico y filológico todo texto histórico puede ser leído y comprendido por un especialista como por un lector no especializado porque en su estructura asemeja al texto literario, aunque el texto histórico ofrece una ‘experiencia histórica’ definida por la descripción narrativa del contexto que explica su origen y procedencia, siendo imposible arrancarla de él (Gadamer, 2003, p. 69); mas no es un método absoluto que ofrezca objetividad porque en la inferencia siempre participa la experiencia de quien elucida y/o busca conocer. El círculo hermenéutico del todo y las partes en lo objetivo y subjetivo que analiza Schleiermacher plantea que todo texto se corresponde con el conjunto de obras del autor; al ahondar en su sentido más profundo es producto de un momento específico: su “contexto espiritual” y lo que vivía y experimentaba su creador (Gadamer, 2003, pp. 97-98).
La comprensión histórica manifiesta el conocimiento y el objeto histórico alcanzado por la historia; no es “un objeto que se divisa a lo lejos”, sino un centro que es y “está siendo” efectivo en la conciencia histórica y en la historia misma (Gadamer, 2003, pp. 97-98, 101, 113-115). Hermenéutica histórica en la que es importante integrar a la tradición de sentido de los objetos con sus signos y significación para evitar el desarrollo de un historicismo y de una ‘ciencia sin prejuicio’. La tradición plantea la relevancia del objeto y sus signos, incluso su “no existencia”, elementos esenciales que le definen como fenómeno histórico que aprehende su sentido espaciotemporal inmutable (Gadamer, 2003, p. 79).
Gadamer opone “historia y saber” como tradición e investigación histórica (2003, p. 80) que deben integrarse para acercarse a la comprensión de la realidad histórica como flujo intermitente entre presente -donde se conoce- y pasado -donde acontece el fenómeno.- El problema hermenéutico se establece en la “interferencia de la interpretación gramatical con la interpretación psicológica individualizante” cuando un tercero interpreta desde su experiencia sin reconocer la “diferencia” entre elementos y signos de contextos espaciotemporales disímiles que anulan las significaciones idénticas, porque ningún signo es exacto de sí mismo en el sentido absoluto del significado (Gadamer, 2002, pp. 22-23).
Para Dilthey y Schleiermacher es posible pasar del estudio de la conciencia histórica a la obra de arte porque en ella hay toma de conciencia en una “producción genial inconsciente” (Gadamer, 2002, p. 304). Pero se refieren a la obra de arte literaria que da pie al sentido lingüístico de la interpretación del discurso, implicando un texto histórico pletórico de signos y vinculaciones con ‘la realidad’. Gadamer plantea dos acercamientos a la obra literaria: lectura y reproducción, planteando que al leer se vive la verdadera experiencia de la obra, porque al reproducirla se recrea con la experiencia del intérprete, en tanto que la lectura preserva su “realidad semántica” y sentido original (2002, p. 24); sin embargo todo lector se acerca al texto con un acervo de experiencia que se introduce aun en la lectura.
En paralelo a la conciencia histórica surge la conciencia estética que se denuda de toda significación apriorística y de todo fin, fundamentada en una relación de “percepción directa con la cosa” que diluye u olvida su valor icónico, el cual la liga a lo sagrado o profano, dejando su lugar al estudio de la factura estética de la imagen (Boehm, 2017, p. 300). La imagen es a la vez único icono de sí misma y deslegitimación de sí como icono absoluto. ¿Contradicción? No, partición en la conciencia estética donde la imagen se constituye como un ente dual: material y simbólico, dos cualidades independientes que multiplican su percepción. Por una parte anclada al referente mnémico dado por la experiencia, y en dependencia directa de quien percibe e interpreta; por la otra en función de su soporte y materialidad, fáctica y disociada de la percepción de quién le da sentido, donde surge otra disociación desde la experiencia que resulta en el contacto de la obra y el conociente a partir de la huella dejada en su factura.
La reflexión hermenéutica de la imagen se legitima a partir de experiencias pasadas, en las cuales se afirma y pone en juego la analogía de la imagen como vida o autorreferencia que “impone un límite osmótico entre una esfera interna delimitada y una externa con la cual se relaciona” para constituirse como representación o representatio (Boehm, 2017, p. 302). En la representación no se diluye la imagen, sigue siendo imagen pero con sesgos de realidad representada entre fantasmas que surgen de la conciencia del creador y son producto de su experiencia. La realidad permanece de forma ‘no pura’, complementada con el potencial de la imagen que no puede evitar el cambio de la representación; pertenece “al ser de lo que se representa [Dargestellten]” y es proceso del “ser que participa” al determinar la “categoría óntica de lo representado”, adquiriendo al representarse “plusvalía del ser” (Boehm, 2017, p. 303). La conciencia estética se ancla a la imagen como signo y como huella; ‘imago’ anclada a la imaginación, phantasmata que se materializa al fijarse a un soporte con cuerpo, forma y color.
¿Por qué fantasma? Los fantasmas son imagos que reconocemos como imágenes a las cuales pretendemos dar sentido. Ficciones que no son pero refieren la cosa que en realidad es y se hace presente a quien mira a partir de “luz, iluminación, sombras, reflejos, color” y otros elementos que le configuran ante nosotros como cosa real; mientras que el artista “debe ser atravesado por el universo y no querer traspasarlo a él” (Klee apud Merleau-Ponty, 2013, pp. 28-29). Husserl vincula la “cosa estética” anclada a un cuerpo vivo y móvil que sirve de espacio y enlace entre la “causalidad subjetiva” irreal y la “objetiva” o real que conforma un cuerpo “somático” o lieb, en que confluyen sensaciones sinestésicas que hacen del cuerpo ‘la cosa material’ y el estrato donde acontece lo anímico (Chávez, 2018, pp. 174-175, 182-183), generando una fenomenología estética.
El arte o más bien las artes comprenden un amplio número de expresiones donde la creación y expresión del artista da rienda suelta a sus pasiones que estructuradamente se apropian de un lienzo; un trozo de piedra, madera u otro material; de un escenario, un instrumento musical o incluso de la voz; o de una pluma a través de la cual plasman una historia en papel, un guion o libreto que servirá de base expresiva a otro. Pero la mayoría de los análisis fenomenológicos y hermenéuticos de estética y arte son de literatura y disciplinas paralelas donde el mostrar se liga al texto y al manejo del lenguaje, acaso porque muchos filósofos tuvieron mayor relación con estos que con la pintura, la música, el teatro y la danza. Esto explica la importancia dada al lenguaje y su anclaje en lo lingüístico que es expuesto como indispensable al tomar sentido del contexto y de sí mismo, al construir el fenómeno y al desarrollar inferencias que darán paso a la comprensión.
La comprensión requiere de algo dicho que muestre la obra misma y su propio sentido porque al ‘decirlo’ adquiere valor lingüístico, sin embargo la belleza es atractiva y siempre es tomada en cuenta en paralelo al logos, con calidad icónica que participa de su indiferenciación estética y produce experiencia en quien la aprecia (Boehm, 2017, pp. 295-296). La belleza ligada al arte comprende un conjunto de elementos que se muestran y afirman lo particular y lo general, necesarios al construir sentido: primero por su creador, sea intencionadamente o al dejar fluir sus sentimientos y experiencia de vida en el contexto de creación, y luego por quien mira en una lectura incipiente o por quien conoce a profundidad. Al referir “sentido” y “mostrar”, e incluso “arte”, se suele evocar a la pintura, epítome de la narrativa estética de la humanidad, seguida de cerca por la escultura, mientras se omiten otras formas estéticas y artísticas. Sin pretender continuar este afán y tan solo como un primer paso en una ruta más amplia, reviso los planteamientos sobre la imagen pictórica para luego acercarme a otras formas de arte e imagen.
La obra pictórica es el recurso artístico que más se ha vinculado con el acto de mostrar, quizá porque en ella es evidente el diálogo entre el creador y el espectador a partir de lo expresado sobre el lienzo. El acto de mostrar implica desprenderse de una imagen mental que como tal carece de anclaje físico, fantasma de nuestro deseo que se apropia de un cuerpo para hacerse evidente. En igual sentido que cuando construimos una narrativa -literaria, histórica u ontológica- en la que hay una idea que da origen y sustento a los planteamientos desarrollados y los argumentos esgrimidos al darle forma con modelos lingüísticos y retóricos que entretejen las palabras al estructurar un corpus argumentativo, en la pintura se desarrolla al traducir esos fantasmas en imágenes, a veces semejantes a la imago mental, pero en otras a partir de signos. Algunas figuras pintadas son icónicas y deícticas, pues a través de una imagen perceptible por la vista se narra un extracto de nuestro pensamiento que pretendemos hacer visible a otros.
El acto de mostrar requiere de una superficie sobre la cual anclar signos para trasladar un discurso imaginado y transformarlo en una obra que es presentada a otros, quienes la recibirán y decodificarán desde la vivencia que tengan al observar, escuchar y/o dialogar con ella. Quizá no se haga evidente aquello que le dio origen, o lo que se pretendía mostrar, ya que el diálogo, la lectura o su reconstrucción será ejecutada desde una visión ajena al fantasma originario, y la lectura o comprensión de la obra involucrará la inferencia de quien interpreta los códigos contenidos en la imagen para dar sentido a lo mostrado, producto del razonamiento que no se escinde de la experiencia o ausencia del mismo. Luego entonces, ¿al mostrar en lo pictórico retornamos al universo de lo discursivo? Quizá si, en algunas obras se manifiesta como discurso aunque en otras no, ya que a partir de la naturaleza de la imagen se articulan los signos, mientras en paralelo surge otra forma de interrelación con quien da sentido a la imagen, a partir del color y la forma, en su materialidad.
Mostrar es un acto humano, pero no una poiesis, sino “un horizonte de presencias y ausencias que de forma continua surgen de él”, con “flexibilidades” activas y pasivas. En el acto de mostrar, el lienzo es sede de emociones y pasiones, particularmente cuando la pintura es ‘naturalista’ y cercana a ‘lo real’, acción que se ancla en la expresividad de que se dota al cuerpo humano representado registrando edad, sentimientos, forma de vida y otros elementos que son parte del discurso narrativo. Nuestro cuerpo es una superficie conocida por todos, por ello no es complicado mostrar o incluso mostrarse sobre él, pues en cada gesto contenido regularmente se implica más de un sentido (Boehm, 2017, p. 35).
“La potencialidad deíctica se cierra a la semiosis porque nunca llega a ser signo”, solo condiciona su flujo pero se anticipa a él y no es posible revelarlo en “el decir” porque lo que el gesto muestra y declara no son necesariamente idénticos (Boehm, 2017, pp. 35, 37). El arte es “órgano privilegiado” por el cual se muestra y comprende la vida, entre el saber y la acción que se revela por sí misma en un rango de profundidad inaccesible para la observación, la reflexión y la teorización (Gadamer, 2003, p. 61). El arte se ubica entre la naturaleza y el espíritu que atañe al hombre en forma de obras: artefactos culturales que son realidades espirituales con historia, y por tanto son historia (Chávez, 2018, p. 184). El arte es un espacio donde el creador se exime de valorar su propia obra y “las consignas del conocimiento y de la acción pierden su virtud” (Merleau-Ponty, 2013, pp. 19-20).
Desde la fenomenología, la estética de las cosas depende de su anclaje al cuerpo como “punto cero”, desde el cual se integra el mundo circulante que rodea al sujeto estético en su toma de sentido (Chávez, 2018, p. 191). Cuando la obra de arte deja de lado al cuerpo traslada su eje de interrelación de lo mostrado en ella al vínculo entre ésta y el que interpreta, dando mayor peso a la experiencia. Pero no solo aplica a creaciones artísticas, también a otras imágenes que no necesariamente son consideradas arte.
El sujeto que se interesa en las imágenes y participa de ellas mediante la percepción capta al objeto artístico como responsable de una experiencia estética, profunda e individual o individualizada en la vivencia. Las obras de arte se orientan y constituyen a partir del ser corpóreo estético de los individuos que perciben en forma intensa: “el arte intensifica la percepción y la vuelve estética”; la estructura estética o aistheta, como cosa material, tiene contexto igual a mi cuerpo -lieb- estético; la corporalidad o leiblichkeit en Husserl no niega en ninguna forma el trascendentalismo de la conciencia pura (Chávez, 2018, pp. 191, 200).
Arte y fenómeno se relacionan y compenetran dando lugar al ‘arte como fenómeno’ que se presenta ante la conciencia de sí. Husserl analiza la obra de arte desde la contemplación estética de la obra de arte en la percepción, condición irreal que se neutraliza al percibirse con apariencia del objeto mostrado pero sin serlo, pues solo es su dimensión ontológica, no existe como tal, es “quasi-realidad” (Chávez, 2018, pp. 201-203). La imagen pintada es fantasma del objeto real que cuestiona al que mira y lo lleva a pensar en éste como si fuese real sin serlo, en un contexto que semeja dicha realidad y sólo es una construcción retórica enunciada en figuras en lugar de hacerlo con palabras, sin códigos lingüísticos pero ligados a él por la conciencia de quien mira y toma conciencia de lo registrado en el lienzo. Creación que representa una realidad pero es ‘no real’.
Para Chávez la recepción sensible del objeto artístico es aistheta, que obliga a analizar la vivencia estética y el gusto generado por vivir la apreciación de la obra (2018, p. 203). Para Husserl la obra de arte es cosa material con estructura estética que se conoce con un análisis fenomenológico constitutivo que refleja su ser como aistheta donde la cosa pierde su sentido sustancial y existe como fantasía (Chávez, 2018, pp. 212-213), una phantasmata. Heidegger retoma a Husserl pero le integra el sentido de alegoría y símbolo, anclados a la sociedad primigenia que la percibe y da sentido, definiendo su existencia como símbolo, de forma que al desaparecer el grupo humano también se esfuma el sentido de la obra y del arte: “muerte del arte” y “superación de la estética” (Chávez, 2018, pp. 213-214). Cuando la permanencia de la obra rebasa la existencia de sus creadores, su materialidad, forma y color generan nuevos referentes de percepción y resignificación a partir de los cuales la obra sigue existiendo pero en un vínculo diferente con el que conoce.
En la pintura como espacio para mostrar se han imprimido gestos que no necesariamente refieren una copia de la realidad sino su ausencia: el “Io non só” o “Je ne sais quoi” que dota de aura una obra, de gracia o donaire que “es más efecto que cosa”, velo develado que opone la obra como ente visible y desnudo ante el ojo del espectador en un diálogo mudo que se desarrolla a partir del acto de mostrar y la interacción con la mirada, sin necesidad de palabras pues muchas veces son escasas para describir ese “fenómeno ambiental” de “realidad indecible” que rebasa al autor y al individuo mostrado, del quien ha dejado de importar el nombre o su identidad porque es el gesto impreso en su cuerpo el que toma relevancia y establece la relación dialógica (Boehm, 2017, p. 40). Elementos transformados en función de la audiencia que mira la obra, sin que por ello acontezca la muerte del arte per-se; solo se transforma su sentido original.
El caballete de Da Vinci sobre La Gioconda (1502) es un icono atemporal que de inicio fue creado para la autocomplacencia del autor, quien era su único espectador. Al paso del tiempo se transformó en icono del nacionalismo italiano, propiciando el robo que sufrió en 1911 para regresarla a su país de origen; aunque para otros es referente del poder de Francia y por ella fue apedreada; también representa la normativa pictórica de los gremios y del Renacimiento, por lo cual fue trastocada y transformada por Duchamp. Una pintura que rebasa al nombre olvidado de Lisa Gherardini, la molinera pintada en el lienzo, quien no importa por sí misma sino por una sonrisa que quizá no fue un rasgo real, sino un atributo que el pintor imprimió en su retrato.
Por otra parte me cuestiono si Heidegger partió de su propia experiencia, cuestionando ‘el ser de las obras de arte’ como de las imágenes en función de su relación con situaciones sociopolíticas que definieron momentos históricos que él protagonizó: el Nazismo como mediador del arte que desmanteló la Bauhaus y anuló producciones artísticas como las de Stefan Zweig y muchos otros; creaciones literarias, pictóricas, escultóricas y musicales que fueron destruidas en el clímax del régimen. O solo anticipó el futuro que sepultó el arte del régimen nazi junto con las investigaciones de teóricos asociados al Partido Nacional Socialista, entre los que Heidegger se contaba.
Por otra parte, las esculturas civiles que representan iconos de movimientos sociopolíticos suelen ser extensión de los que representan, más que de sus autores; esto define afecciones que la gente siente sobre el personaje que encarnan, explicando su eventual destrucción en movimientos como el que acontece en 2020 donde se tiran y destruyen las representaciones de opresores y conquistadores, entre los que hay auténticos villanos como esclavistas y tiranos, pero otros que no lo son en realidad como Colón. En menor medida que las esculturas de personajes icónicos y de signos representativos, esto mismo experimentan edificios, pinturas y otras formas de arte en cuyo caso hay una relación aurática con el régimen que les vio nacer atrayendo sobre sí afectos y rechazos del mismo, aunque no haya huellas denotadas de personajes o símbolos de dichos regímenes.
Luego entonces, ¿la experiencia y el anclaje temporal está o no relacionado con su tiempo y espacio? Heidegger tiene razón al anclar tanto la creación artística como la intelectual al espacio y contexto temporal de desarrollo porque la percepción de la obra está determinada por éstos. Sin embargo no la tiene en lo relativo al arte, ya que si bien hay transformaciones dadas por el tiempo, la obra se denuda de lo que en ella se muestra para transformarse en un nuevo conjunto de signos, en los que la belleza y la genialidad impresa rebasan el contexto y a veces se desvinculan incluso de sus autores. Por otra parte también está su materialidad: forma y color plantean paradigmas de revaloración y resignificación ajenas incluso a su autor, corriente, temporalidad y contexto histórico.
Así es que las obras se renuevan y resignifican, denudándose de su espacio de creación, pero aun ligadas a él. Esto no es contradictorio sino parte de sus características como ‘objeto histórico’ y ‘estético’, que sobre el texto y el documento esgrime otros aspectos como la belleza y el vínculo indisoluble que establece con quien la mira. Tampoco se contradice en la referencia al discurso en la imagen cuando se plantea un nuevo paradigma que le distancia de los ámbitos lingüísticos y literario en que se desarrolla el trabajo hermenéutico, porque siempre subyace otro discurso atemporal y ajeno a cualquier significación apriorística anclado a su existencia material. Esto mismo ocurre en artes diferentes a la pintura donde la relación se construye en la misma visión cuando se trata de arquitectura y escultura, y de otros sentidos como el oído en la música, e incluso en imágenes que no son consideradas propiamente como creación artística y en aquellas que subyacen a la existencia misma porque solo existen en la mente de quien las imagina.
Cuando las obras están íntimamente ligadas a un grupo sociopolítico o religioso, o son representativas de algo más allá de ellas, están ligadas al destino de su referente real porque esa ficción hace de ellas una quasi-realidad y sirven de iconos que les sustituyen al punto de absorber para sí los sentimientos que generan sus relativos del mundo real, positivos como negativos, y tanto aquellos ligados al contenido expresado en la creación artística como los establecidos por los individuos a partir de su percepción.
En las obras de arte se aprehenden los fantasmas de sus referentes reales, de sus creadores, de la sociedad que les vio nacer y ser, y sus signos, de forma manifiesta o asumidos a la obra misma. Estos fantasmas son también elementos que les dan sentido y modifican el cómo son vistas y percibidas. Asimismo son referentes que explican su relación con los individuos y la sociedad desde la experiencia y la conciencia. Para el que se acerca con el fin de conocerlas es deseable reconocer su existencia para impedir que limiten u orienten su percepción, al igual que acontece con otros objetos históricos.
Regresando a la pintura interpretada desde inferencias ancladas en el mirar, me cuestiono sobre esta condición como recurso para comprender. Merleau-Ponty explica que “no basta con pensar para ver” pues “la visión es un pensamiento condicionado”, resultado de algo que ocurre con un sentido sin funcionar de forma independiente porque se vincula con el pensamiento y como tal se desdobla y ofrece múltiples aristas para abordarla (2013, p. 42). La visión puede ser solo una mirada sobre la cual reflexionar involucrando pensamiento, introspección, juicio y acciones mentales; en una “inspección del espíritu” hay juicio y lectura de los signos, el “pensamiento honorario o instituido” se ancla al cuerpo y da orden a la dualidad cuerpo-alma en espacio y pensamiento (Merleau-Ponty, 2013, p. 43).
La visión no siempre se relaciona con el todo, en ocasiones solo se ocupa de una o más de sus partes como la materialidad de las obras de arte en la pincelada, la autoría, el color y otros aspectos. La profundidad pictórica conforma lo alto y ancho que se posa y germina sobre el soporte, en la que la visión del pintor no es una relación “físico-óptica”, “el mundo ya no está ante él por representación: es más bien el pintor el que nace en las cosas como por concentración y venida a sí de lo visible” y el cuadro pierde relación con cualquiera de las “cosas empíricas” (Merleau-Ponty, 2013, p. 54).
Para Klee, el color es “el sitio donde el cerebro y el universo se juntan”; simulacro de la naturaleza, dimensión creada por y para sí misma, referentes de textura y materialidad que dan forma al fantasma de sí (Merleau-Ponty, 2013, p. 52). El soporte es el cuerpo de la obra, donde cabe materialidad y materialización como espacio de trascendencia y primer contacto del artista, definiendo estilo y peculiaridad que en la inferencia continua establece un diálogo a partir de ella en función del tema, la pincelada, el color y otros elementos.
En arquitectura, música o cine, como entre otras artes, la obra se enfrenta a su propio universo de confrontación y adquisición de sentido y relevancia. Al igual que en la pintura, se anclan a la corporalidad dada por el relato o su soporte; testigos del estilo de sus autores que definen la peculiaridad que les distingue. También constituyen el todo y las partes, y en cada una revelan su autoría; junto a la temática contenida forman un discurso que sirve de mensaje dialógico entre artista creador y espectador pasivo que sólo lee, sea que entienda todo lo narrado o exclusivamente una parte, o el que con saber ético se acerca a ellas como conocedor mediado por la experiencia y el conocimiento. La música implica un estudio más amplio en que la partitura es el mensaje creador que al interpretarse se transforma en nuevas creaciones con el intérprete como coautor. Pero ¿el discurso musical se puede entender como texto literario? No, porque a diferencia de la imagen visual la música es discurso per se, phronesis dirigida al conocedor que comprende el código de escritura musical y de interpretación. El arte como cualquier proceso creativo es un ejercicio reflexivo que establece el tránsito continuo entre creador e intérprete, entre estos y otros intérpretes significativos, en co-creación y re-creación colectiva.
Cine, danza y teatro comparten elementos de profundización y distanciamiento entre sí, mas la existencia de guiones y sustentos literarios causa que se limite su estudio a la revisión de éstos, anulando las puestas en escena y cuadro, el juego de colores y luces, los vacíos, la música y el silencio, la práctica actoral y otros aspectos. La escultura comparte elementos comunes con la pintura y otros que se piensan inexistentes como su tridimensionalidad; algunas obras parecieran solo imitar la naturaleza sin narrar nada en particular, pero al igual que en la pintura hay gestualidad, y aun las mínimas creaciones tienen volumen y participan de la narración estética e histórica de su contexto.
Pese a que muchas de las obras son mediadas por la imagen visual incluso cuando se asocian a un valor táctil, integran un discurso paralingüístico que se desarrolla a partir de signos y de la experiencia; y también adquieren sentido al primer contacto sin significación apriorística, un sentido que pervive más allá del contexto de la imagen.
Colofón
La hermenéutica y la fenomenología son filosofías contemporáneas interrelacionadas que participan de dar sentido a los fenómenos que comprometen la comprensión de terceros. Ambas se relacionan con la estética y las obras de arte, pese a que la mayoría de los acercamientos de los filósofos a ellas es a través de la literatura y la retórica, acaso porque ha sido mayor su vínculo con ellas y no con otras formas de arte, siendo la pintura el segundo formato más analizado.
Es interesante comprender el vínculo entre el cuerpo de quien percibe y la imagen, sea que represente a un ser humano o no; relación que se construye desde la ‘no realidad’ mostrada y la experiencia detonada en quien mira y aprecia. Planteamiento cercano al de Belting desde la antropología de la imagen aunque desde supuestos ontológicos que existen desde el ‘yo conociente’ y el ‘yo existente’ que mide y da sentido a su universo en su interés por comprender el mundo que ocurre desde la experiencia, detonando el desarrollo continuo de inferencias que generan sentido, a veces con signos denotados o connotados, pero otras desde su sustitución por la relación establecida con la obra, sea que se encuentre en su entorno cercano de creación, o que haya sido resignificada.
Pero quien no pretende conocer desde el universo cotidiano, distanciándose del techné e involucrándose en un saber ético del objeto artístico que es también histórico por ligarse a un periodo temporal y un contexto específico, debe profundizar en el contexto de creación sumándolo a cualquier sentido dado en el momento en que se acerca a él. La mirada que profundiza en la obra pictórica no se limita a la cuestión discursiva porque la imagen mostrada implica color y materialidad entre otras peculiaridades, porque se suman al contexto de creación y adquisición de sentido. La relación obra-cuerpo humano es otra arista de acercamiento a la comprensión de la imagen y la obra.
El anclaje a la lingüística de los procesos interpretativos y definitorios del fenómeno a conocer plantea una de las grandes tensiones entre filósofos, filólogos e historiadores con las imágenes, porque buscan desde su interés particular transformar en texto lingüístico toda imagen y obra de arte, que en el caso de la pintura puede centrarse en la retórica y/o la ekphrasis que la enuncia pero al mismo tiempo la limita porque no abarca la experiencia artística que produce su interacción; más allá de contar una historia con figuras interrelacionadas como en las narraciones de Calístrato y Filóstrato,2 se complementa con la experiencia de mirar, apreciar y comenzar a comprender la obra en un espacio de exhibición complementada con aspectos como la pincelada, disolución e intensidad del color, soporte, fuerza expresiva impresa y otros detalles de su materialidad.
El discurso en imágenes complica al lingüista porque no hay palabras para analizar lo visual, sino series de proposiciones que se acercan a un posible texto creado por un tercero que no lo definió. Este acercamiento puede ser vano o superficial en función de qué tanto profundiza en la obra, pero se complejiza y complica en el caso de esculturas, obras musicales o arquitectónicas donde un ángulo o vano son parte del discurso al igual que un silencio y una huella de cincel o gubia. ¿Es válido llamar discurso a un edificio o a una escultura? Claro que sí, tanto como lo son una partitura o una pintura de caballete o mural porque en ellos se suele narrar algo, a veces solo se refiere a una persona, otras a un evento o a sentimientos pero en todos los casos podría realizarse un texto sobre el tema expresando en palabras lo que el artista de cada obra pretendió registrar en ella.
Así al escuchar una melodía con percusiones continuas nuestro ritmo cardiaco se conecta en una experiencia más corporal que lingüística, al igual que los agudos en vibrato de un violín que erectan nuestro vellos corporales y nos hacen vivir cada nota, el sonido del saxofón en una noche de juerga, una flauta pícolo que confunde hasta a un pájaro, el lleno de un órgano o lo sombrío de sus bordones, o el sonido de un clavicordio. Discursos ajenos a palabras donde lo más cercano a un código lingüístico es el lenguaje musical, phronesis que conecta con el público conocedor, en tanto que este mismo como el espectador pasivo se reaccionan por igual al sonido y sus vibraciones, discurso de la materialidad de la música que no se aprende y por tanto no se olvida, emerge ante la experiencia sin una significación apriorística y genera un registro mnémico que difícilmente se liga a palabras.
Al plantear el discurso arquitectónico pienso en la arquitectura escultórica de Gaudí, de quien se cuenta que decía que el sol es el mejor pintor por lo cual le daba participación en el desarrollo del discurso de cada creación, definitivamente no lingüístico, definido por el volumen, el color y la forma, y construido cada día con la difracción de los rayos solares al paso de las horas, incidiendo en los vitrales que pintan de colores el interior de la Basílica y templo expiatorio de la Sagrada Familia en Barcelona (1882); un discurso arquitectónico, pictórico y escultórico. En la “Casa Batlló” (1906), también en Barcelona, la luz acompaña a la escalera, donde los mosaicos en azul imitan los tonos del mar, en una experiencia más cercana a la que vive un buzo, pero asumida a un inmueble. Discursos arquitectónicos donde los individuos resignifican la edificación y sus espacios a partir de la luz, el color y el manejo del volumen, sin códigos lingüísticos o narrativas literarias.
En arquitectura orgánica, “El Nido de Quetzalcóatl” (2008) en Naucalpan, Javier Senosiain enfatizó la narración escultórica, arquitectónica y medioambiental donde podría desarrollarse una écfrasis que la acercaría a la literatura, pero en sí misma cuenta una historia sin palabras donde la Serpiente emplumada mora entre cuevas y jardines, mientras es habitada por diez inquilinos que ocupan los apartamentos en su interior. Una resignificación del espacio escultórico, del sentido de la naturaleza y de la arquitectura que transforman la experiencia cotidiana de habitar una casa en un proceso de resignificación apriorística. En la escultura arquitectónica del Jardín Surrealista de Edward James en Xilitla San Luis Potosí (ca. 1964), las edificaciones escultóricas relatan sin palabras un discurso surrealista de conservación del medio ambiente, el cual aun en su écfrasis rompe todo estereotipo al ser un viaje al interior de una creación donde cada individuo tiene su propia experiencia, como si se pudiera entrar al interior de una pintura o se quedara atrapado en un hermoso laberinto de esculturas, aunque ambos sean una visita a la que fuera casa de James.
Esta misma experiencia apriorística antecede el contacto con la obra escultórica de Felguérez, expuesta en galerías y museos como en el Espacio Escultórico de Ciudad Universitaria al sur de la Ciudad de México (1979). Acervo artístico que se caracterizó por la innovación, de forma que aun siguiéndole de cerca era imposible repetir la experiencia. En Mural de hierro (1961) predominó el gran formato, el trabajo con chatarra metálica y una estética industrial; en La Máquina estética (1975) relegó la acción creadora a un programa de computadora para generar formas con orden lógico que se percibían como azar, trazos que dieron origen a pinturas y esculturas; y en su exposición Trayectorias (2020) en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo de la UNAM confirmó el eclecticismo de su acervo alternando pintura y escultura, pequeño y gran formato, industriales y abstractas, inimaginadas aun por el mismo autor antes de ser creadas; obras con el factor sorpresa que rompe la preconcepción y encausa experiencias primigenias al tener contacto con cada obra.
Esto mismo ocurre cuando apreciamos una puesta en escena, sea dramática, cinematográfica, dancística o performativa. En todas ellas los espectadores se conectan con los actores y bailarines, que por igual pueden seguir un guion y un montaje escenográfico que desarrollar una improvisación programada o no que trastoca el guion, logrando incluso sorprender al conociente que experimentará una resignificación apriorística. Herramienta de resignificación que también usan los grupos de Rock y de otros ritmos musicales en sus conciertos. En este último bloque es común que el discurso sea al menos adivinado y las más de las veces correlacionado con expresiones similares, donde adquiere singularidad el performance que suele romper con lo esperado, pero incluso en casos donde la significación está mediada por la experiencia podría llegar a ocurrir una significación no apriorística por la sorpresa, incluso cuando está mediado por la experiencia en la vivencia de eventos similares, pero diferentes, únicos y disímiles.
En el caso de las esculturas hay continuidad en estos planteamientos y generación de sentido; la sorpresa apriorística rompe cualquier preconcepción aunque la experiencia subyace a la significación. Tal es el caso de obras como La Piedad y el David de Michelangelo Buonarroti (ca. 1498 y 1501), obras muy conocidas donde no podríamos argumentar inexperiencia o sorpresa apriorística, sin embargo aun en estos casos es diferente pensar las esculturas o conocerlas a la distancia que mirarlas de cerca y apreciar la maestría con que su autor trabajó la roca y pareciera que les dio vida al interior de la piedra. Un discurso que podría narrarse desde la literatura y la lingüística, mas la sorpresa anula lo esperado y resignifica construyendo un nuevo parámetro de experiencia.
En la pintura es más asidua la tendencia literaria y lingüística aunque no se limita a describir los signos presentes, pues la materialidad también participa de dar sentido a la imagen. La Vecchia de Giorgione (ca. 1506) es un retrato de una mujer de edad, que por la época cuenta de una mujer en su cuarta década de vida. La expresión del rostro, sus arrugas, el cansancio que refleja y la postura del cuerpo narran una vida difícil con trabajo en casa y quizá bajo el sol por las manchas de su mano; un relato anclado al cuerpo de la mujer. A este se suma otro de carácter sígnico, literario y lingüístico: el gesto marcándose a sí misma con la mano y sosteniendo un lienzo mientras mira al espectador, al que le recuerda que el paso del tiempo es inevitable, y que así como dejó su huella en ella que está de un lado del trabe también alcanzará a los que estamos del otro, en el exterior. Un discurso más subyace en los pigmentos y sus tonalidades térreas y verdosas que predominan en la pintura, destacando el blanco de la vestimenta y la piel de la mujer para dirigir nuestra mirada a la expresividad de sus ojos ya grisáceos que no dejan de mirarnos, mientras su manos se dirige hacia ella misma. Esta narración deviene de la materialidad a lo lingüístico que se refuerza con las palabras escritas en el lienzo que sostiene con su mano derecha al tiempo que se señala con el índice en refuerzo al sentido mismo de la obra porque en el lienzo se lee: “col tempo”, con tiempo: es decir que al pasar el tiempo ella perdió su belleza, como nos ocurrirá a los demás. Mas también hay otro discurso anclado en la pincelada, la luz y la paleta de color que dan cuenta del trabajo de Giorgione en el claroscuro y esfumato manierista florentino del Quattrocento.
Hasta ahora hemos reparado en múltiples formas en que las imágenes cobran sentido, las cuales se pueden agrupar en las mediadas por la experiencia y como resultado de la sorpresa que anula la preconcepción y construye a partir de la significación apriorística.
De regreso a las reflexiones con que concluyo este texto, reconozco que reflexionar sobre los planteamientos de Heidegger, Boehm y Merleau-Ponty me llevaron a profundizar en la forma en que las imágenes adquieren sentido y en que el valor del contexto de existencia de las obras no siempre es absoluto, pero abona al inferir en su discurso más allá de la intención del pintor que imprimió aspectos de su vida, a veces como narración y otras en los colores y detalles del paisaje o de la obra ensombrecidos por la realidad mostrada, la cual no es real sino imagen de la mente del artista, a veces ligada a su vida diaria y otras fantasía, imago en un espejo que reflejar una realidad que no siempre existe.
Las elucidaciones no siempre se centran en la creación, sino en quien experimenta la vivencia artística y estética. Experiencia como agente de la subjetividad que modifica el discurso de la pintura a partir de inferencias ancladas en la vida de quien pretende conocer. Mas eso no lleva a buen camino porque nubla la forma de comprender y acercarse al objeto generando la temida ‘ciencia sin prejuicio’.
Tal es el caso de las novelas que aluden a una obra de arte, usándola como nudo de su historia o eje narrativo; mas no se anclan en la obra misma sino en su intención creadora, trastocando la inocencia del lector frente a la imagen, causando una percepción errónea mediada por una experiencia implantada que la sobre, sub o parasignifica al modificar sus sentidos sensible y profundo. ¿Cómo visitar Transilvania sin pensar en Drácula?, aunque lo más cercano haya sido Vlad, a quien se vincula con el protagonista de la historia de Stoker, novela creada varios siglos después de su muerte y sin relación real con su vida. La belleza del paisaje boscoso alrededor del castillo fue trastocada, transformada en tenebrosa y oscura. Eso mismo ocurre con otras novelas que modifican la forma de acercarse al Medioevo e incluso a Notre Dame; una alerta sobre la experiencia que causan conclusiones simples distanciadas de la obra en contenido discursivo y aspectos connotados, enraizados en las profundidades de lo que miramos o percibimos.
En Los embajadores (ca. 1533) Holbein muestra a Jean Dinteville, embajador francés en Inglaterra, y Geórges de Selve, obispo de Lavour, en una sala de castillo con múltiples elementos que definen su rango, acciones realizadas y posesiones. Entre ellos hay una calavera distorsionada que no todos distinguen, la cual ha sido entendida como separación entre ambos, pero el contexto histórico niega el distanciamiento y plantea la costumbre de recordar la mortalidad como evento humano que unifica a todos.
Más allá de las obras figurativas que se anclan en el cuerpo o se relacionan con la realidad, están las vanguardias y el arte contemporáneo donde la ruptura modifica la percepción del arte y la experiencia estética, siendo imposible omitir a Kandinsky y a muchos otros quienes crearon pinturas donde ni el nombre sugiere trayectos de acercamiento y menos aun un texto literario. En blanco II (1923) de Kandinsky es una pintura con colores y juegos de líneas fascinantes; Cuadro blanco sobre blanco (1918) de Malévich es un discurso político que no puede leerse sino asumirse, pues explica el choque entre abstraccionismo y el protorealismo de principios del siglo XX al cual el pintor respondió con una ‘auténtica obra realista’ donde lo que vemos es tan denotado como el nombre mismo, aunque el sentido de interpretación nos lleve a la más pura abstracción donde no hay siquiera un contraste, un discurso que en su momento fue político pero al paso del tiempo se olvida y reflexionamos en punto cero, sin color, sin matiz, sin más forma que la expresada en el título y ligeramente reducida y girada, permitiendo que la segunda capa de blanco genere textura diferente que participa de dar sentido a la obra. Al paso del tiempo y con la extinción de la generación que le dio sentido y le comprendía queda la abstracción que niega la preconcepción para quien se acerca a Malevich por primera vez, sustentando los planteamientos de la “muerte del arte” y la superación de la estética de Heidegger porque al desactivar el discurso político de Malevich, la obra parece un ejercicio de minimalismo, muy lejos de su sentido original.
Cerrando el camino de este ensayo me cuestiono ¿cómo aplicar la hermenéutica y la fenomenología como recursos para conocer en el arte y dar sentido a las imágenes? Ambas filosofías ofrecen los recursos teóricos para fundamentar un acercamiento a las obras, no solo lingüísticas o pictóricas, mientras marcan correctivos que limitan los riesgos de caer en falsas interpretaciones. El arte como fenómeno implica al creador y el contexto de existencia y de producción artística, sin negar los significados añadidos al paso del tiempo en cumplimiento con los parámetros que ambas teorías sustentan en un diálogo múltiple, no limitado a creador y receptor, dado que hay diferentes momentos de resignificación que al igual que la representación modifica el entorno original del objeto artístico.
La experiencia como vivencia de la interacción con la obra de arte es muy útil pero cuando ésta se constituye en el elemento primordial para significar, y cuando está mediada por la intromisión de sentidos implantados por la literatura o modelos construidos transforma el acercamiento al arte, confundiendo al espectador y al que profundiza en el conocimiento desde el techné, en lugar de un auténtico saber ético que recupere el ser de la obra en su contexto original en diálogo con el ser adquirido al paso del tiempo y el ser contemporáneo.
Para la fenomenología y la faneroscopía de Peirce, como para la hermenéutica en Gadamer la experiencia media la significación, sin ‘significación apriorística’; sin embargo Boehm la afirma desde la posibilidad que plantea la sorpresa ante la cual no hay referentes previos y que suele ser característica del arte, en particular del moderno y contemporáneo donde se resignifica lo existente o crea lo inexistente. ¿Planteamientos enfrentados o complementarios?, quizá ambos pero para afirmarlo deberé continuar la disertación en otro momento porque este tema no puede considerarse agotado.
La muerte del arte de Heidegger no refiere la muerte real y absoluta, sino el límite de existencia del mismo en su sentido original, esto es la existencia de la obra mientras puede ser pensada y usada con los fines que tuvo de origen, pero que al morir o extinguirse quienes pueden dar continuidad a ello causan su transformación y/o resignificación implicando una nueva existencia de la imagen que en lo futuro será pensada desde paradigmas diferentes y no contextuales, por lo cual su sentido original se habrá perdido y como tal se habría extinguido su existencia. Al resignificar su existencia, ésta se extiende y el producto de la creación se preserva como referente pasado de sí. En ocasiones esto no es del todo real porque si la resignificación es negativa redunda en su destrucción.
Hay obras que no pierden sentido, al menos en lapsos muy largos del tiempo, cuestionando los planteamientos de Heidegger. Luego entonces es importante distinguir diferentes realidades para la multiplicidad de obras e imágenes creadas que por una parte alertan contra la generalización y por otra me llevan a profundizar en los conceptos de este filósofo.
Llego al final del ensayo planteando nuevos caminos por emprender detonados por la inmersión en la faneroscopía, la fenomenología y la hermenéutica desde el campo del arte y de la imagen, implicando nuevas inmersiones y discusiones con los autores que me permitan elucidar sus planteamientos a la luz de la pluripercepción de los diferentes tipos de imágenes y de su construcción como discurso. Este tema no puede considerarse agotado porque en este acercamiento falta la parte primordial que prueba que los planteamientos teóricos deberán ser viables para ser aplicados, según lo dicho por los autores revisados, y sus planteamientos desarrollados en la primera parte del texto.
Así, concluyo esta disertación para dar pie a la siguiente fase, donde deberé corroborar la utilidad de ambas filosofías en la práctica, idealmente no limitada a la pintura y menos aun a la pintura figurativa; además de profundizar en los planteamientos de estos filósofos.