Consideraciones previas
El presente texto busca proponer una analítica teórico-crítica respecto al campo de fenómenos habitualmente conocidos como pasionales desde una perspectiva política. Esta dimensión ha sido abordada en los últimos años por una corriente conocida como “giro afectivo”, que ha combinando una serie de estudios ligados al psicoanálisis, los estudios feministas, la geografía cultural, la teoría del actor red, la sociología de las emociones y la teoría posestructuralista. Dicha noción emerge como categoría crítica alrededor del trabajo propuesto por las sociólogas estadounidenses Patricia Clough y Jean Halley (2007), para nominar una inflexión en la teoría cultural que vuelve a resituar en las emociones y los afectos una apertura teórico-pragmática a las disciplinas onto-discursivas del construccionismo social. Además, esta discusión tiene como antecedentes el trabajo de Massumi (1995) y Sedgwick con Franck (1995), quienes sitúan el pensamiento filosófico de Gilles Deleuze y Henri Bergson en una tensión productiva con las disciplinas sociales del campo de la teoría cultural.
Propondremos que entre estos dos ámbitos propios de la vida humana subsiste una tensión permanente, toda vez que es posible observar una imbricación entre el ejercicio de gobierno y los elementos emocionales que, desde la reflexión histórico-filosófica y científico-social, han sido considerados como propios del espacio interior de los individuos, es decir, como vivencias de carácter privado que surgen como producto de la interacción humana con objetos que, de algún modo, harían las veces de estímulos evocadores de formas de experiencia sensible. Dentro de este esquema general, y siguiendo lo que algunos pensadores contemporáneos como Massumi (2015) han definido como una “política de los afectos”, entendida como la capacidad de interrumpir las señales y signos de fuerza que armonizan los cuerpos y los inducen a habitar ambientes afectivos, buscamos situar nuestra propuesta.
Esto lo comprendemos, grosso modo, desde la perspectiva de la anímica emocional de una época, atendiendo a dos principios fundamentales de base con los que nos gustaría contextualizar nuestro análisis: por un lado, reconociendo que existen operaciones políticas cuya finalidad radicaría en la delimitación de determinados modos de sentir, posibles de vincular con lo que Rancière (2009; 2017) ha descrito como regímenes de reparto de lo sensible, entendidos como modulaciones estéticas que actúan como a priori históricos, prescribiendo formas de lo común y sus respectivas particiones. El segundo principio, sin duda en sintonía con el anterior, refiere a la cuestión según la que el vínculo entre gobierno y emociones se erige sobre algo más que la mera proyección descendente de los influjos de un poder normalizador sobre una población pasiva.
En otras palabras, habría que reconocer la fuerza política de estas anímicas emocionales en relación con un potencial de subjetivación colectiva, es decir, como causa y resultado de la modulación de los deseos de los individuos particulares y sus esfuerzos colectivos en torno a un común que habilita el reconocimiento sensible de la realidad, conminando permanentemente a los miembros de la sociedad civil a replegarse sobre su espacio interior en busca de formas de identificación. Identificación entendida en el sentido que la plantea Laclau (1994), para referirse al movimiento de llenado de una escisión constitutiva a la base de cualquier de identidad social y que, sin embargo, no admite ningún tipo de justificación externa (bondad, racionalidad). Sería, más bien, la posibilidad de establecer una cierta regularidad a partir de la emergencia de un orden.
De modo que sería posible colegir que este ejercicio de movilización interior-exterior se sustenta en torno a la búsqueda de una representación hegemónica referida a los modos de sentir, como claves de inscripción dentro de espacios de pertenencia que, creemos, en el contexto occidental contemporáneo tendrían una rentabilidad política en torno a la delimitación de un marco securitario frente a una serie de amenazas presentes, en torno a lo que Deleuze y Guattari han reconocido como una forma-Estado paranoica (Silbertin-Blanc, 2017). Esta explicación de los pensadores franceses respecto del tratamiento de lo social releva la importancia de la noción de posición, puesto que lo que parece estar en juego en la división entre lo paranoico y lo esquizo es precisamente el reconocimiento de las formas que adquieren las multiplicidades -sus distanciamientos y sus mutaciones- (Delueze; Guattari, 2010).
Consideramos que lo que en términos foucaultianos (2005) constituye el binomio ligado a los regímenes de visibilidad y decibilidad propios de la episteme en una época histórica particular, podría extenderse y constituirse en un triedro al incorporar la potencia política de los regímenes sensitivo-emocionales. Esto lo podríamos abordar en términos de una disposición, que, para el caso que nos ocupa, tendría su potencial de efectividad en la saturación imaginario-emotiva de cuerpos que devienen fijados, por medio de códigos que componen los criterios de adecuación/inadecuación en torno a una economía de repartición de flujos entre lo interior y lo exterior. Así sería posible avizorar como un “dispostivo espacio-temporal en el seno del cual son reunidas palabras y formas visibles como datos comunes, como maneras comunes de percibir, de ser afectado y de dar sentido” (Rancière, 2017, p. 102).
Un aspecto crucial de nuestro análisis consiste en diferenciar críticamente las categorías tradicionales habitualmente entendidas desde la perspectiva de las pasiones, tomando como referencia específica la división entre aquellos fenómenos que configuran experiencias emotivas y aquellos que remiten a escenarios afectivos.1 Tal y como propone Lordon (2018), siguiendo la ética spinozista, las emociones y los afectos responderían a esferas diferenciadas. Si las emociones han sido tematizadas como aquello que se opone al entendimiento de la razón, los afectos, en cambio, constituyen la potencia que habilita el ejercicio del pensar, pero de un pensar que excede por mucho la capacidad representacional tradicional: “los afectos no son en absoluto una perturbación emocional de las facultades superiores: son aquello por lo que una mente, de igual modo que un cuerpo en su orden propio, se pone ‹‹en movimiento›› y piensa” (Lordon, 2018, pp. 37-38).
En esta línea sugerimos que afectos y emociones responden a esferas diferenciadas de codificación de los cuerpos o, en términos aún más radicales, hablan de cuerpos distintos. Esto asumiendo, por un lado, que las construcciones emotivas surgen como respuesta a fuerzas que inscriben los cuerpos -determinados topológicamente- dentro de regímenes materiales de imágenes propios de los modelos neoliberales, sustentados en un principio normativo binomial de abundancia-carencia.
Creemos que es posible explicar lo planteado, en parte, retomando lo planteado por Debord (2009) respecto al movimiento inherente en la noción de espectáculo, mostrando cómo la expresión reificadora de las relaciones entre los hombres instala la dimensión material de la mercancía en el centro de la vida social. Decimos en parte, específicamente en lo que refiere a la centralidad de la mercancía como materia que opera, no tanto como expresión superficial de una infraestructura económica, o como medio “anestésico”, psicológico, frente a las condiciones de dominación imperantes en las sociedades capitalistas, sino como tecnología material productora de imágenes que, en su relación de concomitancia con las condiciones socio-económicas propuestas por la racionalidad capitalista, es capaz de instalar, en sus regiones intersticiales, una anímica emocional dispuesta en torno a montajes analógicos con fuerza para crear sentidos a través de la construcción de ensamblajes entre las cosas.2 Esta operación, llamémosla de congelado en relación con los modos de anudamiento posible de las cosas dentro de un paisaje, requiere, para poder decodificar los flujos y reagruparlos, que las cosas devengan objetos identificables al tenor de su puesta en valor referencial para, de esta manera, asegurar los procesos naturales de intercambio.
La superficie de inscripción de las emociones en el régimen capitalista
Dentro del esquema descrito, parece pertinente detenerse en el lugar específico que ocupa el miedo dentro de las configuraciones políticas contemporáneas. Proponemos de modo provisional, tomando una distancia relativa respecto a la literatura predominante en el campo de las Ciencias Sociales y Humanidades, que en el escenario político occidental actual es posible cartografiar en dicho fenómeno emotivo una fuerza productiva ligada a las formas de organización e intervención micropolíticas. Es por esto que creemos necesario retomar la discusión respecto a las especificidades que componen los fenómenos asociados a las experiencias medrosas y determinar sus superficies de inscripción dentro del régimen neoliberal contemporáneo. De modo que intentaremos determinar los vínculos existentes entre la noción deleuziana de axiomática capitalista (2017) y sus aportes para pensar la mentada “política de los afectos”, relevando el carácter histórico, situado, tecnológico y procedimental del miedo en una relación de sinergia con los regímenes contemporáneos de conducción de las conductas.3
Creemos que este abordaje permite articular la dimensión relacional que comporta el miedo más allá de las habituales referencias a las formas reactivas en que éste tendería a operar, a saber, aquellas que lo sitúan en referencia a un estímulo amenazante del que resultan conductas tendientes a asegurar la supervivencia del organismo amenazado. En este sentido cobra pertinencia el análisis de Massumi respecto al potencial “extensivo” del miedo a otras esferas que superan por mucho las situaciones específicas en que se produce el temor: “El miedo no es, en lo fundamental, una emoción. Es la objetividad de lo subjetivo bajo el prisma del capitalismo tardío. Es el modo de ser de cada imagen, mercancía y de los inamovibles efectos que genera su circulación” (Massumi, 1993, p. 12).4
El eje de nuestra propuesta, a diferencia de los estudios que han acuñado la noción de Cultura del Miedo, tal y como la define Chomsky (1996) para referirse a los mecanismos que buscan producir efectos de silenciamiento a través de la producción de un estado de guerra interna, se sustenta en la afirmación de que las esferas emocionales medrosas en el escenario político actual encuentran su condición de posibilidad en el nivel de las prácticas micropolíticas que componen los cuerpos dispuestos en el espacio social, definiendo y obturando las potencias de intensificación sensible a partir de su corporeización dentro del régimen gubernamental de masas, por medio de la introducción de operaciones traductivas de dicha axiomática centradas en la apropiación y compuestas alrededor de una “economía social del miedo al otro”. Nos referimos a apropiación en el sentido marxiano del término, es decir, de un proceso “llevado a cabo por la usurpación y el terrorismo más inhumano”, como métodos a través de los cuales “se incorporó el capital a la tierra y se crearon los contingentes de proletarios libres privados de medios de vida” (Marx, 1973, p. 672).
Dicha axiomática tendría como punto central la gestión de los flujos que componen las relaciones sociales en un doble movimiento de unificación-división, en torno a lo global-local. Esto hace posible reconsiderar los canales en los que opera la fuerza tecnológico-procedimental del miedo, entendiendo que esta radica en formas de subjetivación permeadas por la fijación de las reverberaciones materiales de los cuerpos. Lo anterior, por medio de una serie de operaciones que definen las formas descodificadas-desterritorializadas de circulación de los afectos. Estas buscarían, por una parte, promover formas de experiencia fundadas en principios racionales de (des)composición de los cuerpos. Con esto nos referimos a la operación de un régimen circulatorio centrado en los ritmos y velocidades del movimiento permanente de composición-descomposición que atraviesa los cuerpos de la modernidad contemporánea (Baudrillard, 1990). Por otra parte, estas operaciones axiomáticas impulsan sofisticadas reformas de los espacios topológicos en que acontecen las interacciones materiales entre los cuerpos (orgánicos/inorgánicos) dentro de un esquema de relaciones entre capital y fuerza vital.5 En definitiva, dichas operaciones permitirían la pervivencia de lo social como una gran abstracción que sólo cobra sentido desde la perspectiva de la individualización.
Tal y como hemos propuesto, creemos posible atisbar las formas en que el capitalismo, en sus versiones contemporáneas, logra instalar regímenes de vinculación asociados a las anímicas emocionales de una época. El miedo, en este sentido, constituye un engranaje privilegiado para lograr dichos cometidos. No obstante, también hemos insinuado que dicha operación no puede ser leída exclusivamente en torno a los efectos de un ambiente social amenazado por las condiciones de precariedad socio-político-económica de una época. Por el contrario, proponemos que la potencia gubernamental del capitalismo reside en su eficiencia en cuanto a la inscripción de los cuerpos emotivos dentro de una escena que los agrupa en función de la atenuación de su fuerza afectiva. Por lo tanto, afirmamos la existencia de una operación de traducción de afectos en emociones que permite comprender la ecuación. Si consideramos, como principio, que lo que está a la base de cualquier experiencia del miedo es la muerte como potencia de desaparición, entonces parece pertinente interrogar los modos en que dicha relación se propone -las formas que el miedo habla de la muerte-, considerando que la muerte remite a aquel espacio de negatividad que se resiste a cualquier posibilidad de representación. En otras palabras, y siguiendo a López-Petit (2015), la muerte referida a una disposición antes que a una representación. Dicho de otra forma, un modelo de interiorización de la muerte que se separa completamente de lo que se denominan las ideologías de la muerte.
Dentro de este panorama traductivo, el análisis material de las imágenes emerge como un modo de explicación analógica de dicho funcionamiento. El miedo, como señala Bellour (2009) a partir de su análisis sobre las imágenes del cine contemporáneo, puede componer “la primera fase de la experiencia” que evoca el estar presente frente a la fijación de una imagen. No obstante, nos señala, esta primera experiencia siempre se encuentra acompañada por una segunda, a saber, aquella que propone la imagen como análoga a un cuerpo muerto: “nada es menos tangible que el reconocimiento frío del cuerpo en la imagen congelada” (Bellour, 2009, p. 11). Lo notable de dicho análisis es que sugiere una problemática entre imágenes que se componen dentro de un esquema de movilidad-detención. Dicho movimiento, el del entre la movilidad y la detención -presente en el fotograma del film-, subsiste a razón de una posición aparentemente paradójica: “la relación congelado-muerte en que expresa su “poder de la captación por medio de la inmovilidad [...] todos sabemos que un muerto se convierte en una estatua de cera, en un fragmento de inmovilidad” (Bellour, 2009, p. 13).
En esta medida, lo que plantea el crítico francés nos sirve para pensar la posición que ocupa el miedo dentro del régimen de producción capitalista, o a lo que llamamos una episteme capitalística del miedo:6 la decodificación como descomposición de los cuerpos entendidos en su posición imaginaria, es decir, aquello que permite que entren en relación con otros cuerpos en un espacio de conjunción. Imagen que de ninguna manera se opone al cuerpo vivo de los saberes bio-lógicos, sino que constituye su condición de posibilidad, es decir, funciona alterando el esquema causal inscrito en el miedo a la muerte, reemplazándolo por un esquema de concomitancia entre imágenes superpuestas que compondrían la muerte en el miedo. A esto nos referimos con un régimen traductivo que opera a partir de un campo de superposición de imágenes que se desprenden unas de otras pero que van cobrando independencia, tal y como acontece en el binomio miedo-muerte: “pasa también por la invención de una nueva imagen, que se desprende (en parte, pero es válido como llamado) de su transparencia fotográfica para abrirse a otros materiales […] una imagen que, por la desfiguración, lleve a una refiguración” (Bellour, 2009, p. 13).
Por su parte, las enunciaciones reconocibles como parte de una esfera afectiva responderían más bien a la potencia inmanente del exceso,7 precisamente en la medida que logran tensionar los sistemas de descodificación emotivos presentes en los regímenes capitalísticos, resistiendo así las representaciones imaginarias -los indicadores fijos- que imperan en el entre de los cuerpos imaginarios sobrecodificados y los códigos descodificados de los flujos deseantes, proyectándolos hacia una experiencia de lo real que actúa como potencia de obrar para crear espacios de subjetivación desde lo colectivo, en torno a una alteración y la apertura a nuevas formas de organización de los regímenes de los sensible. Algo así como lo que señala Deleuze (2016) en relación Bacon, al constatar que los cuerpos inscritos en los cuadros del pintor se encuentran en tensión, pero no en torno a la relación con el espectador y la instauración de un determinado régimen de la mirada, sino en función de un movimiento acontecimental que va desde la Figura a la estructura material que lo compone, dando cuenta de un esfuerzo del propio cuerpo por escaparse.
De este modo, parece necesario resituar la vinculación entre el miedo como emoción política y los regímenes de la axiomática, considerando que el miedo se avizora como tecnología discursiva centrada en fines acordes a su puesta en valor, mientras que los afectos se comprometen con un régimen acontecimental monstruoso, es decir, como una disrupción aleatoria que altera el orden de lo sensible, intensificando los cuerpos materiales y obligándolos a preguntarse por otras prácticas que logren poner en juego la potencia del obrar, dando lugar a regímenes imaginales que habiliten nuevas formas de lo posible.
La axiomática capitalista y sus emociones medrosas
En líneas generales, una primera constatación tendría que ver con que efectivamente las pasiones constituyen un objeto de la política en los contextos globales contemporáneos. Decimos “objeto”8 y no exclusivamente “medio” u “objetivo”, atendiendo al hecho que no remite solo a una finalidad sino que se sustenta como un algo que emerge en torno a un régimen específico de traducción: una representación que resulta de una relación metodológico-conceptual a partir de la que se ordena una experiencia en torno a un determinado régimen discursivo, siendo puesta en relación con otra serie de objetos que, solo en un segundo momento, buscarán asegurar determinados fines. Para este caso consignamos que no sólo se asegura la adecuación de las conductas a determinados regímenes normativos, sino más bien las mismas condiciones de posibilidad y subsistencia del Estado en los actuales regímenes capitalistas.
Tal y como hemos señalado, constatamos que el miedo actúa como un engranaje fundamental para la delimitación política de las vidas en la actualidad, pero entendiendo esto en función de un efecto de atenuación afectiva de los cuerpos, transformándolos así en entidades abstractas e individualizadas sujetas a reglas de reconocimiento y adecuación autorregulatoria en constante confrontación con lo que existe de diverso en las expresiones de lo social o, como ya insinuamos, transformando lo social en una organización que funciona a la manera de un cuerpo individual: cuerpo inmóvil frente a sus funciones, sometido a las leyes de enunciación a la manera de un organismo. Esto puede vincularse al problema de la diferencia: en tanto el sujeto se constituye en torno a una Ley originaria, potenciadora de un sistema semiótico de generalidades abstractas, se ve enfrentado a su propia impotencia al reflejarse a la manera de un objeto que ha cobrado condición fija, lo que le impide in-corporarse dentro de un régimen de singularidades, es decir, de elementos que se repiten, más nunca de manera idéntica, borrando de este modo la potencia de la repetición, a saber, aquello que se afirma en un “en contra” y que sobrepasa por mucho la negación de la Ley (Deleuze, 1995).
Dentro de este esquema, el miedo como engranaje articulador tendría que ver con su puesta en relación con la delimitación de un modo de elaboración subjetiva en base a la determinación de las condiciones de una topología relacional del deseo, es decir, de las relaciones sociales entendidas como meras abstracciones proyectadas sobre un Otro que deviene objeto imaginario, en tanto este se impone como un cúmulo de contenidos saturados de anclajes identificatorios. Miedo que, en el escenario contemporáneo, se asocia habitualmente a escenarios compuestos por diversas formas de violencia -real o potencial-.9 En este contexto, la axiomática capitalista transformaría las intensidades compuestas por polos de singularidad-afectos en intenciones compuestas por simulacros de afectos: identidades que reproduce el capital a través de la construcción de un cuerpo orgánico posible de ser cartografiado desde la escena del intercambio (Richard en Deleuze, 2017).
Por ende, el problema a dilucidar es cómo se establece esta conexión entre el mentado régimen capitalista y los paisajes del miedo. En esta línea, y a modo de contexto, nos parece relevante consignar el esfuerzo de las Ciencias Sociales y las Humanidades, al crear modelos de lectura comprensivo-explicativos del miedo en torno a dos grandes marcos: por un lado, como reducción a una condición emocional individualizante y victimista, por medio de un discurso homeopatizante propio del consenso neoliberal transitológico; por otro, como una representación objetivable y medible alrededor del giro subjetivo con que se presta a fabular su reterritorialización canónica el saber técnico-científico.
Ambas concepciones presuponen que el elemento individual -biológico-instintivo- funciona como medio de alerta frente a un ambiente potencialmente amenazante, lo que permitiría enfrentar el objeto de manera efectiva a partir de la habilitación de determinados mecanismos de seguridad centrados en la gestión del riesgo. No obstante, esto hace una contradicción propia de los actuales regímenes demoliberales: por un lado, el foco en una expansión sin precedentes de los aparatos securitarios en el espacio público, justificados por un mundo-de-la-vida que está, ya desde siempre, en permanente crisis; y, por otro, produciendo sistemáticamente discursos centrados en asegurar la libertad individual a como dé lugar, dejando el espacio privado como única posibilidad de libre circulación. Esto puede entenderse como enclave fundamental del principio de emergencia en el Estado liberal autoritario (Foessel, 2011).
Esta visión parece del todo coherente, a nivel macropolítico, con la posición deleuziana-guattariana del capitalismo: de algún modo la ilusión liberal estaría determinada por el doble movimiento de decodificación de flujos e, inmediatamente, de su conjura en torno a nuevas formas conjuntivas o generación de límites interiores: “la locura en su estado puro y al mismo tiempo su contrario [...] el capitalismo nunca ha sido liberal, siempre ha sido capitalismo de estado” (Deleuze, 2005, p. 44). A su vez, daría lugar a nuevas y sofisticadas formas de organización de elementos heterogéneos que transitan desde procesos económicos hacia los procesos sociales, siendo los primeros condición de traducción de los segundos.
Desde esta perspectiva parece posible afirmar que el miedo, más que una emoción reactiva frente a un medio amenazante, constituye una tecnología política que funciona como núcleo discursivo de reunión y organización de flujos descodificados,10 configurando formas específicas de relacionalidad que constituyen el fundamento de la organización capitalista.11 El miedo, entendido como principio organizador de los lazos sociales dentro del contexto de hiperexaltación de la libertad individual, instala un sistema que atraviesa y modela las materialidades de las cosas que componen los cuerpos. Dichas materialidades parecen estar siendo permanentemente reincorporadas, digeridas al interior de regímenes que tienden a obturar las posibilidades afectivas que resultan de las vibraciones materiales que existen entre los cuerpos al entrar en contacto. Dicho movimiento puede vincularse al funcionamiento de una física del horror, como diría Cavarero (2009), a saber, como una formación repulsiva que emerge frente a la amenaza, ya no de la muerte, sino de la potencial eliminación de la unicidad del cuerpo y, con ello, de su individualidad. En otras palabras, el miedo constituirá un operador negativo frente a formas del pensamiento que emergen como efecto de un contagio afectivo y de una conmoción entre coaliciones que eventualmente permitirían dar lugar a otras nuevas formas de lo posible.
De modo que el efecto del miedo, en su dimensión político-discursiva, consiste en la producción de cuerpos sobresaturados y despolitizados, racionalmente emocionalizados en torno a un principio binario de base, aislados en torno a experiencias privadas cuyo resultado estaría determinado por una gestión subjetiva en relación con los estímulos externos que se les presentan, poniéndolos frente al dilema de buscar modos de resolución prístina y homeopática de los problemas que se les presentan.12 Esto, además, presuponiendo que los objetos que impactan contienen, ellos mismos, un carácter determinable y, por ende, cuantificable y predecible respecto de sus consecuencias; ello borrando, como plantea Bennett (2010), la fuerza material vibrátil que estos contienen en tanto cosas que componen elementos de determinados paisajes.
Proponemos entonces que pervive una disyunción de base entre el miedo, como emoción o pasión racional -en el decir de Hobbes-, y los afectos entendidos como potencias de relaciones que rompen con las causas, los efectos y los fines, instalándose estos últimos alrededor de fuerzas sostenidas por procesos mutantes e inespecíficos, es decir, como expresiones que se repiten de manera singular.13
De más está decir el marco de los cuerpos emocionalmente saturados solo se hace posible en función de la existencia a priori de una subjetividad posible de ser contorneada y cartografiada en base a condiciones biopsicosociales y morales. No obstante, si consideramos que el miedo opera en concomitancia con los engranajes encargados del reconocimiento, identificación y nominación de formas legítimas de vida social -adosado a la lógica de los dispositivos de seguridad y de captura-, entonces ya no es posible proponerlo como algo que reposa dentro de una interioridad psicológica. Esto implica desplazar el foco problemático del miedo desde la concepción soberana del poder, hacia regímenes circulatorios entre marcos macro y micropolíticos sostenido alrededor de límites que se le imponen a la lógica del deseo.14 La cuestión, tal y como nos ha enseñado Rolnik (2018), sería la de intentar analizar el miedo desde la programación del inconsciente colonial capitalista que funciona como máquina de expoliación de nuevos mundos posibles. Y, en este sentido, el terror siempre funcionará -paradójicamente- como una explicación tranquilizadora de la crisis frente a la posibilidad inminente que colapse el mundo -el único posible dentro del régimen colonial-.
De igual forma, parece pertinente preguntarnos por los lazos que operan entre las formas macro y micropolíticas dentro del contexto capitalista neoliberal, visibilizando los límites que este impone en la construcción de los marcos de lo posible. Tal y como nos propone Deleuze (2005), el asunto del límite en el capitalismo remite a su condición inmanente, es decir, a la creación y ampliación de sus propios límites como condición instituyente, siendo la referencia al miedo como exterioridad una forma de sustancialización del imaginario social global; imaginario que se empeña permanentemente en conjurar la alteridad amenazante como modo de aglutinamiento de las voluntades individuales. Esto quiere decir que, aun cuando los miedos se presenten a nivel macro como reactivos a una exterioridad -individual, civil y/o político/estatal-, estos se estarían reproduciendo a escala micro como estrategias de agrupamiento de los flujos descodificados en torno a los paisajes que se representan bajo la consigna de lo público.
Es desde estas constataciones que comprendemos la axiomática capitalística como maquinaria tecno-política capaz de producir el miedo igual como produce el hambre, es decir, desde un régimen de adición-sustracción. Ello, como elemento constitutivo del paradigma de desarrollo de los flujos de capitales fijos y variables, mediados por lógicas especulativas que se encuentran afectas a las variaciones de los humores -chorreos- de los estados políticos globales, a su vez atravesados por exigencias de los capitales privados transnacionales (Deleuze, 2005).
Lo señalado se ve refrendado en la alusión que realiza Deleuze respecto de la las lógicas centradas en producir por producir, al decodificar los flujos para, eventualmente, profitar de ellos. En otras palabras, refiere a la capacidad que porta la máquina capitalista para disolver los engranajes axiomáticos y luego rearticularlos en nuevas posiciones conectivas. Dentro de este esquema, el terror emerge como la diseminación de una anímica marcada por la constante amenaza y potencial destrucción de los códigos:
El terror de una sociedad es el diluvio: el diluvio es aquello que rompe la barrera de los códigos. Si las sociedades no tienen tal temor es porque todo está codificado: la familia, la muerte (…) Se teme a los flujos descodificados, al diluvio, porque cuando los flujos pasan descodificados no se pueden operar las extracciones que los cortan (Deleuze, 2017, pp. 40-43).
Operaría en esta alusión al diluvio una suerte de régimen ominoso, tal como Deleuze constató como presente en los antiguos demonios de Edipo al emerger potencias que no respetan los códigos, impidiendo la operación de extracción ni de corte a través de ellos y haciendo pasar los flujos en estado bruto, es decir, de indistinción. Esto es lo que a juicio del filósofo francés constituye la condición contradictoria de la lógica del capitalismo, haciendo funcionar una nueva máquina que agrupa los flujos descodificados a partir de su detención y fijación: una máquina conjuntiva (Deleuze y Guattari, 2010).
Por lo tanto, a diferencia de los regímenes precapitalistas -los de la máquina imperial-, la cuestión del miedo dentro de la axiomática capitalista contemporánea no sería la de los cortes-flujo, es decir, de las formas de acción soberanas -tal y como señalaba Foucault respecto del régimen de dar la muerte-, sino que constituye las estrategias que transforman la materialidad de las cosas en objetos emocionales desafectados. Esto dispone los objetos dentro de una relación determinable, asegurando así procesos de subjetivación de los cuerpos en torno a formas de identificación fijas y estables que tienden a subordinar lo concreto a lo abstracto, produciendo los cuerpos y afectos de acuerdo a la producción de valor que determinan las patologías de la soledad (Biffo, 2007).
Por ende, a esta descripción de la axiomática habría que contraponerle la cuestión de la potencia. En otras palabras, sostenemos que el miedo reduce el pensamiento a una condición de impotencia, a un estado de parálisis del movimiento de los cuerpos producido mediante su saturación identitaria, quedando contenidos y contorneados en función de un esquema corporal-imaginario fijado a un régimen de representación y reconocimiento amparado a priori en una matriz bélica del amigo-enemigo. Es a partir de la emocionalización constitutiva del interior que opera una estrategia de intervención micropolítica cuyo resultado parece ser, precisamente, la instalación de una lógica del deseo orientada a encontrar resguardos seguros en espacios de organización privados, guiados por la necesidad de definir nombres y fronteras -tanto dentro de las formas de organización heteronormativas como de los grupos minoritarios reactivos-.
Aun así, y a pesar de lo señalado, subsiste una potencia que se torna inaprehensible para la lógica del dispositivo. Dicha potencia, murmullo intenso, remite a reverberaciones de los cuerpos que, en tanto materias -cosas no objetualizadas-, constituyen aquello que queda fuera de los límites del arte de gobernar, siendo capaces de introducir la posibilidad de resistencia a partir de la tensión de las lógicas de interconexión propuestas por las máquinas de valorización capitalistas. Sería, pues, necesario preguntarse por las resistencias frente a esta axiomática, es decir, sobre aquello que se resiste a ser cooptado y aquello que se enfrenta y que, al mismo tiempo, compone la axiomática -su revés-, dándole continuidad a la operación de sobresaturación de cuerpos que no se dejan delimitar completamente bajo la lógica axiomática; esto, ya que la reducción absoluta de la fuerza inmovilizaría el dispositivo gubernamental de los cuerpos por medio de su producción semiótico-material dentro del campo social.
He aquí la gran paradoja del dispositivo amparado bajo la égida de la axiomática capitalista: en tanto cartografía la fuerza dentro de un esquema de oposiciones, su condición de posibilidad residiría en el cálculo de la violencia que los produce, impidiendo de este modo la saturación total de los cuerpos y, por ende, su desaparición total (Guattari, 2015). Esto hace, a su vez, que quede abierto un espacio a la hecceidad, es decir, a una resistencia subversiva: “la relación del capitalismo con su propia máquina de guerra [...] una potencia de la axiomática que, sin embargo, desbordará la axiomática misma” (Deleuze, 2017, p. 389). La potencia, en este segundo nivel, remite entonces a la dimensión de aquello “que trabaja bajo las leyes, y que tal vez sea superior a las leyes” (Deleuze, 1995, p. 53). Aquello que, en su singularidad, permite proyectar la potencia del contacto sensible desde la multiplicidad.
De modo que el nivel de efectividad de la axiomática capitalista consistiría en instalar un principio del orden -una Ley-, cuyo objeto es la gestión del caos provocada por una serie de codificaciones desterritorializadas, asegurando de este modo su condición de existencia a partir de la ampliación permanente de los límites que la componen, reinscribiéndola en los cuerpos dentro de un esquema centrado en la capacidad de poner en un mismo régimen de valorización elementos heterogéneos. Provocando, tal y como señala Guattari (2013), formas de consistencia respecto de las intensidades de afectos que ponen en escena la circulación de formaciones imaginarias fijas, localizando a los actores sociales en posiciones de antagonismo y luchas por la hegemonía hermenéutica. Acciones reaccionarias que, dentro de la reglamentación topológica impuesta por la Ley de los grandes números, impiden repensar nuevas formas de intensificación a partir de la experimentación sensible, entendiendo esto como potencia de obra que vincula el pensamiento a un cuerpo abierto al devenir.15
Conclusiones provisionales
Para finalizar, nos gustaría dejar abierta una línea de abordaje crítico del miedo vinculada a la posibilidad de repensar las bases para la creación de espacios de potencia afectiva. Potencia que, tal y como hemos dicho, remite a una recomposición de los cuerpos en relación con sus potencialidades virtuales de devenir coaliciones, abriéndose así a otras esferas que permitan abrir la fábrica de mundos hacia nuevas formas centradas en el devenir. Esto implica suspender los marcos que predeterminan los modelos de orden de la experiencia, abriéndose hacia la dimensión de lo intempestivo y lo imprevisto. Experiencia devenida vivencia como aquello que surge simultáneamente desde el devenir de una comunidad que se recrea en el momento en que se define, es decir, desde marcos contingentes y situados que privilegian la potencia en tanto plasticidad. Ello implica renunciar a las respuestas proporcionadas por la máquina capitalista, a saber, aquellas que se resuelven entre la necesidad y el cumplimiento calculado de la misma alrededor de tramas de sentido o guiones estereotipados que operan fuerzas de captura sobre las vidas humanas, produciendo y conformando la subjetividad en función de la atenuación de sus intensidades de existencia. Siguiendo a Deleuze, estos guiones soslayan la materialidad sensual de la experiencia, obturando la potencia infinita de la imaginación como fuerza configuradora de eventos poéticos imprescriptibles e imprevistos para realizar una lectura sensible de la existencia. En el plano de la realidad consensual, las imágenes surgidas de la materialidad de la experiencia tenderán a ser domesticadas en y por el imaginario social, separadas e impedidas de ponerse en contacto con la situación existencial que cursan.
En otras palabras, proponemos una analítica que abra la posibilidad de afectar el pensamiento con aquello que lo torna sensible a las intensidades, a un pathos que tensione el límite en que se inscriben las lógicas identitarias que se dirimen en torno a las disputas fronterizas. Es, en cierto modo, la posibilidad de habitar el límite para crear líneas de fuga que permitan repensar las relaciones entre una micro y una macropolítica desde una perspectiva implicante. Así, nos preguntamos si no es posible plantear la posibilidad de provocación de puestas en escenas angustiosas como formas otras de pensamiento. Algo así como una tensión del límite del lenguaje que nos plantea la transgresión en Bataille, o las operaciones técnicas que implica el teatro de la crueldad artaudiano. Sería un llamado a intensificar la potencia creativa, de una acción que busca a la repetición singular como objeto -siempre móvil- de la voluntad. O bien, como señala Deleuze (2015), sacar el cuerpo del orden de la muerte para conminarlo a habitar el límite en el “se muere”.