Introducción
El caso fortuito es la categoría jurídica que, desde las fuentes romanas, recibidas en el Corpus Iuris Civilis, hasta llegar a las codificaciones decimonónicas, resultó central para tratar, describir y prescribir, entre otras cosas, sobre los efectos de los desastres relacionados con amenazas de origen natural. Por otro lado, estos acontecimientos siempre condicionaron la historia del hombre y de la sociedad: tanto en el pasado como hoy, un terremoto, una inundación, una erupción volcánica, por mencionar algunas de las manifestaciones más impactantes de la naturaleza, no interrumpía únicamente el flujo normal de la vida, su cotidianeidad, sino que extendía sus efectos a las más básicas prácticas sociales, económicas, jurídicas e institucionales.1
Por esta razón el derecho siempre consideró la ocurrencia y los efectos de los desastres un caso, es decir un objeto ordinario de estudio (D’Ors, 2013, p. 13), relevante tanto por el derecho público tanto por aquello privado. En el primero el caso fortuito se revela fundamental, por ejemplo, para analizar el contrato de concesión de obra pública, es decir el prototipo por excelencia “de relación público-privada orientada hacia el cumplimiento de una cuestión de interés público” (D’Ors, 2013, p. 13). Mientras que al referirse al segundo la centralidad de esta categoría es evidente con referencia al derecho privado, por el cual se configura como “una excusa al incumplimiento de una obligación, contractual o extracontractual. Una causal de justificación que pertenece, en términos generales, al deudor de una obligación, y que le permite eximirse del pago de la misma” (Tapia Rodríguez, 2013, p. 2).
El estudio de las recopilaciones castellanas e indiana y del Capítulo XIX de los Comentarios a las ordenanzas de minas, publicado por Francisco Xavier de Gamboa en 1761, permitirá subrayar como en el ordenamiento indiano, aún en las últimas décadas del siglo XVIII, se recurriera exclusivamente a las Siete Partidas para disciplinar el caso fortuito. Claramente, el texto que se acaba de mencionar representa solo un ejemplo entre los muchos que se pudieran elegir, dado que el recurso a las Siete Partidas para disciplinar el caso fortuito puede considerarse una constante en toda la producción jurídica castellana e indiana, publicada hasta la codificación decimonónica.2
Sin embargo, esto no significa que la elección de la obra fue a lazar: el fuerte espirito reformador que la caracterizó (Contreras, 1995-1996, p. 40 y Torales Pacheco, 2001, p. 227) la convierte en un ejemplo muy funcional a subrayar como en ámbito hispánico, por casi setecientos años, aún al momento de innovar, se recorría a las Siete Partidas para disciplinar el caso fortuito.3 Por otro lado, no habría podido ser diferente. La disciplina del caso fortuito registrada por las Partidas sacralizaba el paradigma cultural que atribuía un origen divino a las manifestaciones más aterradoras de la naturaleza: un paradigma que, por ser profesado y defendido por la Iglesia, y por conformarse plenamente con las creencias y cultura del tiempo, aún en pleno siglo XVIII, tenía gran relevancia en el proceso de creación o reforma del derecho.4
Una premisa necesaria: el caso fortuito del Corpus Iuris Civilis a las Siete Partidas
La primera definición del caso fortuito se encuentra en el Corpus Iuris Civilis. En el Código se afirma que los casos fortuitos son acontecimientos que no pueden preverse (Código, 4. 24. 6), mientras que en el Digesto se añade que para considerarse fortuitos los mismos no pueden resistirse por la fuerza del hombre y no deben ser causados por su culpa.5
Así que, por ejemplo, la ocurrencia de un caso fortuito que destruye la propiedad arrendada (terremoto, inundación, etc.), cuando el contrato no establezca diversamente, libera el arrendatario de pagar la renta al arrendador, siempre y cuando el acontecimiento haya sido imprevisible, irresistible y no imputable a su culpa. Igualmente, el prestatario no tiene que resarcir el prestador si la cosa prestada se destruyó o murió por caso fortuito, a menos que él hizo de la misma un mal uso o un utilizo distinto a lo acordado. En fin, el encargado de la custodia no está obligado a resarcir el dueño si el objeto depositado si perdiera por un caso irresistible e imprevisible, siempre que no resulte negligente en protegerla o moroso en entregarla.6
El caso fortuito se define entonces en la disciplina romana como el hecho irresistible, impredecible y en el cual el agente no tuvo ninguna culpa. Su existencia se puede determinar evaluando en que medida el agente actuó diligente y cuidadosamente para prevenir o resistir al evento, y por lo tanto para cumplir con su obligación (Tapia, 2013, p. 21). Como subraya Mauricio Tapia Rodríguez:
El estándar más elevado de cuidado es el que corresponde al patrón de “culpa levísima”, definida como aquella esmerada diligencia que un hombre juicioso emplea en la administración de sus negocios importantes. El estándar menos exigente corresponde al de la “culpa grave” o “culpa lata”, que equivale a no manejar los negocios ajenos con el cuidado que aun las personas negligentes y de poca prudencia suelen emplear en sus negocios propios. El estándar medio es el de la “culpa leve”, que es la falta de diligencia que los hombres emplean ordinariamente en sus negocios propios. Este último estándar (culpa leve) corresponde al “cuidado ordinario”, a la “diligencia ordinaria”, aplicable por regla general a toda relación jurídica y equivale al comportamiento de un “buen padre de familia” o de un “hombre razonable” (2013, pp. 21-22).
La valuación de la menor o mayor diligencia puesta por el agente en el cumplimiento de la obligación determina la existencia / ausencia / gravedad de la culpa; y sólo cuando su conducta habrá sido la de un buen padre de familia se declarará el acontecimiento fortuito,7 que por ser ajeno de la culpa o dolo llevará consigo la exención de cualquier responsabilidad.8
Después de la caída del imperio, la disciplina romana del caso fortuito fue sacada a la luz por los glosadores boloñeses (Maffei, 1957) y encontró nueva sistematización en las Siete Partidas.9 De hecho, en la obra cumbre de la producción alfonsina los casos fortuitos se configuran y tratan en conformidad a lo establecido por el derecho romano: como una excusa contractual, por ser el resultado de acontecimientos imprevisibles, irresistibles y ajenos a la culpa o dolo del agente. Lo demuestra la definición del caso fortuito contenida en la séptima partida, que, retomando la clasificación de la culpa proporcionada por los glosadores, especifica que los casos fortuitos son lo que ocurren en ausencia de dolo y culpa.
Identifica claramente los casos fortuitos con los sucesos que no se pueden prever, resistir y resultan ajenos a la responsabilidad directa del hombre.10 Como, por ejemplo, todos los fenómenos relacionados con la naturaleza (terremotos, inundaciones, sequias, tempestades, etc.), que por la cultura de la época se atribuyan a la voluntad divina y que por ende se reputaban imposibles de prever y resistir.11 Y, análogamente a lo establecido por el derecho romano, todos los negocios reglamentados por las Siete Partidas están influidos por la disciplina jurídica propia del caso fortuito, siempre y cuando al momento de la estipulación del contrato no se haya establecido diversamente o no se verifiquen determinadas condiciones (mal uso de la prenda, utilizo distinto de lo acordado, retraso el entregarla, etc.).
La autoridad de las Siete Partidas en el ordenamiento ibérico con referencia a la disciplina del caso fortuito
Las Siete Partidas tuvieron un papel imprescindible en el desarrollo del derecho castellano e indiano, ya que como demostró Bernardino Bravo Lira, este cuerpo jurídico “fue el que tuvo más larga y más amplia vigencia en América hispana: se introdujo con el derecho castellano y rigió hasta la época de la codificación” (1985, p. 43). De hecho, en los territorios americanos el derecho castellano tenía un:
campo de aplicación amplísimo, ya que el del derecho especifico de Indias era comparativamente reducido, aunque de gran significación, dado que recaía sobre las situaciones propias de América española, que no se daban o que eran diferentes a las de Castilla (Bravo, 1985, pp. 45-46).12
Y propio la larga vigencia en Castilla y Indias de las Siete Partidas, y la autoridad incuestionable de esta recopilación en la regulación de los negocios jurídicos, hizo que el legislador no sintió la necesidad de reformar o integrar la disciplina alfonsina del caso fortuito por toda la época moderna, como demuestra un detenido examen de las recopilaciones castellanas e indianas, de los Comentarios a las ordenanzas de minas (1761) y su recepción por las Reales ordenanzas para la dirección rejimen y gobierno del importante cuerpo de la Mineria de Nueva-España y de su Real Tribunal de orden de Su Majestad (1783).
El caso fortuito en las recopilaciones castellanas e indianas
En la Recopilación de las leyes destos Reynos (1581) las pocas normas que tratan del caso fortuito definen las condiciones del arrendamiento de las rentas reales, estableciendo la imposibilidad por los arrendatarios de pedir un descuento, aun por caso fortuito. Por ejemplo, en el Libro IX, Título IX (De las condiciones generales con que se arriendan las rentas reales), la Ley 2 establece que “no se pueda poner desquento por ningún caso fortuito, aunque no sea pensado ni jamas acaescido, y aunque venga por causa o hecho de los reyes” (Recopilación, 1581, pp. 252-253).13
Arrendamiento de las rentas reales deberá por tanto correr a riesgo de los arrendatarios, aunque su valor resultara disminuido por “guerras, pestilencias, o hambres, o terremotos y aguaduchos, y otros casos fortuitos, que no pudieron ser pensados, ni jamas fueron vistos ni oydos ni acaessidos” (Recopilación, 1581, pp. 252-253). Lo que se acaba de registrar por el conjunto de leyes de 1587 vale también por la Recopilación de leyes de los reinos de las Indias (1681). De hecho, además de algunas normas relativas a posibles incidentes náuticos de los navíos conformantes las flotas, en ella el caso fortuito se disciplina únicamente por dos leyes del Libro IV. La Ley XXV del Título VII (De la población de las Ciudades, Villas y Pueblos) establece una prorroga a quien no puede acabar el poblamiento dentro del término fijado por caso fortuito. La Ley IX del Título VIII (De las Ciudades, y Villas, y sus preeminencias), promulgada por Felipe III, el 14 de diciembre del 1619, tiene como objetivo prevenir los incendios en las ciudades, y fue promulgada en respuesta a las trágicas noticias llegadas del Virreinato de la Nueva España, donde el año anterior la ciudad de Veracruz había sido devorada por las llamas. La norma establece tres principios:
Primero, los “incendios por presunción legal, aunque algunas veces sean fortuitos, generalmente se hacen y causan por culpa, negligencia, y omisión de los habitadores”, y, por lo tanto, ya que no se pueden considerar culpa lata, “por no tener cuidado en lo que tanto conviene, que le haya”, será necesario ordenar que “quien dio principio el daño quede obligado al que sucediere”. Segundo. Que se encargara alguna persona, o grupo de personas, de vigilar durante la noche que ninguna casa se incendiara, “como se usa en muchas provincias y reinos”.
Tercero, “que las casas reales nunca han de estar continuas con otros edificios, sino separadas con notable distancia”, para evitar que “el daño de los terceros no redunde en nuestras casas reales, y esto se observe en las demás ciudades donde concurran las mismas razones” (Recopilación, 1681, vol. II, f. 93).
El caso fortuito en los Comentarios a las ordenanzas de minas (1761)
El examen de las dos recopilaciones demuestra como por toda la edad moderna no se sintió la necesidad de promulgar nuevas leyes para disciplinar el caso fortuito. Por otro lado, su disciplina corría por las Siete Partidas, como muy bien evidencian los Comentarios a las ordenanzas de minas, publicados por Francisco Xavier de Gamboa, en 1761. Es decir, una de las principales fuentes de las Reales ordenanzas para la dirección rejimen y gobierno del importante cuerpo de la Mineria de Nueva-España y de su Real Tribunal: la recopilación promulgada por la Corona, en 1783, para reformar el sector minero, y “que, además de integrar las reformas anteriores, trató de resolver algunos puntos críticos que afectaban a la producción minera” (Contreras, 1995-1996, p. 40 y Torales, 2001, p. 227).
Hasta entonces, en el virreinato mexicano, el importante sector estuvo regido por las leyes dictadas por Felipe II (Contreras, 1995-1996, p. 40): las Ordenanzas de 1559,14 la Pragmática de Madrid de 156315 y las Ordenanzas del Nuevo Cuaderno de 1584.16 Y propio esto último conjunto de leyes, conformado por 84 ordenanzas, “de las cuales las primeras 73 son una copia casi exacta de las incluidas en la Pragmática de Madrid”, fue el comentado por Francisco Xavier Gamboa (Contreras, 1995-1996, p. 40).
En Capítulo XIX de los Comentarios el autor trata “de los daños que deben satisfacer los dueños de las minas altas, cuyas aguas inundan a las más bajas” (Gamboa, 1761, p. 347). Un asunto que por entonces estaba reglamentado por la Ordenanza XL, promulgada en 1584, que establecía:
Podría acaecer que algunas Minas, de las aguas que corren de la Minas vecinas, y comarcanas, que no están tan hondas como ellas, se aguassen, de cuya causa la labor, y beneficio de las tales Minas mas hondas paresse, y los dueños dellas por esta razón recibiesen daño: Mandamos al nuestro Administrador General, y al del Partido, y a cada uno, y qualquier dellos, que tengan especial cuidado de visitar las dichas Minas, y de dar orden como todas anden limpias, y desagudas, y se labren, y beneficien; y si alguna Mina recibiere daño de las aguas de otra, o de otras, el dicho nuestro Administrador General, o el del Partido, pidiéndolo la Parte, lo vea, y haga que dos personas nombradas por las Partes, y juramentadas en su presencia, y con su paracer, véan, y averiguen el daño, y la costa que la tal mina terna de limpiarse, y desaguarse: y lo que se averiguare, la Justicia de Minas lo mande pagar: de manera, que el daño cesse para se poder labrar, y beneficiar, y se desagravie a la persona que lo recibió (Gamboa, 1761, p. 347).
Por Francisco Xavier Gamboa la norma tiene que modificarse, por dictar que “se tasse y pague el desague de la inundación causada en la mina más honda, por las aguas, que corren de las minas vecina, que no están tan hondas como ella, perpetua servidumbre de los predios inferiores recibir las aguas, que corren naturalmente de los superiores, obligarse a nadie a rembolsar lo daños cuando la caída de las aguas pase por causas naturales, ya que esto se justificaría únicamente en caso de un accidente provocado por operación e industria del hombre” (Gamboa, 1761, pp. 348-349).
Gamboa sugiere por lo tanto reformar la ordenanza según lo establecido por la ley 14 del Título 32 de la Partida III. Es decir, considerando durante la redacción del nuevo texto que “maguer corra el agua de la heredad, que está más alta en la que está mas baxa, o desciendan piedras, o tierra por movimiento de las aguas, o en otra manera, que no sea fecho maliciosamente por mano de omes, o fagan o daño, no es culpado aquel cuya es la heredad, que está mas alta, nin tenudo de lo pechar” (Gamboa, 1761, p. 349).
De hecho, continua el autor para justificar su razonamiento, la Ordenanza XL no refiriéndose explícitamente a “los desagües por máquinas”, sino mencionando genéricas “aguas subterráneas” (Gamboa, 1761, p. 349), resulta en contrasto con la doctrina expresada por las Partidas, que establecía no poderse obligar a nadie a pechar los daños causados por la naturaleza.17 Un error de redacción, que, siempre según el autor de los Comentarios, podía explicarse considerando que la Ordenanza XL se había escrito a partir del De re metallica de Georgius Agricola,18 que, ocupándose de la manutención de las minas, no hacía la necesaria diferencia entre daños causados por caso fortuito y daños imputables a culpa manifiesta (o negligencia).19
No refiriéndose explícitamente a las “aguas arrojadas por las máquinas, sino de las que corren por venas y canales subterráneas”, la norma perdía toda su eficacia, ya que “no habiendo culpa en que las aguas corran naturalmente de alto a baxo, tampoco puede aver pena de perdimiento de mina, ni la de pagar el dasague, para que cesse el daño, y se desagravie el que lo recibió, como manda nuestra ordenanza” (Gamboa, 1761, p. 349).
En otras palabras, fundando su razonamiento en las Partidas, Gamboa propone redactar nuevamente la Ordenanza XL, teniendo en consideración que nunca el legislador, al momento de ordenar que los dueños de las minas más alta rembolsaran los de las más bajas, quiso referirse a los daños provocados por las aguas movidas por la naturaleza, “de alto a baxo, ni menos de aquellas que, sin culpa del hombre, vierten las nieves, los veneros, y lluvias; porque esto es inevitable”; ya que las Partidas al respeto eran muy claras y por lo tanto no había ninguna duda que el legislador siempre y solo quiso referirse a “aquellas aguas que se dexan pozar sin agotarlas, como es obligado el dueño” (Gamboa, 1761, p. 349).
Y para el discurso que se está llevando a cabo, resulta muy interesante observar que la reforma propuesta por Gamboa encontró total aceptación en las Reales ordenanzas para la dirección rejimen y gobierno del importante cuerpo de la Mineria de Nueva-España y de su Real Tribunal de orden de Su Majestad (Reales ordenanzas, 1783), promulgadas por la Corona en 1783. De hecho, el nuevo cuerpo de leyes, llamado a reformar el sector clave de la minería novohispana, segundo los más modernos estándares de la época, estableció que:
si el dueño de alguna mina cuya labores esten mas bajas que las de sus vecinos, ya sea por su situación o por su mayor progreso, fuere gravado en los costos de su desague por no mantenerlo aquello, o por no mantener todo el que demandan las minas superiores, y comunicarse las aguas de unas a otras, ordeno y mando que los dueños de las minas más altas mantengan todo el desague que ellas necesitaren, o, en su defecto, paguen respectivamente a los dueños de las minas mas bajas en plata o reales efectivo, el perjuicio que les hicieren. (Reales ordenanzas, 1783, p. 58)
Conclusión
El estudio llevado a cabo demuestra muy claramente la imprescindible importancia que las Siete Partidas tuvieron por toda la época moderna en la disciplina del caso fortuito. De hecho, las recopilaciones castellanas e indianas analizadas casi no se ocupan de reglamentar esta categoría; los Comentarios de Gamboa se apelan a la autoridad de las Siete Partidas al momento de disciplinar el caso fortuito; y, en total conformidad con lo establecido por el texto alfonsino, el Capítulo XIX de las Nuevas Ordenanzas de minería, a diferencia de la antigua Ordenanza XL de las Ordenanzas del Nuevo Cuaderno (1584), duramente contestada por Gamboa, establece que los dueños de las minas más altas deberán reembolsar a los de las más bajas únicamente los daños provocados por falta de manutención, negligencia o culpa.
La nueva norma reafirma y restablece, entonces, la impostación jurídica alfonsina, según la cual tienen que resarcirse solo los daños causados por culpa o negligencia y no los que se originan por eventos relacionados con acontecimientos naturales, que, es el caso de recordarlo, aún en el siglo XVIII se solían considerar fortuitos por ser atribuidos directamente a la voluntad divina, y, por lo tanto, imposibles de prever y resistir.