Psicoanálisis, palabra y política
La relación del psicoanálisis con la política se ha considerado ya desde los más diversos ángulos. Al menos a primera vista, pareciera que esta relación tan sólo fue planteada por Sigmund Freud en un sentido unilateral, el de la aplicación de las categorías psicoanalíticas a la política para desentrañar sus móviles más profundos en la subjetividad humana. Sin embargo, como se ha mostrado ya en múltiples ocasiones y como habremos de confirmarlo aquí, Freud no sólo incursiona en la esfera de la política a través de un psicoanálisis aplicado, sino que toda su elaboración de la clínica psicoanalítica y de su teoría metapsicológica está atravesada por el aspecto político.
De los discípulos y seguidores de Freud, quienes más explicitaron y enfatizaron el aspecto político de la clínica psicoanalítica fueron los freudomarxistas, entre ellos particularmente Siegfried Bernfeld (1972), Wilhelm Reich (1989) y Otto Fenichel (1972). Estos psicoanalistas radicales destacaron la potencialidad liberadora del psicoanálisis que será posteriormente puesta de relieve por otros autores de la izquierda freudiana en sus diversas tradiciones (Caruso, 1980; Dahmer, 1983; Langer, 1989). En la mayoría de los casos, la clínica será vista globalmente ya sea como preparación para la práctica política o bien como su complemento, su prolongación o su reflexión (Pavón-Cuéllar, 2017).
Habrá que esperar las elaboraciones teóricas del psicoanalista francés Jacques Lacan para que la consideración del elemento político de la clínica psicoanalítica se recentre en el discurso, el significante, el lenguaje y la palabra (Lacan, 1999a, 1991). Este recentramiento ha guiado la mayor parte de las aproximaciones lacanianas a la relación del psicoanálisis con la política, tanto en general (Stavrakakis, 2002; Tomšic y Zevnik, 2015) como específicamente en el ámbito clínico (Parker, 2011; Gallo, 2019). El mismo recentramiento se observa en la propuesta metodológica del análisis lacaniano de discurso (Parker y Pavón-Cuéllar, 2013), así como en las hipótesis políticas del marxismo lacaniano (Pavón-Cuéllar, 2014) y de la izquierda lacaniana, tanto europea (Stavrakakis, 2007) como latinoamericana (Alemán, 2013). Es así como se ha ido abriendo y ampliando un campo de trabajo sobre la cuestión, un campo con una perspectiva común y con una terminología compartida, en el que se inserta el presente artículo, el cual, entroncándose con una reflexión ya empezada en el mismo campo (Pommier, 1987), vuelve su atención a la obra de Freud para interrogarla en ese plano de la palabra que se ha vuelto fundamental para nosotros.
Declaraciones y síntomas parlantes en el drama histérico
El padecer histérico, tal como se concibe en la clínica de Freud, se sustenta en la experiencia de lo indecible. Esta experiencia no se reduce a las vivencias reales, sino que incluye representaciones y fantasías. Lo que así resiste a la verbalización plantea dificultades que están en el origen de la definición de una política de la palabra en el psicoanálisis.
Ya desde el caso Anna O., la ruta de la cura catártica tropezó con obstáculos que fueron motivo de conversación entre Freud y su amigo Josef Breuer. Ante la presencia de alguien como Breuer, dispuesto a admitir la confiabilidad de los relatos de su paciente, lo atascado en la inmovilidad psíquica conseguía liberarse mediante la célebre talking cure que hacía posible “apalabrar” situaciones de terror e indignación (Breuer y Freud, 1998, p. 58). La palabra se revelaba entonces como curadora por ser liberadora para quien la enunciaba.
En el caso Emmy, Freud intentó alcanzar la palabra liberadora con el auxilio de la sugestión hipnótica, pero la paciente le demostró muy pronto que no requería de la hipnosis para hablar, evocar su pasado y explicar lo que sentía. Emmy se bastó a sí misma, en un momento en que no estaba hipnotizada, para enunciar las “razones de su desazón” y narrar sus “reminiscencias patógenas” en una charla “en apariencia laxa y guiada por el azar” (Breuer y Freud, 1998, p. 78). Fue así como se puso en evidencia que podía prescindirse de intervenciones directivas o sugestivas para liberarse a través de la palabra. Con todo, sabiendo que había todavía algo indecible que respondía a boquetes en la memoria, Freud se obstinó en ejercer su poder a través de la hipnosis, instando a que no quedara nada sin decirse. Emmy, alentada a recordar y hablar, escenificó la contradicción entre su ánimo “humilde y dócil” para complacer el deseo del terapeuta y la “plena rebeldía” ante el poder que sugestiona y dirige (Breuer y Freud, 1998, p. 101). Su caso anticipó que no es el poder, sino el deseo, el que debe guiar la palabra en la clínica psicoanalítica.
En el caso Katharina, renunciando a cierto ejercicio de poder, Freud ensayó la técnica de libre ocurrencia de la palabra. Entendió que sólo por esa vía se comprenderían unos síntomas en los que se configuraba “una escritura figural” que debía descifrarse (Breuer y Freud, 1998, p. 144). Condicionando la curación, la comprensión exigía liberar la palabra liberadora.
La liberación de la palabra puso de manifiesto su aspecto intrínsecamente problemático, en el caso de Elisabeth von R., cuando Freud vislumbró una suerte de rotura en la secuencia urdida por las palabras que eslabonaban las causas entre las diversas representaciones. Esta secuencia incluía intervalos vacíos, silencios, designios inconfesables que dejaban un rescoldo de sufrimiento subjetivo. El dolor aparecía en el curso de la conversación y funcionaba como guía en el entendimiento de los recuerdos causales: “Este dolor despertado subsistía mientras el recuerdo gobernaba a la enferma, alcanzaba su apogeo cuando estaba en vías de declarar (aussprechen) lo esencial y decisivo de su comunicación, y desaparecía con las últimas palabras que pronunciaba” (Breuer y Freud, 1998, p. 163). Este verbo “aussprechen”, traducido por “declarar”, tiene un alcance político en la medida en que el sujeto hace manifiesto, hace oficio de alteridad, pasando al dominio público algo que así habrá ocurrido no sólo consigo mismo, sino en relación con los demás. Lo declarado lo es porque tiene relevancia no sólo para quien lo declara, sino para otros. Ante ellos, implica un posicionamiento social, ético y subjetivo.
De lo que se trata, en el caso de Elizabeth, es de hacer hablar la historia, ya que Freud entiende que detrás del padecer histérico hay una historia enmudecida. Esta historia es la que le duele a Elizabeth en sus piernas. La palabra procede aquí a historizar, a repasar la historia, donde se inscribe la textura causal del síntoma. El propósito puede ser, por ejemplo, resignificar un trauma al insertarlo en las fantasías que se entretejen en la trama del deseo, lo que se consigue al reconstruir, al descomponer y recomponer, la historia de un sujeto. Elizabeth le enseña a Freud lo que nosotros aprendemos de él: que las palabras no son liberadoras únicamente por ser un instrumento catártico para producir esas conmociones purificadoras que Aristóteles (1983) identificaba en la tragedia, sino que también logran liberarnos al modular, procesar y reescribir historias que pueden vivirse de maneras diferentes.
Las palabras nos liberan al efectuar ciertas conexiones entre los recuerdos, haciendo que un recuerdo se asocie de cierto modo con otro y con otro más, cambiando sus asociaciones a través de su concatenación lógica y su estratificación concéntrica en una “disposición cronológicamente lineal” [lineare chronologische Anordnung] (Freud, 1999a, p. 292). Ensanchando el campo de la memoria, las palabras elaboran los recuerdos a través de lo que Freud llamó “Durcharbeitung” (1999a, p. 295). Este concepto alemán, que se ha traducido en español con el neologismo “perlaboración” (añadiendo a “elaboración” el prefijo “per” que significa etimológicamente “a fondo” o “a través de”), fue utilizado por Freud para describir un arduo trabajo de elaboración a fondo. Los recuerdos se perlaboran cuando se elaboran a fondo, uno por uno, en su filtración hasta la conciencia.
Haciendo conscientes los recuerdos, la palabra es liberadora para la memoria. Esta liberación exige un trabajo, el duro trabajo de rememorar, de perlaborar, de abrirse paso hasta los recuerdos o de abrirles paso hasta uno. Como lo describe de modo puntual Jacques Sédat
es a través de este lento trabajo de rememoración que el paciente se abre poco a poco un camino: él ‘se abre’ su camino (en el sentido figurado del verbo alemán durcharbeiten). El verbo durcharbeiten, muy usado en alemán, significa en efecto ‘trabajar sin detenerse’, ‘trabajar mucho’. Pero igualmente es empleado en el sentido figurado: ‘abrirse paso, un camino’ (2019, p. 38).
El camino en el que piensa Freud se abre siempre a través de las palabras, pero parte de las imágenes. Atendiendo a la primacía de lo visual imaginario en sus pacientes histéricas, Freud considera que el hecho de que las imágenes acuciantes y angustiantes se traspongan en palabras posibilita su desmontaje liberador. También los síntomas toman la palabra en algún momento de la experiencia terapéutica y responden a la indagación del material mnémico traumático. Cuando algo en este material está por decirse, por ser declarado, es el síntoma el que se abre paso al “contarse” o “entrar en cuenta” [mitsprechen] (Freud, 1999a, p. 301).
El síntoma cuenta en el relato, participa en él, porque el sujeto dispone de su expresividad sintomática para declarar o pronunciar lo que no puede articular de otro modo. “Contar con el síntoma”, en el ámbito lexical del castellano, supone una constante disposición del síntoma a estar presente, acompañar y apoyar, como en el poema de Mario Benedetti Hagamos un trato: “Compañera / usted sabe / puede contar / conmigo / no hasta dos / o hasta diez / sino contar / conmigo”. En el caso preciso del síntoma, se cuenta con él como un material significante, como un recurso de apoyo disponible para forjar un relato y para tomar la palabra o para sustituirla cuando ella no puede expresarse. Freud reconoce esta función sustitutiva del síntoma que ocupa el lugar de “una acción psíquica (aquí, la de declarar)” (Freud, 1999a, p. 301).
El síntoma es la declaración que se abre paso ahí donde la palabra no puede hacerlo frente la resistencia final o definitiva a la rememoración. En este punto, como lo observa Lacan, la experiencia sintomática de “los dolores que reaparecen y se acentúan, que se hacen más o menos intolerables durante la propia sesión, forman parte del discurso del sujeto” (1999b, p. 334). Podemos sostener, entonces, que la trama discursiva no sólo está compuesta de lo que se dice con la palabra, sino también de lo que se sabe sin saberse, de lo que sólo puede llegar a decirse con esa otra palabra del síntoma. Esto, con su incidencia patógena, puede ser un recuerdo, una fantasía o algo más en lo que se involucre un deseo.
En cualquier caso, en la ética de la cura que Freud está introduciendo, lo indecible del síntoma es algo que adquiere el derecho de volverse público al declararse, proclamarse, liberarse con la palabra. Esta liberación es política por trascender lo privado, por interpelar e involucrar al otro, pero también, como hemos visto, por desafiar el poder al hacer valer un deseo. Así, desde un principio, la palabra y su política resultan indisociables de la ética del psicoanálisis.
La palabra como apertura de conciencia
En La interpretación de los sueños, Freud (2006a) precisa la función política de la palabra que modula interiormente la relación entre los pensamientos latentes y el contenido manifiesto, declarado, declaradamente manifiesto. La palabra cincela estos pensamientos en su traslado, no sin ajustes de condensación y desplazamiento, hacia imágenes manifiestamente conscientes. El resultado es el despliegue imaginario producido por el trabajo onírico junto con la elaboración secundaria y la consideración por la figurabilidad. La labor interpretativa sigue el curso opuesto al tratar de poner en palabras, declarando las imágenes del sueño, para develar la secuencia de los pensamientos latentes. La palabra interviene, pues, tanto en la interpretación como en la producción del sueño. En ambos casos, la palabra desempeña una función política al hacer público lo privado, lo reprimido, lo censurado, lo que le exige lidiar en todo momento con la censura.
En un texto compuesto en tercera persona, Freud señala cómo “ha creado un arte de interpretación destinado, por así decir, a extraer del mineral en bruto de las ocurrencias no deliberadas el contenido metálico de pensamientos reprimidos” (2006b, p. 239). Es un trabajo de extracción de lo que el sujeto no sabe, de lo inconsciente, mediante “las asociaciones superficiales” de la palabra (Freud, 2006a, p. 525). Por eso lo que verdaderamente cuenta es cómo se cuenta el sueño mediante la regla de renunciar a la reflexión, a “las representaciones-meta”, para que las representaciones sofocadas tomen el “gobierno” del discurrir asociativo (Freud, 2006a, p. 525). Es así como se abre espacio a una paradójica política del trabajo analítico donde se da el poder a lo que dista más del poder, a lo aparentemente libre, sin meta ni propósito, “disparatado” (Freud, 2006b, p. 239). Es eso, vinculado con el deseo, lo que debe dirigir el proceso por el que la palabra entresaca la verdad de lo reprimido.
La palabra no sólo hace consciente lo inconsciente, sino que es aquello de lo que está hecho el inconsciente mismo. El inconsciente es lenguaje y es por esto que Freud concibe el proceso interpretativo como una “traducción” (Freud, 2006c, p. 255). Hay un discurso inconsciente que debe ser traducido, pero no al significarlo, sino al revelarlo a través de una extracción, “per via di levare”, como en el arte de la escultura que extrae la estatua de la piedra, que no impone material alguno, como sí lo hace la pintura. De ahí que Freud insista en hacer prevalecer las asociaciones superficiales sin sentido ni meta ni propósito. De lo que se trata, en la propuesta política de la cura analítica, es de anular el poder al dárselo a una palabra libre que es la única capaz de ser liberadora, de liberar al sujeto, de vencer la represión al decir lo que el síntoma tiene que decir.
Aquello a lo que aspira la liberación en psicoanálisis es una libertad de palabra que no corresponde exactamente a cualquier libertad en acto. Una y otra pueden contraponerse, como en el amor de transferencia que Freud (2006d) compara con el sueño, pues el paciente enamorado, al igual que el soñador, “atribuye condición presente y realidad objetiva a los resultados del despertar de sus mociones inconscientes; quiere actuar [agieren] sus pasiones sin atender a la situación objetiva (real)”, mientras que el psicoanalista “quiere constreñir a insertar esas mociones de sentimiento en la trama del tratamiento y en la de su biografía, subordinarlas al abordaje cognitivo y discernirlas por su valor psíquico”, dándose entonces una “lucha entre médico y paciente, entre intelecto y vida pulsional, entre discernir y querer actuar” (Freud, 2006d, p. 104).
Es una lucha política muy semejante al “conflicto interior del alma” que se da entre lo intelectivo y lo apetitivo en La República de Platón (2000, p. 237). Los deseos ejercen aquí toda su violencia contra la razón que es la que debe mandar y lograr lo que Platón describe como la condición de “dueño de sí mismo” (2000, p. 221). Sin embargo, para no desfallecer ante los deseos, la razón debe darles voz. Debe hablar también por ellos, permitiendo que tomen la palabra, que se declaren desde la misma sinrazón, desde la falta de sentido, lo que se consigue a través de una perlaboración como aquella por la que se elaboraban también a fondo los recuerdos. Hay aquí, en la perlaboración de los deseos y de los recuerdos, una subversión política del psicoanálisis: dar voz a lo censurado, a lo habitualmente reprimido por la razón, para que deje de amenazar a la razón, para que ya no haya razón para censurarlo.
Al superar la censura, la perlaboración freudiana tiene otro alcance político más radical, el de hacer al sujeto asumir sus palabras, así como sus recuerdos, su pasado, su trayectoria y el deseo que la guía. Jacques Sédat observa al respecto que la perlaboración le permite al analizante “reapropiarse su propia historia, pensarla y reelaborarla, sin tener que atribuir sus propios pensamientos al analista, y sin estar bajo la influencia de las palabras del otro”, saliendo así de una “lógica de imputación” para entrar en una “lógica de implicación” (Sédat, 2019, p. 38). Al implicarse en su palabra y al asumir sus implicaciones, el sujeto advierte las posibilidades y límites de la misma palabra. Se percata de que la palabra puede transformar, a través de la perlaboración, la materia prima de las aspiraciones y de los acontecimientos, de los deseos y de los recuerdos. Como bien lo nota Lacan (2006), lo vivido y lo sentido puede ser perlaborado por consistir en lo “dicho” (2006, p. 87-90). Su perlaboración puede servir así para liberarse de ciertas opresiones del pasado y fatalismos del futuro, pero también para no dejarse someter por las palabras del otro, desconociendo la implicación de uno, a través de lógicas de imputación, de poder, del otro.
Para dejar de imputar al otro aquello en lo que uno está implicado, hay que empezar por hablarlo sin imponerle deliberadamente una racionalidad ajena que la gobierne. Entrar así en la sinrazón del hablar, dejando que se pronuncie la palabra carente de meta racional, permite abrir el pensamiento y reconocerse como un sujeto implicado en él a través de la acción responsable de asumir los propios deseos y recuerdos al elaborarlos a fondo en la perlaboración. Hay aquí una propuesta de hacer consciente lo inconsciente que Freud fundamentó con su teoría metapsicológica.
Excluyendo la unidad y la continuidad en el procesamiento de las representaciones, la metapsicología freudiana supone rupturas en el psiquismo (ver Freud, 2006e). Hay censuras entre los sistemas inconsciente, preconsciente y consciente. Hay brechas que suponen cortes en la transmisión. Hay representaciones-cosa inconscientes que pugnan por acceder a la consciencia y que no lo consiguen por sí mismas porque tropiezan con la represión y sus contrainvestiduras. Las representaciones-cosa deben articularse con las representaciones-palabra y valerse de su sobreinvestidura para abrirse paso, ingresar a la consciencia y hacerse reconocer. Se trata de que el sujeto se concientice de las ideas reprimidas y los afectos sofocados, que verbalice estas ideas y estos afectos, que se declare al respecto.
El trayecto hacia la concientización y el reconocimiento pasa por la palabra que pronuncia deseos inconciliables, pero que no deja de enfrentarse con la censura, con la represión que recuerda irresistiblemente el ejercicio político de un Estado que intenta suprimir todo aquello que se opone a su dominio y su control extensivo. El inconsciente parece corresponder aquí a un territorio separado, independiente y difícil de influenciar. Sin embargo, para Freud (2006e), la “cura analítica” busca precisamente una “influencia” consciente en el inconsciente, la cual, aunque “ardua”, no sería “imposible” (2006e, p. 191). Esta influencia, tal como la concibe el mismo Freud, pasa por la mediación de las palabras, de las representaciones-palabra con su particular sobreinvestidura. El proceso es arduo porque trabaja con palabras-ocurrencias, con decires disparatados, que Freud cataloga como retoños de lo reprimido, y que deben ser traducidos e interpretados para descifrar y esclarecer otros retoños de lo reprimido: los síntomas y las fantasías. En esta figuración metapsicológica de la práctica psicoanalítica, la represión vuelve a delatar su estatuto de ejercicio de poder político, en tanto consiste e insiste en que no haya posibilidad de pronunciarse, de poner en palabras aquello en lo que se cuestionan sus modos intransigentes de operar.
Mientras que la palabra del analizante resulta potencialmente subversiva y por eso mismo siempre susceptible de censura, la palabra del analista puede tener efectos de sugestión y ejercer así un poder opresivo sobre el otro, un influjo que puede comprometer el papel de la transferencia en el proceso analítico. No deja de ocurrir, en efecto, que el analista sea puesto en el lugar de Yo-Ideal, en posición de supremacía narcisista, y que su palabra tenga una influencia poderosa como la de un líder sobre la masa. Esta influencia fue dilucidada por Freud (2006f) al retomar las ideas de Gustave Le Bon y al señalar el influjo mágico de las palabras que pueden incitar en las masas lo mismo apaciguamiento y tranquilidad que “las más temibles tormentas” (2006f, p. 76). Aunque prometan lo contrario, las palabras no tienen aquí un efecto político liberador, sino que seducen, atrapan, cautivan, manipulan y esclavizan.
Los efectos políticos de las palabras, como hemos podido apreciarlo, no sólo se bifurcan en Freud entre la vía opresiva y la subversiva o liberadora, sino también entre la violencia y la pacificación, entre la tormenta y el apaciguamiento, entre el daño y la reparación. Estos efectos opuestos, discernidos y comparados tardíamente por el mismo Freud (2006g), han sido considerados recientemente por Daniel Sibony (1998) al distinguir tres dimensiones de la palabra que tienen claras implicaciones políticas.
En la primera dimensión, a falta de una palabra apaciguadora, se desencadena un acto violento que ocupa el puesto vacante dejado por un pacto, un acuerdo, un entendimiento por la palabra. En la segunda dimensión, la palabra puede encender pasiones, perpetrar violencias y tener ella misma un papel devastador en relación con el orden simbólico y los lazos de solidaridad y compromiso colectivo. En la tercera dimensión, la palabra realiza su potencia reparadora con respecto a sus propios efectos e intenta recomponer las cosas, lo que podría apreciarse, por ejemplo, en la praxis analítica en la que se elaboran las consecuencias avasalladoras, en pasión y en acto, de la misma palabra.
Así como la palabra descompone y desajusta, del mismo modo se empeña en recomponer y arreglar sus desbarajustes. Este doble proceso de la palabra no sólo opera en la clínica psicoanalítica, sino en las más diversas situaciones sociales. También marca el ritmo de una vida política jaloneada por la alternancia de proyectos opuestos y por los vaivenes de legislaciones y reformas que oscilan entre la violencia y la reparación, entre la dictadura y la democratización, entre la guerra y la reconciliación.
Suspenso de la palabra
Los efectos devastadores y mortíferos de la palabra vacante, de lo mudo, son abordados por Eduardo Galeano (2009) a través de un texto en cuya matriz discursiva, como dirían Davoine y Gaudillière, podríamos “aprender a ser psicoanalistas” (2011, p. 302). Se trata de la microhistoria de Ana Fellini. Nos muestra que el silencio puede ser atroz, que las palabras calladas, los gritos ahogados, pueden anudarse en el cuerpo o hacer del cuerpo doliente un terrible nudo. Siendo muy pequeña, Ana escucha que sus padres murieron en un accidente de avión, pero después, a los once años de edad, alguien le revela que esa historia no era cierta, ya que sus padres habían muerto combatiendo contra la dictadura militar en Argentina. Ana se encuentra engañada, pero no dice nada, no pregunta ni inquiere nada. Entonces, a los 17 años, se le dificulta no sólo hablar, sino también besar. Eros vinculante no habita su boca ni su palabra. Se le va formando una llaga en la lengua y a los 18 años ya no puede ni siquiera comer. Es como si la llaga de mutismo fuera cavando una tumba en su boca, tal vez una tumba para sus padres asesinados, quizás para alojar la propia muerte de Ana como sujeto. Aunque a los 19 años la operan, Ana muere al año siguiente de cáncer en la boca. Los abuelos arguyen que la verdad fue el factor mortífero, pero la bruja del barrio dice que fue el hecho de no gritar.
La llaga mortal de Ana es como la presencia de un dolor petrificado. Se encuentra, como lo indica Lacan al aludir precisamente al cáncer, “en el límite en que el ser no tiene posibilidad de moverse” (1990b, p. 76). No es posible que la lengua de Ana se mueva para hablar. Hay aquí una cancelación de lo simbólico de la palabra, una supresión de la subjetividad misma implicada en la palabra, que se plasma en la más terrible encarnación de lo real. Ana contuvo, ahogó su grito, y se inmovilizó en ese dolor que se sitúa entre lo aferente y lo eferente de la sensorialidad humana.
Si Ana permanece callada y no grita, es porque siente un dolor tan grande, tan paralizante, que ya no permite ni siquiera el movimiento mínimo de un grito. Hay que subrayar esto porque es muy poco, demasiado poco, lo que la boca necesita moverse para gritar. El grito, como bien lo ha notado Lacan, es “el borde más extremo, más reducido, de la participación motora de la boca en la palabra” (1990a, p. 202). Es como una significación elemental que se abre paso de modo abrupto por sí misma, sin representación alguna, sin elaboración o interpretación, prácticamente sin lenguaje, sin palabra.
Entre la palabra y el grito, está la palabra que se grita. Es el caso, en la esfera política, de la toma de la palabra como acontecimiento a través de las consignas que se gritan en las protestas colectivas por atropellos o en las movilizaciones sociales para la reivindicación de algún derecho. Aquí se grita con el grupo. Es también declaración para enunciar y denunciar condiciones históricas de opresión u omisión. Es como el grito histérico del cuerpo del sujeto. Es grito histórico del cuerpo social. Es quizás el ejemplo más claro de la toma de palabra, la cual, como lo señala Lacan, viene a ser “lo más arduo que puede proponérsele a un hombre, y a lo que su ser en el mundo no lo enfrenta tan a menudo” (1990a, p. 360).
Tomar la palabra exige dejar de seguir lo que dice otro, dejar de mimetizar su discurso, para darle un lugar a la palabra propia, expresando su verdad, aun en el extremo, en el límite de gritarla. El grito en estas condiciones, como puede apreciarse en el grito colectivo de reivindicación o de protesta, es declaración hecha grupo ante el poder violento y silencioso del Otro que se pretende absoluto. Hay aquí un movimiento de alteridad, de proximidad y enlace con los otros, que rompe el silencio, el pacto de silencio, del consenso mediático, del pensamiento único, de las complicidades y las complacencias políticas.
Romper el silencio al tomar la palabra es un acto político particularmente urgente ante lo inconcebible e inadmisible en el plano simbólico. Es lo que nos enseña otra microhistoria de Galeano en la que un programa de radio llamado “La bruja mensajera”, transmitido por la madrugada en Nicaragua, denuncia los actos de violencia contra las mujeres en espacios designados por nombres que empiezan por la ominosa inicial c, como la casa, la cama y la calle. En estos espacios a los que podríamos agregar el cuerpo, las violencias íntimas permanecerían ocultas, desprovistas de palabra, si el programa radiofónico no las declarara, haciéndolas públicas al entrevistar en el aire a las mujeres. Como el mismo Galeano lo expresa hermosamente, la bruja “va de casa en casa, a vuelo de escoba; y en las madrugadas acaricia su bola de cristal y ante el micrófono adivina secretos”, para luego denunciar a los hombres “con nombre y apellido cuando violan o golpean a las mujeres” (2009, p. 324). La bruja mensajera se arriesga para serlo, para ofrecer mensajes, poner palabras, declarar lo que no se dice, pronunciar denuncias que los policías reciben, pero no atienden, porque las palabras de las mujeres, lo mismo que sus vidas y sus cuerpos, no les merecen ni estima ni respeto. Rompiendo el silencio de los cómplices, la bruja pone en evidencia que tomar la palabra es posición de sujeto ante el sufrimiento propio y el del otro, posición a favor de la verdad y contra cualquier encubrimiento, contra cualquier silenciamiento, contra cualquier tipo de complacencia con el sufrimiento.
La figura de las brujas no sólo se vincula históricamente con las mujeres que luchan por su libertad de vida y de palabra (Federici, 2010), sino también con las histéricas de las que Freud aprendió tanto en los orígenes del psicoanálisis (Dunglas, 1976). La histeria y la brujería coinciden en su discurso crítico y subversivo (Hernández, 2019). Su razón es histórica y política. Su revuelta es contra la represión, contra la misma represión de la que se ocupó Freud, la que busca silenciar la palabra que amenaza con decantar y cantar la verdad. Esta represión, que enmudecía a las mujeres de los tiempos de Freud, fue puesta en escena por la afonía de Dora. Lo que Dora y otras mujeres debían callar, por ser motivo de suspicacia y desprecio, tan sólo podía expresarse con el cuerpo.
Hannah S. Decker nos ha mostrado cómo la condición de ostensible sumisión de las mujeres en la Viena del siglo XIX se asociaba con una elevada incidencia de cuadros histéricos y particularmente del síntoma de “parálisis de las cuerdas vocales” (1999, p. 148). Esta parálisis es una denuncia política, la única posible, de la verdad del silenciamiento de la mujer, de su represión por una tiranía patriarcal inseparable de la instancia reguladora de la relación con lo que debe ser inconsciente. Desde luego que la represión está siempre ahí, aun en ausencia de poderes tiránicos visibles, porque nadie tiene un dominio absoluto de su vida y porque la palabra nunca es completamente suficiente para declarar el deseo y el sufrimiento. Sin embargo, como diría Herbert Marcuse, puede haber una “represión excedente” provocada por cierta “dominación social” (1983, p. 48). Es el caso de la represión a la que se refiere Decker, la cual, fundada en la dominación patriarcal de los tiempos de Freud, tan sólo pudo enmudecer a Dora, pero no a su hermano, el famoso marxista Otto Bauer, quien fue un luchador socialista y así consiguió desafiar al padre de ambos, Philipp, elocuente ejemplo de “paterfamilias en una sociedad patriarcal y autoritaria” (Decker, 1999, p. 91).
Otto Bauer puede apalabrar la dimensión política subversiva que permanece relativamente silenciada en la histeria de su hermana Ida, Ida Bauer, la identificada como Dora en el caso de Freud. Quizás el silencio de Ida sea también imputable al mismo Freud, quien sin duda libera la palabra de las histéricas y nos descubre lo que le descubren, pero sin dejar de mantener un cierto silenciamiento de lo propiamente político. Este silenciamiento podría explicarse por la profunda aversión de Freud hacia la política. Es una aversión que el mismo Freud no disimula y que se manifiesta de manera clara en una carta de 1915 que le envía a Lou-Andreas Salome y en la que se pregunta si en el futuro, después de la Primera Guerra Mundial, volverán a reunirse él y sus discípulos, “componentes de una comunidad apolítica”, o si “resultará que la política los ha corrompido” (Freud, 1984, p. 277). La política es así corruptora para Freud, quizás porque la ve, según lo que ha observado Gérard Pommier como un “lugar de discurso” que es lugar de “poder y ambición”, independientemente de quien lo ocupe (1987, p. 121).
Freud no se equivoca al asimilar el poder y la ambición a la política, pero no ve que por eso mismo la única resistencia posible contra el poder y la ambición tiene también un carácter político. De ahí que tampoco vea el carácter político de muchos de los fenómenos que nos descubre. Lo político es relegado al ámbito indeseable de lo corruptor, del poder y la ambición, pero también de lo destructor y devastador, de la guerra y la violencia. La Primera Guerra Mundial es, en este sentido, un despliegue de la política. Y lo que aquí se despliega es el odio que suscita luchas y combates. De ahí que este odio condense una parte importante de lo que Freud pensó acerca de la política.
La cuestión de la política desaparece y tiende a desplazarse hacia la del odio. Aquí el problema es que el odio, como bien lo indicara Lacan (1981), es muy resistente a su traducción simbólica. Esto lo distingue claramente del amor. Mientras que el amor se sitúa entre las diagonales de lo simbólico y de lo imaginario, el odio lo hace entre las de lo real y lo imaginario, en una absorción narcisista en la que no hay lugar para la palabra liberadora. Esta palabra sí existe en el amor que por eso abre la posibilidad de una subjetivación. El odio, por el contrario, sólo puede imponer una objetivación del ser en el límite mismo de lo real. Es por esto que Lacan señala que no tenemos por qué asumir, en tanto que sujetos, la experiencia del odio en lo más vivo de la misma. Nuestra condición subjetiva resulta por sí misma incompatible con la cultura del odio que se explaya en cada ocasión de guerra y que reduce lo simbólico de la palabra a la justificación de la violencia.
En el nombre del sujeto y de su palabra, tendríamos derecho a rechazar cualquier odio, pero entonces, si admitiéramos la asimilación de lo político a la esfera del odio, tendríamos también derecho a un aparente apolitismo como el que aún sigue afectando a muchos seguidores de Freud. Tan sólo podremos superar tal apolitismo si entendemos que la política puede ser también una trinchera contra el odio, así como un bastión, a veces el último, para el sujeto y su palabra. Esto es algo que aprendemos paradójicamente del mismo Freud.
La oratoria mágica de un estadista: Thomas Woodrow Wilson
Sabemos que Freud (2006h) se refirió a tres oficios de lo real, los de educar, gobernar y curar o psicoanalizar, trabajos imposibles ante el desafío de llegar a resultados acabados. En su imposibilidad, la clínica psicoanalítica trabaja en “hacer la experiencia de una palabra posible en la proximidad de lo real” (Davoine y Gaudillière, 2011, p. 232). Es así la experiencia de darle posibilidad y cauce a la palabra ante situaciones imposibles de conciliar, ante algo que adviene y parece intraducible, ante una representación-cosa muda o que puede enmudecer.
El oficio imposible de psicoanalizar es próximo al de educar. Adoptando una perspectiva educativa, Freud llegó a describir el psicoanálisis como un cuestionamiento de los automatismos, de las comodidades del principio del placer, que serviría como “post-educación para vencer las resistencias interiores” (2006c, p. 256). El propósito de vencer estas resistencias, tal como lo concibe Freud, no es de ningún modo un propósito represor. Es o pretende ser todo lo contrario. Lo seguro es que se aspiración es la de ser liberador. Exige la movilización de la palabra y el posicionamiento ético del sujeto ante lo sexual impregnado por ideologías educativas represoras. Es también por esto que ha podido inspirar, en el momento freudomarxista, los proyectos educativos liberadores, contra-ideológicos y anti-represivos, de Siegfried Bernfeld (2005, 1973) y de Vera Schmidt (1979).
Lo que busca el psicoanálisis es permitir al sujeto posicionarse de otro modo ante lo sexual, evitando reiterar el repudio ante sus manifestaciones, lo que requiere que el mismo analista supere sus propias resistencias, que sea tolerante ante sus deseos y que advierta en él mismo los sutiles mecanismos de autoengaño en materia de sexualidad. Tanto el analista como el analizante deben guiarse por esta ética de la autenticidad bajo palabra, hablando con la mayor franqueza posible de las cuestiones relativas al sexo, no para que lo inconsciente deje de serlo, sino para lidiar con él de la mejor manera. Asumiendo la solidaridad estrecha entre el inconsciente y la sexualidad, Freud ofrece una técnica para intentar nombrar lo innombrable, para pensar lo impensable, el inconsciente sexual y la sexualidad inconsciente, como núcleo de verdad subjetiva que debe hablarse y pensarse para lograr la proeza de la cura analítica, de “la conquista progresiva del ello” [fortschreintende Eroberung des Es] (Freud, 1999b, p. 286).
El psicoanálisis, como el gobierno y la educación, tiene resultados insuficientes que recuerdan los del complejo de Edipo. La experiencia edípica también deja como saldo una insuficiencia insuperable que sólo puede amortiguarse con retos y compromisos de asunción subjetiva. El sujeto nunca será suficiente para colmar el deseo de los padres. Tampoco el gobierno y la educación ofrecen garantías de satisfacción plena.
Según Freud y Bullit, sólo alguien como el presidente estadounidense Woodrow Wilson parecía decidido a demostrar que es posible hacer lo imposible con resultados satisfactorios en una política de gobierno. Freud y Bullit explican esta apuesta por una identificación con un padre idealizado, divinizado, incorporado a un superyó que manda y comanda la máxima del desafío absoluto, “exigiendo al yo lo imposible” y “amonestándolo incesantemente: ¡Debes hacer que lo imposible sea posible! ¡Puedes llevar a cabo lo imposible!” (Freud y Bullit, 1997, p. 64-65). Con su designación como presidente de Estados Unidos en 1912, más que tomar la palabra, Wilson empezó a gozar de ella, después de que su padre le hubiera inculcado un amor por las palabras como si fueran “cosas vivas” (Freud y Bullit, 1997, p. 29). La relación pasional de Wilson con las palabras plasma la relación narcisista con un padre considerado, por su función ministerial religiosa, “el intérprete de Dios sobre la tierra” y “el más grande del mundo” (Freud y Bullit, 1997, p. 35).
Bajo el influjo de la figura paterna idealizada, Wilson aprende a concebir las palabras como cosas, tal como sucede, según Freud, en la esquizofrenia, en la que se cosifican las palabras, tomándolas invariablemente “al pie de la letra” (2006e, p. 197). Esta literalidad de las palabras fue también el goce de Wilson. El presidente se extasiaba con la sonoridad de los discursos. Como lo observan Freud y Bullit “siempre que tenía oportunidad de hablar, no dejaba de hacerlo”, y “no se satisfacía con la sociedad de debates”, sino que “organizó y escribió la constitución de un nuevo club de debates” (1997, p. 43). Fue el goce de la palabra, de hecho, el que llevó a Wilson a la política, la cual, para él, no era más que un ejercicio de los discursos “por escrito o desde la tribuna” (1997, p. 94).
La política fue la oportunidad dorada para que Wilson gozara de las palabras. Sin embargo, en su goce, el presidente pasó del amor por las palabras a creerse el amo de las palabras. Vivió así la experiencia del jefe que Pommier describe como “encarnación momentánea” de “la exaltación imaginaria que da al poder sobre las palabras”, un poder cuyos signos “son los del goce” (Pommier, 1987, p. 31). Al menos en el caso de Wilson, estos signos son orgánicos, del orden de lo real, en tanto el “uso de sus cuerdas vocales era para él inseparable del pensamiento” (Freud y Bullit, 1997, p, 94). La indistinción entre pensar y hablar haría pensar en la posible cancelación de la censura entre lo preconsciente, lugar de enlace entre imágenes y palabras, y el inconsciente. No habría dos planos porque el presidente, confundido con su función política discursiva, sería de una pieza, demasiado perfecto para dividirse y desdoblarse.
La aparente perfección de Wilson lo hizo asumir a él mismo la divinización de su padre. El padre apareció en el hijo a través de la mediación de la palabra, el discurso, el espíritu. Durante la Primera Guerra Mundial, personificando la misión redentora de Estados Unidos en la “tragedia mundial” (Freud y Bullit, 1997, p. 194), Wilson expresó la convicción de que nunca se le había asignado a nadie más como a él, “hijo del hombre”, la tarea de “preservar la paz del mundo”, evidenciando así que “la identificación con Cristo guiaba sus discursos” (Freud y Bullit, 1997, p. 226). Podríamos convenir en que sus discursos lo guiaban hacia una identificación divina, sumamente gozosa, por la que parecía “dictar la ley de Dios a las naciones” (Freud y Bullit, 1997, p. 228). Esta ley se hacía valer en sus discursos y le permitía legitimar y enaltecer el camino que había elegido, que no era el de la política ni tampoco el de la palabra ni el del amor divino, sino el del odio y la violencia, el de la guerra y la destrucción, que no sólo condujo a las trincheras en Europa, sino a las intervenciones militares en México, Haití y República Dominicana, que sentaron las bases del intervencionismo estadounidense que ha ensangrentado las tierras latinoamericanas desde entonces.
Al contrario de la bruja mensajera que se valía de la palabra para denunciar los actos violentos de los hombres y favorecer una subjetivación de las mujeres contra la violencia, Wilson es una especie de mago siniestro que utiliza las palabras como invocaciones para atraer la violencia y como sortilegios para transmutar a los sujetos en objetos. La violencia invocada por Wilson, que Wieviorka (2005) designaría como “violencia anti-sujeto”, se dirige contra los alemanes, tratándolos como “bestias salvajes” (Freud y Bullit, 1997, p. 188). Además de animalizar y degradar así al otro, las mismas palabras del presidente estadounidense recurren también constantemente a la mentira, la cual, según él, se justificaba “si estaba involucrado el bienestar de una nación” (Freud y Bullit, 1997, p. 166). Es así como Wilson arguye un fin para justificar sus medios. Sin embargo, si los medios son muy claros, el fin es bastante dudoso, por decir lo menos. El fin parece no ser más que una mentira más, un medio más, para el único fin evidente, el de la violencia, la guerra y la destrucción.
Reflexión final
Es una lástima que Freud no haya reconsiderado los aspectos políticos de la palabra en función de sus ideas sobre las pulsiones de vida y de muerte. Estas ideas permiten vislumbrar ciertos efectos del gesto de apalabrar que son diametralmente opuestos a los que el fundador del psicoanálisis estudió en la clínica de la histeria. Hemos apreciado, en efecto, que las palabras operan más allá del principio de placer y que pueden asociarse a un goce mortífero como el de Woodrow Wilson, quedando subordinadas a una lógica de violencia y encadenándose a la compulsión de repetición por la que se rige el orden simbólico.
El camino de las palabras conduce también a la muerte. Al cerrar su texto El yo y el ello, Freud (1999b) se refiere a las mudas pulsiones de muerte en un ello que parece no disponer de palabras para decir lo que desea. No obstante, como hemos visto en las últimas páginas, la palabra puede ceder y servir a la pulsión de muerte, ciertamente no para permitirle que se declare, sino simplemente para que logre su propósito. Esto hace que la palabra se hable, pero calle su verdad al mantenerse muda sobre el sujeto y el deseo que la habitan y la animan. Es en este mutismo donde gravita la muerte, mientras que las pulsiones de vida, con todo su ruido, son las de un sujeto y un deseo que se valen de la palabra para sobreponerse al silencio y el reposo de la muerte.
El rumor de Eros es el de la vida que nos enlaza con los otros. Como lo ha observado Binet
lo oral es la vida: yo mismo lo estoy demostrando, lo estamos demostrando todos juntos hoy, al hablar y escuchar, al debatir, al discutir, al contestar, al crear juntos el pensamiento vivo, al comunicar la palabra y la idea, animados por la fuerza de la dialéctica, vibrando con esta vibración sonora que se llama la palabra (2017, p. 173).
Es como si la palabra estuviera viva. La plasticidad de las pulsiones de vida está en las palabras que se combinan y remplazan unas a otras, implicando al sujeto con los otros y a los otros con el sujeto, movilizando el deseo y operando contra el estancamiento gozoso que insinúa la presencia de la muerte.
Sublevándose también contra un goce como el del capitalismo, las palabras hablan en el nombre de la vida cuando se corean y se claman en las movilizaciones sociales anticapitalistas (Pavón-Cuéllar y Lara, 2016). Que estas movilizaciones impliquen cierta dosis de violencia contra las cosas, no quiere decir que tiendan a la muerte, sino que plasman esa modalidad de violencia que Wieviorka denomina “del sujeto flotante”, violencia de un “sujeto informado por un vivo sentimiento de injusticia, de no reconocimiento que exacerba el desorden o la cólera” (2005, p. 293). Como ya lo hemos indicado, el grito es palabra colectiva, declaración hecha de compromiso social, así como es también pronunciamiento contra la “palabra que se ha alejado de quienes hablan” (Zoja, 2015, p. 53).