Introducción: una reflexión en torno a las técnicas de reproducción, la eugenesia y la discapacidad
Es curioso que el premio Nobel de química nos pueda servir aquí como punto de encuentro entre el pasado y el futuro. En 1955, cuando Vincent du Vigneaud fue galardonado, Wendell Stanley dio un discurso en el cual incitó al público a reconocer el poder que el químico podría tener sobre la materia viva, para exponerla y modificarla (Heidegger, 1960). Se celebró la capacidad del ser humano para intervenir en las estructuras primarias de la naturaleza, pero no se reflexionó sobre lo que ese “ataque” a la vida podría ocasionar en la humanidad.
Cuando, 65 años después de ese momento, las genetistas Jennifer Doudna y Emmanuelle Charpentier ganaron el premio Nobel de química por desarrollar la técnica genética CRISPR-CAS9, capaz de modificar y editar el ADN de cualquier ser vivo (What Is CRISPR-Cas9?), la propia Doudna advirtió sobre las posibilidades de la técnica y nos puso a pensar en riesgos inminentes de la intervención genética, con bastante preocupación sobre el futuro de la humanidad.
Actualmente, es posible afirmar que vivimos en un ambiente presentista (Hartog, 2007) y desmemoriado, donde el pasado es muy fácil de menospreciar u olvidar porque, al menos en ciertos contextos, se tienen miles de posibilidades abiertas y un sin número de comodidades (Lipovetsky, 1986, p. 6). Con los avances tecnológicos y científicos ocurre que, si bien sirven para facilitarnos la vida, para ser más eficientes y “perfectos” en lo que hacemos, nos desentendemos del modo en que los obtenemos y de su impacto en nuestras formas de vida y en el futuro. Olvidamos cuestionar los medios con tal de obtener el mejor fin bajo parámetros de éxito (Horkheimer, 2016, p. 115). Estamos seguros de que, si algo ya no nos sirve o se rompe, se desecha y se compra algo nuevo. Se reemplaza todo aquello que es inútil e inservible. Incluso se sustituye a las personas con facilidad, puesto que la tecnología está ahí para suplir y arreglar todo aquello que sea lento, no cumpla cabalmente con una función deseada o deje de ser útil. Este pensamiento ha permeado e influenciado a tal grado nuestra realidad, que ahora lo implementamos en el ser humano aplicando tecnologías para intentar corregir disfuncionalidades o “defectos” que surgen a partir de esta óptica. Si hay algo que un individuo no puede lograr por sí solo, debido a su imperfección o a cualquier tipo de limitación, la técnica y la ciencia aparecen como salvación (Bostrom, 2005). Tales creencias han terminado por permear el modo en que entendemos el nacimiento humano y los proyectos vitales. Pareciera que somos expertos en confundir la fabricación de productos, la reproducción y la vida humana (Sandel, 2007).
Es un hecho que la tecnificación de la naturaleza humana desde su nacimiento, o incluso antes, provoca un cambio en la manera en que comprendemos a nuestra especie. Se piensa que las intervenciones genéticas brindan un gran beneficio para evitar de antemano la discapacidad, erradicar enfermedades, corregir anomalías o incluso para cumplir deseos individualistas (Singer, 2009, p. 278). Empero, resulta conveniente ver más allá de la admiración de los posibles buenos resultados, pues el trato experimental propuesto supone que el ser humano sea utilizado como un objeto o una cosa que puede arreglarse o, en caso de que esté dañado o sea poco funcional, desecharse (Habermas, 2002). En nuestros días, se ha vuelto tan necesaria la tecnificación, que ponemos toda nuestra esperanza en sus garantías. Creemos que el control sobre la vida humana por fin abre un mundo de posibilidades para superar la contingencia y los sufrimientos que tanto nos caracterizan como humanos. Implícitamente celebramos el dominio sobre la naturaleza queriendo demostrar que podemos tener cada vez más éxito en su sometimiento (Adorno y Horkheimer, 2016, p. 208).
Y aunque las reflexiones filosóficas tienden a ser ignoradas por su aparente falta de utilidad, las constantes advertencias de muchos filósofos sobre lo que hemos estado haciendo con la naturaleza y con el ser humano, son sumamente relevantes; puesto que nos permiten repensar la manera en que concebimos a la especie humana en contextos hipertecnificados (Horkheimer, 2016, p. 146) y se abren las tensiones entre los deseos de autonomía, la búsqueda de capacidades para la autorrealización y la consciencia de la vulnerabilidad intrínseca que nos caracteriza como especie (Nussbaum, 2012, p. 55; Kittay, 2001).
Por más que la técnica y, en especial, la genética sean herramientas que pretendan ayudarnos a vivir mejor, de poco sirve que lo hagan si únicamente ayudan a unos cuantos y bajo escenarios específicos, predeterminados. Menos todavía si la evolución de la técnica genética borra las distinciones categoriales entre lo que es un sujeto y un objeto; instrumentalizando al ser humano para la obtención, en muchas ocasiones, de fines puramente económicos o individualistas (Habermas, 2002, p. 34).
Aunque sabemos que no es ni la única vía para hacerlo, ni la primera vez en la historia que instrumentalizamos individuos con la finalidad de obtener beneficios que redunden en sociedades más eficaces y productivas, el panorama actual tiene características especialmente preocupantes (Horkheimer, 2016). Durante el siglo XX (cuando las ideas eugenésicas fueron bien acogidas, despreciando la influencia que poseen, en general, los factores culturales, familiares y de crianza sobre el desarrollo de las capacidades humanas), se difundió un discurso que sostenía que hay gente mejor y peor dotada, y que, por tanto, era necesario establecer normas sociales que condujeran a promover la orientación genética y reproductiva para mejorar el contenido hereditario e ir consiguiendo progreso social con los mejores individuos (Brown, 2019).
Aprovechar al máximo el margen de perfeccionamiento ha conllevado antes y ahora el implícito menosprecio de los que se consideran peor dotados, pero hace unos años el uso de la tecnología apenas alcanzaba para los diagnósticos, algunas correcciones, terapias y para fundamentar científicamente las políticas públicas que vigilaban los flujos migratorios y la procreación, alertando sobre la importancia de recibir orientación médica y hacer análisis sanguíneos antes el matrimonio (Kevles, 1985). Hoy, sin embargo, el uso de la tecnología orientada al anhelo de perfeccionamiento humano tiene un alcance sin precedentes.
En ese sentido, queremos señalar que el deseo de perfeccionamiento está encontrando ahora salidas fácticas y accesibles, al menos para algunos, pero no parece que vaya a conseguir “terminar” con la discapacidad porque en el fondo sigue dándose con la misma orientación que las prácticas que la producen. Cometiendo el consabido error de privilegiar determinados rasgos genéticos sobre el ambiente y la crianza, la intervención eugenésica, antes y ahora, ha soslayado el hecho de que la fragilidad, la enfermedad y la discapacidad surgen también con las estructuras sociales, a través de los efectos que las sociedades tienen sobre las personas (Vite, 2020, p. 20).
Intentar evitar la degeneración y el retroceso (tal como los llamó Galton) o los rasgos considerados claramente perjudiciales según el plan de mejora colectivo (Suárez, 2005, p. 22) además de ser un anhelo eugenésico cuestionable, parte de preconcepciones equivocadas sobre lo humano que hunden sus raíces en la modernidad filosófica (Arneil, 2009). Varios autores han insistido en que la discapacidad es una producción de la modernidad cuyo epítome sería precisamente el transhumanismo postmetafísico.1 El cual, como proyecto filosófico y científico, busca trascender los límites de la naturaleza humana por medio de la tecnología (Humanity+). En ese sentido, los transhumanistas desean superar aquellos rasgos del hombre que lo atan al sufrimiento, a las enfermedades y, sobre todo, a la muerte (Bostrom, 2005, p. 1). Más aún, aseguran que por medio de las intervenciones genéticas (o biotecnológicas) será posible eliminar aquellos errores genéticos que provocan padecimientos o limitaciones para un desarrollo funcional y pleno (More, 2013, p. 1).
Por ello, el objetivo de este artículo consiste en subrayar que por más que esta aseveración sea la propaganda más común para avalar la moralidad de sus prácticas; la modificación genética y el “mejoramiento humano” no son la vía para erradicar o disminuir los casos de discapacidad. Al contrario, pueden ser una puerta hacia una era radicalmente capacitista y transhumanista que produzca nuevos tipos de discapacidad y mayores desigualdades sociales, cuya moralidad tiene que discutirse. Nuestro propósito es proveer de orientación filosófica para futuras investigaciones que consideren la relación entre las distintas formas de transhumanismo, la eugenesia, el capacitismo y las nuevas producciones de discapacidad en contextos neoliberales precarizados como los de la realidad latinoamericana.
Propuesta eugenésica del Siglo XX y sus raíces discriminatorias
Es bien sabido que la eugenesia se convirtió en un término de mala reputación en todo el mundo desde el siglo pasado y, con toda razón: en la primera mitad del siglo XX se malinterpretó el poder de la nueva ciencia que era la genética, y se utilizó para producir crueles y opresivos resultados sociales.2 Desde 1883, cuando el científico inglés Francis Galton acuñó el término eugenesia tenía en mente la posibilidad de tratar la “buena herencia” o “buen nacimiento” por medio de la ciencia. Con esto, Galton intentaba “mejorar” la raza humana según un parámetro de supervivencia basado en aquellos con las mejores probabilidades de prevalecer sobre las menos adecuadas (Kevles, 1985, p. IX). Por supuesto, dentro de esos rasgos aceptados se tomaban en cuenta: la inteligencia, la fuerza y, en especial, los fenotipos socialmente validados (Brown, 2019). Empero, más allá de buscar rasgos determinados en el ser humano, lo que caracterizó a la eugenesia fue que introdujo el poder de la técnica junto con la intención de imponer un orden social preestablecido.
En ese sentido, a lo largo de todo el siglo pasado, la eugenesia fue el claro ejemplo de la reciprocidad existente entre ciencia y política; fue utilizada por el discurso político, puesto que ayudaba a crear y cristalizar preocupaciones acerca de la herencia humana y de una mejor manera para que la sociedad se desenvolviera sin enfermedades y con rasgos considerados como beneficiosos para la población. Y así como los científicos usaron la eugenesia desde sus convicciones políticas y prejuicios sociales, los políticos usaron un marco científico para avanzar en sus causas particulares (Weingart, 1989). En el caso de la eugenesia nazi, la comunidad alemana de higienistas de raza, buscando fama y reconocimiento, formaron una coalición con los políticos de una derecha radical.
Esto provocó que la eugenesia alcanzara su más terrible aplicación para la exterminación de millones de judíos, gitanos, homosexuales, gente con “retraso mental”, con epilepsia o con cualquier enfermedad mental clasificada; es decir, todo aquel que se considerara como indigno de vivir o que no permitiera homologar y perfeccionar la raza alemana. Se implementó, por medio de la técnica, la creencia de una “raza” superior a nivel genético (Weingart, 1989, p. 266). Esta misma categorización de individuos dependía de un criterio impuesto a priori, pero, cabe también señalar que respondía a una noción de progreso centrada en mejoras y no en un crecimiento en clave antropológica.3
Ahora bien, es necesario destacar que el anterior no fue el único caso: Suecia, Inglaterra y Estados Unidos también llevaron a cabo proyectos de eugenesia para “limpiar su raza”. Aunque era una red más pequeña que la alemana, tuvieron una estrecha relación con ellos (Björkman y Widmalm, 2010, p. 380). En Suecia e Inglaterra no solo se promovió la investigación genética, los mismos eugenistas suecos se dieron cuenta del poder al que podían llegar al unirse a un proyecto político que buscara reformas sociales basadas en la purificación de la raza. Además, se implementaron leyes para eliminar a todo aquel que no fuera “socialmente funcional”, refiriéndose a personas que no aportaran económicamente al país por deficiencias físicas o intelectuales (Björkman y Widmalm, 2010, p. 383). Es decir, se aplicaron las mismas categorías de “mejora” a los seres humanos como si fueran un objeto de experimentación.
En ese mismo sentido, en Norteamérica ocurrió algo parecido: las políticas natalistas y su relación con el régimen nazi tuvieron un severo impacto en la sociedad estadounidense de mediados del siglo XX. Se buscaba la mejora racial, el control político de la sociedad para obtener ventajas económicas; empero, la xenofobia fue un factor añadido para la implementación de la eugenesia negativa (Kevles, 2011). Más allá de la eliminación de rasgos defectuosos, la posibilidad de eliminar la descendencia de migrantes por medio de la esterilización fue crucial para llevar a cabo el objetivo político estadounidense.
América latina siguió también la inercia eugenista que combinaba los emergentes nacionalismos con la promoción de nuevos órdenes sociales. La disgenesia fue concebida como un desorden que debía arreglarse prontamente en países como Brasil, que debido a los pocos centros de investigación genética que existían para principios del siglo pasado, fue más un consumidor que productor de ideas y técnicas científicas (Villela y Linares, 2011, p. 193). En México, la fiebre mestizófila que promovía el mejoramiento de la “raza” mexicana, echó mano de un proyecto nacionalista productivista, que buscaba estandarizar al ciudadano mexicano a través de los políticas migratorias, educativas, médicas y sociales con fuertes componentes racistas que ignoraban la realidad pluricultural, pluriétnica y plurifuncional de este país (Molina, 1984; Rabasa, 1969).
Además de la desindianización promovida por muchos de los estados latinoamericanos, se canalizaron esfuerzos hacia la construcción de normotipos y todo tipo de diseños ideales de belleza y funcionalidad corporal en toda la región (Reggiani, 2019, p. 256-264). Brasil, Argentina y México encabezaron esfuerzos para realizar estudios biotipológicos orientados a definir científicamente el tipo físicamente deseable para sus respectivas naciones confundiendo factores genéticos, ambientales y de crianza, con todo tipo de problemas socio culturales de una época convulsa para esta zona del mundo. Andrés Horacio Regianni concluye, en su Historia mínima de la Eugenesia en América Latina que en un período de especiales apogeos nacionalistas y cambios sociodemográficos “la importancia de la eugenesia se aprecia en su capacidad de generar un clima de época que favoreció la convergencia de varias preocupaciones ligadas a la política de población y alimentó la sensación de que aquellas debían ser solucionadas de manera urgente” en medio de importantes tensiones internacionales (Regianni, 2019, p. 271).
Específicamente en México, la eugenesia del siglo pasado reunió a la política y a la ciencia para consolidar una idea del mexicano estándar, el ciudadano ideal, basándose en una noción de progreso que reclamaba cambios urgentes. Se utilizaron medios que respondieron a determinados prejuicios sobre los rasgos que debían caracterizar a una sociedad mejorada (Suárez, 2005). Pero, sobre todo, se cometieron errores epistémicos, científicos y éticos que llevaron a concebir políticas públicas nacionales que hoy consideraríamos claramente racistas y capacitistas y, aunque algo hemos aprendido de los efectos del siglo pasado en México y en el mundo, sobre todo en países que sí dieron un uso terrible a las herramientas científicas que tenían, en el fondo, la situación actual tampoco ha mejorado en torno a la importancia que se le otorga a la reflexión ética y filosófica de estos asuntos (Barnes y Mercer, 2010, p. 214).
Eugenesia neoliberal como ejemplo del capacitismo contemporáneo
Las premisas galtonianas sobre la búsqueda del mayor perfeccionamiento humano han seguido permeando a su manera el discurso social y científico actual, ya que aún se mantienen el deseo y la búsqueda fáctica del aumento de las capacidades físicas y cognitivas del ser humano en diversas propuestas sobre modificación genética.4 Las nuevas técnicas desarrolladas en los últimos veinte años han fortalecido la necesidad de controlar y determinar el curso de la naturaleza humana con fines políticos y económicos. Con el surgimiento de la industria biotecnológica, han aparecido, además, grandes incentivos económicos para que los consumidores busquen una “eugenesia hecha en casa”; es decir, se incentiva a padres de familia para que elijan el tipo de hijos que quieren tener (Kevles, 2011) bajo el amparo de la libertad de consumo y la libertad de elección en el ámbito privado que permiten, especialmente, los contextos más neoliberales.
Desde la culminación del Proyecto del Genoma Humano en 2003, no son pocos los científicos que lo definen como un hito en la historia de la humanidad. En especial, porque los conocimientos adquiridos del ADN humano mostraron que por medio de las técnicas genéticas contemporáneas es posible realizar un diagnóstico de enfermedades y desórdenes. Se descubrió que, además, era un hecho factible la predicción de “terribles” e innecesarios padecimientos desde antes del nacimiento. De ese modo, algunos científicos afirmaron que podrían evitar el sufrimiento de millones de personas (asumiendo una idea del sufrimiento poco cuestionada) a través de la corrección de «errores» genéticos como la propensión al cáncer, la anemia falciforme, fibrosis quística o la malaria o hasta el VIH (Bolt, 2019).
Si bien existieron severas penalizaciones y prohibiciones en contra de la eugenesia, y la mayoría de los gobiernos en el mundo dejaron de lado ideales de progreso nacional, no se eliminó la creencia en la época de la genética ni por el anhelo de mejoramiento. La diferencia es que lo que antes se orquestaba las corporaciones estatales, ahora se hace desde la industria privada en un mundo globalizado que aprovecha las ventajas del libre mercado y las libertades individuales para llevar a cabo los propios proyectos de vida sin restricciones estatales. Ha cambiado el escenario, pero se conserva el anhelo eugenésico y el menosprecio a las personas menos “capacitadas” o “funcionales”.5
Al día de hoy, no faltan científicos e intelectuales a favor de la posibilidad de corregir y mejorar genéticamente a las personas. Se sigue creyendo que la técnica genética fue creada para mejorar las condiciones de vida de la “humanidad” en general, sin ninguna consideración a la diversidad de formas en que la vida humana se manifiesta (Bostrom, 2005). De cualquier manera, si se cree que el progreso es algo objetivo y bueno, y si una cierta forma de modificación genética presenta un método para acelerar el progreso, entonces se piensa que las nuevas técnicas genéticas serán algo extraordinario para los seres humanos (Brown, 2019). No obstante, el criterio que se utiliza radica, como en siglos pasados, en la funcionalidad del ser humano dentro de una sociedad (que aparece como estática, prefijada y bien diseñada), descartando por completo a personas que se consideran “inútiles” o potencialmente “sufrientes”6 como es el caso de las personas con discapacidad (Singer, 2009).
Ahora bien, de estas creencias se derivan dos rasgos que llaman la atención. El primero es que siguen existiendo características del ser humano que son consideradas inferiores (Brown, 2019). El segundo punto es que tal vez ahora ya no exista una sistematización política con el fin de consolidar un nacionalismo étnico o mejorar “la raza” humana en general, pero lo que nos concierne en la actualidad es lo que Jürgen Habermas denomina eugenesia liberal. Se refiere a que el mercado ha encontrado una mina de oro en la promoción de mejoras humanas a través de la intervención tecnológica, especialmente en las técnicas de reproducción; más aún cuando la biomedicina contemporánea desea ampliar su mercado buscando cada vez más consumidores (Klein, 2017); Por más que existan regulaciones y prohibiciones por violaciones a derechos humanos, llegamos a un punto en el que nuestra insensibilidad sobre la naturaleza humana, afirma Habermas, va de la mano con la costumbre de tratar como experimento u objeto de consumo el nacimiento de personas (Habermas, 2002).
De la misma manera, las prácticas eugenésicas promovidas en entornos neoliberales desean personas con capacidades rentables que puedan insertarse en el mercado laboral, puesto que los Estados ya no están obligados a garantizar los derechos sociales y económicos frente a la privatización de las políticas sociales. Es así que: “[el] empresario de sí mismo, desposeído de su libertad y autonomía, será objeto de una intervención pública que lo responsabilizará de su propia vulnerabilidad” (Crespo y Serrano, 2013; Ferreira, 2021).
La eugenesia neoliberal se explica en la medida en que parte de la transformación de los problemas sociales estructurales en problemas de índole personal y, en consecuencia, falla al considerar que la discapacidad o las disfuncionalidades, que se pretenden evitar o corregir, dependen únicamente de los rasgos genéticos de un individuo sin considerar el contexto social.
Subir (o cambiar) los estándares normativos de funcionalidad no significa erradicar la discapacidad porque ésta es el resultado de un contexto social poco sensible, causado por esa misma lógica operativa (Ferreira, 2008) y no se soluciona sin pasar por cambios socio-culturales que conduzcan a nuevos paradigmas y a una concepción de los seres humanos más abierta a la aceptación de nuestra diversidad, interdependencia y vulnerabilidad.
Sin embargo, la racionalidad neoliberal, con gran fuerza en varias sociedades latinoamericanas actuales (Katz, 2015), es coherente con las demandas del paradigma moderno que invita a la solución de los problemas sociales a través del esfuerzo y el ejercicio de las capacidades individuales, invisibilizando las desigualdades estructurales y reproduciendo el capacitismo (Maldonado, 2020). Se trata de la misma racionalidad que llevó a promover procedimientos correctivos y llegó al ensañamiento terapéutico en personas con discapacidad hace unas décadas. La misma que condenó a la muerte a personas inocentes en algunos escenarios, está hoy detrás de la idea de mejora que encamina a un futuro “seguro y productivo”.
En ese sentido, el mejoramiento transhumanista echa mano de tecnología avanzada para someter al rendimiento, eficacia y sumisión a los cuerpos bajo la misma negación de la vulnerabilidad/fragilidad y el soslayo de la interdependencia de los seres humanos entre sí y los factores sociales que los impactan integralmente. Esta posición es engañosa, pues las exigencias de productividad, las estéticas, cognitivas, etcétera. del capitalismo rapaz no son fijas (Habermas, 2002). Se mueven de manera que nunca estamos a la altura de las cambiantes exigencias. Si hoy por hoy vivimos agotados, sin poder alcanzar los estándares, resulta ingenuo considerar que las mejoras que proponen los transhumanistas con intervención tecnológica abrirán los horizontes sin clausurar ninguno, sin orientarlos o controlarlos según las reglas del juego que actualmente rigen al mundo (Humanity+). Más ingenuo resulta todavía pensar que sea el camino para que la discapacidad deje de tener un uso social (Zerega, Tutivén y Bujanda, 2020).
Capacitismo y nuevas formas de pensar la discapacidad
La discapacidad no va a desaparecer (o disminuir) necesariamente con la proliferación del uso de este tipo de intervenciones porque para que así sea se requieren cambios culturales y no únicamente soluciones aplicadas de uno a uno. Su producción es multifactorial y la forma de patologizar y clasificar la discapacidad no parte únicamente de factores individuales, sino que va cambiando en los distintos contextos, a lo largo del tiempo y con las circunstancias (Anchondo y Rocha, 2020). No toda diversidad funcional resulta discapacitante en todos los contextos y muchas formas de discapacidad son generadas directamente por las propias dinámicas sociales.7
En ese sentido, el capacitismo como un sistema de pensamiento, que avala la oposición rígida entre fragilidad-autosuficiencia o dependencia-autonomía, postula, bajo la idea de una integridad corporal obligatoria, una autosuficiencia aspiracional y progresiva que usualmente se cree alcanzar en la adultez típica, una vez transcurridos los primeros años de necesaria dependencia hacia los padres. Según Fiona Campbell el capacitismo es:
Una red de creencias, procesos y prácticas que producen un tipo particular del “yo” y el cuerpo (el estándar corpóreo) que se proyecta como la especie perfecta, típica y, por lo tanto, esencial y plenamente humana. Entonces, la discapacidad se presenta como un estado disminuido del ser humano (Campbell, 2001, p. 44).
En contraposición con el ideal de ser humano autosuficiente y pleno, la discapacidad aparece como producto de una tragedia personal de aquellos cuyas capacidades se encuentran disminuidas. En este sentido, “entre los sinónimos de autosuficiencia se encuentran fuerza, autarquía, solidez e independencia, pero sus antónimos se relacionan con dependencia, debilidad, fragilidad y vulnerabilidad. Se constituye así un binomio autosuficiencia/ fragilidad como opuestos, y en cada parte de este binomio, sus sinónimos -como parte de su campo semántico- conforman un universo que les acompaña. Como tal, el binomio configura en el imaginario social representaciones positivas en torno a la autosuficiencia y valoraciones negativas de la fragilidad, por lo que se desea ser autosuficiente y retar la fragilidad, así como el rechazo de esta última” (Vite, 2020, p. 14).
La creencia en la posibilidad de la autarquía plena y la normalización del capacitismo en las sociedades occidentales típicamente individualistas trae como consecuencia la producción del sujeto con discapacidad en oposición al ideal normativo. Tal como recuerda la propia Campbell:
la discapacidad y los cuerpos discapacitados están efectivamente posicionados en las regiones inferiores de lo “impensado”. Puesto que la estabilidad continua del capacitismo, una red difusa de pensamiento, depende de la capacidad de esa red para “cerrar”, exteriorizar y despensar la discapacidad y su semejanza con el yo humano esencial (capacitista) (Campbell, 2005, p. 109).
Es verdad que existe una gran diversidad de seres humanos y que se pueden reconocer como tales, independientemente de sus diferencias, a todos quienes provengan de miembros de la especie, lo que ya no resulta tan fácil de afirmar es con base en qué criterios diagnosticamos algunos tipos de discapacidad, pues al parecer, la discapacidad no es ajena a las condiciones sociales que la producen e identifican.
Ahora bien, las prácticas que se desprenden de esta promoción de la autarquía y el rechazo de la fragilidad reproducen un ideal, que se cree alcanzable -aunque no lo sea- y premian aspectos como el de “la realización de las personas basada en la competencia, el éxito, el individualismo” (Vite, 2020, p. 14). Sin advertir que las exigencias del contexto neoliberal son, en muchos casos, inhumanas, pues la dinámica social, centrada en la autosuficiencia individual, olvida la interdependencia universal y la necesidad de cuidado mutuo que requerimos todas las personas a lo largo de nuestra vida. Aunque unos seamos más dependientes que otros en general, en algunas etapas de la vida o dependiendo de las circunstancias espacio-temporales (Kittay,1999; Kittay, 2001; Etxeberría, 2012).
A pesar de que los seres humanos somos claramente interdependientes, la autosuficiencia plena, como capacidad prometida por el neoliberalismo, se cuestiona muy pocas veces. Hay capacidades que se consideran intrínsecamente valiosas y que “se deben poseer, conservar o adquirir atendiendo a la productividad y competitividad económica, considerando al capacitismo como un requisito del progreso” (Vite, 2020, p. 15; Toboso, 2017). El origen de esta exaltación a la autosuficiencia en la modernidad filosófica ha sido ampliamente estudiado por filósofas como Eva Kittay y Barbara Arneil. Para cambiar esta realidad, Kittay propone explícitamente trascender la tradición liberal en general por estar comprometida con los objetivos de autonomía individual y las teorías de las capacidades individuales (Kittay, 1999). Mientras tanto, Arneil analiza la historia de la teoría política moderna con relación a la discapacidad para hacer notar la jerarquización humana y la exclusión de ciertos seres humanos con base en criterios relacionados con sus capacidades de agencia (Arneil, 2009).
Como bien se desprende del trabajo de ambas autoras, ponernos en contacto con la diversidad funcional nos ayuda a concientizarnos sobre la ficción de la independencia y autonomía plenas, pero ello no solo concierne a las personas con discapacidad. La interdependencia es universal y también lo es la necesidad del cuidado mutuo y ningún grado de perfeccionamiento alcanzado puede evitar que así sea, es nuestra naturaleza como especie. Todo ello es pasado por alto por las alternativas eugenésicas que promueven las mejoras humanas con el fin de alcanzar capacidades valiosas estrictamente individuales desvinculadas de las estructuras naturales del vivir juntos, lo mismo que de las asociaciones voluntarias y de la vida comunitaria. Paradójicamente el ser humano es un ser frágil y vulnerable en busca de espacios para su autonomía (Feito, 2007, p. 10), pero ésta solo se consigue si nos encontramos en una estructura que nos acoja y de soporte, sin que nos coloque en una situación de indefensión o nos imponga barreras para desplegar nuestros funcionamientos, y requiere de asociaciones con los demás.
En el lenguaje de los derechos humanos esta necesidad de estructuras sociales que apoyen el despliegue de los propios funcionamientos se afirma como la superación de un modelo centrado en el individuo con discapacidad (modelo eugenésico o médico-correctivo). El tránsito al modelo social básicamente implica cambiar la identificación de las personas con su discapacidad para entenderlas como seres relacionales, situados en su contexto. De manera que el juego entre funcionamientos y limitaciones comienzan a verse como parte del espectro de experiencias de vida humana. Este modelo pone el acento en la necesidad de derribar las barreras sociales que producen la discapacidad (Palacios, 2008), pues ésta es en gran medida una construcción y un modo de opresión social, resultado de la interacción entre las deficiencias personales y las dinámicas sociales.
Tenemos que el modelo social nació íntimamente vinculado al discurso de los derechos humanos, se clarificó y consolidó de forma teórica a partir de 2006 que la Organización de las Naciones Unidas publicó la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad. Este paradigma señala que la discapacidad no es relativa a una sola persona y trasciende sus características genéticas o condiciones personales de salud. La discapacidad es una condición integral, profundamente dinámica y relacional, que debe ser atendida desde la complejidad de las redes sociales, por toda la sociedad en su conjunto. Se trata del resultado de una serie de concausalidades (Barnes, 2016). Engloba deficiencias, limitaciones, restricciones en la participación y barreras socioambientales que no permiten que los funcionamientos de algunos sujetos los dirijan hacia sus logros. Este modelo no se centra en la corrección o mejoramiento de individuos concretos separados de su contexto, pues la discapacidad no proviene del individuo ni es intrínseca a éste.
Desde hace muchos años, al menos en un nivel teórico, la discapacidad ha dejado de situarse en el individuo. Ya no proviene de sus anomalías, deficiencias o de la limitación de sus funcionamientos, pues se comprende como el resultado de la interacción social con sus limitaciones funcionales.
Al reconocer los límites del enfoque médico-científico y abrir paso al reconocimiento del papel que juegan las estructuras sociales y su diseño en la persecución de los logros de los individuos y grupos, este modelo insiste en la concausalidad y la complejidad que surge de la interacción de los factores genéticos, la crianza y las barreras socio-culturales que producen o disminuyen la discapacidad de los individuos. Dejar de lado la consideración de las causas sociales de la discapacidad, como pretenden hacer los eugenistas que insisten en estar interesados en evitarla, es un retroceso claro hacia el modelo centrado en la persona con discapacidad como “problema” focalizado a corregir o evitar (Barnes y Mercer, 2010). Por otro lado, es importante reconocer que la fragilidad y la enfermedad, también surgen a través de la interacción con las estructuras sociales que “afectan y vulneran” (Vite, 2020, p. 22).
El diseño capacitista que se encuentra bajo la mayoría de las estructuras sociales latinoamericanas sale a la luz con facilidad. Se puede notar en el esfuerzo que resulta de vivir en estas sociedades y que implica un desgaste importante que algunas han llamado trabajo de diversidad. En otras palabras, ni la fragilidad ni el esfuerzo, se distribuyen equitativamente (Vite, 2020, p. 20), no cuesta igual conseguir logros ni funcionalidad para todos. Se gasta más tiempo, más energía y se logra menos cuando se vive con discapacidad. Esta es una de las razones por las que en México más de la mitad de las personas con discapacidad viven en situación de pobreza (Anchondo y Rocha, 2020, p. 7). La discapacidad se produce con mayor frecuencia en contextos marginales y además exige una resistencia, un esfuerzo y un gasto extra.8
Decimos todo esto para hacer notar que siendo la discapacidad producto de la interacción con la sociedad, nada nos garantiza que las mejoras genéticas o la intervención tecnológica (con el fin del perfeccionamiento de las capacidades humanas) dejen de conducirnos a nuevas barreras sociales y a la generación de nuevos obstáculos en entornos reacomodados para ciertos individuos (ahora más capaces y mejorados) y no para todos.
Las prácticas eugenésicas del siglo XX, tanto como las suscitadas por los entornos neoliberales, promovieron y promueven la existencia de personas cuyos cuerpos sean productivos, capaces de competir y ser eficientes a riesgo de convertirse, si no, en desechos de la sociedad, orillados a contextos precarios, la exclusión social e incluso a la eutanasia voluntaria. Las distintas formas de marginación citadas, lo mismo que la propia producción de la discapacidad, no tienen su causa en las características o capacidades del individuo, sino que se conectan directamente con un tipo de racionalidad que privilegia la autosuficiencia y el mejoramiento continuo en las capacidades individuales y que descarta algunas de las características humanas como indeseables.
Un ejemplo sugerente sobre la movilización de los estándares bajo criterios o bien caprichosos o claramente capacitistas lo encontramos en la selección del material genético que los nuevos padres hacen para diseñar a sus hijos a través de la reproducción asistida (Klein, 2017). Los padres con posibilidades económicas están tentados a evitar el nacimiento de bebés considerados “anómalos” e incluso a escoger a sus futuros hijos dependiendo de la promesa de futuro que implica su genética (Ekman, 2013). Dadas las posibilidades de la ciencia médico-biológica, se ofrece la promesa de rasgos y capacidades más valorados socialmente. El diseño intenta asegurar la presencia o ausencia de genes con ciertas características utilizando herramientas de ingeniería genética como la edición de genes o la recombinación genética con criterios típicamente capacitistas.9
A pesar del cuidado “genético”, las intervenciones y mejoras, si no cambiamos la lógica capacitista, individualista, productivista y mercantilista de fondo, las desigualdades fácticas seguirán siendo producidas con base en los mismos criterios, aunque desde niveles o estándares distintos o más elevados. Se requiere un nuevo paradigma, acorde al modelo social de discapacidad que reformule las teorías de las capacidades ancladas en la individualidad (Nussbaum, 2012).
Nuestra propuesta es pensar más allá del individualismo imperante en las sociedades individualistas occidentales y abrir el entendimiento hacia nuevas formas de considerar tanto la dependencia y la fragilidad, como las capacidades y oportunidades, desde un enfoque social. Basándonos en autoras como Eva Kittay y Joan Tronto, queremos señalar que las características más humanas son precisamente la vulnerabilidad y la dependencia mutua (Kittay 2001; Tronto, 1993) y que no existen capacidades individuales que por sí mismas puedan redundar en logros significativos, pues éstas dependen del valor social que se les otorgue, de su acogida por los miembros de las comunidades y de la interacción social en general.
Las sociedades que pretendan ser inclusivas y evitar el capacitismo (con su implícito rechazo a las personas con discapacidad) han de considerar establecer sistemas de colaboración para todas y todos, con sus distintas capacidades y limitaciones individuales, que, sin embargo, en el conjunto, con la armoniosa participación universal, generen capacidades colectivas que den soporte a la compleja red del sostenimiento de una buena vida como humanos, independientemente de los distintos grados de dependencia y fragilidad de cada uno. La buena vida humana, sin sufrimientos excesivos o extraordinarios, y los grados de participación y satisfacción, que logren los miembros de una sociedad, no dependen únicamente de sus capacidades individuales o su nivel de perfeccionamiento.
Conclusiones
La vulnerabilidad, la fragilidad y las limitaciones funcionales de las personas tienen un alto componente socio-cultural y no son características absolutas, estables e inmutables, sino dependientes de factores en los que se puede intervenir, pues los factores sociales pueden amplificar o disminuir notablemente la vulnerabilidad y la discapacidad de las personas.
Los espacios de vulnerabilidad son entonces centros de confluencia de amenazas potenciales que, aún no siendo por sí mismas dañinas, se convierten en entornos deletéreos. La vulnerabilidad tiene, por tanto una dimensión de susceptibilidad al daño condicionada por factores intrínsecos y extrínsecos, anclada en la radical fragilidad del ser humano, pero sin duda atribuible en buena medida a elementos sociales y ambientales (Feito, 2007, p. 11).
Es en este sentido en el que se debe intervenir para cambiar tanto los prejuicios sobre la discapacidad como las vidas concretas de las personas con discapacidad. El ser humano siempre estará expuesto, no hay manera de que permanezca sin daño, limitaciones o enfermedad, pero sí puede estar más protegido y tener mejores condiciones para vivir, precisamente más acordes a la condición de vulnerabilidad intrínsecamente humana. Por ello, las intervenciones para evitar la discapacidad deben incluir ajustes y cambios socioculturales que promuevan el cuidado, antes que mejoras, que provienen de una lógica de dominación, direccionadas hacia individuos concretos como si fuesen seres aislados de sus contextos y de sus semejantes.
Más allá de si sería deseable o no erradicar la discapacidad, es seguro que no será posible hacerlo en entornos caracterizados por el individualismo, como los capitalistas neoliberales. Menos aún a partir de la creencia de que las prácticas de diseño humano ofrecen una garantía para alcanzar o acercarse a esa aspiración de independencia. En realidad, dadas las condiciones que hemos expuesto, estas nuevas formas de eugenesia y transhumanismo en entornos neoliberales nos llevan a preguntarnos cómo serán las nuevas formas de discapacidad, las nuevas taxonomías para descartar y patologizar, cómo serán las nuevas formas de control y de sometimiento de los que no encajen en los nacientes paradigmas del ideal humano (Zerega, Tutivén y Bujanda, 2020, p. 154) orientados por las demandas de mercado en el que “la oferta transhumanista está capitalizando todo tipo de malestares subjetivos y demandas corporales que consiguen expresión en un mercado cada vez más competitivo” (Zerega, Tutivén y Bujanda, 2020, p. 161-162).