Presentación
Este artículo propone indagar las relaciones entre corporalidad y micropolítica a través de la obra plástica de Daniel Salvatierra, un artista con discapacidad argentino.1 Se ocupa de reponer cómo, tanto en el proceso de elaboración de las obras como en su resultado final, recurriendo a sus propias vivencias el artista desmonta la “mirada diagnóstica”, un tipo de mirada inquisidora exterior al sujeto que le exige una explicación de por qué luce diferente y busca encasillarlo en categorías biomédicas2 (Kuppers, 2000 en Sandahl y Auslander, 2008, p. 130), y los imperativos de cuerpo capaz (McRuer, 2017) y normalidad (Moscoso, 2009), es decir, la exigencia de lucir y actuar conforme a un estereotipo dominante, funcional al consumo y al sistema de producción.
El tema aquí tratado se enmarca en la investigación doctoral en antropología social de la autora, aún en curso, referida a prácticas artísticas y discapacidad en el Río de la Plata.3 Para el desarrollo del texto se muestran, describen y analizan algunas de las obras de Daniel y se recurre a información surgida en sucesivos encuentros con él durante 2018 y 2019.
Dos supuestos conforman la postura desde la cual se desenvuelve el análisis. Se sostiene que los procesos de creación posibilitan a los artistas en general y a los artistas con discapacidad en particular, primero, más que hallar un mero canal de expresión o relatoría de situaciones previas, intervenir y elaborar transformaciones sobre el orden dado. Y segundo, que a través de estas micropolíticas se configura una crítica a la posición estructural y social que les es asignada.
Es de larga data la discusión acerca del rol que debería tener el arte en la sociedad y el vínculo que sostiene con lo político. Por extensión, también el lugar de los artistas es objeto de controversia. Aquí entenderemos que el hecho de que aquella posibilite la crítica a las relaciones y marcos estructurales, antes que una obligación que pesa sobre estos, es una oportunidad. De ahí, entonces, que no en la postura de todos los artistas o ni siquiera en el conjunto de obras de uno mismo deba hallarse una convergencia de sentido o una opinión unísona de la discapacidad y la norma. Como también, que en tanto proceso, en las prácticas artísticas puede moldearse un punto de vista alternativo al establecido.
En consonancia con la proposición de Chantal Mouffe, de solicitar a las prácticas artísticas que procuren caminos para nuevas relaciones sociales, subjetividades y mundos (Mouffe, 2014, p. 94-95), y de Suely Rolnik (2019), para quien el arte contiene una “potencia clínico-política”,4 plantearemos que es justamente en el gesto creativo que intenta alterar la norma donde radica la fuerza de politización del arte.
Es de orden precisar los conceptos de corporalidad y micropolítica, que fungen como ejes de reflexión de este texto. Al hablar de corporalidad recurrimos al concepto expuesto por Zandra Pedraza (2004), quien expresa que es necesario desplazar la atención del cuerpo en tanto objeto y estudiar la vida corporal del sujeto. Para ello emplea el concepto de corporalidad, como forma de aprehender conjuntamente la experiencia corpórea, las emociones, los aspectos psíquicos, sociales, simbólicos y la condición de persona. Para la autora “la corporalidad remite a la dimensión del cuerpo en la que se realiza la vida corporal, más allá de sus cualidades puramente orgánicas, por cuanto le permite al ser humano ser consciente de ella a través de la cenestesia5 y, luego, establecer vínculos emocionales mediante el cuerpo” (Pedraza, 2004, p. 66).
El interés epistemológico por la experiencia (o corporalidad) de los sujetos ha sido referido en otros trabajos como vía para registrar aspectos de la vida cotidiana que tradicionalmente se consideraban carentes de valor político (Ferrante y Venturiello, 2014, p. 55), tales como la movilidad, las técnicas corporales y la percepción y sensación del espacio inmediato (Toombs, 1995). Esta perspectiva se articula con el otro concepto clave: el de micropolíticas.
Al hablar de micropolíticas lo haremos en los términos de Félix Guattari y Suely Rolnik (2006, p. 98) , quienes las entienden como la creación y multiplicación de agenciamientos contrarios a la reificación de sentido.6 Por tanto, no exigimos, en este caso de la labor artística, que produzca una transformación estructural, antes bien, focalizamos en las materialidades producto de las acciones desplegadas con intención crítica y en los desplazamientos de sentido contextuados, capaces de concatenar otros movimientos. De este modo, nos interesa conocer qué gestos el sujeto negocia, altera e interviene en los espacios y circunstancias de su mundo cotidiano, incluido su propio cuerpo.
Con este propósito, el texto dialoga con la obra de Daniel Salvatierra, un artista plástico argentino que convive con lo que la biomedicina nombra como distrofia muscular.
En lo que sigue el artículo se compone de cuatro secciones. Primero se presenta a Daniel, en particular se hará referencia a su perspectiva y vivencia en el arte y la discapacidad. Segundo, se da cuenta de los puentes entre el campo del arte y los Estudios Críticos en Discapacidad, como forma de contextuar la temática y generar un diálogo con aportaciones antecedentes. En tercer lugar, se presenta un conjunto de obras del artista, se las describe y analiza, deteniéndonos en la crítica a las instituciones y a la manera como pone a disposición del espectador aspectos de sus vivencias encarnadas. Por último, se comparten conclusiones enfatizando la importancia de elaborar marcos de interpretación que abreven en la inestabilidad y rechacen las posiciones fijas para entender la corporalidad y la politización de las prácticas y sentires de las personas con discapacidad.
La mirada de Daniel
Como mencionamos, Daniel Salvatierra es un artista plástico argentino, vive en Buenos Aires. Fue diagnosticado con distrofia muscular a la edad de veinticinco años y actualmente se aproxima a los sesenta. Para la biomedicina, la distrofia muscular es una enfermedad que de forma progresiva afecta la autonomía de la persona, que se caracteriza por generar debilidad y degeneración de los músculos esqueléticos. Para Daniel, en cambio, constituye una presencia en su cuerpo viviente que suele cobrar una identidad femenina. Es una “compañera” con la que discute y se amiga y con la cual él, en tanto varón cisgénero heterosexual con origen en “un barrio humilde”, tal como lo expresa, entabla un vínculo, a la vez íntimo y público.7
Con el tiempo comenzó a usar silla de ruedas para desplazarse y la movilidad por voluntad propia de sus brazos y manos fue disminuyendo. Por consiguiente, la percepción y sensación del desplazamiento, la fuerza y el tiempo se modificaron, incidiendo en su vínculo con otros sujetos y el entorno.
En distintas ocasiones hablamos con Daniel acerca de cómo fue cambiando la relación con su cuerpo a lo largo de su vida y en particular desde que se reconoce como una persona con discapacidad o también, como a menudo se nombra, como un rengo.8 Situarse en una nueva dimensión identitaria que se tensiona entre el estigma socialmente impuesto y la propia afirmación ha supuesto, para él, una reflexión duradera que se plasma también en su creación plástica. Es importante subrayar, en conexión con los propósitos de este artículo, que para Daniel su perspectiva y sentir sobre la discapacidad y el arte no se definieron de un momento al otro. Por el contrario, se fueron desenvolviendo junto con otros acontecimientos personales, como ser los cambios en su modo de presentarse ante otros a partir de la pérdida progresiva de autonomía y de las variaciones físicas generadas por la distrofia. En este proceso de vida y de reflexión, fue aprendiendo a reconocer y nombrar distintas actitudes, entre ellas la mirada discapacitante por parte de otras personas. “Las sentía”, dice, aunque en los primeros años no supiera nombrarla de ese modo, hasta que tomó entidad -como veremos- en su trabajo plástico.
En este camino en el que en su vida se ensamblaron arte y discapacidad también ocupan un lugar, por un lado, los vínculos que fue tendiendo dentro del campo artístico, y por otro, su manera de incorporar y cuestionar las gramáticas de lo biomédico. Respecto lo primero, recuerda que:
hacía un circuito, iba nada más que...los que me invitaban eran personas con discapacidad hasta que un día mi pareja me dice ‘Dani vamos a anotarte en una galería’ y me anoté y ahí explotó y empecé a conocer gente y me invitan, no siempre, pero me invitan a exponer con gente convencional9 (Entrevista personal, 6/11/2018).
En tanto, sobre el segundo punto manifiesta:
desde mi punto de vista, a mí el arte me curó. A través del arte drené el dolor de lo que implica tener una enfermedad neuromuscular. En el momento de enterarme de la enfermedad sentí desgano por trabajar, por estudiar, por relacionarme con el mundo. Pasó el tiempo, encontré las artes plásticas y cambió mi mirada sobre mí mismo y sobre la mirada discapacitante del otro. Así es como pienso que me sané. Al principio mis obras reflejaban el dolor, la impotencia, la distrofia muscular cruzaba mi vida, para luego darme cuenta que la aceptación era el camino. Por eso digo que el arte cura, el arte te muestra que no hay limitaciones, que no existe una sola manera de realizarlo. El microclima que creo cuando pinto, lo que siento, lo que vivo mientras pinto, no da lugar a la discapacidad, no hay diagnóstico que indique todo lo que no podés hacer (Castelli y Salvatierra, 2019, p. 6).
Una de las formas de reproducir la díada nosotros/otros o normales/anormales, está en el atribuir a la experiencia artística de las personas con discapacidad un carácter meramente terapéutico, en tanto las personas normales serían las encargadas de crear “verdadero” arte. Con este enfoque se podría creer que Daniel acompaña ese prejuicio al sostener que a través de su labor como artista plástico “sanó”. Sin embargo, podemos considerar que su uso de las categorías de la biomedicina -en particular la idea de curarse-, constituye una reapropiación significante, pues, a su criterio, “no existe relación alguna” entre el sanar a través del arte y curarse a través de la medicina:
El arte no intenta curar al cuerpo y la medicina sí. El arte, que es motivador, inspirador, soñador, trabaja con lo más profundo de nuestro ser. Trabaja con ese lugar al cual no acceden ni la mente, ni los parámetros sociales. En cambio, la medicina se queda con la transformación de los cuerpos llevados todos a un mismo modelo (Castelli y Salvatierra, 2019, p. 7).
En sus obras, Daniel transita entre estéticas figurativas y abstractas, suele introducir materia con la que representa situaciones y presencias en su historia de vida y así comparte al público la subjetividad que va tejiendo respecto su cuerpo y los cambios que éste atraviesa. Para él, el lienzo se despliega mucho antes que como un pasatiempo o una distracción de su “condición” -prejuicio asociado a la práctica artística por parte de personas con discapacidad-, como un territorio donde probar las (im)posibilidades de su cuerpo, nutrir y expresar desde su corporalidad, e intervenir políticamente en el espacio público. Un territorio desde el cual contesta la pregunta que la mirada discapacitante (o mirada diagnóstica) le espeta a diario: “¿qué te pasó?” (Garland-Thomson, 2000).
Puentes entre el campo artístico y los estudios en discapacidad
En la introducción mencionamos que los debates respecto la relación entre arte y política no son una novedad. Los sucesos políticos que marcaron el derrotero del siglo XX a nivel internacional produjeron puentes de diversa índole con el campo de las artes. En Estados Unidos, Europa y también en América Latina -entre otros locus del mundo occidental-, la producción artística del período osciló entre el hacer explícito el compromiso con ideologías de izquierda, el permanecer funcionales a las élites y la incursión en búsquedas estético-políticas independientes10 (Hobsbawm, 2013). A su vez, en esta trama ocupa un lugar decisivo el auge de la tecnología. Los cambios en este plano transformaron los modos de comunicación y reproducción de las artes, aspecto que, junto a la globalización y su intención de instalar un lenguaje común, dan la pauta de los desafíos que afrontan las artes en el nuevo siglo (Hobsbawm, 2013, p. 23).
La experiencia y perspectiva de los artistas con discapacidad no puede interpretarse por fuera de este contexto. Ahora, si bien como otros autores mencionan (Galarza, 2020), la distinción ente artistas “con” y “sin” discapacidad conlleva riesgos y abre una discusión en sí misma, hemos de tomar en cuenta algunas especificidades. En particular, son de atender sus lazos tanto con el movimiento por los derechos de las personas con discapacidad en el mundo -el cual, desde fines de los años sesenta en adelante marcó la agenda política denunciando segregación y discriminación (Shakespeare, 2008) y reclamando reconocimiento-, como con los Disability Studies en los países anglohablantes (especialmente en Gran Bretaña y Estados Unidos) y los Estudios Críticos en Discapacidad en los países hispanohablantes, en especial latinoamericanos.11
Como ha sido referido, esta articulación entre los campos del activismo, la producción de conocimiento y el arte alcanza a la fecha una trayectoria de al menos treinta años (Hadley y McDonald, 2019), aunque si nos situamos en América Latina y de forma más acotada en el Cono Sur -desde donde se escribe este artículo-, dicho vínculo comienza a hacerse palpable en años recientes.
Así, mientras que desde el acumulado artístico se ha contribuido a trazar nuevos horizontes y sensibilidades sobre las formas de ser y estar en el mundo, desde la investigación académica se ofrecen análisis y reflexiones acerca de ellas. Veamos algunos aportes. Desde el campo artístico, entre muchas otros se puede hacer mención a la obra plástica de la estadounidense Sunaura Taylor, quien denuncia que detrás de la opresión animal y la exclusión de las personas con discapacidad subyace una matriz común (Taylor, 2017), y a la obra performática de la chilena-alemana Lorenza Bötnner que problematizó los cánones de belleza y las fronteras sexo-genéricas presentes en el arte, poniendo en escena un cuerpo transtullido12 (Ayram, 2020).
Por su parte, los aportes académicos acerca de la experiencia artística de personas con discapacidad ponderan distintos aspectos, entre ellos, que las artes colaboran en la afirmación de identidades discas/rengas/crip13 (aun cuando también se ha propuesto el fin de las políticas de identidad dada la inestabilidad de la categoría ‘discapacidad’ [Davis, 2013]); que abren un espacio donde confrontar y desestabilizar guiones asignados (Sandahl y Auslader, 2008, p. 4-5); que mediante el arte los sujetos se resisten al cuerpo normativo (Bermúdez, 2020); y que se relacionan con la reinvención de los activismos (Galarza, 2020) de acuerdo a los contextos emergentes. Asimismo, hay contribuciones que tratan el espacio simbólico “que media entre el cuerpo que performa y el cuerpo que lo percibe” y ponen al descubierto regímenes de visibilidad estigmatizantes y el gesto de retirar la mirada de lo que se percibe como repulsivo (Marín, 2019, p. 4).
Aun en su heterogeneidad, en los antecedentes tanto artísticos como académicos podemos apreciar un interés por tomar como materia prima las micropolíticas y los agenciamientos que estas involucran. Como puede notarse, se busca registrar las pequeñas-grandes acciones que son significativas en la experiencia de los sujetos. Asimismo, uno de los puntos donde converge la atención tanto de artistas como de académicos es en el debate de la representación. Esto es, en el análisis acerca de cómo se construyen materialidades, imaginarios y sentidos sobre la discapacidad y, sobre todo, cómo estas construcciones circulan en la comunidad y tienen efectos de realidad.
La representación, como lo coloca Rosemarie Garland-Thomson, “simultáneamente refuerza una visión encarnada de la identidad normativa y moldea una narrativa de la diferencia corporal que excluye a aquellos cuyos cuerpos o comportamientos no se ajustan” (1997, p. 7). De ahí la proximidad o, más bien, el ensamblaje en el plano político entre la producción artística, el activismo y los estudios en discapacidad con la apuesta por una “cultura” (Kuppers, 2011)14 y una “ética” (Marín, 2020) de la discapacidad donde se desplace la “mirada diagnóstica” y la exigencia de una estética y funcionalidad “normal”, y en su lugar se amplifique una perspectiva respetuosa y no jerarquizante de las diferencias corporales.
Si bien la representación puede abarcar y aludir a un espectro heterogéneo de espacios, discursos, instituciones y prácticas, en dicho debate el cuerpo y la corporalidad cobran notoriedad. Esta característica no es menor, dado que el enfoque del modelo social en el que se apoya buena parte de la producción de los Disability Studies y los Estudios Críticos en Discapacidad, en su afán por mostrar que nos encontramos frente a un constructo social y no una revelación biológica, como pretende el modelo médico, ha desplazado los análisis fuera del cuerpo, lo que le ha valido la crítica de haberse olvidado de él (Hughes y Paterson, 2008) y de descuidar un terreno donde también se libra la disputa política (Ferrante y Venturiello, 2014).
Por último, es importante resaltar, como lo vienen haciendo investigadores latinoamericanos, que las representaciones no son escindibles de sus contextos de producción y que, por lo tanto, las genealogías de la discapacidad en los múltiples enclaves del subcontinente siguen sus propias historicidades (Yarza de los Ríos, Sosa y Pérez, 2019) y pueden diferir entre sí como de las elaboradas en el Norte global. En tal sentido, el análisis de las obras de artistas latinoamericanos -en este caso de un artista argentino-, puede colaborar en la confección de una cartografía de las micropolíticas presentes en las representaciones que, desde posiciones críticas con los modelos normativos, cobran espesura en nuestros territorios.
La obra de Daniel
Es momento ahora de adentrarnos en las obras de Daniel procurando hilvanar prácticas, sensaciones, estéticas y discursos que conectan su corporalidad y su labor como artista.
Falla
En Argentina existe desde el año 1981, a partir de la Ley N°22.431 (“Sistema de Protección Integral de los Discapacitados”), un documento llamado “Certificado único de discapacidad”, coloquialmente conocido como “CUD”. No es un dato menor que al momento de sancionarse este instrumento, regía en el país el gobierno de facto del dictador Jorge R. Videla. Este documento “acreditará plenamente la discapacidad en todo el territorio nacional” (Art. 3), definiendo como tal a “toda persona que padezca una alteración funcional permanente o prolongada, física o mental, que en relación a su edad y medio social implique desventajas considerables para su integración familiar, social, educacional o laboral” (Art. 2, cursivas de la autora).
El CUD se ha vuelto excluyente para el acceso a derechos en educación, salud, transporte, asistencia personal, como para la participación en actividades, por ejemplo, sociales, deportivas o recreativas que se realicen en centros o instituciones estatales.15 Asimismo, de acuerdo a la definición establecida en la ley, lo que se certifica es un “padecimiento” que, por sí mismo, es causa de “desventajas considerables” de quienes los encarnan, con respecto a otras personas. De ahí que, como lo expresa Palermo, el CUD tiene un carácter dual, pues mientras busca insertarse como un instrumento de acceso a derechos y prestaciones, a la vez “ampara una concepción de la discapacidad como déficit individual desde una óptica sostenida en el modelo médico” (2018, p. 52), modelo que en múltiples aspectos es contrario al enfoque de derechos.
Desde un análisis del discurso y de las lógicas burocráticas para garantizar derechos podemos hacer acuerdo en el tono revictimizante de la definición y responsabilización de la persona con discapacidad del “padecimiento” y la “desventaja” que se le asignan. Ahora bien ¿qué perspectiva introduce Daniel a través de “Falla”? Mediado por la intervención artística, el certificado cobra otra entidad, se convierte en otro documento. Deja de nombrar los “antecedentes”, el “diagnóstico” y la “deficiencia” para “hacerlo hablar” de otras cosas.
En primer lugar, por lo recién explicitado acerca de la perspectiva victimizante que reduce a la persona con discapacidad a una posición de padecimiento, el documento es en sí mismo una falla. Se distingue en la esquina superior izquierda el escudo del Ministerio de Salud de la República Argentina, lo que inscribe al CUD en el campo de la producción narrativa de la nación y sus otros. Siguiendo a Bhabha, este ejercicio narrativo es sustancial, pues opera en la ambivalencia ideológica que marca la nación en tanto estructura (Bhabha, 2010, p. 15). En este sentido, el CUD tiene poder performático e instituye de un estatus marginal a un conjunto de sujetos dentro del colectivo nacional. Son otros porque aun ensanchando la nación, sus cuerpos no se condicen con su arquetipo de sanidad y aptitud física -o no cumplen con el “imperativo normal” como mencionábamos al inicio con Moscoso (2009)- que está conlleva un requisito de sanidad moral.
El documento pone en juego otras fallas que tensionan su impronta normativa. Aparece rasgado a lo largo de su eje vertical, interfiriendo todos los campos de información/designación previstos. Ya no se puede leer de manera fluida lo que dice y, por tanto, interfiere el contenido de su narrativa. El acto de rajar se convierte en una interpelación tanto de ese cuerpo sano física y moralmente en el que abreva la identidad nacional, como de los propios instrumentos que se ponen al servicio de su legitimación. Al rajar el documento, Daniel desprende de su cuerpo la marca asignada y luego, al coserla, e invierte los términos: ya no es él quien “padece” una deficiencia, sino el orden simbólico e institucional. Asimismo, el espacio entre las dos partes de la rajadura que tiene una leve curvatura y es atravesada de forma perpendicular por la sutura, evoca una columna vertebral. Así, el documento no refiere, sino que por su poder performático, es el cuerpo. Ese cuerpo que se encuentra suturado con alambre, que es un elemento frágil y a la vez contaminante, se presenta como una crítica a la eficacia de las instituciones para reducir y cosificar a los sujetos y a su precariedad para acoger sus experiencias sensibles.
Mis pies
Los pies son una parte del cuerpo ambivalente, se los asocia al erotismo y son objeto de fetiche, incluso en contextos rituales se les ofrece culto, pero en ellos también recaen los estereotipos de belleza y cuando no cumplen con las exigencias estéticas, se les esconde. En la sociedad late una pulsión voyeurista y de morbo, conexa, por su insistencia, a la mirada diagnóstica que reclama al sujeto una explicación de su apariencia. Una pulsión que, sin revelarse en público, es decir a hurtadillas, busca ver cómo lucen quienes han sido marcados por la diferencia. Entre las personas con dificultades de desplazamiento o usuarias de silla de ruedas, los pies y las piernas suelen asociarse a la fealdad, a lo grotesco, o simplemente quedan invisibilizadas, como si al modificarse su funcionalidad, desaparecieran o murieran.
Desafiando estas fronteras simbólicas, Daniel elabora una representación de sus pies como si de un autorretrato se tratara. Al mostrar(se), al ensamblar entre los óleos y el lienzo una parte de sí, da cuenta de aquello que todos quieren ver, pero no se atreven a admitirlo, pero lo hace en sus propios términos. Es él quien define qué se muestra y cómo. Esto le permite una relación cuasi lúdica y provocativa con los límites, por un lado, la atmósfera fría, sombría y húmeda nos remite al encierro y a las estéticas de lo indeseable, al imaginario de la monstruosidad al que durante siglos se ha sometido a las personas con discapacidad (Stiker, 2005). Por otro, los pies en sí no parecieran tener nada distinto a lo convencional, con lo cual la sorpresa del espectador puede ser grande al caer en la cuenta que esos pies también pueden ser los suyos.
Por otra parte, recordemos que entre los bípedos los pies son la base del cuerpo, lo que sostiene y permite caminar. Por su proximidad y contacto con la tierra -léase: con el dominio de la naturaleza-, los pies son posicionados junto a los “bajos instintos”, mientras que en la mitad superior -y con la cabeza como locus paradigmático- se halla la “razón”.16 El capacitismo con el que lidian las personas con discapacidad es subsidiario de esta jerarquización de las partes y funcionalidades del cuerpo que se encuentra en el relato del pasaje de la naturaleza a la cultura, donde los pies, si bien sostienen, son meros operadores de las operaciones simbólicas que se tejen entre la mente y las manos.
Hasta hace algunos años Daniel caminaba, y aunque sus pies lo sostenían, la pérdida de tonicidad muscular en otras partes de su cuerpo, pero también en sus piernas y en sus pies, fragilizaban su caminar: el riesgo de tropezones y caídas aumentaba a diario. Por eso, representar sus pies también es un gesto ante los bípedos, una manera de decir que no son una parte olvidada, ni siquiera una parte escindible del resto del cuerpo, sino que integran la realización de su experiencia más íntima y cotidiana. Acaso ¿dejan los pies de sostener cuando no se es una persona que se desplaza caminando? ¿Es exclusivamente la funcionalidad la que define el universo simbólico que rodea a cada parte del cuerpo?
Elongación, I y II
En “Elongación I”, como en “Elongación II” -obra que veremos a continuación-, Daniel aborda una acción que se tornó sustantiva en su vida cotidiana a partir del diagnóstico de distrofia muscular. La elongación muscular es una práctica que se encuentra a la base de diversas disciplinas corporales, desde la educación física al yoga, pero es también una práctica terapéutica entre personas con enfermedades relacionadas a la alteración de la tonicidad muscular, entre ellas la distrofia. Daniel explica que la elongación es fundamental en el tratamiento de su enfermedad; hoy lo puede describir con naturalidad, pero su sentir y su experiencia con respecto a la elongación tuvo diferentes momentos a lo largo de su trayecto vital:
me explicaron, esto [la distrofia muscular] es el acortamiento, la falta de tonicidad muscular, entonces dije ‘bueno hay que hacer elongación’, y me agarró una tara por ahí, elongaba, hacía ejercicios por todos lados, a las cuatro de la mañana, a las cinco, pedí kinesiólogo, le pedí si podía ir dos o tres veces y a la mañana y a la tarde, pedí permiso en el trabajo, lo hacía afuera del hospital, y ahí fue entendiendo cómo era la historia (…) [Es] como el arco y flecha, si vos tensás mucho la cosa se dobla, entonces hacemos mucha elongación para poder movilizar y a veces hacés fuerza también, pequeña porque en el tema de la distrofia no podés fatigar al músculo, vos tenés que saber hasta cuando (Entrevista, 6/11/2018).
Elongar es parte de sus rutinas diarias, pero ya no con la intensidad con que lo experimentó al comienzo, y la relevancia de la elongación transitó de su cuerpo a su obra. “Elongación I” y “Elongación II” son parte de ese proceso de transformar la experiencia corporal en producción artístico-política. “Elongación I”, puede considerarse una obra que evoca sonoridad, pues tal como en la imagen del arco y la flecha que Daniel emplea para explicar de qué se trata, se puede imaginar el sonido de la tensión de la tela llegando al límite de la tensión. “Elongación I” remite así a una corporalidad sintiente-sonante, que enuncia lo que le sucede articulando lenguajes, desandando esa otra imagen del discapacitado como cuerpo quieto, como subalterno sin voz.
Atravesada por los hilos, la tela parece sostenerse y rajarse al mismo tiempo, contraviniendo otro supuesto del imperativo normal: la unicidad y la coherencia. En estas obras, que pueden evocar el sostén de los músculos, tanto como el dolor físico que provoca el estiramiento de los músculos y tendones, se pone de manifiesto un aspecto advertido en la producción académica sobre discapacidad, como por los activistas que integran el colectivo, a saber, que contra el cercamiento del diagnóstico y las categorías biomédicas, la discapacidad es inestable y cambiante (Davis, 2013).
¿Por qué volver sobre la elongación? ¿Por qué vuelve Daniel sobre ella? Quizás porque tiene más para decirnos. En “Elongación II” hay otras texturas, otras sensaciones y, por tanto, otros sentidos sobre el elongar como parte de las prácticas terapéuticas que él realiza. En la tela hay una suavidad no tensa, a pesar de que los alambres están haciendo el trabajo de estirar y esto marca una diferencia con “Elongación I”, donde hay una tensión que está a punto de rajar la composición. Aquí, en cambio, parece haber un discurrir de la elongación y, junto con la tela verde, casi un vestirse. Una expresión corporal menos dramática, un mimarse estirando. Ponerse otros ropajes, protegerse tal vez.
Hay un detalle significativo de esta obra, la tela que Daniel usó, que está siendo estirada y cubriendo la superficie era una blusa de su mamá. Él lo relata subrayando que “es una remera muy bonita, verde y la estiraba con alambres, la misma idea [de “Elongación I”] pero tironeado con alambres (…) jugamos con esos elementos que tenía, con un chapón, con pernos” (Entrevista, 6/11/2018).
La presencia de su madre, creadora del cuerpo de su hijo, nos permite pensar las presencias y los afectos que atraviesan el proceso creativo y nos habla de la relación entre la corporalidad de Daniel y la de ella. El cuerpo es personal y social al mismo tiempo. Es un territorio de uno, pero creado e intervenido por otros.
Reflexiones finales: salir de las posiciones fijas
Sensaciones encarnadas, flujos, tejidos, piel, músculos, movimientos, límites, mirada interior, mirada exterior, diagnóstico, certificación, instituciones, terapia, lienzo, texturas, ropajes… Las obras de Daniel Salvatierra abordadas en este artículo abren una ventana a una cartografía de micropolíticas que tiene sus surcos en la ciudad de Buenos Aires, donde él realiza su labor, desde el living de su casa. Nos ofrecen un recorrido por una experiencia que nos remite al cotidiano, al vínculo consigo mismo en cuanto al modo de entender y vinculase con los cambios que acontecen en su cuerpo; con la familia y los devenires genealógicos entre cuerpos “con” y “sin” discapacidad y con el entorno social e institucional con el que debe lidiar. Nos aproximan, en suma, a palpar las emociones que lo movilizan al pintar y las que procura que se desplacen con las obras.
Al hablar de una cartografía de micropolíticas no estamos refiriendo a un mapa con posiciones fijas y con sentidos prefigurados sino a una territorialidad viva, donde se producen “puntos de tránsito” o “devenires moleculares”, al decir de Guattari y Rolnik (2006, p. 97). Hay tránsitos entre la corporalidad del artista y la materialidad que produce durante el proceso creativo, pero también hay tránsitos a partir de lo que generan las obras al ser contempladas, sentidas e integradas al mundo significante de los espectadores.
Al propiciar estos tránsitos se resiste la reificación de sentido que en el caso de la discapacidad tiene por lugares comunes la patologización, el estigma, el rechazo y la negación del estatus de sujeto político. En su lugar cobra espesura una zona de fragmentariedades, de incertezas, de sensaciones que poco importa si agradan o incomodan, pues a diferencia de los lugares estancos del modelo de las posiciones y clasificaciones fijas, posibilitan las líneas de fuga, la configuración de múltiples escenarios. Las obras de Daniel abonan tales configuraciones al animarnos a preguntar cómo se siente y cómo se politiza lo que se siente desde una experiencia corporal como la suya.
Frente a la inquisición de la mirada diagnóstica que reclama una explicación del cuerpo -como si éste fuera un objeto marcado de una vez y para siempre, en vez de un territorio donde pueden emerger rasgos con permanencia, pero sobre todo donde habita la inestabilidad-, la corporalidad manifiesta en la obra plástica exige un descentramiento de la mirada. Y es mediante esa exigencia que se logra esquivar el problema de reificación que conlleva suponer una única respuesta, un tipo singular de cuerpo clasificado, una representación inamovible del sujeto artista que está detrás de cada obra.
Al descentrar y sostener la mirada sobre las obras, como lo solicita Marín (2019), se pueden percibir intenciones, texturas y profundidades micropolíticas que en el gesto fugaz, apresurado por el rechazo, resultan imperceptibles. Se pueden imaginar -sin importar si se está o no en lo cierto- detalles sobre la experiencia de quien las ha moldeado. Y no es preciso compartir su sentir o su intención, es suficiente si con dicho gesto se hace espacio a lo desconocido.