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Culturales
versión On-line ISSN 2448-539Xversión impresa ISSN 1870-1191
Culturales vol.5 no.10 Mexicali jul./dic. 2009
Artículos
Consumo de bienes culturales: reflexiones sobre un concepto y tres categorías para su análisis
Luz María Ortega Villa*
* Universidad Autónoma de Baja California: lucyo@uabc.mx
Fecha de recepción: 23 de septiembre de 2008
Fecha de aceptación: 14 de marzo de 2009
Resumen
En este artículo se revisa la elaboración de lo que aquí se denomina consumo de bienes culturales como concepto alternativo al de consumo cultural. El artículo propone a la vez tres categorías de análisis para el objeto de estudio que el primer concepto define.
Palabras clave: consumo cultural, bienes culturales, formas simbólicas.
Abstract.
This article reviews how the so-called the consumption of cultural goods is elaborated as an alternative concept to that of cultural consumption. The article also proposes three categories of analysis for the subject matter that the first concept defines.
Keywords: cultural consumption, cultural goods, symbolic forms.
Introducción
Durante la revisión de la literatura relativa al tema que se hizo antes de la presentación del proyecto de investigación "Consumo de Bienes Culturales en Sectores Populares de la Ciudad de Mexicali" (Ortega, 2004), se hizo evidente que el concepto consumo cultural, ampliamente utilizado en el ámbito latinoamericano a partir de la obra de Néstor García Canclini (1993), resultaba insuficiente para describir lo que ese primer trabajo -eminentemente cuantitativo- intentaba abordar. A medida que la investigación avanzaba y de él surgían nuevas preguntas para un segundo proyecto de corte cualitativo, se fue fortaleciendo la necesidad de atender la recomendación hecha por Gilberto Giménez (1994) respecto de la necesidad de contar con un concepto que definiera claramente el objeto de estudio.
De ese segundo proyecto se desprende el trabajo titulado "Consumo de bienes culturales en sectores populares: un enfoque multidimensional" (Ortega, 2008), en el que se revisó críticamente el concepto acuñado por García Canclini y se fundamentó la propuesta de un concepto alternativo, además de que se abordó el objeto de estudio con base en categorías de análisis no consideradas por la literatura latinoamericana correspondiente.
El ensayo que aquí se presenta es resultado, por una parte, de la revisión de la bibliografía sobre el tema hecha para el documento mencionado y, por otra, de la posterior reflexión, que se ha visto enriquecida por nuevas lecturas y que se espera sea continuada en otros lugares por otros investigadores.
Un concepto
Dos obras son, en el contexto latinoamericano, fundamentales para el estudio de lo que se conoce como "consumo cultural". Primeramente, El consumo cultural en México, coordinado por Néstor García Canclini (1993), y seis años más tarde El consumo cultural en América Latina, a cargo de Guillermo Sunkel (1999). En ambos trabajos es García Canclini quien establece las bases conceptuales para abordar tal objeto de estudio, ya que su capítulo "El consumo cultural y su estudio en México: una propuesta teórica", que da entrada al primero de los libros mencionados, es incluido en el segundo como "El consumo cultural: una propuesta teórica".
En ese capítulo, después de hacer una síntesis de seis modelos a través de los cuales se ha analizado el consumo, García Canclini expresa que esos modelos permiten explicar aspectos del mismo, a pesar de que ninguno es autosuficiente, y reconoce la dificultad de establecer principios teóricos y metodológicos transversales entre los seis. Asimismo, expone una definición inicial del consumo como "conjunto de procesos socioculturales en que se realizan la apropiación y los usos de los productos" (1993:24), concepción que denota, de entrada, la complejidad del abordaje, pues el consumo involucra prácticas sociales, que son a la vez simbólicas, por medio de las cuales los productos son apropiados y objeto de usos diversos.
Posteriormente, García Canclini define al consumo cultural como "el conjunto de procesos de apropiación y usos de productos en los que el valor simbólico prevalece sobre los valores de uso y de cambio, o donde al menos estos últimos se configuran subordinados a la dimensión simbólica" (1993:34). Esta definición ha sido criticada por tautológica (Piccini, 2000), así como por la dificultad que implica establecer en qué punto el valor simbólico empieza a ser predominante y a quién corresponde determinar ese predominio (Ortega y Ortega, 2005). Por otra parte, expresar que el consumo cultural incluye productos "cuya elaboración y consumo requieren un entrenamiento prolongado en estructuras simbólicas de relativa independencia" (García Canclini, 1993:34) equivale a decir que hay que saber cómo hacer y cómo consumir los productos culturales -pero, por ejemplo, en el caso de las telenovelas, el entrenamiento prolongado que se obtiene con su continua recepción no necesariamente capacita para producirlas-. Con esto, los productos considerados culturales ya no lo serían únicamente porque el valor simbólico es predominante en ellos, sino también porque su consumo implica el manejo de estructuras simbólicas que permiten reconocer dicho valor simbólico. Siguiendo este razonamiento, el consumo cultural ocurriría sólo en aquellos casos en que el consumidor haya logrado el manejo de las estructuras simbólicas que posibilitan identificar el valor simbólico del producto cultural. En términos de Bourdieu (2002), sólo realizaría consumo cultural quien contara con el capital simbólico para reconocer el valor simbólico de los productos culturales.
Por otra parte, el mismo Guillermo Sunkel expresa que si bien la definición hecha por García Canclini fue fundamental para hacer despegar los estudios sobre consumo cultural en América Latina, junto con los aportes de Jesús Martín Barbero, los cambios socioculturales de los últimos años muestran una profunda vinculación entre los campos de la economía y la cultura, y es precisamente el consumo el acto social durante el cual se llevan a cabo dichos entrelazamientos, por lo que se pregunta si no será necesario re-pensar la noción propuesta por García Canclini, la que -dice- "se encuentra actualmente en un proceso de des-dibujamiento", lo que haría necesario volver a la noción de consumo "como una práctica cultural que se manifiesta tanto en la apropiación y usos de todo tipo de mercancías y no sólo en los llamados 'bienes culturales' " (Sunkel, 2002:9).
El consumo implica uso, desgaste, adquisición, disfrute, recepción de significados de un 'algo' que -desde la perspectiva económica- satisface una necesidad;1 es decir, es un satisfactor. Para la ciencia económica, un satisfactor es "todo lo que el hombre estima como apto o capaz de concurrir en forma directa o indirecta, mediata o inmediata, a la satisfacción de sus necesidades" (Dorantes, 1971:17), y Dorantes explica que los satisfactores pueden ser bienes o servicios. Los bienes tienen como característica que "debido a sus cualidades reales o supuestas" son considerados como capaces de satisfacer necesidades (Dorantes, 1971:17). Detengámonos un poco en esas cualidades, pues al parecer el que sean 'reales' se relaciona con las propiedades mismas del bien, que Marx (1978:44) llama "el cuerpo de la mercancía", mientras que las cualidades 'supuestas' corresponderían a algunas representaciones que socialmente se hubieran elaborado respecto de él, que implica a las significaciones asociadas al bien, que pueden o no corresponder a sus propiedades 'reales'.
Para Marx, el 'cuerpo' de la mercancía es la propiedad de ser un 'bien', esto es, de tener utilidad. Un bien es algo útil que puede o no ser mercancía, y que se convierte en ella en el momento en que es intercambiada por medio de esa otra mercancía que es el dinero, por la cual se manifiesta su valor. No obstante, la condición para producir una mercancía es que "no sólo debe producir valor de uso, sino valores de uso para otros, valores de uso sociales" (Marx, 1978:50). De este modo, el valor de uso social de una mercancía, más que estar fijamente establecido, corresponde, como dice Appadurai, a regímenes de valor que "dan cuenta del constante cruce de las fronteras culturales por parte del flujo de las mercancías, donde la cultura es entendida como un sistema de significados vinculado y localizado" (1986:15). Es precisamente la cultura el contexto de significación (Williams, 1981; Thompson, 1990; Geertz, 2001; Giménez, 1994) en el cual las mercancías adquieren un valor -de uso y de cambio- que es continuamente transformado, pues dicho proceso de asignación de valor es a la vez una asignación de significados, como también lo afirman Douglas e Isherwood (1979:91): "Las mercancías están dotadas de un valor acordado entre innumerables consumidores asociados quienes, reunidos en conjunto, gradúan la importancia de los acontecimientos, ya sea que mantengan antiguos juicios o los revoquen". Al abordar la cultura como sistema de información, estos dos autores consideran a los bienes como su componente material e inmaterial al mismo tiempo, y medio para que el hombre pueda interpretar como inteligible su mundo, y proponen que, "En lugar de suponer que los bienes son fundamentalmente necesarios para la subsistencia y el despliegue competitivo, asumamos que son necesarios para hacer visibles y estables las categorías de una cultura" (1979:74).
Además de los bienes, otro tipo de satisfactores son los servicios, que para Dorantes pueden ser tales a partir de alguna de las siguientes tres consideraciones: 1) implican la satisfacción directa o indirecta de una necesidad mediante el recurso a la energía psicofísica que desarrolla una persona al realizar el trabajo que constituye el servicio; 2) son "la ventaja o ayuda que rinden o proporcionan los bienes a quienes los usan" (1971:19), esto es, el aprovechamiento de la capacidad del bien para lograr un fin, y 3) constituyen el resultado de la actividad que los produce, "en caso de no manifestarse en la forma de una mercancía tangible" (1971:19).
Así, algunas actividades culturales podrían considerarse servicios, ya que se agotan en la ejecución misma del intérprete, como en el caso de un concierto; prestan un servicio al ser medio para conseguir un determinado fin, como el de ser distinguido en un grupo social por la asistencia a espectáculos escénicos; o bien, como en el ejemplo del concierto, son el resultado de la actividad que los produce, en este caso la música que se escucha y que en el momento de la ejecución no se manifiesta como una 'mercancía tangible'. Sin embargo, con el desarrollo alcanzado por las tecnologías de fijación y reproducción (ver Thompson, 1990), los que en sentido estricto serían servicios culturales pasan a convertirse en bienes, al adquirir tangibilidad específica en un soporte material.
Los bienes culturales como formas simbólicas
Tomando la recomendación de Sunkel (2002), en el trabajo de investigación que sustenta este artículo se ha abandonado el concepto consumo cultural y se maneja el de consumo de bienes culturales, para lo cual se ha delimitado a los bienes culturales como formas simbólicas, siguiendo los planteamientos de John B. Thompson, para quien las formas simbólicas, constitutivas de la cultura en la concepción estructural de este autor, son "acciones, objetos y expresiones significativas de varios tipos" (1990:136), definición que retoma de Clifford Geertz, a la cual agrega que las formas simbólicas tienen por características ser intencionales, convencionales, estructurales, referenciales y contextuales (1990:138-145).
¿Qué implica el que sean 'significativas'? Habrá que hacer un desvío hacia la semiótica para luego regresar a las formas y bienes simbólicos.
Según Umberto Eco,
Un signo está constituido siempre por uno o más elementos de un PLANO DE LA EXPRESIÓN colocados convencionalmente en correlación con uno o más elementos de un PLANO DEL CONTENIDO.
Siempre que exista correlación de ese tipo, reconocida por una sociedad humana, existe signo (Eco, 1985:99, versalitas en el original).
Dado que un signo así descrito no es una entidad física ni una entidad semiótica fija, sino una correlación entre dos entidades abstractas (una del sistema de la expresión y otra del sistema del contenido), Eco prefiere denominarlo "función semiótica". Y el código sería la regla que asocia algunos elementos del sistema de la expresión con algunos elementos del sistema del contenido. De manera que si para Eco (1985) una semiótica general tendría que ocuparse, por una parte, de una semiótica de la significación (teoría de los códigos) y, por otra, de una semiótica de la comunicación (teoría de la producción de signos), la primera se encargaría de las reglas que rigen el establecimiento de las correlaciones mencionadas por las cuales se establece un signo. Y los códigos,
por el hecho de estar aceptados por una sociedad, constituyen un mundo cultural que no es ni actual ni posible: su existencia es de orden cultural y constituye el modo como piensa y habla una sociedad y, mientras habla, determina el sentido de sus pensamientos a través de otros pensamientos y éstos a través de otras palabras (Eco, 1985:122).
La significación, entonces, implicaría la actualización de esa correlación, por la que elementos de un sistema (o plano) 'están en lugar de' elementos del otro sistema, de acuerdo con ciertas reglas que son convenciones sociales. Es así que se entiende cómo algunos objetos de uso práctico pueden ser constituidos en formas simbólicas debido a las correlaciones que se han establecido y aceptado socialmente.
Para no repetir lo que Thompson ha explicado ya claramente, cabe destacar que, precisamente por ser contextuales, las formas simbólicas son objeto de procesos de valoración simbólica y económica. En el primer caso, el valor simbólico se refiere a "el valor que tienen los objetos en virtud de las maneras en que, y del alcance por el cual, son estimados por los individuos que los producen y los reciben" (Thompson, 1990:154), mientras que a través de la valoración económica la forma simbólica se convierte en bien simbólico (con lo que estamos ante una asimilación de los conceptos mercancía y bien).
La caracterización de las formas simbólicas permite establecer de entrada una delimitación entre bienes simbólicos y otros tipos de bienes que, aun cuando por ser objetos producidos en una cultura son vehículos de significaciones sociales, no fueron elaborados expresamente para tal fin (la 'intencionalidad', que se abordará más adelante). En palabras de Berger y Luckmann, aunque la realidad de la vida cotidiana está pletórica de objetivaciones que 'proclaman' las intenciones subjetivas de nuestros semejantes, existe un caso especial de objetivación, que es la producción humana de signos, los cuales pueden distinguirse de otras objetivaciones "por su intención explícita de servir como indicios de significados subjetivos" (Berger y Luckmann, 1968:54).
Para entender tal delimitación es útil en este punto la observación que hace Sewell (2005:377) -al identificar diversas conceptualizaciones que se han hecho sobre la cultura- respecto de que en los "estudios culturales" (con comillas del autor) se ha utilizado una concepción de cultura que la define como "una esfera institucional consagrada a la producción de sentidos" (que recuerda el 'campo de producción cultural' de Pierre Bourdieu). Es así que
La cultura sería la esfera específicamente consagrada a la producción, circulación y uso de significados. La esfera cultural, a su vez, puede dividirse de acuerdo con las diferentes subesferas que la componen: por ejemplo, las subesferas del arte, la música, el teatro, la moda, la literatura, la religión, los media y la educación. Si se define a la cultura de este modo, el estudio de ésta versa sobre las actividades dentro de dichas esferas institucionalmente definidas y de los sentidos producidos dentro de las mismas (Sewell, 2005:377).
Sewell critica esta concepción porque se centra en instituciones "autoconscientemente 'culturales' " y porque tiene, según sus palabras, "cierta complicidad con la difundida idea de que los significados tienen una mínima importancia en otras esferas institucionales" (2005:378). Pero diferenciar esta esfera de la totalidad de la cultura, entendida como sistema y como práctica o, más precisamente, como "la dimensión semiótica de la práctica social humana" (2005:385), es metodológicamente necesario para poder distinguir, de entre las prácticas humanas que pueden ser analizadas desde una perspectiva semiótica, a aquellas que tienen como finalidad específica la producción de sentidos mediante recursos socialmente establecidos para tal fin (lo que este trabajo identifica como bienes culturales), ya que si bien la cultura se concibe como un sistema semiótico de coherencia débil (Sewell, 2005:387), en la esfera de la producción cultural -como se le entiende aquí- la codificación, en el sentido de Eco (1985), es generalmente más fuerte y se va 'debilitando' a medida que el producto se va acercando a lo que socialmente se considera como arte, al que aquí se considera como una actividad expresiva y en ocasiones comunicativa.
Sin embargo, cabe aclarar que aun cuando los bienes culturales son formas simbólicas en el sentido de Thompson (1990), no todas las formas simbólicas son bienes culturales en el sentido que aquí se pretende considerar, como tampoco todos los bienes simbólicos thompsonianos son bienes culturales. Para este trabajo, los bienes culturales son un tipo particular de formas simbólicas cuya especificidad es que son producidas en un campo social que Bourdieu (1993) identifica como 'campo de la producción cultural', y que incluye a las instituciones legitimadas y legitimadoras del 'arte culto', a los grupos y artistas que aspiran a ser reconocidos o a los que se presentan como contestatarios, así como a los medios masivos de comunicación, a los que Thompson considera como los principales productores y difusores de bienes simbólicos en la cultura contemporánea.
Bienes culturales y campo(s) de producción cultural
Para precisar todavía más lo que este trabajo identifica como bienes culturales es de utilidad recurrir a la propuesta de Bourdieu (1990) en lo relativo a la existencia de campos sociales, uno de los cuales es el campo de la producción cultural.
Como todos los campos, el de la producción cultural es un territorio de luchas entre dos subcampos; en este caso, el de la producción cultural restringida y el de la producción en gran escala, cuyo principio legitimador es precisamente la posesión de capital simbólico (objetivado en la posesión de objetos valorados en el campo y en modos particulares y distinguibles de consumir los productos del campo). El subcampo de la producción restringida es el que comúnmente se identifica con las bellas artes, con la llamada 'alta cultura' o cultura de élite, que tiene a su disposición un vasto aparato de instituciones con su respectiva infraestructura (museos, galerías, teatros, bibliotecas, etcétera). Por su parte, en el subcampo de la cultura de masas se encuentran los medios masivos de comunicación (Bourdieu, 1993), las industrias culturales en el sentido de García y Piedras (2000).
A decir de Bourdieu, existe una frecuente homología entre las posiciones de los productores (o las obras) en el campo de la producción cultural y las posiciones de los consumidores en el espacio social (1984:20), lo cual implica que para cierto tipo de productos hay un público específico ubicado en un lugar específico no sólo del campo de la producción cultural sino de la sociedad. Dicha homología se manifiesta en el hecho de que, en el campo de la producción cultural, la oposición que divide al arte 'burgués' del arte 'industrial' corresponde claramente a la oposición entre las clases dominantes y las dominadas. Sin embargo, esto no significa que haya una correspondencia directa y permanente, ya que, al igual que en el campo de poder o de las relaciones de clase existen luchas y alianzas entre grupos o fracciones de ellos, en el campo de la producción cultural también se dan pugnas y alianzas similares, con resultados diversos.
Bourdieu establece que existen tres principios de legitimación que compiten en el campo de la producción cultural: el primero es el principio específico del reconocimiento que otorga un grupo de productores que produce para otros productores; el segundo es el principio de la legitimación que corresponde al gusto 'burgués' y a la consagración que otorgan las fracciones dominantes de la clase dominante, y el tercero es lo que sus defensores llaman "popular", que no es sino la consagración merced a la preferencia de los consumidores comunes, es decir, de las audiencias masivas (1993:51).
En el campo de la producción cultural, estos principios se identifican con distintos agentes y con las diferentes posiciones que ellos tienen en el campo específico y en la sociedad misma. Si bien los artistas conforman el grupo que tiene una posición dominante en términos simbólicos, también tienen una posición dominada en términos económicos, en tanto que quienes tienen poder económico son quienes ejercen el segundo principio legitimador y tienen la capacidad de contribuir o no a la fama de un artista (al adquirir sus obras o patrocinarlo), a la vez que llegan a ser los propietarios de los medios masivos de comunicación, que con grandes ganancias producen con base en el tercer principio, el de las preferencias 'populares'. El tercer grupo sería el de los consumidores de los productos de las industrias culturales, que -según el propio discurso del campo- no tienen la capacidad económica ni simbólica para producir (Bourdieu, 1993).
Si en Thompson (1990) hay una clara definición de lo que son una forma simbólica y un bien simbólico, en Bourdieu (1984, 1993, 1999) tanto el concepto 'campo de la producción cultural' como el de 'bienes simbólicos' manifiestan diversos grados de amplitud en su significado.
En la introducción a la edición en inglés de La distinción (Bourdieu, 1984) se establece de entrada la manera en que el autor entiende los bienes culturales:
Existe una economía de los bienes culturales, pero tiene una lógica específica. La sociología se esfuerza por establecer las condiciones en las cuales se producen los consumidores de bienes culturales y su gusto por ellos, y, al mismo tiempo, por describir las diferentes maneras de apropiación de objetos tales que son considerados en un momento particular como obras de arte, así como las condiciones para la constitución del modo de apropiación considerado legítimo (Bourdieu, 1984:1; trad. propia).
Después de este párrafo, procede Bourdieu a enumerar algunas de las prácticas consideradas culturales: ir a museos, a conciertos, leer, etcétera, y menciona preferencias en literatura, pintura o música, ejemplos todos de lo que suele identificarse como artístico. No obstante, aclara Bourdieu que para poder entender las prácticas culturales en el sentido restringido y normativo del término "cultura" (que sería la cultura como esfera institucional, ya descrita) es necesario recurrir al sentido antropológico (la cultura-sistema-práctica) para descubrir que las necesidades culturales son producto de la crianza y la educación, tal como lo han demostrado las encuestas que prueban la estrecha vinculación del nivel educativo y el origen social con las prácticas culturales (en ese sentido restringido que continuará usando a lo largo de la obra).
Por otra parte, en The Field of Cultural Production aclara que:
Los bienes simbólicos son una realidad de dos caras: una mercancía y un objeto simbólico. Su valor específicamente cultural y su valor comercial permanecen relativamente independientes, aunque la sanción económica puede llegar a reforzar su consagración cultural (Bourdieu, 1993:113; trad. propia).
Y pone una nota para este párrafo: "El adjetivo 'cultural' se utilizará de ahora en adelante como una forma abreviada de 'intelectual, artístico y científico' (como en consagración cultural, legitimidad, producción, valor, etcétera)" (Bourdieu, 1993:289; trad. propia). Esa realidad de dos caras, con su doble valor, es abordada también por Thompson (1990:157) al mencionar cómo se dan procesos de 'valoración cruzada' de los bienes simbólicos.
En la obra citada, Bourdieu utiliza indistintamente los términos 'bienes simbólicos' y 'bienes culturales' al referirse al campo de la producción cultural francés del siglo diecinueve, pero afirma que desde mediados de ese siglo el [sub]campo de la producción restringida se ha ido cerrando sobre sí mismo y ha mostrado su capacidad de organizar su producción en referencia a sus propias normas internas: "el principio de cambio en el arte ha surgido del arte mismo, como si la historia fuese interna al sistema y como si el desarrollo de formas de representación y expresión fuesen solamente el producto del desarrollo lógico de sistemas axiomáticos específicos de las diversas artes" (Bourdieu, 1993:140; trad. propia). Con base en esto se entiende que dicho subcampo ha logrado autonomía respecto de las otras áreas inicialmente consideradas (la científica y la intelectual), lo que ayuda a comprender cómo es que en ocasiones el autor hace referencia a 'campos de producción cultural' (en plural), pues el artístico -que en ocasiones Bourdieu menciona como 'artístico-intelectual'- sería uno de ellos, considerado ya aparte del científico (que también se fue configurando con base en normas específicas). En La distinción (1984:317, entre otras) Bourdieu hace referencia a "intelectuales y artistas" como productores de bienes culturales. Asimismo, en Intelectuales, política y poder (1999) Bourdieu es explícito respecto de la existencia de un campo intelectual y de un campo científico como 'campos de producción cultural' (en plural), que en otros apartados menciona como 'campos de producción simbólica', lo que -en el contexto de esa obra- se puede entender como producción de significaciones, no como producción de valor simbólico (en tanto reconocimiento o prestigio), y ello lleva a establecer una equivalencia entre producción cultural y producción simbólica, y por tanto, entre bienes culturales y bienes simbólicos.
Los bienes simbólicos de Thompson (1990) lo son precisamente por su capacidad de significar (ya que son formas simbólicas), pero para Bourdieu (1984) son además capital simbólico (entendido como reconocimiento) objetivado y otorgan poder simbólico a quien se los apropia en diversas maneras (incluyendo la posesión material), tema que desarrolla ampliamente en La distinción al analizar el consumo de obras artísticas, que identifica como bienes/productos culturales.
Así, se puede expresar el recorrido y aplicación teórica de los conceptos de Thompson (1990) y Bourdieu (1993) de la siguiente manera:
¿Bienes expresivos o comunicativos?
Al identificar a los bienes culturales como se hace aquí, se está excluyendo a las acciones, objetos y expresiones que pueden ser interpretadas 'como' significativas, consideradas 'como' formas simbólicas, que si bien son constitutivas de la cultura (sistema-práctica), no forman parte de lo que aquí se intenta delimitar como un campo de producción cultural (y la misma intención de delimitarlo es parte de la lucha simbólica del campo, diría Bourdieu). Es decir, no se trata de la 'intencionalidad' que Thompson identifica como característica de las formas simbólicas:
...la constitución de los objetos como formas simbólicas -es decir, su constitución como 'fenómenos significativos'- presupone que son producidos, construidos o empleados por un sujeto capaz de actuar de manera intencional, o por lo menos que se perciban como si hubieran sido producidos por dicho sujeto (Thompson, 1990:139; trad. propia).
Al ubicar a los bienes culturales como producidos en lo que se ha identificado como campo de producción cultural (separado del intelectual o científico), se destaca una intencionalidad explícita; esto es, que ese campo sería un campo de producción de formas simbólicas intencionalmente expresivas/comunicativas, o sea, explícitamente elaboradas para expresar/comunicar.
Para explicar esto es de suma utilidad tomar prestados algunos conceptos que provee Manuel Martín Algarra (2003), y que no estaban disponibles durante las primeras elaboraciones de la propuesta que aquí se revisa.
El primer concepto es el de expresión, que es "una acción significativa que tiene como finalidad manifestar lo que se piensa o se siente. Por tanto, la finalidad de la expresión es precisamente el significado" (Martín Algarra, 2003:144), y puede tratarse de una expresión solitaria que se agota en la mera creación del producto significativo, o puede ser una expresión social que a través del producto significativo manifiesta a otro un conocimiento (en un sentido amplio del término como 'contenido cognoscitivo'). La diferencia entre ambas es que la segunda se dirige a otro y, por tanto, su interpretación se hace a la luz de su finalidad social. En palabras de Martín Algarra, "el producto ha sido creado para que otro lo interprete, la interpretación debe ser llevada a cabo siguiendo las claves interpretativas que ofrece el propio producto, si está bien elaborado", para lo cual el que elabora el producto significativo "debe formular la expresión de lo que quiere dar a conocer para que llegue a ser interpretado por el otro" (2003:154). O dicho en términos de Giddens (1993), tanto el que elabora el producto significativo como el que lo interpreta comparten un 'saber mutuo', que para Martín Algarra es un contexto cultural común.
Los productos significativos elaborados para la expresión social tienen dos niveles de interpretación: el primero se refiere a la interpretación de la acción de expresar -lo que el otro 'me está haciendo'-, en tanto que el segundo corresponde a la interpretación del producto expresado, el contenido -lo que el otro 'me está diciendo'- (Martín Algarra, 2003:155-156). Por eso dice este autor que en la mentira no hay comunicación, pues aun cuando podemos interpretar lo que alguien nos dice, no se es capaz de interpretar que la acción expresiva es falsa.
En el caso de algunos bienes culturales, específicamente de los llamados "artísticos" (propios del subcampo de la producción restringida del campo de la producción cultural), se presenta una situación inversa, pues si bien se interpreta la acción expresiva (el acto de producir una obra de arte como arte) debido a que existen acuerdos sociales al respecto y un reconocimiento que se vincula a ese tipo de producción, no todos están en posibilidades de lograr el nivel de interpretación 'del contenido', por una parte, debido a que el código con el que se produjo no es accesible para grandes sectores sociales (pues al serlo perdería su carácter artístico, según las propias normas del campo), y por otra, porque en ocasiones la obra de arte, aun cuando manifieste o se le adjudique una intención expresiva social (pues de no declararse así no sería reconocida socialmente), ha sido elaborada como producto de 'expresión solitaria', en términos de Martín Algarra; es decir, ha sido producida como mero objeto expresivo que se agota en sí mismo, ya que recurrir a un código (por débil que sea) para elaborar una obra de arte la hace 'significar algo', y tal hecho es, como Bourdieu mismo ha expresado, la antítesis del gusto puro, para el cual el arte no tiene función alguna, mientras que es el gusto bárbaro el que le busca al producto artístico una función, aunque sea la de signo (Bourdieu, 1984:43). Tenemos así que la obra de arte, producida en el subcampo restringido y dominante del campo de la producción cultural, manifiesta una intención expresiva cuyo sentido no siempre es interpretado, ya sea como consecuencia de una débil codificación o porque es una estructura compuesta de diversos niveles, una 'fuga semiótica' en términos de Eco (1985), ¿o una semiosis que se da a la fuga? (sobre la discusión arte/estética/comunicación, que no es objeto de este artículo, ver Romeu, 2008).
Culturales Modalidades de consumo
Es menester hacer una pausa aquí para explicar un aspecto poco analizado respecto de los bienes culturales, y que se refiere a su mayor o menor tangibilidad y, por tanto, a sus modalidades de consumo. Para ello es útil recurrir a lo expuesto por Martín Serrano (1986) respecto de los productos comunicativos -bienes simbólicos, si se toman en cuenta los criterios de Thompson (1990)-, en los cuales identifica dos dimensiones: una objetal y otra cognitiva, que corresponden con la 'realidad de dos caras' mencionada por Bourdieu (1984). Los bienes culturales, que son formas simbólicas (Thompson, 1990) o conjuntos de ellas, tienen también ambas dimensiones, por lo que su consumo se puede realizar con predominio de una u otra, o bien en las dos simultáneamente. La dimensión objetal, que se refiere a su carácter de objeto en función del soporte material, puede en algunos casos ser apropiada materialmente por el individuo y no llegar a la dimensión cognitiva; en otros casos, el bien cultural puede ser recibido únicamente en su dimensión cognitiva a través de la percepción sensorial pues no se puede realizar una adquisición del soporte material o de su manifestación objetiva; o puede realizarse el consumo en ambas dimensiones. Pero, además, es posible llevar a cabo una tercera modalidad, que se refiere al aprovechamiento de las capacidades del bien cultural para el logro de un fin: el uso, en el sentido de Dorantes (1971). De ahí que el consumo puede ser no sólo apropiación sino también recepción y uso.
Por fin, el concepto
Es así que, a partir de las aportaciones de los autores mencionados, el consumo de bienes culturales se define como el conjunto de procesos socioculturales en que se realizan la apropiación, recepción y uso de los bienes producidos en el campo de la producción cultural.
Y habría que agregar que, en ese campo, la producción en gran escala de formas simbólicas explícitamente expresivas-comunicativas las llevan a cabo principalmente las industrias culturales (en el sentido de García y Piedras, 2000), que incluyen a los medios de comunicación masiva.
Siendo consumo, el de bienes culturales es un proceso que se lleva a cabo en contextos sociohistóricos específicos, marcados por asimetrías en el acceso a recursos derivados de las posiciones diversas que ocupan los agentes en el campo social, y también en él se ponen de manifiesto categorías sociales -aplicables a todo consumo- y específicas -las que corresponden a los bienes culturales-. De igual manera, como resultado de las prácticas de individuos que eligen los bienes por consumir -no siempre con base en la racionalidad de la maximización de los beneficios-, el consumo de bienes culturales manifiesta identidades individuales, familiares y sociales, y se constituye a la vez en parte del más amplio proceso de reproducción social, tal como lo establece Thompson (1990) respecto del consumo de formas simbólicas.
Por otra parte, al concebir así el consumo de bienes culturales se abre la puerta para considerar a Baudrillard (1979) en su identificación de varias lógicas aplicables cuando se entra en contacto con los objetos: la lógica del valor/signo, o lógica de la diferencia, del estatus; la lógica funcional del valor de uso, que tiene que ver con la utilidad, con las operaciones prácticas a las que sirve el objeto; la lógica económica del valor de cambio, que corresponde a la lógica del mercado, y la lógica del cambio simbólico, o lógica de la ambivalencia, que se aplica al objeto 'regalado', al obsequio, en tanto que no es susceptible de valoración económica pero tampoco simbólica pues no tiene un significado fijo, y cuya utilidad no es la que le da el valor, sino el hecho de que se constituye en intermediario de una relación, de modo que el regalo es tal únicamente en el momento en que se regala, es único y se especifica por las personas y el momento en que se da (Baudrillard, 1979:56-57). El análisis de Baudrillard se centra en la lógica del valor/signo, que es para él la única que define al consumo, pues en ella el objeto toma la forma de símbolo o de signo, y es quizá la que ha tenido mayor interés para las ciencias de la comunicación y la cultura.
En todo caso, lo que resultaría interesante a partir de la conceptualización propuesta ya no sería establecer si hay o no predominio del valor simbólico (difícil de establecer) para entonces determinar si es o no 'consumo cultural', sino identificar las lógicas aplicadas por los consumidores de los bienes culturales, y así, por ejemplo, utilizar una obra de arte para fines prácticos encontraría mejor explicación que en la propuesta de García Canclini (1993), ya que el consumo de bienes culturales podría aparecer, entonces, como realizado a partir de una lógica (la funcional) que no necesariamente tendría que ser la de valor/signo, como lo exigiría el concepto acuñado por García Canclini.
Al abordar el consumo 'a secas' y recurrir a los aportes de autores ajenos al campo de los estudios de la comunicación y la cultura, se encuentra un fecundo bagaje teórico y de investigación que puede ser de provecho para el estudio del -ahora sí- consumo de bienes culturales. Tal fue el caso de la incorporación de las tres categorías que se proponen, dos de las cuales fueron adoptadas de estudios sobre consumo de bienes como autos, muebles, ropa, etcétera, y se aplicaron al análisis de la toma de decisiones en el consumo de los bienes culturales, en tanto que la otra, si bien fue utilizada para el análisis de las formas simbólicas en general, se aplicó a un tipo específico de ellas: los bienes culturales.
Decisiones en el consumo
De acuerdo con Phillips, Olson y Baumgartner, la mayoría de los modelos que analizan la toma de decisiones en el consumo dan por hecho que los consumidores integran sus creencias presentes y las evaluaciones que hacen acerca de los atributos de un producto para formar actitudes hacia la compra, pero muy pocos modelos abordan la manera en que los consumidores llegan a tener dichas creencias y evaluaciones. En los modelos tradicionales de toma de decisiones en consumo se propone un proceso en que los individuos identifican los atributos relevantes del producto, evalúan dichos atributos y eligen qué hacer con base en una combinación de los juicios realizados (Phillips, Olson y Baumgartner, 1995). En tal sentido, Davis y Rigaux (1974) proponen un modelo básico que, con variantes según sea el autor, identifica tres etapas en el proceso de toma de decisiones de consumo: reconocimiento del problema, búsqueda de información y decisión final.
Esos modelos, sin embargo, parten del modelo neoclásico que sustenta la soberanía del consumidor, al que se considera como un sujeto autónomo, libre de tomar decisiones y de elegir qué consumir, discurso que Korczynsky y Ott (2004) cuestionan aduciendo que ha sido elaborado en parte con base en el modelo neoclásico y en parte a través de los mensajes publicitarios elaborados por las grandes firmas comerciales. Así, dicen estos autores, la importancia de ese discurso sobre la soberanía del consumidor ha llevado a establecer un nuevo concepto de libertad individual que equivale, sobre todo, a la libertad de consumir. No obstante, existe "un punto de contradicción cultural donde el consumidor 'libre' se encuentra con las constricciones de una producción significativamente racionalizada" (Korczynsky y Ott, 2004:580), contradicción que trata de ser manejada a través de lo que bien puede considerarse una mediación cognitiva a la manera de Martín Serrano (1986), pues produce el encantador mito de la soberanía del consumidor, como le llaman Korczynsky y Ott, mito que hace parecer que el consumidor es soberano, mientras que se prepara el espacio para que el trabajador en la línea frontal -esto es, el individuo con quien el consumidor tiene contacto al solicitar un servicio o un bien- guíe al consumidor a través de las constricciones de la producción (Korczynsky y Ott, 2004:581).
Además, a decir de Borràs (1998), al utilizar solamente las teorías económicas para investigar el consumo se dejaría fuera el estudio de las desigualdades sociales: el peso del proceso cultural en el consumo, los aspectos que se explican por la relación con los demás (referencias de clase o grupo social), el estudio del consumo auto-destructivo, el papel de la publicidad y la historia del consumo.
Sin dejar de tomar en cuenta las observaciones arriba anotadas, cabe detenerse un poco en lo que autores que trabajan en el ámbito de la mercadotecnia tienen que decir respecto de las elecciones que hacen los consumidores.
Con base en el modelo de tres etapas en la toma de decisiones, Wenben (1994) ha argumentado que los consumidores obtienen la utilidad de manera holística, a partir de una constelación de productos que corresponden a un esquema de consumo más que a la adquisición de productos separados, esquema en el que las interrelaciones y significados que se establecen entre los productos que ya se poseen y el que se piensa comprar tienen una importancia central, y que es con base en ese esquema como los consumidores desarrollan estrategias de elección. De igual modo, McCracken (1988) establece la existencia de patrones de consistencia entre los productos -situación que denomina 'efecto Diderot'- y el usuario mismo, lo que está en consonancia con los hallazgos de Bourdieu (1984) respecto de la complementariedad del gusto por ciertos bienes culturales, alimentos y hasta deportes.
Una limitante que es menester tomar en cuenta es la que investigaciones recientes en comportamiento y toma de decisiones del consumidor encontraron al sugerir que las preferencias se construyen cuando la gente se ve enfrentada a la necesidad de tomar decisiones, y no cuando se encuentra ante una opción ya elaborada que se recupera de un conjunto de valores y preferencias preexistentes que se tienen en la memoria (Simonson y Nowlis, 2000:2). De ser así, podría entonces establecerse un paralelismo entre ese proceso de construcción de las preferencias que se lleva a cabo en el momento de la toma de decisiones y la manera en que el habitus contribuye a estructurar el consumo, ya que según Bourdieu el habitus, en tanto sistema de predisposiciones, "genera estrategias que pueden estar objetivamente conformes con los intereses objetivos de sus autores sin haber sido concebidas expresamente con este fin" (Bourdieu, 1990:141).
Junto con lo anterior, habría que considerar la afirmación de Maycroft respecto de que "La gente hace elecciones de acuerdo con los recursos que tiene a su disposición, y de acuerdo con su percepción de que dichas elecciones serán parte de cursos de acción exitosos" (2004:67). Dichos recursos, según Thompson (1990), no son los mismos ni están igualmente distribuidos en todo el cuerpo social, ya que la existencia de asimetrías es característica de la estructura de la sociedad capitalista contemporánea. Así, las elecciones en consumo estarían determinadas por los recursos disponibles -en este caso, sobre todo económicos y culturales- para elegir los bienes culturales por consumir, pues, de acuerdo con Thompson (1990), las características de los contextos sociales son constitutivas de la producción y recepción de formas simbólicas.
Con base en lo anterior se observa cómo, para los diferentes autores mencionados, las elecciones que hacen los consumidores no pueden adjudicarse a un solo elemento condicionante: por una parte, la subjetividad adquiere importancia como expresión individual; pero, por otra, las condiciones particulares, el contexto inmediato dentro del cual se construye y se manifiesta esa subjetividad, intervienen también en la construcción de estrategias por medio de las cuales los individuos llegan a elegir unos bienes por encima de otros. Junto con ello, las determinantes sociales alcanzan también al proceso de consumo a través de las posiciones de los individuos en la estructura social.
Categoría 1. Estrategias de valoración simbólica
Al ser los bienes culturales un tipo de formas simbólicas en el sentido de Thompson (1990), el hecho de estar insertas en contextos sociales las hace ser objeto de procesos de valoración económica y simbólica, aunque aquí se centra el interés en los segundos.
Para Thompson, el valor simbólico es conceptualizado a la manera de Bourdieu (2002), de ahí que lo defina como el valor "que tienen los objetos en virtud de las maneras y el grado en que son estimados por los individuos que los producen y reciben" (Thompson, 1990:154), de modo tal que la valoración simbólica consiste en el proceso por el cual tanto quien produce la forma simbólica como quien la recibe le adscriben un determinado valor simbólico.
Sin embargo, este autor es enfático al aclarar que el valor de una forma simbólica y la interpretación que de ella se hace están moldeados por las características de los contextos histórico-sociales en que se ubican quienes las reciben, ya que los receptores no son sujetos pasivos, sino que de manera activa y creativa "hacen sentido" a partir de las formas simbólicas (Thompson, 1990:153). Los conflictos de valoración ocurren, precisamente, por las diferentes posiciones de los agentes sociales en un contexto social estructurado y que se caracteriza por asimetrías y diferencias diversas.
Dado que los individuos que producen y reciben formas simbólicas comúnmente se dan cuenta de que éstas están sujetas a procesos de valoración, dice Thompson (1990) que pueden poner en marcha estrategias orientadas a aumentar o reducir el valor -económico o simbólico- de ellas. Por ello, y para el caso de los bienes culturales, cuyo consumo puede ser considerado un recurso para la distinción entre grupos sociales (Bourdieu, 1984), interesan en este trabajo las estrategias de evaluación2 simbólica que Thompson caracteriza de acuerdo con tres posiciones básicas en un campo de interacción: dominante, intermedia o subordinada.
Las estrategias de evaluación simbólica típicas de quien ocupa una posición dominante son la distinción, la burla y la condescendencia; quienes ocupan posiciones intermedias pueden poner en marcha la moderación, la pretensión o la devaluación; en tanto que quienes se ubican en posiciones subordinadas utilizan la viabilidad, la resignación respetuosa y el rechazo. Tal como aclara Thompson (1990), no son éstas las únicas estrategias posibles, y en los resultados de este estudio se observa que tampoco son exclusivas de determinadas posiciones, aunque sirven como punto de partida para entender las maneras en que las formas simbólicas son objeto de valoración simbólica.
Los individuos en posición dominante poseen o tienen acceso a recursos de capital de varios tipos, y al producir o valorar formas simbólicas pueden buscar distinguirse de quienes ocupan posiciones subordinadas al otorgar valor a formas simbólicas inaccesibles para quienes poseen menos capital; pueden también hacer mofa de las formas simbólicas producidas en los estratos inferiores, o bien mostrarse condescendientes respecto de ellas, y de esta manera, mediante esta estrategia de valoración, afirmar su posición dominante. Por su parte, quienes ocupan posiciones intermedias en un campo de interacción tienen acceso a ciertos tipos de capital pero no a otros, o pueden tener acceso muy limitado a los diversos tipos de capital a los que acceden ampliamente los del estrato dominante. Estas posiciones intermedias se llegan a caracterizar por tener capital económico pero poco capital cultural, o a la inversa; o bien por poseer poco capital de ambos tipos. Las estrategias de evaluación simbólica a que pueden recurrir apuntan, por ejemplo, a valorar más aquellas formas simbólicas que les permiten utilizar su capital cultural pero manteniendo sus limitados recursos económicos; pueden también pretender ser lo que no son, a fin de acceder a posiciones superiores a la propia; o pueden despreciar las formas simbólicas producidas desde una posición superior, con lo que buscan ubicarse por encima de ella (Thompson, 1990).
Finalmente, quienes se ubican en posiciones subordinadas poseen menos recursos y sus oportunidades de acceder a ellos son más restringidas que las de los casos anteriores. Al estar más preocupados por su sobrevivencia que los individuos situados en los otros dos niveles, le dan mayor valor simbólico a los objetos prácticos y funcionales, que además estén al alcance de sus recursos y que 'den más por el dinero'. Asimismo, pueden reconocer las formas simbólicas producidas por otros como superiores y valiosas, dignas de respeto, pero aceptar que están fuera de su alcance; y, en el extremo, quizá lleguen hasta a rechazar o ridiculizar las formas simbólicas producidas por individuos de posiciones superiores, con lo que al tiempo que reafirman el valor de sus propios productos dejan inalterada la desigual distribución de recursos que caracteriza al campo (Thompson, 1990).
Analizar el consumo de bienes culturales a partir de las estrategias de evaluación simbólica puestas en marcha por los individuos que consumen o podrían ser potenciales consumidores de bienes culturales puede arrojar luz sobre algunas situaciones que cotidianamente enfrentan los promotores de las instituciones de cultura legítima, quienes aplican creatividad y esfuerzo en la promoción de eventos de corte artístico con los que no logran alcanzar a los sectores populares.
Categoría 2. Visiones del consumo de bienes culturales
En los estudios que abordan el consumo de otros tipos de bienes y servicios -alimentos, muebles, vacaciones- destaca el modelo que identifica tres etapas: reconocimiento del problema, búsqueda interna y externa de información, y decisión final (Davis y Rigaux, 1974). Tal decisión, en tanto juicio evaluativo, se toma con base en la información acerca del producto y sus atributos, ya sea la que se posee o aquella que se obtiene del exterior. Sin embargo, Phillips, Olson y Baumgartner (1995) arguyen que la toma de decisiones no siempre ocurre de tal modo, y aseveran que cuando los consumidores se ven enfrentados a tomar decisiones de consumo respecto de bienes con los cuales están poco familiarizados, cuando el problema está vagamente definido o cuando los aspectos emocionales tienen un rol importante, se elaboran 'visiones de consumo' que ayudan a seleccionar una alternativa adecuada. Para dichos autores, una visión de consumo es "una imagen visual de ciertas conductas relacionadas con un producto y las posibles consecuencias de ellas, que consisten en imágenes mentales vívidas y concretas que permiten a los consumidores la experiencia vicaria de las consecuencias relevantes para el yo del uso del producto (Walter y Olson, 1994, en Phillips, Olson y Baumgartner, 1995:280).
Los tres autores establecen que en la visión de consumo el consumidor proyecta un "yo posible" en una futura situación de consumo, pero ese "yo posible" puede corresponder a lo que idealmente se buscaría ser, a lo que probablemente se va a ser o a lo que se teme llegar a ser, y dicha proyección del posible yo provee elementos para interpretar una experiencia de consumo que es relevante para el individuo, en tanto que le permite identificar los rasgos sobresalientes de cada opción potencial y experimentar reacciones afectivas ante el resultado imaginado, formando así una base cognitiva y afectiva para las preferencias que manifestará en la decisión (Phillips, Olson y Baumgartner, 1995).
En este sentido, Phillips y colaboradores señalan que las visiones de consumo pueden ser inducidas por diversos estímulos externos, como la publicidad, una solicitud expresa para hacerlo o las limitaciones económicas, que llevan a los individuos a formar visiones de consumo de aquellos productos a los que razonablemente pueden tener acceso, lo que en términos de Thompson (1990) correspondería a una estrategia de moderación en la evaluación de formas simbólicas, que en este caso son los bienes culturales objeto de consumo.
Las visiones de consumo permiten al consumidor proyectar un 'posible yo' en una futura situación de consumo, de manera que proveen una base para interpretar las experiencias de consumo que son importantes para el yo, a la vez que permiten construir representaciones sobre su posible satisfacción que pueden conducir a realizar el acto de consumo o no realizarlo. Son varios los elementos contextuales que pueden inducir la formación de visiones de consumo; por ejemplo, una fotografía en una revista, un anuncio publicitario o una solicitud explícita para imaginar una situación de consumo particular. En todo caso, las visiones de consumo tienen forma narrativa; esto es, tienen un personaje -el posible yo consumidor-, un argumento -la serie de eventos en los que actúa el personaje- y un escenario -el contexto en el que ocurriría la acción- (Phillips, Olson y Baumgartner, 1995).
Considerando que las visiones de consumo adquieren mayor importancia cuando se trata de productos sobre los cuales el potencial consumidor no tiene información previa, se puede trasladar este recurso a la construcción de visiones de consumo de bienes culturales respecto de los cuales el individuo tiene poca o nula información o la información que tiene disponible es provista, por una parte, por el contexto social en que se ubica y, por otra, y en relación con la anterior, por el acceso a información proveniente de los medios masivos de comunicación. Con ello, las visiones de consumo de bienes culturales elaboradas estarán fuertemente influidas por las representaciones sociales dominantes relativas a los bienes culturales y a su valoración simbólica, tal como se pudo observar en los resultados de la investigación.
La utilidad de esta categoría para el análisis de la toma de decisiones en materia de consumo de bienes culturales reside en la posibilidad de comprender cómo es que el nulo contacto con la oferta cultural institucional y la escasez de referentes respecto de lo que implica el consumo de bienes culturales legitimados se manifiestan en la imposibilidad de elaborar visiones de consumo de ese tipo de bienes, puesto que no forman parte del mundo en que viven amplios sectores de población (véase Ortega, 2008).
Categoría 3. Estrategias de solución de conflicto en la toma de decisiones
Aplicación de estrategias de evaluación simbólica, elaboración de visiones del consumo, recepción de formas simbólicas, son procesos que se aprenden primariamente en el hogar, unidad doméstica generalmente conformada por una familia.
Desde la teoría crítica, la familia es considerada como una unidad de reproducción social, un aparato ideológico de Estado, según Althusser (1979), que al operar predominantemente mediante la ideología contribuye a la reproducción de las relaciones sociales de producción. En esta concepción althusseriana el individuo no existe, es interpelado como sujeto aun antes de nacer, y llega a insertarse en un mundo ideológicamente constituido, de manera que cualquier pensamiento, acción o producto es una manifestación ideológica. En ese mismo tenor, Herbert Marcuse (1968) expresa que las industrias culturales no son las únicas responsables de la constitución del pensamiento unidimensional en el individuo, sino que éste llega ante los medios de comunicación ya preparado por la acción de la familia.
Es evidente que para estos teóricos no existe entonces libertad alguna de elección, pues el individuo es resultado de la estructura social. Ante ello, diversos autores posteriores han planteado que, si bien la estructura social determina en cierta medida a los individuos, éstos también, en su actividad cotidiana, transforman las propias estructuras que los hacen actuar. Así, Bourdieu aclara que el habitus no es un destino irremediable, sino que al ser un producto de la historia es "un sistema de disposiciones que está constantemente sujeto a las experiencias y por lo tanto constantemente afectado por ellas, en forma tal que pueden reforzar o modificar la estructura", aunque no deja de reconocer que existe una alta probabilidad de que las experiencias confirmen el habitus, lo que le daría -en tanto sistema de disposiciones- una relativa cerrazón (Bourdieu y Wacquant, 1992:133). La reproducción social se logra, entonces, por medio del habitus, que habiendo interiorizado la estructura que le da origen actúa conforme con ella y, al hacerlo, la reproduce o la transforma (Bourdieu y Wacquant, 1992).
De acuerdo con Bourdieu, la familia es un principio colectivo de construcción de la realidad social, pues es a la vez el resultado de una "auténtica labor de institución... orientada a instituir duraderamente en cada uno de los miembros de la unidad instituida unos sentimientos adecuados para garantizar la integración que es la condición de existencia y de la persistencia de esta unidad" (2002:131).
Para Berger y Luckmann (1968), la familia socializa a los agentes y les provee las herramientas para desenvolverse en el mundo. En ella el individuo aprende las pautas de socialización y tiene su primer contacto con esa urdimbre de significaciones que es la cultura (Geertz, 2001), lo que le permite formar y sentirse parte de un grupo, de modo que se puede afirmar que no sólo las prácticas de consumo sino también el significado de las mismas son aprendidos en el seno familiar.
No obstante, conviene recordar a Giddens, quien afirma que aun cuando el término "estructura' presupone al de "sistema" -dado que sólo los sistemas poseen características estructurales-, y la estructura se fundamenta en prácticas regulares institucionalizadas y "da forma a influencias totalizadoras en la vida social" (2001:18), también es cierto que las prácticas particulares, cotidianas, pueden tender a reproducir o transformar los sistemas globalizantes. Así, el consumo en la familia puede ser considerado, no sólo como práctica estructurada o actividad reproductiva, sino a la vez como actividad creativa y generadora de nuevos sistemas de significación.
En los trabajos sobre mercadotecnia se ha llegado a reconocer que el papel de la familia para la constitución de las prácticas de consumo es crucial, pues las actitudes hacia el ahorro y el gasto, y aun hacia las marcas y los productos, son frecuentemente moldeadas en la familia (Soni y Singh, 2003).
Según Reimer y Leslie (2004), se ha sobreestimado el carácter individualista del consumo y se ha dejado de lado el papel de la dinámica familiar en la construcción de identidades en torno a esa actividad; y en relación con el consumo de alimentos, recuerdan que el hogar es un lugar de consumo individual pero también colectivo (en términos de unidad doméstica o familiar), donde los bienes, sus significados y sus usos son negociados y en ocasiones disputados por los miembros de la familia. De modo similar, Martínez y Polo (1999) consideran a la familia como una unidad de toma de decisiones que recibe información, sigue procesos de toma de decisiones y obtiene diversos resultados, y agregan que las diferencias respecto de quién toma las decisiones en la familia pueden ser determinadas en función de diversas variables susceptibles de mostrar cómo se producen las relaciones de poder al interior de la misma.
Los trabajos que han estudiado la toma de decisiones en la familia han mostrado que, en tanto campo de interacción (Thompson, 1990), los miembros de la familia ocupan posiciones diferentes según el tipo y monto de sus capitales; y en tanto espacio de interacciones de sus miembros, se puede afirmar que las relaciones al interior de la familia son también relaciones de poder, en el sentido de Giddens (2001), que no necesariamente implica dominación, sino que se entiende como capacidad de movilizar recursos para constituir medios que permitan la obtención de resultados.
En este trabajo el poder es entendido a la manera de Giddens, en tanto propiedad de la interacción que implica "la capacidad de asegurar resultados donde la realización de estos depende del obrar de otros" (2001:138), y que involucra la utilización de los recursos de que disponen quienes participan en la interacción, "incluso la posesión de 'autoridad' y la amenaza de uso de la 'fuerza'" (2001:139). Aun cuando el recurso al poder puede constituirse en dominación, no necesariamente tiene que ser así, pues no implica obligatoriamente la existencia de un conflicto. Para Giddens, "Si poder y conflicto frecuentemente van juntos [es] ... porque el poder se enlaza a la persecución de intereses, y los intereses de la gente pueden no coincidir" (2001:138). Por ello, se puede afirmar que los conflictos al momento de la toma de decisiones respecto del consumo de un bien, surgidos por la diferencia de intereses entre los involucrados en el consumo, son abordados como parte de negociaciones entre los participantes o, dicho de otro modo, como parte de estrategias de resolución de conflictos. Estas estrategias han sido tomadas en cuenta por los investigadores en mercadotecnia, ya que tienen un fuerte efecto en el resultado final de la decisión de compra.
Al hacer una revisión de diferentes trabajos que abordan el tema de la resolución de conflictos en la toma de decisiones de consumo, Kwan-Choi y Collins (2000) llegan a una síntesis de las estrategias que diversos autores han identificado, y enlistan cinco tipos básicos: experiencia, legitimación, coalición, emoción y regateo. La estrategia denominada "experiencia" consiste en recurrir a la práctica de los miembros de la familia y comúnmente involucra obtención de información previa a la evaluación de las opciones, a la vez que la búsqueda de fuentes confiables externas para sustentar los argumentos; en esta estrategia, la discusión se sustenta en hechos y se llega a la decisión por la vía del consenso. La "legitimación", por su parte, se basa en la importancia del rol de uno de los miembros de la familia para establecer su posición privilegiada en la decisión de consumo (la mamá, por ejemplo, puede aludir a que debido a su rol es la que decide sobre la comida), y generalmente involucra a un controlador que se hace cargo de la toma de decisiones. En la estrategia conocida como "coalición" dos o más miembros se alian para influir en la decisión final, sobre todo para aislar al miembro con el que se tiene conflicto. Mediante la estrategia denominada "emoción" un miembro trata de persuadir a los otros utilizando recursos emocionales, como llorar, gritar, hacer gestos faciales o corporales (berrinches, por ejemplo). En el "regateo", un miembro trata de ganar influencia sobre la toma de decisiones con el intercambio de valores en algún otro momento y usando como táctica la invocación a la justicia y la equidad; por ejemplo, recurriendo a tácticas del estilo 'hoy por ti, mañana por mí' (Kwan-Choi y Collins, 2000:1182-1184).
La aplicación de una categoría de análisis poco explorada en lo que otros autores han denominado "consumo cultural" ha hecho posible identificar al menos una estrategia específica del consumo de bienes culturales, que se relaciona con el equipamiento requerido para llevarlo a cabo y que no está considerada en la literatura sobre negociación de conflictos en el consumo de otros tipos de bienes: la posesión de más de un televisor, que evita conflictos en el momento de decidir qué programa(s) ver (Ortega, 2008).
Conclusión
Al desadjetivar al 'consumo cultural' se ha abierto una puerta para el diálogo entre al menos dos perspectivas que tradicional-mente se han considerado como opuestas, oposición que ha sido reafirmada por el uso mismo del concepto consumo cultural, que tiene la propiedad de establecer la diferencia entre el consumo 'común y corriente' y ese consumo especial, el 'cultural', tan especial como los productos consumidos. La supuesta dignidad del objeto de estudio es marcada, así, por la denominación específica de un tipo de consumo.
La primera perspectiva, el estudio del consumo desde la mercadotecnia, ha sido criticada porque busca analizar el fenómeno como medio para establecer estrategias que lo promuevan más eficazmente; de manera que la segunda perspectiva, la del estudio del consumo desde la sociología de la cultura, ha establecido un objetivo más 'apropiado' al ámbito académico, como es la comprensión de los significados que son puestos en juego y movilizados durante ese proceso, que incluye también, como objeto privilegiado, el 'consumo cultural'.
En tanto disciplinas pertenecientes a dos campos diferentes y con orígenes teóricos contradictorios, los trabajos realizados por una y otra difícilmente han contado con elementos comunes que permitan establecer analogías o comparaciones. Por ello, retomar los aportes hechos desde la primera y utilizarlos en el análisis de la segunda puede parecer un acto de subversión ante las normas de un campo disciplinario que, fiel a sus ancestros, ha hecho de la sociedad de consumo su objeto predilecto de crítica. No obstante, limitar la posibilidad de comprensión de un fenómeno social con base en prejuicios disciplinarios en nada ayuda a la generación de conocimiento y a una mayor comprensión de la realidad.
Además, incorporar en el estudio del consumo de bienes culturales el análisis de la toma de decisiones no sólo individual, sino en ese microcosmos que es la familia, hace posible salvar el error en que se ha incurrido constantemente en el estudio del 'consumo cultural': a saber, la consideración del consumidor como individuo aislado, y que se hace evidente en las innumerables encuestas realizadas, tanto por instancias gubernamentales como por instituciones académicas, que inquieren sobre las actividades de consumo únicamente de quienes responden al cuestionario, y dejan fuera los procesos por los cuales tomaron la decisión de efectuar dicho consumo o las interacciones que inciden en la decisión final.
La propuesta aquí presentada, si bien se limita a tres categorías de análisis, es una invitación a hacer más larga la lista de posibilidades, de miradas, de colaboraciones que, desde cualquier campo de estudio, hagan posible comprender cada vez más el consumo (o no consumo) de bienes culturales.
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1 No se entrará en este trabajo en la discusión acerca de si las necesidades son naturales o artificiales, pues se considera que siempre están culturalmente determinadas. Ver García Canclini, 1993.
2 Se utilizan indistintamente los términos 'valoración' y 'evaluación' simbólica, pues en el original en inglés se usa el segundo término, mientras que en la traducción al español (editada por la UAM-Xochimilco en 2002) se utiliza el primero.
Información sobre el autor:
Luz María Ortega Villa. Mexicana. Doctora en comunicación por la Universidad de la Habana. Es profesora-investigadora de la facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Autónoma de Baja California y miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Sus intereses de investigación son los medios de comunicación y el consumo cultural y sus públicos. Entre sus publicaciones recientes se encuentran "Uso de métodos cualitativos y cuantitativos en el estudio del consumo de bienes culturales en sectores populares de Mexicalli, B.C ( Estudios fronterizos, nueva época, vol 8, num16. pp. 43 -63, julio-diciembre de 2007, Mexicalli, UABC) y "Tipología del consum, o de bienes culturales en Mexicalli, B.C" ( Frontera Norte, num 36, pp.53-85, julio-diciembre de 2006, Tijuana, El colegio de la Frontera Norte).