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Culturales
versión On-line ISSN 2448-539Xversión impresa ISSN 1870-1191
Culturales vol.7 no.13 Mexicali ene./jun. 2011
Artículos
La Época de Oro del cine mexicano: la colonización de un imaginario social
Juan Pablo Silva Escobar
Universidad de Chile, jp.silva.escobar@gmail.com.
Fecha de recepción: 11 de febrero de 2010
Fecha de aceptación: 23 de agosto de 2010
Resumen
En este artículo planteo que las prácticas cinematográficas desarrolladas durante la Época de Oro del cine mexicano contribuyen a la colonización de un imaginario social. Esto, en la medida en que presentan un mundo socioculturalmente heterogéneo como el mexicano, a través de un conjunto limitado de personajes y estilos de vida que se convierten en el epítome de "lo mexicano". Así, las películas de la Época de Oro naturalizan en la pantalla aquello que debe ser entendido como la esencia de la "mexicanidad" y con esa naturalización se instala en el imaginario social la ideología del multiculturalismo restringido. En el artículo se analizan dos producciones emblemáticas de la época dorada: Allá en el Rancho Grande (1936), de Fernando de Fuentes, y Enamorada (1946), de Emilio Fernández, que permiten ejemplificar algunas características del periodo.
Palabras clave: imaginario social, colonialismo, cine, identidad, multiculturalismo.
Abstract
In this article we outline that the film practices developed during the Época de Oro of Mexican cinema, contribute to the social colonization of an imaginary. They do that presenting the Mexican, a socio-culturally heterogeneous world, through a limited group of characters and lifestyles that become the epitome of "the Mexican". This way, the movies of the Época de Oro naturalize in the screen what should be understood as the essence of the "mexicanity" and, with that naturalization, it settles in the social imaginary the ideology of the restricted multiculturalism. In this article, two emblamatic productions of the golden time are analyzed (Allá en el Rancho Grande, 1936, of Fernando de Fuentes and Enamorada, 1946, of Emilio Fernández), that allow us to exemplify some characteristics of the period.
Keywords: social imaginary, colonialism, cinema, identity, multiculturalism.
Desde su nacimiento a finales del siglo diecinueve, el cinematógrafo es consustancial a la modernidad y, como bien lo ha señalado Raymond Williams, desde su génesis misma "fue visto como el precursor de un nuevo tipo de mundo, el mundo moderno" (1997:137). La modernidad se refleja en la pantalla maravillando a espectadores y a un mundo ávido por verse reflejado. "El objetivo y aquí el adjetivo tenía tal peso que se hacía sustantivo captaba la vida para reproducirla" (Morin, 2001:14). Casi inmediatamente de haber nacido, el cinematógrafo se apartó de sus fines tecnológicos y científicos para volverse espectáculo, convertirse en cine y hacerse el reflejo del mundo moderno. El invento de los hermanos Lumière rápidamente se propagó por el mundo y su llegada a Latinoamérica se produjo apenas transcurridos unos pocos meses de la primera proyección en el Grand Café de París en diciembre de 1895.
Si en un principio son los agentes de los Lumiére quienes proporcionan las primeras imágenes cinematográficas de México,1 las nuevas tecnologías rápidamente fueron acogidas por los emergentes empresarios cinematográficos mexicanos. En 1903, el mexicano Carlos Mongrad realizó el cortometraje documental Los charros mexicanos. A partir de ese momento, la cinematografía mexicana tuvo una presencia más o menos significativa en la Ciudad de México, desde donde se divulgó "a lo largo de las líneas del ferrocarril construido por el régimen de Porfirio Díaz (1876-1910) (...) A menudo estos espectáculos viajeros acababan integrados al vodevil y a los teatros de musichall, o bien eran presentados en cafés y tiendas de campaña" (King, 1994:33). Hacia 1910, la mayor parte de la producción, distribución y exhibición cinematográfica estaba en manos de empresarios nacionales. Esto se debió principalmente a la renuencia de Pathé Frères2 a construir estudios en México. Esta negativa fue la que pavimentó el lento camino para la edificación de la industria cinematográfica mexicana, que tendría su apogeo entre mediados de los años treinta y finales de los cincuenta, etapa conocida como la Época de Oro del Cine Mexicano.
El punto de partida para analizar la Época de Oro del Cine Mexicano lo proporcionan una serie de reflexiones realizadas desde y sobre el Nuevo Cine Latinoamericano de los años sesenta y setenta. Éstas señalan que las prácticas cinematográficas desarrolladas en el continente con anterioridad al Nuevo Cine reproducían la ideología dominante, tanto en su modo de producción como en sus sistemas de distribución y exhibición. Más aún, se sostiene que
Las únicas películas dignas de consideración han sido realizadas en los últimos treinta años, como parte del vagamente definido movimiento del nuevo cine. Estos textos tienden a hacer a un lado lo que juzgan como una comercial y melodramática prehistoria anterior a la alborada de la modernidad y de la conciencia revolucionaria (King, 1994:15).
De hecho, existe cierto consenso en que el mayor mérito del Nuevo Cine Latinoamericano fue el de emerger como una alternativa al cine dominante de Hollywood, al cine europeo y a la época de oro del cine latinoamericano. El objetivo declarado del Nuevo Cine era romper con la ideología dominante representada por la industria hollywoodense y su modo imperialista de producción, de contenido y de distribución; desligarse del llamado Nuevo Cine Europeo y su narcisista culto por el autor, y, por último, ser una opción a la producción cinematográfica desarrollada en el continente. De hecho, los diversos manifiestos del Nuevo Cine critican abiertamente la producción cinematográfica anterior, a la que se cataloga de imperialista, burguesa, alienada y colonialista.
Partiendo de dichas adjetivaciones, la intención de este artículo es discutir en qué sentido la Época de Oro del Cine Mexicano puede ser efectivamente catalogada de colonialista. Luego nos ocuparemos, primero, de analizar en qué medida ese colonialismo contribuyó a la elaboración de un imaginario social3 que ha inscrito en la conciencia colectiva aquello que se concibe como lo típicamente mexicano y, a continuación, de reflexionar acerca de las ideologías presentes en las películas producidas en México entre mediados de los años treinta y finales de los cincuenta. Para ello analizaremos dos producciones emblemáticas de la Época de Oro que nos permitirán ejemplificar algunas características del periodo: Allá en el Rancho Grande4 (1936), de Fernando de Fuentes, y Enamorada5 (1946), de Emilio Fernández.
Los planteamientos que aquí se desarrollan parten de la base de que el colonialismo territorial y nacionalista de la modernidad ha dado paso a un neocolonialismo posmoderno y desterritorializado. Es posible sostener que los sistemas simbólicos (arte, religión, lengua) se convierten en un medio eficaz para lograr amasar un sistema de dominación que se cristaliza en la producción simbólica. Así se produce (a sabiendas o a ciegas) un sistema de dominación que va más allá y es tanto más efectivo que los tanques, los misiles y los soldados, puesto que las palabras y las imágenes actúan sobre la imaginación de los dominadores y los dominados. Como resultado, se genera una visión consolidada que afirma no sólo el derecho de unos sobre otros a dominar, sino también su obligación de hacerlo. Como lo ha señalado Edward Said, "ni el imperialismo ni el colonialismo son simples actuaciones de acumulación y adquisición. Ambos se encuentran soportados y a veces apoyados por impresionantes formaciones ideológicas que incluyen la convicción de que ciertos territorios y pueblos necesitan y ruegan ser dominados" (2001:44).
De ahí que sostengamos que las prácticas cinematográficas desarrolladas durante la Época de Oro del Cine Mexicano contribuyen a la colonización de un imaginario social. Esto, en la medida en que un mundo social y culturalmente heterogéneo como el mexicano se nos presenta a través de un conjunto limitado de personajes y estilos de vida que se convierten en el epítome de "lo mexicano". Así, las películas de la Época de Oro naturalizan en la pantalla aquello que debe ser entendido como la esencia de la "mexicanidad" y, con esa naturalización, instalan en el imaginario social la ideología del multiculturalismo restringido. Esta ideología "reposa sobre el poder de universalizar los particularismos vinculados a una tradición histórica singular haciendo que resulten irreconocibles como tales particularismos" (Bourdieu y Wacquant, 2001:7).
Hollywood, industria a imitar
A partir de las reflexiones de Raymond Williams sabemos que las prácticas culturales pueden responder a estilos de vida dominantes, emergentes o residuales, pero cuyos contenidos están enteramente determinados por los contextos históricos de su aparición.6 Así, la emergencia de la Época de Oro se debió a diversos acontecimientos que, de alguna u otra manera, están profundamente marcados por su relación con el orden dominante.
El florecimiento del cine mexicano coincide con el inicio de la estabilidad política posterior a la Revolución, materializada en el gobierno de Lázaro Cárdenas, el primer presidente que se mantuvo en el gobierno durante los seis años que establecía la Constitución. El desarrollo de las artes que tuvo lugar en la década de 1930 también alcanzó al cine, el número de producciones fue en aumento y poco a poco la cinematografía mexicana se afianzó primero en el gusto nacional y luego en el regional. Las políticas reformistas de Cárdenas, que incluían entre otras la nacionalización del petróleo, alcanzarían también al cine. Cárdenas desarrolló distintas estrategias para impulsar la cinematografía nacional, y "en 1938 la industria del cine era la más grande después de la industria petrolera; la comedia ranchera situó a México como el mayor exportador de películas entre los países latinoamericanos" (King, 1994:77). Este apoyo estatal continuó con el régimen del presidente Manuel Ávila Camacho (1940-1946), quien a su vez vio cómo la cinematografía nacional tomaba un nuevo impulso producto de la Segunda Guerra Mundial y de la entrada de los Estados Unidos en el conflicto.
Las oportunidades comerciales adicionales ofrecidas por la guerra, el surgimiento de un importante número de directores y fotógrafos, y la consolidación de un star system basado en una fórmula ya comprobada. Como se dijo antes, la disminución de las exportaciones de Hollywood durante la guerra, el ocaso del cine argentino debido a la hostilidad norteamericana, y el apoyo financiero dado al cine mexicano a través de la Oficina de Coordinación, a cargo de Rockefeller, le ofrecieron a la industria oportunidades únicas de desarrollo (King, 1994:78).
Fue precisamente este impulso a la producción cinematográfica concebida como entretenimiento, a semejanza de la industria hollywoodense, el que marcó las temáticas y sus tratamientos. De hecho, el análisis de dos producciones de esta etapa nos revela las causas de su éxito y algunos de los marcadores que caracterizarían a la Época de Oro. Allá en el Rancho Grande transcurre en un ambiente rural atemporal, del que está ausente cualquier alusión a algún hecho histórico que lo vincule exclusivamente a México y, aunque los protagonistas lucen vestimentas asociadas a "lo mexicano", el modelo de los personajes procede de los western estadunidenses. Enamorada, por su parte, está ambientada durante la Revolución, pero ésta no es más que el telón de fondo de los problemas más importantes, que son de carácter amoroso. Se trataba, entonces, de reproducir una fórmula comercial que convocaba al gran público recurriendo al mínimo común denominador: los individuos y sus conflictos personales acentuados al máximo. Diametralmente opuesto al cine revolucionario de signo nacionalista e indigenista que primó en los años veinte y principios de los treinta, este cine se presentaba como neutro en un momento en que la efervescencia revolucionaria aún estaba muy presente en el resto de la producción artística del país. Y de esta aparente inocencia política no estuvieron ausentes los intereses estadunidenses que, viendo en México y en su cine una puerta de entrada a la influencia soviética en toda Latinoamérica,7 se apresuraron a apoyar financieramente el desarrollo del cine mexicano.
México fue uno de los pocos países latinoamericanos que desarrolló un modelo cinematográfico industrial en cuanto a infraestructura se refiere. Ya en 1935, la Nacional Productora contaba con tres foros de filmación, al igual que su competencia México Films. Diez años más tarde, los Estudios Churubusco, propiedad de la productora CLASA en asociación con la empresa norteamericana RKO, contaban con 180 mil metros cuadrados de terreno, en donde se erguían 12 foros bien equipados. Los Estudios Tepeyac tenían 11 foros de filmación con tecnología de última generación, mientras que los Estudios San Ángel Inn poseían nueve foros para sus producciones. Hacia 1951 México contaba con 58 foros de filmación que daban cuenta de un excedente de capacidad productiva.8
Si el punto fuerte de la industria del cine en México era su potente infraestructura, su lado débil radicaba en que el capital fijo (los estudios) raramente coincidía con el capital invertido (los productores); es decir, el productor de las películas alquilaba los estudios y el material necesario para llevar adelante sus proyectos. Por lo tanto, "los dueños de los estudios no eran los dueños de las películas, los productores eran a lo sumo accionistas de los primeros" (Paranagua, 2003:101). En tales condiciones, la industria mexicana se encontraba fragmentada en la integración vertical de producción, distribución y exhibición.
Esta fragmentación se intentó subsanar con la creciente estatización de la cinematografía, la que trajo consigo nuevos inconvenientes, a saber: cambios de política a corto plazo con cada sexenio presidencial, sometimiento a la censura de guiones y a la aprobación del Banco Nacional Cinematográfico, entre otros. La audacia de las instituciones cinematográficas en la conquista de los mercados latinoamericanos no fue suficiente para compensar la inestabilidad del modelo industrial, que tenía como referente a la industria hollywoodense.
Pero la producción cinematográfica mexicana no sólo imitaba el modelo industrial de Hollywood, sino que además reproducía las exitosas fórmulas narrativas y de construcción de personajes con las que la producción cinematográfica norteamericana había conseguido con eficacia que el público se identificara y se involucrara con los protagonistas de los filmes.
El modelo hollywoodense: el melodrama y la desustancialización del orden social
David Bordwell, en su libro El cine clásico de Hollywood (1997), delineó con gran precisión los procedimientos del cine dominante, demostrando cómo la narración clásica de Hollywood constituye una configuración particular de operaciones normalizadas que tienen como finalidad presentar individuos psicológicamente definidos como principales agentes causales, que se esfuerzan por resolver problemas concretos u obtener objetivos precisos. De modo que las historias se cierran en torno a las resoluciones de los problemas que dichos agentes necesitan resolver. Por ello la causalidad que envuelve a los personajes se convierte en el principio unificador central, mientras que las configuraciones espaciales están motivadas por el realismo y por necesidades compositivas. Así, una de las características más recurrentes del cine clásico es la de poseer una narración omnisciente y altamente comunicativa; por ejemplo, si se efectúa un salto en el tiempo, se nos informa inmediatamente de ello por medio del montaje o por algún diálogo. "La narración clásica opera como una 'inteligencia editora' que selecciona ciertos períodos temporales para tratarlos a fondo y a su vez recorta y elimina otros acontecimientos intrascendentes" (Stam, 2001:173).
El cine clásico de Hollywood se ha inscrito en lo que se ha llamado "cine realista". En este contexto el término "realismo" indica un conjunto de parámetros formales que incluyen prácticas de montaje y usos de cámara y de sonido que persiguen aparentar una continuidad espacial y temporal. Esta continuidad espacio-temporal se obtenía, en el cine clásico dominante, mediante protocolos muy bien diseñados, tales como la presentación de nuevas escenas (presentación coreografiada desde un plano general, a un plano medio y a un primer plano), dispositivos convencionales para indicar el paso del tiempo (fundidos encadenados, efectos de iris), técnicas de montaje para suavizar la transición entre plano y plano (la regla de los 30 grados, el raccord de posición, el raccord de dirección, el raccord de movimiento, los insertos para cubrir discontinuidades inevitables) y dispositivos que surgen de la subjetividad (el monólogo interior, los planos subjetivos, la música, etcétera). Todos estos dispositivos y protocolos venían en auxilio de un cine realista.
El cine clásico de Hoollywood se caracteriza por ser un cine aparentemente transparente que pretende borrar todos los rastros que implica la producción cinematográfica, buscando presentarse como "natural" recurriendo a aquello que Roland Barthes denominó "efectos de realidad", esto es, la utilización de detalles en apariencia insignificantes, intrascendentes y superfluos como garantes de autenticidad (Barthes, 2001). Al borrar los signos de la producción, el cine dominante (y aquellos que siguieron sus pasos) "persuadía a los espectadores de que tomasen lo que no eran sino efectos recreados como representaciones transparentes de lo real" (Stam, 2001:172). El cine clásico, entonces, establece un conjunto de convenciones significantes que se constituyen como tradición. Esta tradición cinematográfica es la que permite a cualquier espectador, entrenado en las convenciones, reconocer el sentido último del filme. De ahí la importancia para el cine clásico de respetar las convenciones narrativas, genéricas, visuales y sonoras.
Partiendo de un hecho indiscutible como es la influencia de Hollywood en las cinematografías de América Latina, podemos advertir, por ejemplo, cómo se aprende de Norteamérica el lenguaje cinematográfico, la técnica narrativa y la cultura mitológica del star system. Esther Fernández, María Félix, Dolores del Río, Tito Guízar, René Cardona, Jorge Negrete, Pedro Infante, son venerados como verdaderos dioses, no sólo en México sino en gran parte de América Latina. A su vez, "se reproducen en lo posible los estereotipos y los arquetipos de Norteamérica, se implanta con celo devocional el final feliz (que incluye tragedias), se confía en los géneros fílmicos como si fueran árboles genealógicos de la humanidad" (Monsiváis, 2006:56). Así vemos como las producciones mexicanas de la Época de Oro tienen como sustento referencial el cine de Hollywood. Esto es apreciable en el sentido del ritmo, en el montaje, en el uso de escenarios majestuosos, en la combinación estructurada de personajes principales y secundarios, en la suma de frases desgarradas o hilarantes, en la dosis de chantaje sentimental y en los desenlaces del 'final feliz'.
Ahora bien, si en el plano fílmico el cine mexicano de la Época de Oro se apropia de las convenciones impuestas por el cine hollywoodense, desde nuestra perspectiva es aún más trascendente la asimilación epistémica que se hace de los géneros, especialmente el melodramático. Esto porque los géneros de Hollywood actúan sobre los imaginarios de dos maneras distintas: los que operan para establecer el orden social (westerns, cine negro) y los que operan para establecer la integración social (musicales, comedias, melodramas). El género podría funcionar como una suerte de "ritual cultural" que tiene como finalidad integrar a una comunidad en conflicto mediante historias de amor o a través de un personaje que ejerce como mediador entre facciones rivales.
Si asumimos que el género dominante de la Época de Oro fue el melodrama, cabría aquí acercarnos a una definición teniendo presente que las definiciones, en tanto clasificaciones, cambian a través del tiempo. En la actualidad, en el ámbito de la literatura, el término melodrama es "atribuido a dramas populares en prosa, de argumentos sensacionalistas y plagados de aventuras novelescas, basados en el enfrentamiento entre el bien y el mal, con final feliz (recompensa para la virtud, castigo para el vicio) y personajes estereotipados cercanos al cliché" (Pérez, 2004:23). En términos cinematográficos, como lo ha señalado Bourget (1985), el melodrama responde a una enunciación que presenta las siguientes características: un personaje-víctima (frecuentemente una mujer, un niño, un enfermo); una intriga que reúne peripecias providenciales o catastróficas y no un simple juego de circunstancias realistas, y, por último, un tratamiento que pone el acento ya sea en el patetismo o en el sentimentalismo (haciendo que el espectador comparta el punto de vista de la víctima), o bien, alternativamente (que es lo más frecuente), ambos elementos con las rupturas que ello implica (Bourget, 1985; Pérez, 2004).
A nuestro juicio, lo relevante de las películas de la Época de Oro no es sólo que reproduzcan una técnica de montaje o unos usos de cámara. Lo interesante es que se constituyen en un espacio discursivo en el cual se articulan y aglutinan discursos, prácticas y saberes que, gracias a un acontecimiento discursivo (el cine melodramático y sus fórmulas), pasan a un estado de coherencia y unidad, configurando una cinematografía orgánica que participa activamente en la consolidación de la hegemonía. Por ejemplo, en la película Allá en el Rancho Grande las relaciones de poder y las diferencias sociales que se dan al interior de la hacienda sólo importan en la medida en que justifican el meollo del conflicto, que es la dificultad para que se concrete el romance entre el caporal y la mujer-cenicienta. Así, la injusticia del orden social se vuelve el orden natural que el héroe del melodrama no sólo no intenta subvertir, sino que es al que se acoge al recurrir al orden establecido para solucionar su situación. De este modo, al naturalizar el orden social por un lado y al desustancializarlo por el otro, es decir, al situarlo como una suerte de telón de fondo, se hace posible que la trama transcurra hacia el encuentro amoroso.
Una situación similar podemos apreciar en Enamorada, en la que un duro general revolucionario toma el poder en un pequeño pueblo mexicano, pero toda su convicción revolucionaria pasa a un segundo plano al enamorarse de Beatriz, la hija de uno de los hombres más ricos del pueblo. La Revolución ya poco importa, pues lo relevante en la película es el amor. Así, el hecho de que la película se sitúe históricamente en la época de la Revolución Mexicana es intrascendente para el argumento, ya que eventualmente podría haberse situado en la Colonia, en la Independencia o en cualquier época histórica, porque lo relevante para el filme es la relación amorosa entre dos seres en apariencia dispares.
La desustancialización del orden social en el que estas películas se desenvuelven tiene una posible explicación en el hecho de que entre las grandes características de los personajes del melodrama están la inocencia y la pasividad con la que asumen su devenir. Inocencia y pasividad que responden a lo que Aristóteles denominaba hamartía, entendida como un error o falla cometidos en el pasado y cuyas consecuencias deben expiar como una herida o dolencia (Aristóteles, 1990). "El héroe melodramático es, pues, un hombre (o mejor, una mujer) socialmente inocente, aunque en él pese la noción de culpa asociada al pecado original de la tradición judeocristiana, caído en el infortunio" (Pérez, 2004:53). La heroicidad de las víctimas melodramáticas (víctimas de la condición humana, de la hostilidad de la naturaleza, del aciago destino, de una sociedad injusta) reside en la pasividad e inocencia con que aceptan el sufrimiento, condenados a él desde el primer momento, incapaces de intervenir eficazmente a favor de su felicidad. Así, el héroe melodramático sufre la pérdida del objeto amado y se ve imposibilitado de actuar para recuperarlo; sólo la aparición de elementos exógenos (un sacrificio ajeno, un golpe favorable del destino, etcétera) hará posible un final relativamente feliz. Pero esta pasividad e inocencia trae consigo el mito de que el amor iguala a los hombres y rompe las jerarquías sociales. En el melodrama mexicano, "los pobres mueren como si fueran ricos, los ricos sufren por no gozar como si fueran pobres, las familias son el infierno celestial, y el amor es la única redención previa a la muerte" (Monsiváis, 2006:78).
De este modo, los modelos de vida y los valores que el cine mexicano de la época proyectó en la pantalla cumplieron la doble función de presentar estereotipos con los que el público podía identificarse y ser guías de comportamiento, de lenguaje, de costumbres, de prácticas culturales: las relaciones de parentesco, la maternidad, el adulterio, el trato varonil, la belleza como feminidad, la pobreza sobrellevada con honradez, la riqueza entendida como desgracia. Así, el cine de la Época de Oro participó en la elaboración de una identidad nacional y popular ayudando a consolidar elementos identitarios divulgados, en un primer momento, por la Revolución Mexicana y que, posteriormente, el cine volvió "típicos" y fácilmente imitables. Carlos Monsiváis tiene la frase precisa para definir a la cinematografía de la Época de Oro: "autos sacramentales de mexicanidad", que no ofrecen realismo, sino más bien nobles visiones del coraje, de la grandeza de la tierra, del machismo y del espíritu femenino (Monsiváis citado en King, 1994:79).
Este despliegue de mexicanidad ayudó a revertir y resignificar la imagen de "lo mexicano" construida por la industria hollywoodense, que a principios del siglo veinte fabricó un conjunto de estereotipos sobre los mexicanos: el greaser, la linda señorita, el azteca exótico. El greaser es un ser irresponsable, violento, traicionero y poseído por un incontrolable apetito sexual, que podía ser tanto un bandido como un revolucionario, puesto que a los ojos del cine de Hollywood estos sujetos eran intercambiables. Por su parte, la "linda señorita" era una mezcla de docilidad y sexualidad, inocente pero apasionada, y quien casi siempre escogía al galán norteamericano por compañero o esposo. La relación opuesta, de un mexicano con una mujer blanca, no era aceptable.
John King señala:
Estados Unidos creó una imagen particular de la Revolución y del pueblo mexicano. Aquél [el pueblo estadounidense] era visto como un dechado de valores democráticos que tenía, además, el destino manifiesto de llevar la democracia a las naciones incapaces o infantiloides. Así, la fantasiosa visión que se tenía de México podía ser escenificada en términos de su geografía y de su pueblo. La frontera era considerada como la línea divisoria entre el orden y el caos o la anarquía. El lado mexicano era el hogar de los ilegales y empecinados, y aportaba razones suficientes para las habituales intervenciones norteamericanas: se trataba de un espacio nuevo para ser disciplinado y de un paisaje para ser reformado (King, 1994:35).
Así, consciente o inconscientemente, la Época de Oro ayudó a derrumbar estos estereotipos y construir otros. Poco a poco (o más bien película a película), la práctica cinematográfica del periodo fue configurándose como una industria que nacionaliza las convenciones y las fórmulas de los vecinos del norte y les agrega un toque local a través de los personajes, las historias y los ambientes. La eficacia de la receta quedó certificada con el éxito, tanto a nivel nacional como regional, de Allá en el Rancho Grande, que es acogida como una obra genuinamente nacional y popular. Esta cinta se convirtió, entonces, en el sólido tronco de un árbol genealógico con infinitas ramificaciones. De allí en adelante, el público mexicano y regional aprende de la pantalla, como puede y hasta donde puede, el nuevo lenguaje de la vida moderna.
Tradición, modernidad y nacionalismo: la colonización de un imaginario social
El cine es un hecho de cultura que produce, y en abundancia, símbolos con los cuales identificarse construyendo un saber iconográfico. Como señala Martín-Barbero, "en los tiempos de la modernización populista, años 30-50, los medios masivos de comunicación contribuyeron a la gestación de un poderoso imaginario latinoamericano hecho de símbolos cinematográficos" (Martín-Barbero, 2000:18). De ahí que el cine se constituya en uno de los más importantes medios de comunicación de masas, en donde se aprende lo que es ser mexicano, favoreciendo la gestación de una identidad que se desborda a gran parte de la región, donde es resignificada en cada uno de los contextos locales.
Si los cineastas de la Época de Oro aprenden de Hollywood los géneros, el lenguaje cinematográfico, el estilo narrativo y la construcción de estereotipos, no es menos cierto que también se oponen al modelo o lo transforman cuando el público así lo requiere. Ejemplo de esto es "el proceso de 'nacionalización' de Jorge Negrete, cifrado en la quimera del macho, del mexicano sin concesiones, tan excepcional (...) que sus virtudes son inocultables: la conducta bravía, el atavío de hacendado, la arrogancia y las canciones" (Monsiváis, 2006:60). Negrete, como ningún otro, lleva al sitial más elevado la canción ranchera en películas como Ay Jalisco no te rajes, Así se quiere en Jalisco, No basta ser charro, entre otras. Ahora bien, "la gran diferencia con Hollywood se localiza en la música: las country songs celebran la naturaleza que se deja vencer, y la canción ranchera es un melodrama comprimido, de agravios desgarradores que exigen la atención dolida y un tanto ebria propia del blues" (Monsiváis, 2006:60). La ranchera exige a su público que se involucre existencialmente, y, precisamente, es esa vinculación con aquello que se proyecta en la pantalla lo que le proporciona una eficacia simbólica de fuerte arraigo en el imaginario social.
Así es como uno de los aspectos significativos de la Época de Oro es que viene a contribuir y a promover una transformación en el imaginario social mexicano, persiguiendo modificar (de manera gradual) una cultura predeterminada por los valores criollos o hispánicos, a una cultura mestiza, un tanto agringada, que pretende incorporar una modernidad sin modernización. A través del cine, particularmente del melodrama, "los espectadores asimilan a diario los gustos antes inimaginables, admiten que las tradiciones son también asunto de la estética y no solamente de la costumbre y de la fe" (Monsiváis, 2006:62). El cine de la Época de Oro nos enseña aquello que nos incomoda y nos divierte, fijado por melodramas y rancheras, con un fuerte arraigo en lo nacional, produciendo en el espectador una dosis de identificación con situaciones, personajes y prácticas culturales que, en última instancia, contribuyen a forjar el canon de lo popular, originando una simbiosis entre la pantalla y lo real.
¿Cuáles son esos imaginarios que se confunden en la pantalla y se cristalizan en nuestras mentes? Tanto en Enamorada como en Allá en el Rancho Grande se construye un imaginario basado en lo rural. Lo nacional y lo popular están fijados por un conjunto de signos que tienen su anclaje en una serie de campos simbólicos: el de los espacios sociales (la hacienda, la cantina, la aldea, la iglesia), el de las prácticas culturales (las carreras de caballo, las peleas de gallos, las serenatas, los matrimonios, etc.), el de los sistemas simbólicos (el arte, la religión, la lengua) y el de los personajes (el caporal, el borracho, el hacendado, el charro, la dama de sociedad, el peón, las soldaderas, el revolucionario, el sacerdote, etcétera). Cada uno de estos campos viene a configurar una visión particular que necesariamente excluye otras prácticas culturales y otros espacios sociales.
Se cancela la diversidad cultural y aquella porción de la vasta diversidad mexicana que se escoge para ser representativa se estructura a partir de los estereotipos. Así se construyen estereotipos nacionales que pretenden sintetizar aquello que se identificaba como lo "típicamente mexicano". A pesar de la variadísima gama de manifestaciones culturales regionales, tanto indígenas como mestizas, la tendencia cinematográfica del periodo consistía en la aplicación de estereotipos un tanto excesivos: el charro bravucón, bebedor, galante, violento, viril; la china poblana, sumisa, enamoradiza, guapa y obediente. Estos estereotipos vienen a reducir a una dimensión más o menos gobernable, o si se prefiere entendible, la diversidad mexicana. En películas como María Candelaria (1943), de Emilio Fernández, encontramos apelaciones a valores estereotípicos como las manera de hablar y de vestir, las actitudes humildes, la sumisión, etc. Los estereotipos que ayudó a construir el cine de la Época de Oro signan un patrón en el imaginario social de lo que se establece como "mexicanidad".
Estos estereotipos configuran una mirada del mundo rural que institucionaliza un conjunto de prácticas culturales e impone una serie de símbolos como referentes identitarios que poseen un fuerte arraigo en una tradición campesina. Sin embargo, sabemos que en el México de los años treinta y cuarenta hay una fuerte explosión migratoria que va del campo a la ciudad; por lo tanto, no deja de ser al menos curioso que gran parte de la producción cinematográfica del periodo se concentre en realizar películas que se desarrollan en lo rural. Una posible explicación es que el cine, especialmente a través del género melodramático, se responsabiliza por el resguardo de lo tradicional. En una sociedad que vive cambios vertiginosos, paradojalmente, el cine participa activamente, por un lado, en la instalación del espíritu moderno y, por el otro, en la distribución de modelos de vida sustentados en las creencias y costumbres tradicionales. En pocas palabras, se inventa el país: el México de charros, mariachis, revolucionarios, rancheras y melodramas. Lo que el cine de la Época de Oro suministra son señas de identidad al por mayor, que configuran una ideología fundacional: "un país que se construye sobre infelicidades. (...) En las películas del Wild West, la solución feliz es el resultado natural del avance de la civilización; en el caso mexicano, la tragedia es el pago mínimo por el derecho de vivir la historia" (Monsiváis, 2006:71).
El cine de la Época de Oro participa en la formación de un discurso que articula, a través de la negación o el ocultamiento, una multiculturalidad desgarrada y erosionada.
Estas desgarraduras y erosiones construyen una autodefinición cultural, una retórica plagada de metáforas y metonimias que actúan sobre el registro simbólico creando la ilusión (o la trampa) de una coalescencia en que se encuentran perfectamente fundidos el significante y el significado, porque en las películas, en "la realidad simbólico-social, en última instancia las cosas son precisamente lo que fingen ser" (Zizek, 2004:128).
La ideología de la multiculturalidad y la domesticación de los dominados
El cine, en ese fingimiento del que nos habla Zizek, objetiva, refleja y amplifica en imágenes y sonidos las creencias y valores dominantes, emergentes o residuales. El cine objetiva, porque crea unas materialidades visuales para aquello que en el imaginario era sólo escritura, noción o abstracción. El cine refleja, porque tiene como punto de partida el material disponible en el imaginario de la época de su realización. El cine amplifica el imaginario, porque lo instala en el dominio colectivo, en las diferentes audiencias a las que está dirigido. De ahí que el cine se constituya en un medio eficaz en el modelado de las identidades, de las creencias y valores. Por lo tanto, a nuestro juicio, la práctica cinematográfica es tanto más un instrumento de poder y acción que de comunicación.
La eficacia de una película está en su credibilidad, en lo verosímil de sus unidades audiovisuales, en su pertinencia con la realidad elaborada dentro de la película. El cine, como ha señalado Deleuze, "no presenta solamente imágenes, las rodea de un mundo. Por eso tempranamente buscó circuitos cada vez más grandes que unieran una imagen actual a imágenes-recuerdo, imágenes-sueño, imágenes-mundo" (1986:97). Y es en la unión de esos circuitos, en el anclaje que necesariamente hace la obra cinematográfica con el entorno social, en donde la práctica cinematográfica se vuelve una práctica significante. Es decir, la práctica cinematográfica participa activamente en el proceso a través del cual se construyen social e históricamente las significaciones.
Así, lo relevante en la producción cinematográfica son las condiciones sociales de producción de enunciados y las condiciones de su recepción. En otras palabras, sostenemos que lo importante en el discurso cinematográfico de la Época de Oro es el tipo de autoridad o legitimidad por la que está respaldada o está respaldando y cómo, a partir de esa legitimación, un conjunto de películas contribuyen a la naturalización de lo social, lo cultural, lo histórico. Esto se manifiesta a través de determinadas representaciones acerca de los sujetos populares y no-populares que introducen a las películas en el reino de la doxa y la ideología.
Desde nuestra perspectiva, las películas del cine mexicano de mediados de los años treinta hasta finales de los cincuenta se configuran como un producto ideológico del multiculturalismo liberal de Occidente. Lo que las películas de la Época de Oro ofrecen a la mirada del espectador occidental es precisamente lo que éste quiere ver del estilo de vida mexicano: un espectáculo de amor y odio, de fidelidad y traición, de risa y llanto, de ritualidad y folklorismo, fijado por melodramas, comedias y rancheras, donde el sujeto popular no ha accedido a la categoría de sujeto, puesto que se le estereotipa, se le exotiza, se le reifica, se le subordina.
El efecto propiamente ideológico consiste precisamente en la imposición de sistemas de clasificación políticos bajo las apariencias legítimas de taxonomías filosóficas, religiosas, jurídicas, etc. Los sistemas simbólicos deben su fuerza propia al hecho de que las relaciones de fuerza que allí se expresan se manifiestan bajo la forma irreconocible de relaciones de sentido (desplazamientos) (Bourdieu, 2006:71).
De ahí que sea posible plantear que la práctica cinematográfica producida por la Época de Oro se constituye como un sistema de tipificación cultural que legitima, a través del discurso audiovisual, una enunciación que hace ver, hace creer, confirma o transforma la visión del mundo, y por ello la acción sobre el mundo, por lo tanto el mundo. Por consiguiente, el cine mexicano de la Época de Oro se constituye como un instrumento "de imposición o legitimación de la dominación, que contribuyen a asegurar la dominación de una clase sobre otra (violencia simbólica) (...) contribuyendo así, según la expresión de Weber, a la 'domesticación de los dominados'" (Bourdieu, 2006:69). Esta domesticación de los dominados se materializa al proyectar un conjunto de signos que se objetivan en una amalgama de binarismos jerárquicos: hombre-mujer, cultura-naturaleza, público-privado, élite-popular, campo-ciudad, bien-mal, moral-inmoral, que contribuyen a estructurar un imaginario social que modela una identidad nacional construida a partir de los intereses y visiones de mundo de la clase dominante, que selecciona ciertos rasgos culturales para institucionalizarlos como lo "típicamente mexicano" y, por extensión, como lo nacional.
En definitiva, las películas de la Época de Oro se conforman como una cinematografía orgánica a la hegemonía. Esto, en la medida en que contribuyen a la instalación de todo un sistema de valores, actitudes, creencias, moralidad, etc., que de una u otra manera permiten sostener el orden establecido y los intereses de la clase dominante. La práctica cinematográfica del periodo en cuestión se estructura a partir de la mediación de la doxa; es decir, el discurso audiovisual inscrito en las películas se articulan desde "un punto de vista particular, el punto de vista de los dominantes, que se presenta y se impone como punto de vista universal" (Bourdieu, 2002:121), contribuyendo así a la internalización y naturalización que las clases populares hacen de su propia dominación.
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1 En 1896, el francés Gabriel Veyre captó para el cine las primeras imágenes del charro mexicano. Enviado por los hermanos Lumière a México, filmó en Jalisco, en la Hacienda de Atequiza, algunas de las faenas de los hombres del campo, que fueron tituladas Lazamiento de un novillo, Lazamiento de un caballo salvaje, Elección de yuntas y Lazamiento de un buey salvaje.
2 Los hermanos Pathé fueron quienes sentaron las bases para lo que más tarde sería la industria del cine. La empresa Pathé Frères comprendió estudios, fábricas de películas, talleres de revelado y tiraje, despacho de ventas y arriendo de filmes, establecimientos públicos de exhibición en diversas partes del globo y un noticiero: el Pathé-Journal, primera manifestación de lo que posteriormente se llamaría "prensa filmada" (Jeanne y Ford, 1984:23-26).
3 Tomo la definición que hace Charles Taylor, quien sostiene que el imaginario social es el modo en que las personas imaginan su existencia social, su entorno social, "que se manifiesta a través de imágenes, historias y leyendas. (...) Lo interesante del imaginario social es que lo comparten amplios grupos de personas. (...) El imaginario social es la concepción colectiva que hace posibles las prácticas comunes y un sentimiento ampliamente compartido de legitimidad. (...) Nuestro imaginario social en cualquier momento dado es complejo. Incorpora una idea de las expectativas normales que mantenemos unos respecto a otros, de la clase de entendimiento común que nos permite desarrollar las prácticas colectivas que informan nuestra vida social. (...) Esta clase de entendimiento es (a) un tiempo fáctico y normativo; es decir, tenemos una idea de cómo funcionan las cosas normalmente, que resulta inseparable de la idea que tenemos de cómo deben funcionar y del tipo de desviaciones que invalidarían la práctica" (Taylor, 2006:37-38).
4 Allá en el rancho grande fue la película que inició la moda del cine mexicano a nivel continental, signando el camino para la eclosión del cine mexicano en tanto industria. La trama, en líneas generales, se desarrolla en la hacienda Allá en el Rancho Grande, donde se educan juntos dos niños: el hijo del patrón y el ahijado del peón. Con el tiempo, uno llega a patrón y el otro a caporal. El conflicto se desata cuando el caporal decide casarse con Cruz, una hermosa mujer que toda la hacienda desea. Cruz es vendida por su madrina, un ser inescrupuloso, al patrón, desencadenando el conflicto entre el caporal y el patrón. A su vez, el segundo está en deuda con el primero, puesto que le ha salvado la vida interponiéndose entre una bala y el patrón al que iba dirigida. En la película encontramos canciones a granel, duelos de coplas en la cantina, carreras de caballos, peleas de gallos, serenatas, malos entendidos, castigos a la proxeneta fallida, reconciliación, armoníaentre las clases sociales y un matrimonio múltiple para coronar un happy end en ese paraíso rural.
5 Enamorada es la película que consagra a María Félix como una de las actrices más importantes del periodo y a Emilio Fernández como uno de los directores más destacados de la Época de Oro. Enamorada se desarrolla en tiempos de la Revolución Mexicana. Las tropas zapatistas del general José Juan Reyes toman la tranquila y conservadora ciudad de Cholula. Mientras confisca los bienes de los ricos del pueblo, el general Reyes se enamora de la bella, rica e indomable Beatriz Peñafiel, hija del hombre más acaudalado de Cholula. El desprecio inicial que Beatriz siente hacia el revolucionario da paso a la curiosidad y, finalmente, a un profundo y auténtico amor. La película está dividida en dos partes: la primera hace referencia directa a la Revolución, durante la cual el general Reyes se muestra implacable con la burguesía de Cholula, y en la segunda el general se enamora, y la causa revolucionaria queda subordinada al amor que siente por Beatriz, quien finalmente cede a su amor y abandona su bienestar burgués para devenir "soldadera", esa compañera inseparable del soldado revolucionario.
6 Por "residual" se entiende algo diferente de lo arcaico. Lo residual ha sido formado en el pasado pero continúa en actividad en el proceso cultural, no sólo como un elemento del pasado, sino también como un efectivo elemento del presente que se encuentra a cierta distancia de la cultura dominante y que eventualmente será incorporada o destruida por ésta (Williams, 1980:144-145). Por "emergente" se entenderán aquellas nuevas prácticas, nuevos significados y valores, nuevas relaciones y tipos de relaciones que se crean continuamente (1980:145). Desde el momento en que pretendemos considerar las relaciones dentro de un proceso cultural, lo residual y lo emergente sólo pueden originarse en su relación con lo dominante. Asimismo, un orden dominante nunca incluye toda la práctica humana; siempre deja intersticios para que surjan elementos residuales o emergentes.
7 Entre 1930 y 1932, Serguei Eisenstein estuvo en México filmando la película ¡Que Viva México! Aunque la obra nunca se terminó, su presencia ejerció una fuerte influencia en muchos cineastas mexicanos. La estética visual de ¡Que viva México! con sus bellos paisajes, fotogénicas nubes y la exaltación del indígena marcaron a la cinematografía nacional. A su vez, el estilo de Eisenstein fue visto como derivado de la pintura muralista, especialmente de la estética de Diego Rivera.
8 Datos obtenidos en Paranagua, 2003:101. Sobre los Estudios Churubusco, véase Tomás Pérez Turrent, La fábrica de sueños: Estudios Churubusco 1945-1985, Imcine, México, 1985.
Información sobre el autor
Juan Pablo Silva Escobar. Chileno. Licenciado en Antropología social y maestro en estudios latino americanos por la Universidad de Chile. Labora en la Universidad de Valladolid, donde actualmente cursa el Doctorado en Antropología de Iberoamérica gracias a la beca Erasmus Mundus External Cooperation Window Programme, de la Unión Europea. Sus áreas de investigación con la construcción de imaginarios, la identidad y el poder en los medios de comunicación. Su publicación más reciente es "Periferia y precariedad. Aproximaciones al Nuevo Cine Latinoamericano (manifiestos y cinematografías 1959-1976)" en Elena Oliva, Alondra Peirano, Elisabet Prudant y Javiera Ruiz (eds.), América Latina en el nuevo milenio: procesos, crisis y perspectivas (Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos (CECLA)/Facultad de Filosofía y Humanidades- Universidad de Chile, Santiago de Chile, 2010).