Introducción
Los estudios de género de los hombres y las masculinidades, uno de los diversos términos que adquieren estos trabajos al lado de otros como "estudios de los hombres" (or men's studies, como se les llama en inglés), o "estudios de las masculinidades" (antes "estudios de la masculinidad", en singular), se han logrado establecer en diversas tradiciones académicas mundiales en el campo de las ciencias sociales, particularmente europeas y latinoamericanas. México no es la excepción, como lo atestiguan los numerosos artículos de investigación, libros, capítulos de libros, cuadernos de trabajo, tesis y manuales educativos que se han venido publicando de manera creciente desde 1990 hasta la fecha,2 así como el surgimiento de grupos de trabajo académico, redes de investigación y, desde el año 2004, de la Academia Mexicana de Estudios de Género de los Hombres. La riqueza de producción académica ha incluido también reflexiones epistemológicas y conceptuales sobre: la "masculinidad" como objeto de estudio (Amuchástegui, 2001, 2006; Amuchástegui y Szasz, 2007; Hartog, 2006; Núñez, 2004, 2007a, 2008; Ramírez, 2006); la relación de estos trabajos con el feminismo y los estudios de género (Fernández, 2014; Minello, 2011; Núñez, 2010; Tena, 2014); los ejes temáticos de este subcampo de estudios (Ramírez, 2006; Ramírez y Uribe, 2008).
El presente artículo retoma el interés por estas discusiones y análisis, y propone una visión comprensiva a partir de dos reflexiones/proposiciones articuladas: 1) que los estudios de género de los varones y las masculinidades son parte del campo de los estudios de género, junto con los de índole feminista (o estudios de género de las mujeres) y lésbico, gays, bisexuales, transgénero, transexuales e intersexuales (LGBTTI), y 2) que el objeto de investigación de los estudios de género de los varones y las masculinidades no son los hombres o las masculinidades en sí mismos o de manera aislada, sino las dinámicas socioculturales y de poder (androcéntricas y/o heterosexistas) que pretenden la inscripción del género "hombre" o "masculino" y su reproducción/resistencia/transformación en los humanos biológicamente machos o socialmente "hombres" (en sus cuerpos, identidades, subjetividades, prácticas, relaciones, productos), y en la organización social toda.
Los estudios de género de los hombres y las masculinidades: algunos deslindes conceptuales
La reflexión/propuesta que se plantea en este artículo es que consideremos a lo que llamamos los "estudios de género de los hombres y las masculinidades" (término que iremos argumentando a lo largo del artículo) como parte de un campo académico más amplio: "los estudios de género", que su raíz más profunda y antigua es feminista, pero que han venido innovando en conceptos y discusiones necesarios para la mejor comprensión de la realidad, en especial de la realidad que designa el concepto género. Los estudios de género de los hombres y las masculinidades también están vinculados histórica y conceptualmente con otra tradición de reflexión y política: los estudios lésbico-gay, ahora llamados estudios LGBTTI, en particular en su versión actual: los estudios queer. A fin de aclarar la manera en que, desde nuestra perspectiva, se insertan estas investigaciones en el campo de los estudios de género y su vínculo con el feminismo y los estudios LGBTTI, nos permitimos una serie de deslindes conceptuales.
Feminismo/s
Retomamos la definición de la feminista y estudiosa Rosemarie Tong (1989), quien señala que el feminismo es, al mismo tiempo, una tradición de reflexión y un movimiento social y político que ha tenido como finalidad describir, explicar y proponer caminos de superación a las condiciones de explotación, segregación, subordinación, discriminación, desigualdad, marginación, opresión, exclusión y violencia, que han experimentado las mujeres en las diferentes sociedades y a lo largo de la historia.
Quiero destacar dos aspectos de esta definición: su dimensión política y su dimensión de producción de saberes. Estos dos elementos, aunque inseparables y unidos en última instancia, bajo la consideración de que cualquier saber o discurso es una manera de participar en las luchas por la representación del mundo social -una de las formas que adquiere la lucha política, según Pierre Bourdieu- y de que cualquier intervención práctica se sustenta en determinadas representaciones (Bourdieu, 1990), no son lo mismo. Me explico: el campo de la producción de conocimientos y el campo de la política tienen diferentes grados de autonomía, y aunque se intersecten y traslapen, no ofrecen a las y los agentes las mismas reglas de participación, ni las mismas recompensas simbólicas o materiales (Bourdieu, 2001). Esto no niega que los problemas sociales y los malestares de las mujeres, que son plenamente personales y políticos al mismo tiempo, no hayan sido la fuerza principal de inspiración del pensamiento feminista, sino que ese pensamiento, para que pudiera adquirir la legitimidad académica, tuvo que someterse a las reglas del campo académico, incluso al momento de impugnar su lógica androcéntrica y de sus instituciones, así como el subtexto sexista que subyacía en sus epistemes, métodos y técnicas. No fue, ni es todavía, una tarea sencilla; ha requerido, por parte de las feministas, una gran competencia académica; esto es, el conocimiento profundo de la tradición reflexiva en la filosofía, las ciencias sociales y las humanidades.
Ahora bien, el panorama del feminismo es más complejo que esta dualidad de reflexión y política que hemos comentado, pues dentro de la tradición de reflexión y de intervención política no hay una, sino múltiples formas de describir, explicar y superar las condiciones desfavorables en que viven las mujeres. Esta diversidad obedece tanto al carácter cambiante de la sociedad y al cumplimiento mismo de una agenda que se reescribe al paso de las conquistas, como a la diversidad de concepciones mismas que se tienen de la sociedad, las cuales pueden explicarse como producto de formaciones teóricas y políticas distintas de las propias feministas. A fin de cuentas, pueden explicarse porque quienes hacen las reflexiones y participan en el quehacer académico y político tienen historias sociales y cognitivas distintas.3 Feminismo liberal, marxista, socialista, existencialista, psicoanalista, radical, postmoderno, poscolonial, anarquista, del tercer mundo, ecologista, son intentos de agrupación de esta diversidad teórica y política, de allí que hay quienes prefieran hablar de "feminismos", en plural, y no de "feminismo" (Tong, 1989). Si bien la diversidad de temas y prioridades incrementan aún más las diferencias, también deberían incrementar las posibilidades de diálogos.
A partir de la irrupción de las feministas del tercer mundo o feministas de color, que visibiliza la perspectiva interseccional en el feminismo y en los estudios de género (Crenshaw, 1991), un planteo teórico sobre la manera en que interactúan las diferentes discriminaciones, el sujeto de estudio y político del feminismo, no es ya "la mujer", sino la diversidad de mujeres y sus condiciones de clase, etnia-raza, orientación sexual, edad, etcétera, dentro del sistema sexo-género y de la sociedad toda, aunque aún hay quienes prefieran el singular, algo que tiende a desaparecer a fuerza de mostrar su diversidad real.
Por su parte, la teoría queer (Jagose, 1996), una derivación del feminismo posestructuralista, con su cuestionamiento de las ideologías binarias de sexo, género y erotismo, ha introducido la discusión sobre quién cuenta o no como mujer, como lo ejemplifican los debates en torno a la inclusión o no de personas intersexuales o transexuales en algunos de los congresos feministas.
En la medida en que el feminismo creó las condiciones sociocognitivas para pensar en las mujeres y su posición en la organización social como identidades sociales e históricas ("las mujeres no nacen, se hacen") y no destinos naturales, también creó la posibilidad de pensar en los hombres y su masculinidad como construcciones socioculturales e históricas. El concepto género fue fundamental en ese proceso. Es por eso que los estudios de género de los hombres y las masculinidades hunden su raíz más profunda en el feminismo.
Género/s
La idea básica de que las condiciones de vida de las mujeres son productos sociales e históricos y no llanas expresiones de una supuesta "naturaleza femenina", está presente no sin ambigüedades a lo largo de las producciones feministas, desde el ensayo de Mary Wollstonecraft, Vindicación de los derechos de las mujeres, publicado en 1792 (Wollstonecraft, 2000), hasta nuestros días. Esa es la idea central que subyace en el concepto género. De hecho, este término se ha enriquecido desde su utilización por el psicólogo John Money (1952) y el psiquiatra Robert Stoller (1968), hasta los actuales planteamientos de la filósofa Judith Butler (1990). Y es que el término género permitió resumir en una categoría de las ciencias sociales una concepción importante del feminismo, y con ello creció en legitimidad académica. El ensayo clásico de Gayle Rubin (1975), feminista lesbiana, "El tráfico de mujeres. Notas sobre la economía política del sexo", es una pieza clave en la construcción teórica de este concepto. En este ensayo, la autora muestra los vasos comunicantes entre la subordinación de las mujeres y la heterosexualidad obligatoria, esto es, entre la regulación social de sexualidad y la reproducción de las mujeres, y la configuración del parentesco (como sistema social) y, por lo tanto, del patriarcado. Su concepto "sistema sexo-género", al que define como "el conjunto de disposiciones por el que una sociedad transforma la sexualidad biológica en productos de la actividad humana, y en el cual se satisfacen esas necesidades humanas transformadas", es un parteaguas en los estudios de género por su visión comprensiva sin precedentes y por su capacidad de insertar la discusión feminista, de manera crítica, en los planteos previos marxistas, psicoanalíticos y antropológicos.
Un ensayo posterior clave en esta construcción teórica del concepto género es el ensayo de Joan Scott, "El género: una categoría útil para el análisis histórico" (1996), en el que puso las bases epistemológicas (dentro del constructivismo realista) y teóricas (dentro del posestructuralismo) para que el concepto género se convirtiera en una categoría analítica útil y actual en los debates contemporáneos de las ciencias sociales.
Scott define el género a partir de dos proposiciones interconectadas: "que el género es un elemento constitutivo de las relaciones basadas en las diferencias que distinguen los sexos" (y propone considerar varias dimensiones analíticas para su estudio: los símbolos, las normas, las instituciones y la organización social y la identidad/subjetividad), y que "el género es una forma primaria de relaciones significantes de poder", esto es, que el género "es el campo primario dentro del cual o por medio del cual se articula el poder" (Scott, 1996, p. 289).
Otra aportación fundamental de Scott es haber insertado el concepto género en el campo de los sistemas de significación, superando con ello perspectivas esencialistas para entender la subordinación/opresión de las mujeres, así como haber enfatizado su dimensión relacional en el plano de la significación, en los procesos de construcción de identidad y en la organización social. Sin lugar a dudas, como lo menciona la propia Scott en su ensayo, las aportaciones de Pierre Bourdieu y Michel Foucault fueron importantes para esta elaboración teórica del concepto género.
Judith Butler continuó esta perspectiva posestructuralista -ya presente en el ensayo de Joan Scott-, atentó al papel de los procesos de significación, y llegó a sus últimas consecuencias con su consideración de que la diferencia sexual está siempre inscrita en el género (Butler 1993), pues es un producto de las formas de significar los cuerpos. Para esta autora, el género es parte de un sistema de significación/regulación que construye el sexo, el género y la orientación sexual. Asimismo, planteó que en lo que concierne a la identidad de género (y de cualquier identidad), ésta no tiene esencia, sino historia, una historia sociocultural, y que se construye en la vida diaria a través de actos reiterativos en el marco de complejas tecnologías de poder (Butler, 1990). Desde esta perspectiva, la identidad "mujer" es, ante todo, una ficción cultural, producida en un orden regulatorio que es el género, y no tiene esencia, sino historia, una historia sociocultural y política, en el sentido amplio del término.
No obstante las aportaciones de Joan Scott y Judith Butler no versan de manera central sobre los hombres y las masculinidades, abren caminos conceptuales y teóricos para estudiarlos como construcciones genéricas, relacionales, de una forma novedosa, a como ya venían siendo estudiados desde mediados de los años setenta, como veremos más adelante.
Ahora bien, la consolidación de la perspectiva de género y su institucionalización en las universidades a través de los departamentos de estudios de género o de los programas de estudios de la mujer no trajo consigo de modo automático la inclusión de los varones y las masculinidades que vieron su luz de forma incipiente desde mediados de los años setenta. En Estados Unidos han entrado más rápidamente, aunque no por ello de manera suficiente en este campo académico, los estudios lésbico-gay, ahora llamados LGBTTI. Esto se debe, en gran medida, al surgimiento del feminismo lésbico como corriente teórica y política desde finales de los años sesenta, y a la confluencia teórico-política en esos mismos años, del movimiento feminista y el movimiento de liberación homosexual. Así, los departamentos de estudios de la mujer o de género en muchas universidades estadounidenses tienen, por ejemplo, un programa de estudios lésbico-gay, pero, pocas veces, programas o líneas de estudios de género de los hombres, los cuales han crecido más bien desde los departamentos de psicología, antropología, sociología, historia o estudios culturales.
Esta menor institucionalización de los estudios de género de los varones y las masculinidades no quiere decir que hayan crecido al margen de los de índole feminista o de los lésbico-gay. La desinstitucionalización puede obedecer a diversos factores: a que no ha habido un movimiento político o social que exija su institucionalización como en los casos antes mencionados; a la resistencia de las propias feministas a compartir los escasos recursos disponibles con los nuevos inquilinos del campo de los estudios de género; o, simplemente, a que se trata de trabajos muy recientes que requieren aún probar su importancia social, o incluso a que, como en el caso de México, los especialistas surgen, precisamente, en el momento en que disminuye la apertura de plazas en los centros de educación superior o de investigación, producto de una política neoliberal que redujo la inversión pública en ciencia y tecnología.
Los estudios de género de los hombres se vinculan política y conceptualmente con los movimientos feministas y lésbico-gay que le precedieron en términos históricos. Si esta deuda queda clara en relación con el feminismo y los conceptos género o sistema sexo-género, patriarcado, socialización de género o identidad de género, que son ejemplos claros, no siempre se menciona esta deuda académica en relación con el movimiento homosexual de varones o con el movimiento LGBTTI en general. Hay que recordar que el concepto rol sexual que a veces adquiere el mismo sentido que ahora le damos al concepto género, estuvo presente en el activismo homosexual que en los años sesenta e inicios de los setenta produjo un saber muy vinculado a la lucha social. Con más insistencia que el feminismo, que tenía otros intereses y vocaciones, fueron los teóricos y activistas autodenominados homosexuales o gays quienes usaron primero el concepto rol para referirse a los papeles que la sociedad había construido para los varones, pero que operaban dentro de los mecanismos de opresión contra la población de varones homosexuales. Ahora bien, se trata de un concepto -el de rol sexual- que hunde sus raíces mucho antes, en la tradición antropológica de Margaret Mead (1973). En este caso, como en otro (pienso en el trabajo de Maurice Godelier de 1982, acerca de la sociedad baruya), la antropología y la sociología crearon conceptos, planteos teóricos y experiencias de investigación que tuvieron gran relevancia en el desarrollo de los estudios sobre género y sexualidad en general.
Las expectativas sociales relacionadas con la expresión de género y la identidad de género de los varones, así como la dimensión sexual (heterosexual y heterosexista) de esta expectativa social, fueron temas fundamentales en el movimiento de liberación homosexual, que del mismo modo que su contraparte feminista, debería ser vista en su doble carácter productivo: como tradición de reflexión y como movimiento social, cultural y político. Todas estas reflexiones las encuentra uno en los panfletos, folletines y en libros en los años sesenta, setenta y ochenta de diversas partes del mundo, incluyendo a México.
Los estudios LGBTTI
Los estudios lésbico-gay o LGBTTI, como se les denominó preferentemente en los años setenta y ochenta, de la "diversidad sexual",4 como a veces se les llama en México, o "estudios queer", como se ha preferido nombrarles a partir del peso de esta perspectiva teórica en el conjunto de los estudios LGBTTI y de género en su totalidad, hunden sus raíces en la invención moderna de la identidad homosexual en el último tercio del siglo XIX, un tema que el teórico francés Michel Foucault (1976) aborda de manera amplia en su texto Historia de la sexualidad. De acuerdo con este autor, la penalización de la sodomía en el código penal prusiano trajo consigo una resistencia por parte de ciertos profesionales de la medicina, el derecho, la psiquiatría, la filosofía, la literatura y el arte, muchos de los cuales tenían atracción erótica y afectiva hacia personas del mismo sexo, que se expresó en una proliferación ensayística sin precedentes, así como en una incipiente organización social. El estudio científico sobre la sexualidad humana, y en particular de la diversidad sexual, recibió impulso de este movimiento y de iniciativas de activistas homófilos (como se les solía llamar en la época), como Magnus Hirshfeld, fundador del Comité Científico Humanista en Alemania, y de los trabajos pioneros en sexología de Edward Carpenter y Havelock Ellis en Gran Bretaña a finales del siglo XIX y principios del XX (Balbuena, 2015). Para el segundo tercio del siglo XX, los ensayos filosóficos, médicos, psiquiátricos y los tratados sobre arte y literatura clásicos, fueron cediendo el paso a los estudios sociológicos y antropológicos que exploraban la diversidad de la sexualidad humana, así como la diversidad de sistemas normativos de las diferentes culturas en torno a las formas de ser hombre, de ser mujer y de valorar las relaciones sexuales y afectivas en general y entre personas del mismo sexo en particular, lo mismo en Melanesia o África, que en la sociedad estadounidense. El trabajo de la antropóloga bisexual Margaret Mead fue particularmente relevante en este periodo, en particular el uso de su concepto rol sexual.
Por otro lado, nadie puede negar el impacto profundo que tuvieron las investigaciones de Alfred Kinsey en la manera de entender la sexualidad humana y su distancia con respecto a las ideologías dominantes de la sexualidad, sin embargo, pocos han reflexionado en su importancia para los estudios de género de los varones y las masculinidades que surgirían dos o tres décadas más tarde. Lo mismo podríamos decir del peso cultural de la poesía de Walt Whitman, los trabajos de Pare y Symonds sobre literatura clásica griega, la literatura y la vida de Oscar Wilde, André Gide, Jean Genet, Jean Cocteau, entre muchos otros. Este hilo conductor que vincula a escritores, analistas y activistas del tema homoerótico de los siglos XIX y XX, desde Walt Whitman hasta Michel Foucault, es un tema que estudia Didier Eribon (2001) en su libro Reflexiones sobre la cuestión gay.
Después de los estudios de Kinsey, aparecieron otros desde la endocrinología, la genética y la psicología, que fueron echando por tierra uno a uno todo el edificio de errores y afirmaciones pseudocientíficas que en décadas anteriores se había construido para patologizar la homosexualidad.5 A la par, la sociología fue aportando investigaciones referentes a las redes de sociabilidad y la cultura homosexual urbana en distintas ciudades estadounidenses y europeas. Finalmente, en 1973, la Asociación Americana de Psiquiatría eliminó a la homosexualidad del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, dsm iii. En esa década, los trabajos socioculturales, psicológicos e históricos sobre la sexualidad se multiplicaron y se realizaron aportaciones teóricas de gran valía que, en conjunto, dieron pie a lo que en la actualidad se conoce como estudios LGBTTI. Algunas investigaciones y reflexiones conceptuales y teóricas son memorables: Adrienne Rich (1993), por ejemplo, planteó que la heterosexualidad es una institución y no sólo una orientación sexual; Jonathan Katz (1990) nos mostró que también la heterosexualidad es una identidad social e históricamente construida; Jeffrey Weeks (1998) sentó las bases para construir el planteo teórico de la construcción social de la sexualidad a la par que Michel Foucault expuso que la sexualidad es un dispositivo de saber-poder moderno; John D'Emilio (1993) revisó la estrecha relación entre la novedosa identidad gay, el capitalismo y la transformación del patriarcado; Monique Wittig (1993) y Diana Fuss (1991) nos mostraron cómo las identidades definidas por el sistema sexo-género dominante requieren tanto de la homofobia como de las identidades no heterosexuales para definir sus contornos y sus contenidos, al tiempo que cuestionaron la distinción rígida heterosexual/homosexual y masculino/femenino. A principios de los años noventa, Carol Vance (1989), Teresa De Lauretis (1993) y Judith Butler (1991) hicieron confluir la tradición feminista, lésbico gay y la perspectiva postestructuralista, y pusieron las bases del planteo téorico queer que revolucionó la manera en que entendemos las identidades sexo-genéricas y el sistema de homologías del patriarcado, es decir, este sistema que nos hace creer que hay y debe de haber una coherencia natural entre sexo, género y orientación sexual (Butler, 1993). Los estudios de género de los varones y las masculinidades surgen y se desarrollan en ese contexto de discusiones conceptuales y políticas y son influenciados por ellas.
Ahora bien, cabe mencionar que el modo en que surgen estos trabajos en la tradición académica en cada uno de los países debería ser objeto de estudio, pues seguramente se encontrarán variantes significativas, así como tradición de reflexión e influencias propias. Para el caso de México, por ejemplo, es muy importante que consideremos como antecedentes de estas investigaciones la producción relativa a la filosofía del mexicano, con exponentes como Samuel Ramos y Octavio Paz, así como otras influencias particulares relativas a los procesos de modernización y secularización del país (Monsiváis, 2004; Núñez, 2015). En particular, los trabajos académicos de feministas como Marcela Lagarde (1992, 1997) y Teresita De Barbieri (1990) influyeron de manera importante en la aparición y desarrollo de los estudios de género de los hombres y las masculinidades en México (Núñez, 2015).
Los estudios de género de los varones y las masculinidades
Los estudios de género de los hombres y las masculinidades recuperan la perspectiva de género planteadas por las feministas y parten de la consideración de que los varones somos sujetos genéricos, esto es, que sus identidades, prácticas y relaciones como hombres son construcciones sociales y no hechos de la naturaleza, como los discursos dominantes han planteado por siglos.
En los inicios de estas investigaciones, a mediados de los años setenta, el concepto rol sexual jugó un papel central para dar cuenta de las expectativas sociales y la regularidad de comportamiento de los varones en diferentes aspectos de su vida y en sus relaciones sociales. Un caso emblemático en este sentido es el tratado de Joseph Pleck, The myth of masculinity (1983). Como señalan Messner (1998) y Amuchástegui (2001), el problema de este abordaje es que, por un lado, presenta dificultades para entender y analizar el carácter contradictorio y complejo que suelen tener esas expectativas sociales tanto a nivel social como en la experiencia del sujeto; y por el otro, que soslaya la relación de poder y disputa a que dan lugar esos comportamientos, dificultando la comprensión de su transformación. En última instancia, como señala Messner (1998), el planteo teórico del rol sexual, por sus implicaciones conservadoras, dio paso a la plena incorporación en estos estudios de la perspectiva de género.
En la actualidad, la perspectiva de la construcción simbólica de la masculinidad y de la identidad y subjetividad de los hombres es central en los estudios de género de los varones y las masculinidades, en la medida en que nombra el drama sociocultural y psicológico que se construye entre los sistemas de significación del género (que plantean los parámetros simbólicos de lo masculino y la hombría) y los seres humanos concretos. Se trata de un drama complejo que no puede reducirse, sino a riesgo de simplificarlo, en el concepto "estudio de las masculinidades", así se diga en plural y no en singular. Y es que no todos los varones son "masculinos" o no lo somos de la misma manera; todos, sin embargo, somos afectados por ese dispositivo de poder de género. Desde esta perspectiva sociocultural, posestructuralista, actualmente el paradigma dominante en los estudios de género de los hombres y la masculinidad, "hombre" y "masculinidad", deben ser tratados como términos en disputa; términos vacíos en sí mismos, pero rebosantes para el género, como señala Scott (1996).
Desde esta perspectiva teórica, la masculinidad y la hombría no tienen un significado fijo ni trascendente, sino que participan de una disputa social, al nivel de la significación en los diferentes contextos sociales e históricos (Núñez, 2007b), que, como señala Bourdieu, es una de las dimensiones de las luchas sociales y políticas. Si este planteamiento se asume por lo general para el término "masculinidad", no siempre se hace para el término "hombre", que, a menudo, en los propios estudios de género de los hombres aparece como un término obvio, evidente por sí mismo; así, por ejemplo, se estudia algún aspecto de la vida de un grupo de sujetos hombres (por decir, el desempleo), sin que se analice esta adscripción de identidad y sus significados en el sujeto mismo. Quién es hombre y quién no es hombre, o quién es "más hombre" o "menos hombre", quién es un "verdadero hombre" y quién no, muestra que la hombría es un asunto en disputa constante que debe ser objeto de análisis, en lugar de asumirlo como un dato dado, como lo he debatido en diferentes momentos (Núñez, 2004, 2007a, 2007b, 2008).
Los estudios de género de los varones y las masculinidades analizan este drama de exigencia social en los varones, en los sujetos biológicamente machos y/o socialmente "hombres", así como los efectos en sus subjetividades, identidades, prácticas y relaciones sociales. Si estudiáramos sólo la "masculinidad", no habría nada que impidiera que estas investigaciones incluyeran a las mujeres; sin embargo, en términos históricos, estos trabajos se han desarrollado más bien en el subcampo de los estudios de género de las mujeres y, sobre todo, en el subcampo de los estudios LGBTTI. Es por eso que me parece más pertinente hablar de estudios de género de los hombres y las masculinidades, y no sólo de "estudios de las masculinidades". Los traslapes en lo relativo a los sujetos de estudio son por supuesto inevitables y deseables, como es el caso de las investigaciones relativas a las experiencias de hombres o mujeres transgénero o personas intersexuales, o aquellas sobre identidad gay o sexualidad entre varones que enfatizan las dinámicas de género de los sujetos de estudio (que, por cierto, no todos los estudios lo hacen o tienen por qué hacerlo, pues su interés es otro).
Aquí hay que introducir una precisión: los estudios de género de los varones y las masculinidades no son los únicos estudios de los hombres que existen. También existe una variante ensayística de corte mito-poético en relación con los hombres y la masculinidad que surge en reacción con el feminismo y el movimiento de liberación homosexual. Me refiero aquí a la corriente que encabezó en los años noventa Robert Bly (1990), el autor de Iron John. Porque existe esta producción paralela es que prefiero el término estudios de género de los hombres y las masculinidades y no simplemente "estudios de los hombres". La diferencia es radical: los estudios de género de los hombres y las masculinidades ubican a los hombres como sujetos dentro de un sistema sexo-género, un sistema de ideologías, identidades y relaciones androcéntricas y heterosexistas, que son nuestra actual herencia cultural. Los otros abordajes parten de naturalezas o de arquetipos inmemoriales de masculinidad, de esencias ahistóricas, de verdades subsumidas que hay qué reencontrar o hacer emerger para construir la salud emocional de los varones, e incluso la salud social.
Tradiciones diferentes, intertextualidades diversas
Desde el punto de vista académico, los estudios de género de los hombres no siempre intersectan con los de índole feminista, sus debates o sus agendas y viceversa, o con los lésbico-gay, aun cuando los tres formen parte del campo de los estudios de género. En cada uno de estos subcampos es posible detectar preocupaciones temáticas, conceptuales y políticas propias que los distinguen, así como cruces, coincidencias y préstamos diversos. Esto es así porque los estudios de género se encuentran inscritos en el campo de las ciencias sociales y de las humanidades (incluyo aquí a la filosofía), y en ese campo debaten teorías, epistemes, metodologías y conceptos.
Así como los estudios feministas han echado mano desde sus inicios de planteos filosóficos y teóricos de varones y mujeres a lo largo de la historia, lo mismo ha ocurrido con los estudios LGBTTI y de género de los varones y las masculinidades. Por lo mismo, cometemos un error cuando queremos convertir a estos últimos en apéndices académicos o políticos de los primeros, sólo porque son los más recientes inquilinos del campo académico de los estudios de género.
Tal vez valgan unos ejemplos: los estudios LGBTTI, más que los lésbicos (que tienen una raigambre más claramente feminista, en la cual se insertan y a la cual han renovado), desde el siglo XIX han ido creando una tradición propia, con sus conceptos y debates propios, en gran medida relacionados con las estructuras de poder particulares que construyen y condicionan la propia experiencia homosexual: el discurso de la ciencia y la medicalización de la homosexualidad, la historia de los colectivos y las identidades, la especificidad del poder y la opresión en relación con la sexualidad, las dificultades en la autodefinición y la aceptación, el deseo y la producción cultural, el riesgo y la vulnerabilidad al vih, entre otros temas. Lo mismo podemos decir de los estudios feministas, que tienen su propia tradición temática y conceptual: la igualdad en la capacidad racional y el derecho a la educación, la importancia de la experiencia social en la construcción de las diferencias que la sociedad naturaliza, la inequidad jurídica, la segregación política, la subordinación doméstica, la doble o triple jornada laboral, el trabajo doméstico y la reproducción del sistema capitalista y del patriarcado, el cuerpo y el ser para otros, la apropiación social del cuerpo de las mujeres, los derechos sexuales y reproductivos, la mujer como la otredad por antonomasia, etcétera. Pero los puntos en común entre estas tradiciones son múltiples y también los préstamos de teorías y de autores, particularmente en las décadas recientes. Por poner un caso cercano: Michel Foucault (un hombre no heterosexual, valga recordar) igual ha servido a los estudios lésbico-gay para la comprensión de la microfísica del poder que atraviesa la invención misma de la identidad, que a los de índole feminista en su comprensión de las tecnologías que en la modernidad se han tendido sobre el cuerpo de las mujeres. Otro caso claro de confluencia reciente se ha dado con el feminismo posestructuralista, y en particular con la feminista Judith Butler, quien ha venido a enriquecer ambas tradiciones, e incluso han sido fundamentales en el desarrollo de esa vertiente nueva de los estudios lésbico-gay, llamados ahora estudios queer.6
Los estudios de género de los hombres no han estado lejanos de estos debates e influencias teóricos. Algunos estudiosos de género de los hombres también hemos utilizado las reflexiones de Judith Butler (en particular las de su libro Gender trouble: feminism and the subversión of identity) o de Michel Foucault (todos sus escritos han tenido una gran influencia) para entender el carácter socialmente construido de la identidad hombre, su condición de ficción cultural o la microfísica que regula en la vida diaria los proyectos de identidad masculina (Núñez, 2007a).
Los estudios de género de los varones y las masculinidades, por su parte, han venido innovando en planteos teóricos y/o en aplicaciones conceptuales tomados de investigaciones de diversas disciplinas: antropología de la migración o del ritual, sociología de la salud, economía del desarrollo, psicología cognitiva, antropología del Estado y nacionalismo, antropología y sociología marxista sobre la dominación, etcétera. Una aportación relevante por su capacidad de articular un planteo teórico marxista no ortodoxo con los estudios sobre la dominación masculina (antes incluso de que el término fuera usado por Bourdieu) e insertar la discusión en la perspectiva antropológica es la de Maurice Godelier: La producción de grandes hombres. Poder y dominación masculina entre los baruya de Nueva Guinea. También ha sucedido que trabajos realizados en décadas anteriores son leídos bajo esta nueva óptica. Es el caso de Pierre Bourdieu, quien en su texto La domination masculine (1998) reelabora un análisis y reflexiones teóricas acerca de la sociedad kabila que estudió en los años sesenta. Este libro se ha convertido en un insumo teórico fundamental para los estudios de género de los hombres, pero es posible extraer de él reflexiones importantísimas para otras investigaciones. Asimismo, han abordado temas que les son propios: el diferencial de mortalidad entre hombres y mujeres, la masculinidad (dominante) como factor de riesgo, las diferencias de poder entre los varones, los significados y prácticas de la paternidad, los significados de ser hombre en las distintas clases, grupos étnicos, generaciones y regiones del país o en distintos países, el crimen, las adicciones, los grupos de autoayuda, el deporte, el juego, etcétera.
El objeto de estudio de los estudios de género de los hombres y las masculinidades
Hay una diversidad de términos para referirse a este campo de reflexiones que se ha venido perfilando desde principios de la década de los setenta y que yo propongo que se llame "estudios de género de los hombres y las masculinidades". En realidad, la diversidad de términos es propia de un campo en construcción en donde convergen una diversidad de reflexiones y propuestas conceptuales para construir su objeto de estudio. Sin lugar a dudas todas las investigaciones en este ámbito, a excepción de las de corte sociobiológico y las de psicología profunda de tipo junguiano, suelen coincidir en el carácter social e histórico de la experiencia de los varones, así como en el carácter de género de esta experiencia. En el caso de los estudios junguianos se parte de la existencia de arquetipos inmemoriales enterrados en la psique humana. Asimismo, entendemos lo incómodo que resulta utilizar el concepto "hombre" para referirlos, pues a lo largo de la historia, este término ha sido empleado para aludir a los seres humanos en general.
Las estudios feministas han dejado claro la manera en que el término hombre para referirse a los seres humanos ha jugado un papel decisivo en esa tecnología de saber-poder que ha invisibilizado a las mujeres y su especificidad como seres biológicos y como agentes sociales, económicos, políticos y culturales. Cuando los filósofos clásicos y otros investigadores solían referirse al "hombre", hablaban de los varones como representantes de la humanidad. Este uso sexista del término "hombre" lo vuelve incómodo para referirse a los estudios sobre los machos biológicos de la especie humana o los sujetos socialmente identificados como "hombres"; no obstante, no deberíamos deshacernos del término sin más, menos aún en un campo de estudios que analiza, precisamente, las luchas al nivel de la representación de dicho término. Y es que la palabra varón, a veces utilizada para evitar la repetición constante del vocablo y como una forma de recordar que cuando hablamos de los hombres no estamos haciendo referencia a la humanidad, sino a una categoría de identidad sexo-genérica, es una opción que algunos retomamos.
Un debate cercano a esta reflexión es el que concierne a cómo esta concepción sexista de los hombres como representantes de los seres humanos está implicada en la exclusión de las mujeres del conocimiento y han sido, por lo tanto, afectadas por esta exclusión, como señala la filósofa feminista Rae Langton (2000). Esta exclusión, sin embargo, no significa que los hombres no han sido excluidos del conocimiento, pues lo han sido históricamente, en tanto sujetos genéricos, como ya lo he expuesto en otros artículos de manera más detallada (Núñez 2007a, 2008).
Los planteos del feminismo posestructuralista (fincado en una episteme constructivista) de autoras como Joan Scott y Judith Butler, nos permite pensar el asunto de los "hombres" y el conocimiento en una perspectiva novedosa y útil para el análisis social. De hecho, a partir de su crítica al concepto de "la mujer" como sujeto universal del feminismo (Butler, 1990), el feminismo posestructuralista sienta las bases para que iniciemos la reflexión sobre los hombres como sujetos genéricos desde una consideración básica y de fondo: Cuando hablamos de "los hombres", ¿qué queremos decir? ¿A qué nos referimos? ¿Cuál es la condición ontológica de "los hombres"? ¿Cómo conceptualizamos nuestra aproximación a esta realidad? ¿Cuáles son las consideraciones epistemológicas y teóricas para aproximarnos a la realidad llamada "hombres"?
Desde el planteamiento constructivista, tal y como lo hemos comentado líneas arriba, es necesario tomar al concepto "hombre" como objeto mismo de análisis y tratar de entender el modo en que participa en la construcción de lo real. Al seguir la crítica constructivista del lenguaje, podemos considerar que el término "hombre" no es un simple medio para referir una realidad allí afuera que posee la "esencia hombre", sino un concepto a través del cual se interviene en la realidad. Dicho de otra forma, desde la perspectiva constructivista, el "hombre" no es una esencia de algo, ni un significante con significado transparente, sino una manera de entender algo, de construir la realidad, una serie de significados atribuidos y definidos socialmente en el marco de una red de significaciones. Esa red de significaciones son, precisamente, las ideologías de género. El sexo y el cuerpo, como dice Butler, nunca escapan a la tecnología de poder-saber que llamamos género; siempre están dentro y no hay nada de natural en nuestro modo de clasificarlos. Para decirlo de forma más clara: quien piense que es muy fácil definir quién es hombre y quién no lo es, remitiéndolo exclusivamente al cuerpo o a la biología, no sólo se topará con cuerpos o biologías ambiguas y ambivalentes (en una fascinante diversidad de arreglos cromosómicos, gonadales y genitales), sino también a un lenguaje popular que nos remite a que eso de la "hombría" es un asunto poco claro y esquivo, como cuando se dice: fulanito es "hombre-hombre, no fregaderas"; menganito es "hombrecito a güevo"; perenganito es "poco hombre"; o como cuando dos varones se comparan para ver quién es "más hombre" o "menos hombre", o quién es "hombre de verdad".
El término "hombre", lo mismo que "masculinidad", refieren, pues, a una ficción cultural, a una convención de sentido que ha producido y produce una serie de efectos sobre los cuerpos, las subjetividades, las prácticas, las cosas y las relaciones; esto es, que participa en una realidad concreta: la realidad de una sociedad en la que dichas concepciones de género son dominantes y construyen relaciones de distinción naturalizadas.
Bajo estas consideraciones, propongo entender "la hombría" y "la masculinidad" como un conjunto de significados que participan en la construcción de lo real, en la medida en que bajo esas concepciones de la "hombría" o "masculinidad", esto es, bajo las concepciones de género, se socializan seres humanos particulares.
Un asunto importante a considerar es la compleja relación entre los significados sociales, o dicho de otra manera, las ideologías de la "hombría" (con todo y su ambigüedad y heterogeneidad) y los sujetos sociales. Entre ambos existe una historia compleja de socialización que no culmina en una perfecta armonía. En virtud de las características de los procesos de significación y del proceso mismo de socialización, los seres socializados, en las concepciones de la "hombría" y la "masculinidad" (por "ser hombres" y para que "se hagan hombres"), no necesariamente coinciden todos, ni siempre, en sus prácticas, cuerpos, concepciones y relaciones con las concepciones dominantes sobre los que significa "ser hombre". Existe pues, una distancia entre, por un lado, esos seres a los que se les conmina a llamarse a sí mismo "hombres" y son socializados bajo estas concepciones de género, y, por el otro, las concepciones de género dominantes, que trazan el "deber ser" de "los hombres". El drama de esta distancia es el drama mismo de la condición de los varones como sujetos genéricos en una sociedad patriarcal; es una distancia que bien ha sido capturada por el psicoanálisis feminista al señalar que "el pene no es el falo". Se trata de una distancia o desencuentro entre concepción y realidad que resulta muy sugerente y productiva en términos epistemológicos. El constructivismo realista, al poner en cuestionamiento el lenguaje a través de las categorías de análisis, es capaz de revelar tanto la hechura de lo real, como sus fragmentaciones e incoherencias.
El filósofo, sociólogo y estudioso de las masculinidades, Victor Seidler, comenta que las definiciones e ideales sociales de la masculinidad en el occidente moderno coinciden de forma interesante con las concepciones y valoraciones dominantes en la modernidad sobre la objetividad, la razón, las emociones, la naturaleza, el cuerpo y el lenguaje (Seidler, 2000). Incluso coincide con el ideal de individuo de la modernidad, el individuo centrado en la razón, en control de sus emociones, capaz de relacionarse con el mundo de manera objetiva y analizarlo desde una razón supuestamente "universal". Los sujetos concretos que poseen pene y testículos, al ser socializados en ese ideal, son conminados a incorporar las características de ese ideal y a reprimir, negar o desconocer los rasgos que se asocian con lo "femenino" definido socialmente. De ese modo, los seres socializados como "hombres" bajo las concepciones de la hombría o masculinidad, no sólo llegan a desconocerse en tanto sujetos genéricos (asumiéndose como "naturalmente hombres"), sino que también se construyen, según el planteo psicoanalítico, a través de una serie de represiones y pérdidas relacionadas con lo "femenino", que permanecen en silencio en el marco de la concepción dominante sobre "la naturalidad de ser hombre".
Cuando hacemos estudios de género de los hombres y las masculinidades, estamos haciendo investigaciones que atienden a la manera en que el sistema sexo-género (este sistema de ideologías y prácticas, personales e institucionalizadas, que actúan sobre el cuerpo humano definiendo el sexo, el género y el deseo, así como sus formas legítimas, naturales, morales, saludables o bellas de existencia) opera en los sujetos definidos desde su nacimiento como varones y en los que se tiene una expectativa de comportamiento masculino. Lo que nos interesa es, pues, conocer los procesos de significación que instituyen lo masculino, la masculinidad y la hombría en los diversos ámbitos de la vida de los sujetos y de la sociedad, con la consecuencia de configurar identidades, subjetividades, prácticas, relaciones sociales diversas, incluyendo relaciones de poder y resistencia entre las personas y en el cuerpo social todo.