Introducción. De muñecas a dueñas2
Las narcoseries son un producto televisivo que ha surgido en la última década como corolario cultural del interés suscitado respecto a la industria del narcotráfico en Latinoamérica. Personalidades reales como Pablo Escobar y Amado Carrillo han servido de inspiración para crear mitologías en torno a sus hazañas en el negocio de la droga, y se han convertido en ficciones televisivas. Colombia fue el país pionero, con producciones de Caracol TV que comenzaron a emitirse en el año 2006; sin embargo, televisoras estadounidenses, como Telemundo y Univisión, descubrieron un mercado latino afecto a este tipo de narraciones y, junto con guionistas y actores mexicanos y colombianos, crearon un corpus amplio que dio el nombre de narcoseries.3
Para el investigador Alfredo Cid (2012), las narcoseries son un subgénero situado entre la telenovela y la serie anglosajona. Para otros, como Lozano (2014) y Ordóñez (2012), es un subgénero de la telenovela clásica que sólo diverge en relación con su contexto dramático, que es el narcotráfico. De esta forma, pareciera que todos coinciden en su definición: una producción televisiva que mantiene los patrones de un melodrama tradicional, principalmente respecto a los personajes estereotipados: mujeres heroínas-víctimas, y hombres que se dividen entre héroes y villanos.
Víctimas inocentes, ambiciosas, simples adornos..., esa es la imagen que las primeras narcoseries colombianas impulsaron respecto a las mujeres que se involucran en el mundo de las drogas. Víctimas de los villanos, hombres inescrupulosos y sanguinarios, envueltas en la violencia, obligadas a transportar sustancias ilícitas en sus cuerpos que sirven de recipientes; objetos de lujo que permiten a los capos ostentar un poder de adquisición. Un prototipo de mujer subordinada a un macho dominante; una visión que responde a una tradición cultural de una sociedad eminentemente patriarcal: "En ese pensamiento histórico-cultural, lo femenino se asocia e identifica con lo pasivo, lo inmanente, lo natural y lo negativo, versus lo masculino, que se considera activo, trascendente, creativo y positivo" (Lagunes y González, 2009, p. 13). La misma idea con que ciertos investigadores (Denton, 2001; Ovalle y Giacomello, 2006) analizan la figura de mujeres que pertenecen a organizaciones delictivas: víctimas inocentes, víctimas del amor o de su condición humilde, de su precariedad; al contrario de lo que ocurre con los hombres del narco, siempre victimarios despiadados, pero que se mueven inspirados por un deseo de superación.
No obstante, en los últimos cinco años, las narcoseries han dado un vuelco respecto a estos estereotipos de género. Sin tetas no hay paraíso (2006) y Las muñecas de la mafia (2009) fueron dos producciones colombianas que contaban la historia del narcotráfico desde sus protagonistas femeninas: subalternas de grandes mafiosos que las utilizaban como trofeos, expuestas a la violencia pero, a la vez, ambiciosas. La cadena de televisión Telemundo, sin embargo, ha resquebrajado esta imagen, dando real protagonismo a las mujeres, convirtiéndolas de muñecas en dueñas. La Reina del Sur (2011) y Camelia la texana (2014), al contrario de las protagonistas del melodrama clásico, son agentes activas, fuertes y violentas: son las dueñas del narcotráfico, y los hombres que las circundan se subordinan a su poder.
Se ha escogido trabajar con las narcoseries producidas por Telemundo, dejando de lado las de Univisión -que también han tenido gran éxito de rating y presentan a mujeres como capos de la droga: La Viuda Negra (2013), por ejemplo-, por cuanto sus protagonistas mueren. El peso del melodrama castiga su maldad, al contrario de lo que ocurre en las series de Telemundo, en que sus mujeres no sólo triunfan, sino que se constituyen en salvadoras de sus familias, de su pueblo e, incluso -en su extremo -, salvadoras de su país, como el caso de Teresa, en La Reina del Sur. Con ello, nos sumamos a lo expresado por Rafael Molina, quien asegura que las series colombianas "no apologizan el narco pero sí captan y recrean visualmente sus códigos, sus reglas, sus lenguajes -y sus ajustes de cuentas-, así como sus formas de seducción desde el poder del dinero con todas sus consecuencias: la traición y la muerte" (en Santamaría, 2012, p. 13). Una muerte inminente, que diverge de las series que han producido en conjunto Telemundo y la productora mexicana Argos, que privilegian una visión idílica de las mujeres narco con un final feliz.
Las mujeres en el narcotráfico
Desde que la industria del narcotráfico se transformó en un negocio lucrativo a nivel internacional, son los hombres quienes han ostentado los más altos puestos, convirtiéndose en grandes capos, amados y temidos por sus pueblos, millonarios y perseguidos por la Drug Enforcement Administration (DEA). Pablo Escobar y Amado Carrillo Fuentes, por ejemplo, son los narcotraficantes que han influido en la creación del mayor número de narcocorridos que relatan sus proezas desafiando a la ley.4 A la vez, fueron los primeros en transformarse en protagonistas de las pioneras narcoseries producidas en Miami: El patrón del mal (2012) y El señor de los cielos (2013). En torno a ellos se ha construido una épica con una visión casi mítica, como si no se tratara de hombres de carne y hueso, sino de superhombres valientes y sanguinarios que se enriquecen ilícitamente pero que, también, contribuyen al bienestar de su gente que ha sido desamparada por estados fallidos (Jiménez, 2014; Ovalle y Giacomello, 2006; Rincón, 2009).
En la narcocultura, la construcción masculina hegemónica es la del jefe o capo; hombres involucrados en el narco cuyas cualidades son la valentía, arrojo y poder, a quienes les agrada imponerse, sentirse respetados, y se exhiben magnánimos, eufóricos y briagos. Una característica en ellos es el repudio a la vida, que se constata en narcocorridos sanguinarios, el gusto por matar, la venganza. Ellos estarían acostumbrados a mandar, someter y controlar, imponer su voluntad a costa de dinero, influencias y armas. (Jiménez, 2014, 108)
En un mundo eminentemente masculino, resulta difícil encontrar narcocorridos o escuchar historias en que sean ellas las narcotraficantes poderosas, dueñas del negocio. El narcomundo, como indican los críticos Ovalle y Giacomello (2006), es "un sistema esencialmente machista, donde se reproduce en forma caricaturesca el 'orden' social instaurado artificialmente sobre la base del supuesto de la superioridad masculina. Por lo tanto, es común que en el mundo del narcotráfico se construyan las relaciones de género a partir de un conjunto de actitudes y comportamientos que discriminan y marginan a la mujer por su sexo" (pp. 300 y 301). Discriminadas, a ellas les corresponde fungir como ornamento, como símbolo de estatus cuando su atributo principal es la belleza. Amantes, esposas o madres o, si logran ingresar de una manera más activa en el crimen organizado, lo hacen como "mulas" que arriesgan su vida y su libertad para transportar una droga que no les pertenece (Cisneros, 2012). Así, lo común dentro del negocio es que las mujeres ocupen siempre las últimas posiciones en la división del trabajo: realizan las actividades más riesgosas, puesto que -como portadoras- son la cara visible y, por lo mismo, son mucho más fáciles de apresar. Sin embargo, son también quienes menos dinero reciben por el trabajo realizado (Denton, 2001; Ovalle y Giacomello, 2006) y muchas mueren antes de lograr siquiera ganar unos centavos con ello (por ejemplo, Renata, en Las muñecas de la mafia).
Así lo plasmaron las primeras narcoseries, consecuentes también con el rol tradicional que la mujer ha tenido en los melodramas televisivos: víctima, encarnación de la inocencia y la virtud, incluso hasta los límites de la estupidez (Monterde, 1994).
La primera aparición de un personaje femenino clave y protagónico, según Rafael Molina, fue Catalina, en Sin tetas no hay paraíso, escrita como novela en el año 2005 por Gustavo Bolívar Moreno y transformada en narcoserie por Caracol TV. Catalina representaba el anhelo de muchas mujeres de escapar de la pobreza: "siliconear los pezones de manera fast track -pero no certera- en la esperanza de alcanzar los beneficios del poder monetario a cambio de satisfacer los delirios tetónicos de los narcos colombianos, en medio de sobredosis de bala y silicona" (en Santamaría, 2012, p. 11).5
Pronto vino Muñecas de la mafia, serie que también presentaba a estas mujeres como trofeo (Valenzuela, 2010), artículos decorativos (Jiménez, 2014), y cuya mayor aspiración era llegar a ser amantes o esposas de narcos que las llenaran de lujo.
Si bien estos personajes femeninos protagónicos sí presentaban iniciativa y eran mujeres activas que buscaban una meta específica (llegar a ser esposas de narcos), no rompieron con el prototipo de la víctima, ya que eran objetos de villanos inescrupulosos y víctimas de sus propios deseos. Mujeres hermosas, afanadas por salir de la pobreza, y que gracias a sus atributos físicos conquistaban el amparo de narcotraficantes que las utilizaban como bienes de lujo: "un bien más al que pueden acceder para manifestar en el espacio público su poder adquisitivo y social. En este sentido, al interior del narcomundo presentarse en sociedad con el reloj más costoso y lujoso, con la ropa más prestigiosa, con el auto más costoso y llamativo es tanto o más importante que presentarse con la mujer más hermosa y voluptuosa" (Ovalle y Giacomello, 2006, p. 304). Mujeres víctimas, por cuanto eran un objeto mediante el cual un narco demostraba su poder y riqueza. Mujeres víctimas, ya que su final era la cárcel o la muerte, jamás el matrimonio con un héroe.
De una u otra manera, estas mujeres víctimas, protagonistas de las narcoseries pioneras, se involucraban en el narcotráfico siempre por acción masculina: buscando el lujo se casaban con capos; en un intento por escapar de la pobreza moldeaban sus cuerpos para acercarse a ellos. Incluso, aquellas que no buscaban ser objetos de adorno, sino agentes activas en la industria, ingresaban mediante sus familiares masculinos, miembros de algún cártel. La mayoría como víctimas de las circunstancias y no por decisión personal, ya que se veían en la necesidad de implicarse cuando sus esposos o padres eran asesinados o encarcelados; así, recaía en ellas la responsabilidad de continuar con el negocio, muchas veces, para mantener a sus familias.
Pero ello no sólo se dio en las primeras narcoseries colombianas, sino que muchos autores han llegado a esta misma conclusión luego de establecer contacto con mujeres reales que se han visto envueltas en las redes del narcotráfico (Cisneros, 2012; Denton, 2001). Según Edith Carrillo (2012), son tres las razones que las llevan a ingresar en el narcomundo: el consumo de drogas (ya que necesitan el dinero para seguir consumiendo), la necesidad de un empleo (y la urgencia por aportar dinero o, muchas veces, mantener a sus hijos6) y la dependencia afectiva (víctimas del amor), es decir, siempre víctimas: de sus adicciones, de sus condiciones sociales y de su corazón. Lagunes y González (2009) agregan sobre esta misma hipótesis: "La necesidad económica y las relaciones sentimentales han contribuido a que más mujeres sean parte de las filas de la delincuencia, pero el papel que desempeñan es el mismo: en condiciones que sólo son parte y reflejo de una cultura y una estructura social machista, patriarcal y misógina" (p. 9).
Involucradas pero subalternas, involucradas pero victimizadas, la misma imagen que comparte el periodista Javier Valdez Cárdenas (2012) al circunscribir a la mujer vinculada con el narcotráfico en el terreno de la pasividad, víctimas de otros hombres o del destino. En su libro Miss Narco realiza un recorrido por historias reales. En el apartado titulado "Las Reinas", aunque podría pensarse que son relatos de aquellas que llegaron a ser dueñas del negocio o líderes de ciertos grupos, nos encontramos con más víctimas: de hombres que las secuestraron, violaron, encerraron, pero que accedieron a un mundo de lujos donde otros las trataron como "reinas". Reinas sin corona, ni sueños, ni dinero propio. A lo sumo, princesas donde los reyes siempre fueron otros, hombres fuertes y poderosos, y ellas simples amantes, enamoradas, burreras intermediarias entre señores del narco: "Algunas de ellas obligadas por el esposo o amante, quien generalmente forma parte de una red de distribución de drogas y armas al servicio de cárteles locales otras veces la mujer llega a estar al mismo nivel que hombres que las cooptaron. Incluso los superan en seguridad, aptitud y perseverancia" (Valdez, 214), nunca en poder.7
Este es el patrón clásico del melodrama y de las narcoseries que están modificando las nuevas producciones de Telemundo. Ya no son hombres quienes influyen en el hecho de que las mujeres ingresen en el mundo del narcotráfico, ellos ya no son los personajes principales; son ellas quienes entran en este mundo por voluntad propia y terminan ostentando el máximo poder, con un séquito de hombres a su cargo. Si bien constantemente se cuestionan su papel de víctimas -puesto que muchas sufren por amor-, asumen su responsabilidad en el negocio. Teresa, la Reina del Sur, a pesar del asesinato de su novio, el Güero Dávila, agente encubierto de la DEA, no ingresa en la industria hasta que ella misma decide traficar hachís junto a Santiago Fisterra y, posteriormente, se transforma en la capo más importante gracias a que su amiga Patricia O'Farrel la hace partícipe de su tonelada de cocaína. Camelia, asimismo, se envuelve en el tráfico de marihuana porque su amiga Mireya la insta a lograr dinero con la venta de la hierba que le ha robado a su padre. Lejos de ser víctimas del destino, son ellas quienes, en determinado momento, optan por entrar en el narcomundo y empoderarse en él.
Victimarias victimizadas
En el mundo del narcotráfico, dicen Ovalle y Giacomello (2006), es común que los hombres utilicen la violencia para solucionar sus conflictos, ya sea respecto a sus enemigos, negocios, así como en sus relaciones familiares o afectivas. Amenazas, golpes y violaciones son comunes. El poder que ostentan involucra también un dominio sobre el cuerpo de los otros: torturan a quienes se les oponen y abusan físicamente de las mujeres que los rodean: "La violencia física puede llegar incluso al homicidio. En el mundo del narcotráfico la muerte es el castigo natural a la traición y si el valor de la vida se relativiza ante la presencia de una traición, en muchas ocasiones menos valor se le otorga a la vida de una mujer" (Ovalle y Giacomello, 2006, p. 313). De hecho, el feminicidio es una constante: Pablo Escobar, Buñuelo -personaje de El cártel de los sapos-, el Chema Venegas -personaje de El Señor de los Cielos-, mandan a asesinar a las mujeres con quienes sostienen relaciones sexuales para que sus esposas no lo descubran o cuando ya dejan de interesarles.8
En el análisis de las narcoseries de Telemundo, en cambio, si bien es cierto que las protagonistas, efectivamente, son definidas desde la victimización, pronto invierten este rol, transformándose ellas en victimarias. La Reina del Sur fue la primera, y así como se constituye también en "el despegue de la narcoliteratura de género en México con un personaje principal que inauguró un discurso literario inexplorado, reveló una realidad palpitante y un universo que comienza a desbordarse en todos los órdenes del negocio bajo la mano femenina: la organización financiera, el desenfundamiento de las armas, la distribución de la droga" (Molina, en Santamaría, 2012, p. 16).9 A ésta le siguió la serie Camelia la texana, personaje de un narcocorrido popularizado por Los Tigres del Norte en el año 1974 y que "inauguró el primer narcocorrido de género dentro de la industria" (Molina, en Santamaría, 2012, p. 18).
Como anticipábamos, Teresa y Camelia comienzan la serie representando el papel de víctimas, susceptibles de ser ellas las asesinadas. Teresa se ve envuelta en el narcomundo porque su novio -quien ella cree era narco- es asesinado. Su vida corre peligro y debe huir, no obstante, en esta fuga que emprende, primero es testigo de la muerte violenta de sus amigos y es violada. Ramiro, el Rata, antagonista que busca por todos los medios acabar con ella, la amenaza: "Te voy a cortar en pedacitos, chiquititos, para que nadie los encuentre; los voy a esconder en todos lados" (cap. 2). Teresa, no obstante, no se deja amedrentar y ya desde los primeros capítulos se defiende de las agresiones, dejando atrás la pasividad: cuando el Gato la viola, ella le dispara en la cara, una ofensa que los machos del narco no pueden asentir, tal como le recrimina su padrino, Epifanio Vargas: "esa gente no puede permitir que una hembra le quiebre a alguno de sus hombres, y tú te echaste al Gato Fierros. Con una sola bala los convertiste en el hazmerreír de todo Sinaloa" (cap. 2).
Camelia, entretanto, comienza su travesía al creerse perseguida por el narcotraficante Antonio Treviño (su padre). Su madre la ha convencido de que ese hombre asesinó a su padre y ahora va en su búsqueda para asesinarla también a ella. Camelia es víctima de las mentiras de su madre, de la omisión de Antonio y del falso amor que le promete Emilio Varela quien, secretamente, busca entregarla con su patrón para obtener la recompensa. De ser una niña ingenua, soñando con ser dentista, se convierte en una fugitiva de la justicia luego de vender kilos de marihuana (agenciados por su amiga Mireya) y asesinar a Emilio, por haberla traicionado.
Emilio: Yo me voy a ir solo [...]. Camelia, hoy te das por despedida, no va a haber boda. [...] ¿Quieres saber la verdad? Tengo una esposa y un hijo, una vida antes de ti. Lo nuestro llegó demasiado tarde [...] Necesitaba dar un gran golpe. Este dinero me va a ayudar. Con la parte que te toca, tú puedes rehacer tu vida. Yo me voy para San Francisco [...] con la dueña de mi vida (cap. 20).
Frente a esta declaración, Camelia, cual macho narco herido en su orgullo por la traición de quien amaba, le dispara sin piedad siete veces. Luego deja su cuerpo tirado en una calle abandonada. Al poco tiempo se arrepiente de haber apretado el gatillo, sin embargo, es este hito el que determina el vuelco de víctima a victimaria, el acto que la hace transformarse en una mujer dispuesta a todo.
El primer asesinato de Camelia es porque Emilio la ha traicionado; el primer intento de Teresa (puesto que el Gato sobrevive) es en defensa propia.
En otra narcoserie de Telemundo, a su vez, también somos testigos del primer muerto de una poderosa narcotraficante. Anastasia, en Dueños del paraíso, luego de ser abandonada por su esposo, Nataniel Cardona, de descubrir que él tenía una amante con quien esperaba un hijo y de ser violada por los enemigos de su marido, conscientemente decide eliminarlo y apropiarse de su negocio: "Mira lo que hiciste conmigo, Cardona. Me humillaste, me traicionaste y me abandonaste, pero no pudiste conmigo. Soy tan torpe que me convertí en una asesina. Pero una asesina que va a construir un imperio en tu nombre. Vas a estar bien orgulloso de mí, cabrón, te lo juro" (cap. 3). Al contrario de Camelia, Anastasia no se arrepiente, tal como se lo explica a un sacerdote: "Yo privé de la vida al único hombre al que he amado. Padre, yo maté a mi esposo. Yo lo maté [...]. Que Dios me perdone, pero es que no me arrepiento" (cap. 8). Un primer acto de sangre que se constituye en la fuerza para convertirse en líderes: el poder de decisión sobre la vida y la muerte de otro ser humano.
Valenzuela (2010) asegura que las mujeres involucradas en el narcotráfico generalmente son mujeres que se sacrifican a sí mismas en pos de sus hombres, las que se niegan para ofrecerse a otros: "la que acepta en silencio su invisibilidad y se conforma con el pago gratificante de saber que su destino en la vida es servir a otros [...]. La mujer sacrificada es también la mujer sacrificable; condición límite del autoabandono, la mujer sacrificable se juega la vida por su hombre" (p. 171). Nada más contrario a estas protagonistas femeninas de las narcoseries, quienes no dudan a la hora de hacer pagar con sangre la traición. El tema romántico pierde preponderancia. El amor, motivo melodramático por excelencia, se desvanece. Las protagonistas no son las mujeres pasivas de las telenovelas clásicas, sino heroínas independientes, dispuestas a todo.
Si bien no podríamos asegurar que se transforman en mujeres realmente sanguinarias, por cuanto, no matan por el gusto de matar, sino siempre por razones ligadas a la venganza y, en algunos casos, ni siquiera son ellas quienes aprietan el gatillo, puesto que tienen hombres a su cargo que se hacen responsables de ello, el primer asesinato resulta fundamental. Principalmente nos referimos a Camelia y Anastasia, ya que la muerte de sus parejas las hacen fuertes y les cambia la vida. Ellas mismas reconocen que es este acto fundacional el que las transforma, el que las hace perder el miedo a pecar, el miedo a los otros, asumiendo que tienen en sus manos el destino de quienes las rodean.10
De las mujeres como víctimas pasamos en las narcoseries de Telemundo a mujeres victimarias. Son ellas las que toman las riendas del negocio; ellas quienes dirigen y constituyen un grupo de subalternos que las obedecen; ellas las que utilizan las armas. Teresa se convierte en la Reina del Sur y Camelia crea una leyenda en torno a su nombre. En un narcomundo eminentemente machista, ellas deben actuar como hombres, apropiarse de la violencia para ser respetadas. Esto es lo que le cuenta La Nacha al policía Facundo García (personajes de Camelia...): que ella es una mujer entre hombres, "una vieja entre puro criminal. Pero a punta de fregadazos los puse a todos en cintura, no le iba a dejar el negocio a nadie. El que no se cuadraba, fuego. Y uno por uno fueron entendiendo quién mandaba, y ahora hasta los políticos se cuadran [...] Los hombres no se acostumbran a que las mujeres manden, pero ahora, con la liberación femenina, se van a acostumbrar" (cap. 18).
Los hombres les temen. Camelia le quema el rostro a Arnulfo Navarro, un líder del narcotráfico, y Emilio le hace ver que esa actitud lo aterra: "Cuando te posesionas de Camelia la texana, das miedo [...] Aunque no lo quieras, ya te estás transformando en una leyenda" (cap. 18). Teresa se pone al nivel de Oleg Yasikov, capo de la mafia rusa, a riesgo de ser ejecutada. La vacilación podría costarle la vida, por ello siempre se muestra firme, aunque en ocasiones reconozca dudar de sus agallas. "¡Qué huevos tiene!" es una expresión común para referirse a Teresa y Driss. En una oportunidad, le dice al Coronel Abdelkader: "Es muy dura con los hombres, yo no te recomiendo que te acerques mucho, porque te va a arañar" (cap. 7). Una actitud masculina de arrojo, valentía y violencia que se minimiza con una feminización. Como si la única arma que pudieran portar las mujeres fueran sus uñas y sus tacones.
Acostumbradas a tratar entre hombres, el narcomundo machista y patriarcal debe ceder ante las nuevas dueñas, dispuestas a utilizar la fuerza, a asesinar y a responder con violencia cuando la situación lo requiere. No obstante, la victimización que hemos constatado en diversos autores que analizan historias reales de mujeres que se involucran en el narcotráfico, parece repetirse como patrón también en las narcoseries. El policía Facundo García, al enterarse de que fue Camelia quien asesinó a Emilio, se niega a creerlo, pues para él Camelia es la víctima: "Eres una mujer admirable, eres fuerte, y que tienes tu carácter, pero, al mismo tiempo, eres dulce. El problema es que te cruzaste con un estafador profesional que te desvió del camino" (cap. 28). Entretanto, Oleg, líder de la mafia rusa, apadrina y cuida a Teresa, evitado constantemente que ella se ensucie las manos asesinando. Consecuente con esta victimización e infantilización que realizan de ellas los hombres que las rodean -aunque las respetan y obedecen-, no dejan de ceñirlas en el terreno de los afectos, ámbito tradicionalmente femenino: "[Teresa] actúa como nosotros. Es práctica, no le tiembla el pulso, es una gran estratega, pero su corazón es femenino. Necesita amar para sentirse viva. No lo puede evitar" (cap. 52), asegura Oleg.
Frente al terror que producen estas mujeres que se apropian de la violencia y la sangre como si fueran hombres, ellos se defienden minimizando su poder: las victimizan, las infantilizan, las feminizan. Así, estas protagonistas se debaten entre una imagen masculina y un prototipo femenino del que parece imposible desligarse. Teresa, a pesar de ser temida, audaz, valiente, a pesar de ser el cerebro de la organización y negociar de igual a igual con mafias rusas, italianas y españolas, es definida por sus características femeninas más allá de ser reconocida por su inteligencia y sus dotes de estratega. Cucho, el periodista, busca la primicia y la bautiza como la Reina del Sur, no obstante, no destaca su poder, sino su belleza: "¿Has visto la piel que tiene? ¡Qué cosa! Yo no sé, ella es tan rara y tan diva a la vez. Ha pasado por un atentado, por un interrogatorio, y sigue igual de divina. Es que ella es como una reina azteca" (cap. 38). Todos adoptan el seudónimo de Reina del Sur para referirse a Teresa, todos, menos ella, que se seguirá definiendo, orgullosamente, como "la mexicana".
Este comportamiento de feminizar a las mujeres es propio de una violencia epistémica,11 es decir, una violencia que no es física sino simbólica, en la que quienes consideran poseer un poder hegemónico se sienten con el derecho de hablar por el Otro. Al hablar por el Otro se les niega el derecho a la subjetividad y, con ello, se las transforma en esencia, en representaciones sociales, en estereotipos: reinas o víctimas. Lucía Guerra (2006) expone esta situación en otros términos: "Adscribir significados a lo femenino es, en esencia, una modalidad de la territorialización, un acto de posesión a través del lenguaje realizado por un Sujeto masculino que intenta perpetuar la subyugación de Otro" (p. 14). Al catalogar a las mujeres en ciertos signos predeterminados no sólo se intenta hablar por ellas, arrebatándoles la voz, sino que se transforma en un mecanismo para continuar con la subyugación, impidiendo que el Otro se desprenda de los márgenes en los que ha sido sepultado. Como si con este acto mágico de nombrar pudiera borrarse también el temor que la actitud agresiva de estas mujeres provoca.
Mujer con pensamiento de hombre, pero sentimiento de mujer
A pesar de la feminización y victimización con que pretenden caracterizarlas, ellas hacen alarde de su poder, ejercen la violencia y dominan un mundo manejado tradicionalmente por hombres; sin embargo, sus códigos morales las alejan de los cánones que rigen el narcomundo. Aurelio Casillas, de El Señor de los Cielos; Pablo Escobar, en El patrón del mal; los personajes de El cártel de los sapos, son machos que buscan el lujo; infieles y seductores que viven rodeados de prostitutas; traicioneros con los amigos, han perdido el respeto a las familias. Muchos de ellos son también drogadictos, sanguinarios por placer. Hombres egoístas que no tienen sentido de comunidad y buscan la riqueza y el poder a costa de su propia gente. Esta pérdida de valores parece ser algo reciente en el mundo del narcotráfico. Hasta hace algún tiempo existían todavía ciertas normas de conducta a las que ceñirse, líderes a quienes seguir, códigos que parecían inquebrantables, tales como el respeto a las familias, la contribución a las comunidades de las que surgían:
Los códigos de honor de los grupos delictivos en la región cambiaron de manera radical hacia los años ochenta y noventa, producto de una marcada pérdida de valores entre los protagonistas de la industria del narcotráfico [...]. Lo que antes eran acuerdos se transformó en una guerra entre los llamados cárteles, que trajo como consecuencia una mutación de las prácticas y las relaciones internas de los grupos delictivos -una vez que se hubo extendido el consumo de drogas hacia lugares donde este fenómeno no tenía presencia anteriormente-, cuestión que a su vez desencadenó la violencia generalizada. En suma, los preceptos que en otro tiempo involucraron el respeto a la familia, los niños, las mujeres y los ancianos dejaron de tener sentido, pues se generó un círculo vicioso de venganza y muerte (Fernández, 2014).
Las líderes de estas series, en cambio, parecen regresar a este tiempo primigenio y derribar estos estereotipos. "El derroche, la opulencia, la transgresión, el incumplimiento de la norma y el machismo son, entre otras, prácticas sociales continuamente asociadas al narcomundo" (Ovalle y Giacomello, 2006, p. 299). Teresa y Camelia, por el contrario, invierten estos parámetros transformando las reglas vinculadas al tráfico de drogas. Se convierten en jefas a quienes todos respetan de la misma forma en que ellas respetan a los otros. Teresa, lejos de propiciar una guerra con los otros cárteles, realiza alianzas. Camelia y la Nacha son benefactoras y buscan el bien común más que el personal.
Las protagonistas de estas narcoseries, a pesar de utilizar la violencia, presentan un código moral diferente. Al contrario de los capos que son infieles y traicioneros, incluso, con sus propias familias, estas mujeres son fieles y buscan un amor definitivo:12 "Siempre pensé que mi vida iba a ser una aventura. Siempre soñé con un amor de esos que solamente pasan una vez en la vida. De conocer a un hombre y que de verlo me quite el aliento y que cuando nos veamos a los ojos sepamos que estamos hechos el uno para el otro" (cap. 1), le dice Camelia a su madre, y consecuente con este anhelo, decide dejarlo todo para irse con Emilio. Teresa, a su vez, le dice a Patricia: "Tengo mucho tiempo ya sumergida en esta vida ocupándome de cosas que me enseñaron otros, que yo no pedí aprender y me estoy secando por dentro. Yo también soy una mujer y necesito sentirme deseada" (cap. 39).
A pesar de que el amor no es el centro e, incluso, ha sido relativamente desplazado por las drogas y la sangre, son mujeres que desean amar y ser amadas, por esto, son capaces de asesinar a los hombres que las traicionan y enamorarse de quienes las cuidan: Teresa asesina a Teo, mientras Camelia se enamora del policía García.13
Otra característica diferente es que la familia del enemigo vuelve a ser intocable: "Bien sabes que la familia del enemigo es sagrada" (cap. 12), le recuerda la Nacha a Arnulfo. Teresa siente culpa por amenazar a Flores, el policía, enviando las fotos de sus hijas: "Lo hice nada más para que mordiera el anzuelo, pero nunca me voy a meter con gente inocente, Oleg. No se vale, con las familias no" (cap. 29), le asegura Teresa al ruso. Una moral que se condice con el actuar de las narcotraficantes líderes de cárteles mexicanos o, al menos, la misma conclusión a la que llega Cisneros (2012) luego de entrevistarse con ellas, sea la propia o la del enemigo: "para todas, la familia es mucho más importante que para los hombres [...]. La familia es el punto nodal para ellas" (en Santamaría, 2012, p. 138).
De la misma manera, separan claramente lo que venden y no están dispuestas a traficar con drogas de calidad dudosa.14 Existe en ellas, además, una actitud reprobatoria hacia los consumidores y toman la industria como un trabajo, distinguiendo que jamás deben transformarse en adictas. Hay una suerte de lástima hacia quienes la prueban. Camelia le dice a Mireya: "¡Pobre gente! Son adictos. Se mueren por culpa de esa porquería" (cap. 11), mientras Teresa constantemente insta a Patty a que deje la cocaína, argumentando el daño que le provoca.
Tradicionalmente, como ya hemos analizado, tanto los capos como las mujeres vinculadas al narcotráfico se caracterizan por una estética del lujo, la opulencia y la ostentación (Fonseca, 2009; Rincón, 2009; Salazar, 1993; Villatoro, 2012).15 Al contrario, las mujeres de las narcoseries son relativamente austeras. No es posible negar que Teresa, por ejemplo, viste ropa de moda, sin embargo, no es ella quien invierte en esto, sino su amiga Patricia. Es ella a quien le preocupa el lujo y las joyas, y esta fascinación no se deriva del narcotráfico, sino de su ascendencia aristocrática.
Teresa: No hay manera de que yo me gaste en eso en una bolsa. Además, ni uso bolsas.
Patricia: Nos llevamos todo. El traje también.
Teresa: ¿Cómo todo? No, eso es mucho dinero.
Patricia: Por algo odio que seas tan rápida con los números. Nos llevamos todo. Y no pongas esa carita. Pago yo, es un regalo. (cap. 27)
El fin de Teresa no es el dinero, sino demostrar sus capacidades como analista y matemática, como contadora, en un mundo masculino. Camelia, por su parte, nunca gasta el dinero que le llega por la venta de marihuana, su preocupación principal es salvar su vida y cuidar a su familia y a los trabajadores. Su poder no se ostenta a través del lujo desmedido.16
Critican el producto que trafican, no buscan riquezas, respetan a las familias de los enemigos y, sobre todo, ayudan a su gente. Teresa, apenas consigue el negocio con Oleg, busca a Fátima y a Mohammed para que vivan con ella y disfruten de las comodidades económicas que ella posee. Es compasiva y sabe perdonar, tal como lo hace con el Pote, quien trató de asesinarla enviado por Epifanio, sin embargo, ella le agradece que no la haya violado y lo contrata como su guardaespaldas. La Nacha es la líder de su pueblo, amada y respetada por todos, puesto que con su dinero ha construido escuelas, orfanatos, iglesias, y le ha dado comida a quienes lo requieren, tal como indica Facundo García: "Esa mujer es una reina. Toda la gente la quiere y la cuida. Tiene comprada a toda la policía. Ella es la que se encarga de tapar todos los hoyos que el gobierno deja. Ella apoya a las escuelas, apoya orfanatorios, a la iglesia... ella le da a la gente todo lo que el gobierno no les da" (cap. 19). Camelia, por su parte, ayuda a los migrantes, a los jimadores y a la gente del rancho de su padre.
De alguna manera, estas líderes del narcotráfico no sólo recuperan los valores de los antiguos narcos, en cuanto a la protección de las familias y del pueblo, sino que incluso van un paso más allá, convirtiéndose en justicieras. Ya que los gobiernos no otorgan las garantías de bienestar necesarias, son ellas las que los proveen. Así, el miedo a sus acciones sanguinarias se va desvaneciendo en admiración, gratitud y cariño por estas mujeres que ayudan a su gente. Y así como les temen, las respetan y las siguen, puesto que ellas y el pueblo son iguales y buscan los mismos derechos: "Que no les quiten lo único que tienen: su trabajo, su libertad y su dignidad" (cap. 60), insta Camelia a los trabajadores de su padre, pidiéndoles, además, que peleen con ella en contra de Arnulfo Navarro. La lucha por el poder va acompañada de un sentimiento de colectividad. Los trabajadores se identifican con ellas, por eso están dispuestos a dar su vida. Todas estas características se ciñen a los estereotipos de género tradicionales en que las mujeres sólo pueden recurrir a la violencia cuando es en pos de un bien mayor, una imagen de género idealizada que no parece muy ajena a la propagada por el melodrama clásico.
Conclusiones: Yo escogí mi vida y voy a escoger mi muerte
A simple vista pareciera que estas producciones televisivas ponen en jaque al modelo melodramático, puesto que las protagonistas no son mujeres pasivas en espera de que un héroe las lleve al altar en el último capítulo. Sin embargo, es innegable que ciertos estereotipos de género se mantienen y que los mismos personajes masculinos son responsables de ello. Aunque, efectivamente, estas mujeres ya han dejado atrás el papel de muñecas y se empoderan como dueñas de un negocio de hombres, utilizan la violencia y pueden ser tan sanguinarias como cualquier macho, ciertas cualidades asociadas, tradicionalmente, a lo femenino, se perpetúan.
Más allá de la muerte, ellas dan vida. Dan vida literal y metafóricamente. Dan vida a su pueblo, lo inspiran a luchar por un mayor bienestar, entregan orfanatos, clínicas, albergues, comida. Cuidan de sus amigos, de sus familias, de las familias de sus enemigos. El rol maternal no se ha perdido, sólo se ha trasladado a una colectividad. El sacrificio, rasgo tradicionalmente femenino, se expande a una multitud abstracta: "La mayoría de las mujeres se han definido como seres para los demás, y proyectan la construcción de su identidad en función de las necesidades, gustos e intereses de otras personas y en específico de los hombres a su alrededor; la figura de la madre-esposa abnegada, dócil, sufrida, la que protege, que se sacrifica por el bienestar de los demás" (Jiménez, 2014, p. 113). Ellas no son dóciles y abnegadas, no obstante, sí se sacrifican por su gente. Camelia, por ejemplo, es capaz de quedarse sin comer frente a la arbitrariedad del capataz que ha dejado sin alimento a todos porque ella lo ha humillado. Asimismo, gasta su dinero en enmendar esa injusticia dando almuerzo a los trabajadores temporeros (cap. 24).
En mayor o menor medida, estas mujeres protagónicas de las narcoseries de Telemundo corren riesgos y se sacrifican por otros. Quien mayor cumple este papel es Teresa Mendoza, puesto que lleva también a la literalidad la maternidad. Casi al final de la serie queda embarazada y es por ello que decide retirarse del negocio, para criar a su hijo en tranquilidad. Junto con ello, la Reina de Sur no sólo salva a su futuro hijo de un negocio lleno de sobresaltos y violencia, sino que da a luz una nueva patria. Teresa salva a México -en conjunto con la DEA- de convertirse en un narcoestado bajo la presidencia de Epifanio Vargas, senador y líder del cártel de Sinaloa: "No podemos permitir que Epifanio Vargas sea el próximo presidente de México. Su destino está en tus manos" (cap. 58), le dice Willy a Teresa. Y ella se sacrifica por su nación, aun sabiendo el riesgo que corre al regresar a México.
Tal como asegura el crítico colombiano Omar Rincón (2009), "La telenovela es una esfera pública para pensarnos como sociedad y es el modelo narrativo para comprender la política en América Latina: el hombre puro (supongamos que hablamos de Chávez, Uribe, Correa, Evo...) salva a la mujer equivocada (el pueblo engañado y vilipendiado) (p. 159). Teresa, la líder pura, activa y violenta, pero de corazón bondadoso, salva al pueblo que ha sido engañado por el narcotraficante con aspiraciones presidenciales, mientras Camelia salva a los trabajadores de ser vilipendiados por el narcotraficante Arnulfo Navarro. Consecuente con el final melodramático de las heroínas, existe la salvación y final feliz para las protagonistas y para su gente. Mujeres con pensamiento de hombre pero sentimientos de mujer, tal como le recrimina Oleg a la Reina del Sur; de villanas devienen en justicieras. El espíritu de sacrificio se expande hacia los trabajadores, el pueblo, la patria. La maternidad sigue siendo un punto central en el melodrama y lo que, finalmente, determina la vida de estas mujeres. Teresa decide retirarse del negocio por su hijo, decide ayudar a salvar al Estado por su hijo. Camelia, aunque queda estéril, toma el liderazgo que su padre Antonio dejó al morir y se transforma en guía. Asimismo, decide asumir la maternidad de Emilito, el hijo de Emilio y Alison.
Las narcoseries no dejan así de ser melodramas con una función moralizante. Las narcotraficantes líderes sobreviven y triunfan porque en el fondo son víctimas y, a pesar, de ejercer la violencia, tienen un alma pura, caritativa y bondadosa. La dinámica de premio y castigo, propia de toda telenovela, también en estas producciones -aunque llenas de violencia- funciona:
Durante la trama narrativa, los personajes, sobre todo los protagónicos, sufren transformaciones de varios tipos. Una transformación de valores (que va de la ignorancia a la sabiduría, de la indecencia a la decencia, de la injusticia a la justicia), de clase (de la riqueza a la pobreza), de estética (de la fealdad a la belleza). Esto puede remitirnos a un ideal de nación donde los buenos son compensados y los malos son castigados, la honestidad, la decencia y la justicia son vistas como las mismas cualidades que la nación desea (Uribe, 2009, p. 183).
Estas mujeres que, a lo largo de la telenovela, han debido ejercer la violencia, a la vez han portado estandartes de valor como la justicia, la sabiduría, la inteligencia, la bondad y el sacrificio, ideales que no pueden ser castigados con el final de los villanos, sino con la redención. A esta idea se suma el hecho de que las protagonistas de estas narcoseries, en el último capítulo, dejan el narcotráfico, ambas apostando a un proyecto de familia: Teresa con su hijo que viene en camino, y Camelia al cuidado de Emilito.
La maternidad es la caracterización más importante que se hace de estas líderes del narco. Los críticos Lagunes y González (2009) han analizado la imagen de mujeres narcotraficantes en los medios de comunicación masiva, concluyendo que siempre son construidas desde una perspectiva machista. Construcciones patriarcales, por cuanto, ven a las mujeres como objetos incorporadas a la vida social desde su corporalidad o su función reproductiva, nunca desde su verdadera interioridad. Y al parecer, así también han caracterizado al sujeto femenino los investigadores que trabajan en relación con el narcotráfico.
Javier Valdez Cárdenas (2012), tal como indicábamos en un comienzo, insiste en presentarlas como débiles, víctimas de su destino, víctimas del amor, víctima de otros hombres. En su libro Miss Narco utiliza estereotipos puntuales para referirse a ellas: seductoras seducidas, víctimas inocentes que sufren la violencia del narco, esposas, madres, hermanas, miss de belleza compradas por capos. Incluso en el apartado en que podría invertirse este rol -o al menos cuestionarse- como "Heroínas", la victimización permanece, puesto que su rol activo, su valentía y poder, se pierde en la descripción de sus cualidades físicas.17 El mismo estereotipo que se mantiene en estas narcoseries que, a primera vista, parecía romper con ellos. Violentas, sanguinarias y vengativas, pero en el fondo bondadosas, con un código moral inquebrantable, bellas y de corazón puro. No obstante, es importante rescatar que así como los personajes masculinos las victimizan e infantilizan, en varias ocasiones son ellas mismas quienes revocan esta comprensión y justifican su derecho a la violencia, asumen las consecuencias de sus actos y reconocen que el destino se lo han construido ellas. Mientras su padre victimiza a Camelia por haberse enamorado de Emilio, ella reconoce: "Emilio me engañó, me llenó la cabeza de mariposas, no me dijo que estaba casado y mucho menos que tenía un hijo, me prometió amor eterno para después venderme, pero la vida me la arruiné yo. Si yo hubiera bajado la pistola ese día, nada de esto hubiera pasado, así que si hay un culpable, soy yo, por haber matado a Emilio Varela" (cap. 57). Teresa, a pesar de que en momentos se victimiza, también es clar al momento de culpabilidades: "Yo me equivoqué, yo los elegí mal" (cap. 51), le dice a Conejo respecto a sus parejas narcotraficantes.
Victimizadas por otros, estereotipadas por los medios de comunicación, las narcoseries de Telemundo no rompen pero, al menos, resquebrajan un poco los roles de género tradicionales en este subversivo acto de hacer hablar y empoderar a las protagonistas. Con este gesto pierde relevancia el hecho de que otros las llamen reinas, que intenten por todos los medios paliar el miedo a la violencia feminizándolas, circunscribiéndolas a terrenos reconocibles como la bondad, el sacrificio y la maternidad. Ellas son las que, finalmente, aseguran que el destino no es escrito por hombres ni es producto de un azar sino de decisiones conscientes.18 Las muñecas de la mafia, como contraejemplo, son mujeres ingenuas, que jamás deciden, simplemente se dejan llevar por las circunstancias, aceptan las humillaciones de los narcos que las rodean, y como castigo terminan dañadas, encarceladas, asesinadas, violadas, embarazadas pero solas, como un efecto moralizante dirigido a las mujeres que pueden transformarse en víctimas del narcotráfico (Lozano, 2014). Camelia y Teresa, en cambio, son las que escogen su vida, por eso, en el melodrama triunfan y sobreviven, se ganan el derecho a ser ellas quienes escojan su muerte.