Introducción
Cuando los frailes católicos llegaron a tierras mesoamericanas se encontraron con una realidad denominada nahualli que, para poder aprehenderla, la asociaron con lo que, en su parecer, era semejante: la bruja. Aunque nahualli refiere a un doble o alter ego animal, estrechamente unido al destino humano y a un especialista ritual con capacidad para transformarse, y, en cambio, la bruja era una persona que había realizado un pacto con el demonio, tenía poder para dañar a los demás y presentaba un comportamiento antisocial. Lo que permitió a los religiosos identificarlos como seres semejantes fueron los poderes sobrenaturales que poseían, ajenos al catolicismo (Martínez, 2007); desde luego, en su visión éstos eran otorgados por Satanás para atentar contra el cristianismo (Báez-Jorge, 1998).
Para los frailes, nahualli y bruja eran semejantes y en sus escritos aparecen como uno solo, por ejemplo, Ruiz de Alarcón (1988) menciona en su texto a una india de quien en su pueblo todos decían que era “bruja nahualli”; por su parte, Sahagún (1989) señala, respecto de los “hechiceros y trampistas”, a los nanahualtin, que eran propiamente brujos que espantaban en la noche a los hombres y chupaban la sangre a los niños. Sin embargo, los propios religiosos notaron que la “bruja nahualli” era diferente de la bruja que habían conceptuado en Europa; Ruiz de Alarcón (1988) declaró que el “género de brujos” de esta tierra era diferente del de las brujas de España. Donde parece que sí fueron unánimes fue en atribuir también a las mujeres su proclividad a estas actividades pecaminosas, debido a que el diablo podía engañarlas más fácilmente (Olmos, 1990).
Durante la época colonial las creencias y prácticas ligadas a la religión prehispánica fueron prohibidas, por lo cual, se siguieron numerosos procesos contra quienes, según el catolicismo, eran idólatras o apostataban de la nueva fe. Una de las consecuencias del desprestigio al que fueron sometidos los sacerdotes mexicas, según López Austin (1967), fue quedar al nivel de brujos y ser confundidos con éstos. Cabe mencionar que, durante el periodo novohispano y en el México independiente, los nobles indios que detentaron poder político se valieron de sus virtudes mágicas, ya asociadas entonces con la “brujería”, como parte del ejercicio de éste y, en cuya base, se encontraban representaciones y conceptos heredados del tiempo prehispánico (Arnauld y Dehouve, 1997).
La brujería y la hechicería fueron prácticas prohibidas por la religión católica y consideradas delitos; la primera de ellas consiste en la “expresión de un poder maligno en el cuerpo de una persona” y, la segunda, en “la utilización de una habilidad o un conocimiento mágico para beneficiar o perjudicar a otros” (Stewart y Strathern, 2008, p. 11). En juicios llevados a cabo contra brujas durante la Colonia (Alberro, 2013; Ruiz, 2013) se puede observar la presencia de un “género de brujas” que eran como las de España. A las acusadas se les atribuían habilidades extraordinarias que obtenían por un contrato con el demonio quien las convertía en sus servidoras o esclavas y, con la ayuda de éste, provocaban daños; a la postre, éstas terminaban creyendo que realmente poseían virtudes sobrenaturales para maleficiar, de las que estaban conscientes que eran pecado y por eso se delataban.
El documento de archivo1 que se aborda en este artículo es el proceso seguido a partir de 1686 contra Josefa Ramos, alias Josefa de la Cruz, Josefa de San José o “la Chuparratones”; ella era vecina de la ciudad de Querétaro; mestiza según unos, coyota o mulata2 según otros; de aproximadamente 20 años y que se encontraba casada con Juan de la Cruz, indio, zapatero, avecindado en Celaya. Los delitos iniciales que se le imputaron fueron los de hechicería y brujería a los que se sumaron toda especie de pacto con el demonio, apostasía y denegación de la fe católica.
Los casos de brujería, maleficio y posesión en Querétaro a fines del XVII ya han sido abordados en estudios previos desde diversas perspectivas. En su texto, el objetivo de Bieñko (2008) es relacionar los elementos comunes en el imaginario acerca de la posesión demoniaca en la tradición europea y en la práctica novohispana. Por su parte, Ruiz (2013) aborda los casos de posesión que mantuvieron en desasosiego e incertidumbre a la población de Querétaro a fines de 1691 y principios de 1692, y en su trabajo “intenta dar una respuesta” a preguntas sobre si la posesión demoniaca en las doncellas eran delirios o “histerias de adolescentes”, discursos del demonio adecuados por los franciscanos o ambas, entre otras; de la lectura de los testimonios de quienes participaron en los procesos bosqueja las complejas redes sociales en torno a la posesión y el papel de los agoreros y curanderos indígenas “junto con las pretendidas brujas mestizas”. Por último, Alberro (2013) dedica la sexta parte de su libro a tres beatas del siglo XVII, entre ellas Juana de los Reyes, una de las doncellas poseídas, como casos representativos del funcionamiento del Santo Oficio y de los contextos social y mental en que se inscribían y su articulación con lo institucional.
Por otra parte, Buelna Serrano (1997) aborda los casos de las doncellas poseídas de Querétaro para analizar el discurso de los religiosos que se encontraban a favor de la explicación de estos acontecimientos a causa de una posesión demoniaca y el de aquéllos que estaban en contra de esta posibilidad. Entre las conclusiones a las que llega esta autora destaca que la persuasión que ejercían personas reconocidas llegó a crear una situación de histeria colectiva; además, considera que los embustes y la espiritualidad fingida de las jóvenes endemoniadas había sido promovida por los franciscanos, quienes al final se vieron exonerados de toda culpa.
En el proceso seguido contra Josefa Ramos se observa la conmoción popular que se podía originar a partir de acusar a una persona como bruja: lo que inició como su propia denuncia por maleficio a su amante y a la cuñada de éste, devino en una serie de acusaciones en las que figuró como una de las principales sospechosas de haber causado posesión demoniaca en “vírgenes virtuosas”. El Santo Oficio dedicó el tiempo necesario para averiguar acerca de sus actividades y recogerlas en un voluminoso expediente donde se encuentra la información que permite conocer, a partir de lo que se menciona en las declaraciones, el imaginario de la época en torno a la bruja de “tipo europeo” y su construcción social.
El estudio que se presenta aborda, en primer lugar, la recreación de la bruja que hicieron los religiosos en tierras novohispanas a partir de la que se conocía en Europa y la manera cómo se integró en el imaginario colonial; segundo, la personalidad que se atribuía a quienes contaban con estos poderes sobrenaturales y las actividades maléficas por las cuales se les acusaba; finalmente, la manera cómo se divulgaban los rumores y chismes en torno a ellas, así como el poder que adquiría en su medio y lo que éste representaba en una sociedad dividida según el origen étnico.
El análisis del documento de archivo, como un discurso, se realiza a partir de considerar que los actos de habla no son sólo estructuras de sonidos, oraciones y formas esquemáticas, sino acciones sociales que comunican “situaciones sociales” que se encuentran dentro de una sociedad y una cultura; debido a la interacción entre las personas, éstas emplean estrategias con el fin de lograr sus metas comunicativas: convencer, demostrar arrepentimiento, reclamar cortésmente, etcétera, y apelan a ciertas representaciones socioculturales compartidas; por tanto, se estudia el “contexto situacional del hablante, es decir, sus intenciones, sus conocimientos o sus opiniones” (Dijk, 2008, p. 38).
La lectura de las declaraciones de los participantes en el proceso (autoridades, acusada y testigos) permitieron conocer la concepción que se tenía de la bruja en Querétaro a fines del siglo XVII. En general, en el estudio se buscaron las unidades de información a partir de las enunciaciones a favor y, sobre todo, las acusatorias contra “la Chuparratones” por ella misma y los demás actores. Entre los aspectos que se destacan se encuentran las categorías valorativas que le adjudicaron a Josefa Ramos a partir de su condición “pública y notoria” de bruja; también, se puso énfasis en las acciones que permitieron distinguir a cuál “género de brujas” se le asociaba para observar la diferencia entre aquéllas de raigambre mesoamericano y las que eran como las de España.
Para diferenciar entre “bruja mesoamericana” y “bruja europea” se cotejó lo que se ha señalado acerca de los poderes y hechos de los magos en tiempo prehispánico (López Austin, 1967) y los del “brujo nahualli” en la época colonial (Olmos, 1990; Ruiz de Alarcón, 1988; Sahagún, 1989; Serna, 1953) en oposición a los que se atribuían a las brujas en Europa (Donovan, 1989; Harris, 2011; Levack, 1995; Stewart y Strathern, 2008).
Por su parte, los términos (conceptos o categorías) empleados en torno a la figura de Josefa Ramos, ofrecen una visión del estatus de ésta en su ámbito social. La manera cómo cada participante en el proceso reconstruía los hechos y se expresaba de la acusada contribuían al tejido de una historia aparentemente contradictoria, pero que en su conjunto permite observar la realidad social de una época: cómo se construyó en “la Chuparratones” el estigma de bruja y la fama que se le creó, el poder simbólico que alcanzó por esta razón (que llegó a provocar miedo en los vecinos) y la búsqueda de respuestas a situaciones cotidianas a partir de los referentes que la religión católica enseñaba, entre los cuales se creía y vivía en un mundo plagado de seres malignos que obraban contra los fieles y estaban al acecho de sus vidas y sus almas.
La conmoción que provocó en la sociedad queretana de fines del siglo XVII la manifestación de lo sobrenatural ligada con lo demoniaco, que “a pocos días se hizo tan ruidosa [la noticia] en esta ciudad por las muchas circunstancias que pasaron […] que no se hablaba de otra cosa en ella” (f. 256),3 se analiza a partir de los rumores y chismes que circularon en torno a Josefa Ramos. De acuerdo con Stewart y Strathern (2008), el “rumor es una información no confirmada, cierta o falsa, que va de boca en boca”, mientras que “los chismorreos son noticias que desacreditan a las personas contra las que se dirigen” (p. 40).
Historias de maleficio y posesión demoniaca
El lunes cuatro de febrero de 1686, por la tarde, se presentó Josefa Ramos, sin ser llamada, ante el comisario del Santo Oficio de la ciudad de Querétaro; para descargo de su conciencia y pedir piedad se denunció “por los delitos de hechicería y brujería, con toda especie de pacto y apostasía y denegación universal de toda la fe católica” (f. 255), como los consideró el fiscal. Relató que el miércoles 30 de enero había entrado en su casa una mujer española llamada Josefa, de la cual no sabía el apellido, sólo que era soltera, vecina de la ciudad y de quien se sabía usaba yerbas y bebidas nocivas; ésta le dijo “ya se casa tu amante”, a lo que ella le respondió “Dios le haga bien casado que yo también soy casada”; sin embargo, la visitante agregó que si quería, le daría una yerba para que lo ligara y no pudiera “usar de actos en el matrimonio”, lo cual consintió. Enseguida le dio unos polvos blancos que no supo qué eran y también le dijo que le enviaría un hombre “el cual le sacaría de aquel cuidado o de otro cualquiera”.
Al día siguiente, jueves, Juan Patiño, quien “trataba y comunicaba” con Josefa Ramos, fue a la casa de ésta; “la Chuparratones” aprovechó para darle de los polvos en el chocolate que le preparó; él lo bebió, sin recelo, porque las ocasiones que había estado allí “nunca vio o sospechó de cosas”. El viernes, en la noche, la mujer cerró su puerta y se acostó. Enseguida oyó una voz que la llamaba por su nombre, pero “sin percibir sujeto”, y le dijo que la enviaba “su camarada” Josefa; además, le informó que iría a casa de Juan, su amante, y que, si ella quería ser su criada o esclava, haría por ella lo que mandara. Y no volvió a verlo más, según dijo.
El sábado oyó decir Josefa Ramos que Catalina de Ribera, hermana de la mujer de Juan Patiño, estaba muy enferma porque aquélla había ido a su casa y la había abrazado y, por este motivo, había quedado fuera de sí; por su parte, el hombre “estaba con el impedimento que dichos polvos habían causado”. El “sujeto invisible” que visitaba a “la Chuparratones” también le comunicó la situación anterior y le dijo que había ido representando su persona, “en tu mismo traje e hice el daño que sabrás”; sin embargo, la acción contra la doncella no fue del agrado de Josefa, pues ella quería el daño para su rival en amores: “cómo abrazaste a la hermana y no a la desposada”, a lo cual él respondió “porque la desposada se llama Gertrudis y yo no llego a las que tienen este nombre” (f. 258).
Josefa Ramos no tardó en darse cuenta de que “el dicho hombre” que la visitaba era el demonio y cuáles eran sus intenciones. Cuando éste le pidió que fuera su esclava y a cambio él haría todo lo que le pidiera, ella se negó inicialmente y en nombre de Dios le solicitó que se fuera y la dejara; sin embargo, finalmente accedió a realizar un pacto y, para sellarlo, Satanás le dio como prenda un perrito de color prieto y Josefa, a su vez, un rosario que el diablo rechazó, desde luego. Unas de las condiciones del contrato fueron que “la Chuparratones” no rezara, no fuera a misa ni se encomendara a Dios.
En la familia de los afectados no se hicieron esperar las reacciones al ver la situación de los enfermos y los padres de la doncella preguntaron a Juan, su yerno, si sabía cuál podía ser la causa de sus males; él respondió a su suegro que había tenido trato con una mujer coyota y que ella le había causado aquel mal; por lo cual, acudió ante la justicia eclesiástica para que procediera contra Josefa Ramos; sin embargo, tomaron la iniciativa de llevar antes a “la Chuparratones” a su casa para que, con sus artes, pudiera curarlos lo más pronto posible. Allí, con ruegos y promesas, le pidieron que se compadeciera de Catalina y de Juan, pero ella respondió que no podía hacer nada porque no tenía la facultad sino “el diablo que cada y cuando yo quiero hablo con él en mi casa”.
Decidida a acceder a lo que mandara “la Chuparratones”, con tal de obtener la sanación de los enfermos, Gertrudis de Mireles, tía de la doncella, junto con Francisca de Ribera, una de sus sobrinas, fueron a la casa de Josefa Ramos, con rosarios y reliquias para su protección, por el perro prieto y una yerba que les daría la madre de ésta. Cuando regresaron, entregaron el animal a Josefa y, cuando ésta apretaba al perro entre sus manos, el animal hacía ciertos movimientos y, al mismo tiempo, “la niña y el dicho Juan de León [Patiño] sentían en sus cuerpos los dolores”; por lo cual, le pidieron que no lo matara. Enseguida, molió la yerba que le habían traído en un metate y la frio con sebo, y solicitó que la dejaran sola con Catalina y con Juan a quienes les untó el menjurje en las piernas, brazos y pecho, pero no tuvieron alivio sino se sintieron más atormentados. Al ver que la situación se complicaba aún más, el padre de la doncella fue a buscar al juez para solicitarle actuara contra Josefa Ramos, pero a lo único que éste se limitó fue a ordenarle que tomara su ropa y se marchara, pero ella no quería salir de la casa porque era de noche y el fiscal debió sacarla.
El Santo Oficio también fue tras la presunta otorgante de los polvos maléficos. En San Juan del Río, ante mucha gente,4 se procedió a carear a Josefa Ramos y a Josefa de Melo.5 Ésta última declaró conocer a “la Chuparratones”, pero no a su marido ni sabía de la relación que tenía con Juan Patiño; además, le reclamó por levantar falsos testimonios en su contra, pues ella no le había dado los polvos, sino había sido otra persona y que supo del revuelo que se había producido porque se había vuelto público y notorio en la ciudad de Querétaro. Ante estas declaraciones, la autoridad quedó más confundida y llena de dudas respecto de a cuál de las dos Josefas dar crédito: a la Melo se le notificó que debía confesarse y tocante a “la Chuparratones” se dijo que “en la verdad, la dicha Ramos parece grandísima embustera porque en muchas cosas se contraría” (f. 295v).
La situación para “la Chuparratones” pareció no ir más allá de, por un lado, ser acusada de maleficiar a su amante y a la cuñada de éste y, por otro, de reconocer que había hecho pacto con el demonio, aunque ya tenía cierta fama de dedicarse a estas actividades pecaminosas. Durante un tiempo anduvo en aparente libertad, “paseando [en] las calles públicamente y [viviendo] en [la] casa de Lorenzo de Solís, maestro de boticario” (f. 299), y yendo y viniendo continuamente a Celaya a ver a su marido; pero la justicia seguía tras ella y, parecía, se había vuelto ojo de hormiga hasta que, según el fiscal, “quiso Dios que pareciere”. Una de las órdenes que se dieron en torno a ella fueron la petición de aprisionarla en las cárceles secretas del Santo Oficio y que se embargaran sus bienes que, debido a su pobreza, eran pocos.
En ese tiempo comenzaron a presentarse en Querétaro los casos de “posesión y obsesión del demonio” en mujeres españolas tiernas de edad “reputadas en estado virtuoso”; esta situación era causada por maleficios con la ayuda de diablos, en figura de negros, que respondían a los nombres de Guatzin, Gorra, Mosca y Jefe, entre otros, y colaboraban con las hechiceras.6 Los frailes de la orden de San Francisco, entre ellos fray Pablo Sarmiento, guardián del convento, se encargaron de asistir a las doncellas, exorcizarlas y, también, dialogar con los demonios que hablaban a través de ellas.
En este tiempo se hablaba de varias mujeres que se encargaban de maleficiar a las doncellas y no tardó Josefa Ramos en ser considerada, por vox populi, “el principal instrumento y causa de los maleficios” y acusada por las propias enfermas; además, su madre, que hacía pocos días había fallecido, también pasó a ser considerada hechicera y, se decía, la había instruido en cuestiones de brujería y era copartícipe en la realización de sus fechorías. En los interrogatorios hechos por los franciscanos a los demonios, éstos dijeron que habían maleficiado a catorce doncellas y que habría más debido a que “irían cundiendo mientras duraran las hechiceras”.
En el proceso contra Josefa Ramos se mencionan dos doncellas a quienes, presumiblemente, había hecho maleficio: Francisca Mejía y Juana de los Reyes. Según se decía, los métodos que habían empleado “la Chuparratones” y otras mujeres para hacer el daño eran rasgar los vestidos de las jóvenes cuando salían de misa, perseguirlas por las calles de la ciudad y aventarles piedras; también les clavaban tres alfileres en la garganta, y varios más en diferentes partes del cuerpo según otra versión, y Josefa Ramos los colocaba en la zona genital (se deduce que en una imagen de las maleficiadas); además, usaban solimán crudo7 para que a través del “paño del rebozo” el demonio entrara “en forma de aire por los cabellos”.
Se decía también que el maleficio había sido por medio de una manzana envenenada que habían dado a una de las doncellas, porque en cuanto la probó sintió que la lengua y los labios se le adormecían y, al instante, también se le hinchó el vientre. Siguiendo el mismo procedimiento de dañar con la comida, se decía que Antonia, la mujer del boticario, envió en una ocasión un presente a una de las enfermas con Josefa Ramos quien aprovechó para hacerle el mal a través de los alimentos. Se menciona que cuando exorcizaban a las posesas arrojaban fuera de sí objetos y animales.
Las acusaciones contra “la Chuparratones” se sustentaban en las visiones de las posesas. Según Francisca, veía a la mujer que le hacía el mal y ésta llevaba delantal y faldellín; la identificó como la que asistía en la única botica de la ciudad, la de Lorenzo de Solís; además, era la misma que le había roto el hábito franciscano y sus vestidos en una ocasión cuando salía de misa del templo de san Francisco. Por su parte, los demonios que hablaban por boca de Juana dijeron que ella no se encontraba posesionada sino maleficiada y que quienes le había hecho el mal habían sido Josefa Ramos, que trabajaba con el boticario, y su madre, quien ya había fallecido.
A Josefa Ramos se le siguió juicio en dos ocasiones por los mismos motivos. En el primero fue absuelta. La segunda vez que compareció ante el comisario del Santo Oficio se encontró que había faltado a la verdad, pues había variado, añadido y disminuido su declaración en relación con la que había dicho la primera vez, con lo cual se verificaba su falsedad. El primer delito por el cual se le acusaba era por maleficiar a su amante y la cuñada de éste, además de haber realizado pacto con Satanás; el segundo era el de provocar posesión diabólica en doncellas con la asistencia de diversos demonios.
En la segunda vez que fue juzgada, “la Chuparratones” fue encontrada culpable de los delitos que se le imputaban y se le sentenció a oír misa mayor en la iglesia del convento real de Santo Domingo, en forma de penitente, con una vela de cera encendida en las manos, coroza con insignias de bruja hechicera y con una soga al cuello donde se leía su sentencia. Al siguiente día sería sacada, sobre una bestia, desnuda de la cintura hacia arriba, con la soga y la coroza, y llevada por las calles acostumbradas de la ciudad con pregoneros que publicarían sus delitos; además, se le darían 200 azotes. La pena mayor sería el destierro de Querétaro “y [de la] villa de Madrid, corte de su majestad”, a 20 leguas en contorno por espacio de 10 años; los primeros cinco los pasaría en el Hospital del Amor de Dios, de la ciudad, y serviría a los pobres enfermos sin salir de él; los siguientes cinco se le señalarían posteriormente de acuerdo con el arbitrio de la justicia.
El lunes 16 de enero de 1696 se ejecutó la sentencia pública contra Josefa Ramos y el día 25 del mismo mes la llevaron a servir al hospital. Allí era maltratada por el administrador y debía soportar que la consideraran hechicera, por lo que una noche huyó y fue a quejarse con la autoridad y pedir que la cambiaran a otro lugar donde cumpliera su condena; sin embargo, la regresaron al mismo sitio, pero advirtieron al encargado que la tratara bien. En ese lugar tuvo “mala amistad” con un sirviente al que despidieron por esta causa. El 13 de enero de 1701 el sacristán mayor del hospital expidió un certificado donde constaba su estancia allí durante cinco años. Lo último que se menciona en el expediente es su solicitud de asignación del sitio donde cumpliría los cinco años que le faltaban de su sentencia.
Los dos géneros de brujas
La “bruja a la mesoamericana”, el ser extraordinario que los frailes perfilaron a partir del nahualli, poseía características particulares heredadas de la cosmovisión prehispánica; por su parte, la “bruja a la europea” fue la recreación de la que se había conceptuado en Europa y conservó, en esencia, los atributos con que se le había definido. La evangelización introdujo a la “bruja europea” entre los mesoamericanos, como señala Martínez (2007) y, de esta manera, ambas compartieron el espacio en el imaginario colonial y terminaron, en ciertos casos, por confundirse y poseer atributos semejantes.
En su lista de “magos en el mundo azteca”, López Austin (1967) agrupa en cinco clases a los personajes especializados en los procedimientos sobrenaturales: primera, los tlatlacatecolo, personas que practicaban la magia en perjuicio de los hombres; segunda, “los hombres con personalidad sobrenatural”, de los que sólo menciona dos tipos: los nanahualtin y los que adquirían poderes de alguna divinidad y dedicaban su vida a representarla; tercera “los dominadores de meteoros”, quienes se encargaban de proteger las milpas; cuarta, los tlaciuhque, dedicados a conocer los acontecimientos futuros; y, quinta, los ticiti, médicos que echaban mano de saberes empíricos en relación con la medicina o empleaban procedimientos mágicos.
A los nanahualtin se les relacionó con los brujos durante la Colonia porque con sus poderes podían transformarse y su labor podía ser benéfica o maléfica. Según Sahagún (1989), además de espantar de noche a los hombres y chupar la sangre a los niños, como ya se mencionó, el brujo - nahualli podía entender cualquier cosa de hechizos con los cuales podía “aprovechar y no dañar” o “sacar de juicio y aojar”, y podía metamorfosearse en fuego o animales con apariencia anormal.
Por su parte, la bruja europea hacía pacto con el diablo para lograr sus poderes, se dedicaba a hacer daño a los demás y se reunía en aquelarres (Harris, 2011). Una de sus virtudes era la capacidad de vuelo y, en un principio, lo realizaban montadas en animales (el diablo bajo la figura de macho cabrío) y, a la postre, en escobas; otra era la transformación, generalmente en animal, y se valían de ungüentos para adoptar estas formas; se les acusaba, entre otros delitos, de provocar fenómenos naturales destructores (Donovan, 1989).
Se ha señalado que en Europa las personas que practicaban la brujería (o que eran acusadas de este delito, más bien) eran mayoritariamente de sexo femenino, pobres, que pertenecían al pueblo llano (Donovan, 1989) y caían en la tentación del demonio porque les ofrecía recompensas materiales o placer sexual (Levack, 1995). La aceptación de culpabilidad por parte de estas mujeres vulnerables se obtenía a través de formas sutiles de terror que empleaban los examinadores y jueces, y las llevaban a las confesiones espontáneas (Harris, 2011); la tortura o amenazas de ésta lograban que la supuesta bruja dijera lo que el verdugo deseaba oír (Levack, 1995; Donovan, 1989).
Según Donovan (1989), la sospecha de brujería partía de una desgracia ocurrida o de la negación de un favor y su posible venganza; por otra parte, Harris (2011) señala que la acusación podía tener su origen en la pretensión de desplazar una responsabilidad. En Europa, las creencias en las brujas eran propias de los letrados y bastaba con que éstos las afirmaran para que el pueblo las aceptara (Levack, 1995) y así influyeron en las ideas y temores populares (Stewart y Strathern, 2008).
Hasta hoy se puede observar en las creencias que se tienen en los pueblos indígenas acerca de las personas con poderes sobrenaturales la conjunción de las características del “brujo - nahualli” y la bruja del “género de las de España”. Por ejemplo, en lo que corresponde a la visión mesoamericana, desde tiempos antiguos se decía, por un lado, que el tlacatecolotl daba muestras de su naturaleza desde pequeño y, por otro, que dependiendo del día de su nacimiento existía una división entre quienes usaban la magia para beneficio o perjuicio de su comunidad (López Austin, 1967). Actualmente, en el pueblo otomí de San Cristóbal Huichochitlán, México se dice que quienes nacen con el don de acceder a lo sobrenatural lo descubren y desarrollan desde niños; además, existe una tendencia innata para inclinarse al ejercicio de este en sentido positivo o negativo.
Entre los zapotecos de San Juan Teitipac, en los valles centrales de Oaxaca, los relatos en torno a las brujas cuentan acerca de los portentos llevados a cabo por éstas, de “maldades” que realizan, de mujeres cuyo poder es el máximo que se puede lograr y se transforman hasta en siete maneras diferentes; los hombres brujos (“perro negro”), en algunos casos, son copartícipes en las andanzas de aquéllas al convertirse en los animales que las transportan a otros lugares (no se menciona al diablo), pues se señala que no pueden cometer maldades en sus propios pueblos y deben ir a otros.
Montemayor (2011) menciona que en los “cuentos de transformación y hechicería” que escuchó en varios pueblos indígenas se hablaba de personas que se transformaban en otros seres, celebraban reuniones diabólicas y dañaban a distancia; allí oyó también relatos acerca de la relación vital que se establece entre los hombres con un animal [el nahualli], la cual es consciente, sobre todo, entre “los brujos o curanderos poderosos”. De acuerdo con este autor, los relatos están afectados por la “perspectiva cristiana”, pero no existe una condena o enjuiciamiento doctrinal, cristiano.
En lo que toca a las manifestaciones sobrenaturales que realizaban las brujas en Europa desde la Edad Media y ahora comparten con las mesoamericanas son el “mal de ojo”, también llamado “fascinación”, que consiste en embrujar o encantar por medio de la mirada; el “vuelo” por medio del cual las brujas son transportadas por el diablo en forma de animal (también vuelan con la ayuda de una escoba); y la “transformación”, que consiste en adoptar otras figuras, generalmente de animal (Donovan, 1989).
La construcción social de la bruja
Las sociedades se han encargado de crear figuras públicas en torno a sus integrantes; uno de estos casos es el de quienes transgreden las reglas que se les imponen o de los que las asumen de manera incondicional y, a partir de estas situaciones, se les suele considerar en ciertas categorías que se construyen desde los diferentes niveles con que se gradúan las mismas. Este proceso se podría explicar de acuerdo con lo que señalan Stewart y Strathern (2008) respecto de la “imaginación moral” que muestran las estructuras de poder y busca explicaciones y orden.
La figura de “la Chuparratones”, como bruja, se perfila a partir de habladurías en torno a su transgresión a ciertas normas dictadas por la iglesia y la sociedad en cuanto a la manera de comportarse en términos considerados “correctos”; los rumores que se esparcían alrededor de su modo de vida fueron circulando entre la gente, la cual no se concretó a repetir lo que había oído, sino enfatizaba, magnificaba o minimizaba ciertos detalles; como suele ocurrir en las recreaciones orales, se agregaba o suprimía lo que parecía pertinente o no y, de esta manera, se entretejía la historia con las “contribuciones” de cada uno de los participantes de la cadena de comunicación y así, como suele decirse, “se iba haciendo el chisme”.
Parece ser que el detonante para que Josefa Ramos comenzara a ser considerada bruja fue el hecho de transgredir el orden en cuanto a su condición de casada y su manera de vestir. En lo que corresponde a la primera situación, su marido vivía en Celaya y, por tanto, no estaba sujeta a la “autoridad de un varón” y, probablemente, este hecho dio pie a habladurías acerca de una supuesta infidelidad; el apodo con que se le conocía, “la Chuparratones”, pudiera sugerir que seducía a los hombres y de allí se le creó mala fama. Respecto de la segunda, dos de las doncellas posesas la identificaban en sus visiones por la forma como se ataviaba: delantal y faldellín; esta última prenda, una falda corta, contrastaba con los largos vestidos que solían usar las mujeres de su tiempo.
Si se toma como cierta la edad que dijo tener Josefa Ramos, aproximadamente 20 años (más tarde dijo que 30), y debido a la lejanía de su marido, se puede conjeturar que se encontraba en una situación de vulnerabilidad (y de “tentación”) y por esta causa se hizo amante de Juan Patiño. Este hecho la marcó en la sociedad que la convirtió en el blanco de habladurías. Su condición de amante de Patiño, tal vez “pública y notoria”, confirmaría que era una mujer que no acataba las convenciones de su tiempo en lo que correspondía a la condición de esposa fiel que debía ser.8
En el caso de Josefa Ramos parece confirmarse que “el punto de partida de las sospechas es invariablemente una desgracia que se atribuye a la brujería o a la hechicería” y “recaen sobre familias consideradas pobres o anormales” (Stewart y Strathern, 2008, pp. 23-24). La impotencia sexual que no permitió a Juan Patiño consumar su matrimonio la noche de su boda lo llevó a buscar una explicación en su estructura mental, impregnada de hechos sobrenaturales, la cual lo remitió a su amante con quien sí podía realizar “cópula ilícita”. Si a lo anterior se agrega que le dio chocolate o huevos con culantro por los días de su boda, en los cuales puso los polvos maléficos, se tiene un cuadro de un hechizo.
A continuación, se presentan algunas variaciones y “ampliaciones” de los hechos que los testigos mencionaron sobre las actividades de Josefa Ramos para observar la manera cómo se construyó la historia de sus delitos y su calidad de bruja. Cuando el Santo Oficio se puso a investigar acerca de los “delitos sobre cosas de la fe” que cometía “la Chuparratones”, acudió inmediatamente Gertrudis de Mireles, tía de la primera doncella maleficiada y la desposada, “no por odio sino por descargo de su conciencia”. Llama la atención que su denuncia se basó en lo que supuestamente le había referido Juan Patiño. Éste le había contado que el martes, después de su boda, había ido a buscar a una mujer con quien “trataba y comunicaba antes del dicho matrimonio” ya que sospechaba era la causante de su mal; la había reconvenido por el maleficio que le había hecho y la mujer le pidió que la perdonara y le dio a beber un huevo para que se curara y él, deseoso de la sanidad, accedió; sin embargo, cuando volvió a su casa “reconoció hallarse más imposibilitado que antes”. Por otra parte, en otra versión acerca de los hechos, Gertrudis mencionó que su sobrina Catalina se encontraba en la puerta de la casa cuando pasó Josefa Ramos y ésta únicamente le dijo “qué preciosa niña” y “al punto quedó atormentada y fuera de sí”.
Por su parte, Francisca de Ribera, “hermana de la maleficiada”, mencionó algunos aspectos particulares en relación con los hechos; el primero, en cuanto a la forma cómo la doncella fue hechizada: se encontraba afuera de su casa cuando Josefa Ramos la abrazó y enseguida “comenzó a desvariar y a decir razones de quien estaba fuera de sí”; al ver esta escena, sus padres la corrigieron y reprendieron, pero ella no hacía más que llorar “y hacer las dichas demostraciones como que estaba fuera de sí”; el segundo, que “la Chuparratones” aclaró que no había sido ella quien abrazó a la joven sino que había sido el diablo en su persona; y, el tercero, la reticencia de Josefa Ramos a moler la yerba en un almirez, porque no era apropiado, y solicitar en su lugar un metate.
Otra de las hermanas de la maleficiada, María de Ribera, también acudió ante al Santo Oficio para denunciar a Josefa Ramos y refirió, por una parte, que Juan Patiño le había contado que “no había podido consumar el matrimonio porque estaba ligado” y, por otra, que a la doncella moribunda habían tenido que “sacramentarla y otearla”. Mientras su tía y su hermana iban a la casa de “la Chuparratones”, María entró al aposento donde se encontraba ésta y la encontró asustada, con las manos en el pecho y tomando el rosario, porque el diablo estaba enojado “porque traigo el rosario y este escapulario de la virgen que me dio el padre José”. Según esta versión, Josefa Ramos le aseguró que veía al demonio todas las noches en traje de hombre con una máscara como figura de toro.
Un familiar más que acudió casi dos meses después, éste sí citado por el comisario, fue Juan Sánchez Gutiérrez, yerno de Manuel de Ribera (no se menciona de quién era esposo), padre de la doncella. En su declaración señaló que se le encomendó averiguar acerca de Josefa Ramos y solicitarle, con ruegos y dádivas, que curara a los enfermos. Según señaló, ésta le confesó, bajo promesa de guardar el secreto, haber hecho el mal a Juan Patiño con los polvos en el chocolate. También dijo que le habían encargado buscar a Josefa Melo para confrontarla con “la Chuparratones” y su reclamo había sido acerca de por qué había declarado su presunta participación en los hechos y la había involucrado.
Otra particularidad más que relató Juan Sánchez fue que lo enviaron, entre las cuatro y cinco de la mañana, a la casa de la hechicera para pedir más yerba a la madre de ésta para curar a los maleficiados; “la Chuparratones” deshizo la medicina en una olla con agua, la hirvieron y dieron a Catalina y a Juan, pero les cayó mal y comenzaron a hacer “demostraciones de muerte”. Ante los ruegos de la familia para que los salvara, Josefa Ramos envió por más yerbas y procedió de igual manera; sin embargo, antes de darles el brebaje Juan Sánchez le pidió que “les echase unas bendiciones y rezase el credo”, con lo cual ya no hubo daño sino, según declaró, “ha visto que el dicho Juan Patiño está libre del achaque, [pero] la dicha Catalina de Ribera está padeciendo y sin esperanza de sanidad” (f. 267-267v).
No podía faltar la declaración de uno de los principales implicados, Juan Patiño, quien dijo que cuatro días antes de su casamiento había ido con Josefa Ramos; él aclaró que durante el trato que tuvo con ella nunca vio o sospechó de cosas, pero que por el maleficio no pudo consumar su matrimonio en la noche de su boda. A los tres días de estos hechos fue a reclamar a su amante por el agravio, pero ella entró en un aposento y al cabo de un tiempo le dijo que podía irse, que ya se encontraba bien; por lo cual, regresó a su casa y esa noche pudo cumplir su deber marital; sin embargo, dos días después le resultó “un accidente que le provenía del corazón, que le subía para la garganta, como que quería ahogarle” (f. 269) y fue hasta cuando “la Chuparratones” le untó medicamentos en el corazón y en las piernas, igual que a Catalina, y entones “sintió mejoría en su achaque y ha quedado libre de él”.
Pasó el tiempo y continuaron las declaraciones. Debido a que la doncella Catalina no podía atestiguar porque seguía “privada de juicio”, su madre, Elena Montañez, declaró que hacía un año, aproximadamente, que Juan Patiño vivía en las minas de Tlalpujahua, junto con su mujer, Gertrudis de Ribera, y que continuaba padeciendo “los achaques del maleficio”, pues su hija le había contado que “el dicho su marido, Juan Patiño, estaba como si no fuera hombre y que saben actualmente está padeciendo cada día más” (f. 299).
Creada la fama de bruja alrededor de Josefa Ramos, los males que se presentaban en personas de ciertos sectores de la sociedad, y que podían dañar su reputación, comenzaron a ser relacionados con hechos de maleficio, con un algo que se encontraba más allá de sus posibilidades de dominio, ocasionados por “la Chuparratones”. Se buscó un culpable y se encontró en la figura de una mujer que no vivía de acuerdo con las normas de su tiempo y que, de tanto repetirse lo relativo a su maldad, se terminó creyendo que ésta era cierta y, por esta causa, se le temía:
según lo público de esta ciudad, es miedo [lo] que todos tienen en ella a la dicha Josefa Ramos, [pues] es quien con pacto del enemigo ligó a dicha Catalina de Ribera y al dicho Juan Patiño con quien tenía la susodicha amistad por cópula ilícita, y hoy vive en esta ciudad con fama de hechicera y que lo tiene por costumbre (f. 296).
Como se puede observar, parte del discurso que los testigos presentaron contra Josefa Ramos se basaba en los decires, contradictorios, que ponían en boca de otros y, a partir de que se afirmaba en la ciudad que ésta se dedicaba a la brujería, las acusaciones se sustentaron en esta certeza popular. Por ejemplo, las visiones que las posesas tenían se acomodaban a las circunstancias; así, en ocasiones Juana veía entrar tres hechiceras y, en otras, dos y, posteriormente, sólo una. A las últimas dos las identificaba como Josefa Ramos y su madre, Teresa; por eso, cuando ésta última falleció en ocasiones sólo veía una y cuando mencionaba que veía a las dos y se le preguntaba por qué seguía viendo a la finada si había muerto hacía cuatro o seis días y estaba en el cielo, el demonio, a través de ella, respondía que “ya la tenía en el hornito”; también, había dicho a los frailes que si prendían a “la Chuparratones” y a su madre sanarían dos criaturas y lo mismo sucedería si moría la mamá.
Como se mencionó, a los pocos días de que inició el proceso se hizo tal alboroto y escándalo en la ciudad que no se hablaba de otra cosa. La imaginación popular era el pábulo que alimentaba una serie de ideas acerca del carácter brujeril de Josefa Ramos y la manera cómo llevaba a cabo sus actividades. Se buscó en el imaginario religioso, insuflado por ideas de los franciscanos acerca de lo demoniaco, las respuestas a esta situación; debido a su condición de bruja, se consideró a Josefa Ramos responsable de los hechos de maleficio y posesión. La justicia la apresó y publicó y divulgó en Querétaro “que esta rea era hechicera”, aunque ella declarara que nunca lo había sido ni sabía de “esas cosas”. Su fama ya estaba hecha.
A manera de conclusión
Al Santo Oficio le interesó conocer los detalles acerca de los delitos en los cuales incurría Josefa Ramos. Como parte del proceso se le preguntó acerca de las señas específicas y la figura como se le apareció el demonio el dos de febrero de 1686, si había dejado de rezar con el rosario e ir a la iglesia y si no oía misa ni se encomendaba a Dios como le había ordenado Satanás. A los representantes de la justicia eclesiástica les interesaba saber cuántas veces más se le había presentado el diablo, a qué hora, bajo qué forma, qué le había comunicado y obrado con su ayuda y mandato, y si sabía de algunas personas más que conocían del empleo de los polvos y bebidas. También se le preguntó por el contenido de la escritura que hizo el demonio cuando hicieron el pacto (“la Chuparratones” era analfabeta), a dónde y cada cuándo la llevaba en sus travesías, qué había visto en esos lugares y en qué se transformaba para poder transportarse hasta esos lugares.
La propia Josefa Ramos llegó a meterse en el papel de la bruja que le habían construido la iglesia y la sociedad y, seguramente, llegó a creer que lo era y a actuar como tal: dijo haber realizado actos que correspondían a los que figuraban en el perfil que le habían creado y delató a sus supuestas compañeras de andanzas; las historias fueron verosímiles y de acuerdo con lo que los jueces deseaban escuchar a partir de preguntas que, más que obtener una confesión propia, la inducían a reproducir lo que en su imaginario le habían construido en torno a lo sobrenatural ligado con lo demoniaco.
Para obtener una declaración acorde con lo que quería escuchar, la justicia se valió de los recursos ad hoc con que contaba para estos casos. Josefa Ramos mencionó que se había contradicho en sus declaraciones porque la habían maltratado y aporreado; además, las voces y disparates de los jueces “la tenían aturdida y atarantada de la cabeza” que no sabía que responder. En un principio dio una versión acerca de cómo había maleficiado a Juan Patiño y posteriormente otra; al final, negó todo completamente y atribuyó el daño a otra mujer.
Debido a las amenazas de tormento que profirieron los jueces en su contra y a las ideas que le habían inculcado los religiosos acerca de las bruja, probablemente Josefa Ramos comenzó a inculpar a otras personas y a crear relatos de sus andanzas muy parecidos a los que se registraron en Europa; así, por ejemplo, dijo que quien había dirigido el mal contra Francisca Mejía había sido Juana, una mestiza; en la casa de ésta le había untado una sustancia en su cuerpo para poder ir por el aire a la casa de la doncella a tirar piedras y terrones, y causar alboroto.
A semejanza de las brujas europeas, se decía que las de Querétaro también se confederaban y reforzaban los hechizos “con ayuda de los demonios”; Pascuala, Micaela, Agustina y Catalina, indias, hechiceras, junto con una mestiza llamada Juana, una española de nombre Constanza y su hija María (éstas dos de Celaya), “se juntaban en los muladares de la ciudad”; desde luego, la justicia también se encargó de confrontar a las acusadas y habiéndolas puesto frente a Josefa Ramos, ésta “las reconoció en mi presencia de que doy fe”. Lo señalado en los párrafos anteriores corresponde a la dinámica de una persecución brujeril al estilo de la que se produjo en Europa.
En el proceso contra “la Chuparratones” se observa, también, una oposición étnica, pues, por un lado, se encuentran Juan Patiño, Catalina, Juana y Francisca, españoles, y, por otra, Josefa Ramos y sus compinches, quienes eran mestizas o indias; sólo se habla de Josefa Melo, Constanza y su hija, que también eran españolas, como participantes en los hechos de posesión. Buelna Serrano (1997) señala que el padre de Juana de los Reyes consideraba que “la mestiza del lugar” era el origen de todos los males, debido a que era vista con desconfianza por los españoles y criollos y, en esta situación, “se percibe también la estratificación racista y clasista” (p. 117).
Por otra parte, el fundamento de la estigmatización de Josefa Ramos como bruja en Querétaro en el siglo XVII fue la ideología católica, la cual consideraba a todos aquéllos que salían de la ortodoxia o se desviaban de las normas establecidas como potencialmente peligrosos. Desde el XVI la iglesia había iniciado la configuración de Satanás en el imaginario de los fieles novohispanos; este personaje, antagónico del dios cristiano, contaba con legiones de demonios que lo acompañaban en sus atentados contra las almas de los fieles; desde luego, no faltaban los humanos que estaban a su servicio, entre los cuales figuraba la bruja.
A “la Chuparratones” la convirtieron en bruja en virtud de que era una mujer de la clase baja y, aunque era casada, vivía sola, lo cual la hacía vulnerable y expuesta a las habladurías; el comportamiento que los demás observaban en ella se interpretaba según la época y sus normas morales y religiosas, que eran los referentes señalados como los que debían seguirse. Al no llevar una vida acorde con estos preceptos, comenzaron las suspicacias entre sus vecinos y de allí inició la construcción de su mala fama.
Los hechos de la bruja, claramente tipificados por los códigos de la Iglesia Católica, sirvieron para identificar como tal a Josefa Ramos: se dijo que cuando Francisca salía del templo, cuatro bultos negros se juntaron con las brujas y la estorbaron, le rompieron el hábito y la ropa de vestir, con estos hechos “se confirma el pacto explícito que esta rea tiene con el demonio”. Así también pretendieron creerlo las doncellas que decían estar poseídas y el resto de la población, pues cuando a una persona se le considera de cierta manera, reiteradamente, pasa a serlo, se convierte en tal a los ojos de la sociedad. A Francisca y a Juana no les fue difícil encontrar a la causante de sus males, pues ya existía una figura pública en quien podía recaer la culpa y coincidieron en señalar a “la mujer con delantal y faldellín” que trabajaba en la botica.
Lo señalado sobre que la sospecha de ser bruja se suscita a partir de una desgracia ocurrida parece confirmase con “la Chuparratones”, pues Juan Patiño atribuyó su impotencia sexual a su amante quien, se supone, lo habría hecho por despecho; además, la pretensión de desplazar una responsabilidad fue el caso de Juana de los Reyes quien quiso evadir la culpa de su embarazo atribuyendo a las brujas un maleficio que permitió que el demonio la preñara. De esta manera, la población queretana sólo hizo uso del constructo que socialmente ya se había hecho de Josefa Ramos como bruja y, a partir de entonces, surgieron las acusaciones en su contra, pero también se evidenció el miedo que se le tenía en la ciudad debido a los poderes con que contaba.
Al final del juicio Josefa Ramos negó haber llevado a cabo los hechos que se le imputaban y dio una nueva versión de ellos, pero la autoridad y la voz popular no la escucharon ni le creyeron debido a su estigma de bruja. “La Chuparratones” preguntó a la justicia cómo sabían que era “bruja hechicera” o “donde la había[n] visto en tal ejercicio”; asimismo, aclaró que su mala fama se debía que algunos “malvados vecinos de la ciudad” habían dado en decir que era hechicera y que, aunque ante el alcalde había declarado que era cierto lo que decían de ella, “fue por los golpes, palos y malos tratamientos que dicho alcalde le hacía”.
En determinado momento del juicio se observa que Josefa Ramos dejó a un lado la búsqueda de respuestas en el plano de lo mágico y trató de hallarlas a partir de atar cabos de una realidad que no se quería ver por parte de las posesas. Así, le parecía que todo lo que decía Juana de los Reyes “era quimera y embuste suyo para disimular el parto que tuvo” porque corría la voz que cierto hombre la había embarazado9 y, para evadir su responsabilidad, culpaba a las brujas. Desde luego, no se dio crédito a lo que señaló “la Chuparratones” porque “la bruja pasa a ser alguien secundario a quien nadie escucha, y si la escuchan, seguramente la malinterpretarán” (Stewart y Strathern, 2008, p. 51).
Al parecer, tampoco se hizo caso a lo que expresó el fraile carmelita Manuel de Jesús María, por medio de cartas dirigidas al Santo Oficio, acerca de su preocupación por las “misiones” que realizaban los franciscanos, donde asistían mujeres y hombres que salían de noche produciendo “desórdenes” y, como resultado, “cada día había más mujeres que se sentían poseídas y causaban gran alboroto dando gritos horribles”; también, los acusaba de “que cuidaban poco de las formas cuando conjuraban a las mujeres, acariciándoles la cara, el pecho y otras partes menos decentes”; además, señaló que “actuaban con ligereza con las hijas de confesión, pues las veían a solas” (Buelna Serrano, 1997, pp. 133, 138, 139).
Como se puede observar, Josefa Ramos era una “bruja a la europea”; es decir, la construcción que socialmente se hizo de ella como tal partió de los patrones que se siguieron en Europa: era una mujer pobre y vulnerable, sospechosa de realizar un pacto con el demonio quien le prometió riqueza y llevarla a Roma y a muchos otros sitios; así, obtuvo poderes, entre ellos el de volar con la ayuda de ungüentos, y se dedicó a hacer mal a su amante, la cuñada de éste y a, cuando menos, dos doncellas. La confesión de sus delitos se logró, inicialmente, por los mecanismos de presión con que contaba la iglesia que la llevaron a delatarse; las declaraciones siguientes se lograron con la ayuda de “golpes y palos”.
Y, así como en Europa la “manía de las brujas” fue un mecanismo de defensa de la estructura institucional que empleó la Iglesia Católica para desplazar su responsabilidad de las crisis creando demonios con forma humana (Harris, 2011), en el caso de las posesas queretanas lo que se observa es un intento de los franciscanos de defender sus intereses, no espirituales, de las otras órdenes religiosas que se instalaron en la ciudad y, para tal efecto, deliberadamente forjaron un clima de tensión en el que se conjuntaron prácticas hechiceriles, la presencia de grupos indígenas y el comercio de peyote y la yerba pipiltzitzintli, que tienen propiedades alucinógenas, al que añadieron el discurso popular de la demonología que no tardó en producir la epidemia de posesas, que fue el contexto en el cual se desarrolló el proceso contra Josefa Ramos (Alberro, 2013).
En el Chile colonial también se llevaron a cabo procesos por delitos semejantes a los de la Nueva España. Valenzuela (2011) presenta el caso del mulato Domingo Rojas quien con sus hechizos diabólicos alborotó Talca. Su perfil se define por vagancia, no asistir a misa y cometer incestos con las hermanas de su mujer (solía encantar mujeres para dormir con ellas). Entre las yerbas que empleaba para llevar a cabo sus maleficios se encontraba el solimán crudo y, cuando los enfermos eran exorcizados, también arrojaban objetos y animales. ¿Muchas coincidencias? Parecer ser que el patrón que se sigue es el que se creó en torno a la hechicería y sus practicantes en el mundo hispanoamericano; de otra manera, la posible explicación sería que, efectivamente, los brujos podían recorrer grandes distancias con la ayuda del diablo y, de esa manera, entrar en contacto y compartir sus secretos de profesión.
El análisis de las declaraciones en torno a la persona y los hechos de Josefa Ramos, realizadas por ella misma y por los demás participantes en el proceso, han permitido, por un lado, observar cómo se le construyó fama como bruja y, por otro, conocer las explicaciones que se daban a los asuntos de la vida cotidiana. También, el caso de “la Chuparratones” muestra, de manera general, las respuestas de una sociedad ante un acontecimiento notorio y en ellas se observa la visión del mundo y cómo éste se reflejaba en el imaginario colectivo, lo cual también señala Buelna Serrano (1997).
El presente artículo, a diferencia de los textos citados acerca de las poseídas queretanas de finales del siglo XVII, se centró en ciertos aspectos de la biografía de una “bruja”, Josefa Ramos, con lo cual fue posible, en parte, reconstruir su personalidad y, como individuo representativo, observar las características de un estrato social en determinado periodo histórico, como señala Ginzburg (2011) en el caso del molinero Menocchio. Los resultados obtenidos en este trabajo, en conjunto con los de otras investigaciones, han permitido sistematizar algunos aspectos de los delitos de magia y hechicería, y conocer a sus actores, durante la época colonial a pesar de la mezcla de elementos desconcertantes que, según Ruiz (2013), aparecen en ellos.